Solo mía - Tessa Radley - E-Book

Solo mía E-Book

Tessa Radley

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Beschreibung

¡Estás vivo! Brand Noble, un marchante de antigüedades a quien se creía muerto, por fin había conseguido volver a Nueva York. Y se encontró a su mujer, Clea, embarazada y… prometida con otro hombre. No había perdido el tiempo en rehacer su vida. Sin embargo, Brandon conseguiría que volviera con él a toda costa. Clea había resistido hasta que finalmente habían declarado muerto a Brand. Él estaba sacando conclusiones precipitadas sobre la situación y su reticencia a creer sus explicaciones le estaba resultando insoportable. No permitiría que la recuperara… o eso se decía. Aunque las abrasadoras caricias de Brand vencieran su resistencia.

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Seitenzahl: 163

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Tessa Radley. Todos los derechos reservados.

SOLO MÍA, N.º 1859 - junio 2012

Título original: Reclaiming His Pregnant Widow

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0174-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

La fotografía lo sellaba.

En el periódico que Brand Noble había comprado en el Aeropuerto International JFK a su regreso a los Estados Unidos había un artículo de la gala de etiqueta de esa noche por la inauguración de la exposición en el museo. Pero era la foto de Clea de pie junto a una estatua de un tigre de piedra la que había hecho que se le parara el corazón. Habían pasado cuatro años desde la última vez que viera a su esposa, y estaba más hermosa que nunca. El cabello negro, los ojos enormes y verdes.

Había esperado demasiado tiempo como para dejar que el hecho de que no tuviera una invitación lo mantuviera alejado de ella.

Y dos horas después, cerraba la puerta del taxi amarillo que lo había llevado a la Milla de los Museos de Manhattan. Se centró en el Museo de Antigüedades que se alzaba ante él.

Clea estaba ahí…

Un guardia uniformado, casi tan ancho como alto, bloqueaba la entrada y el escrutinio al que lo sometió le recordó a Brand que en su premura por ver a Clea aún tenía que ponerse la chaqueta del esmoquin de alquiler que llevaba doblada al brazo.

Hizo una mueca irónica al imaginar lo que el hombre habría pensado de saber que durante casi cuatro años solo había usado un viejo traje de fajina.

La impaciencia y la expectación crecieron aún más, mientras el anhelo de verla, de abrazarla y besarla, lo consumía.

Se dirigió hacia las puertas de cristal mientras se ponía la chaqueta. Se acomodó el cuello y se alisó las solapas de satén con las yemas de dedos encallecidas y con cicatrices. Mientras el guardia de seguridad examinaba las invitaciones del grupo que tenía delante, él se pegó a los últimos integrantes. Para su alivio, el hombre le indicó que pasara con los demás.

Había superado la primera barrera.

Sólo le quedaba encontrar a Clea…

A Brand le habría encantado el tigre.

Como siempre, la visión de la figura de piedra dejó pasmada a Clea. El ruido que la rodeaba se desvaneció mientras estudiaba al poderoso felino. Creado por un tallador sumerio en un pasado muy remoto, el poder contenido de la pieza la alcanzaba en un plano primigenio que no lograba explicar.

Sin ninguna duda a Brand le habría encantado. Eso había sido lo primero que había pensado al avistar al felino de tamaño medio a uno real dieciocho meses atrás… y que debería tenerlo. Convencer a Alan Daley, el conservador jefe del museo, y a la junta de adquisiciones, de que lo compraran había requerido pericia. El gasto de la operación había sido considerable. Pero la estatua había demostrado ser un imán para el público.

Y en su mente se hallaba inexorablemente unida a Brand, cumpliendo el papel de recordatorio diario de su marido.

Su difunto marido.

–¿Clea?

La voz que interrumpió sus pensamientos era más suave que los tonos roncos y aterciopelados de Brand. Era la de Harry…

Su marido estaba muerto. Arrojado sin honores a una fosa común en el caliente y seco desierto de Irak. Años de preguntas interminables, de plegarias desesperadas y destellos diarios de esperanza finalmente se habían acabado nueve meses atrás de forma irrevocable y de la manera menos propicia.

Pero nunca sería olvidado. Clea se había jurado que se aseguraría de ello.

Con decisión desterró el manto de melancolía y le dio la espalda a la estatua para encarar al socio de su padre y amigo más antiguo de ella.

–¿Sí, Harry?

Harry Hall-Lewis apoyó las manos en sus hombros y la miró.

–¿Sí? Es la palabra que llevo mucho tiempo esperando oírte decir.

El tono juguetón hizo que Clea pusiera los ojos en blanco. Cuánto deseaba que se cansara del juego en que había convertido el matrimonio que habían pactado sus padres entre ellos hacía más de dos décadas.

–Ahora no, Harry –como si fuera una cuña, sonó su teléfono móvil. Aliviada, sacó el aparato del bolso y miró el número–. Es papá –como presidente de la junta de administración del museo, Donald Tomlinson le había estado ofreciendo un recorrido privado a posibles patrocinadores.

Después de escuchar a su padre unos momentos, colgó y le dijo a Harry:

–Ha terminado el recorrido y ha conseguido más fondos. Quiere que nos reunamos con él.

–Cambias de tema –las manos de Harry apretaron momentáneamente sus hombros desnudos–. Un día te convenceré de que te cases conmigo. Y ese será el día en que comprendas lo que te has estado perdiendo todos estos años.

Clea retrocedió, necesitada de establecer distancia con él.

–Oh, Harry, esa broma perdió su gracia hace mucho tiempo.

El humor se evaporó de la cara de él.

–¿Tan repulsiva te resulta la idea de casarte conmigo?

La expresión alicaída de él le potenció el sentimiento de culpabilidad. Habían crecido juntos. Sus padres habían sido amigos íntimos; en todas las cuestiones que importaban, Harry era el hermano que jamás había tenido. ¿Por qué era incapaz de comprender que lo necesitaba de esa manera, no como el marido cuyo papel sus padres habían elegido décadas atrás?

Con gentileza, le tocó el brazo.

–Oh, Harry, tú eres mi mejor amigo, te quiero muchísimo…

–Percibo un pero.

Un pero grande, alto, moreno y desgarradoramente ausente.

Brand…

El amor de su vida… e imposible de reemplazar. El dolor había creado un agujero negro en su vida que la había vaciado de todo júbilo. ¡Cuánto lo echaba de menos!

Frenó esa línea de pensamiento que siempre conducía al dolor y al remordimiento y se concentró en Harry.

–No estoy preparada para volver a pensar en el matrimonio –y dudaba de que alguna vez lo estuviera.

–¿No me dirás que aún albergas esperanzas de que Brand siga vivo?

Las palabras de Harry hicieron que se enfrentara al dolor que con tanto cuidado había tratado de esquivar. Sintió un gran cansancio y una añoranza solitaria. De repente deseó estar en casa, sola en el dormitorio que otrora había compartido con Brand. La inundó el dolor familiar de la pérdida.

Retiró los dedos del brazo de Harry y cruzó las manos en torno a su cintura.

–Este no es el momento propicio para esta discusión –manifestó con voz aguda.

Harry le tomó el brazo y musitó:

–Clea, durante los últimos nueve meses, desde que recibiste confirmación de la muerte de Brand, nunca quieres hablar de él.

Se encogió para sus adentros ante el recordatorio de aquel día terrible.

–Sé que hiciste todo lo que estuvo a tu alcance para encontrarlo, Clea, que jamás dejaste de esperar que estuviera vivo. Pero no lo está. Está muerto, y probablemente lleve muerto cuatro años… a pesar de tus esfuerzos por negarlo. Debes aceptarlo.

–Sé que está… –la voz se le quebró– muerto.

El frío la penetró. Vencida, encorvó los hombros y el satén del vestido verde mar, el color de los ojos de Brand, siguió el movimiento. Tembló a pesar de la calidez de la noche estival.

Era la primera vez que reconocía la muerte de su marido en voz alta.

Se había negado a perder la esperanza durante tanto tiempo. Había rezado. En lo más hondo de su corazón, en ese lugar sagrado que únicamente Brand había alcanzado jamás, había mantenido la llama viva. Incluso se había llegado a convencer de que si él hubiera muerto, una parte de su alma se hubiera marchitado. Por lo que durante todos esos meses, esos años, se había negado a extinguir ese último destello de esperanza. Ni siquiera cuando sus padres y sus amigos le decían que se enfrentara a la realidad, que Brand no iba a volver.

Harry habló, interrumpiendo sus pensamientos.

–Bueno, aceptar su muerte es un gran paso adelante.

–Harry…

–Escucha, sé que han sido momentos muy duros para ti. Esos primeros días de silencio –movió la cabeza–. Y luego descubrir que se había ido a Bagdad con otra mujer…

–Puede que me equivocara acerca de que Brand aún siguiera con vida –interrumpió de forma acalorada–, pero no estaba teniendo una aventura con Anita Freeman… y no me importa lo que digan los investigadores –no iba a tolerar que mancillaran su recuerdo de Brand–. No es verdad. Sus mentes están mejor en alguna alcantarilla de Bagdad.

–Pero tu padre…

–No me importa lo que piense mi padre, me niego rotundamente a creerlo. Además, los dos sabemos que a papá nunca le cayó muy bien Brand. Déjalo estar –titubeó–. Brand y Anita eran colegas de trabajo.

–¿Colegas? –repitió lleno de reticencia.

–De acuerdo, salieron unas pocas veces. Pero se había terminado antes de que Brand me conociera –cuánto odiaba el modo en que los rumores manchaban el amor que habían compartido.

–Puede que eso fuera lo que Brand quisiera que creyeras, pero los investigadores encontraron pruebas de que habían vivido juntos más de un año en Londres antes de conocerte… diablos, eso es más tiempo que el que estuvo casado contigo, Clea. ¿Por qué nunca lo mencionó? Tu marido murió en un accidente de coche con esa mujer en el desierto iraquí. ¡Deja de engañarte!

Un rápido vistazo alrededor reveló que no había nadie cerca que pudiera captar la conversación. Acercándose aún más, habló en voz baja:

–No vivían juntos… Brand me lo habría contado. La relación fue breve. solo mantenían contacto debido al trabajo. Brand era un experto en antigüedades, Anita era arqueóloga. Por supuesto que sus caminos se cruzaban.

–Pero nunca lo sabrás con certeza. Porque Brand ni siquiera te contó que se iba a Irak.

Incapaz de contradecir la lógica de Harry, irguió los hombros.

–No pienso conducir una investigación postmortem de esto.

Su marido estaba muerto. Ya era bastante trágico que su arraigada convicción de que había estado en alguna parte sufriendo… tal vez con amnesia… esperando que lo encontraran… hubiera estado equivocada.

Aunque todo el mundo siempre había creído que estaba loca por esperar que todavía siguiera con vida ante las pruebas abrumadoras que indicaban lo contrario. Habían encontrado en el desierto el calcinado vehículo alquilado, y lugareños próximos habían confirmado haber enterrado los restos de un hombre y una mujer en una fosa común.

A pesar de la certeza de los investigadores de que Brand había fallecido en el desierto, Clea había querido pruebas de que realmente había sido él y no otro hombre. Ni siquiera el hecho de que nadie hubiera tenido noticias de él desde su desaparición o de que sus cuentas bancarias permanecieran inmóviles pudo apagar la esperanza que anidaba en ella.

Pero nueve meses atrás, después de años de mantener viva la llama, había recibido la prueba que había temido.

La alianza nupcial de Brand. Robada de uno de los cadáveres por uno de los miembros del equipo que había excavado la fosa común y que luego terminó en un puesto de empeño en el mercado de un pueblo.

Brand jamás se la habría quitado. Nunca. Entonces no le quedó más opción que enfrentarse a la realidad: su marido había muerto en el accidente del desierto. No iba a regresar.

Su amado esposo estaba muerto.

No le había quedado otra cosa que completar las diligencias legales.

El tribunal aceptó lo que su padre, el equipo de detectives privados y los abogados llamaron fríamente «los hechos», y emitió un dictamen confirmando la muerte de Brand al tiempo que autorizaba que se emitiera un certificado de defunción.

El día que lo recibió, el corazón se le había hecho añicos.

Las facciones familiares de Harry se tornaron borrosas por las lágrimas que empañaban su visión. Pero entre las cenizas de la desesperación había encontrado un modo de combatir su soledad…

–Veo que te he alterado –Harry se mostró más desdichado que nunca–. Nunca fue esa mi intención.

–No eres tú –parpadeó con furia. ¿Cómo explicarle que todo la hacía llorar? El médico le había dicho que era normal y que pasaría–. Soy yo.

Harry miró rápidamente alrededor antes de decir con valor:

–Puedes llorar en mi hombro siempre que quieras.

–He agotado el llanto –le dolía la garganta–. Sé, y acepto, que Brand está muerto. Sé que he de continuar. Todo va a ir bien –si se repetía eso a menudo, algún día terminaría por creerlo. Y añadió–: Y tengo algo por lo que vivir.

En el vestíbulo del Museo de Antigüedades, Brand se detuvo y miró alrededor. Lo veía distinto desde la última vez que había estado allí… y al mismo tiempo muy familiar.

Todo se había modernizado, desde el suelo, que en ese momento era de un mármol lustroso, hasta la escalera curva con una tallada balaustrada de bronce y una mullida alfombra.

El lugar se había convertido en un centro sofisticado y acogedor tal como Clea lo había bosquejado una nevada noche de invierno ante la chimenea de su hogar. Brand había escuchado mientras ella le exponía cómo el museo podía convertirse en una de las colecciones más estimulantes de tesoros antiguos de Nueva York.

Avanzó despacio.

Buscó entre los grupos de gente elegante y bien vestida.

¿Dónde estaba su esposa?

Con el corazón martilleándole en el pecho, continuó su avance en dirección hacia la escalera espectacular que conducía a las galerías superiores de la primera planta. Estaba ansioso por volver a ver el modo en que esos increíbles ojos verdes se iluminaban cada vez que lo veían.

Al llegar a lo alto se detuvo. La galería larga estaba atestada. El resplandor de las joyas y el tumulto de colores eran cegadores. Luchó contra una inesperada oleada de claustrofobia cuando la multitud lo envolvió.

Quizá debería haber llamado antes, comunicarle que volvía a casa…

Pero con lo peor del largo y peligroso viaje por las montañas que bordeaban el norte de Irak a su espalda, había querido completar el más seguro trayecto de vuelta a los Estados Unidos. Eso no eliminaba la posibilidad de que lo arrestaran por viajar con un pasaporte falso. Y, más allá de toda razón, en él acechaba el terror ciego de que llamar a Clea sería una señal de mal agüero.

Ya era demasiado tarde para arrepentirse.

Pasó al lado de un trío de mujeres mayores que con ojos hambrientos no dejaban de escudriñar la sala en busca de carne fresca antes de ponerse a cuchichear entre sí. Sus labios empezaron a formar una sonrisa. En el pasado las habría descartado como hienas sociales; pero en ese momento, después de meses de privaciones, cualquier carcajada era un sonido bienvenido.

Se encontró con los ojos muy pintados de una de ellas. Vio la expresión de incredulidad al reconocerlo.

Marcia Mercer. Recordó que solía tener una influyente columna de sociedad. Quizá todavía la tuviera.

–¿Brand… Brand Noble?

Le ofreció un breve gesto de asentimiento antes de avanzar con implacable determinación, sin prestar atención a las cabezas que se volvían ni al creciente sonido de voces que dejaba a su paso.

Y entonces la vio.

Se le resecó la boca. La cacofonía de voces se desvaneció. solo estaba Clea…

Sonreía. Y los ojos le centelleaban.

Un rutilante vestido de noche le ceñía las curvas, los brazos desnudos salvo por un brazalete de oro que brillaba bajo la luz de las opulentas arañas… y en la mano izquierda el anillo nupcial que él había elegido.

Contuvo el aliento.

Al girar la cabeza captó en un vistazo los bucles que escapaban por su espalda. Soltó el aliento en un gemido quebrado. Se la veía tan vital, tan viva y tan asombrosamente hermosa.

La añoranza le causó un dolor en el pecho demasiado complejo de identificar.

Clea alargó la mano y tocó un brazo. Brand lo siguió con la mirada. La visión del hombre de pelo broncíneo al que estaba tocando hizo que entrecerrara los ojos con expresión peligrosa. De modo que Harry Hall-Lewis seguía zumbando alrededor de ella. Cuando Clea alzó el rostro y le dedicó esa sonrisa deslumbrante al hombre, Brand quiso apartarla. Pegarla a él, abrazarla y no soltarla jamás.

«Es mía».

Fue un grito interior básico, primigenio… y muy, muy masculino.

–¿Champán, señor?

La interrupción del camarero quebró su concentración en Clea. Con mano temblorosa tomó una copa y se la bebió para mitigar la sequedad de su garganta.

Luego dejó la copa vacía y respiró hondo.

Había recuperado la vida y no tenía intención de pasar un momento más alejado de la mujer que lo había sacado de la oscuridad con el recuerdo de su sonrisa.

No había tiempo que perder.

Pero cuando volvió a mirar al otro extremo del salón, tanto ella como su acompañante se habían desvanecido.

Después de una conversación seca con su padre cerca de la sala egipcia, Clea se escabulló detrás de una columna alta mientras Harry se aventuraba a abrirse paso entre la multitud en busca de una copa de champán. No se hallaba con ánimos de mezclarse entre los invitados ni de mantener conversaciones triviales.

–Clea.

Esa voz. Giró en redondo con los ojos muy abiertos y sin aire en los pulmones por la conmoción.

No podía ser. La incredulidad la hizo parpadear. Brand estaba muerto.

El hombre que avanzaba hacia ella era alto, moreno y estaba muy vivo.

Un fantasma del pasado.

Era una copia de su marido muerto… el hombre al que oficialmente había declarado fallecido ocho meses atrás.

Era una crueldad. ¿Es que no había dedicado los últimos nueve meses a tratar de reconciliarse con la prueba definitiva de su muerte después de casi cuatro años de terrible y traumática incertidumbre.

De repente no pudo respirar y se sintió espantosamente mal. Su padre jamás la perdonaría si vomitaba encima del suelo de mármol… con cámaras por doquier para inmortalizar el momento.

–¡Clea!

Las manos que se posaron en sus hombros le eran tan íntimamente familiares… pero tan dolorosamente desconocidas. Estaba muerto. Sin embargo, los dedos que la tocaban eran cálidos y fuertes.

No se trataba de ningún fantasma.

Era un ser humano. Un hombre al que conocía muy bien.

–No te desmayes –advirtió con esa voz profunda y algo ronca.

–No lo haré –pero debía reconocer que se sentía débil, mareada… aturdida–. ¡Se supone que estás muerto! –respiró hondo y entonces añadió estúpidamente–. Pero has vuelto.

¡Clea!

Lo embargó un deseo descarnado que no había experimentado en más de mil noches. Acercó a él a la mujer con la que había soñado cada día y aspiró su fragancia, una mezcla embriagadora de miel y jazmín. Cerró los ojos e inhaló. Lo envolvió la calidez de Clea.

Notó los hombros más delgados bajo sus dedos, los huesos más frágiles que lo que recordaba, aunque la piel seguía tan suave como siempre.

–Has perdido peso.

Se puso rígida bajo su contacto.

–Tal vez.

Brand enterró la cara en el costado del cuello de Clea.

–Te he echado tanto de menos –musitó. Sin ella, el hombre que había sido se había visto reemplazado por un vacío. Abrazó esa silueta esbelta y frágil.

–Brand, no puedo oírte –ella se apartó un poco–. Hay mucho ruido aquí… busquemos un lugar más tranquilo –se liberó de su abrazo y extendió una mano–. Ven.

Lo guió entre la multitud de gente que miraba hasta que escaparon por unas puertas dobles abiertas que daban a un pasillo alfombrado. Clea se detuvo ante unos ventanales de cristal. Soltándolo, buscó en el bolso de noche una tarjeta que pasó por la ranura de seguridad. Las puertas se abrieron y Brand la siguió hacia una zona de recepción y un pasillo.

–Mi despacho está por aquí.