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Boda en Venecia… Sally Franklin fue a Venecia para encontrarse a sí misma… ¡no para casarse con el enigmático Damiano Ferrone! Sin embargo, ya fuera por la magia de la hermosa ciudad o por la atracción que Damiano ejercía sobre ella, Sally no pudo rechazar su proposición de matrimonio. Damiano necesitaba la madre perfecta para su hijo y para ello estaba dispuesto a un matrimonio de conveniencia. Pero no tardó en ver a Sally bajo una luz muy distinta y descubrió que había conseguido mucho más de lo que soñaba… ¡una esposa de verdad!
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Lucy Gordon
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
¿Solo por conveniencia?, n.º 2569 - junio 2015
Título original: Not Just a Convenient Marriage
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6326-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
–¡Casanova! ¡Qué fascinante!
El joven que había hecho aquel comentario estaba inmerso en la lectura de un libro. Sally, su hermana, que estaba sentada a su lado en el avión, lo miró con curiosidad.
–¿A qué te refieres, Charlie?
–A Casanova, el gran amante. Aquí dice que procedía de Venecia –dijo él, enseñándole la guía de viaje–. Tuvo miles de amantes y se jugaba su fortuna cada noche.
–Ya entiendo por qué te atrae –dijo Sally, apesadumbrada.
A sus dieciocho años, Charlie había acumulado una suma considerable en deudas que confiaba en que su hermana pagara. Pero Sally se había rebelado. Preocupada por la creciente adicción de su hermano y por los personajes que empezaban a merodear por su casa, había decidido sacarlo de Londres. En aquel momento, estaban a punto de llegar a Venecia en lo que era más una huida que unas vacaciones.
–También a ti debería interesarte. ¡Era un seductor!
–¡No digas tonterías! –lo amonestó Sally.
–¡No tienes corazón! –dijo Charlie, adoptando un aire teatral–. ¡Vas a la ciudad más romántica del mundo y ni te inmutas!
–Igual que tú no te inmutas por los problemas que causas con el juego. ¡Y no cambies de tema, hermanito, o...!
–¿O me tirarás por la ventana?
–No, te retiraré la subvención y te obligaré a trabajar.
–¿Ves cómo eres una mujer cruel?
Aunque bromeaban, la situación era compleja. Desde la muerte de sus padres, siete años atrás, Sally se había responsabilizado de Charlie, pero no se sentía orgullosa de los resultados. Charlie no daba señas de madurar.
Como Charlie decía, iban camino de la ciudad más romántica y mágica del mundo, pero en la vida de Sally no había el menor romanticismo. Aunque no era fea, su aspecto era corriente y sin ningún encanto especial. Los hombres no caían rendidos a sus pies, y el único del que ella había creído estar enamorada solo le había causado dolor. Así que no tenía la menor esperanza de que Venecia fuera a cambiarle la vida.
Por el altavoz anunciaron que comenzaba el descenso. Pronto vieron el aeropuerto Marco Polo y las islas que constituían la ciudad de Venecia.
–¡Aquí dice que no hay coches en la ciudad! ¿Quiere decir que tenemos que ir andando? –preguntó Charlie, alarmado.
–No, hay un aparcamiento en el límite de la ciudad al que iremos en taxi –explicó Sally–. Luego seguiremos en barco.
Afortunadamente, había numerosos taxis y pronto avanzaban hacia la ciudad de renombrada belleza. En el aparcamiento, junto al canal, tomaron un barco. Sally dio la dirección de hotel Billioni y pronto avanzaban por el Gran Canal, la hermosa vía que atravesaba el centro de Venecia. Enseguida giraron hacia un estrecho canal y se detuvieron ante unos escalones que accedían al hotel.
Tras registrarse, fueron a sus respectivas habitaciones y Sally abrió la ventana de par en par.
A sus pies quedaba el canal, apacible y misterioso. Caía la tarde y la única luz que iluminaba el agua procedía del reflejo de las ventanas de los edificios.
Lo poco que había visto hasta el momento confirmaba la reputación de la ciudad y justificaba que fuera el destino favorito de las parejas en luna de miel.
Esa reflexión la llevó a pensar en Frank a pesar de que, desde que había roto con él, había conseguido apartarlo de sus pensamientos.
Frank la había atraído, pero aunque sus besos le gustaban, Sally se había resistido a llevar su relación física un paso más adelante por mucho que él hubiera insistido.
«Vamos, Sally», solía decir, irritado, «estamos en el siglo XXI. Besarse no es suficiente».
Frank tenía razón. Podía haberse acostado con él de haberlo querido, pero, por algún motivo, no lo había hecho. Y cuando lo encontró con otra mujer, aunque le había dolido, no le había tomado por sorpresa.
«Me acusaba de ser fría y quizá tenía razón. No sé si alguna vez desearé tanto a un hombre como para perder el control. Lo dudo».
Rio quedamente. «Estoy en la ciudad de Casanova, pero ni siquiera este despertaría mi pasión. Soy demasiado sensata».
Oír a Charlie en la habitación contigua le recordó por qué tenía que mantener la cabeza fría. Había tenido que sacrificarse por él. Incluso aquel viaje era un sacrificio, pues podía significar la pérdida de una magnífica oferta de trabajo. Era contable y hasta entonces le había ido bien trabajando como autónoma; pero de pronto se había presentado la oportunidad de trabajar para una gran empresa. De haberse quedado en casa probablemente habría conseguido el puesto, pero dudaba que esperaran a su regreso para ofrecérselo.
Charlie asomó la cabeza por la puerta.
–Estoy hambriento. Vamos a cenar.
El restaurante del hotel estaba muy animado.
–Esto es solo el principio –dijo Charlie, entusiasmado, mientras estudiaban el menú–. ¡Vamos a pasarlo en grande!
–Puede que tú sí. Yo voy a tener que vigilarte para que no hagas tonterías.
–¡Ya veremos! Estamos en la ciudad de Casanova y vas a tener que dedicarte a ahuyentar a los hombres.
Una risita hizo que alzaran la mirada. La camarera había oído el comentario.
–Es verdad que es la ciudad de Casanova –comentó.
–Por mí puede esperar –dijo Sally–. Ahora lo que quiero es comer
–¡Nunca había visto tanto pescado! –dijo Charlie.
–Tenemos todo el que desee, signorino –dijo la camarera.
–Es una suerte que hable tan bien inglés –dijo Sally.
–A Venecia llega gente de todo el mundo y debemos poder comunicarnos. ¿Qué desean tomar?
–Yo tomaré el bacalao con ajo y perejil –dijo Sally.
–Yo también –dijo Charlie.
–Due baccala mantecata –dijo la camarera. Y se fue.
–¿Seguro que es eso lo que hemos pedido? –bromeó Charlie.
–Supongo que sí.
–Empiezo a pensar que has tenido una gran idea arrastrándome hasta aquí.
–No te he arrastrado. Me preocupaban las llamadas que recibías de gente que no quería decir quién era. Excepto un hombre que se llamaba Wilton. En una ocasión lo mencionaste y no precisamente como alguien agradable.
–¿Estás segura de que esa era la única razón? ¿No querías librarte de Frank?
–Ni me lo menciones.
Charlie la miró divertido.
–Primero desprecias a Casanova y luego a Frank, los hombres deberían ponerse en guardia contigo –dijo, posando una mano sobre el hombre de Sally en un gesto afectuoso.
Durante la cena, planearon el día siguiente.
–Podemos tomar un vaporetto para recorrer el canal y ver los puentes. Luego podemos ir a la plaza de San Marcos.
–Más que una plaza es un rectángulo lleno de tiendas y restaurantes –comentó Charlie, que estudiaba un folleto.
–Suena perfecto.
Finalmente, subieron a sus habitaciones.
–Buenas noches –Charlie besó a Sally en la mejilla–. Que duermas bien.
Sally le devolvió el beso y entró en su habitación. Antes de acostarse se asomó a la ventana. Podía ver un estrecho tramo de acera que conducía a los escalones que bajaban al agua. Oyó una voz de hombre en el interior, que sonaba enfadado.
De pronto se abrió una puerta y el hombre salió. Desde donde Sally estaba, vio que era alto y moreno, de unos treinta y cinco años; parecía guapo a pesar de su gesto adusto. Hablaba en italiano por lo que Sally no le entendió. Hasta que le oyó decir: Lei parla come un idiota, y dedujo que insultaba a alguien. Podía tratarse del portero del hotel.
Tras verlo salir del hotel de un portazo, Sally cerró la ventana y se fue a la cama.
Durante la noche llovió, pero por la mañana brillaba el sol. Charlie y Sally pasaron el día recorriendo la ciudad. Los estrechos y laberínticos corredizos estimularon la imaginación de Charlie.
–Hay tantos recovecos que si siguieras a alguien nunca lo sabría –comentó.
–¡Tienes mentalidad de delincuente! –bromeó Sally, riendo.
–Puede tener sus ventajas –dijo él sin darse por ofendido.
Después de recorrer el Gran Canal en un vaporetto y visitar el Puente Rialto, un taxi acuático los dejó al final de un estrecho canal.
–Desde aquí solo queda una corta distancia a la plaza –dijo el conductor.
Al llegar vieron que uno de los laterales estaba ocupado por la gran catedral, mientras que los otros estaban plagados de tiendas y cafés con mesas en el exterior.
–Sentémonos aquí –dijo Sally.
–¿No hará más calor dentro? –preguntó Charlie.
–No hace frío y prefiero ver pasar a la gente. Pero tú entra, si lo prefieres.
–¿Y parecer un cobarde? –bromeó Charlie–. Ni loco.
Encontraron una mesa y tomaron un café.
–¡Mira qué perro tan bonito! –dijo Sally de pronto.
Miraba a un spaniel que correteaba y saltaba sobre los charcos.
–Con lo que te gustan, no sé cómo no tienes un perro –comentó Charlie.
–Porque tendría que dejarlo solo a menudo y es una crueldad. Tú no llegaste a conocer a Jacko, ¿verdad?
–¿El perro que tuviste antes de que yo naciera?
–Así es. Lo adoraba. Se parecía a ese: era alegre y exigía constante atención. Míralo –dijo Sally haciendo una mueca–. Parece decir: «vamos, mírame» –se volvió hacia el perro, que se había acercado lo bastante para oírla–. Eres una preciosidad.
El perro alzó las orejas y, súbitamente, se lanzó hacia ella, saltó sobre su regazo y le tiró el café encima.
–¡Te ha empapado la chaqueta! –exclamó Charlie.
–¡Vaya! Bueno, no importa. Ha sido culpa mía, por llamarlo.
–Y te ha llenado de marcas de pezuñas.
Súbitamente, un grito agudo atravesó el aire.
–¡Toby! ¡Toby!
Un niño cruzaba la plaza hacia ellos, sacudiendo las manos y gritando. Tras él iba una mujer de mediana edad, evidentemente furiosa.
–¡Toby! –gritó el niño–. Vieni qui!
Al llegar junto al perro, se abrazó a él con tanto ímpetu, que estuvo a punto de tirar a Sally.
La mujer habló entonces al niño en tono de reprimenda, y empujó al perro violentamente.
–No pasa nada –dijo Sally con firmeza–. Ha sido un accidente. No tiene la culpa.
Al oírla hablar en inglés, la mujer cambió de lengua.
–Es un perro incorregible. Nadie lo ha educado y ya es hora de que hagan algo con él.
–¡No es malo! –gritó el niño, abrazando con más fuerza al perro.
–Claro que lo es –dijo la mujer–. Signor, appello a voi.
El hombre al que apelaba se materializó de la nada. Al mirarlo, Sally se preguntó si no era el mismo que había visto la noche anterior.
–¡Papa! –gritó el niño
Así que el hombre de gesto adusto era el padre de aquel pequeño. Sally decidió intervenir.
–Ha sido un malentendido –dijo, confiando en que hablara inglés–. No sé lo que ha visto, pero...
–He visto que el perro se lanzaba sobre usted y le manchaba de arriba abajo –dijo con severidad.
–Ha sido culpa mía. Lo he llamado y él ha venido a saludarme.
Aliviada, vio que el hombre asentía.
–Es muy generosa. Gracias. ¿Le ha hecho daño?
–En absoluto. No tiene la culpa de que haya llovido –Sally acarició la cabeza del perro–. ¿Verdad que no?
El perro ladró como si contestara.
–¿Ve? Está de acuerdo conmigo.
El niño rio. El hombre se relajó y posó la mano sobre los hombros de este. La única persona que seguía contrariada era la mujer. El hombre le dijo algo en italiano y ella, tras dedicarles una mirada airada, se fue.
–Odia a Toby –dijo el niño, pesaroso.
–¿Cómo es posible odiarlo? Es precioso –dijo Sally.
–Ensucia la casa, justo después de que ella haya limpiado –dijo el hombre–. Pietro, creo que debes disculparte.
El niño asintió, tomó aire y miró a Sally mientras mantenía un brazo alrededor de Toby.
–Sentimos lo que ha pasado, signorina.
–No te preocupes. Ha sido un accidente –Sally se inclinó hacia el perro–. Espero que Toby no se haya hecho daño.
Como si quisiera tranquilizarla, Toby le lamió la cara. Ella respondió chocando su nariz contra su hocico y Pietro rio encantado.
–Permítame que les invite a un café –dijo el hombre–. Luego les acompañaré al hotel y, como es lógico, pagaré por la limpieza de la chaqueta.
–Es muy amable.
–¿Dónde se alojan?
–En el hotel Billioni. Tengo la impresión de haberle visto allí anoche. Llamaba idiota a alguien. ¿Es el manager?
–Soy el dueño.
–Ah, es un hotel muy agradable.
–Pero necesita algunas reformas, lo sé –el hombre le tendió la mano–. Me llamo Damiano Ferrone.
–Yo soy Sally Franklin –dijo ella, estrechándole la mano.
–¿Y su acompañante es su marido?
–¡No! Es mi hermano, Charlie.
–¿Están de vacaciones?
–Sí. Hemos decidido explorar mundo. No es habitual elegir enero, pero...
–Venecia está preciosa en cualquier estación, aunque puede que llueva un poco –dijo Damiano, indicando con la mirada las manchas en la chaqueta de Sally.
–Si sirve de excusa para conocer a un perro tan encantador, da lo mismo –dijo ella–. Adoro a los perros.
–Lo he notado. Se ha convertido en la persona favorita de mi hijo.
Rieron y a Sally le llamó la atención la dulzura que adquiría el rostro de Damiano al hablar de su hijo.
–¿A su madre no le gustan los perros?
–No tiene madre. Mi primera mujer murió al darlo a luz, hace nueve años. Tuvo una madrastra, pero nos abandonó.
–¿No suele visitarlo?
–Nunca.
–¿Pietro la echa de menos? ¿Tenían una relación estrecha?
–No, pero es la única madre que ha tenido. Cuando la relación acabó...
Un grito de alegría les hizo volverse hacia Charlie y Pietro, que jugaban con el perro.
–Yo tuve un perro tan alegre y atolondrado como ese –comentó Sally.
–Toby pertenecía a su madre. Es lo único que le queda de ella.
–Por eso lo quiere tanto. ¡Sí, ven aquí! –dijo Sally, alzando la voz. Y Toby corrió de nuevo a su regazo mientras Pietro daba saltos de alegría.
Damiano sonrió afectuosamente a su hijo.
–Creo que Toby intenta decirle algo.
–Parece que le caigo bien –dijo Sally.
–Tanto como para invitarle a cenar. Por favor, acepte.
Pietro la miró expectante y asintió con la cabeza vehementemente.
–Nos encantaría –dijo Sally–. ¿Verdad, Charlie?
–Muy bien.
–Antes pasaré por el hotel a cambiarme –dijo Sally.
–No hace falta –dijo Damiano.
–¡Pero mire cómo estoy! –Sally se inclinó y pegó su cara al hocico de Toby–. ¡Todo por tu culpa!
–Lo siente mucho –dijo Pietro–. Pero tiene que venir ahora, ¿verdad, Toby? –añadió, animando al perro.
Este ladró y todos rieron.
–Está bien, si Toby lo ordena no puedo negarme –dijo Sally.
La cara de Pietro y de Damiano se iluminó, y Sally se dejó llevar por su entusiasmo. Para alguien que acostumbraba a planearlo todo, hacer algo improvisadamente resultaba especialmente novedoso. Damiano le ofreció el brazo y ella lo tomó.
Un taxi los llevó por el Gran Canal.
–¿Vive lejos?
–Puede ver mi casa desde aquí.
Sally se quedó boquiabierta al ver el edifico al que se aproximaban.
–¡Es un palacio!
–Es otro de mis hoteles. Yo vivo en un edificio contiguo.
Aunque era más pequeño, era igualmente espectacular. Una escalera central conducía a los pisos superiores, desde donde unas cristaleras dejaban pasar la luz.
En cuanto entraron, la mujer que estaba en la plaza de San Marcos, se aproximó a ellos.
–Ya conocen a Nora –dijo Damiano–. Ella lleva la casa. Les servirá de guía.
Sally tuvo la impresión de que parecía desconcertada, pero los saludo amablemente y la acompañó a una habitación.
–Puede acomodarse aquí. Esa puerta da a un cuarto de baño.
Se trataba de una habitación amplia con mobiliario antiguo y lujoso. En una pared colgaba el retrato de una mujer elegantemente vestida con un traje del siglo XVIII. Parecía haberse tomado un cuidado especial en acicalarse, y Sally pensó que probablemente se habría esforzado para agradar al hombre que había encargado el retrato.
–¿Quién es? –preguntó.
–La duquesa Araminta Leonese, hace trescientos años –dijo Nora, sonriendo–. Era una mujer excepcional. El duque se casó con ella a pesar de la oposición familiar, que quería que se casara con una aristócrata.
–¿No era una famosa actriz? –preguntó Charlie.
–Así es. Y en aquellos tiempos...
–Debió causar un gran escándalo –comentó Sally.
–Así es –Nora fue a marcharse, pero al oír a Charlie mascullar que estaba sediento, dijo–: Sígame, signore.
Al quedarse sola, Sally se miró en un espejo. Tenía la chaqueta sucia y la ropa que llevaba debajo, aunque limpia, era de lo más convencional, y se preguntó qué efecto produciría en aquel exquisito ambiente. Pero al instante descartó ese pensamiento, diciéndose que no tenía sentido preocuparse por algo que ya era inevitable.
Fue hasta un pequeño balcón y vio un estrecho canal por el que circulaba una góndola. Sonriendo, volvió al interior. Y lo que vio la dejó paralizada
Una figura menuda pero de aspecto imponente la miraba fijamente. Tenía una cabeza monstruosa, con cuernos, y unos ojos grandes y amenazadores. Finalmente habló:
–¡Soy yo, Pietro!
La criatura se quitó la máscara y, efectivamente, apareció la cara de Pietro.
–¡Menos mal! –exclamó Sally, sentándose.
Dada la corta estatura del monstruo, debía haberlo adivinado, pero el susto había sido tal que no había podido pensar.
–¿Te he asustado? –preguntó Pietro. Se acercó a Sally, sonriendo–: Quería enseñarte mi máscara.
–¡Da mucho miedo! –dijo Sally.
–Me la voy a poner para Carnaval. Todo el mundo se disfraza –dijo él, colocándosela de nuevo y mirándola.
–Aaaaaahhh –gritó Sally con una teatral expresión de terror que hizo reír a Pietro.
–¿Qué pasa? –preguntó Damiano desde la puerta–. Pietro, ¿no crees que has asustado bastante a nuestra invitada?
–No se preocupe, soy lo bastante fuerte –dijo Sally.
–Puede que sí, pero no sabe la de travesuras que puede hacer Pietro.
–¿No es eso lo que tienen que hacer los niños? –dijo Sally–. Si siempre fueran buenos serían muy aburridos.
–Si eso es lo que piensa, le aseguro una continua diversión –dijo Damiano mirando a su hijo con sorna. Señaló la puerta y añadió–: Fuera. Y pórtate bien un rato –cuando se quedó a solas con Sally, dijo–: Tengo que hacer una llamada, pero cuando esté lista puede venir al comedor. Ya están poniendo la mesa.
Unos minutos más tarde apareció Charlie.
–¡Qué suerte hemos tenido! –comentó, animado.
–Sí, son encantadores.
–No me refiero a eso. Damiano es rico; podemos pasarlo en grande.
Sally miró a su hermano con desaprobación.
–Charlie, se cuál es tu idea de pasarlo bien –dijo con firmeza–. Haz el favor de portarte bien, si es que sabes.
–Según tú, no –dijo él con fingida inocencia–. ¡Y no esperarás que aprenda ahora, en Venecia!
–¿En qué estaría pensando yo cuando te traje a la ciudad del placer?
–Querías que lo pasara bien y no pienso decepcionarte.
–Eso me temo. Ahora déjame para que me arregle.
–Pero si no tienes ropa para cambiarte.
–No, pero al menos tengo un poco de maquillaje –dijo Sally. Aunque en aquel ambiente era más consciente que nunca de que su aspecto no pasaba de ordinario.
Muchas mujeres envidiaban su delgadez, pero a ella no le gustaba. Y aunque Frank solía decirle que le gustaba así, la mujer que había visto en sus brazos era voluptuosa.
A pesar de retocarse, no pudo quitarse de la cabeza que la duquesa la observaba desde la pared con compasión, como si le dijera: «¿Eso es todo lo que puedes hacer?».
–Sí –dijo Sally, desafiante–. No todas somos una belleza.
Pronto llamaron a la puerta y Pietro apareció con otra máscara, menos aterrorizadora. Tomó la mano de Sally y la condujo al comedor.
La cena consistió en una selección de platos venecianos. Damiano fue un anfitrión atento y considerado, y Sally disfrutó al máximo del momento. No recordaba la última vez que alguien le había tratado tan bien.
Charlie también lo pasaba bien y bombardeaba a Damiano con preguntas sobre qué hacer en Venecia.
–Hay un montón de cosas –dijo Damiano–: Palacios, monumentos...
–Me refería a sitios animados –dijo Charlie.
–Por supuesto está La Fenice –dijo Damiano–. Siempre que he ido lo he pasado bien.
–¿Va mucha gente?
–Unas mil cada noche.
–¡Qué maravilla! ¿Y qué hacen?
–Se sientan en silencio para disfrutar la función –dijo Sally antes de que Charlie siguiera haciendo el ridículo–. Es el teatro de la ópera.
–¿Ópera? –dijo Charlie, horrorizado–. ¡Pero eso es muy serio!
–No siempre –dijo Damiano–. Algunas son cómicas. Puede que consiga entradas para alguna.
–Por mí no te molestes –dijo Charlie precipitadamente.