Sobre el amor y la muerte - Émile Zola - E-Book

Sobre el amor y la muerte E-Book

Émile Zola

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Beschreibung

"El padre Lacour estará cómodo en esa fosa. Conoce la tierra, y la tierra lo conoce a él. Se llevarán bien. Hace ya sesenta años que ella le dio cita, el día en que él la abordó por primera vez con su pico. Sus amores debían terminar de esa manera, la tierra debía tomarlo y guardarlo para sí." Vivir, casarse, morir. En los textos que presentamos, Zola se interroga sobre las diferentes configuraciones que adoptan el matrimonio y la muerte en la sociedad burguesa. A través de casos ejemplares (tomados de la aristocracia, la alta burguesía y las capas populares), el autor nos muestra con un humor corrosivo ese escándalo que subyace a las diversas manifestaciones sociales: la desigualdad. Huérfano desde su juventud, Émile Zola (1840-1902) se ve obligado a trabajar tempranamente. A los veinticinco años obtiene sus primeros ingresos de fuentes literarias gracias a la publicación de sus versos y ensayos, y en 1867 escribe su ópera prima, Thérèse Raquin. Su interés por las conductas sociales y el detalle con que las describe lo convierten en el fundador del Naturalismo.

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Émile Zola

Sobre el amor y la muerte

Traducción · Alejandrina Falcón

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-19-2

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Nota del editor | 5

Cómo nos casamos | 6

Cómo nos morimos | 34

Nota del editor

Al tiempo que trabajaba en la ambiciosa serie de los Rougon-Macquart, Zola seguía escribiendo cuentos y textos breves. Los cinco estudios reunidos bajo el título Cómo nos morimos fueron publicados en 1882 en la compilación Le capitaine Burle. Once años más tarde, en Le Journal pour tous –suplemento ilustrado del periódico Le Journal–, aparecería Cómo nos casamos.

Ambos textos –inhallables en español desde hace varias décadas– presentan semejanzas notables en el estilo y la temática abordada; por esa razón, hemos decidido reunirlos en una misma edición.

Cómo nos casamos

Durante el siglo XVII, el amor, en Francia, es un gran señor empenachado, magníficamente vestido, que se presenta en los salones precedido de una música solemne. Obedece a un ceremonial muy complicado, no arriesga un solo paso sin haberlo previsto antes. Por lo demás, es absolutamente noble; posee una ternura reflexiva, una alegría honesta.

En el siglo XVIII, el amor es un diablillo indecente. Ama o ríe por el solo placer de amar o reír; almuerza con una rubia, cena con una morena, trata a las mujeres como a diosas pródigas cuyas manos abiertas brindan placer a todos sus devotos. Un hálito de voluptuosidad atraviesa la sociedad, anima la ronda de las pastoras y de las ninfas, de los pechos escotados que se estremecen debajo de los encajes: adorable época en que la carne fue reina, placer inmenso cuyo soplo lejano llega hasta nosotros aún tibio, trayendo el perfume de los cabellos desatados.

En el siglo XIX, el amor es un joven formal, correcto como un notario que tiene rentas del Estado. Frecuenta la buena sociedad o vende algún producto en una tienda. La política le interesa, los negocios ocupan su día desde las nueve de la mañana hasta la seis de la tarde. En cuanto a sus noches, las entrega al vicio práctico, a una amante que él mantiene o a una mujer legítima que lo mantiene a él.

Así, el amor heroico del siglo XVII, el amor sensual del siglo XVIII, se ha convertido en el amor positivo que se concreta a las apuradas, como un negocio en la Bolsa.

Hace un tiempo escuché a un industrial quejarse de que todavía no se hubiera inventado una máquina para hacer niños. Se hacen máquinas para trillar el trigo, para tejer, para reemplazar los músculos humanos por engranajes en todas las tareas. El día en que una máquina ame por ellos, los grandes trabajadores del siglo, aquellos que entregan cada minuto de sus vidas a la actividad moderna, ahorrarán tiempo, serán más fuertes y viriles en la lucha por la vida. Desde la terrible sacudida de la Revolución, los hombres, en Francia, no han tenido tiempo de pensar en las mujeres. Bajo Napoleón I, el cañón impedía que los amantes se escucharan; durante la Restauración y bajo la Monarquía de Julio, una frenética necesidad de riqueza se apoderó de la sociedad. Por último, el reino de Napoleón III no hizo más que incrementar esa sed de dinero, sin aportar siquiera un vicio original, ningún exceso nuevo. Pero existe otra causa más: la ciencia, el vapor, la electricidad, todos los descubrimientos de estos últimos cincuenta años. Hay que ver al hombre moderno con sus múltiples ocupaciones, viviendo para las apariencias, devorado por la necesidad de conservar su fortuna y de acrecentarla, capturada su inteligencia por interminables problemas, adormecida su carne por la agotadora lucha cotidiana, él mismo convertido en mero engranaje de la gigantesca máquina social en plena labor. Tiene amantes como se tienen caballos, para hacer un poco de ejercicio. Si se casa, es porque el matrimonio se ha vuelto una operación como cualquier otra; y si tiene hijos, es porque la mujer lo deseaba.

Hay otra causa para los lamentables matrimonios actuales, y quisiera detenerme en ella antes de pasar a los ejemplos. Esa causa es la brecha profunda que la educación y la instrucción abren, desde la infancia, entre varones y mujeres. Tomemos el ejemplo de la pequeña Marie y del pequeño Pierre. Hasta los seis o siete años se les permite jugar juntos. Sus madres son amigas; ellos se tutean, se dan fraternales cachetadas, se revuelcan por los rincones, sin vergüenza. Pero, a los siete años, la sociedad los separa y se apodera de ellos. A Pierre lo encierran en un colegio donde se esmeran por llenarle el cerebro con el resumen de todos los conocimientos humanos; más tarde, ingresa en las escuelas especiales, elige una carrera, se convierte en hombre. Abandonado a su suerte, librado al bien y al mal durante ese largo aprendizaje de la existencia, conoce todas las mezquindades, experimenta alegrías y penas, hace su propia experiencia de las cosas y de los hombres. Marie, por el contrario, pasa todo ese tiempo encerrada en la habitación de su madre; le han enseñado todo lo que una joven educada debe saber: la literatura y la historia expurgadas, la geografía, la aritmética, el catecismo; también sabe tocar el piano, bailar, dibujar paisajes con dos lápices. Por consiguiente, Marie no sabe nada del mundo, al que apenas ha visto a través de su ventana, y aun la ventana le cierran cuando la vida pasaba demasiado bulliciosa por la calle. Jamás se ha asomado sola a la vereda. La han protegido cuidadosamente, como a una planta de invernadero, procurándole el aire y la luz, desarrollándola en un medio artificial, lejos de todo contacto.

Ahora imaginemos que, diez o doce años después, Pierre y Marie vuelven a encontrarse. Se han convertido en extraños; el encuentro es terriblemente incómodo. Ya no se tutean ni se empujan riendo por los rincones. Ella, ruborizada, se llena de inquietud frente a ese hombre al que ya no reconoce. Él siente entre ellos el torrente de la vida, las verdades crueles, de las que no se atreve a hablar abiertamente. ¿Qué podrían decirse? Tienen lenguajes distintos, ya no son criaturas semejantes. Sólo pueden conversar de banalidades; están a la defensiva, como si fueran enemigos, y ya se mienten el uno al otro.

Por cierto, no pretendo que se deje crecer juntos a nuestros hijos e hijas como a los yuyos de los jardines. El problema de esta doble educación es demasiado complejo para un simple observador. Me limito a describir los hechos: nuestros hijos lo saben todo, nuestras hijas no saben nada. Uno de mis amigos me ha contado alguna vez la extraña sensación que experimentaba en su juventud al percibir que, poco a poco, sus hermanas se convertían en extrañas para él. Cuando regresaba del colegio, cada año, sentía que la brecha se había profundizado, y que la distancia entre ellos era mayor. Finalmente, un buen día ya no tuvo nada más para decirles. Y, después de besarlas de todo corazón, no podía hacer otra cosa sino tomar su sombrero e irse. ¿Qué pasará, entonces, con el temible asunto del matrimonio? En él, esos dos mundos se encuentran en un choque inevitable, y ese choque amenaza con destruir a la mujer o al hombre. Pierre se casa con Marie sin llegar a conocerla, sin que ella lo conozca, pues no está permitido probar antes de juntarse de manera definitiva. Por lo general, la familia de la joven se alegra de poder casarla. La confían al novio, no sin antes señalarle que la entregan en perfectas condiciones, intacta y pura, como debe ser toda novia. Ahora el hombre velará por su mujer. Y así, Marie se ve bruscamente precipitada al amor, a la vida, a los secretos guardados durante tanto tiempo. El desconocido se revela en un modo que ella jamás hubiera imaginado. Aun las mejores esposas tardan años en superar los efectos de aquella conmoción. Y lo más grave es que el antagonismo entre las dos educaciones no se resuelve. Si el marido no rehace la mujer a su imagen, ella siempre será una extraña para él, con todas sus creencias, el particular sesgo de su naturaleza y la incurable bobada de su instrucción. ¡Qué extraño sistema! Primero se divide a la humanidad en dos campos: los hombres, por un lado, y las mujeres, por otro; luego, una vez consolidados los campos en conflicto, se los une diciendo: “Vivan en paz”.

En suma, el hombre de hoy no tiene tiempo para amar y se casa con una mujer sin conocerla, sin que ella lo conozca. Estos son dos rasgos distintivos del matrimonio moderno. Evitaré complicar con más detalles el planteo general y pasaré a los ejemplos.

I

El conde Maxime de La Roche-Mablon tiene treinta y dos años. Pertenece a una de las familias más antiguas de Anjou. Su padre fue senador bajo el Imperio, pero jamás abandonó, según dice, sus convicciones legitimistas. Por lo demás, la familia La Roche-Mablon no ha perdido ni una sola parcela de tierra durante la emigración, y aun hoy se los menciona entre los grandes propietarios de Francia. En cuanto a Maxime, tuvo una juventud agradable, estuvo un tiempo en la guarda pontifical; luego, regresó a París donde dio que hablar: apostó, tuvo amantes, se batió a duelo, pero no se destacó demasiado. Es un muchacho alto, rubio, muy caballero, de una inteligencia media, sin pasiones extremas, y que ahora planea dedicarse a la diplomacia, para crearse una posición.

La rebelde de los La Roche-Mablon es una tía, la baronesa de Bussière, una señora muy inquieta, poderosa en el mundo académico y político. Cuando su sobrino Maxime le confía sus proyectos, ella declara que primero debe casarse, pues el matrimonio es la base de todas las carreras serias. Maxime no tiene grandes objeciones contra el matrimonio. Nunca pensó en el tema; preferiría seguir soltero pero, en fin, si es absolutamente necesario que se case para asegurar su posición social, pasará por esa formalidad como por todas las demás. Sin embargo, confiesa riendo que, como no tiene ningún amor en el corazón, por mucho que busque en su memoria, todas las chicas con las que ha bailado en los salones parecen tener el mismo vestido blanco y la misma sonrisa. La Sra. de Bussière está encantada. Ella se ocupará de todo.

Dos días después, la baronesa le menciona a Henriette de Salneuve. Fortuna considerable, antigua nobleza de Normandía: un acuerdo perfecto para ambas partes. Y hace especial hincapié en el carácter correcto de esa unión. No podría encontrar un partido que cumpliera mejor con las exigencias mundanas. Será uno de esos matrimonios que no sorprenden a nadie. Maxime hace un gesto de asentimiento. Todo ese asunto le parece muy razonable. Los nombres son igualmente importantes; las fortunas, más o menos parejas; y, si persiste en su proyecto de dedicarse a la diplomacia, esa unión promete valiosas alianzas.

–Me parece que es rubia –dice–.

–No, morocha –responde la baronesa–. En realidad, ¡no lo sé!

De hecho, no tiene importancia. Lo cierto es que Henriette tiene diecinueve años. Maxime cree haber bailado con ella alguna vez, a menos que se tratara de su hermana menor. No hablan de su educación, es inútil: fue educada por su madre, y eso ya es bastante. En cuanto al carácter, imposible tocar el tema: nadie la conoce. La Sra. de Bussière comenta que un día la escuchó tocar un vals de Chopin con gran emoción. De todos modos, un encuentro ha sido concertado para esa misma noche, en un salón neutro.

Cuando por la noche Maxime ve a la Srta. de Salneuve, se asombra muchísimo de que sea bonita. Baila con ella, halaga su abanico, recibe una sonrisa agradecida. Quince días más tarde, se formaliza el pedido de matrimonio, y el contrato se discute frente a los notarios. Maxime ha visto a Henriette cinco veces. En verdad, es muy bonita, de piel blanca, talle redondo, y sabrá vestirse mejor cuando pueda tirar sus vestidos de niña. Mientras tanto, parece gustarle la música, odia el olor del almizcle, tuvo una amiga que se llamaba Claire y que murió. Eso es todo. De hecho, Maxime considera que es suficiente: es una Salneuve, la recibe de manos de una madre rígida. Ya tendrán tiempo para conocerse. Entretanto, piensa en ella sin disgusto. No está positivamente enamorado, pero no le molesta que sea agradable, pues, si hubiese sido fea, obviamente se habría casado de todos modos.

Ocho días antes del matrimonio, el joven conde pone fin a su vida de soltero. Estaba saliendo con la gran Antonia, una antigua artista ecuestre que volvió de Brasil llena de diamantes. Renueva todo su mobiliario y rompe con ella en muy buenos términos, después de una cena en la que brindan por su feliz matrimonio. Despide a su valet de cuarto, quema cartas inútiles, hace abrir las ventanas para que su mansión se ventile. Ya está listo. Sin embargo, muy en el fondo, sabe que nunca podrá olvidar ciertos momentos de su vida; les cierra para siempre las puertas de su corazón, y eso ya es bastante.