Sin decir adiós - Reese Witherspoon - E-Book

Sin decir adiós E-Book

Reese Witherspoon

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Beschreibung

Una novela de suspense que combina los talentos narrativos de la actriz ganadora de un Óscar, Reese Witherspoon, y del autor superventas internacional, Harlan Coben. Sin decir adiós es la historia de una mujer atrapada en una conspiración letal, donde descubrir la verdad podría costarle todo lo que tiene en la vida.  Maggie McCabe se encuentra al borde del abismo. Como cirujana de guerra del ejército siempre ha vivido al límite, pero ahora su vida parece caer en picado. Tras una devastadora sucesión de tragedias, su licencia médica ha sido revocada y se siente perdida y sin propósito en la vida. Por eso, cuando recibe la propuesta de un antiguo compañero, un cirujano plástico de élite cuya clientela exige la mejor atención médica pero la más absoluta discreción, no duda en aceptar la oferta. Al otro lado del mundo, recluido en el lujo y la tecnología de vanguardia, uno de los hombres más misteriosos del mundo requiere asistencia médica poco convencional y Maggie acepta el trabajo. Así se adentrará en su reino de ostentación y opulencia. Pero cuando el misterioso paciente desaparece repentinamente estando bajo su cuidado, Maggie tendrá que convertirse en una fugitiva para salvar su vida.

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Seitenzahl: 512

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

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Epílogo

Agradecimientos

Título original inglés: Gone Before Goodbye.

© del texto: Harlan Coben y Reese Witherspoon, 2025.

© de la traducción: Víctor Manuel García de Isusi, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBEO009

ISBN: 979-13-7031-001-1

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

A LOS NUMEROSOS MÉDICOS Y ENFERMEROS MILITARES

QUE SE HAN PUESTO EN PELIGRO PARA SALVAR

A TODAS LAS PERSONAS QUE HAN PODIDO.

GRACIAS POR VUESTRO CORAJE Y COMPASIÓN.

TRIPOINT, NORTE DE ÁFRICA

No oigo el grito.

La enfermera sí. El anestesista también. Yo, en cambio, estoy dentro de la zona, una en la que solo puedo entrar en un quirófano, con un esternón abierto de par en par y mis manos introducidas en el pecho del chico.

Este es mi hogar, mi despacho, mi santuario. Mi estado zen.

Más gritos. Disparos. Helicópteros. Una explosión.

—Doctor...

Noto el pánico en su voz, pero no me muevo. No aparto la vista. Mis manos, el instrumental médico más antiguo conocido por la humanidad, están dentro de la cavidad torácica, mi dedo índice toca el palpitante pericardio. Estoy completamente concentrado en eso y en nada más. No suena ninguna música. Hoy en día, eso es raro en una sala de operaciones, lo sé, pero disfruto del silencio en este lugar sagrado, incluso cuando practico trasplantes de corazón que duran ocho horas. A mi equipo, en cambio, le toca las narices. Ellos necesitan esa distracción, ese entretenimiento, pero ese es el problema para mí, que no quiero distracciones. Tanto mi felicidad como mi excelencia provienen de esa singular capacidad para concentrarme.

Sin embargo, los sonidos nos invaden.

Fuego rápido. Otra explosión. Gritos cada vez más altos.

Cada vez más cerca.

—Doctor... —Le tiembla la voz, noto su pánico. Luego, al ver que es evidente que no le estoy prestando atención—: Marc.

—No podemos hacer nada al respecto —le digo.

Una respuesta que no reconforta a nadie.

Trace y yo llegamos a Gadamés hace ocho días. Aterrizamos en el Aeropuerto Internacional Diori Hamani, donde nos recibió Salima —si es que ese es su verdadero nombre—, una joven que ya conocíamos de antes, y un conductor corpulento que no se presentó ni nos dirigió la palabra. Durante dos largos días, viajamos hacia el noreste y dormimos primero en un refugio cerca de Agadez y luego en tiendas bajo las estrellas de Bilma. Dejamos al conductor en el norte de Níger y viajamos por el desierto de noche hasta que llegamos a otro vehículo.

Salima y Trace solo tienen ojos el uno para el otro, y no me sorprende. Trace es la pura definición de un playah, un verdadero seductor, incluso rodeado de muerte. O quizá precisamente por eso.

Cuando estás cerca de la muerte es cuando más vivo te sientes.

Salima nos condujo hacia el norte, pasando constantemente a uno y otro lado de la frontera entre Argelia y Libia. Al este de Yanet nos detuvieron media docena de milicianos armados. Eran todos jóvenes —adolescentes, diría yo—, y se veían alterados, probablemente debido a algún potente narcótico. Se hacían llamar el Ejército de los Niños. El ambiente olía a sangre. Con los ojos abiertos como platos, primero me cogieron a mí y luego a Trace. Hicieron que me arrodillara y me apuntaron con un arma a la cabeza.

Yo habría sido el primero en morir. Trace lo habría visto todo y luego le habría tocado morir a él.

Recuerdo que cerré los ojos e imaginé la cara de Maggie y esperé a que aquel niño apretara el gatillo.

El Ejército de los Niños no nos mató, como es evidente. Salima, que habla al menos cuatro idiomas con fluidez, se puso de rodillas y explicó algo a toda velocidad. No sé muy bien qué les dijo —no quiso decírnoslo—, pero los niños soldado se marcharon.

Más gritos. Más disparos. Más cerca ahora. Intento darme prisa.

No le conté a Maggie la verdad sobre lo peligrosa que era esta misión, y no porque pensara que iba a preocuparse, sino por las promesas que nos habíamos hecho (habría insistido en venir).

Así somos Maggie y yo.

¿Qué te convierte en un héroe? El altruismo, qué duda cabe, pero también entran en juego el ego, la temeridad y la pasión por la emoción.

No tememos el peligro. Tememos la normalidad.

Trace, que lleva una mascarilla quirúrgica, asoma la cabeza:

—Marc...

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Están incendiando la zona norte del campamento. Ya hay decenas de muertos. Salima está sacando a todo el mundo.

Miro a la enfermera y al anestesista.

—Marchaos —les digo.

—No puedes salvarlo —me dice la enfermera mientras se retira—. Aunque acabes a tiempo; aunque, por alguna extraña razón, sobreviviera a la operación, no van a dejar que viva.

No sé a quiénes se refiere. Desconozco las justificaciones, los orígenes, la historia, las facciones, las tribus, los señores de la guerra, los fanáticos, los extremistas, los inocentes. No sé quiénes son los buenos ni quiénes los malos, no sé por qué esta gente está en un campo de refugiados, qué bando es el opresor y cuál el oprimido. No es que no entienda de política, pero es que para Maggie, para Trace y para mí, son detalles a los que no debemos dar importancia.

Sigo operando al paciente, un chavalito de quince años que se llama Izil. Albergo la esperanza de que todas las personas a las que trato sean inocentes, pese a que lo dudo. La cuestión es que nuestro trabajo no puede consistir en intentar determinar quién está en cada bando. Nuestro trabajo —y no quiero sonar pretencioso— consiste en salvar vidas. Ellos dicen: «Matadlos a todos y que Dios acoja a los suyos». Para nosotros es justo al contrario: «Salvémoslos a todos y que Dios se vaya a...». Bueno, ya me entendéis.

Y no es que apoye a todos los bandos, es, más bien, que no apoyo a ninguno.

—Venga, marchaos todos —les digo—. Quiero la sala vacía.

—Marc... —insiste Trace.

Nuestros ojos se encuentran por encima de la mascarilla quirúrgica. Trace y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Hicimos juntos la residencia en cirugía. Hemos proporcionado ayuda médica en crisis humanitarias como esta por todo el planeta. Trace es uno de los mejores cirujanos cardiotorácicos del mundo.

—Puedo ayudarte a cerrar.

—Ya lo tengo.

—Te esperamos.

Niego con la cabeza, pero lo conozco demasiado bien.

—Dejadme una ambulancia. ¡No van a disparar a una ambulancia!

Ambos sabemos que hace ya mucho tiempo que eso no es así.

No deberíamos haber venido. No debería haberlo permitido. Debería haberme encargado de mis asuntos, haberme despedido y haber cogido un avión de vuelta a casa.

Debería estar con Maggie.

No me despido de Trace. Él tampoco se despide de mí.

Esta, no obstante, va a ser la última vez que lo vea.

Segundos después, en la sala solo quedamos Izil y yo. Me doy prisa, porque soy idiota y pienso que voy a conseguirlo.

Estoy cerrando el pecho del chico cuando las puertas se abren de golpe y en la sala entran varios milicianos armados. No sé cuántos. Tienen todos esa mirada de loco. No es la primera vez que la veo. De hecho, la he visto demasiadas veces para mi gusto. Y la vi hace apenas unos días al este de Yanet.

Y, a veces, la veo cuando me miro en el espejo.

Cierro los ojos, imagino la cara de Maggie y espero a que alguien apriete el gatillo.

1

BALTIMORE. UN AÑO DESPUÉS

Maggie McCabe sabe que no debería haber venido.

—¿Dónde estás? —le pregunta Marc.

Maggie baja la mirada para ver la cara de su marido en la pantalla del móvil.

—Ya te lo he dicho.

—¿En la Johns Hopkins?

—Sí.

—¿En el claustro?

—Sí.

—Ahí es donde nos conocimos. Durante la semana de orientación en la Facultad de Medicina, ¿te acuerdas?

—Claro.

—Supe que eras la definitiva en cuanto te vi.

—No me hagas reír.

—Estoy intentando animarte.

—Pues no está funcionando.

—Vale, ¿y qué haces?

Maggie recuerda la primera vez que estuvo en el campus, recién salida del cascarón, como se suele decir, llena de esperanza y optimismo y empuje y vitalidad y todas esas chorradas. ¡Qué inocente! No obstante, cuando tu mundo se desmorona en pedazos a tu alrededor —cuando lo tenías todo e incluso entendías y apreciabas que así era y nunca dabas nada por hecho, ni por un segundo, y sabías lo afortunada que eras y te sentías tan agradecida que, en cierto modo, esperabas que el karma te dejara en paz—, aprendes por las malas —por las peores— lo voluble que es el destino, que la vida es puro caos y que nadie sale ileso de ella; que puedes tenerlo todo ahora y perderlo todo de golpe al instante siguiente.

—Me estoy dando una fiesta de compasión.

—Pues para y entra.

—Quiero irme a casa.

Marc frunce el ceño.

—No lo hagas.

—No estoy lista.

—¡Claro que lo estás! Por favor, entra. Hazlo por mí.

—¿En serio?

Maggie levanta la vista y mira la cúpula blanca del Shriver Hall, parpadea y se le escapa una lágrima. Hace una hora, de mala gana, se puso un vestido formal de manga larga que le llega por la pantorrilla, un vestido de color azul marino. No, negro no. Eso habría sido demasiado morboso. El azul marino es una apuesta segura, respetuoso con la ocasión y sin ánimo de llamar la atención. De hecho, preferiría mil veces fundirse con el suelo a destacar en aquella noche en concreto.

—¿Maggie?

—Sigo aquí.

—Entra. Es muy importante para mí. Y para tu madre.

—¡Vaya!

—¿Qué pasa?

—Antes no eras ni tan sentimental ni tan manipulador.

—¡Siempre lo he sido!

El tono de voz de Maggie se suaviza:

—Sí, es verdad. —Un instante después—: Esto es una mierda.

—¿Cómo has dicho?

—Nada, olvídalo.

Veintidós años atrás, Maggie se había graduado en aquel mismo salón con todos los honores que podía recibir un estudiante de Medicina. Hizo su residencia de cirugía en el Hospital Presbiteriano de Nueva York, se convirtió en una cirujana reconstructiva de renombre, sirvió a su país en los frentes de Afganistán y de Oriente Medio como cirujana de campo 62B, se casó con Marc y se mudó con él al otro lado del charco para curar a los necesitados.

Marc de nuevo, en el móvil:

—¿Hola?

—Van a mirarme.

—¡Claro que van a mirarte! ¡Estás muy buena!

Maggie frunce el ceño. Hay cosas que nunca cambian.

—Venga, entra.

Maggie asiente porque sabe que Marc tiene razón y cierra la aplicación. En la carcasa de su móvil aparecen los dos personajes de los M&M: el M&M Amarillo con un ramo de flores, que le tiende a la M&M Verde. La carcasa se la regaló Marc medio en serio medio en broma. Maggie y Marc. M&M. Marc compró almohadas de los M&M, compró cojines de los M&M... Marc consideraba que era adorable. A Maggie, en cambio, le daba repelús, algo que solo servía para que él comprara aún más cosas relacionadas con los M&M.

—¿Maggie?

Ella se sorprende al oír la voz y deja caer el móvil en el bolso. Se da la vuelta y ve a Larry Magid, dermatólogo y antiguo compañero de clase. La última vez que coincidieron fue hace cinco años, en Nepal, cuando Larry voló para ayudarlos a Marc y a ella con un brote de la enfermedad de Hansen —más comúnmente conocida como lepra—. Ambos acabaron trabajando en el mismo hospital, incluso en la misma planta, así que él conocía bien el mal momento por el que estaba pasando ella.

—Hola, Larry.

Él arruga el ceño.

—¿Has venido por...? ¿Me refiero a si... a si vas a...? —Larry hace un gesto señalando el edificio.

—Sí.

—Vale.

—¿Qué pasa?

—Nada.

—Le han puesto el nombre de mi madre a una beca.

—Sí, ya lo sé.

—Por eso he venido.

—Claro. Tengo que irme. Me está esperando Mickey —dice Larry, y se aleja a toda prisa.

A Maggie le dan ganas de gritar que no tiene la lepra. Le dan ganas de volver a coger el móvil, llamar a Marc y quejarse como una cría —«¿Ves a qué me refería?»—, pero el móvil ya está en el bolso y se siente un poco molesta, así que, ¡a la mierda!

Maggie asciende por esos mismos escalones que subió hace dos décadas para recoger su diploma, pero esta vez parece que le estuviese costando la vida. En el cartel que cuelga sobre la puerta se puede leer:

Acto de reconocimiento de beca

¡Bienvenidos una vez más, alumnos de la Johns Hopkins!

En el salón hay un ambiente animado. El conjunto musical, compuesto por estudiantes, está tocando el Cuarteto de cuerda n.º 19 en do mayor de Mozart. Maggie, con las manos en los costados, no puede evitar mover los dedos al ritmo de la música, como si estuviera tocando las cuerdas de un violín. Deben de haber unas quinientas personas —médicos y los ganadores de las becas— paseándose de un lado a otro por el magnífico salón. Se sabe que es un acto sobre medicina porque muchos de los hombres llevan pajarita. Es algo muy típico entre doctores, porque las corbatas cuelgan y pueden ser un estorbo. Su padre, cirujano del Ejército, a quien también desplegaron como cirujano de campo 62B —a él lo destinaron a Vietnam—, siempre se las ponía, en su caso de flores coloridas. Decía que, de esa forma, sus pacientes consideraban que estaba un poco chiflado y, por lo tanto, que era reconfortantemente humano.

Cuando Maggie entra en el salón, la gente no se queda en silencio ni el mundo se detiene, pero sin duda se percibe cierta tensión en el ambiente.

Se queda en la puerta unos segundos, que se le hacen eternos, sintiéndose muy rara, como si, por ejemplo, sus manos fueran de pronto excesivamente grandes. Se sonroja. Pero ¿por qué ha venido? Busca algún rostro conocido, o al menos familiar, pero el único que encuentra es el del póster del caballete que hay en el estrado. El de su madre.

¡Dios, qué guapa era!

La fotografía que han utilizado es la del directorio de profesores de la facultad de hace cinco cursos atrás, el último en el que su madre dio clase. Se la tomó justo antes del diagnóstico, que ella les ocultó a sus dos hijas durante los siguientes tres años, hasta que, un día, por fin, llamó a Maggie a la clínica de Ghana en la que estaba y le dijo: «Voy a contarte una cosa, pero solo si me prometes que no volverás a casa en cuanto me oigas decírtelo. Tu trabajo es demasiado importante». Así que Maggie se lo prometió, y su madre se lo contó, y ambas lloraron, pero Maggie mantuvo su promesa hasta que la llamó Sharon, su hermana, para decirle que ya casi era la hora. Entonces, Maggie le dio un beso de despedida a Marc en el Aeropuerto Internacional de Dubái y le pidió que acabara y no tardara en regresar a casa para acompañarla en esos últimos días.

Maggie mira el póster y se detiene en los ojos de su madre, porque en ese momento es la única cara amiga que hay en el salón. Levanta la cabeza a medida que se acerca al estrado. Supone que debe ser un rasgo narcisista por su parte, pero tiene la sensación de que las conversaciones se detienen, o al menos bajan de volumen, cuando ella pasa, y que se convierten en murmullos, aunque lo más probable es que se trate de sus propias imaginaciones. En cualquier caso, decide no mirar a ningún lado y restringir su visión periférica. Mantiene la vista en los ojos de su madre, aunque puede sentir cómo todas las miradas se clavan en ella.

Una figura que le resulta familiar se le acerca y le dice:

—Me sorprende que hayas venido.

Se trata de Steve Schipner, también conocido como Sleazy Steve, que también es cirujano reconstructor, como ella, aunque Maggie espera no parecerse a él en lo más mínimo. Steve tiene más de un millón de seguidores en Instagram, donde muestra fotografías del antes y el después de sus pacientes en una cuenta que llama «El rey de las tetas».

Steve y ella se graduaron en la misma promoción e hicieron la rotación en cirugía juntos en el Hospital Presbiteriano de Nueva York y en la Universidad de Columbia bajo la tutela del doctor Evan Barlow. Steve es de esos que no son capaces de darte los buenos días sin que suene a una frase con doble sentido, de ahí su apodo de «El sucio». Ahora vive en Dubái y está especializado en, citando el resumen de su currículum, «influencers ambiciosas que quieren incrementar sus likes en redes sociales... y el tamaño de su copa».

—Sí, bueno, es que soy una caja de sorpresas.

Steve mira a su alrededor y puede notar los rostros hostiles de los asistentes.

—Yo, desde luego, me alegro de verte.

—Gracias, Steve.

—¿Has visto a Barlow?

—No, ¿y tú?

—Tampoco.

—Dudo mucho que haya venido.

—Pues a mí me han dicho que iba a venir y tenía intención de hablar con él acerca de un negocio provechoso... —Se queda callado, se gira y la mira con una sonrisa encantadora—. ¿A que no sabes dónde estoy trabajando?

A Maggie no le apetece nada jugar a las adivinanzas, pero no hacerlo podría ser mucho peor.

—Tengo entendido que en Dubái.

—Sí, pero ¿dónde de Dubái?

—No lo sé, Steve. ¿Dónde?

El hombre se inclina y le susurra:

—En el Apollo Longevity.

Maggie intenta controlar su expresión de incomodidad en el rostro. Le cuesta.

Steve continúa:

—¿No es donde Marc y tú...?

—Ya no tengo nada que ver con ese sitio.

Maggie intenta procesar la información. ¿El Apollo Longevity sigue en activo? Increíble. Después de todo lo que pasó. No es una buena noticia.

Steve la observa de arriba abajo arrastrando su mirada por su cuerpo como lo hacen las lombrices por la tierra después de una tormenta.

—Tienes buen aspecto, Mags —dice mientras arquea una ceja—. Muy, muy buen aspecto.

Maggie responde tratando de minimizar el comentario:

—Ya.

—Muy tonificada y en forma —sigue Steve y hace un gesto marcando el bíceps de su brazo para ilustrar sus palabras—. ¿Cómo lo consigues? ¿Mancuernas? ¿Pilates? —Levanta de nuevo la ceja—. ¿Hot yoga? Ese que dicen que te hace sudar tanto...

Maggie sacude la cabeza.

—¿Esto realmente te funciona, Steve?

—Sí, Mags, y ¿sabes por qué?

—No hace falta que me lo digas, pero seguro que me lo vas a decir de todas formas.

Steve se inclina hacia la oreja de ella.

—Porque soy un cirujano rico y exitoso ¡de cuarenta y siete años! Ahora atraigo a pollitas mucho más jóvenes que tú.

Maggie hace una mueca.

—¿De verdad has dicho «pollitas»?

—No eres demasiado buena para mí —dice. Luego añade en un susurro cruel—: Ya no.

Y dicho esto, Steve se aleja babeando.

Steve lleva su reguero de baba hasta un grupito de antiguos compañeros de clase que se encuentran a la derecha. Maggie los conoce a todos, pero cuando los mira, hacen como que no la han visto. Y aunque le indigna esa actitud y querría plantarles cara, si es honesta, sabe que ella también formaría parte de ese grupo que la mira mal si fuera otro compañero el que se encontrara en su situación.

¡A la mierda!

Maggie se dirige hacia ellos y los saluda:

—Hola, ¿qué tal?

Silencio.

Maggie los mira uno por uno a la cara. Ninguno de ellos le devuelve la mirada.

—Stephanie —le dice Maggie a la que fuera su amiga y que ahora clava sus ojos en la copa de champán que lleva en su mano—, ¿qué tal está Olivia?

Olivia es la hija de Stephanie.

—Oh, pues... sí, le va bien.

—¿Le sirvió mi carta de recomendación?

Maggie sabe muy bien que sí. La había escrito hacía poco más de un año, cuando su nombre aún abría puertas en lugar de cerrarlas. Maggie es consciente de que Olivia había pasado por esa puerta abierta, y ahora no está de humor para que le toquen las narices.

—¿Stephanie?

Antes de que Stephanie responda, otra antigua compañera de clase, Bonnie Tillman, coge a Maggie por el codo.

—Maggie, ¿te parece si hablamos un momento en privado?

Bonnie es oftalmóloga en Washington, D.C., y es —y nunca dejará de serlo— la presidenta de su promoción. Se ha puesto tanta laca que en vez de pelo parece que lleve un casco. Se obliga a sonreír. Le cuesta un gran esfuerzo mantener la sonrisa. Dicen que son necesarios diecisiete músculos para sonreír y cuarenta y tres para arrugar la frente. En el caso de Bonnie es, evidentemente, al revés.

Cruzan unas viejas puertas de cristal que dan a la terraza.

—Todos nos sentimos mal por los problemas que has tenido recientemente —empieza Bonnie con un tono de voz que solo podría ser más condescendiente con la ayuda de un cirujano—, pero eso no es excusa para lo que hiciste.

Maggie no dice nada.

—Este acto —continúa Bonnie— es para médicos.

—Es para licenciados.

—Maggie, venga.

Silencio.

—Te han revocado la licencia —continúa Bonnie.

—Suspendido —la corrige Maggie—. Está pendiente de revisión.

—Ya, ¿así que eres inocente?

Maggie no dice nada.

—Deberías marcharte.

—Pues no lo voy a hacer.

—Le estás haciendo un flaco favor a la memoria de tu madre.

—¿Cómo has dicho?

—Su memoria no te pertenece, Maggie. Al menos en este campus. Tu madre era muy importante para muchos de nosotros. Que estés aquí ensucia su recuerdo.

—Me pidieron que presentara la beca —se defiende Maggie.

—Eso fue antes de lo sucedido.

—Nadie ha anulado la invitación.

—Nadie pensó que fuera necesario.

—¿Y quién presentará la beca?

Bonnie endereza la espalda.

—¿Tú?

—La junta ha pensado que era lo mejor.

—Pues mi madre siempre pensó que eras una zorra estirada y engreída.

Bonnie abre los ojos como si Maggie acabara de darle una bofetada y exclama:

—¡Vaya!

Maggie se queda callada mientras Bonnie se recompone.

—En cualquier caso —insiste Bonnie—, deberías irte. Tu presencia mancha la reputación de nuestra promoción.

Bonnie se da media vuelta para marcharse. Maggie cierra los ojos, los abre, se queda mirando a la nada.

—Bonnie.

Bonnie se detiene y se vuelve para mirarla.

—Mi madre nunca dijo eso. Lo siento. No ha sido justo. De hecho, siempre habló bien de ti. Han acertado al elegirte.

Bonnie traga saliva.

—Lo haré lo mejor que pueda, te lo prometo.

Bonnie se aleja y Maggie se queda sola en la terraza. Dentro, alguien hace tintinear una copa de champán con un tenedor para pedir la atención de los congregados, que de inmediato guardan silencio. Una voz les invita a acercarse para dar comienzo a la ceremonia. Maggie permanece en la terraza.

Bonnie tiene razón, no debería estar aquí.

Maggie contempla el follaje de los árboles alrededor. A su espalda, alguien cierra las puertas de cristal, de forma que ya no puede oír lo que sucede en el salón. No pasa nada. Se siente tentada de coger el teléfono para ponerse en contacto con Marc, pero no haría bien en apoyarse en él de esa manera, lo sabe y eso hace que se sienta aún peor.

—Hola, Maggie.

El hombre que la saluda lleva un traje de color azul cobalto hecho a medida, con una corbata tan bien anudada que podría considerarse que ha contado con ayuda divina. Tiene el pelo gris, peinado perfectamente con raya a la izquierda. Maggie sabe que tiene setenta y pocos porque fue compañero de clase de su madre y porque la invitó a su setenta cumpleaños hace unos años, pero Maggie estaba en el extranjero y no pudo asistir.

—Hola, doctor Barlow.

—Hace tiempo que dejaste de ser mi alumna, Maggie, ¿no puedes simplemente llamarme por mi nombre de pila?

—No, no creo que pueda hacerlo.

Evan Barlow sonríe. Tiene una sonrisa bonita. Está, en palabras de un sórdido compañero de clase, tan en forma, tan tonificado... Maggie se siente tentada de preguntarle si va a clases de hot yoga. Evan Barlow dirige el Centro de Cosmética Barlow, posiblemente la clínica de cirugía estética más prestigiosa y discreta del país. Cuando los famosos quieren hacerse un retoque sin que se note, es en Evan Barlow en quien confían.

Están el uno al lado del otro, contemplando el jardín interior.

—¿Sabes que es la primera vez que vuelvo al campus desde que me gradué? —dice él.

—¿En serio?

—Pues sí.

—¿Para qué has venido?

—Doy por hecho que te haces una idea.

—¿Por mi madre?

—Ya sabes que estaba enamorado de ella.

—Pues no, no lo sabía.

—Ahora están los dos muertos, tu padre y ella, así que ya puedo admitirlo.

—A ver, sé que estuvisteis saliendo un par de semanas o así, ¿no?

—Eso fue en segundo curso, pero tu madre me rompió el corazón.

Maggie frunce el ceño.

—Pero has estado casado tres veces, ¿no?

—Cuatro.

—Y tu esposa actual, ¿no anda por la treintena?

—Tiene treinta y dos años. —El hombre extiende las manos—. Para que veas lo que sucede cuando te rompen el corazón.

Maggie sonríe, no puede evitarlo. Barlow también sonríe.

—Tu padre era un gran hombre, una elección mucho mejor que yo, así que decidí conformarme con su amistad. Pero, claro... —mueve la cabeza de lado a lado—, a medida que te haces viejo, te vuelves sentimental y filosófico. Intento restarle importancia, pero no puedo negar la realidad.

Cuando Barlow le sonríe de nuevo, Maggie recuerda las prácticas quirúrgicas que hizo con él en el Hospital Presbiteriano de Nueva York. Recuerda que fue un profesor muy generoso con ella, lo estimulante y agotador que era trabajar con él. Evan Barlow era pura energía, energía chispeante, y era normal querer estar alrededor de alguien así.

Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Barlow dice:

—Eres la mejor estudiante que he tenido nunca, y lo sabes. Eres cirujana, así que tienes el ego suficiente para reconocer que lo que digo es verdad.

—Corrección: era cirujana.

Maggie cierra los ojos con fuerza e instantes después nota la mano de él en el hombro. Su voz suena dulce:

—Maggie...

A ella se le llenan los ojos de lágrimas.

—Lo siento.

—No te disculpes.

—Te he decepcionado —Maggie abre los ojos—, y la he decepcionado a ella.

No hace falta que explique a quién se refiere.

—¡Ni mucho menos! —El hombre se queda callado un momento—. Humm, creo que mis palabras han sonado un poco condescendientes. Sí, sí que nos has decepcionado, no te voy a mentir. ¿Puedo ser sincero contigo? Metiste la pata, hasta el fondo además. Por eso estoy aquí.

—No sé a qué te refieres.

—Yo no necesito que se celebre la ceremonia de una beca para honrar la memoria de tu madre, puedo honrarla de una manera mucho más concreta. —Barlow alza una mano—. A ver, no me estoy expresando bien... Permíteme que empiece de nuevo. En realidad, he venido a verte a ti.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Tengo que pedirte un favor.

Como él no sigue hablando, Maggie lo apremia:

—Continúa.

—Me gustaría que pasaras por la clínica el lunes.

—¿Este lunes?

—Sí, a las diez de la mañana.

—¿Ahora tienes un centro en Baltimore?

—No, pero no tardaré en tenerlo. Ahora mismo estamos en Palm Beach, Los Ángeles y Nueva York. Me gustaría que nos viéramos en ese último. Enviaré un coche a buscarte y te reservaré una suite en el Aman.

—No entiendo. ¿Para qué quieres que vaya a Nueva York?

—Eso no puedo decírtelo.

—¿Por qué no?

—Pues... porque no me corresponde a mí hacerlo.

Maggie hace una mueca.

—¿Y a quién le corresponde?

—Es una oferta un poco especial, eso es lo único que puedo decirte ahora mismo.

—Me han suspendido la licencia médica.

—Lo sé. La oferta es, digamos... —Barlow levanta la vista como si estuviera buscando la mejor palabra para describirla, pero se encoge de hombros— peculiar.

—¿No puedes adelantarme nada?

—No, no puedo.

Maggie reflexiona un momento sobre las palabras de Evan.

—Con todos los respetos, doctor Barlow, todo esto es un poco raro.

—Lo sé.

—Más que un poco, es muy raro, en realidad.

—Sí, sí, lo admito. Mira, sé que Sharon y tú estáis pasando por serias dificultades económicas...

—¿Cómo lo sabes?

—... pero ahora mismo te extenderé un cheque por veinte mil dólares para que veas que voy en serio.

Barlow mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca una pluma y un talonario.

—¿Eso es una chequera? —pregunta ella.

—Sí.

—¿Qué estamos, en 1987? ¿Quién anda por ahí con un talonario encima?

Barlow sonríe.

—Quería estar preparado.

Y empieza a rellenar el talón.

—No tienes por qué hacerlo.

—¡Claro que sí! Hay que compensarte por tu tiempo.

—No, por favor —rechaza Maggie con algo más de contundencia esta vez—. Insisto en que todo esto me parece muy raro.

—Sí, lo sé —Barlow guarda la chequera en el bolsillo—, pero ¿acaso no confías en mí?

A decir verdad, Maggie ya no confía en nadie. Bueno, en casi nadie.

—Y otra cosa —dice él.

—¿Qué?

—Te agradecería que no hablaras de esto con nadie.

—Tendré que decírselo a mi hermana.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Vivo con ella. No puedo largarme a Nueva York sin más.

—¡Claro que puedes! —Él le tiende su tarjeta—. Te mandarán un mensaje para concretar los detalles antes de enviarte un coche para recogerte.

—Prefiero coger un tren.

—Bueno, vale. Habrá una reserva a tu nombre en el hotel Aman de la Cincuenta y Siete a partir de mañana por la noche. El lunes hablaremos de los detalles.

Maggie coge la tarjeta, la mira, luego lo mira a él. El doctor Evan Barlow dirige una de las firmas de cosmética más exitosa del mundo. El tipo no solo vale millones, sino que apesta a dinero. Maggie observa su rostro en busca de alguna señal, pero se ve calmado, profesional, atractivo y serio. Aunque, ¿es una mueca de miedo lo que atisba a ver?

—En serio, doctor Barlow, ¿qué está pasando?

—No puedo contarte nada más ahora, Maggie. O lo tomas o lo dejas.

—¿Y si lo dejo?

Él se encoge de hombros.

—Ha sido un placer volver a verte.

Barlow le da un beso en la mejilla y se dirige hacia la salida.

—¿Cómo sabías que iba a estar aquí?

Su expresión quiere decirle algo, pero Maggie no llega a comprender qué. Él niega con la cabeza y empuja las puertas de cristal.

—Lo descubrirás el lunes —dice, y se adentra en el salón.

2

—Sí, dudas, pero los dos sabemos que vas a ir —le suelta Marc.

Y tiene razón. Una vez más.

Maggie camina por el campus. Se ha quedado el tiempo suficiente en la ceremonia como para que no parezca que lograron echarla, pero en cuanto acabaron los discursos y la gente comenzó a socializar de nuevo, se marchó.

—¿Qué crees que quiere el doctor Barlow? —le pregunta Marc.

—Albergaba la esperanza de que tú lo supieras.

—Pues deja que haga una búsqueda rápida sobre él. A ver... ¡Hala!

—¿Qué?

—¿Sabías que Evan Barlow sale en la lista Forbes de los médicos más ricos?

Maggie pone cara de sorprendida.

—¿Forbes tiene una lista de médicos?

—Los cien más ricos, sí.

—¿Y Barlow sale ahí?

—En el número cuarenta y dos. Se estima que tiene una fortuna de mil millones de dólares.

—¿Se puede ganar tanto dinero con la medicina?

—No, la verdad es que no. Ese dinero lo ha ganado, no sé cómo llamarlo, como ¿empresario? Cosmética Barlow es una marca importante. La cirugía plástica sigue siendo su principal ingreso, pero se han metido en el negocio de los remedios caseros y los productos de belleza. Irónico.

—¿A qué te refieres?

—Por lo que veo, ninguno de los médicos más ricos ha obtenido su dinero atendiendo a pacientes. Más bien con las farmacéuticas, los seguros o las patentes. Hay también alguno que otro dedicado a la biotecnología, intentando llevar más allá los límites de la medicina, como les gusta decir a ellos.

—Pero ¿qué querrá de mí el doctor Barlow?

Marc, que aparece en la pantalla del móvil, se encoge de hombros.

—Era tu profesor preferido, ¿no?

—Sí.

—Tu mentor. Y además era una persona cercana a tu familia.

Maggie asiente.

—Me ha confesado que siempre ha estado enamorado de mi madre.

—Pues puede que sea eso. Puede que quiera ayudarte.

—¿Cómo?

—Dándote un trabajo en Cosmética Barlow.

—Pero si me han quitado la licencia. No puedo operar.

—Bueno, pero quizá quiera que hagas algún otro tipo de trabajo.

—¿Como qué? A mí solo hay una cosa que se me da bien. —Maggie puede ver en la pantalla la sonrisita de Marc. Pone los ojos en blanco y suspira—. Ni se te ocurra.

Marc sonríe.

—¿El qué?

—Ya sabes el qué y no lo digas.

—¿Te refieres a eso de que solo hay una cosa que se te da bien?

—Paaara.

—Vale, vale —Marc levanta una mano fingiendo rendición—, pero sigo creyendo que únicamente se trata de que Barlow conoce tu situación y quiere ayudarte, nada más.

Como va con la mirada fija en el teléfono, Maggie casi choca con un grupo de estudiantes que caminan en sentido contrario. Uno de ellos musita algo sobre mirar por dónde se va y Maggie le ofrece una disculpa sincera porque, para ser justos, odia que la gente vaya por la calle mirando el teléfono sin prestar atención a nada más.

—¿Qué más has encontrado?

—Que abrió su primer centro hace diecisiete años. Por lo visto, es de lo más innovador y cuenta siempre con los últimos avances.

—¿Qué tienen de diferente?

—¿A qué te refieres?

—En los anuncios siempre dice «innovador», «cuenta con los últimos avances», pero ¿acaso no significan lo mismo ambos conceptos?

—Lo de innovador hace referencia a las herramientas y plataformas más recientes y avanzadas de un campo en particular, mientras que lo de los últimos avances es más bien la tecnología y las técnicas que se utilizan, que están relacionadas con los métodos más modernos.

Maggie frunce el ceño.

—Acabas de inventártelo, ¿no?

—De principio a fin.

—No era multimillonario cuando estábamos en Columbia. Se dedicaba a hacer cirugías de Bascom, arreglar paladares, quemaduras, cirugía reconstructiva... Atendía casi exclusivamente a personas necesitadas.

—Como tú, vamos.

Maggie sacude la cabeza y lo corrige:

—Como nosotros.

—Yo no he hecho cirugía de Bascom en la vida...

—Ya sabes a qué me refiero.

—Sí, lo sé. Pero es muy probable que eso haya quedado ya en el pasado. Si tuviera que apostar, diría que, en la actualidad, Barlow se dedica prácticamente en exclusiva a aumentos de pecho y arreglos faciales. Es muy reservado con los detalles de sus prácticas.

—Tiene clientes famosos que puede que exijan discreción.

—Es muy probable, sí.

Maggie piensa en ello y se pregunta «¿Por qué no?».

—He visto a Sleazy Steve.

—¿Ha vuelto a decirte lo mucho que le pones?

—Sí, pero por lo visto ahora le gustan más las pollitas.

—¿Ha dicho «pollitas»?

—Eso ha dicho, «pollitas». —Un instante después, Maggie añade—: Me ha comentado que trabaja en el Apollo Longevity. —Como Marc no dice nada, Maggie añade—: Supuse que había cerrado.

—No, sigue con su objetivo original: la longevidad. Centrifugado de la sangre, terapias con ozono, regeneración de células, células madre, terapia OOES. —Sonríe—. Ya sabes, mucha innovación y muchos últimos avances.

—Pero ¿WorldCures sigue en pie?

—WorldCures ya no existe, Maggie.

Así, sin más, dicho con toda naturalidad.

—Sí, ya lo sabía.

—¿Cuándo tienes que ir a Nueva York?

—Mañana por la mañana. Llamaré a tu padre a ver si lo encuentro por el Vipers.

—¿Lo has visto recientemente?

—No desde que pasó con sus colegas por aquí el mes pasado.

—¿Qué tal está?

—Ya conoces a Porkchop.

Marc no dice nada. Se queda esperando.

—Está bien —le miente ella.

Maggie gira en una esquina. Justo delante tiene la casa colonial de dos pisos en la que creció y en la que vive ahora con Sharon, su hermana, y con Cole, su sobrino.

—¿Maggie?

—Dime.

—No sé, tengo un mal presentimiento.

Ella se detiene.

—¿Acerca de la reunión con Barlow?

—Sí.

Maggie siente que un escalofrío le recorre la columna.

—¿Por qué lo dices?

—No sé, por nada en concreto.

—Solo un mal presentimiento.

—Sí.

—Bueno, en general tú no te guías por presentimientos.

Él permanece callado.

Maggie observa a su sobrino salir de la casa y pulsa el botón rojo para terminar la llamada, y luego guarda el teléfono en el bolsillo. Cole esboza una gran sonrisa en cuanto la ve. Ha sido un año duro para el chico —demasiadas muertes, el divorcio, la deuda—, pero al menos se esfuerza en mostrarles una sonrisa tanto a su madre como a su tía. Lo que Maggie no tiene tan claro es si las sonrisas son auténticas o no. Sospecha que no. Cole es tan increíblemente amable y perceptivo que Maggie cree que es consciente del estrés que sufren ambas y hace lo imposible para no agravar el asunto.

—Hola, tía Maggie.

Ella le devuelve el saludo y Cole se acerca con un andar desgarbado, como si le costase caminar. Le enternece la humanidad que hay en esos movimientos torpes, su juventud, su vulnerabilidad.

—¿Qué tal está tu madre?

El chico baja la cabeza.

—Está de nuevo sentada ante la mesa de la cocina.

—Todo irá bien —le dice ella, y luego agrega—: Tu madre está bien.

—Que estés aquí, con nosotros... Sé que no es tu responsabilidad, pero...

—Claro que es mi responsabilidad.

Cole asiente y se obliga a sonreír de nuevo. El sonido de una bocina llama la atención de ambos. Un coche lleno de adolescentes que se asoman por las ventanillas se acerca. Llaman a Cole. Este mira a su tía como disculpándose, pero Maggie le sonríe y se despide de él con la mano.

—Venga, ve.

—¿Segura?

—Sí, no te preocupes.

Cole se acerca al coche con su andar desgarbado, como si no supiera caminar bien, pero ahora a mayor velocidad. Maggie se queda mirándolo, agradecida por esa pizca de normalidad en su vida. Su sobrino se lo merece. La puerta trasera del coche se abre y el chico desaparece.

Luego, se pone en marcha de nuevo y, cuando ya lo pierde de vista, Maggie vuelve a coger el móvil y llama al Vipers. Escucha sonar el antiguo teléfono de monedas de color negro que hay en la esquina del bar con un cartel en el que pone «No funciona» para que los clientes no lo utilicen. Es la versión del teléfono de Batman de Porkchop. Su suegro, Porkchop —sí, así es como le llama todo el mundo, incluido su hijo—, redefine el término de «vieja escuela». El hombre no tiene ni ordenador ni teléfono móvil. En realidad, no tiene ni casa, ni coche, ni televisión. Porkchop le dijo una vez: «Mis únicas posesiones son una motocicleta y la carretera», y cuando ella puso cara rara, él se encogió de hombros y añadió: «Lo leí en una caja de cerillas en un bar de moteros de Sturgis».

Al teléfono se pone una mujer que suena como si fuera joven pero que ya lo ha vivido todo:

—Vipers for Bikers —dice.

Maggie oye el habitual ruido de fondo. En la gramola suena «Bat Out of Hell», una de las canciones preferidas de Porkchop. Justo en ese momento, Meatloaf está cantando eso de «when the night is over, he’ll be gone, gone, gone». Maggie y Marc pusieron esa canción en su boda, y Porkchop, Sharon, Marc y ella hicieron un círculo en la pista de baile y cantaron la letra a gritos, chillando como locos, hasta que Marc cogió a Maggie, bajaron un poco el volumen y él le cantó aquello de que ella era lo único del mundo que era puro y que era bueno, y ambos se miraron a los ojos y sintieron que el mundo se desvanecía durante un momento. Maggie sabe que Meatloaf, en realidad, está hablando de la última noche que va a pasar con su chica y que la estrofa acababa con él gritando: «We’ll both be so alone».

—¿Está Porkchop?

—No.

Maggie imagina la escena: la gramola en la esquina y serrín en el suelo, la colección de carteles de neón de marcas de cerveza en las paredes, el olor dulzón a cuero viejo, a diésel y a testosterona.

—¿Podrías darle un mensaje?

—Depende. ¿Eres una de sus exparientas?

—Parientas —repite Maggie—. ¿Ha sido Porkchop el que te ha dicho que las llames así?

—Sí.

Ese hombre no va a cambiar nunca.

—Dile que le ha llamado Maggie.

La mujer no se molesta en responder con un «vale», «de acuerdo» o algo parecido y cuelga sin más.

Maggie guarda el móvil y entra en casa y casi se tropieza con unas deportivas de Cole del tamaño de canoas.

—¡Hola!

—¡En la cocina! —le responde Sharon.

La casa está atrapada en... Maggie ni siquiera está segura de en qué década del siglo xx está atrapada la casa. ¿En los setenta? ¿En los ochenta? Cuando creces en un sitio no te das cuenta de lo anticuado que está, aunque, evidentemente, eso no tiene nada de malo. Las cortinas de un beis verdoso tienen unas borlas enormes. Las alfombras persas tienen unos patrones extraños y están raídas. El antiguo mueble de los adornitos —como lo llamaba su madre— tiene decenas de fotografías con marcos plateados, la mayoría en blanco y negro, y varias figuritas horteras, como esas de los niños de Hummel —uno subido a un manzano, una con un paraguas, ese tipo de cosas—. Maggie siempre las ha visto allí. No recuerda cuándo las compraron o cuándo las pusieron allí, tampoco que las hayan movido nunca de sitio. Ninguno de esos adornos tiene un significado especial. Nunca hablaban de dónde salieron los Hummel, pero Maggie siempre dio por hecho, conociendo a sus padres, que alguien se los habría regalado o que los habrían heredado y que podrían haber acabado tanto en una caja en el sótano como en el «mueble de los adornitos».

Y no es que sus padres no los hubieran podido comprar o —¡peor!— que fueran horteras, era más bien que «a los doctores McCabe» todo aquello, sencillamente, les daba exactamente igual. A su padre y a su madre no les importaba lo más mínimo que el papel de pared estuviera pasado de moda o que las alfombras estuvieran raídas. Ellos eran maravillosos, amables y vivían sin preocupaciones. Eran lectores, sanadores y académicos. Gastaban su dinero en libros y en experiencias, no en tapizados y decoraciones. Aún los veía en la sala de estar con sus amigos, puede que animados por haber tomado unas copas de más, inmersos en debates que duraban hasta altas horas de la madrugada. Aquella era una época en la que mostrarse en desacuerdo no estaba mal visto, sino todo lo contrario. Tener un punto de vista diferente era algo valorado, porque suponía un reto y obligaba a desarrollar el pensamiento, en vez de provocar ira o menosprecio, como hoy en día.

Pero ahora mismo Maggie no está de humor para ese tipo de... ¿Es nostalgia lo que ha sentido? ¿Cómo denominas a echar de menos el pensamiento crítico, el sentido común y la decencia?

La historia familiar de Maggie puede contarse mediante las fotografías enmarcadas que hay en la repisa de la chimenea: Sharon y ella en una actuación de danza con seis y ocho años, graduaciones, bodas, nacimientos, y todas esas cosas, lo típico, vamos.

Maggie se detiene frente a una foto de grupo del día de su boda. Marc y ella están en el centro. Junto a ella se encuentra Sharon, evidentemente, su dama de honor. Junto a él está su padrino, Trace Packer. Aunque, a decir verdad, Trace podría haber asistido por parte de cualquiera de los dos. De hecho, Trace conoció primero a Maggie, cuando sirvió con ella, él también como cirujano de campo 62B, durante dos periodos.

Cuando ella los presentó, tanto Trace como Marc sintieron una conexión inmediata. Con el tiempo, los tres crearían WorldCures Alliance, una de las organizaciones benéficas más dinámicas del mundo, especializada en proporcionar servicios médicos a la gente más pobre.

En la fotografía, los padres de Maggie están a la derecha, con aspecto de estar bien, sanos. Aunque ahora, al observar mejor la imagen, duda sobre lo que proyecta el lenguaje corporal de su madre o quizá se trata de ese «si simplemente me hubiese dado cuenta». Porkchop, el padre de Marc, está a la izquierda. Los hombres llevan esmoquin a juego, excepto él, que se puso la pajarita y el chaleco, pero que en lugar de chaqueta, apareció con su chupa motera de cuero con varias calaveras sonrientes, porque así es él, y Maggie siempre le ha agradecido su autenticidad.

Mientras está ahí, ensimismada en sus pensamientos, suena su móvil y, hablando del rey de Roma..., puede ver que en la pantalla aparece «desconocido».

—¿Hola?

Porkchop ladra con su voz ronca:

—¿Ha pasado algo?

—No, no... —responde Maggie sin dejar de mirar a su suegro en la fotografía de la boda—, excepto que quien sea que responde a tu teléfono se refiere a tus ex como «parientas».

—¿Preferirías que dijera «novias»?

—La verdad es que no.

—¿Pues cómo quieres que las llame? ¿Amorcitos? ¿Chochitos? ¿Guarrillas?

—¿Has dicho «guarrillas»?

—Nenitas, caramelitos.

—Para, por favor.

—Los chavalitos las llaman «zorritas» —continúa Porkchop—. ¿Eso estaría mejor?

—No. Y deja de utilizar términos como «chavalitos».

—A mí me parece chulo.

—Ya, pero no lo es.

—Bueeeno —dice Porkchop arrastrando la palabra— y, ahora que hemos roto el hielo, dime, ¿qué ha pasado?

—¿Es que no puedo llamarte para saber qué tal estás?

—Por supuesto.

Silencio.

—Mañana voy a estar en Manhattan —comenta Maggie.

—¿Vienes en tren?

—Sí.

—¿En cuál?

—En el de las siete catorce.

—Iré a recogerte y así me lo cuentas todo.

Porkchop cuelga. Maggie vuelve a mirar la fotografía de la boda, pero sin pensar en nada y, al mismo tiempo, dándole vueltas a todo.

Sharon la llama desde la cocina:

—¿Maggie?

Maggie se esfuerza por apartar la vista de la fotografía, respira hondo y, pensando en lo que le ha dicho su sobrino, se obliga a sonreír. Cuando entra en la cocina, Sharon está sentada a la mesa, como había imaginado por lo que le ha dicho Cole, con el portátil delante y un montón de papeles desparramados como si alguien los hubiera dejado caer desde el cielo. También hay una botella abierta de vino, un Château Haut-Bailly. El mero hecho de ver la botella abierta hace que Maggie sienta una punzada en el pecho que, no obstante, no tiene nada que ver con el nuevo hábito de su hermana de beber en exceso.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunta Maggie.

Sharon levanta la vista.

—Escribiendo un código para permitir la interferencia generativa hiperdimensional mediante la optimización del gradiente estocástico de la inteligencia artificial en forma de apoyo. ¿Quieres que siga?

—¡No, por favor!

Sharon se quita las gafas de lectura.

—Bueno, ¿qué tal ha ido la ceremonia?

—Pues bastante bien, la verdad.

—Mentirosa.

Sharon es un genio. En serio. Maggie había sido una estudiante excelente —fue la encargada de dar la bienvenida a la clase en el último curso del instituto (el maldito Stuart Kleinman fue el encargado de dar el discurso porque su media era 0,003 puntos mejor), convencida desde jovencita de que quería ser médica, como sus padres—, pero Sharon había sido una verdadera polímata, lo que los educadores y la administración denominaban «altas habilidades» o «alta capacidad intelectual» o más comúnmente: «niña prodigio». Sharon podría haberse graduado en el instituto con once años, pero lo cierto es que —una realidad que sus padres entendieron muy pronto— los niños prodigio no suelen destacar a la larga. Piensa en los que conociste cuando eras joven. ¿Dónde están ahora? Pues eso. Acaban paralizados por la ansiedad o abandonan demasiadas aficiones o descienden en picado carcomidos por las dudas sobre sí mismos o acaban odiándose a sí mismos o... Vete tú a saber.

Pero se estrellan.

Sus padres, conscientes de ello, potenciaban la excelencia de Sharon, pero insistían en que siguiera una rutina y tuviera una vida normal. A su padre le encantaba citar a Flaubert a este respecto: «Sé regular y ordenado en la vida, de manera que puedas ser violento y original en tu trabajo».

Pero eso nunca se le ha dado bien a Sharon. Su cerebro, sencillamente, no puede frenar. Sus señales neuronales y sinapsis, lo que sea, van a toda velocidad todo el rato. De la actividad cerebral suele decirse que es «eléctrica», pues la suya no deja de sobrecargarse hasta que se le funden los fusibles. Es incapaz de ir más despacio, de ralentizarla. Incluso el error más minúsculo la lleva a obsesionarse, a actuar de manera desproporcionada, a flagelarse.

—¿Quién ha dado el discurso? —le pregunta Sharon.

—Bonnie Tillman.

—Bueno, bien, a mamá le caía bien.

—No me lo recuerdes.

—¿A qué te refieres?

—Da igual. Y a mamá nunca le cayó bien, lo que decía de ella es que sería una gran médica, nada más.

—Para mamá lo uno y lo otro eran lo mismo.

Su hermana tiene razón.

Sharon también estuvo en el Ejército, aunque participó en una unidad secreta, desencriptando códigos, aplicando inteligencia artificial y desarrollando programas avanzados de reconocimiento. En cierto momento, Sharon y Tad, su marido, el padre de Cole, formaron parte de una empresa que estaba trabajando en una aplicación que pretendía cambiar el mundo. Sharon había diseñado una «IA humanoide» avanzada, con la esperanza de que mejorara el bienestar de las personas gracias a proporcionarles acceso constante e inmediato a expertos. ¿Te gustaría hablar con tu médico en cualquier momento? Pues la versión de IA antropomórfica que Sharon creó permitía que tuvieras uno a tu disposición para consultarle lo que quisieras cuando quisieras. O ¿querías hacerle una consulta a un abogado? Con esta aplicación podías hacerlo, cualquier día del año, y tendría la sabiduría de mil letrados. Lo mismo si necesitaras hablar con tu terapeuta, digamos, en mitad de la noche, para una sesión de emergencia. Ahora no podías llamarlo. Pues con la aplicación te atendería las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana... y por muy poco dinero.

Bueno, ya me entiendes.

A nivel práctico, las posibilidades eran infinitas. Sin embargo, las implicaciones morales empezaron a suponer un peso para Sharon, y su trabajo comenzó a ralentizarse. Tad, que se preocupaba más por los billetes, se dio cuenta de que —y puede que muy acertadamente— si no eran ágiles con el desarrollo de la aplicación, alguien podría adelantarse. De manera que le hizo firmar a su esposa unos papeles sin que ella supiera lo que estaba haciendo, y le robó las patentes para después fugarse con la asistente. El consecuente divorcio ha sido tremendo. Sharon ha usado todos los medios legales para remediar la situación, pero el padre de Tad es un poderoso juez federal y creer que el sistema legal estadounidense se fundamenta en la verdad, la igualdad y la justicia es de ilusos, de alguien que vive fuera de este mundo.

Ahora Sharon está hasta arriba de deudas y ya no tiene más posibilidades de recurrir.

Un poco como Maggie.

Sí, las chicas McCabe, educadas por los doctores McCabe para que destacaran y lograran lo que se propusieran, habían acabado hundidas por unas enormes cargas financieras, peligros legales y, sí, escándalos, y no parecería que tuvieran demasiadas posibilidades de salir del pozo.

Excepto, quizá, tal vez, lo que le ha ofrecido a Maggie su viejo mentor en Nueva York.

—Dime la verdad —insiste Sharon—, ¿cómo ha ido el acto?

—Son muchísimos los estudiantes que adoraban a mamá.

—Me refiero para ti.

—Bueno... —Maggie piensa unos instantes—. Pues ha sido una mierda.

—Lo siento.

—No pasa nada.

—Tampoco es que sea una sorpresa.

—No, es verdad —dice Maggie antes de añadir—: He visto al doctor Barlow.

—Ah, imagino que eso sí que ha sido bueno.

—Sí. Me ha confesado que estaba enamorado de mamá.

—Seguro que no era el único.

—Seguro.

—¿Y qué más?

—No, nada. —Maggie niega con la cabeza. Mira los papeles que hay diseminados por la mesa. No tienen nada que ver con la investigación científica, son facturas—. ¿Qué estás haciendo?

Sharon vuelve a ponerse las gafas que utiliza para leer y mira a Maggie por encima de ellas.

—Estoy calculando mis opciones financieras.

—¿Y?

—Pues que tenemos que vender la casa.

—Todavía no.

—Mags, solo es una casa. Lo sabes, ¿verdad? Un objeto inanimado. Una entidad corpórea. Materia inerte. Madera, ladrillos, mortero. No es...

—No es mamá y papá, lo sé. Mira, mañana tengo que ir a Nueva York. Hablamos de esto cuando vuelva, ¿vale?

Sharon se sorprende al escuchar eso.

—¿Qué vas a hacer en Nueva York?

Maggie había pensado en contarle lo de la invitación de Barlow a pesar de que este le haya dicho que no lo hiciera, pero ahora que ha llegado el momento, le entran las dudas. No le preocupa traicionar la confianza de Barlow —su hermana es mucho más importante que su antiguo mentor—, es más bien que, de pronto, no tiene claro que sea bueno involucrar a Sharon hasta que no sepa más sobre el tema.

Sharon confunde la pausa con otra cosa.

—¿Vas a reunirte con alguien?

—¿Qué? No.

—Está bien...

—Sharon...

—Bueno, da igual. Dime, ¿has visto a alguno de tus antiguos compañeros?

—A Sleazy Steve.

Sharon hace una mueca.

—¡Uhhh, repugnante!

—Ya te digo...

—Venga, dime, ¿a qué vas a Nueva York? —insiste Sharon.

—A visitar a Porkchop.

Sharon la mira fijamente.

—Sí, vale, pero ¿a qué más?

—¿Cómo que a qué más?

—No hace falta que diga que todos queremos a Porkchop, pero tú y yo sabemos que él cogería la moto y vendría aquí si tuvieras que verlo.

Maggie suspira.

—Es que podría haber una oportunidad de negocio.

—¿Qué tipo de negocio?

—¡Dios, pero qué pesada eres!

—Prefiero el término «curiosa».

—¿Te vale con que te diga que no quiero contártelo todavía?

—Si a ti te vale con que te diga que me preocupa un poco...

—Pues no te preocupes.

—No voy a juzgarte, Mags.

—Lo sé. —Luego agrega—: Tampoco es que haya nada que juzgar.

—¿Qué pasa con Trace?

Maggie vuelve a sentir otro escalofrío recorriéndole la columna.

—¿Qué pasa con él?

—¿Ha vuelto? ¿Vas a ir a verlo ya que estás allí?

—Trace sigue en Bangladés, creo.

—¿Intentando resucitar WorldCures?

Maggie niega con la cabeza. Hay cero posibilidades de resucitar ese proyecto. Sharon lo sabe bien, lo que hace que a Maggie le resulte raro que haya hecho ese comentario, pero a veces su hermana es así. Maggie McCabe, el rostro de WorldCures Alliance, ahora es una paria. La organización ha desaparecido.

—Entre otras noticias de hoy —Sharon respira hondo y suelta el aire despacio—, me he apuntado a una aplicación de citas.

—¡Me alegro por ti! Ya era hora.

—La aplicación se llama Melody Cupid. Te empareja de acuerdo a tus gustos musicales.

Maggie se lleva la mano a la boca.

—¡Por Dios bendito!

—¿Qué pasa?

—¡Que tus gustos musicales son horribles!

3

Cuando Maggie se baja del tren en la estación Moynihan Train Hall, Porkchop la está esperando en el andén. No está distraído mirando la pantalla de un móvil, no parece inquieto pasando el peso del cuerpo de un pie a otro, sencillamente está allí, de pie, con su actitud relajada, una versión más antigua de su hijo el cirujano. Porkchop parece lo que es: un motero de toda la vida. Tiene la barba canosa, lleva un pañuelo anudado en la cabeza que le mantiene a raya su larga cabellera y viste una chaqueta de cuero y unos pantalones vaqueros desgastados con manchas de aceite de motor por todos lados. La hebilla del cinturón es una calavera plateada con un par de huesos cruzados. Está moreno, curtido por los años que ha pasado en la carretera. Tiene unas facciones atractivas, duras, como si lo hubieran esculpido en piedra.

Porkchop la ve a lo lejos y asiente ligeramente con la cabeza. Si llevara puesto un sombrero de vaquero, se lo habría tocado de manera sutil a modo de saludo. Maggie camina hacia él con pasos rápidos, pero sin correr, y Porkchop abre los brazos de par en par para darle la bienvenida. Cuando la abraza, ella siente que el mundo se detiene un instante. Cierra los ojos. Porkchop es un oso, un oso que hace que Maggie se sienta pequeña y a salvo y, como últimamente no es habitual que se sienta así, deja que su cuerpo se relaje en ese largo abrazo que él le da, con fuerza y en silencio. Porkchop exuda calma y energía al mismo tiempo.

Como su hijo.

Porkchop huele a Marlboro —lleva fumando toda la vida—, y ese olor familiar aumenta la comodidad que ella siente a su lado. A punto está de pedirle un cigarrillo, a pesar de que ya hace diez años que dejó de fumar.

En cuanto se separan, Porkchop le suelta:

—¿Dónde vas a alojarte?

Él no empieza con las habituales preguntas del tipo «¿Qué tal estás?» o «¿Qué tal el viaje?», el abrazo reemplaza todo eso.

—En el Aman.

—¡Vaya! Cuánta clase.

—Sí.

—Pensaba que estabas en la ruina.

—No lo pago yo.

Porkchop levanta una ceja y Maggie puede ver la estampa de su hijo en ese gesto.

—Ya.

—Alguien quiere hacerme una propuesta de negocio.

—Vaya.

—Paaara.

Porkchop coge su bolso de viaje y se dirigen a la salida.

—¿Quieres contarme de qué va?

—No.

—¿Te apetece que vayamos al Vipers?

—Es un poco temprano, ¿no?

—Ahora servimos un brunch de muerte.

—¿En serio?

—El turismo, querida mía. La banda tiene muchísimas ganas de verte.

El Vipers for Bikers es en parte, como su nombre indica, un bar para moteros situado en los alrededores del estadio MetLife, junto a la Ruta 17. En su día era un tugurio de chicos malos donde había chicas que bailaban con muy poca ropa. En la puerta se podía ver un cartel luminoso de neón que ponía «Hotties on Hogs». Porkchop compró el local ocho años atrás, después de que quebrara, y lo reconvirtió en un bar-restaurante. Ahora se llamaba Vipers for Bikers.

—¡Pues qué bien, porque yo también tengo ganas de ver a todo el mundo! —dice Maggie cogiéndolo del brazo—, pero primero tengo que hacer una parada en el apartamento de Trace.

Maggie se queda esperando a ver si Porkchop hace algún gesto, pero nada, solo pregunta:

—¿Para qué?

—Lo hago siempre que vengo a la ciudad.

—Ya.

—Además, así quizá pueda descubrir por dónde anda.

—Está en Bangladés.

—¿Estás seguro?

Porkchop no responde.

Salen de la estación a la Octava Avenida, que está abarrotada de gente. El Madison Square Garden, en todo su esplendor cual Coliseo Romano, está al otro lado de la calle. Porkchop tiene la moto aparcada en la esquina de la Treinta y uno. Maggie se sorprende al ver que no se trata de una Harley-Davidson.

—¿Desde cuándo conduces una BMW R 18?

—Desde que empezaron a patrocinarme.

—¿Lo dices en serio?

Él asiente.

—Me regalan la moto, me pagan la gasolina y me dan mil dólares al mes.

—Joder.