¿Sólo negocios? - Cat Schield - E-Book
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¿Sólo negocios? E-Book

Cat Schield

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Beschreibung

Estaba jugando con fuego Emma Montgomery no permitiría que su padre le concertara un matrimonio como parte de un trato de negocios… aunque le negara el acceso a su fondo fiduciario hasta que ella accediera. Desafortunadamente, su supuesto prometido, el inconformista hombre de negocios Nathan Case, un antiguo amor, se lo estaba poniendo difícil. Cada vez que la tocaba estaba a punto de traicionarse a sí misma. Resistirse a Nathan y recuperar su dinero eran los objetivos del juego… ¡pero tratar con ese millonario podría llevarla directamente a sus brazos!

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Catherine Schield. Todos los derechos reservados.

¿SÓLO NEGOCIOS?, N.º 1819 - noviembre 2011

Título original: Meddling with a Millionaire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-060-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Avistando su presa al fin, Nathan Case sorteó a un camarero que llevaba una bandeja llena de copas de champán para acercarse a la fuente de chocolate. A cinco metros de él, Emma Montgomery se movía entre la flor y nata de la sociedad de Dallas, reunida allí para celebrar la Nochevieja. Había estado buscándola desde que llegó a casa de su padre, Silas Montgomery, una hora antes, aunque no sabía qué iba a hacer exactamente cuando la encontrase.

Las opciones iban de besarla a estrangularla.

Pero aún no se había decidido.

Como si pudiera leer sus pensamientos, ella giró la cabeza en ese momento y un mechón de pelo rozó sus labios mientras miraba alrededor. Con delicados dedos, apartó el pelo castaño, dejando al descubierto un ceño fruncido. Parecía una criatura del bosque bajo los faros de un coche, sin saber hacia dónde tirar. Pero enseguida, sus ojos de color chocolate se clavaron en él.

Y rápida como un conejo, Emma desapareció detrás de una enorme planta.

El corazón de Nathan latía a toda velocidad mientras la seguía. Había tenido que jugar al ratón y al gato con otras mujeres en su vida y eso endulzaba la rendición, pero Emma había llevado el juego a otro nivel. Si no la conociera bien, pensaría que estaba intentando deshacerse de él.

Ridículo después de descubrir lo que había descubierto aquel día.

Emma había entrado en la biblioteca, donde un grupo de gente cantaba baladas de Frank Sinatra frente a un piano, y la siguió, contento al dejar atrás a los invitados que se bebían el carísimo alcohol de Silas Montgomery mientras admiraban la mansión que el viejo magnate había construido como un testamento a su dinero y su poder.

La biblioteca, de dos plantas, con sus paredes forradas de madera de cerezo y estanterías llenas de libros del suelo al techo, era más acogedora que el colosal gran salón que había dejado atrás, pero no lo bastante tranquila para Nathan. Quería tener a Emma para él solo esa noche y no tenía intención de dejar que nadie más besara esa increíble boca cuando dieran las doce.

Ella se detuvo de golpe cuando obstaculizó su ruta de escape. Había demasiado ruido como para mantener una conversación, pero Emma no tuvo el menor problema para comunicarle su impaciencia mientras la llevaba hacia el piano, colocándola entre una rubia con un vestido escotado y un hombre bajito y calvo que no dejaba de mirar ese escote.

Nathan miró a la rubia sin mostrar interés. Aunque le gustaba ver a una mujer medio desnuda tanto como a cualquiera, no era fan de los pechos artificiales. Él prefería curvas que se movieran; las de Emma en particular.

Mientras ella cantaba con los demás, Nathan puso las dos manos sobre el piano, atrapándola entre sus brazos. Tuvo que hacer un esfuerzo para no apretarse contra el cuerpo femenino y hasta contuvo un gemido al recordar sus suaves nalgas. El deseo que sentía ahogaba la música casi por completo.

Sin poder evitarlo, inclinó la cabeza hacia su cuello, el delicioso aroma de su perfume envolviéndolo y provocando una amnesia momentánea. ¿Por qué estaba enfadado con ella?

Pero enseguida lo recordó.

En una pausa entre canciones, le susurró al oído:

–Tu padre y yo hemos tenido una charla muy interesante esta tarde.

Emma levantó un hombro, como una especie de barricada.

–Cody mencionó que tenías que hacerle una proposición.

Nathan también tenía una proposición para ella. Una proposición de naturaleza muy diferente a la que había discutido con Silas Montgomery.

–¿Tu hermano te ha dicho de qué hemos hablado?

–No.

–¿Y no sientes curiosidad?

–¿Debería sentirla? Nathan se inclinó un poco más hasta rozar su frente.

–Ha salido tu nombre.

Emma lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera decir una palabra, el pianista empezó a tocar las primeras notas de Come Fly With Me y la conversación se volvió imposible.

¿Qué estaba pasando? Emma no se portaba como una joven emocionada porque estaba a punto de contraer matrimonio, pero Nathan estaba convencido de que ella estaba detrás de las condiciones que su padre había impuesto. Silas Montgomery estaba dispuesto a darle a su preciosa hija todo lo que deseara y Nathan sabía que Emma lo deseaba. Lo había dejado bien claro tres semanas antes, cuando la sacó de la fiesta de Navidad de Grant Castle. Entonces, ¿por qué había salido corriendo?

Al otro lado del piano, una mujer de mediana edad lo miraba con el ceño fruncido, pero Nathan le dijo con los ojos que se metiera en sus asuntos y ella se volvió de inmediato hacia el hombre calvo, que ahora parecía cautivado por el escote de Emma.

Nathan contuvo el aliento, contando hasta diez para no enseñarle los dientes como un perro guardián. Pero luego intentó relajarse con la romántica canción que había hecho que generaciones de mujeres se enamorasen mientras admiraba a la belleza con la que tenía que casarse si quería hacer negocios con su padre.

Nathan y el hermano de Emma, Cody, que eran amigos desde la universidad, llevaban algún tiempo intentando asociarse profesionalmente pero no habían encontrado la forma de hacerlo. Y cuando empezaron a discutir la idea de una joint venture entre la compañía petrolífera Montgomery e Inversiones Case, Nathan no había anticipado que casarse con Emma fuera parte de las negociaciones, pero no podía decir que hubiera sido una sorpresa total que Silas lo convirtiera en un factor principal de la negociación. El proyecto sería a largo plazo y requeriría un gran capital por parte de ambas compañías pero, por lo visto, Silas estaba dispuesto a cimentar los lazos entre Inversiones Case y la compañía petrolífera Montgomery a través del matrimonio.

Y Emma estaba detrás de esa decisión. Debería ser un cumplido que lo deseara tanto como para convencer a su padre de que lo utilizara en las negociaciones. ¿Y por qué no iba Silas a estar de acuerdo? Una vez que se hubieran casado, Emma sería responsabilidad de otra persona.

–Tienes una voz asombrosa –le dijo la rubia que estaba a su lado–. Y conoces la letra.

Nathan notó que Emma se ponía tensa ante el evidente flirteo.

–A mi madre le encantaba Sinatra y solía poner sus discos cuando yo era pequeño. Solía llamarme «su pequeño Frank», pero no por mis dotes musicales, sino más bien porque era bastante gamberro.

La rubia soltó una carcajada.

–Yo diría que sigues siéndolo –murmuró Emma.

Nathan sonrió. Le gustaba su sentido del humor.

Lo tenía todo: guapa, sexy, divertida.

Creyendo que le había sonreído a ella, la rubia giró la parte superior de su cuerpo hacia él, poniendo el escote al alcance de su mano. Y por si eso no fuera suficiente, una larga pierna asomó por la abertura del vestido, acariciando su muslo.

–Me llamo Bridget.

–Nathan –dijo él, estrechando su mano–. ¿De qué conoces a Silas?

Pero no escuchó la respuesta de Bridget porque, al darle la mano, había dejado el campo libre a Emma, que aprovechó la oportunidad para salir corriendo.

En su prisa por escapar, y sin percatarse de la conmoción que estaba causando, Emma empujó al hombre calvo, que la miró con los ojos prácticamente fuera de las órbitas.

Nathan miró a la rubia encogiéndose de hombros y ella hizo un puchero cuando salió de la biblioteca.

Pero Emma no había recorrido más que un par de metros cuando llegó a su lado y le pasó un brazo por la cintura, llevándola hacia el único sitio en el primer piso donde nadie los molestaría: el despacho de Silas.

–La última vez que nos vimos tuve la impresión de que tenías ganas de juerga –le dijo al oído.

Emma lo miró con recelo, como un potrillo asustado ante la llegada de un puma. Aunque hacía bien en tener recelos. Ningún hombre perseguía a una mujer como lo había hecho él a menos que quisiera tenerla en posición horizontal.

–Tal vez, pero eso fue entonces –admitió.

–Y esto es ahora.

Nathan abrió una puerta al final del pasillo y la empujó suavemente hacia el interior. Las luces estaban apagadas, pero había una lamparita encendida sobre un enorme escritorio de caoba. En una casa normal, un mueble de ese tamaño se habría comido toda la habitación, pero aquella mansión había sido construida para impresionar. Sobre las paredes forradas en roble había cuadros de uno de los pintores favoritos de Nathan, un artista de principios del siglo XX que retrataba los paisajes de Texas como nadie. Y frente a la chimenea de mármol, un enorme sofá de piel con sillones a juego. Al contrario que las delicadas antigüedades francesas que decoraban el resto de la casa, aquella habitación de líneas sencillas y masculinas se parecía al magnate del petróleo que vivía allí.

Antes de que Emma pudiese protestar, Nathan la empujó suavemente contra la puerta, las voces y la música de la fiesta convirtiéndose en un murmullo. Solos al fin.

Apoyando una mano sobre su hombro, inclinó la cabeza para mirarla a los ojos.

–¿No quieres saber por qué ha salido tu nombre en la conversación?

–No me interesa.

–Parece que tu padre está buscando un marido para ti.

–Maldita sea –Emma apoyó la cabeza en la puerta–. Lleva intentando casarme desde la universidad.

–¿Por qué?

–Porque cree que soy un problema y quiere pasárselo a otra persona –respondió ella, sin poder disimular su disgusto–. Está convencido de que necesito que alguien cuide de mí.

Ser la mimada hija de un millonario era parte de su encanto y Nathan estaba deseando mimarla más que nadie.

–¿Qué hay de malo en dejar que alguien cuide de ti?

–Es absurdo que piense que no sé cuidar de mí misma –Emma levantó la barbilla, orgullosa–. Y totalmente injusto, además.

Para que la conversación siguiera siendo amable, Nathan decidió no llevarle la contraria. Pero había oído rumores sobre las escapadas de Emma y sabía que había estado a punto de prometerse con un cazafortunas, que la habían condenado a hacer servicios comunitarios cuando la pillaron con el bolso de una amiga que contenía marihuana y que había destrozado un Mercedes cuando volvía a casa de una fiesta en medio de una tormenta de nieve.

Sí, parecía haber sentado la cabeza en los últimos dos años, pero que se hubiera mostrado tan impulsiva con él tres semanas antes hacía que se cuestionase si de verdad había madurado o si, sencillamente, se había vuelto una experta escondiendo sus escapadas a la prensa.

–¿Se lo has dicho a tu padre?

–Sí –Emma suspiró pesadamente–. Pero no sirve de nada. Cuando está convencido de algo no hay manera de hacerlo cambiar de opinión y ahora pretende que esté prometida para el día de San Valentín, quiera yo o no.

Y quisiera Nathan o no.

Él necesitaba esa joint venture con Silas para obtener el control de la empresa familiar. Ni Sebastian ni Max, sus hermanastros, tenían fe en su visión de la compañía y por eso el acuerdo con Montgomery era tan importante. No sólo porque la tecnología de última generación pondría a Inversiones Case en el mapa como una empresa innovadora, sino porque los futuros beneficios asegurarían que él llevase las riendas de la compañía. Sus hermanastros detestarían ese golpe de timón, pero no podrían hacer nada al respecto.

Pero antes tenía que llegar a un acuerdo con Silas.

De repente, y por impulso, Nathan le quitó los pendientes que llevaba.

–¿Qué haces? Devuélveme los pendientes.

La última vez, Emma lo había vuelto loco antes de rendirse. Y después había salido corriendo, dejando atrás su evocador perfume. Pero esa noche, Nathan pensaba quedarse con algo que quisiera reclamar.

–Aún no.

Sus rizos oscuros enmarcaban un rostro ovalado de altos pómulos, nariz pequeña y labios carnosos. Esa noche había controlado los rizos con un moño alto pero, aunque le gustaba admirar su largo y elegante cuello, prefería que lo llevara suelto, despeinado por él a ser posible.

Cuando le quitó las horquillas, el pelo cayó como una cascada sobre sus hombros desnudos.

–Nathan, ¿qué estás haciendo?

–Yo creo que es evidente –respondió él, pasando la yema de los dedos por su cuello –¿No podemos hablar? –Emma puso una mano en su torso.

El calor de esa mano atravesaba la camisa, provocando un incendio en su interior. El deseo que sentía por ella lo turbaba. Ninguna otra mujer lo excitaba tanto como ella ni lo hacía perder el control de ese modo.

–Si te hubieras molestado en llamarme, podríamos haber hablado muchas veces en estas últimas semanas. Pero ahora mismo tengo otras cosas en mente.

–¿Aquí, en el despacho de mi padre? ¿Estás loco?

Nathan experimentó una punzada de deseo al imaginar que la tomaba allí mismo, apoyado en la puerta. Pero no, no volvería a hacerlo.

Había vuelto a verla tres semanas antes después de doce años y se había quedado perplejo. Estaba en la fiesta de Grant Castle charlando con su antiguo compañero de universidad y flirteando con cinco jovencitas preciosas cuando Emma apareció con un vestido de falda muy corta, sus largas y bien torneadas piernas al descubierto.

Cuando sus ojos se encontraron, Nathan se quedó sin respiración. Estaba sencillamente… irresistible. La observó como un tigre vigilando a una gacela y la tenía en su coche antes de una hora.

No la había tocado en absoluto hasta que llegaron a su apartamento, pero una vez allí había buscado sus labios como un hombre hambriento y Emma se había mostrado sorprendida. Había esperado que fuese una experta amante, pero no lo parecía. Actuaba como una mujer que no tuviera costumbre de besar o que no hubiera sido besada como debería.

Y había perdido la cabeza. Nada más podía explicar que, demasiado impaciente como para llevarla al dormitorio, le hubiera hecho el amor en el vestíbulo. Estaba ardiendo de tal forma que lo sorprendía no haber provocado un incendio en la casa.

Pero la próxima vez que hicieran el amor sería sobre un blando colchón, con ella desnuda y entregada.

Emma era una mujer que merecía ser apreciada.

–¿Quieres que te diga lo que voy a hacerte?

Ella contuvo el aliento.

–No.

A pesar de la negativa no se apartó y Nathan capitalizó esa ambivalencia usando las palabras como preludio amoroso:

–Primero, voy a quitarte ese vestido tan sexy –murmuró, pasando los nudillos por la cremallera, que iba desde la axila hasta la cadera.

Emma intentó sujetar su mano, pero él la apartó. Sus intentos de resistirse no parecían del todo serios.

–Luego, empezando por ese sitio en tu hombro que te gusta tanto cuando lo beso, voy a tomarme mi tiempo –Nathan esperaba que aquello funcionase porque lo estaba volviendo loco–. No voy a dejarte ir hasta que ponga mis manos y mi boca en cada centímetro de tu cuerpo.

Luego la empujó suavemente hacia él y se quedó sin aire cuando Emma empezó a mover las caderas.

–¿Llevas ese tanga negro que tanto me gusta?

Le temblaban las manos al recordar cómo sus pezones se habían endurecido cuando los acariciaba. El vestido azul que llevaba esa noche parecía igualmente enamorado de su figura porque la abrazaba, arrobado.

–Vamos a echar un vistazo –murmuró, medio en broma medio en serio. La última vez, parte de la diversión de su breve encuentro había sido ver cómo se ponía colorada cuando le decía esas cosas.

–No –el monosílabo que salió de la garganta de Emma sonaba a medias entre una protesta y un ruego.

Nathan tomó su cara entre las manos.

–Vamos a algún sitio donde no puedan molestarnos –murmuró, besando su mejilla con lánguida y ardiente lentitud.

–No pienso ir a ningún sitio contigo –dijo ella. Pero sus objeciones se convirtieron en un murmullo de placer cuando la apretó contra él.

Lo divertía que quisiera negar la atracción que había entre ellos cuando los dos sabían que era imposible negarla. Y también sabían cómo iba a terminar aquello.

–¿Por qué no? Estamos hechos el uno para el otro –insistió Nathan, apretándola contra su entrepierna–. Mira lo que siento por ti… y sé que tú sientes lo mismo.

Emma lo empujó suavemente.

–Por lo visto, muchas mujeres se sienten atraídas por ti.

¿Era por eso por lo que no había respondido a sus llamadas?

Nathan sonrió, indulgente.

–Pero tú eres la única que me interesa ahora mismo.

Emma se quedó sin respiración. Sus palabras intensificaban el potente deseo que sentía por él. Y la tentación era tan fuerte…

Flirtear con él en la fiesta de Grant tres semanas antes le había parecido una broma sin importancia. Después de todo, Nathan no había tenido el menor problema para rechazarla diez años antes.

A los veinte años, Nathan Case era un chico guapísimo y con un encanto arrogante que la dejaba sin palabras. Emma había sacado todos los trucos de su arsenal de chica de dieciséis años, esperando que se fijase en ella y, para su sorpresa, parecía haber funcionado.

Hasta aquel devastador golpe a su autoestima.

Sintió que le ardían las mejillas al recordar ese día. Con una falda cortísima y unos zapatos de tacón de aguja de su madre, había acorralado a Nathan en la cocina y prácticamente le había suplicado que la besara.

Muy serio, clavando en ella sus ojos grises, él le había dicho que se lavase la cara y fuera a jugar con sus amigas. Y después de haber pisoteado su autoestima, se había dado la vuelta tranquilamente. Al día siguiente se marchó a Las Vegas y no había vuelto a Texas hasta unos meses antes.

Emma se había emocionado al verlo en la fiesta de Grant Castle, creyendo que diez años después tenía las armas necesarias para conquistarlo. Ay, qué poco había aprendido.

–Yo soy a la que deseas ahora mismo.

–No tienes ni idea –murmuró él, besando sus párpados.

Si dejaba que se saliera con la suya, ¿cuánto tardaría en marcharse? ¿Podía estar con Nathan esperando que la dejase plantada en cualquier momento? No. Sería mejor dejar las cosas como estaban. El recuerdo de esa noche, tres semanas antes, tendría que ser suficiente para los dos.

–Vamos a mi hotel –dijo él entonces–. Si puedes aguantar una hora sin gritar mi nombre, no volveré a molestarte nunca más.

¿Una hora?

Al recordar el placer que la esperaba, Emma tuvo que apretar los muslos.

Había ganado y lo sabía. Peor, ella sabía que Nathan lo sabía. Estaba a punto de gritar su nombre allí mismo y sólo porque estaba acariciándola.

–No voy a acostarme contigo otra vez.

–¿Otra vez? La última no te quedaste el tiempo suficiente como para que nos acostásemos. Pero estoy deseando despertar contigo en mis brazos.

Sus manos eran cálidas, prometedoras. Emma levantó la barbilla mientras él la besaba en el cuello. Si supiera cuánto deseaba acabar entre sus brazos esa noche, estaría perdida.

«No lo hagas», le decía la voz de la razón. «Nunca tendrás la oportunidad de casarte por amor si dejas que vuelva a seducirte».

–Te da miedo dejarte llevar –murmuró él–. No lo tengas.

–No tengo miedo.

Había fantaseado con él durante años, pero sus sueños no la habían preparado para la excitante presión de sus músculos o la urgencia de sus besos. Él exigía y ella se rendía felizmente.

Era el «después» lo que la aterrorizaba. El traicionero anhelo de dejar que él dictase dónde iba la relación y cuánto tiempo iba a durar. Descubrir que se convertía en masilla entre sus manos había hecho que no respondiera a sus llamadas.

Los labios de Nathan dejaban un rastro de fuego en su garganta, donde su pulso latía como loco…

–Prometo ir despacio.

–Qué considerado por tu parte –dijo Emma, irónica–. Pero creo que te estás equivocando.

–¿Sobre qué?

–Sobre lo que yo quiero.

–¿Y qué es lo quieres?

Un hombre que la amara para siempre.

–Tres, dos, uno… –escucharon una cacofonía de voces al otro lado de la puerta.

–Feliz Año Nuevo –susurró Emma.

Ése debía de ser el pie para que la besara, pero Nathan no lo hizo. Tenía unos labios tan sensuales, en forma de arco, y una sonrisa un poco torcida…

–Feliz Año Nuevo –dijo él–. ¿Has hecho resoluciones para el nuevo año?

–Sólo una.

–¿Cuál?

Emma sacudió la cabeza, intentando romper la telaraña sensual que Nathan Case parecía crear con su sola presencia.

–He decidido ser más espontánea.

–¿Ah, sí? ¿Y cómo va esa decisión por el momento?

–No muy bien –respondió ella, intentando controlar los nervios–. ¿Y tú? ¿Has hecho alguna resolución para el nuevo año?

–Sólo una –respondió Nathan.

Emma levantó las manos para sujetar un rostro de masculina estructura ósea y bien definida mandíbula. Incluso en la semioscuridad del estudio tenía unos rasgos fabulosos, pensó.

Nathan tiró de su corbata de lazo y la dejó colgando sobre la camisa, llamando la atención sobre su poderoso torso, del que parecía emanar un calor que nublaba su buen juicio. Emma sentía un cosquilleo en los dedos mientras trazaba los músculos bajo la tela. Aquel hombre irradiaba poder y vitalidad y toda esa energía contenida hacía que se le doblaran las rodillas.

–¿Cuál?

Nathan rozó su boca, sus alientos mezclándose.

–Pasar el resto de mi vida haciéndote el amor.

El corazón de Emma golpeó con fuerza sus costillas.

–Ése es un compromiso muy serio, ¿no te parece?

–Al contrario –le dijo Nathan al oído–, estoy deseando convertirte en la señora de Nathan Case.