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Una historia apasionante que ahonda en el amor incondicional y en la lucha por sobrevivir a un destino ya escrito. Bajo la lluvia fina de Sopuerta, un pueblo frío del norte, unos feligreses enfilan el camino hacia la iglesia para escuchar la misa de domingo. Miran de reojo a Sole y a su hijo Joxean, un joven encerrado en la mente de un niño de cinco años; sobre todo Miren, su vecina y enemiga íntima. Todos guardan secretos y sienten culpa. En especial, un grupo de mujeres que susurran en silencio el miedo, el desamor y la soledad. Hasta que unos terribles acontecimientos que todas intuían despertarán su venganza. ¿Hasta dónde estarán dispuestas a callar? EL DEBUT LITERARIO DE SILVIA INTXAURRONDO ES UNA NOVELA SORPRENDENTE Y EMOTIVA QUE TE ATRAPARÁ Y TE DEJARÁ CON EL CORAZÓN EN UN PUÑO.
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Seitenzahl: 348
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
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Solas en el silencio
© 2025, Silvia Intxaurrondo Alcaine
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Arte de cubierta: CalderónSTUDIO®
Imagen de cubierta: ShutterstockMaquetación: J. A. Diseño Editorial, S. A.
ISBN: 9788410642157
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Parte 1. La villana
Parte 2. La mortaja
Parte 3. El cárabo
Para Farouk
En Sopuerta, un manto de silencio cómplice permite que los vecinos sobrevivan al infierno. Cada casa esconde su desgracia y mira de reojo a la ajena sin pronunciar palabra. Es un pacto antiguo que se transmite con el ejemplo de generación en generación.
Quien se asome a un infierno que no es el suyo arderá entre sus llamas.
Quien se atreva a buscar justicia pagará con la vida.
Quien lea esta historia tendrá que comportarse como un vecino más.
Callad. Que nada cambie.
En el número tres de la calle Benito Luis Hurtado convivían frente a frente la dicha y la desgracia. Subiendo desde el portal siete escalones de granito grisáceo se llegaba a un descansillo húmedo flanqueado por dos puertas. A mano izquierda, la casa de Miren Huarte. A mano derecha, la casa de María Soledad Urralburu, la madre del tonto del pueblo.
Como era domingo, Sole se despertó a las ocho y tomó un baño largo. Llenó la tina de agua hirviendo y se sumergió dentro con la avidez de quien tiene la humedad metida hasta los tuétanos. Estrenó la pastilla de Heno de Pravia y enjabonó y restregó con fuerza su cuerpo grande y huesudo hasta que la suciedad quedó flotando en el agua tibia.
Justo cuando iba a poner un pie fuera de la bañera, sintió los grititos alegres de su hijo por el pasillo.
—¡Leche friii, leche friiiiii! —reclamaba el chaval mientras bailoteaba.
—¡Voy, maitia, cariño! —respondió ella.
Sole se secó como pudo, se puso la bata y salió del baño. Joxean la esperaba en mitad del pasillo, con su sonrisa bobalicona, como un pasmarote. Ella tomó su cabeza entre las manos y depositó en su rostro mil besos suaves, diminutos como mariposas.
—¡Has olvi… vi… vidado la leche fri… fri… frita, ama! —le recriminó el chico con aire tristón.
Joxean tenía veintitrés años, pero estaba encerrado en la mente de un niño de cinco. Era un gigantón alegre vestido con ropa de viejo: pantalón de tergal gris y camisa de franela a cuadros. Sole le echó el brazo sobre los hombros y le llevó hasta la cocina. Intuía que su hijo tenía hambre.
Mientras preparaba un café de puchero, Joxean esperaba sentado con impaciencia. Cogió un chusco de pan y lo fue repartiendo en dos tazones.
—Pan para el nene, pan para ama —comenzó la cantinela—. Uno para mí, uno para ti…
El chico no dejó de contar en voz alta hasta que deshizo el panecillo. Cuando el café hirvió y reposó un par de minutos, Sole lo vertió en los cuencos. Mientras fregaba el cazo y el colador, Joxean metió la cuchara sopera hasta el fondo del azucarero y la sacó torpemente cargada con una montaña de azúcar. Los nervios le traicionaron y derramó prácticamente la mitad sobre la mesa de formica blanca. Para cuando Sole giró la cabeza, el chaval ya había mezclado el pan, el café y el azúcar y trataba de ocultar con la servilleta de tela blanca los granos que se le habían caído.
Madre e hijo desayunaron con voracidad porque no solían cenar gran cosa, aparte de sopas de ajo o algún huevo frito. Despertaban con las tripas rugiendo y así pasaban buena parte del día. Sole intentaba distraer el apetito con cafés aguados y pan reseco, pero al chico eso no le servía. Era un hombretón huesudo y encorvado, sin grasa alguna y con una piel fina vistiéndole los huesos. Muchas noches escondía la cabeza entre las mantas y sollozaba. Estaba muerto de hambre.
* * *
Las nubes se cerraron sobre el barrio de Mercadillo cuando Sole y Joxean enfilaron de bajada la calle Lehendakari Aguirre. La carretera de doble sentido empezaba a soportar el tráfico de los feligreses acomodados que la transitaban los domingos. Madre e hijo se abrocharon los abrigos de paño grueso y raído y apretaron el paso camino de la iglesia.
—Date prisa, no quiero volver a llegar tarde, hijo —le susurró al oído.
Faltaban quince minutos para el mediodía cuando los lugareños empezaron a dirigirse como una riada a la parroquia de Santa María. Acababa de sonar el segundo repique de campanas llamando a misa de doce. Sole y Joxean se refugiaron en el pórtico de la iglesia justo cuando comenzó a arreciar el sirimiri, una densa lluvia del tamaño de motitas de polvo.
Ambos entraron al templo enganchados del brazo. Sole dio un respingo al sentir la humedad del interior. Era una parroquia oscura, lúgubre, más pensada para funerales que para bodas.
—¿Estoy gu… gu… guapo, ama? —preguntó el chico con la boca muy abierta.
Sonreía con sus dientes grandes y desiguales, amarillos hasta las encías. Se había empapado el pelo en colonia barata y se lo había peinado con raya al medio. Sole sacó el pañuelo, le limpió un hilillo de baba y enfilaron el camino hacia el altar.
—No he visto niño más guapo que mi Joxean —mintió.
Los feligreses empezaban a murmurar en cuanto madre e hijo asomaban por la puerta de la iglesia. «Vaya pareja de muertos de hambre», susurraba una. «El chaval da miedo, cada día parece más atontado», comentaba la otra.
Joxean se desenganchó del brazo de su madre, cogió el cancionero y, pisando ruidosamente el reclinatorio de madera, se sentó sonriendo. Quería cantar.
—¡Qué valor! —se indignó Miren Huarte—. Hay que hablar con don Eusebio, ésa no puede seguir trayendo al retrasado a la casa de Dios.
Sole escuchaba todo y hacía como que no oía nada. Abrió el bolso y le dio al chico una cuartilla blanca y arrugada, como cada domingo.
—Haz un avioncito, maitia, lo echaremos a volar cuando salgamos.
Sonó el tercer repique de campanas para recordar que la eucaristía estaba a punto de empezar. Se hizo el silencio entre los fieles. Al oír el frufrú de la sotana de don Eusebio acercándose desde la sacristía, los feligreses se pusieron en pie y entonaron el Pescador de hombres.
Joxean se levantó y balanceó su cuerpo hacia delante y hacia atrás con movimientos bruscos. Su canto, torpe y desacompasado, sobresalía por encima de las voces del resto.
—¡Tú has venido a mi orillaaa…! —cantaba a voz en cuello—. ¡Ni a pobres ni a ricooosss…! ¡Señoooor…!
Don Eusebio entró en la iglesia con las manos pegadas al pecho en posición de rezo y la mirada hacia el frente, un palmo por encima de la de los feligreses. Todos los devotos se sentaron, salvo Joxean, que le sonreía y le saludaba agitando discretamente la mano derecha. Conocía el secreto del cura.
María Consuelo Guezuraga, la viuda del tabernero, levantó la vista desde la barra y, a través de la cristalera, comprobó que la misa había terminado. Dejó de fregotear, se secó las manos con un paño y apuró el paso hasta la cocina. Allí encontró a su suegra sudando la gota gorda entre sartenes y pucheros.
—¡Prepara las rabas, que ya salen, amama! —espetó con urgencia a la abuela.
Rosarito no alcanzaba el metro y medio y era prácticamente tan alta como ancha. Se encaramó a un taburete pequeño de madera y se asomó a la cazuela de acero inoxidable llena de aceite a rebosar. Giró la rueda del mando de la cocina hacia la derecha, echó un vistazo al quemador para comprobar que la llama estuviera al máximo y esperó hasta escuchar el borboteo del aceite.
—¡Hasta que no llegue la parroquia no empiezo a freír, querida! —advirtió—. Mejor que soplen las rabas para enfriarlas a que nos pongan la cabeza como un bombo con la cantinela de que están frías —refunfuñó.
La suegra de Consu tenía una mirada a caballo entre la sorpresa y el espanto. Los globos oculares se le salían de los párpados y terminaban en dos pupilas verdes, camaleónicas, que rara vez fijaban la mirada en el mismo punto.
Rosarito tenía la piel del rostro tersa por la gordura y cubierta por una rosácea permanente sobre la nariz y las mejillas. Era una mujer huraña. Se sentía a salvo en la intimidad de su cocina, sobrellevando la vida entre sorbos de orujo.
—¿Ya vienen esos? —preguntó.
—Aún les falta —respondió Consu mientras pasaba un paño por la barra.
La amama hacía bailar sus redondeces entre los fogones. Lavaba las patas de calamar en la pila, las escurría y las colocaba en hileras sobre la tabla de madera. Allí las troceaba con precisión de cirujano y después las arrebujaba en el cuenco de la harina.
La marea de fieles abandonó acompasadamente el pórtico de la iglesia, en dirección a la tasca, desplegando los paraguas de forma intermitente. Paf, paf, paf.
—¡Rosarito, ya vienen, que no se te eche el tiempo encima! —avisó con su voz aguda.
Dos minutos después, con la tabernera de espaldas a la entrada, la bisagra gimió, la puerta de madera se abrió como un abanico y la humedad del sirimiri inundó el bar. Cuando Consu giró la cabeza para dar los buenos días, sintió que se le congelaba el alma. Había vuelto a entrar el diablo.
El alcalde de Sopuerta avanzó con paso firme hacia el interior del bar Kolitza. En apenas dos zancadas, su vientre rozó la barra y se encontró con la mirada aterrorizada de la tabernera. Estaba al borde de las lágrimas. Con la boca temblorosa. No podía pronunciar palabra.
—¡Egun on, Consuelo! —le sonrió con fanfarronería—. Mucha alegría tienes para esconder tanta deuda.
Ángel Larruskain alargó el brazo y su mano atrapó el generoso pecho de Consu. Ella enmudeció. El alcalde apretó con más fuerza. Entonces, la mujer más combativa de Sopuerta contrapeó las piernas hasta que le dolieron las rodillas y se orinó encima.
Ajenos a los desmanes del alcalde, que ya se había acomodado en la mesa del fondo, un goteo de parroquianos fue entrando en la taberna. Limpiaban los zapatos en el felpudo de fuera y sacudían sin mucho miramiento el paraguas. Se formó tal charco en la entrada, que Consu aprovechó para pasar el mocho a ambos lados de la barra, esparcir serrín y ocultar sus orines.
Ángel se puso en pie y recibió con un abrazo y varias palmadas en la espalda a don Eusebio, el cura, y a Iñaki Loizaga, el médico del pueblo. Como cada domingo a mediodía, los invitó a acompañarle durante el aperitivo. En la cocina, Rosarito se alisaba el delantal y se atusaba el pelo antes de salir a atender esa mesa.
—Egun on, señores. ¡Vaya chaparrada! —saludó mientras sacaba brillo a la madera—. Aquí tienen las rabitas y ahora mismo les traigo los txikitos.
Consu, pendiente de la conversación desde lejos, ya había dejado sobre la barra tres vasos chatos y anchos de vino tinto. Rosarito se acercó arrastrando sus colgajos en brazos y muslos.
—Maitia, el vino es para el alcalde y sus amigos. Sé más generosa.
La tabernera rellenó los vasos hasta la mitad y los empujó para acercárselos a Rosarito, que se fue canturreando. Aprovechando que su suegra había salido de la cocina, se refugió entre los fogones y se lavó la cara. Inmediatamente, una voz femenina reclamó su presencia.
—¡Consu, querida! ¿Dónde estás? —Basilia Mendieta, la mujer del alcalde, irrumpió en el local haciendo valer su poder de consorte.
Cuanta más vanidad demostraba el cliente, más secretos del pasado quería enterrar. Basilia era un ejemplo claro.
* * *
De padre desconocido y madre sirvienta en una casa noble de Balmaseda, Basilia llegó a Sopuerta con diez años, sola y con las tripas vacías. Su madre tuvo que deshacerse de ella por orden de la señora de la casa, que la veía como una boca más que alimentar.
—Entérese de si alguna familia de los alrededores o alguna parroquia necesita una chica y llévesela —le ordenó—, que entre a servir y que deje de vivir a la sopa boba.
El padre Ramón, mentor de don Eusebio, se la encontró descalza en el pórtico de la iglesia de Mercadillo y se apiadó de ella. Le encomendó limpiar el templo a cambio de un sueldo justo, a su parecer: sobras del cocido, algún mendrugo y un rincón donde guarecerse. Basilia tenía la indicación de no relacionarse con los vecinos. De ser una sombra que no provocase molestias. Si se cruzaba con alguno, agachaba la cabeza, saludaba en voz baja y seguía su camino. Estaba acercándose a la pubertad y el cura no quería que los mozos del pueblo se fijasen en ella.
Siempre que se quedaba a solas, la joven Basilia recorría la iglesia, limpiando y arreglando los centros de flores, recolocando el vestido de la virgen y arreglando la corona de espinas del Cristo. En cuanto un alma accedía al templo, ella cumplía religiosamente el pacto con don Ramón y se ocultaba en el coro alto. Desde allí presenció la eucaristía cada domingo durante su adolescencia.
Basilia nunca intuyó desde las alturas la vida de violencia e indiferencia que le esperaba a ras de suelo. Una mañana de invierno, el padre Ramón la obligó a bajar del coro después de una misa en la que la joven no paró de toser. La chica tenía veinte años, hervía en fiebre y luchaba contra una bronquitis que se agravaba.
Muchos aldeanos, cuando la vieron descender por la escalera, creyeron que era un fantasma. Tenía la piel marmórea y vestía las ropas de las fallecidas que las familias regalaban a la iglesia. Solo el matrimonio Larruskain sonrió y se miró con sorpresa. La chica debía ser la única joven virgen que no había podido mancillar su hijo. Probablemente aún no había descubierto que Ángel era un monstruo.
* * *
La mujer del alcalde, envuelta en su abrigo de pieles, se había sentado a dos mesas de la de su marido. Cruzó el bar haciendo sonar sus tacones de aguja, moviendo al compás sus piernas huesudas enfundadas en medias negras. Había pasado tanta hambre de niña que su cuerpo era incapaz de engordar. El apetito le provocaba ansiedad y, cuando divisó a Consu saliendo de la cocina, insistió a gritos:
—¡Consu, egun on! ¡Hay que despertarse, querida, aunque una no vaya a misa! —le recriminó.
La tabernera se saltaba la eucaristía explicando que una viuda como ella, con cuatro hijos y la suegra a su cargo, no podía jugarse el pan de la familia en el día de más caja. Mentía. Los domingos daba el día libre a los chicos, que solían ayudarla en el bar, se hacía cargo del local ella sola y así tenía excusa para no acercarse a la iglesia. Hacía tiempo que había dejado de creer en Dios. Hacía tiempo que no quería cruzarse con ciertos vecinos en misa.
Consu se acercó deprisa a la mesa de la mujer del alcalde y le tomó nota.
—Un Bitter Kas y una ración de rabitas, Consu —le ordenó—. Mira, ahí llegan las chicas.
Basilia hablaba de sus amigas como si la hubieran acompañado toda la vida. Ellas estaban agradecidas, porque la mujer del alcalde les proporcionaba la posición social que sus familias habían perdido con el paso del tiempo.
Miren Huarte y Angelita Sota se hicieron hueco en el bar a codazos. Los aldeanos, conscientes de quién mandaba en el pueblo, abrieron paso a las señoras mientras comían rabas a dos carrillos y se limpiaban con servilletas satinadas, incapaces de absorber el aceite.
Encontraron a Basilia apurando la ración de rabas, moviendo el alambrado bigote negro mientras degustaba con ansia los calamares. El rebozado se le acumulaba en las comisuras de los labios. Las cejas, pintadas a trazo grueso con lápiz de color caoba, se elevaban y adquirían vida propia con cada bocado.
La mujer del alcalde entrecerraba los ojos mientras el aceite mezclado con el calamar se expandía por el interior de su boca. La única ración de rabas a la que invitaba el alcalde estaba a punto de acabarse.
—Vaya, he intentado esperaros, pero las rabas ya están frías —mintió Basilia—. Si queréis, pedimos otra ración.
Miren rechazó la oferta, tenía el monedero vacío y el tiempo justo para tomarse un mosto. Su marido, Fernando Garayo, llevaba veintitrés años impedido, mudo y con la cabeza perdida. No salía de casa. Ella lo alimentaba con paciencia, a base de sopas de ajo y puré enriquecido con pollo o ternera triturada.
El único respiro que tenía era el aperitivo de los domingos. Veinticinco minutos escasos después de misa, mientras esperaba a que don Eusebio tomara el txikito y subiera con ella para darle la comunión a Fernando.
—Rabitaaaaaas, itas, itaaaaas. —Joxean irrumpió en el bar a gritos.
A Miren se le congeló la sonrisa. Se terminó el vaso de un trago. Ya llegaban los muertos de hambre a arramblar con la caridad de Consu. La tabernera siempre apartaba alguna raba para Joxean y se la cobraba a otro cliente. El mosto corría de su cuenta. Sole entraba con la cabeza gacha, pedía un vaso de agua y masticaba su penuria a palo seco.
Miren no podía soportar la idea de compartir espacio con el chico. En él veía la sonrisa tontorrona de su marido, su mirada cálida, su cuerpo fortachón terminado en unas extremidades largas y torpes. El retrasado era su castigo. El bastardo de su Fernando, fruto de un amor fugaz con la bella Soledad. El secreto mejor guardado de Miren. Su vecino de enfrente.
Basilia, animada y pizpireta, se colgó del brazo de su marido en cuanto salieron del bar camino de su viejo Ford. Había dejado de llover y la clientela que disfrutaba de la terraza aprovechó para arremolinarse en torno al alcalde. Ángel, medio complacido y medio molesto, se impacientaba a cada paso que intentaba dar.
—Alcalde, mi caserío sigue sin luz ni asfaltado —le recordó Susín, ganadero del alto de Las Muñecas—. Habría que pensar cómo solucionamos el asunto.
—Susín, querido —intervino Basilia—. Ya encontraremos un apaño.
Ángel sintió la ira trepándole por la garganta. Escapó en silencio del enjambre de pedigüeños y paletos, y se metió en el coche. Como si fuera una música de fondo, Basilia seguía parloteando. Cotorreaba sobre el placer del aperitivo, el guiso de ternera que había preparado y su cita con la prima Loli, que la esperaba a las cinco para arreglarle un par de blusas.
El alcalde de Sopuerta cruzó el pueblo sin mediar palabra mientras la voz cantarina de su esposa narraba todos los chismes habidos y por haber del barrio de Mercadillo. Subió por la calle Lehendakari Aguirre y saludó con tres toques de claxon a Miren y a don Eusebio, que iba a darle la comunión a su marido. En la rotonda, giró hacia el barrio de La Baluga y, pasada la antigua herrería, giró a la derecha y aparcó frente a su finca.
La casona estaba formada por un bloque sólido, un único cubo de piedra de cantería sobre doscientos metros cuadrados de planta, con tejado a cuatro vertientes y amplio terreno en la trasera para huerta.
Basilia se adelantó al salir del coche y alcanzó el portón antes que su marido. Introdujo la llave, la giró y arrastró hacia dentro la puerta de madera maciza. Pasó al interior y dejó el bolso sobre una mesita. Ángel sacó la llave y deslizó el pasador de metal por dentro. Con la puerta cerrada a cal y canto, empezó el último infierno de la última de los Mendieta.
Su marido estiró el brazo y la enganchó por detrás, cogiéndola del pelo de la nuca. Con un ademán decidido, la descabalgó de los zapatos negros de tacón fino y, en la caída, Basilia se rompió el tobillo derecho. Quedó tumbada a merced de su torturador. Se encogió sobre sí misma en posición fetal y recibió una lluvia de patadas en los riñones y en la parte baja de las costillas.
Ángel pisoteó el cuerpo de su mujer hasta que ella se ahogó en un sollozo lastimero. No golpeó ni una sola parte de carne que pudiera quedar herida a la vista de los vecinos. Evitó las piernas, los brazos y el rostro. Le escupió sobre la cara y la dejó tirada, dolorida, con el pie fracturado y colgando.
—Esto por habladora, por metomentodo y por puta —le espetó.
En ese momento, Basilia notó un dolor asfixiante en el costado derecho, como si un objeto punzante se le hubiera clavado bajo el pulmón. Se sentía mareada, con la cabeza perdida. El salivazo de su marido se deslizaba por su mejilla. Entonces se sintió aliviada. Él solía escupirle en la cara cuando daba por terminada la paliza.
Basilia aún notaba el recuerdo de las rabas en el paladar y el aroma de la ternera con patatas que había dejado preparada en la cocina. Recordó su cita de las cinco con la prima Loli, que ajustaba la ropa a su cuerpo estrecho mientras merendaban pastas y café con un chorrito de anís. Se preguntó si la echaría de menos.
Sonrió justo cuando su marido giraba la cabeza e interceptaba su mirada. Al detectar en su boca una mueca cercana a la felicidad, entró en cólera. Se acercó a la puerta de entrada, cogió una correa de cuero y, mientras abandonaba el caserón, amenazó a su mujer.
—Esto no ha acabado —le advirtió a gritos.
Y, entonces, el terror entró por los tímpanos de Basilia. Comenzó a gimotear. Sabía que Ángel iba a regresar con la villana.
Miren subió la cuesta de Lehendakari Aguirre con don Eusebio, decidida a contarle al cura lo que pasaba en su casa. Alcanzaron el portal, ella miró hacia una de las ventanas del primer piso y comprobó desde la calle que Sole ya había llegado.
Guio al sacerdote a través de los siete escalones de granito y alcanzó la puerta de la izquierda. En cuanto giró la llave y abrió, sin poner un pie en su casa, ya notó el olor. Ese olor. Un aroma a narcisos que había aparecido hacía unas semanas. Impregnaba la entrada del piso y llevaba a la habitación de su marido. Miren siguió el rastro de la fragancia. Dejó a la derecha el saloncito de las visitas y después la cocina, y desembocó en la estancia donde Fernando llevaba más de veinte años retando a la muerte.
—Padre, pase por aquí. ¿Lo nota? —preguntó Miren olisqueando el ambiente.
—¿Notar el qué? ¿Que huele bien? —respondió el cura.
—El aroma a narcisos, padre. No hay narcisos en esta casa —explicó Miren.
—Algún ambientador habrás echado. —Don Eusebio le quitó importancia, le parecía una minucia.
Miren tenía la sensación de que el alma de su marido había quedado atrapada en la casa para atormentarla por lo que hizo. Le miró y volvió a desearle la muerte. No podía contarle a don Eusebio su pecado y no sabía cómo pedirle que expulsara al espíritu que le estaba amargando la existencia.
El cura avanzó hacia la cama donde reposaba Fernando, impoluto, vestido con el pijama azul de algodón y ensartado en sábanas blancas de franela. Cada domingo, antes de misa, Miren le aseaba concienzudamente, le repeinaba con raya al lado y le ponía unas gotitas de Brummel.
Don Eusebio sacó la hostia de una pequeña caja nacarada que guardaba en el bolsillo y la elevó con las dos manos sobre su cabeza.
—El cuerpo de Cristo —proclamó entornando los ojos.
Miren, con la cabeza baja y las manos entrelazadas, susurró «amén». El cura posó la lámina de pan ácimo sobre los labios de Fernando. Como seguía sin dar muestras de movimiento, terminó tomándosela él. Le trazó la señal de la cruz sobre la frente y dio por terminada la comunión.
Ella aprovechó para hablarle de la presencia. Un espíritu, le explicó, que vagaba por su casa impregnando el camino de la puerta de entrada a la habitación de Fernando de un exquisito olor a narcisos.
—¿Qué dices, hija? —respondió incrédulo el cura—. Ya sabes que la santa madre Iglesia prohíbe creer en la existencia de las ánimas.
—Le digo yo que una de ellas me busca, padre, sabe Dios para qué —insistió.
Durante las últimas semanas, Miren había notado que ciertos objetos cambiaban de sitio sin razón. Al principio, lo pasó por alto. Supuso que ella misma los había trasladado de un lugar a otro. Después, fue poniendo pequeñas trampas al espíritu para probar que no estaba loca. Dejó el jarrón con las mimosas sobre la cómoda y lo encontró en la mesilla, colocó el pijama limpio de Fernando a los pies de la cama y horas después lo descubrió bajo la almohada.
Miren invitó al cura a entrar a la cocina y a sentarse. Se puso el delantal y se acercó al puchero de caldo para servirle un tazón. Echó un buen chorro de vino blanco. El cura tomó el cuenco con las dos manos, añadió una generosa ración de picatostes, y devoró la sopa. Don Eusebio tenía tanta hambre como afición al vino, y eso le convertía en un ser manipulable a ojos de Miren.
—¡Al caserííííooooooo, al caserííííoooooo! —A Miren le sobresaltó el griterío de Joxean por la escalera.
Entonces aprovechó la ocasión para explicar al cura que el chaval la incomodaba, especialmente en la parroquia.
—Padre, lo del retrasado hay que arreglarlo —susurró—. Que no me oiga, ya sabe que vive enfrente, pero hay que prohibirle la entrada en la iglesia a él y a su madre.
—Miren, no podemos echar del templo a ningún hijo de Dios. —El sacerdote le hizo una señal para que rellenara el cuenco de sopa.
—Usted verá, padre, llegará el momento en que los feligreses nos hartaremos —advirtió con vehemencia—. Y ya sabe que el sacerdote de La Baluga está deseando unir las dos parroquias y quedarse con todos los devotos y con el cepillo de los domingos.
Poco le faltó a don Eusebio para atragantarse con el caldo. Nunca una mujer le había amenazado de tal manera con dejarle con una mano delante y otra detrás.
—Hija, ¿qué te ha hecho el chaval? —se atrevió a preguntar.
—Existir, padre. Su sola presencia amenaza la mía —respondió ella.
Y ahí entendió el cura que era él quien podía manipular a Miren para quitarse del medio al tonto del pueblo.
* * *
Sole empezó a freír las croquetas cuando se desató la tormenta. Había pasado un buen rato desde que vio entrar en el portal a Miren y a don Eusebio. De hecho, le extrañaba no haber visto salir al cura. No solía tardar tanto en dar la comunión a Fernando. Justo cuando el aceite comenzó a chisporrotear, el cielo plomizo se volvió negro como las fauces de una bestia y descargó los primeros rayos sobre el alto de Las Muñecas. Cinco segundos después, llegó el sonido del trueno. La tormenta aún estaba lejos, pero pronto llegaría al barrio de Mercadillo y tendrían que quedarse en casa.
—Joxean, maitia, hoy no podemos salir.
Al chaval se le cambió la cara. Dejó de garabatear la imagen de un caserón rodeado de flores blancas y amarillas, y se encaró a su madre.
—¡Noooooooo, ama, nooooooo! —Su grito era un lamento—. ¡Necesito coger flo… flo… flores!
—Otro día las cortamos, hijo.
Joxean, el hombretón con mente de niño, lloró con desconsuelo, como si le doliera el alma. Sin pensarlo, se calzó las botas verdes de agua, las de caña alta, y se puso el impermeable azul marino. Abrió la puerta y bajó al portal.
—¡Al caserííííooooooo, al caserííííoooooo! —anunció a gritos.
Abrió la puerta de metal con violencia y quedó a la intemperie, en medio de una lluvia densa. Allí permaneció, con los ojos entrecerrados, el pelo chorreando agua y de espaldas a la ventana desde la que vigilaba su madre.
Miren, alarmada por la escandalera, observaba la estampa desde la cocina.
—¿Ve, padre? Un día tendremos un disgusto con el tonto este.
Le recorrió un escalofrío al ver al retrasado mirando hacia su ventana con una sonrisa macabra. Balanceándose sobre sus talones adelante y atrás. Saludándola.
Sole, en cambio, suspiró aliviada desde su cocina. Joxean había dejado de alborotar. El chaval movía la mano izquierda en un gesto de saludo y ocultaba tras la espalda la mano derecha. Apretaba el puño, amoratado ya, asfixiando los últimos narcisos blancos y amarillos que le quedaban.
Ángel tardó cuarenta y siete minutos en ir y volver del antiguo caserío de su abuelo. Salió de casa dando un portazo, montó en su todoterreno y se sintió a rebosar de cólera. A diferencia de otras palizas, en esta no había descargado toda su rabia. El alcalde arrojó la correa de cuero al asiento del copiloto, desbloqueó con violencia el freno de mano y pisó a fondo. Apretó los dientes y, con las mandíbulas cerradas, empezó a gritar y a echar espumarajos por la boca.
Así avanzó el demonio por el barrio de La Baluga durante doscientos metros. Angelita, amiga íntima de su mujer, le regaló una sonrisa y le saludó con la mano justo antes de abrir la puerta de su casa. Le extrañó que Ángel no le devolviese el gesto, pero no le dio mayor importancia y entró deprisa al portal porque ya era hora de almorzar.
El alcalde se fue calmando, consciente de que los vecinos identificarían su vehículo. Respiró hondo a medida que ascendía por la carretera empinada y serpenteante. Las casas desaparecieron y ganaron terreno los eucaliptos y los pinares. Entre la masa de bosque, un puñado de caseríos se dispersaba al pie de la carretera.
Ángel paró en seco en el número ocho y aparcó el todoterreno junto a la cerca de madera de acacia. Descendió del coche correa en mano y rodeó la propiedad por el lateral hasta llegar a los antiguos establos, hoy vacíos. Allí estaba la villana. Comenzó a ladrar desde que le sintió llegar.
—Argi, preciosa, perrita mía, ¿cómo estás? —saludó antes de abrir la cancela.
Era un hombre alto y corpulento, una masa de músculos y grasa que aún se movía con agilidad a sus cincuenta y tres años. Comenzó a llover y Ángel maldijo al cielo. Había salido de casa con la ropa de la iglesia: pantalón de telilla negra, abrigo del mismo color y zapatos de piel lustrados a cepillo.
En ese momento, como un fogonazo, recordó para qué había ido en busca de la villana. Abrió la puerta enfurecido, conteniendo el empuje del animal, que se encabritaba para darle la bienvenida. Le sorprendió un hedor a orines y estiércol rancio y echó la cara hacia un lado mientras abrazaba a la perra y enganchaba la correa de cuero al collar.
Argi era tranquila y juguetona, una villana de las Encartaciones, una raza autóctona que se usaba para gobernar el ganado. De piel atigrada y unos 35 kilos, adoraba escapar de la finca siguiendo el rastro de los corzos.
Ángel abrió el maletero y torció el gesto. No podía meter allí a la perra. Había olvidado que estaba ocupado, lleno a rebosar de flores. Pensó en apartarlas para hacerle un hueco, pero desterró la idea enseguida. Supuso que Argi se tumbaría sobre ellas y las estropearía, así que decidió subirla al asiento trasero.
La perra se impacientó desde que entró en el todoterreno, no le gustaba salir de la finca y, además, estaba hambrienta. Empezó a lloriquear. Ángel experimentó una extraña mezcla de sentimientos. Impaciencia por llegar a casa y hacérselas pagar a Basilia, y una pasión ciega por poseer a Consu, la viuda del tabernero que hacía años que estaba en deuda con él.
* * *
Basilia, molida a palos y abandonada sobre el suelo helado del caserón, dejó de sentir dolor cuando empezó a pensar en la muerte. Lejos de percibirla como el final de su vida, la veía como un desahogo. Un alivio para su miserable existencia de hambre, golpes y apariencias. Durante los cuarenta y siete minutos que faltó su esposo, rezó para que se la llevara pronto, vestida como estaba de domingo, con los labios pintados de rojo y los zapatos de tacón.
Se le heló el alma cuando oyó llegar a su marido con la villana. Nunca le había gustado el animal, porque la miraba de forma desafiante y, cada vez que se movía o incluso realizaba un gesto suave, ladraba. Ángel giró la llave en la cerradura, abrió la puerta con suavidad y, una vez dentro, cerró de un portazo y soltó a la perra. Basilia entró en pánico, inútil como había quedado tendida en el suelo. Intentó moverse, pero la villana se abalanzó sobre ella: las patas sobre el pecho de Basilia, presionando una de las costillas rotas, y el hocico sobre el rostro, dejando caer la baba sobre la boca temblorosa de la mujer.
El alcalde entró en la cocina y regresó al salón cargando una olla de hierro fundido, de color rojo y tamaño mediano. Retiró la tapa, la dejó sobre el aparador y se acercó a Basilia con una sonrisa burlona.
—¿Qué? ¿A qué paleto vas a arreglar ahora el agua y la luz? —preguntó con fanfarronería—. No me jodas, Basilia, que eres una muerta de hambre.
Sintió cómo su marido derramaba lentamente sobre ella el caldo, las patatas y la tierna carne de babilla, al tiempo que la villana devoraba el alimento sobre su cuerpo. La rozaba con el hocico y con los dientes. Notó cómo se le tensaban los nervios, cómo se electrificaban sus extremidades y cómo su cuerpo iba perdiendo fuerza.
Comenzó a sudar. Sintió un malestar en el estómago que se transformó en náusea y empezó a marearse. Quería gritar, pero la voz se le había quedado atrapada en la garganta.
Ángel se llenó por fin de esa satisfacción que le hacía sentirse poderoso. Acarició el rostro de su mujer con el dorso de la mano, restregándole el anillo de sello que llevaba en el meñique.
—Hoy no morirás —le anunció.
En ese preciso instante, ella sintió un dolor que le estranguló el pecho y le cortó el aliento. Boqueó como un pez para llenarse de aire. Como en otras muchas ocasiones, Basilia intuyó que podría sobrevivir a la paliza, pero no al castigo de su marido. Perdió el sentido y fue meciéndose dulcemente en una plácida inconsciencia sin saber que Ángel la había dejado muda para siempre.
A Angelita se le hizo la boca agua pensando en las babarrunak que preparó la noche anterior y que reposaban sobre la encimera de la cocina de leña. Expectante, chasqueó la lengua contra el paladar de la dentadura postiza mientras levantaba la tapa de la puchera de hierro. Las alubias rojas, frías ya, flotaban a duras penas en un caldo denso y oscuro acompañadas de medio chorizo, media morcilla y una puntita de oreja.
La maestra siempre fue la birrocha del pueblo, la eterna solterona. Demasiado inconformista, demasiado inteligente, demasiado moderna. Los alumnos y sus familias la respetaban e incluso la veían con cierta admiración.
Angelita apartó en una olla pequeña dos cacitos de alubias con chorizo, y dejó el resto en la puchera para aprovecharlo durante la semana. Abrió la portezuela de la cocina de leña, colocó dentro un madero de encina y la cerró de nuevo. Con el gancho de hierro, levantó de la chapa la arandela de menor diámetro y la retiró. Arrojó dentro un papel enrollado y le prendió fuego con una cerilla. En cuanto la llama creció, colocó la olla pequeña sobre la lumbre y en cuestión de minutos las babarrunak empezaron a borbotear. Las retiró del fuego, las vertió con cuidado en un plato hondo de duralex de color ámbar y se sentó a la mesa.
La maestra tomó una cucharada y paladeó la mezcla perfecta de alubias y chorizo. Se sirvió un generoso vaso de vino tinto y bebió un sorbito. Cortó una buena rebanada de pan de hogaza y partió algunos trocitos que después sumergió en la salsa. El primer domingo de cada mes, la maestra se permitía este homenaje.
El timbre del teléfono sobresaltó a Angelita. Se puso en pie de un respingo, se limpió los labios con la servilleta de hilo blanco y se acercó al aparato fijo del pasillo.
—Diga —saludó aclarándose la voz.
—Angelita, querida, arratsalde on. —Era Loli, la prima de Basilia—. Te he arreglado la falda. ¿Te la envío esta tarde con mi prima o te vienes a Zalla y merendamos?
Miró por la ventana y vio los dos coches aparcados en la puerta de la casona de Basilia. Pensó que Ángel acercaría a su mujer a casa de su prima y no quiso molestar a la pareja.
—Que me la traiga tu prima, maitia, que está lloviendo y tengo pocas ganas de salir de casa —se excusó Angelita.
Loli se despidió. Colgó el teléfono y avanzó hacia la habitación de la costura. Desenganchó la falda de su amiga Angelita de la máquina de coser cortando dos hilos. La dobló con cuidado y la introdujo en una bolsa de plástico blanca. Se le iluminó la cara pensando en la merienda con Basilia. Había comprado un cuarto de pastas de mantequilla y una botella de Anís del Mono.
* * *
Sole abrió la puerta de casa a Joxean con una sonrisa llena de dulzura y una toalla de algodón color canela entre las manos. El chico se descalzó sobre el felpudo, antes de entrar en casa con el ramo de narcisos. Sole le puso las zapatillas de casa, le secó el pelo agitando las manos con determinación y, cuando terminó, lo besó.
—¡Amaaaaaaa! —se lamentó Joxean—. Es es… estos son los últimos —anunció levantando los siete narcisos—, ya no tengo más.
—Maitia, no te preocupes —le calmó Sole.
—¡Hay que tra… tra… traer más narcisooooos! —Joxean lloraba sin consuelo—. ¡Si no hay narcisos, vendrá la muerteeeee!
Lo cierto es que la muerte llevaba más de veinte años rondando el barrio de Mercadillo, intentando echar el guante a Fernando. Con treinta y ocho años, los vecinos encontraron su cuerpo inconsciente en la trasera de su edificio, semioculto por la maleza del barranco de Baldebezi. El arquitecto se había arrojado por una de las ventanas de su casa, presa del espanto. En el rostro aún se le dibujaba una mueca siniestra, como si hubiera visto el horror frente a frente.
Miren, beata como era, siempre sostuvo que su esposo quiso quitarse la vida para escapar de algún demonio. Que enloqueció sin motivo y se arrojó por la ventana sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo porque tenía en los brazos al pequeño Joxean, de apenas unos meses. Sole había salido a la tienda de enfrente a comprar unos huesos para el caldo y le había pedido que se encargase del niño.
La señora de Fernando contaba que, como era verano y tenía las ventanas abiertas, pudo escuchar un golpe seco acompañado de un crujido. Ese fue el momento en que una piedra puntiaguda partió bruscamente en dos la columna del exitoso arquitecto y lo dejó paralítico y medio muerto.
Encontraron el cuerpo al apartar una tupida capa de arbustos y helechos. Fernando apareció sobre una cama de narcisos blancos y amarillos, con los ojos medio abiertos y la sonrisa quebrada. En el tiempo que duró la caída, cuando el viento volteó su cuerpo hasta ponerlo en horizontal, Fernando pidió un deseo: volver a ver a su hijo Joxean una vez más. Llevaba más de veinte años esperando a que el destino cumpliera para poder irse en paz.
Ángel se tomó tres minutos para disfrutar de la escena dantesca que tenía delante. Su mujer agonizaba tirada en medio de un charco viscoso de guiso, con un hilo de voz, sin fuerzas. La perra había quedado saciada y se había acostado en el sofá del fondo. Respiró hondo y echó mano del teléfono fijo del aparador. Supuso que su amigo Iñaki, el médico del pueblo, aún no habría empezado a comer.
—Iñaki, arratsalde on —saludó el alcalde.
—Arratsalde on, alkate. —Su amigo siempre se refería a él como «alcalde» en euskera.
—Es Basilia —le anunció con voz grave.