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»Sin monedas para el barquero nos fuerza a un juego de colisiones, entre realidad e imaginación, en que el autor amenaza con rasgar la mítica cuarta pared del multiverso ficcional, y expone su propia versión —de su propia carne y alma producida— de la tortuosa y alquímica naturaleza del creador literario».
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Sin monedas
para el barquero
Rodolfo Zamora Rielo
© Rodolfo Zamora Rielo, 2017
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2017
ISBN: 9789591022561
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E-Book -Edición-corrección y diagramación: Sandra Rossi Brito /
Dirección artística y diseño interior: Javier Toledo Prendes
Tomado del libro impreso en 2017 - Edición y corrección: Michel Encinosa Fú / Dirección artística y diseño: Alfredo Montoto Sánchez /
Fotografía de cubierta: Rodolfo Zamora Rielo
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail: [email protected]
www.letrascubanas.cult.cu
RODOLFO ZAMORA RIELO (La Habana, 1976). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana, ha ejercido la edición y el periodismo en varias casas editoras y medios de prensa. En 2009 obtuvo el Máster en Ciencias Históricas por la Facultad de Filosofía, Historia y Sociología de la Universidad de La Habana. Ha publicado varios artículos en publicaciones cubanas y extranjeras, así como la compilación Crónicas de una catástrofe. 17 de mayo de 1890 (Editorial Capitán San Luis, 2015) y el cuaderno de crónicas La consagración del reino (Ediciones Extramuros, 2016). Actualmente se desempeña como profesor asistente del Departamento de Historia de la Universidad de La Habana.
A propósito de la obra narrativa que Letras Cubanas ofrece en esta versión digital nos comenta el editor y escritor cubano Michel Encinosa: «Es perpetuo el deambular del escritor acosado por sus ansias y titubeos; recorre las múltiples estancias de su hogar, su ciudad, su propia mente frágil y sedienta de cuanta fuente de fábula brote a su paso febril. Sus vivencias y recuerdos se fusionan en las ideas que serán transformadas en textos; sus fantasmas devienen personajes; sus deseos, persuasiones.
»Sin monedas para el barquero nos fuerza a un juego de colisiones, entre realidad e imaginación, en que el autor amenaza con rasgar la mítica cuarta pared del multiverso ficcional, y expone su propia versión —de su propia carne y alma producida— de la tortuosa y alquímica naturaleza del creador literario».
A mis padres,
a mi abuelo Avelino, por enseñarme el placer de leer;
a mi hermano, Rafael Grillo, eterno censor y guía;
a Aliusha, por todo y lo que vendrá, por su amor tolerante,
por su sonrisa, por su mano…
Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges
La felicidad no existe. Lo único que existe
es el deseo de ser feliz.
Antón Chéjov
Despertaba sabiendo que disfrutaba de su dimensión más perdurable, al identificar las huellas del sol atravesando la ventana sobre el aparador descolorido que todavía conservaba algunos enseres de la ya lejana infancia.
Un repique vino a confirmar sus sospechas y tropezó con el sarcasmo del reloj despertador. Afuera, un pregón se deshilaba hacia la distancia con increíble energía. La determinación le campaneaba las sienes, como los golpes del albañil que desde hacía un mes laboraba en el piso de abajo. No iba a escribir más…, pero la amenaza apenas lo convenció de interrumpir aquella compulsión de amontonar pliegos, repletos de historias que luchaban a sílaba partida por el derecho de contar. Desde niño quiso convertirse en escritor, pero rápidamente aprendió que no bastaba con lamera intención, que los sueños suelen ser traicioneros y que para publicar solo era necesario hacerse leer.
Todavía medio dormido pretendió compadecerse de sí mismo, como para equilibrar la circunstancia, pero tampoco la congoja de los escritores le iba a asegurar un lugar, aunque su amigo le perjurara que solo al adoptar un gato lograría ganar su primer concurso literario. ¿Qué hacer con lo incógnito si adoraba a los perros? Todavía podía ver en el cesto las cuartillas estrujadas de esa parodia en que un perro le dictaba la ejemplaridad cervantina: «Rompió a hablar como por encanto —comenzaba—, dejando atrás la inocencia de sus ojuelos suplicantes, para aleccionarlo con fruición sobre la gracia, levantisca, pertinaz y quijotesca, de hacer brotar la literatura por el mismo caudal heredado de un manco insigne…».
Estuvo a punto de abofetearse. Solo era otra de aquellas mañanas en que se despabilaba hastiado por una noche frente al blanco. Amargura, falsa certidumbre. El martilleo arreciaba y, afuera, una voz timbrosa provocaba una estampida en pos de yogurt y pollo. Todo se reducía ya a transitar un círculo que había excedido el vicio para convertirse en un constante desfile de entusiasmos fugaces, frustraciones y cobardías. Siempre humeaba un temor grumoso de seguir perdiendo el tiempo, de pretender paraísos artificiales, de engañarse, autocompadecerse y, otra vez, con una chispa de anhelo, volvía sobre los despojos emborronados como si le corriera un escozor por las venas.
Se preguntaba por qué se le hacía tan interesante su cocina-comedor, amaneciéndola con una curiosidad insólita, nacida de la familiaridad. Volvía, una y otra vez, con detenimiento, sobre los rincones más conocidos y no pudo menos que admirarse de la serenidad de los espacios: revestidos de historias propias que, en cualquier momento, se decidía a compartir. Fue evocando la llegada de cada cosa, el retoque de pintura, el cambio de muebles, ese adorno que apareció una tarde navideña en manos de una amiga delos años que regresaba con las sonrisas encorsetadas de la frustración.
El sosiego comenzaba a invadirlo. Una melodía se filtraba entre las persianas, y se esforzó en construir la certeza. Imaginó, por ejemplo, una mañana diferente: se estaba preparando, pues, para presentar su primer libro. Aretha Franklin ponía a prueba la bocina de un radiecito, y se abrió ante él una sala atestada de bullicio. El tumulto crecía junto a las horas y a la falsedad de la cordura. Manos surgían para estrechar las suyas como mascarada de reverencia; manos conocidas de saludos, de amenazas, de ultrajes; manos que un día acariciaron la potestad contra la ingenuidad de los mortales; manos acostumbradas a encumbrar desde la verja del prestigio; manos que saludan hoy con la misma pasión con que acusarán mañana… manos, a la postre, ineludibles. El agua del tanque arrastró la ocurrencia, y él se aseó persuadido de que el agobio, tal vez, garantizaba seguir…
El olor a café reptaba por las paredes. La nunca bien ponderada gota de agua se estrellaba insistente contra el fondo de un jarro. Repasaba con ternura la huella de su madre. Había partido tan temprano que apenas podía memorizar sus tacones alejándose sobre el granito de la escalera. Era la misma imagen desde el círculo infantil. Mientras la cuidadora trataba de entretenerlo con juguetes e instrumentos musicales, escuchaba los pasos apagándose. Al caer en cuenta y correr a su encuentro, ya era inútil que oyera sus quejidos. Ahora, sin dejar de lavar o cocinar, levantaba las cejas al escuchar párrafos de esos cuentos que el hijo decía escribir y encendía su mejor sonrisa, aunque gastara sus mejores intenciones en entenderlos. Había crecido junto al trabajo de las manos, sin tiempo para leer cuentos; aunque fueran esos los que, a lo mejor un día, desterrarían para siempre la cocina de una sola hornilla y el retrete sin herrajes. Por lo pronto, debía continuar tras las colas que proveían de lo escaso necesario, turbándose al final frente a un refrigerador desierto, sobre el que había colgado, años atrás, un extravagante bodegón…
Podría decirse que era una tarde normal de la novena década del siglo xx; de esas que reservaban los peores momentos para cuando todo parecía marchar bien. Si lograba tomar un ómnibus casi vacío, que aminoraba su marcha para escapar de la señal escarlata, la estupefacción no le alcanzaba para mucho… a mitad del viaje el motor se rompería y las bandas de freno se diluirían en una nube de humo pestilente. Si llegaba a la lechería —o al lugar donde un día vendieron leche— sin que hubiera una concentración de gente y conseguía ordeñarle al dependiente un par de bolsas de yogurt, por la izquierda, la empresa eléctrica decidiría interrumpir el fluido esa noche para, entre otras consecuencias, permitir que el freezer —viejo, cansado e infeliz de su destino— perdiera la frialdad entre los resquicios de las juntas carcomidas y convirtiera el yogurt en una aguaza entrecortada.
No obstante, el día transcurrió con agitada banalidad: había sido defecada por un engendro jorobado que se alejaba, negligente y ahíto de peripecias, tras someterla a un masaje surtido por varios kilómetros de distancia. Acortaba con pasos cansados el trecho que la separaba de su casa. Quien la viera no podría notar en su cuerpo las huellas de los días atravesando la ciudad, contando cada minuto, perdiendo lozanía, pero su espíritu reciclaba renuncias que iban sedimentándose con el tiempo, hasta formar una costra de vidas por vivirse, de sensaciones quebradas, de circunstancias que pudieron ser… Había cobrado unas vacaciones sin disfrutar y eso le permitió comprar al fin el quitaesmalte artesanal junto a un paquete de croquetas para dinamitar la voracidad de sus hijos.
La imprecación que siguió al portazo terminó de golpe con el play-off de béisbol que se discutía en la sala. Atravesó el corredor como si le faltaran las fuerzas, aunque las últimas le alcanzaron para recoger, sobre la marcha, mochilas y uniformes escolares, zapatos y juguetes. De un solo gesto enderezó el muñeco de biscuit sobre el aparador; única herencia cuyo valor representaba la salvación frente a cualquier contingencia. Siempre había necesidades, pero estaba ahí para lo impensable. Encontró al esposo como de costumbre: invaginado en una esquina, leyendo otro de sus libros, sin molestarse por el baile que sobre sus piernas formaban recuadros luminosos que a esas horas atravesaban las celosías con versátiles tonalidades rojizas. De pasada, se vio en el espejo del comedor y se negó a creer que aquella desvencijada que emergía entre las manchas del cristal fuera ella.
Se detuvo ante la meseta de la cocina y tragándose un suspiro se dispuso a fregar la vajilla. Le pidió al esposo sin volverse que verificara el nivel de agua de los tanques y sonrió la certeza de haber desperdiciado un deseo. Estaba segura, se dijo, de que el marido estaría en la misma posición cuando ella saliera, chancleteando un reproche. En efecto, aunque… el traqueteo del sillón del hombre le hizo recordar aquellas clases de música que su madre se había empeñado en pagarle, pues alguien aseguró que la niña tenía voz de soprano y el futuro había que construirlo empleando las cualidades que lo hacían a uno especial, y las muchachas debían ser hacendosas y habilidosas, mientras los marmolizados hogares no pasaban de ser otro capítulo del cuento de hadas…
La algarabía que le hizo soltar la cafetera a medio abrir provenía del baño. Traspuso aliviada el muñeco de biscuit, incólume sobre el aparador con su ridícula sonrisa pastoril, y el barullo se calmó cuando su sombra reptó sobre las paredes. Tras disolver la reyerta, la mirada se le desbocó hacia un gastado pomo de shampoo que conservaba el escudo de aquel hotel donde pasó su luna de miel. Recordó la habitación, alfombrada, ambientada a la usanza de los años cincuenta; recordó el sistema de aire acondicionado, las mucamas que dejaban como nueva la habitación en lo que ellos nadaban en la piscina y, lo mejor, no había preocupación por la comida. Una llegaba al restaurante y se encontraba una mesa sueca maravillosa… «Bueno, para quien nunca frecuentó lugares de esos. Te servías tú misma cuanto querías, sin que mediara una norma, sin miradas vigilantes, sin cohibirse… En aquella época podía usar tanguitas y pasear por el borde de la piscina sintiendo las miradas palmeándome las nalgas; pero ahora… ahora tengo que conformarme con una barriga impertinente que no hay abdominal que elimine».
Un toque de puerta la regresó al país de los cobradores. Bajo el dintel le sonreía el de la Empresa Eléctrica, sin inmutarse por la mujer que despotricaba contra la indolencia del esposo. A veces imaginaba que lo encontraba muerto, con la cabeza metida entre las páginas de alguno de sus librones. Subió las cejas al revisar la cuenta de la luz. El ventilador le había costado unos pesitos más aquel mes. Era de esperar. No se sabía de cuántos aparatos tenía piezas aquel veterano. Estaba segura de que ningún ventilador del mundo seguía a su dueño como este. No hacía una más que encenderlo en el cuarto y, cuando llegaba a la cocina, lo tenía a su espalda batiendo aspas. Pero el calor obligaba; ni los pomos de agua congelada tras la rejilla del aparato refrescaban el aire. Suspiró y le dedicó una mirada de rabia al parsimonioso lector.
Terminó de organizar la meseta y cayó en cuenta de que no tenía detergente para fregar… Entonces se dijo: «¿Quién tuviera uno de esos fregaderos que tritura cosas?». Regresó enseguida, y al abrir el refrigerador sintió que había abierto una cámara hiperbárica. Se introdujo hasta el fondo y alcanzó un pozuelo con un poco de arroz. Aquello no iba a alcanzar. Así que tendría que cortar las croquetas en pedacitos, freírlas y mezclarlas con el arroz. El gato introdujo la cabeza por la ventana y posó sus ojos en su ajetreo. Solo lo miró; no supo cómo, pero el animal bajó la cabeza, volvió a pasear la mirada por el lugar y, con la pesadumbre de los felinos, desapareció hacia el patio.
Alabó la perseverancia del animal al sentir algo detrás suyo, pero se encontró con la cara de la vecina que la miraba risueña desde el muro medianero. Con altisonancia encadenó el saludo, las preguntas de rigor, y le extendió un bulto envuelto en papel periódico. Al desdoblarlo aparecieron las hojas de los cebollinos. ¡Ahora sí! Puso a calentar el arroz y a freír las croquetas, apiñadas para repartirse el escaso charquito de aceite de la sartén. Creyó que sus sentidos, embotados por el cansancio, la engañaban, pero no: su esposo miraba la cazuela por encima de sus hombros. «¿Y eso qué cosa es?», interrogó con negligencia. «¡Comida!», respondió incrustándole la mirada en los ojos; «Conseguí un cartón duro para la ventana del baño», le dijo, para incentivarlo a que lo pusiera, pero solo recibió un «Hujumm». La mujer sonrió con tristeza, pero sentenció entre dientes: «…Ya secarás el baño cuando entre el agua de lluvia, bobito… no digo yo…».
Al fin terminó. Se felicitó a sí misma con un mohín, estrechándose el cuello con las manos. No pudo evitar pensar en el mañana y lo que había sido instantes atrás un canto de victoria se volvió un estado de zozobra. Buscó asideros invisibles a su alrededor y llevó una mano a su pecho como para agarrar el conato de aflicción que le embrezaba el alma. Un fandango le hizo gritar un regaño incondicionado y entonces tropezó con el afiche clareado por el sol que exhibía una gran mesa repleta de panes, dulces, carnes, especias, en la que brillaban frutas, vegetales, vinos, así como un juego de cubertería plateada que magnificaba la exquisitez de aquellos manjares. Desde que se lo habían regalado en el trabajo, todos tenían que hacer con aquel bodegón. Algunos aseguraban que abría el apetito, pues parecía que podía tocarse con las manos… sí… podía tocarse con las manos…
Encendió el horno después de muchos años. Tomó el pan de manteca que brillaba cerca del asado y lo puso a tostar, disfrutando de su aroma. Como gustaba de la comida bien aderezada, decidió hacer un sofrito para darle buen sabor a aquella carne de ¿res?, ¿cordero?, ¿pavo? No importaba. Tomó el aceite de oliva y lo sustituyó con una mueca por el de sésamo, rociando en abundancia los tomates que había rebanado. Machacó algunos ajos que parecían hollejos de mandarina y escanció vinagre con holgura en aquella mezcla cuyo olor iba despertando apetitos casi olvidados. El pan crujía y, en un gesto asaz intuitivo, escogió entre los quesos el generoso Gouda para acompañar. El queso azuloso, cubierto con una telaraña mohosa, prefirió dejarlo para el desayuno, pues, según una caja metálica, allí se guardaba el mejor café del país… rio lo increíble, al confesarse a sí misma que nunca lo había probado.