Solo queda perder la cabeza - Sara de Haro Seglar - E-Book

Solo queda perder la cabeza E-Book

Sara de Haro Seglar

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Beschreibung

Carmen recobra la conciencia en medio de la noche. Tiene un cuchillo en la mano, está cubierta de sangre, pero no recuerda nada. ¿Cometió un crimen? ¿Le tendieron una trampa? Con un tono de terror e incertidumbre entramos en su historia y la de sus hermanas, en la tragedia familiar que las cambió para siempre. ¿Fueron demonios internos o externos los que la llevaron hasta ahí?

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Seitenzahl: 377

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Sara de Haro Seglar

Solo queda perder la cabeza

 

Saga

Solo queda perder la cabeza

 

Copyright © 2020, 2022 Sara De Haro Seglar and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728100899

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

—Violencia.

—Drogas.

—Paranoia.

—Dolor. Pero aquí sigues, aferrada a mí, no me sueltas, no te suelto, aquí sigues, vete, pero no me abandones.

No me considero la persona más inteligente del mundo, más bien soy torpe y distraída, pero una cosa sí sé, soy especial, siempre lo he sido para bien o para mal, tengo una especie de aura que te acaba atrapando.

Con seis años entendí el funcionamiento de la vida, cuando mi madre se tuvo que ocupar ella sola de sus tres hijas, situación que la marcó bastante con respecto a sus nervios y estrés. Si hay que hablar de la madre perfecta, puedo decir con seguridad que fue la mía y lo será siempre, sin duda.

A los siete años comenzó mi dermatofagia —enfermedad que consiste en comerte la piel de manos y pies—.

Años más tarde, me acompañó toda mi adolescencia ese complejo de no valer más que una mierda tanto a nivel intelectual como físico.

Siendo adulta me creé un mundo de fantasía en donde todo acababa como yo quería y me alejaba cada vez más de la realidad, mi realidad era solo ella: MI MADRE.

MUERTE, MIEDO, ABANDONO, DESESPERACIÓN, SOLEDAD, FRÍO, MIEDO, MUERTE, MUERTE Y MUERTE.

—Perder la cabeza...

CALMA, SOPLO DIVINO

Carmen amaneció en el suelo sucio y frío de un edificio abandonado. Sentía frío y dolor por todo su cuerpo. No sabía cómo había llegado allí y mucho menos qué había ocurrido. Miró su mano y observó que sostenía un objeto largo y punzante, un cuchillo de cocina, manchado de sangre. No era suya, eso lo tenía claro. Aún estaba fresca y seguía resbalando por el frío acero. Asustada, lo tiró al suelo, se levantó y comenzó a mirar a todos los lados...

¿Gritaba, pedía ayuda?.., pero si la ven, con sangre en las manos la pueden detener..., y si había cometido un asesinato..., ¿dónde estaba el cuerpo?

Comenzó a llorar. Carmen, una mujer de treinta y cuatro años, marcada por situaciones difíciles a lo largo de su vida, se encuentra ahora en la peor, sin duda.

Pasan los minutos y cada vez está más alterada y asustada. De repente, sabe qué hacer. Saca su móvil del bolso y llama a la única persona en la que puede confiar plenamente y sabe que iría con ella hasta el fin del mundo.

—¡Carmen, ¿qué coño haces? son las seis y media de la mañana y a las siete tengo que estar lista.

—El... El... Elvira..., yo... ay... Dios... Él... ¡¡Joder, creo que acabo de asesinar a alguien!!

—Venga ya, y déjate de rollos que es muy temprano y tengo un cabreo de narices...

—Elvira... por mamá, créeme.

No hicieron falta más palabras para que Elvira acudiera sin pensarlo ni un segundo a por su hermana.

Elvira, hermana mayor de Carmen, su salvavidas, su consejera, su único rayo de luz. De una belleza rompedora, pelo rubio rizado, unos labios carnosos, que harían perder la cabeza a cualquier hombre y su mayor peculiaridad un ojo marrón y otro verde, detalle que a Carmen enamoraba de su hermana.

Elvira, fuerte, decidida y toda una guerrera. Una alta ejecutiva en el mundo de las ventas y editoriales, y siempre la protectora de la familia.

Tardó solo diez minutos en llegar a ese sucio edificio y encontrar a Carmen agachada, sentada en el suelo, agarrándose sus piernas, temblando y llorando desconsoladamente. Lo primero que sintió al verla fue esa sensación materna de querer abrazar a una niña pequeña triste y desolada. Corriendo, se acercó a ella y la abrazó, la consoló con sus brazos, secó sus lágrimas y juró que mientras ella estuviera ahí, jamás le ocurriría nada a su dulce, ingenua y pequeña hermanita.

—Lo primero que tenemos que hacer es deshacernos del cuchillo, es un edificio antiguo, aquí entran muchos yonquis y ladrones y la lían cada noche, si ha ocurrido un asesinato, jamás te relacionarán a ti, pero el cuchillo debe desaparecer. Tú y yo vamos a dar un paseo por el edificio por si vemos algún cuerpo y a pensar qué hacer. Así que, espabila y vamos al lío.

Carmen se quedó más que asombrada con la serenidad y calma de su hermana, ya que de ellas dos, Elvira siempre había sido mucho más cobardica que ella, pero sabía que todo lo hacía para protegerla, ya que ambas darían la vida la una por la otra.

Con miedo y muy despacio recorrieron prácticamente todo el edificio; nada, ni un rastro de sangre, ningún olor, ningún cuerpo. Solo alivio.

Con el cuchillo en el bolso de Carmen, ambas hermanas salieron del edificio. Ya era de día cuando pisaron la calle. Sin titubear, entraron en el coche de Elvira, no se preocuparon por ningún otro vehículo, pues Carmen no sabía ni montar en bici, de hecho, mantenía algunas cicatrices de intentos fallidos en motos y bicicletas... asunto que hacía mucha gracia a Elvi.

Elvira condujo durante media hora sin rumbo alguno, solo escuchaba a Carmen entre sollozos contar lo que había pasado, que no recordaba absolutamente nada.

—Me acosté como siempre a las once, ya sabes que si no me acuesto con Elo, ella no se duerme. En serio, Elvi, es lo último que recuerdo y de repente me levanto aquí, a un kilómetro de casa, con moratones y un cuchillo lleno de sangre que no sabemos de quién es.

—Carmen, mírame, vamos a coger el cuchillo, lo vamos a limpiar con lejía, acudiremos al pantano, y atado a una roca lo vamos a lanzar, vas a venir a casa conmigo, te ducharás y...

—Y Elvira, ¿qué voy a hacer?, ¿y si es verdad que he matado a alguien?, ¿y si lo encuentran...?, ¿o mis huellas..., o...?

—Nada de eso va a pasar, no había nadie, y tú no eres capaz de matar ni a una mosca, ese lugar está lleno de gente agresiva: ladrones, prostitutas, matones..., han podido apuñalar a alguno de ellos, golpearte y ponerte el arma en la mano.

—Pero... ¿cómo he llegado allí?

—Carmen, padeces de nervios y ansiedad patológica, has podido ir hasta allí dormida y haber servido de cebo para algún cabrón que ha visto la oportunidad en ti; ay, mi niña, tú tranquila, que esto se va a quedar en un mal sueño, mi niña, lo que yo más quiero. Esto lo olvidaremos juntas y no pasará absolutamente nada. ¡Por mamá!

POR MAMÁ... LAS PALABRAS MÁGICAS

—Yo también te quiero, Elvi.

Una hora antes de que Carmen despertara desorientada y exhausta, Martín salía cansado y soñoliento. Se había tirado toda la noche en la oficina preparando la reunión de mañana. Apenas tenía dos horas para dormir y tendría que volver a la carga, por lo que optó por no coger el coche, cruzar por la avenida Gil, rodear un edificio abandonado y llegar al motel de la esquina.

No recuerda bien lo que pasó, solo sentía un enorme dolor en la parte posterior del cráneo y cómo la sangre comenzaba a resbalar por sus ojos, sangre negra y caliente. No le dio tiempo de pensar, ni de actuar, mucho menos le dio tiempo para defenderse y cayó de rodillas al suelo; no pensaba, solo percibía el calor de la sangre. Sus grandes ojos verdes parecían ahora enormes bolas de carbón del negro más oscuro, aún seguía vivo cuando sintió que el acero que tenía clavado en su cabeza se desprendía rápidamente y pasaba en un solo segundo a su pecho. Esta segunda puñalada sí la sintió, lo despertó de alguna manera de su shock paranoico y el dolor se extendió por todo su cuerpo. Ahora tenía de frente al asesino, de aspecto tranquilo. No distinguía bien su figura y mucho menos su cara, pero podía oler su calma. Martín notó de nuevo la salida del cuchillo y esta vez, acto seguido, puso la mano en su pecho, como inútil intento de tapar o cerrar la enorme herida.

Es curioso lo que una persona puede experimentar segundos antes de morir; Martín pensó en Sandra, en si algún día le perdonaría por sus múltiples affaires.

Observó durante un minuto escaso cómo su respiración se apagaba, agachó su cabeza, de la cual aún seguía saliendo sangre a borbotones, miró al suelo y con la última exhalación cayó desplomado al suelo.

Se hizo el silencio absoluto, prácticamente sepulcral...

—No puedo creer que seas tan patético, igual de asqueroso por dentro que por fuera... —Carcajadas—. ¿¡Qué coño hago ahora contigo!? —Más carcajadas.

Al ser un edificio abandonado, el ascensor no funcionaba y si te asomabas al conducto, solo había un enorme agujero abajo y una caída, calculó de unos diez metros, escondite ideal para tirar al estúpido y feo de Martín. Y así lo hizo. Cogió el cuerpo por los sabacos, lo levantó un poco y arrastró hasta el ascensor. Para acabar con su obra, detuvo un momento el cuerpo justo en el filo del hueco, se agachó, lo miró a esos ojos ahora vacíos, volvió a sonreír y con un corte seco, casi de un cirujano profesional, extrajo sus testículos. Con ellos en la mano se levantó, se colocó detrás y lo tiró hacia el fondo como si solo fuera una estúpida bolsa de carne.

—No sé si a mi perro le gustarán, son demasiado pequeños y arrugados... —Risa irónica—. En fin, probaremos —dijo, mientras aún sostenía los testículos en sus manos—. No quiero causarle una indigestión a mi precioso perro..., bah..., allá van. —Y los tiró también por el hueco del ascensor.

Afortunadamente, aún quedaban algunos productos de limpieza en algunas habitaciones, cogió el cubo y la fregona y con saña y premeditación limpió toda la sangre. «Calma, mi soplo divino». Esta frase se le venía cada dos por tres a la cabeza, esas palabras le relajaban bastante cuando sentía que podría perder el control. «Calma, mi soplo divino».

Acabó y lanzó todo por el hueco junto a Martín. No pretendía que el cuerpo permaneciera escondido para siempre, sabía que tarde o temprano lo encontrarían. El edificio ya olía de por sí a orina y heces, pero el cuerpo en una semana superaría todos los demás olores, y encontrarían a Martín o lo que quedase de él.

«Calma, mi soplo divino».

Carmen y Elvira llegaron a casa de esta sobre las siete y cuarto de la mañana. Enrique, su marido, y Junior, su hijo de dieciocho años, aún seguían dormidos.

—Van a encontrar algo mío y me van a meter en la cárcel, ya no veré más a mi niña pequeña. Soy una puta loca y ahora una puta asesina, Elvira, ¿qué coño vamos a hacer? Estoy muerta de miedo, me duele el cuerpo, apenas puedo respirar y estos cardenales, ¿cuándo me los hice o quién? Y si he asesinado a un inocente, a un niño... ¡Dios mío, me va a dar algo! Esto no puede estar pasando..., me falta el aire, no puedo, no puedo...

—¡¡Por Dios, para!! No va a pasar nada. No había cuerpo ni sangre ni nada. Puede haber un millón de motivos. ¿Y si alguien te atacó a ti estando sonámbula y te defendiste, y si hubo una pelea de yonquis y te vieron divagando sola y te dieron el cuchillo, y si el cuchillo lo cogiste del suelo sin darte cuenta?, recuerda cuando abrías la nevera de tu casa estando sonámbula y sacabas la comida..., un millón de probabilidades, lo que necesitas es ducharte y tomarte un Tranquimazin. Ve a la ducha.

—Tengo que darme prisa, tengo que estar en casa a las ocho que despierto a Elo para que acuda al colegio. Nadie debe de notar nada raro, intentaré por todas mis fuerzas disimular en todo lo que pueda. Tengo que hacerlo, Elvi, tengo que hacer...

Las lágrimas no la dejaban ya hablar. Ambas se encontraban abrazadas, llorando ambas. Carmen se dirigió a la ducha, y se dio una ducha fugaz; salió con el pelo mojado, no importaba, aún hacía ese calor desesperante de finales de septiembre. Sostuvo la mano de Elvira durante un minuto sin decir nada, abrió la puerta y salió.

Su casa estaba solo a dos pisos por detrás de la de Elvira.

Aún temblando, abrió como pudo la puerta y fue directa a la cocina a preparar el sándwich de jamón cocido que tanto le gustaba a la pequeña Elo, mientras echaba las lonchas a su perrito Hally, un pequinés de unos siete años, que le movía su colita buscando, sin duda, sus cuatro o cinco lonchas mañaneras de cada día.

Es increíble cómo la vida sigue igual, como si nada, absolutamente nada, hubiera ocurrido. Su casa, igual, desordenada por la noche anterior, el cenicero lleno de colillas que Narciso, su prometido, dejaba todas las noches. Los sofás arrugados, llenos de pelos, ya que eran una familia más bien numerosa. Estaba ella, su Elo y Narciso, junto a Hally, Mimi y Mumi, sus dos gatas hermanas, recogidas de la protectora de animales cuando eran bebés y Juanita, su debilidad, su dulce y astuta conejita.

Recogió un poco como pudo la casa, puso una lavadora con su ropa y unas sábanas y se puso el pijama. Narciso no estaba ya en casa, no le sorprendió que no se hubiese percatado de su ausencia, él era así. Las piernas comenzaron de nuevo a fallarle cuando entró en la habitación de Elo. La encontró dormida, extendida en la cama con sus brazos y piernas abiertos. No era bonita, era simplemente perfecta, hecha por los dioses. Su largo cabello rizado color del fuego, sus bellas pecas recorriendo casi de forma ordenada todo su cuerpo. Mirar a esa pequeña le devolvía toda esperanza a Carmen pasara lo que pasara; nunca tuvo herencia económica tras la muerte de su madre, ni falta que le hacía, pues le dejó la más hermosas de las herencias, una verdadera réplica tanto física como emocional de cómo fue ella. Eso la consolaba.

Eloísa, sin duda, no era de este mundo.

Cuando su madre enfermó, Carmen creía que ya nada valía la pena, su madre era todo; si hubiese creído en Dios su madre hubiera sido entera y completamente su religión. Su mundo. Soñaba ser como ella, teñía su cabello, vestía igual que ella. Era su máxima en la vida.

Cuando murió, ella lo hizo con ella, y comenzó a vivir otra realidad, otra vida que, sin duda, no era ni para ella ni para sus hermanas.

¿Quién era Carmen? Al morir su madre, murió su personalidad..., estaba perdida. ¿Cómo era? ¿Qué le apasionaba ahora? ¿Qué es lo que estaba bien y qué no?

Tardó bastante tiempo en conocerse, situación que la asustó porque descubrió que no era como ella, como su diosa.

Por suerte y, como siempre, ahí estuvo Elvira para ayudarla y decirle que cada persona es distinta a otra, y que ella seguía siendo esa niña buena y noble de siempre.

Elvira, siempre Elvi, su salvavidas.

Cantando, como a Elo le gustaba, Carmen comenzó a despertarla llenándola de besos y abrazos, cosa que irritaba bastante a la pequeña.

—Vamos, loquilla, que llegarás tarde al cole.

—¡Qué bien, mamá, hoy es viernes y tengo gimnasia e inglés que me encantan, y después me recogerás y me llevarás a comer al chino y a casa de la abuela Ana a jugar. —A Elo le encantaba hablar y contar su día a día, era una niña alegre, activa y supercariñosa.

De vuelta del colegio, no podía seguir disimulando. Se tiró en la cama a llorar. La pastilla comenzaba a hacer efecto y se quedó dormida. Muchas emociones.

La despertó una llamada a las doce y media; era Elvi desde el trabajo. Cuando miró el teléfono tenía doscientos mensajes, todos de ella. Ahora sí tenía miedo, no de lo ocurrido ayer, sino de la bronca de Elvira.

—¿¡Estás loca o qué cojones te pasa!?, ¿¡qué quieres, que me dé un infarto!?

—Me quedé dormida. Madre mía, me duele todo el cuerpo y la cabeza.

—No ha salido nada en las noticias, nadie sabe nada y hoy a las diez estuvo la policía en el edificio por una revuelta de bandas y asuntos de drogas, y no han encontrado absolutamente nada.

—Pero ¿qué pretendes que haga?, ¿que lo olvide? Jamás podré hacerlo. Sé que esto me va a marcar y ya sabes cómo soy, lo que faltaba ahora es esto para que me explote ya la cabeza con las locuras y obsesiones. Se me meten en la cabeza miles y miles de preguntas y todas con final nefasto. Tengo el corazón fuera del pecho, no puedo respirar bien, me ahogo, no soy una persona fría que pueda sobrellevar esta situación, no puedo, no puedo...

—Lo sé, mi niña, pero solo nos queda ser fuertes y seguir adelante. Tienes por lo que luchar y no hay nada que te relacione a ti con ese lugar. Tú has estado en casa toda la noche y fin de la historia. Y sabes que si caes, caigo contigo.

DÉBORA

De camino al trabajo, Débora sintió una punzada en el pecho, un mal presentimiento, sudores fríos, se paró en seco ahí, en mitad de la calle Tromso. Noruega era preciosa en cualquier estación del año, pero en septiembre se presentaba francamente bella. Todo el campo era verde, rico en bellos árboles robustos, llenos de flores de colores. Pasearas a la hora que pasearas Tromso siempre estaba iluminado con sus bellas cabañas de leña y sus maravillosos ciudadanos. Una ciudad para vivir, sin duda, una ciudad hecha para los amantes del frío y los grandes vasos de café.

Solo llevaba dos años viviendo allí, pero ya conocía todo sobre su nueva y fija ciudad. Sus costumbres, su gente, su aire...

Tampoco le costó aprender el idioma noruego, en menos de un mes ya lo hablaba de maravilla. Si algo caracteriza a Débora, sin duda, era su inteligencia, no hay nada que a ella le pudiera resultar difícil aprender. Carmen, su hermana pequeña, siempre la admiró por su enorme inteligencia, se quedaba asombrada escuchándola hablar del universo, la física, los idiomas..., siempre deseó tener la mitad de potencial que su hermana mediana. No solo la quería, la adoraba.

Débora se sentó en un banquito y se puso a respirar profundamente, ella sabía que algo iba mal. Desde muy pequeña percibía energías externas como voces que la avisaban de un peligro, imágenes en su cabeza de sucesos futuros..., era la mujer más sensitiva del planeta.

Miro su teléfono. No tenía ningún mensaje ni ninguna llamada alarmante, pero intuía que algo ocurría o, sin duda, que ocurriría.

Escribió a Elvira, solo puso: «A mí no me engañas, algo pasa».

Débora, la pija de las hermanas, de largas piernas y ojos verdes mezclados con color miel, iguales a los de su madre, de nariz prominente y labios sensuales; pelo negro lacio, cortado al estilo Cleopatra. Siempre bien vestida y conjuntada, amante de los tacones de doce cm negros y los trajes de chaqueta.

No imaginarías jamás que eran hermanas, el estilo fino y estiloso de Débora contra el hippie y dejado de Carmen; sin embargo, si pasas con ellas solo cinco minutos te percatas de su familiaridad, sus miradas, sus risas, incluso a pesar de la ropa, de su gran parecido físico.

Se dio pequeños golpecitos en la cara y se levantó. Siguió su camino y con el paseo y el frío de la mañana comenzó a relajarse. El colegio de los monstruitos como ella lo llamaba no se iba a dirigir solo.

No había nada en el mundo que frenara a Débora; al año de estar en Noruega como profesora de física y química avanzadas, logró el puesto de directora, cargo que por supuesto sabía que ocuparía.

Al contrario que Carmen y Elvira, ella optó por una vida de soltería. Se sentía más cómoda en casa con sus cuatro gatos. Si salía a bailar y ligaba con alguna chica iban a su casa, pasaban la noche sin dormir, pero al día siguiente las mandaba a su casa con una buena taza de café y un «ya te llamaré» lleno de ternura. No había luchado tanto en su vida para que ahora distracciones externas le perturbasen su ansiada vida.

—A mí no me vais a engañar, sé que está pasando algo, y es algo malo… —se dijo, camino del trabajo.

DOS SEMANAS

Elvira se encontraba en su despacho ultimando las últimas llamadas de la mañana, aunque era una de las ejecutivas, le gustaba hacer las cosas por cuenta propia. La editorial no era solo su trabajo, era su templo y le gustaba involucrarse.

De fondo, en la sala principal, alguien encendió el televisor y pudo escuchar cómo el presentador de noticias comentaba el hallazgo de un cadáver de un hombre de unos treinta y cinco años en el hueco de un ascensor en el edificio abandonado de la calle Gil. El cuerpo presentaba múltiples puñaladas y una mutilación, aproximadamente por el estado de descomposición llevaría allí metido unas dos semanas.

Elvira estaba helada sentada en su sillón escuchando la noticia. Temía más la reacción de Carmen que la noticia del macabro descubrimiento. Siguió atenta escuchando cada palabra, cada detalle...

—Por ahora no hay ningún sospechoso, no se han encontrado huellas ni nada que pueda acercarnos al asesino, tampoco se ha encontrado el arma homicida. Este hecho marcará a esta bella y tranquila ciudad. Quien haya cometido tal acto no tiene ningún tipo de humanidad y esperemos que sea capturado lo antes posible.

No se percató, pero estuvo sentada en su sillón sin moverse dos horas, solo pensando en Carmen, en cómo estaría ahora mismo, en si descubrirían algo más, totalmente absorta en sus pensamientos. Volvió en sí, sujetó el móvil y comenzó a investigar.

Martín Sánchez Vega, casado, desde hace diez años con Sandra Aguilar, trabajador, serio y un gran marido.

Las redes sociales comenzaban a echar humo. Pedían a gritos la cabeza del asesino.

La gente salió a la calle en busca de justicia; era, sin duda, la noticia del año y más en una ciudad tan pequeña. Ceuta, una bella ciudad rodeada de mar y montaña, de una población no superior a los ochenta y cinco mil habitantes. Todo el mundo se enteró al segundo de salir en las noticias y no se hablaba de otra cosa. El asesino lo tenía difícil, ya no solo por la gran expectación pública, sino que para salir de Ceuta solo había dos opciones: o cogías un barco que te llevara a la península o cruzabas la frontera a Marruecos.

Durante las semanas de la desaparición de Martín nadie se percató de su ausencia, pues su propia mujer, ahora sospechosa, comunicó a amigos y familiares que Martín se encontraba de viaje de negocios. Mal momento para mentir, pensaría ella. Pero no estaba preparada para enfrentarse a la verdad. La noche que él desapareció ya llevaba dos días sin dormir en casa. Sandra le había echado tras descubrir su aventura con Jazmín, excompañera del trabajo y amiga de la familia. Cuando al día siguiente no se presentó al trabajo, Sandra supuso que al final hizo lo que tanto amenazaba con hacer, iba a coger el primer barco y se reuniría en Madrid con su amada Jazmín donde ella residía desde hacía dos meses.

Jamás pensaría que en vez de estar entre las piernas de la exótica Jazmín estaría pudriéndose en un ascensor mugriento de un edificio abandonado. No sintió ningún tipo de alivio por su muerte, ella lo amaba, lo amaba con locura, cosa que a su vez odiaba.

Nunca pudieron tener hijos, ella se culpaba y justificaba con eso de las múltiples aventuras de su marido, hasta que ya fue él mismo el que decidió abandonarla.

Ahora se encontraba sin él y sospechosa de asesinato. La burbuja de mentiras que fue creando durante diez años acababa de estallar y de mojarla casi para ahogarla.

Iría a la policía y contaría toda la verdad, lo bueno es que pruebas tenía de sobra y una coartada: esa noche, estuvo en el hospital en su turno de noche, había más de quince testigos que podían corroborarlo.

¿Quién podría haber matado a su marido..., alguna amante despechada, un socio cabreado...?

—¡Elvira, por Dios, ven a casa ya! Carmen se ha vuelto loca. Volvió a hacerse cortes y solo sabe gritar y llorar..., por favor, ven lo antes posible.

—Narciso, cálmate, cojo el coche y llego en diez minutos. ¿Sigue Elo en el colegio?

—Sí, menos mal.

—Estoy saliendo...

Los sudores le caían por frente, ojos y boca. Estaba nerviosa, asustada y angustiada; su hermana, su pequeña niña estaba teniendo una crisis..., ya lo avisaron los médicos cuando la diagnosticaron con ansiedad disociativa.

Corrió hacia el coche casi tropezándose, se subió y se puso en marcha. Llegó a la casa justo en once minutos. Cuando entró por la puerta, la imagen que vio quedaría en su retina para siempre. Carmen estaba tirada en el suelo de la cocina, mirando al abismo, sus ojos marrones, casi negros, se veían ahora casi blancos, color niebla, color muerte.

Con unas tijeras de cocina se hacía cortes, pasaba del brazo a la pierna, de esta al abdomen, y volvía a los brazos. No parecía sentir ningún tipo de dolor, todo era mecánico, robótico.

Narciso se encontraba medio agachado en el pasillo llorando y gritando.

—¿Qué puedo hacer? Si intento forzarla me ataca a mí y comienza a golpearse la cabeza, está ida, totalmente ida, mucho más que la primera vez que le dio su crisis. ¿Qué puedo hacer? Estoy muy asustado, Elvi..., ¿qué le pasa?, ¿por qué actúa así?

Elvira, con una calma imperturbable que ni ella misma sabía de dónde la había sacado, entró en la cocina y se tumbó al lado de Carmen.

—Carmen, ¿recuerdas cuando de pequeñas jugábamos a casarnos con los chavales del barrio...?, era muy divertido. ¿Recuerdas que odiabas que te peinara o maquillara para nuestras bodas?, salías a correr y te ponías de morros.

»¿Recuerdas el día en que estábamos en casa mamá, tú y yo, y oímos unas voces que no sabíamos de dónde procedían y salimos las tres, junto con nuestras mascotas corriendo de la casa y fuimos a casa de nuestra abuela?

»Hay tantas cosas de nuestra infancia que recordar y tantas que olvidar, mi niña, pues hoy es una que hay que olvidar, y lo primero que vas a hacer es darme esas horribles tijeras que tienes en las manos, no te lo estoy pidiendo, te lo ordeno.

Carmen cedió las tijeras a su hermana y poco a poco fue recuperando el color de sus ojos y parecía adquirir un poco de luz en su rostro, sus pecas volvían a aparecer.

—¿Recuerdas también, mi niña, cuando estando de cervezas mandaste a la mierda a ese cerdo que solo decía guarradas que casi le estampas la botella de cerveza en la cabeza? Ahí me salvaste tú..., pues ahora me toca a mí.

Con sus manos, limpio las lágrimas de Carmen y consiguió que ambas se pusieran en pie y fuesen a sentarse en el sillón del salón.

Mientras hablaba y la consolaba, Narciso curaba sus heridas que, por suerte, no fueron lo suficientemente profundas como para ir a un hospital.

Se encontraban los tres sentados en el sofá. Carmen aún no había dicho ninguna palabra, solo miraba hacia el infinito. ¿Qué estaría viendo en este momento, qué pensaría, dónde estaba su mente...?

Narciso la atrajo hacia él y la abrazó con fuerza, no sabía qué más hacer, qué decir, la agarraba con amor y la besaba.

Pasó una hora. Ninguno de los tres se habían movido, no hablaron, era como si Carmen se los hubiese llevado a ese mundo donde se encontraba en este momento, en su abismo, en su infierno particular.

Un sonido fuerte y agudo despertó a los tres de ese malvado trance, una llamada de teléfono, el móvil de Narciso, una llamada procedente del colegio. De un salto, salió a correr hacia la puerta y se fue.

—Elvira, lo han encontrado y ahora me buscarán a mí y acabaré en la cárcel sin ver a mi niña, sin verte a ti...

—No tienen nada, nada de nada, y menos contra ti, jamás te relacionarán con eso, además, tú no has sido, mi niña, el cuchillo llegó a ti no sabemos cómo ni por qué, pero eso es lo de menos, porque acabarán encontrando al culpable y esto se quedará en una mala pesadilla, te lo juro por mamá y sabes que yo nunca fallo, nunca, confía en mi palabra. Da dos días más de margen y te aseguro que el lunes ya tienen al asesino y tú descansarás tranquila, mi ángel. Aguanta dos días, solo dos días más. Te lo prometo.

—Lo intentaré, pero esto me está matando, me quema el cuerpo por dentro, vomito todos los días, tengo pesadillas, apenas puedo dormir. Siento cuando estoy dormida como si mi cuerpo no fuera mío, no acata órdenes y noto que quiere desaparecer.

Elvira observaba a su hermana y lloraba, sonreía y la abrazaba, era su pequeña, era suya.

—Sí, dime Narciso..., oh, sí, mucho mejor que vaya casa de tu madre y pase el finde allí, diles que Carmen está constipada y con mucha fiebre. Tranquila, Elo va a estar en casa de Ana y tú podrás descansar y recuperarte. No le cuentes nada a Narciso, que lo preocuparás, y puede ponerte más nerviosa aún, tú hazme caso a mí, dile que has visto a papá paseando a su novia de cuarenta años, mostrándola por la calle como si llevara a una princesa. Y tú has entrado en cólera. Hazme caso, hazlo por mí.

—Por ti, bajo la luna. Gracias por estar siempre ahí, a mi lado, sin ti yo no podría seguir, no podría luchar más, tú eres mi razón de ser, hermanita, por la que aún sigo aquí. Tú tiras de mí, y me traes de nuevo al mundo.

—Sabes que haría lo que fuera por ti, lo que fuera, cueste lo que cueste y estaré ahí siempre, en lo bueno y en lo malo, ahora tienes que descansar, tómate tus pastillas, túmbate aquí en el sofá, pon la tele y duerme, olvídate de todo durante unas horas.

Lunes, once de la mañana. Noticia que ocupa todas las pantallas, radios y redes sociales.

Sandra Aguilar, asesina. Sandra Aguilar mató a su marido en un ataque de celos. Sandra Aguilar usó su coartada del hospital, pero estuvo ausente durante una hora, tiempo máximo para cometer el crimen. Encuentran pruebas incriminatorias en el coche de Sandra Aguilar.

Doce y media de la mañana, Sandra Aguilar se encuentra ahora mismo en disposición policial, no saldrá de la cárcel hasta que se celebre el juicio. Todo apunta a un crimen pasional. El coche lleno de pruebas —chaqueta manchada de sangre de la víctima, un punzón y un cuchillo—.

—¿Cómo va a ser un cuchillo? ¡Eso es imposible! Nosotras lo tiramos, Elvi. ¿Cómo va a estar el cuchillo ahí?

—¿Y si tiramos otro, y si no era sangre y tú creías que sí, y si era de algún yonqui como te dije? Carmen, hay culpable y no, no eres tú. Se acabó, mi niña, se acabó, esa zorra se pudrirá en la cárcel y tú y yo ya podremos descansar. ¡Se acabó! —dijo Elvira mientras aplaudía y sonreía —. Luego voy a verte con cuatro botellines de cervezas, a las ocho estoy en tu casa. Cuando salgas de tus clases de yoga, mételes caña hoy a tus alumnas y echa toda la ansiedad fuera, ya se acabó.

CARMEN

No sabía ni dónde mirar. Ese miedo era nuevo para ella, apenas quería respirar por si el payaso, a través del televisor, pudiera oírla. Con tan solo ocho años, descubrió el poder del miedo, la angustia que la paralizaba, pero que a su vez le abrió un mundo nuevo. Un mundo que luego traería consecuencias.

Aquel estúpido payaso hizo que tuviera pesadillas hasta los catorce años, pero también la llevó a uno de sus mayores hobbies, todo lo relacionado con el terror le apasionaba, supongo que era otra forma más de escapar de esa realidad que solo siendo una niña ya la marcaba día y noche.

Si pasaba semanas, meses o incluso años sin saber nada de su padre, no importaba, ya se convirtió en rutina y ella llenaba esa ausencia viendo películas de terror e imaginando millones de mundos paralelos donde ella era siempre la protagonista, luchaba contra el mal de forma muy específica, con sangre y vísceras, y enamoraba al chico más guapo y tierno. Podía pasarse horas y horas jugando sola, no necesitaba a nadie, de hecho, si algún niño se le acercaba y la incomodaba, pues ya la sacaba de su maravillosa película.

Pasó rápido a ser la niña rarita del barrio, la masculina que solo jugaba con niños, la que siempre quería estar sola..., poco le importaba, si algo caracterizaba a Carmen era su rareza y ella la adoraba.

Cuando empezó el instituto tampoco cambió mucho la situación. Seguía siendo la rarita, más de una vez se burlaban de ella por su soledad y por su forma hippie y desinteresada de vestir; en esa época, llena de cambios y hormonas, las críticas sí empezaron a marcarla.

Comenzó a encerrarse más aún en sí misma, lloraba por las noches y se veía fea, muy fea; ya las películas de terror que se montaba en su cabeza cuando era pequeña, pasaron a ser perturbadoras en las que ella acababa siempre sola y destrozada.

Al cumplir los quince años, su madre, su adorada madre, no aguantaba más la situación e introdujo amigos a la vida de su hija acomplejada y triste.

Mami Meri, debido a la pésima situación económica, cuando sus hijas eran pequeñas, se armó de valor y entre ella y su padre Eloy, montaron una tiendecita de gominolas modesta, pero llena de cariño.

Su establecimiento estaba justo al lado de un colegio e instituto, y no tardó nada en entablar amistad con profesores, alumnos, etc.

Le llamó la atención un grupo de adolescentes calladitos y del estilo de Carmen, así que, sin dudarlo, los invitó a casa.

Enseguida, Carmen cayó rendida a los encantos de esos cuatro chicos encantadores, dos chicas y dos chicos, aunque de institutos distintos; todas las tardes, después de estudiar, quedaban en casa de mamá Meri.

Este acto devolvió la ilusión a Carmen, la llenó de autoestima, se sentía la líder del grupo, cosa que adoraba. Comenzó a olvidarse de sus míticas películas mentales, se preocupaba más de salir, pasarlo bien, bailar, cantar, pasear... volvía a ser una adolescente normal.

Esa seguridad en sí misma, comenzó a enamorar a muchos chicos de su alrededor, ella lo sabía y disfrutaba con ello.

Carmen que, a pesar de ser la menos llamativa de las hermanas, seguía poseyendo una belleza fuerte pero infantil. De ojos rasgados color marrón oscuro, nariz respingona y una boca casi perfecta en forma de corazón. No perdía ese toque de niñez, pues tenía todo su cuerpo lleno de pecas, su piel blanca como la luna llena, y una hermosa mata de pelo color ceniza. Sin duda, era bella, aunque ella nunca lo aceptó.

A los dieciséis años conoció a Narciso, quedó prendada al instante de verlo, todo en él le gustó: su forma de hablar, de vestir, su mirada, su simpatía y, sobre todo, su desparpajo, él era extrovertido, hablador, divertido y risueño. Todo eso junto a su físico de adolescente salido de una serie americana, enamoró a Carmen.

No tardaron en hacerse novios, otra cosa que ella valoraba mucho en él, era su respeto y delicadeza. Carmen siempre tuvo claro que el sexo no era algo que había que tomarse a la ligera y Narciso lo aceptó, de hecho, le gustaba esa pureza en ella.

Como dos niños jugando a ser mayores tenían sus peleas y discusiones, lo dejaban, volvían y así durante años y años.

Carmen maduró, pero Narciso necesitó mucho tiempo más, de hecho, hoy en día, ella sigue viendo en sus actitudes a ese niño de maleta blanca y negra del que se enamoró.

Narciso estaba enamorado de Carmen, la quería y ella estaba convencida de que siempre la amaría y con fuerza; sin embargo, sabía que jamás lograría hacerla feliz por completo. Narciso era complicado y bastante obsesivo, eso lo podía aceptar, pero a veces discutían y él era experto en empequeñecerla, y eso es lo peor que le podía hacer, incluso peor que engañarla, porque a Carmen desde su infancia le perseguía esa maldita sombra negra de invalidez como mujer, madre o hija.

Ella le perdonaba, porque sin duda estaba enamorada de él y sabía que era buen padre y buena persona. Que tenía buen corazón y que, a pesar de sus discusiones, él daría la vida por ella y su hija.

No cambiaría a Narciso por ningún otro, él era el hombre de su vida, su único amor. Pero Narciso jamás conocería a Carmen al cien por cien, ella lo asumía..., él también.

Cuando cumplió veintitrés años le dieron la noticia más horrible de su vida, momento donde comenzó su declive. Mamá Meri, su diosa..., tenía cáncer. No se puede describir lo que siente tu cuerpo y mente al oír semejante noticia, aunque suena a cliché, una nunca piensa que le va a pasar a un ser querido. En ese momento no importaba el dinero, el trabajo, los estudios..., las tres hermanas se unieron como una sola, cosa que sirvió para que se conocieran un poco más, y junto a mamá Meri, estuvieron dos años combatiéndolo. Noches interminables de hospital, días agonizantes de pruebas, tardes frías de sesiones de quimioterapia, días decadentes de recuperación, miedo, espera, respuestas, preguntas...

Tony, su padre, a raíz de la enfermedad de Meri, volvió a casa; para Carmen resultó en principio extraño, pues no estaba acostumbrada a ver a su padre por ahí y mucho menos tan involucrado.

Tony estuvo ahí durante esos dos años, ayudando en todo lo que pudo, junto a Meri en cada momento, volvieron a ser una familia, aunque de poco les servía.

Meri, hipocondríaca como la que más, también se mantuvo fuerte y luchadora, aguantó todas las subidas y bajadas, físicas y emocionales. Guerrera, pero cansada, sonriente, pero delgada, risueña, pero triste..., su Meri se apagaba, y lo veían cada día, en su mirada, en su voz, en su cuerpo... Meri se apagaba.

En abril de dos mil diez, los médicos les dijeron que le quedaba de entre seis meses a un año de vida. Meri se moría.

Las hermanas y Tony decidieron no darle la noticia, y estar con ella hasta que llegara el momento, acordaron que con lo poco que le quedaba no iba a vivir amargada y asustada, no, ella no, ella no se merecía ese final.

Fingieron, fueron los mejores. Si ella preguntaba, todos con una sonrisa enorme decían que estaba curada, que se acabó, que viviría mucho y feliz con su familia, que para ella era lo más importante.

Todos buscaban maneras de complacerla, de que estuviera lo más cómoda posible y distraída.

Carmen le escribía cada día una carta recordándole lo sana, fuerte y hermosa que estaba, recalcando en cada línea que como ella nunca jamás habría otra.

Débora daba grandes paseos en coche con ella y hablaban constantemente de libros, autores, música...

Elvira le trasmitía esa fuerza y seguridad; con ella, Meri se sentía protegida, invencible...

Y Tony, lo mejor que sabía hacer: le hacía reír a cada segundo, era experto en hacerla sonreír a carcajadas, mientras ella reía no existía nada más, no existía la enfermedad, no existía el cáncer, no existía la muerte.

—Carmen, mi chatita... —así la llamaba—, siempre quise tener una cuarta hija y ¿sabes?, me hubiese encantado llamarle Elo, suena a caramelo. Ya que no puedo tener más, al menos que la tuya se llame así.

—Así será, mamá.

Al mes de darles la noticia, Carmen se quedó embarazada en un intento más de conseguir que mami Meri estuviera lo más feliz posible.

Mery solo pudo saber que iba a tener una nieta, que sería una niña y que se llamaría Elo, como ella quería. Meri solo pudo sentir las primeras pataditas de Elo.

A los seis meses de embarazo, Meri se echó en su cama, cansada y dijo a sus hijas que tenía sueño.

Sus tres niñas se quedaron a su lado mientras se quedaba dormidita. Mery, a pesar de su deterioro físico, la observaba y era un ángel caído del cielo, una princesa de cuento, brillaba, desprendía su luz propia..., su cabello rojo caía sobre sus hombros, su cara más pecosa aún que la de Carmen comenzaba a relajarse y respiraba tranquila, estaba soñando, soltando su magia, el dormitorio se llenó de su luz.

No despertó. Mery murió.

Se produjo el caos, Carmen gritaba y pataleaba, mientras Narciso la echaba de la habitación. Elvira desmentía con la cabeza y golpeaba con fuerza todo lo que se le cruzaba. Enrique la abrazaba con fuerza.

Débora cayó al suelo, tapó su cara y lloró de tal forma que las lágrimas la ahogaban, no podía respirar.

El caos.

Tony llamaba a Mery y lloraba.

Carmen no recordaba qué pasó después, estuvo cerca de dos horas en shock, sujetando un vestido de Mery con el cual durmió durante dos semanas.

El infierno.

Ni el mismo diablo podría describir el dolor que sintieron esas tres hermanas.

Mery se había ido, y con ella se fue la ilusión, los sueños, las alegrías, la esperanza. En esa casa murió una persona, pero marcharon cuatro almas.

Los meses pasaron como diapositivas, todo era mecánico, no era real, se dejaban llevar.

Carmen tuvo problemas en el parto; antes de los ocho meses nació su pequeña Elo. Si algo tenía que agradecer toda su vida a su pequeña es que, si no hubiese estado embarazada, Carmen, el mismo día que partió Mery se hubiese ido con ella.

No vives, sobrevives.

SANGRE

Esta vez no podía actuar de forma tan impulsiva. Aún seguía sin creer quién era esa persona que velaba por su vida, que fue capaz de entrar en casa de la pobre y tonta viuda y poner ahí las pruebas del asesinato.

«Calma, mi soplo divino». Tendría un ángel de la guarda que le brindaba dicha protección, a fin de cuentas, estaba haciendo un bien para la humanidad, simplemente estaba limpiando de carroña infiel y embustera este bello mundo.

No, esta vez haría las cosas mucho mejor. «Esta vez será más íntimo, nos conoceremos un poco, entablaremos una pura amistad», pensaba, mientras sonreía de forma irónica.

Hay que buscar a la víctima perfecta, un fracasado al que nadie vaya a echar en falta durante un tiempo, un imbécil acabado que ni su propia madre quiera verlo, un baboso de los que te provocan arcadas... sí, esta vez lo haré con calma.

Resulta tan fácil que hasta me aburre.

Se acercó a su portátil y solo tuvo que teclear sexo con desconocidos. Ceuta...

—¡Vaya, sí que eres directo!

—Para eso están estas páginas, ¿no?

—Entonces, ¿mañana ya podríamos quedar? Tengo muchas ganas...

—Por supuesto.

—¿Y no te importa que no nos hayamos visto en persona?, a lo mejor no te gusto y no quieres nada conmigo.

—Aún no has entendido el concepto «sexo con desconocidos», es lo que más morbo me da. Si supieras las cosas que he hecho, ni me lo preguntarías.

«Si supieras tú», pensó y comenzó a sonreír.

—¿De qué te ríes? Si esto es una broma, lo dejamos aquí, yo quiero follar, ¿y tú?

—Sí, sí, por supuesto, solo que es mi primera vez y aún no sé bien cómo va todo este rollo. Perfecto, mañana por la tarde te vuelvo a escribir y ultimamos dónde vernos. Como es mi primera vez prefiero que sea en tu casa. ¿Hay algún inconveniente?

—En absoluto.

—¿Vives solo?

—Sí, la zorra de mi exmujer me pilló y me tiene cogido por los huevos. Estoy viviendo en un apartamento de mierda mientras ella y los mierdecillas de mis hijos están en nuestra casa del centro.

—¿Te pilló?, no lo entiendo.

—La puta de mi hermana le chivó que yo estaba en el bar del campo..., ya sabes..., y se presentó allí a las cuatro de la mañana con nuestros dos hijos de nueve y once años, dejó a los niños abajo en el vestíbulo, subió a las habitaciones y me pilló a mí, a mi mejor amigo y a una puta pasándolo muy, pero que muy bien...

—Vaya, ¡qué faena!

—Pero, bueno, no perdamos tiempo hablando de esa zorra, estaré encantado de recibirte en mi casa. Tengo cocaína de la buena y verás lo bien que lo vamos a pasar.

—Ya tengo ganas. Mañana nos vemos. Buenas noches, Empotrador69.