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Sitio de mariposas es un libro absolutamente necesario para niños y jóvenes y también muy válido para el lector adulto por todo el universo natural e histórico que encierra. Sus narraciones son herencia de la mejor tradición literaria cubana (Onelio Jorge Cardoso), la que nunca debe ni deberá morir, sino preservarse para las nuevas y futuras generaciones. El lenguaje campesino y de montaña es utilizado aquí con belleza y autenticidad. Es un libro contemporáneo, poético y especialmente cubano. Las diecisiete narraciones que contiene Sitio de Mariposas impactan en su lectura.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Edición y corrección : Beatriz Rodríguez Elías
Diseño y composición : Enrique Mayol Amador
Conversión a e-book : Pilar Sa
© Lidia Caridad Hernádez Oria, 2020
© EditorialJOSÉ MARTÍ, 2020
ISBN 9789590908378
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INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO
Editorial JOSÉ MARTÍ
Publicaciones en Lenguas Extranjeras
Calzada No. 259 entre J e I, Vedado
La Habana, Cuba
E-mail:[email protected]
A mis abuelos, que me legaron la magia
El primer escalón de las terrazas es el mejor sitio para vigilar la entrada a la ciénaga. De crío veía a mi padre atravesar la arribazón de robles y curujeyes, y con un poco de imaginación, los cabreritos posados en los arbustos, las gallinetas de pico verde merodeando entre las cortaderas, y hasta el chipojo verde devorando ranas frescas. Terminada mi tarea de vigía iba con los amigos a zambullirme a la cañada, o a intercambiar trompones, e historias, sobre el maléfico pez brujo de la ciénaga.
El día en cuestión, la reyerta se inició más temprano que de costumbre: llovían pescozones, cocotazos y zancadillas. Ninguno se ponía de acuerdo sobre cuál era el mejor de los hechizos del pez brujo. Los jimaguas, que eran los más entendidos en el tema, no se encontraban para mediar. La tropa, dividida, porfiaba y chillaba:
–¡El mejorhechizooooo es cubrirse de las escamassss de la Madre de Aguaaaaa!
–¡Nooooo! ¡El mejor hechizooooo es usar la cabezaaaaa del lagartooooo y el cuerpo de la palmaaaaa!
La pelotera estaba en su apogeo, cuando llegaron los jimaguas chorreando lodo, cangrejos y…
Al instante, supe que el causante de semejante pestilencia no podía ser otro que el condenado peje. Por temor a perder la oportunidad de un encuentro –cara a cara–, rodé loma abajo, y atravesé la arboleda.
Recorría la orilla de la laguna repleta de cocodrilos y el susto crecía dentro de mí. Podía sentir el campaneo de toditos los huesos. Contraje las tripas, el costillaje y avancé hasta las tembladeras. Daba por seguro que no iba a vaciarme del espanto.
A pocos metros, un tronco se movió y apareció fuera del agua la cabezota plana de lagarto con el hocico abierto. Y, boquiabierto, seguí su lento movimiento hasta que surgió el cuerpo definitivamente escamoso y conté: «uno, dos, tres, cuatro metros»: frente a mí el pez brujo. El pez reptil. ¡El manjuarí!
Dejé que los cangrejos treparan por mi cuerpo y se alejaran a su ritmo. Aflojé el cuerpo, y para mi asombro, de los pantalones solo brotó un cangrejo rezagado.
El collado que separa Pueblo Viejo del resto del mundo lo llaman La Colina de las Voces. Sitio de ánimas errantes, puedo asegurarlo. Allí los difuntos no penan, disfrutan.
Con la muerte de mi padre, mamá se las vio negras, tan negras, que decidió montar los enceres en la carreta y hacer un viaje bien dificultoso hasta la casa del abuelo.
El viejo era puro resabio. Uno no sabía nunca con quién andaba embroncado. No más atravesamos el portón, mamá me leyó la cartilla de «esto no se puede», y «aquello tampoco».
Saludar y tirarnos de la carreta fue cosa de un segundo. El abuelo nos ordenó pararnos uno al lado del otro, y rugió:
–Si piensan quedarse aquí, tendrán que doblar el lomo. En el monte no falta el guano, mucho menos las yaguas para el cobijo. Cocoteros y macuseyes hay de sobra; así que podrán seguir en su laboreo –y rezongando se adentró en la espesura.
Fue una suerte que yo fuera larguirucho, con ojos de perro y entendederas bien despejaditas; también que llevara la montaña en la sangre no sé por cuántas generaciones, porque, sin mucho andar, di con todo lo necesario.
Lo primero que hice fue levantar las paredes de cujes. Después las trencé con bejucos, las cubrí de yaguas, y fijé el guano al techo. En una semana, mi vieja cosió las cortinas, y yo busqué los macuseyes y los cocoteros para principiar la labor.
Con el macusey hicimos jabas y paneras, y de las hojas y raíces del cocotero, cestos y sombreros. Cuando todo estuvo listo, nos aprestamos para la gran feria del pueblo.
Bien temprano cargamos la carreta. A pesar de ser la primera feria sin mi padre, estaba contento con lo logrado. Lo único que empañaba nuestro entusiasmo y me ponía los pelos de punta era el cruce inevitable por La Colina de las Voces.
Habíamos andado par de kilómetros cuando sentimos el tiroteo. La tolvanera provocada por los caballos que se avecinaban nos dejó cegatos. El abuelo ordenó a mamá meter la cabeza entre las piernas y a mí me entregó el trabuco. No más aclaró la polvareda, nos tiramos de la carreta y cada uno se escondió tras una rueda.
Los bandidos venían loma abajo y a todo galope. Sus ropas y escopetas eran del tiempo de la corneta, pero lo más increíble era que se podía ver a través de ellos. ¡De que eran aparecidos no había dudas!
Eran como veinte. Rodearon el carretón y nos acorralaron. El abuelo, sin poder contenerse, se arrojó sobre uno de ellos, y el muy fantasmagórico le lanzó una patada que lo despatarró. Cuando el fantasma fue por mi madre, se sintió la galopada.
Los jinetes bajaban a la carrera de La Colina de las Voces y en pocos segundos cercaron a los bandidos.
–¡Corneta, toque a degüello! –gritó el que parecía el jefe, y se formó el zafarrancho.
Los jinetes soltaron las capas y dejaron al descubierto los uniformes del Ejército Libertador; rechinando de contento –bajo la ropa–, sus esqueletos.
Los fantasmas de los bandidos en un pestañeo se dieron a la fuga. ¿Difícil de creer? No veo por qué. Por estos lares los difuntos no penan ¡se lo aseguro!
Cuando el viejo Evaristo se presentó en casa asegurando que un dragón había dejado sus huellas en la boca del río, lo invité a refrescar la solana y fui por un cafecito.
La boca no parecía lugar apropiado para un dragón: las mujeres iban allí a lavar y a comadrear. Era tanto el guirigay, que después del aseo, camarones, mejillones y langostinos no se dejaban ver en días. ¡Figúrese usted un dragón!
Claro, que si el viejo Evaristo lo decía no había que andarse por las ramas. Después de asegurarle que en la tarde nos encontraríamos en el río, fui por mis útiles de caza, y dando un rodeo decidí dar una mirada a las huellas.
Trataba de imaginar el tamaño del animal, cuando algo parecido a una iguana salió de entre los matojos, y sin dudarlo, me lancé a la hierba. Dos espinas corrían por su lomo hasta la cola, y detrás del cogote le brotaban escamas. Cerca de los ojos tenía las orejas y de su garganta colgaba una bolsa. El lagarto se detuvo vigilante y, después de mirar a ambos lados, movió con una de sus patas los arbustos.
Dos lagartos, uno mediano y otro pequeño, salieron de entre el ramaje y treparon a los árboles. El gigantón movió su cola, como si estuviera borrando sus huellas; y pasó tan cerca de mí que casi me clava una de sus garras.
Poco a poco me incorporé, y pidiendo permiso a un pie para mover el otro, alcancé el trillo.
En el mismísimo rellano encontré a Evaristo, quien ya había bordeado el lado opuesto del río con la escopeta al hombro. En ese instante, el recuerdo del animal protegiendo a su cría fue tan vívido que de un tirón le arrebaté la escopeta. Para entonces el lagartón se paseaba despreocupado tan solo a unos metros, y Evaristo, como un rehilete, se lanzó tras él. Nunca pensé que el muy alucinado fuera tan ligero, pero, a decir verdad, en un santiamén lo agarró por la cola y tiró de ella.
El lagarto no salió volando, tampoco nos achicharró con su fuego, simplemente se perdió entre el ramaje dejándole al ingenuo de Evaristo su grandísima cola de regalo.
De vejigo mi padre siempre me alertó sobre la Madre de Agua que vivía en la laguna. Era un sitio tan bonito que uno se negaba a creer que algo maligno pudiera habitarla. Robles, ocujes y palmeras la bordeaban; cuantos pajarillos bonitos existían se arrimaban por allí, amén de las garzas, yaguasas, gallinetas y flamencos. Los peces, habilidosos, encontraban su modo de escaparse al mar, y uno los veía saltar y escabullirse entre sus aguas, de ahí que los más jóvenes, a la primera oportunidad, corríamos hasta su orilla.
Aquella semana las señales se sucedieron una tras otra. Los burros del arriero desaparecieron sin dejar rastro. La gente decía que no había bandido que fuera tan astuto. A los dos días se esfumaron toditas las terneras.
Mis padres, que eran canarios, regaron sal en el techo, por si era cosa de brujas. Las mujeres del caserío encendieron los cirios y comenzaron una novena interminable. Los hombres prepararon los trabucos y recogieron los animales. Pero ni al más listo se le ocurrió pensar en la Madre de Agua. Nosotros alebrestados dábamos por seguro que los bandidos eran los responsables de tal fullería, y corrimos a vigilar la laguna, por si iban a darle de beber a las bestias.
Aún hoy me pregunto, por qué escogimos precisamente la laguna y no la cañada, y solo tengo una respuesta: el destino.
Esa noche me escapé de casa y me reuní con mis primos. Después de cansarnos de hablar sandeces, nos quedamos dormidos como por encanto. El frío me despertó al amanecer, estaba empapado de rocío. Recuerdo que me quedé ensimismado mirando la arboleda. No se escuchaba el canto de los pájaros, tampoco se veían los flamencos con sus patas negras. Cuando bajé la vista a la laguna la vi: era enorme, como una palma tendida, tan ancha que dos vacas podían estar acostadas en su interior. Su cabeza tenía dos cuernos y sus escamas estaban frente a mí, a manera de cuchillas filosas. El terror fue tan intenso que me brotaron hilillos de sangre de los oídos y la nariz. El miedo me corrió entre las piernas. Los primos despertaron y se arracimaron detrás de mí en un puro tembleque. La maldita avanzó lento, como regodeándose; mi mano fue en busca del machete, pero alguien se adelantó, para su desgracia y nuestra fortuna.
El tío Evaristo, único hermano de mi madre, no había dormido esa noche buscando a sus hijos y allí estaba, presto a ofrecer su vida por la nuestra. Nunca he podido olvidar ese instante. El tío saltó sobre nosotros blandiendo su machete y tomó por sorpresa a la maldita, en el momento justo en que elevaba su mole para tragarme.
Fueron dos tajos, uno seguido del otro. La cabeza rodó por el impulso hasta la laguna, mientras el cuerpo continuó dando coletazos. El tío estaba erguido, calado con la sangre viscosa de la Madre de Agua. Sin titubear, ató el cuerpo descabezado y tiró de él hasta el caserío, pero nadie festejó la victoria.
La leyenda de la Madre de Agua auguraba la muerte para su cazador. La gente se encerró en sus casas. Mi tío regresó a la laguna sin escuchar las súplicas de su mujer y por primera vez nadó allí, dejando en ella la sangre de la maldita.
A la caída de la tarde, regresó feliz y, antes de despedirse de todos, se vistió con su mejor ropa, colgó del cinto el machete y se puso el sombrero. Esa noche, sentado a la puerta de su bohío, se dispuso a esperar la muerte.
Conozco la Sierra como la palma de mi mano. Me hice viejo en el sube y baja, pero no siempre fui ducho culebreando sus angostos caminos. La primera vez que me enfrenté a aquella maraña de trillos y barrancos, estaba bien asustado, pero tenía que llegar donde los castradores por una encomienda. Sin mirar atrás, enfilé por el primer paso con una tronadera de mil demonios en el pecho y, a machetazo limpio, me abrí camino por la espesura.
El calor era insoportable. El sudor me empapaba y a ratos tenía que espantármelo de los ojos. Mientras más subía más se juntaban las ramas de los árboles, y el sol, con semejante entrejedura, se quedaba fuera. Las cuestas se hacían cada vez más terciadas y mis zancadas más cortas. El terreno se volvía fangoso, las piernas apenas me respondían, resbalaba una y otra vez. Para entonces, se me había agotado el agua. La camisa estaba echa un ripio y los brazos los tenía cundíos de rasguños.Desfallecido, busqué en la copa de los árboles el bendito curujey. Tembloroso tomé el cuchillo y lo herí de muerte. El agua saltó dentro de mi boca y la desazón regresó a su sitio. Y aunque el cuerpo me pedía a gritos el reposo no se lo concedí. Sabía que si me echaba no podría continuar. Con las piernas envaradas emprendí la marcha; la noche estaba cerca.
Encontrar un buen refugio parecía fácil con tanto socavón, pero me asqueaban los murciélagos. Los había visto correr y saltar tras los pollos y cerdos, antes y después de la mordida. Así que decidí buscar algún saliente en la pared de la montaña.
El saliente lo encontré unos metros más arriba; era perfecto para pasar la noche. Hasta allí no me alcanzarían los animales salvajes, me decía una y otra vez. El viento batía con fuerza y la humedad calaba mis ropas. Sentado, con las piernas arrimadas al pecho, traté de dormir, pero el miedo me mantenía en guardia.
A los pocos minutos, en la gruta vecina vi unas lucecillas que se movían de un lado a otro. Podían ser luciérnagas –pensé–, o simplemente… El terror me paralizó. Sin proponérmelo las conté. Eran ocho, unidas de dos en dos. No dejaba de preguntarme si serían ojos de perros, gatos o puercos jíbaros.
La lluvia, que no podía faltar, me hincaba como alfiler. Abrí la boca y dejé que me aliviara la sed. Pensaba que las bestias no abandonarían el cubil con el chapoteo, pero salieron de una en una. La luna señoreaba.
Las bestias eran cuatro: flacuchas, de dientes afilados y bocas babosas. Trepaban impulsadas por el hambre. Salir de mi refugio era una locura. La lluvia había tornado resbaladizo cada pedrusco. Me levanté, desentumí las piernas y empuñé el machete; prefería hacerle frente a las bestias que caer desperdigado por el barranco.
Recuerdo que miré la Sierra como si fuera la última vez. Pensé en todos los hombres que la habían habitado: indios, cimarrones, mambises, rebeldes y montunos…, y el corazón volvió con su tronadera. Mi mirada atravesó la lluvia hasta el caserío, y vi a mi madre, como siempre, pegada al fogón; a mi padre, ya encorvado, trabajando la tierra de otro, y me arrodillé con respeto en aquel pequeño agujero.
No sé si fue el gemido del viento, o la cercanía de la muerte, pero la leyenda se abrió paso a través de mi memoria: invoqué los espíritus de los cuatro cimarrones, cazados por los sabuesos de los mayorales, y el viento y la tierra me contestaron.
Los cimarrones aparecieron ante mí. Sus cuerpos mostraban el odio de los machetes y las dentelladas de los perros. Tembloroso y agradecido, me postré ante ellos, y sentí el abrazo de la tierra.
A la mañana siguiente, el olor de la sangre me despertó. Frente a mí estaban los cuerpos sin vida de los perros jíbaros.
La tristeza de Alipio apareció de sopetón. Todos imaginaron que sería cosa pasajera, pero los días pasaban y la tristeza parecía sentirse a gusto. Su mirada vagaba de un lado a otro sin encontrar acotejo. La cara, antes alegre, fue llenándosele de trillos, los hombros se le vinieron abajo como si cargara sobre ellos pesados fardos. Cuando lo vi, no pude reconocer al amigo del que me había separado apenas unos meses.
Por su madre supe que la centenaria Cacha, partera y sanadora, lo había intentado todo: palos de tabaco encendidos, mañana y noche, para aliviar la pasión de ánimo de los espíritus familiares y errabundos; paloma rabiche y lechuza frita en almuerzos y comidas; manteca de majá en ayunas; unto de pata de res en los desayunos, pero nada.
La tristeza de Alipio era bien particular, se había tomado el trabajo de enterrar el origen de su nacimiento. La gente echaba a volar la imaginación, algunos pensaban que era la pobreza, pero Alipio había nacido pobre y nunca añoró riqueza que no fuera la del fruto de su trabajo. Otros rumiaban que era por la cercanía del mar. ¡El muy cabezotas atisbando tras cada collado, arrinconándonos en la montaña! Pero Alipio se solazaba en su enormidad; le gustaba devolver los cangrejos a su orilla; liberar las aguas del patabán, del prieto y rojo mangle; y quedarse quietito como yana contemplando el azul de sus aguas. Yo estaba entre los que creían que aquella maleza era cosa de amores contradichos, pero a veces dudaba, pues él sabía que la hija del patrón, en quien desde niño puso más que la vista, estaba fuera de su alcance.
En verdad, tan duradera sinrazón desconcertaba a los vecinos, quienes terminaron por concluir que tanta bobera no era cosa de machos y dejaron de visitar el rancho. Al padre se le reblandeció la cabeza, perdió la siega, y la hierba creció en el jardincillo, y la madre, cuando no cuidaba de él, lloraba por los rincones, pero…, como bien dice el refrán, todo tiene acotejo en esta tierra.
Una mañana, fui a recoger unos encargos de labor en la Sierra de Cajálbana. Miraba ensimismado un salto de agua, gigantesco, cuando me topé con unos leñadores. Después de intercambiar saludos, me quedé conversando con uno de ellos y, tras mucha cháchara sin sentido, la preocupación por mi amigo se abrió camino y le conté de su penosa situación. Tras escucharme sin interrupciones me dijo:
–No se aflija, buen hombre, aquí en esta tierra bendecida tenemos remedio para todo. Lleve a su amigo, al amanecer, al Pan de Guajaibón, ofrezca a su sagrada mole tan apremiante tristeza. El trino de los ruiseñores hará el resto.
Con el corazón brincándome en el pecho terminé mi cometido y enrumbé donde mi amigo. El padre, quien esperaba por un milagro que libertara al hijo de aquella mañosa tristeza, dio por segura mi historia. A la mañana siguiente, atamos a Alipio a la montura y emprendimos la marcha. La tarde caía cuando divisamos el Pan, rodeado de nubes, como grumos de algodón.
No más desmontamos, amarramos las bestias a los pedruscos y el olor dulzón de los pinos nos adormeció. Con la llegada de la aurora, el Pan se mostró ante nosotros, y el corazón se me hizo trizas ante el lucimiento de su belleza. Cuando el arrobo se me hizo irrespirable, comenzaron los trinos del ruiseñor.
Un guajiro como yo no puede explicar tamaña turbación. Aquel canto, puedo asegurárselo, no era de este mundo. Miré a Alipio y vi cómo los trillos de su frente y sus cachetes iban desapareciendo, según se sumaban otros ruiseñores al canto. Los pliegues junto a su boca y ojos corrían a refugiarse tras las orejas, su mirada centellaba, y sobre la camisa descollaba la cabalgata del corazón. Sin poder contenerme ceñí a mi amigo quien sin duda estaba de regreso. Su viejo se unió al apretón, y si no lo sabe, un abrazo guajiro es un pacto de por vida.
La sanación milagrosa de Alipio se esparció por la montaña, muchos fueron a entregarle sus penas nuevas y viejas al melodioso canto del ruiseñor. Aún hoy los montunos, gustosos de las tradiciones, van a ofrecerle sus respetos al Pan, sabedores de que en sus predios mora la magia.
Teo fue uno de los hombres que se quedó en la villa después que terminaron los trabajos en las líneas del ferrocarril. En la cantina estuvo, un par de días, intercambiando jarana y aguardiente, hasta que remontó loma arriba como si el diente de perro fuera puro pasto.
Cuando me dijo que iba a trabajar en los colmenares no le creí. Era difícil imaginarlo con la paciencia de un criador. Meses después lo vi caminando entre las abejas, sin sombrero ni guantes. Puso tanta querencia en ellas que llegó a identificar las suyas de las andariegas y sus colmenares se multiplicaron bajo los naranjos.
A los guardias que aterrorizaban a los montunos no les hacía gracia verlo tan grandote y con tanto mimo con las abejas. Se les metió en la mollera que la venta de los panales y la cera no era otra cosa que un pretexto para andar de lleva y trae de los rebeldes, y comenzaron a hacerle sombra.
Una mañana, cuando fue a los colmenares, los encontró patas arriba. Frente a ellos se quedó resoplando, como un toro, todo su dolor y su rabia. Esa noche, el bohío se le hizo varaentierra caminando de horcón a horcón. No durmió armando y engrasando la escopeta, afilando el machete, reparando las rejillas, el ahumador, las pinzas y los cepillos.
Al día siguiente, no más atravesó la puerta de la casa, las abejas temerosas se sujetaron a su ropa y se quedaron quietitas; dos lagrimones le surcaron el rostro. Camino a los colmenares, decenas se sumaron, y, al alcanzar el naranjal, solo se podían ver los ojos de Teo, disputándole el azul al cielo.
Los guardias llegaron al rato, eran cinco, y a patadas terminaron su faena. Teo los miraba hacer desde su altura de árbol. Cuando no quedó ni un solo tabloncillo en pie, el teniente fue hasta su sombra:
–¡Sargento! –berreó–. ¡Espante las malditas abejas de una buena vez!
Los soldados arremetieron a planazos contra él, pero las abejas…, las abejas fueron por ellos y los cundieron de picadas; medio cegatos e hinchados como chanchos dejaron la Sierra.
La playa del Ocujal siempre tuvo sus leyendas. En mi juventud se decía que si te detenías a contemplar su belleza, escuchabas la música que provocaba el viento cuando acariciaba sus olas, y si demorabas la partida avistando sus grandes cantos lustrosos, cambiabas el rumbo de tus pensamientos. Allí me topé con Juanelo, entregando su desazón al bailoteo de las olas.
La dueña de su comezón tenía puestos los ojos en un jovenzuelo arrestado que desandaba la montaña como si fuera el llano. No sé si fue el embrujo del lugar, pero pospuse la diligencia y me senté a escucharlo.
Había nacido en un caserío, al pie de la montaña, donde las cuadrillas se arrimaban en busca de agua y alimentos. El padre, carbonero, siempre andaba rumbo a la costa. Después de la muerte de sus dos hermanos, a causa de las fiebres, su madre no lo perdía de vista, y ni en sueños le permitía escalar. Creció encandilado por la magia del Turquino.
Nadie conocía como él la hora exacta en que el montañón, ¡el muy creído!, permitía que se alejaran las nubes para dejarse ver. Nadie como él sabía expresar, en versos, el sentir del guajiro, la belleza del paisaje.
Su compañía era disputada por todos, sin embargo, él prefería estar cerca de la Rosa. Por ella, muchas veces, dejó de presentarse en guateques, bien ventajosos. Pero ahora la Rosa centraba su atención en Octavio y la tristeza de Juanelo desbordaba palabras y versos.
Octavio, tenía cuerpo de roble y vozarrón de trueno. Fanfarrón por naturaleza, se jactaba de sus andanzas en la montaña cazando jíbaros, o correteando en las terrazas tras las jutías. Su mirada de perro apaleado engatusaba a la Rosa. Juanelo, en cambio, parecía una espiga de maíz, su voz semejaba el canturreo de los pájaros. Sus ojos, color del mamoncillo, reflejaban los estados de ánimo del Turquino. Tanto era su amor por la Rosa que pensaba abandonar la décima y dedicar todo su tiempo a convertirse en un hábil cazador; ¡él que solo había puesto los ojos, y nunca los pies, en la montaña!
La historia me conmovió, y, sin pensarlo, le dije que me acompañara loma arriba, que yo mismito iba a enseñarle las artes de un buen cazador. Mientras mi nuevo amigo se alejaba por sus útiles, me puse a mirar las chinas pelonas que asomaban su cara lijada sobre el agua, y algo como dulzón se me fue metiendo en mitad del pecho.
Aún hoy, no sé si fue la serenata marinera del Ocujal la que se abrió paso a través de mis palabras, solo puedo decirle que a su regreso había cambiado de idea y le dije a Juanelo:
–El Turquino es muy orgulloso y tiene sus resabios, contrimás si uno anda con tomeguines en la cabeza. El frío que hace en su señorío es de arranca pescuezo, y la neblina no te deja ver un burro a tres pasos. Las enredaderas de bejucos asesinos siempre se quedan con algo tuyo, y a la lluvia le encanta sorprender a uno con sus miles de rarezas. Así que usted siga en lo suyo, compadrito, y déjele la subida a otros. Búsquese una mujer que lo quiera como es y déjese de sonsera, que alguien tiene que enseñarle al guajiro la belleza.
La locura de Manuel no fue cosa de la Luna. Se lo digo yo que compartí con él durante meses, gateando entre los riscos hasta una tierrita sin dueño que nos agenciamos por urgencia familiar. Figúrese usted cómo me apabulló la noticia de su delirio.
Manuel hasta entonces no había estado en la Sierra. No sabía nadita de la siguapa. Por acá todos sabemos que es de mal agüero dar oídos a su «pis-pis», y mucho más mirarla a los ojos.
Aquel día íbamos despacio por precaución, la noche se nos vino encima a mitad de camino. El monte gusta de sorprender al viajero con sus jugarretas, imagínese cómo nos quedamos cuando escuchamos «pis-pis». Sobrecogido, solo atiné a tomar las riendas del caballo de Manuel y la muy condenada se posó en la rama más cercana.
La Luna regordeta estaba justo encima del árbol y, a la siguapa, la vimos clarito: los cuernos de plumas eran grandotes y los ojos rojos como la sangre. Le grité a Manuel que no la mirara, traté de tumbarlo del caballo, pero no podía moverlo. Era como si se hubiera convertido en piedra. Hasta que la maldecida no emprendió el vuelo, no volvió en sí. Cuando lo dejé en el caserío, no tenía ni la más remota idea de lo que acontecería.
Manuel no volvió a decir palabra, le tomó ojeriza al día, no más llegaba la noche se ponía a ulular y salía a cazar murciélagos, majás y aves. Trepado a los árboles, se quedaba encogido en las ramas sin hojas, o se iba a lo más alto y no había manera de hacerlo bajar hasta que llegaba el día. La barriga se le llenó de rayas; unas grandes ojeras grises, de viso amarilloso, rodeaban sus ojos. La boca, inflamada, cambiaba de color: a ratos negra, a ratos azulina. La gente del caserío se puso a buscar algún curandero que alejara aquel hechizo, pero nada, todos eran temerosos de la mentada.
El día que llegó el canario, yo había ido a conversar con la familia. Recuerdo que se puso a mirar las ramas secas de los árboles vecinos como si buscara algo en particular. Era alto, de ojos terrosos y nariz como cogida con tarugos. Le llamaban El Antiguo. De niños todos habíamos escuchado de sus curas milagrosas. La gente se le avecinó; pero él solo se dirigió a la mujer de Manuel.
–Necesito que deje libre el cobertizo, ayunaré allí. Consígame tabaco, vela, una cazuela de hierro y aguardiente para mantener el fuego.
Entró a la casa derechito hasta donde estaba Manuel dormido, encima de los horcones del techo, y lo miró durante largo rato y sentenció:
–El alma de este hombre ha sido robada por la siguapa. La traeré de regreso.
Durante los tres días que duró el ayuno, no volvió a decir palabra, tampoco durmió. Solo se movía para masticar hojas de salvia, fumar tabaco y mirar en el fuego que crecía en el caldero, y que no se apagó ni con el viento ni la llovizna.
El día que se levantó, parecía más pequeño y envejecido. Dos de los hermanos de Manuel fueron por él, lo llevaron a rastras ante su presencia, le levantaron la cabeza y El Antiguo solo puso su mano sobre ella.
Lo que sucedió después puede ser confirmado entre los vecinos del caserío. Los mayores, por supuesto. Yo le daré mi visión, porque cada quien mira desde su conocimiento. Del cuerpo de Manuel, mientras El Antiguo oraba, vi salir a la siguapa con sus alas desplegadas.
El Antiguo se fue como mismo vino; Manuel no volvió a trepar en árbol alguno, y su cuerpo volvió a ser el mismo. Yo me quedé con la tierrita y ella, de agradecida, me dio de comer por años. Con el tiempo se culpó a la Luna de la locura de Manuel. Era la forma más segura de mantener a los chiquillos en casa. Lo cierto es que el rompimiento del hechizo ahorita llega a los diez años y la mentada podría volver a sus andadas. Así que si escucha el «pis-pis», más le vale dejar la suela en el pedrerío.
Clemente siempre fue un guajiro descentrado. Al padre –le aseguro– no salió; fue el primero en subir a las terrazas de la Sierra y lograr que la tierra le regalara su lindura. La gente del caserío se partía el cogote mirando su labranza, hasta que un buen día otros se animaron. La montaña se llenó de chamizos primero y de casitas después, según el tiempo y la cosecha se amigaban. Por acá todavía se le agradece el impulso, pero a Clemente…
Una mañana, a la montaña llegaron dos hombres con caras de hurones, buscando un cazador que los llevara donde los manatíes. ¡Figúrese usted, nuestras vaquitas marinas! En casa, mi madre se arrodilló ante los santos y suplicó por ellas.
«¡No imagina lo lindas que son!, solo les falta hablar. No pueden estar sin su familia. ¡Y si viera cómo comen sus plantitas! ¡No hay peje como ese!, se lo aseguro».Nadie podíaimaginar que uno de nosotros fuese capaz de paliar su hambre con semejante carnicería.
Ese mismo día Clemente apareció en el plantío hablando como un poseído del fajo de billetes. Le fui arriba a pescozones y rodamos loma a bajo. Cuando nos separamos fue hasta más ver.
El día de la masacre el estuario se puso rojo, la gente se aglomeró, las mujeres lloraron y los hombres bebieron aguardiente con caras largas. Algunos quisieron ir donde Clemente, mas al final concluimos que era cosa de sentarse y esperar.
En una semana, el terreno se secó alrededor de su rancho, y con ella cada mata de café y plátano. Incluso las gallinas se quedaron tiesas; era como si la sangre de las vaquitas hubiera traspasado la tierra y recorrido todo ese camino hasta encontrarlo. Aterrada, la familia de Clemente huyó del macizo para asentarse en el pueblo, pero la sangre no renunció.
Cada negocio que abrió él, por aquellos años, se volvió sal y agua. El dinero ganado con la matanza de las vaquitas de nada le valió. Vivió atragantado en su propia bazofia.
La Sierra del Rosario siempre ha tenido el don de conceder deseos. En mi juventud, pasé un buen susto en sus predios; y eso que la mollera la tenía libre de cavilaciones y la boca trincada por un si acaso, pero andaba con mi hermano Tulio, quien campaneaba como cencerro al más leve tropiezo.
Antes del viaje, habíamos reunido conocimientos sobre la zona con arrieros y taladores, pero nada nos preparó para tamaño embeleso. Piedras grandotas de color rojizo cubrían los trillos. La tierra a ratos se mostraba roja, amarilla o parda. De momento, un salto de agua te sorprendía y te quedabas sin resuello ante la altura de su caída; otras veces, te salían al paso pequeñas piscinas de aguas transparentes. Todo era mágico, incluso los mogotes parecían dinosaurios apoltronados, pero el diente de perro, ese sí no tenía nadita de pasmoso, y a cada paso nos atravesaba el cuero con su mordida.
La leyenda contaba que entre despeñaderos, pedernales, laderas inclinadas y grutas anchurosas habitaban los antiguos dioses. Hasta allí nos llevaba nuestra encomienda, cuando fuimos cercados por los guardias.
Nos detuvieron por pura maldad y, al momento, la emprendieron con la preguntadera. ¡Como si uno no pudiera andar a gusto por su país! Nos empujaron con los fusiles y mi hermano cayó a tierra. Yo me quedé tieso, como palo, pero él, encrespado, se levantó y se acercó al cabo y lo miró derechito a los ojos. Este se relamió y le fue arriba a culatazos, mientras la pareja de soldados, para no ser menos, me pateaba entre escupitajos.
A Tulio ya no le quedaban costillas sanas, cuando el cabo se bajó la cremallera y nos regó como planta. Solo puedo decirle que con la salpicadura nos entró un arrojo difícil de explicar, y sin ponernos de acuerdo gritamos: «¡Ojalá la montaña se los trague!».
Mire, compay, al instante la montaña se emperró y las piedras salieron disparadas de bien arribita hasta que alcanzaron a los sinvergüenzas que corrían culebreando. Cada vez que iban a levantarse venía un pedrusco y los derribaba. Cuando estuvieron bien apolismados, vino el toque final: los encinos, como por encanto, abandonaron la compañía fiel de los pinos y rodaron aventándolos hasta que desaparecieron de nuestra vista, dejando para los puercos jíbaros la tan apetecida estela de sus frutos.
El día que llegaron los rebeldes al caserío, los vecinos se desvivieron por atenderlos. Los hombres asamos el macho y las mujeres prepararon el frangollo. Mientras ellos cogían un respiro, los vejigos se le fueron encima a tirarle de los moños y toquetearles los collares. En busca de noticias, el tiempo se escabulló sin darnos cuenta.
Cuando estábamos más entusiasmados con la conversadera, el vigía llegó despatarrado: ¡la rural subía el lomerío! En un santiamén borramos el rastro con tierra, enterramos los carbones y la carne. La tropa se alistó y el viejo Ignacio me dijo que los llevara por el camino del río.
Semejante decisión me pareció descabezada. Era temporada de lluvias y el río estaba crecido, pero los ríos siempre han tenido su propia manera de estar, lo mismo manan en un gran salto, loma abajo, que se escabullen en flacuchos arroyuelos, y se van a darle de beber a los socavones, o se desaguan como por encanto. Al instante, se me abrieron las entendederas, recordé las historias de los mambises que habían escapado por el río, cuando este, por mandato de los güijes, se vació en mitad de una crecida. Los españoles fueron a seguirlos y la talanquera volvió a abrirse, y el agua retornó desparramando a la tropa. Los muy tontos tomaron el lugar por endemoniado y jamás se aparecieron por la región. Ensimismados en las antiguas historias, llegamos junto al río.
El torrente estaba empeñado en rebosarse. Las bestias se acercaron a la orilla y les dio por jadear y recular. El viento de sopetón arremetió contra la arboleda, pero los hombres, en vez de mirar la lluvia de hojas, no apartaban la vista del río como si este, en verdad, fuera a desaguarse. ¡Compay, y se desaguó!
En ese momento nadie se detuvo a pensar si los güijes habían abierto de par en par las compuertas secretas, o si tan oportuno suceso fue mero apremio de la tierra. Lo que sí puedo decirle es que los rebeldes lo atravesaron y ya en el lindero voltearon a despedirse.
Cuando llegaron los guardias, yo estaba bocabajo acariciando el agua; la muy avispada no más sintió los cascos de las bestias regresó impidiéndoles el paso. Los estudiosos ahora creen conocer la razón de este misterio, pero para nosotros, guajiros de pura cepa, los ríos fantasmas continúan siendo sitios de encantamientos, donde los güijes abren y cierran las talanqueras de la tierra.
Los huesos llevaban días diciéndole a Paco que la lluvia estaba por desbordar la montaña, pero, para estar seguro, esperó por el tintineo completito del esqueleto.
Bajar al caserío por la hija y el nieto demandaba premura. La inesperada muerte del yerno los había dejado solos entre los pescadores, pero, enamorados del mar, aplazaban una y otra vez el regreso a la Sierra.
Cuando Paco dio cobijo a los animales, hundió lasherraduras en el fangal. Entonces todo fue bajar y resbalar, alumbrado por las centellas. No sé quién tuvo más coraje, si él o su yegua. ¡Bendita percherona! Solo puedo decirle que cuando amainó, la hija y el nieto estaban en la loma.
En menos de una semana, la hija floreció, su tonada se escuchaba antes de arribar a las talanqueras, pero al pequeño Guancho le costó lo suyo.
No más amanecía se iba al patio a buscar el mar. Cualquier objeto puntiagudo le servía para abrir el hueco por donde esperaba encontrarlo. El bijirita echaba en falta el cuchicheo del viento contra los tablones de su cabaña, las olas columpiando su hamaca, la compañía fiel de la arena hacedora de milagros. El día que a Paco se le ocurrió llevarlo al arroyo, para aplacar su nostalgia, se convirtió en biajaca, y el torrente se le hizo poza chica. Fue entonces cuando posó su mirada en cosas que nadie veía:
–Abuelo, hace mucho que no llueve.
–Abuelo, ya no veo los tomeguines entre las ramas.
–Abuelo, no siento el cuchicheo del agua bajo mis pies.
Pero…, quién iba a darle crédito a un vejigo que había nacido frente al mar.
Descalzo, con un palo en la mano, se iba a mirar las hojas de los árboles, a escuchar el goteo de sus raíces. Su piel cambió el olor del mar por el de la hierba húmeda, la mirada de pez se trasformó en la de pájaro, el pelo de algas, en puro maíz.
El día que regresó con el desastre en la mirada augurando la sequía, tampoco lo tomamos en serio. El río aún estaba con nosotros, pero cuando la corriente se fue a aliviar las entrañas de la tierra, todos recordamos las palabras del niño que había nacido frente al mar, y fuimos por él.
A la sazón nos habló del agua almacenada en los colgantes de las cuevas, pero esta también se agotó. Nuestra única esperanza era que el agua repicara nuevamente en la planta de sus pies, como alguna vez repicó la del mar, pero de la tierra Guancho solo recibía dolor, aunque nos convenció de que volvería a escuchar de su contento.
El contento de la tierra tardó, tardó tanto que desfallecidos sacrificamos los animales con quienes habíamos compartido el lloro de los colgantes y el rocío para beber. Entonces Guancho volvió a herir las plantas de sus pies en el diente de perro.
Esa vez se fue al norte, escudriñó en lagunas y ríos secos. Hundió su cuerpo en las ciénagas, olió cada guijarro, se tendió en la tierra por horas a buscar el último camino de la lluvia.
La tierra se agrietó, el calor se hizo insoportable. Los habitantes de la Sierra, sin ponernos de acuerdo, pasábamos más y más tiempo en las cuevas, recostados a sus paredes, buscando la humedad de sus suelos, lamiendo sus colgantes.
El día que el fuego llegó al bosque, las mujeres corrieron loma abajo y los hombres fuimos a contenerlo, pero solo nos quedó echar tierra, mucha tierra sobre las heridas abiertas de los árboles.
Para los ancianos, el incendio había sido un aviso. Algo teníamos que hacer. Esa noche, cubiertos de hollín y polvo, esperamos bajo las estrellas. Al amanecer, Guancho, flacucho, con el color de la tierra habitando su piel, estaba parado frente a nosotros.
Un hilillo, apenas un hilillo, se había escurrido de la roca y humedecido la planta de sus pies, para después saltar como surtidor dentro de su boca.
En estas tierras, tropezar con un venado, un jabalí, oun cocodrilazo es lo mismo que espantar un pollo.En tiempos de fiestas se sabe cuándo empieza el fandango, pero no cuándo termina. Se cantan tonadas y se le mete el corazón al verso. En mi vida solo me he perdido un convite, y fue cuando el tío Emiliano enfermó.
El tío era un guajiro compasivo: si no llovía se preocupaba por los animales salvajes. Se pasaba horas sacando agua del río para llenar los tanques esparcidos por el bosque, donde bebían los venados y los puercos jíbaros. Si era temporada de desove, se preocupaba por las tortugas, y si llegaban los leñadores, por las abejas. Por eso, acompañarlo en su enfermedad fue para mí una oportunidad única.
El reuma lo mantenía alejado del mar y con maleza de ánimo. El desove estaba cerca y desesperaba. Cuando le dije que conmigo podía contar para cualquier cosa, sus ojos centellaron.
Ese mismo día me dio la primera encomienda: alimentar la leyenda de los espíritus errabundos de la playa. Chota de nacimiento, me aparecí al mediodía en la playa montado a caballo, con una sábana ensangrentada –de enjundias de pollo y cerdos–, tirada encima, y di un par de vueltas por el caserío y el valle. En las dos noches siguientes repetí la operación, mas la sábana que me cubría era blanca como el coco. Una semana después, complacido, me dio la segunda tarea: proteger el desove.
Aprender a diferenciar el carey de la caguama era lo fundamental. Arrastrarme hasta las cuevas, culebrear entre el manglar, pasar horas tirado en la laguna e insolarme en el arrecife, eran los pasos para lograrlo.
En un mes reconocí al carey, gustoso del agua mala, con boca de pico arqueado y filoso, cabeza estirada y capota amarillosa de ribetes dentados; la caguama con la cabeza de pelota, siempre zampando pececillos, y su caparazón lleno de bichos. Entusiasmado, le contaba al tío las diferencias, y me las hacía repetir una y otra vez. Sus esperanzas reverdecían.
Una noche se sintió tan vigoroso que fuimos a velar a la costa. El momento se acercaba. Luego de cerciorarnos de que no había una sola fogata en la costa, nos tendimos en la zona más alta; entonces las vimos, iluminadas por la luna, invadir la arena.
Las tortugas avanzaban sacando la arena con sus pequeñas patas, dejando caer sus huevos en las aberturas. Esa noche lo supe, sería su guardián para siempre.
Aquel año patrullé la playa junto al tío. Velamos desde los acantilados por los huevos. Dos meses después, la costa se vio colmada de diminutas tortugas que se lanzaban al mar.
Cuando el tío murió, dejé la loma y me vine a vivir a su cabaña. Mi hijo y mi nieto nacieron aquí. Juntos cuidamos del bosque, de los venados, los puercos jíbaros y, sobre todo, mantenemos fresquecita la historia de los espíritus errabundos, para que las pequeñas tortugas y caguamas siempre encuentren el camino al mar sin tropiezo.
De niño trabajé el cacao. Mi faena diaria era mantener bien arropadita la hojarasca a su alrededor. La muy levantisca gustaba de escapar con los alisios, y llevarse con ella la humedad que tanto requería la planta.
Chinches, hormigas y gusanos me veían llegar al plantío y se escabullían a comer a otro sitio. Al terminar la jornada, solo quería zambullirme en el arroyo, hijo indiscutible de las crecidas del río. Pero una tarde, al salir del sembradío, atraído por el «to-to-to» de las alas de la cartacuba, me interné en el bosque y olvidé mi cita con el arroyo.
Para mí no existía pájaro más bonito e inteligente que la cartacuba. Su gusto por hacer túneles en las cañadas, o abrir huecos en los troncos podridos de los árboles para poner sus huevos, me llenaba la cabeza de preguntas.
El sol cedía terreno a la tarde, cuando me percaté de que estaba en lo más intrincado del bosque, rodeado de azulejos y de caobas. Entonces, como decía el abuelo, no me quedó otra que abrir mi corazón a los latidos del bosque.
Sobre las hojas de los árboles descubrí las polimitas. Quise mirar de cerca aquellas pequeñas casitas andantes que habían aprisionado para sí todos los colores. Tomé una y luego otra; embobado las alzaba ante mis ojos, cuando sentí ajetreo en la hierba. A unos pasos frente a mí, un inmenso gato salvaje se relamía.
El gato era gris, de cola larga y dientes puntiagudos. Al instante lo supe, no podía moverme, con mi tamaño era comida segura.
Cerré los ojos y me imaginé chapoteando en las aguas del arroyo. Mi deseo fue tan fuerte que sentí su olor, el movimiento suave de la corriente, y me vi junto al ojo de agua, en la orilla del río madre.
El río madre se desbordaba, paría aquí y allá, sentía su torrente en todo mi cuerpo, su olor dulzón, el abrazo de la brisa que arrastraba consigo. Entonces abrí los ojos, desconocía la razón, pero el miedo había desaparecido. El gato gris estaba mucho más cerca.
Su hocico corto olfateaba, los bigotes largos se movían inquietos, arqueaba el lomo, me mostraba sus dientes como ringleras de ajo. De un momento a otro, saltaría sobre mí. De repente, se metió el rabo entre las patas y se volteó.
Una cascada enorme se precipitaba desde el peñón cercano. En un periquete salté al árbol y el gato gris desapareció para siempre en sus aguas.
Los ríos por estos lados son regalones, esa tarde me obsequiaron con lo más preciado.
¿El pozo? El pozo está a cien metros cuesta arriba, al fondo del despeñadero. La gente aún evita el lugar, aunque es el camino más corto y bonito para llegar a Portada Azul. El único que alguna vez se atrevió a pasar por ahí fue el niño Julián, el poeta sin versos.
Nunca en mi vida conocí vejigo más curioso. El seso lo extraviaba mirando el paisaje: un ratico la arboleda, otro el lomerío vecino, otro el mar que, por acá, es una raya en el horizonte.
El pescuezo lo extendía, como si fuera de goma, cada vez que venía un grupo de pájaros, y si aparecían las mariposas, no paraba de hablar: que si de gusano ellas entretejen su brote en la tierra, que si algunas se encierran en las hojas y se guindan de los juncos con hilos de seda, que si otras son gustosas de las frutas maduritas, o del fango, y las más de las flores.
Como era tan mirón, cuando los animales comenzaron a desaparecer, aseguró que era el pozo, pero, ¡quién iba a creer que las bestias iban a rondar aquel lugar!
Cuando su padre llegó a la tienda preguntando por él, a todos nos pareció haberlo visto ese mismo día, pero el viejo aseguró que hacía dos que no dormía en casa. La noticia dejó en el aire un tufo sombrío. Esa noche no pude dormir, un mal agüero me rondaba, para peor una bruja, con una calavera perfecta encima de sus alas, se posó frente a mi cama.
A la mañana siguiente, la gente se reunió en su bohío; sin mucha palabrería se inició la búsqueda. No quedó trillo, pendiente, barranco, ni socavón sin registrar, la luna nos escoltó de regreso.
Esa noche tampoco dormí. Sentía los arañazos de las ratas por los horcones, los mordiscos del comején en las tablas, la maldita calavera cambiando de lugar, las tripas saltándome en la barriga.
Los cocuyos, como si hubiesen adivinado mi sobresalto, inundaron la casa. El canto del gallo me sorprendió sin haber pegado ojo. No más clareó, me fui a la tienda. Allí no cabía ni una mosca; el padre de Julián estaba derrumbado en un taburete, alguien dijo que el único camino que faltaba por recorrer era el del pozo. Imaginé a todos buscando la razón por la cual nunca habían tomado aquella senda. La razón era bien simple: el lugar metía miedo al más pinto.
Enseguida pensé en el vejigo, de seguro no conocía el miedo, con su manía de encontrar lindura donde nadie la veía, tal vez se hubiese llegado al despeñadero.
En un dos por tres me levanté y grité:«¡Nos vamos al pozo!» Ya en el lindero, las piernas se me pusieron pesadas y los ojos se me llenaron de lucecillas redondas, como si el lugar estuviera llenito de huesos a flor de tierra; no había viento, tampoco fronda donde cobijarse. La escarcha, salida desde el mismísimo infierno, humedecía la ropa. Los que llevaban escopetas las descolgaron, el resto desenfundó los machetes.
El hoyo nos sorprendió antes de lo previsto. Retrocedimos unos pasos. Sobre él flotaba algo oscuro que fue tomando forma: primero los pies, cubiertos con extrañas botas con polainas, después las piernas con anchos pantalones negros, la camisa abierta, coronada por un cinturón llenito de balas, en la cabeza el inconfundible sombrero alón del niño Julián, el poeta sin versos. La balacera no se hizo esperar, el endemoniado se hizo trizas ante la rabia de la pólvora.
Al pozo lo tapiamos ese mismo día. La entrada al despeñadero se cercó por un si acaso. Muchos pensaron que el maligno fantasma podría empalmarse los pedazos y volver a engatusar reses y gentes.
A los pocos días, los pájaros sobrevolaron la zona; a los árboles cercanos se les ocurrió retoñar; las pasionarias y las jías comenzaron a crecer y, cuando florecieron, toditas las mariposas de la montaña se fueron a vivir allí.
El raíl llevaba una semana en el morral, cuando el abuelo se levantó sin ayuda, del sillón, escudriñó encima de la mesa, y me dijo:
–Tienes un pedazo de raíl de línea crepitando entre los trastos. Y sin esperar por mi ayuda vació el saco, sujetó el raíl y lo llevó frente a sus ojos.
En un instante, su cara se convirtió en luciérnaga y de sus ojos rodó poco a poco el rocío. Apretujando el raíl al pecho, se sentó a mi lado y me dijo:
–Hace años, si querías arriesgarte hasta aquí, tenías que tener los pantalones bien sujetos a la cincha. El mar y un avión ruinoso eran las únicas vías de entrar y salir. Para comunicarnos con la gente del valle, o el pueblo, teníamos unos cables que bajaban por un lado y subían por el otro. A veces, se remontaba carbón, sal o medicinas, y se bajaban viandas. Pero cuando nuestro guineo inundó el mundo, se construyó el funicular; de planeo despacito entre una montaña y otra, y de ahí a conocer el mundo. Después vino el trencito a trasladar los guineos hasta el mar. Todo esto fue antes de que las plagas arruinaran las cepas y la montaña volviera a convertirse en un retiro de fantasmas.
Mi madre, avispada como era, aprovechó el trasiego de gentes y vendió coco rallado en cucuruchos de yaguas de palma, y con un trapiche de mano, que conservaba de su abuela francesa, deleitó a todos con chocolate endulzado con guarapo. Pero un día mi madre abrió la alcancía y quiso conocer el mundo. El trencito bananero, donde viajaba rumbo al mar, se encabritó sobre los rieles y desperdigó su preciada carga por el barranco.
Cuando mi padre llegó a casa aquella tarde, el abuelo aún apretujaba el raíl junto a su pecho. Con su último aliento me regaló un pedazo de su historia.
Ahumador: Instrumento utilizado en la apicultura. Su función es lograr el control sobre las abejas, que ante la presencia de humo se retiran. Los ahumadores constan de un fuelle con el cual se insufla aire al interior de la cámara de combustión, en la cual el apicultor quema aserrín de madera, hojas secas u otra sustancia inocua.
Arribazón: En Cuba, afluencia de algo en abundancia, exceso, profusión.
Azulejo(Passerina cyanea): Pertenece a la familia de aves de colores más vistosos de América. Habita en el centro y suroeste de Norteamérica. En Cuba, se le puede encontrar invernando en la cayería del Archipiélago Sabana-CamagÜey. Prefiere los bosques poco densos, aprovecha también las plantaciones de árboles exóticos y zonas con arbustos.
Biajaca:(Nandopsis tetracanthus): Especie endémica de Cuba. Pez de agua dulce, muy abundante en ríos y lagunas. Su carne es comestible.
Bijirita(Geothlypis philadelphia): Pequeña ave conocida en Cuba como bijirita de cabeza gris. Se le dice así al cubano de padre español. Durante la época colonial era común llamarles bijiritas a los cubanos criollos.
Cabrerito de la Ciénaga(Torreornis inexpectata): Especie descubierta en la zona de Santo Tomás, en la Ciénaga de Zapata. Es considerado una subespecie endémica de Cuba. Pájaro con las alas desproporcionadamente pequeñas, miden 17 cm aproximadamente. Habita en la Ciénaga de Zapata, Matanzas; Baitiquirí, Guantánamo y cayo Coco, Ciego de Ávila.