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Huyendo de los impactantes avances de un señor lascivo, la inocente y bella Isla Kenway, buscó la seguridad en el apuesto Marqués de Longridge . Sin dinero y sola en el mundo , quiso el acaso que la encantadora Isla, se cruzará con el noble Marqués que habría de salvar su vida y su alma, a la vez que cautivado por su belleza, se encontrará atrapado, por el misterio del amor asombroso, que el Destino les concedió inadvertidamente. ¿Cómo podría la hija huérfana de un artista de music-hall de Londres, ser una dama de la alta sociedad Inglesa, que avergonzará las bellezas más aristocráticas de la ciudad londinense? Será que ese amor será suficiente para conquistar para siempre, el corazón del noble Marqués?
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Seitenzahl: 198
Veröffentlichungsjahr: 2014
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ISLA oyó que llamaban a la puerta.
Dejó con rapidez la olla en que estaba preparando la comida y se dirigió corriendo al vestíbulo. Sabía, por la forma en que habían llamado, que era su padre. Abrió la puerta y entró él. Con el sombrero de copa ligeramente ladeado, se le veía muy elegante, sin embargo, Isla adivinó que había estado bebiendo y esto hizo que se le contrajera el corazón.
−¡Has vuelto, papá!− exclamó−. Temía que llegaras tarde.
−No es ninguna sorpresa que yo esté aquí− contestó él con voz aguda.
Dejó el sombrero de copa sobre una silla y se dirigió a la sala. La casa era pequeña y hacía que Keegan Kenway pareciera más alto y fornido de lo que era en realidad.
De cualquier modo, era un hombre tan apuesto, que el gentío que esperaba en la puerta de artistas vitoreaba cuando él aparecía y sus admiradores siempre acudían a los teatros donde actuaba. Tampoco era tan joven como parecía, aunque solo Isla sabía cuánto se había deteriorado desde la muerte de su madre, ocurrida poco más de un año antes. Cuando ella vivía, casi nunca se excedía en la bebida, a pesar de que resultaba difícil ser abstemio en el ambiente teatral.
Siempre había alguien que celebraba un éxito, o pretendía olvidar un fracaso. Ahora, casi todas las noches, cuando volvía a casa, lo hacía con paso vacilante y arrastrando las palabras al hablar. Entonces Isla sabía que tenía que ayudarle a acostarse. De otra manera, él se quedaba sentado con la cabeza entre las manos y las lágrimas rodándole por las mejillas, mientras le decía lo mucho que echaba de menos a su madre.
Isla no lo dudaba; pero aunque ella lo quería mucho, no podía dejar de pensar que aquello era una exagerada muestra de autocompasión, debida no sólo a que se sentía desgraciado, sino también a que había bebido demasiado.
Ahora, cuando su padre se dejó caer en un sillón de la sala, dijo en tono alegre, tratando de animarlo:
−La cena estará lista en unos minutos. ¡Seguro que vienes con hambre!
Levantó la mirada hacia el reloj mientras hablaba y vio que eran las doce y cuarto.
Aquello significaba, puesto que el teatro casi siempre cerraba antes de las once, que había estado bebiendo con alguno de sus amigos antes de volver a casa.
Siempre insistía en que ella se acostara temprano y no bajara por ningún motivo cuando lo oyera llegar a casa.
En los últimos meses, Isla se había dado cuenta de que con frecuencia eran las tres o las cuatro de la madrugada, cuando su padre regresaba. En tales ocasiones se levantaba muy tarde al día siguiente, y ella tenía que andar de puntillas por la casa para no despertarlo.
Ahora, cuando se disponía a volver a la cocina, algo la detuvo. Tal vez fuese la actitud de su padre, su expresión, diferente a cuando se hundía en sus nostálgicas evocaciones. Se arrodilló junto a su sillón.
–Qué te ocurre, papá?
–He perdido la oportunidad de actuar en nuestra función de beneficio, que se va a dar mañana noche− contestó él−. ¡Y Dios sabe cuánto necesitaba ese dinero!
–Pero, ¿por qué? ¿Qué ha sucedido?
Cruzó por la mente de Isla la idea de que tal vez le habían despedido; pero no, eso era imposible. Su padre era una figura popularísima desde que había dejado de actuar en lo que se consideraba «teatro auténtico».
Ahora trabajaba en el teatro de variedades , Nuevo Canterbury de Charles Morton, que había abierto sus puertas en Lamberth trece años atrás. La esposa de Keegan Kenway se había mostrado escandalizada por la decisión de su esposo.
Ella jamás había estado en un teatro de variedades y tampoco permitió que Isla fuera. Sin embargo, el sueldo era bueno y Keegan Kenway, de actor con cierto prestigio en el ambiente del teatro clásico, pasó a convertirse en ídolo de las multitudes que acudían al teatro de variedades.
Vestido siempre a la última moda, con su mostacho cubierto de parafina, su sombrero de copa de fina seda y su bastón, despertaba curiosidad y admiración en todo Londres.
Las canciones que él cantaba con su excelente voz eran tarareadas por todos los mozuelos de la ciudad, y los actores más jóvenes trataban de copiar su apariencia. Después de algunos años en el Nuevo Canterbury, Keegan Kenway pasó a trabajar al teatro de variedades Oxford, construído en 1861 en la calle del mismo nombre.
También su actuación allí fue aclamada por los periódicos y no había la menor duda de que constituía una gran atracción para el público, como el dueño, Charles Morton, sabía perfectamente.
Sin embargo, Keegan Kenway estaba siempre endeudado. Esto preocupaba mucho a Isla, como había preocupado a su madre cuando ésta vivía. Nunca sabían cómo iban a poder pagar las cuentas, ni siquiera el exiguo salario de la mujer que iba todos los días a echar una mano en la cocina.
Kenway siempre había sido un hombre generoso; pero nunca tan derrochador y pródigo con sus amigos como desde que había enviudado. Aquella noche, precisamente, Isla pensaba pedirle dinero a su padre cuando llegara a casa.
El carnicero se había mostrado desagradable aquella mañana, cuando le pidió que cargara en cuenta lo que había comprado. También el pescadero le había dicho que él era un hombre pobre y que tenía sus propios compromisos que cumplir. Los tenderos no podían imaginar que alguien tan famoso como su padre anduviera corto de dinero o que llegara a casa, noche tras noche, con los bolsillos vacíos.
Si Isla protestaba, él contestaba siempre:
−¡Sólo invité a los muchachos a unas copas! ¡Al fin y al cabo, son mis mejores amigos!
O bien:
−Una chica del teatro estaba de verdad en apuros. Alguien en quien confiaba le robó cuanto tenía. ¡No era posible que me negase a ayudarla!
El dinero resbalaba entre los dedos de Keegan Kenway no como agua, sino como champán. Esto era muy adecuado, pues él cantaba canciones que hacían creer a los provincianos recién llegados a Londres que las calles estaban pavimentadas con oro y ningún hombre inteligente bebía otra cosa que no fuera el burbujeante vino francés.
Lo malo era que lo que Keegan Kenway bebía fuera del escenario, fuera lo que fuese, estaba haciendo que sus ojos oscuros, que fascinaban a las mujeres del público, se vieran inyectados de sangre. Su voz era ahora más pastosa que antes y su barbilla estaba perdiendo la firmeza que tenía en tiempos. Aún así, continuaba siendo extraordinariamente apuesto. Sin embargo, a los cuarenta y ocho años ya no podía ser el Adonis que era veinte años antes, cuando se casó.
–¿Qué ha pasado papá− preguntó Isla con ansiedad−. ¿Porqué no vas a participar en la función a beneficio de los artistas del teatro?
Había estado contando con el dinero que aquella función le proporcionaría a su padre. Precisamente las llamadas “funciones de beneficio” tenían la finalidad de complementar los salarios de los actores.
Los artistas de variedades no ganaban tanto como los actores del teatro de verso, porque los ingresos tenían que dividirse entre un mayor número de ellos; solistas, coro, orquesta…
–Cuéntame papá– insistió Isla, si poder disimular cierto matiz de desolación latente en su voz.
–Letty Liston se desplomó después de la función de esta noche y el doctor se empeñó en que debía ir al hospital.
–¡Oh, Dios mío…!
Isla sabía bien lo que aquello significaba. Nunca había visto a Letty Liston, más no ignoraba que era muy atractiva y obtenía un enorme éxito en el actual espectáculo del Oxford, donde aparecía como “la mujer del cuadro”.
Vestida con un hermoso traje blanco y con una diadema sobre el rubio cabello, aparecía sentada dentro de un marco, en un escenario casa a oscuras. Keegan Kenway entraba en escena tambaleándose. Se suponía que llegaba a casa después de haber estado en una fiesta. Con el sombrero de copa ladeado y haciendo girar el bastón, representaba al libertino “Johnny Smart”, que todas las mujeres adoraban.
Levantaba la mirada hacia el cuadro y con su profunda voz de barítono, que hacía palpitar el corazón de las espectadoras, suplicaba a la mujer que bailara con él. De pronto, el cuadro cobraba vida. Letty Liston bajaba a escena, Kenway la rodeaba con sus brazos y ambos giraban al compás de un romántico vals.
Terminada la música, el hombre atraía a la mujer hacia sí, parecía a punto de besarla… y bajaba el telón. Cuando volvía a levantarse el telón, Letty había vuelto a ocupar su lugar dentro del marco. Era entonces cuando con una voz que arrancaba lágrimas al auditorio, Keegan Kenway cantaba el número “fuerte” del espectáculo; “sólo un sueño”, una preciosa balada sentimental.
Debido a que su voz, que había sido magnifica, aún retenía parte de sus virtudes, Kenway lograba sumir el teatro en un profundo silencio. Incluso los espectadores que estaban cenando o bebiendo se detenían hasta que él terminara.
Isla no había visto nunca la obra, pero sí había leído los comentarios de la prensa y además, su padre ensayaba la famosa canción en casa, acompañado al piano precisamente por ella. Se sabía de memoria “sólo un sueño”, más no se cansaba de oírla, así que podía entender la impresión que causaba en el público.
Para Keegan Kenway, era el momento triunfal de la noche. Que no apareciera en la función de beneficio supondría no sólo que sería una desilusión para él, sino para todos los que habían pagado por verlo.
–Anímate papá, no creo que sea tan difícil encontrar alguien que ocupe el puesto de Letty.
El rió sin ganas.
–Las únicas que podría conseguir con tan poco tiempo son las viejas actrices que van a las agencias teatrales con la esperanza de conseguir algún papelucho.
–Entonces, ¿qué puedes hacer? ¡Necesitamos ese dinero¡
−¿Crees acaso que no lo sé?− dijo irritado Kenway−. Y esta tarde le avalé un pagaré a George Vance.
−¡Oh, no, papá!
−No podía negarle mi ayuda al muchacho.
–Pero, papá..., ¿qué va a ser de nosotros si continúas así?
Se hizo el silencio. Después, como si considerara que debía hacer un esfuerzo por reanimar a su padre, Isla dijo:
−Ven a cenar. Tal vez se te ocurra algo cuando hayas comido.
−Dame primero algo de beber.
–No, papá. Tú sabes que te hace daño. Mamá siempre te hacía comer algo cuando volvías de trabajar.
Isla se incorporó y cogiendo a su padre de la mano, le hizo ponerse de pie. Kenway se levantó con esfuerzo y la siguió a través de la habitación. Al pasar por la puerta se golpeó un hombro ligeramente contra el marco. Isla no dijo nada; simplemente lo condujo hasta el comedor, que quedaba al otro lado del vestíbulo.
En cuanto él ocupó su silla, Isla corrió por la sopa, que se mantenía en el fogón. La había preparado con gran esmero, tal como su madre le había enseñado a hacerlo. Era una sopa nutritiva y de sabor riquísimo. Mientras su padre empezaba a comer, Isla se dijo a sí misma que las cosas no podían ser tan malas como parecían.
Kenway terminó la sopa e Isla fue entonces por el filete, preparado tal como a él le gustaba. Cuando regresó, él ya había sacado una botella de whisky de la vitrina. Una ojeada al vaso de su padre le bastó a Isla para darse cuenta de que había en él mucho whisky y poca soda. Consideró preferible no hacer ningún comentario; pero, terminado el whisky, él le pidió vino tinto.
–Es lo indicado para acompañar la carne roja− alegó−. Debe haber del que traje la semana pasada.
–Sólo media botella, papá..., anoche bebiste una buena cantidad de vino.
–Supongo que hay más en el lugar de donde vino ése.
Isla adivinó que su padre estaba pensando en los espectadores ricos del Oxford, que ocupaban los mejores palcos y algunas veces le obsequiaban con bebidas.
Resignada, Isla fue por el vino y le sirvió un vaso, pero él no le permitió que volviera a guardar la botella.
–Creo que has bebido suficiente, papá, y tú sabes que no te beneficia.
–¡Nada puede ser peor que el lío en que estoy metido!− se exaltó Kenway−. Que voy a hacer Isla? ¿Qué diablos puedo hacer?
–Estoy segura de que encontrarás alguien que sustituya a Letty− dijo Isla, llena de confianza−. ¿Qué me dices de todas esas chicas que participan en la función? ¡Los periódicos dicen que son las más bonitas de todo Londres!
−Eso es verdad, pero ellas tienen sus propias escenas y no quieren participar en la mía.
–¿Por qué no?
−Porque cuando están en escena quieren el aplauso para ellas, no quieren tener que compartirlo conmigo.
−Eso me parece egoísta por su parte, sobre todo cuando tú haces tanto por ellas.
Isla se percataba de cuánto gastaba su padre en las mujeres del teatro, pero no sabía con exactitud por qué le resultaba tan costosa la ayuda que les brindaba. Simplemente suponía, cuando encontraba polvo facial en la ropa de su padre y tenía que cepillarla, que lo habían abrazado para expresar su gratitud por el dinero que les daba.
Era extraño que ahora fuera tan generoso con las mujeres, porque estaba segura de que no era así en vida de su madre. Si le preguntaba, él le decía que se trataba de actrices que «estaban en las últimas», que habían tenido «una mala racha» o estaban esperando «que las cosas mejorasen algún día»... Pero ese día no llegaba nunca, y al parecer, él se había propuesto ayudarlas a todas.
Isla pensó que si su padre no obtenía su parte de la función de beneficio, tendría que pedir dinero prestado para que la casa siguiera funcionando hasta que hubiera otra función de esa clase.
Cuando Keegan Kenway terminó de cenar, la botella de vino estaba vacía.
−Deberías irte a la cama, papá− le aconsejó Isla.
−¿Cómo puedo dormir cuando estoy tan preocupado por lo de mañana? ¡Dame más de beber!
−No, no hay más. Por favor, papá, ¡has bebido suficiente!
Por un momento, Isla pensó que él iba a desafiarla. Pero Kenway, con lentitud, se puso de pie y, apoyándose primero en la mesa y después en una silla, logró llegar a la puerta. No le dio siquiera las buenas noches.
Ella le oyó subir tambaleante la escalera, entrar en el que había sido dormitorio de matrimonio y cerrar de un portazo. Se preguntó si debía subir y ayudarle a desvestirse, porque si era incapaz de hacerlo por su cuenta, se dejaba caer sobre la cama y se quedaba dormido tal como estaba.
Con un profundo suspiro, decidió que era mejor dejarlo solo. Quitó la mesa y debido a que estaba muy cansada, decidió dejar los trastos en el fregadero hasta la mañana siguiente. Apagó las lámparas de aceite con que se alumbraban y subió la escalera con pasos suaves. Cuando se detuvo junto a la puerta de su padre para comprobar si estaba roncando, sólo percibió un profundo silencio. Sin embargo, como estaba preocupada por él, abrió la puerta con cuidado.
Tal como suponía, su padre no había apagado las velas que ella había encendido en la mesilla de noche poco antes de que él regresara. Sí, se había desvestido, pero la ropa estaba esparcida por todo el suelo.
Isla entró de puntillas en la habitación, recogió la chaqueta y la camisa de pechera almidonada y las puso encima de un sillón. Después colocó en otro los pantalones y el chaleco.
A continuación se acercó a la cama para apagar las velas y entonces se dio cuenta de que él no estaba dormido, sino que la observaba.
–¿Estás despierto, papá?− preguntó en voz baja.
–Sí..., estaba pensando que te pareces mucho a tu madre. Por un momento, cuando has entrado, he tenido la sensación de que ella... había vuelto− el dolor moral hizo que la voz de Kenway se quebrase.
Isla le dijo con dulzura:
–Seguro que, allá donde esté, piensa en ti y te quiere.
Puso una mano sobre la que él tenía encima de la sábana y añadió:
–Estoy convencida de que mamá nos ayudará..., tal vez encuentre una solución para nuestro problema.
Su padre la miraba con ojos que parecían nublados.
Isla no se daba cuenta, pero la luz de las velas hacían que su cabello se viera muy dorado, convertido en un halo alrededor de su pequeño rostro puntiagudo.
−¡Eres bella, muy bella!− dijo su padre con voz pastosa−. ¿Por qué no has de ocupar el puesto de Letty? ¡Eres mucho más hermosa que ella!
Isla lo miró asombrada, pero en el momento que iba a replicar, vio que él había cerrado los ojos y, como si hubiera encontrado una solución para lo que le preocupaba, se había dormido. Durante algunos segundos, ella se quedó mirándolo. Después apagó las velas, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.
Ya en su propio dormitorio, Isla pensó que era muy extraño lo que su padre había dicho. No hablaba en serio, desde luego, más era algo que hubiera podido salvar su participación en la función de beneficio..., si ella hubiera podido hacerlo.
Se echó a reír. ¡Qué idea más ridícula!
Desde que ella podía recordar, su madre le había prohibido que tuviera algo que ver con la parte profesional de la vida de su padre. Isla había ido al Teatro, pero nunca lo había visto a él. Su madre la llevaba a ver las obras maestras de Shakespeare: El Sueño de una Noche de Verano, El Rey Lear, Hamlet...
También había visto El Rey de la Plata, un melodrama protagonizado por Wilfred Barrett, el gran actor romántico.
Lo había visto igualmente en Hamlet y en una obra de Bulwer Lytton*1, Junius, que había sido un estrepitoso fracaso.
La temporada anterior, Wilfred Barret había presentado y actuado en Clito, una tragedia que tenía lugar en Atenas 500 años antes de Cristo. No fue un éxito financiero, pero sí un rotundo logro artístico y espiritual que eleva a las estrellas a los seres afortunados que lo encuentran.
Pero en cuanto a su padre, tenía la prohibición tajante de verlo actuar. Ni siquiera se le había permitido ser conocida como hija de un actor.
Su madre, por medios desconocidos para Isla, había logrado que la admitieran en un colegio reservado a señoritas de la nobleza. Con anterioridad había tenido una institutriz y también su madre le había dado clases.
Al cumplir los catorce años, después de muchas discusiones en las que ella no participó, le dijeron por fin que iría a uno de los colegios más selectos de Londres.
Pero, y esto era sumamente importante, nadie allí debía saber que era hija de Keegan Kenway.
–¿Por qué no, mamá?− preguntó asombrada Isla.
Su madre pareció dudar si responder o no, pero al fin le explicó:
–Tú sabes, hija mía, el gran éxito que papá tiene en el teatro. Sería muy embarazoso para ti que las chicas se empeñaran en hablar de él siempre contigo e insistieran en que les consiguieras su autógrafo, por ejemplo.
–Sí... , supongo que sería un poco molesto− reconoció Isla.
–Además− añadió su madre−, tengo la impresión de que la directora, a la que la aristocracia impresiona mucho, pensaría que la hija de un actor no debía relacionarse con chicas que nacieron en un ambiente muy distinto.
−¿Quieres decir que desaprueba a los actores, mamá?
–Exactamente, eso es lo que quiero decir.
–Entonces tal vez sea un error que vaya a ese colegio, a relacionarme con gente que menosprecia a papá.
Isla comprendió, nada más decir esto, que era algo indebido. Había una nota de dureza en la voz de su madre cuando contestó:
–¡Tú harás lo que yo te diga! Tienes que ser educada como corresponde... Algún día me lo agradecerás.
Suspirando añadió:
–¡Quién sabe...! tal vez hayas de ganarte la vida por ti misma.
–¿Y cómo me las arreglaría, mamá?
–No tengo ni idea, pero si papá no te deja dinero y no te casas, al menos tendrás una educación que te permitirá ganarte la vida de algún modo.
Al percibir la tristeza que había en la voz de su madre, Isla se apresuró a decir:
–Por supuesto, haré cualquier cosa que quieras, mamá. Pero es que... me parece muy extraño.
−He dicho a la directora que te llamas Isla Arkray y naciste en Escocia. Arkray, igual que Isla, es nombre escocés.
−¡Espero acordarme de él!− sonrió Isla.
–¿Sabes...? En realidad, ése era el apellido de tu abuela.
–¿Vive todavía, mamá?
−No, Hija mía, lleva mucho tiempo muerta... como todos mis otros familiares.
Tras decir esto, la madre de Isla se dio la vuelta, como si no quisiera hablar más del asunto.
Sólo cuando fue algo mayor cayó Isla en la cuenta de lo extraño que resultaba el que su madre nunca hablara de su infancia ni mencionase a sus padres.
Lo único que sabía era que había vivido en Escocia, un país que a ella le parecía muy lejano.
Asistió al colegio como Isla Arkray y, debido a que era muy inteligente, la pasaron pronto a un grupo de chicas mucho mayores que ella.
Como recién llegada que era, y menor entre las otras, no tuvo oportunidad de hablar mucho ni de hacer amistades.
Luego, al fallecer su madre, abandonó el colegio. Le parecía extraordinario haber pasado tanto tiempo allí, sin que nadie sospechara que era hija de Keegan Kenway.
Ocasionalmente su padre llevaba a casa al gerente del teatro o a un actor distinguido. Todos comentaban lo inteligente que era su progenitor y cuánto lo admiraban. Sin embargo, Isla tenía la impresión de que a su madre no le gustaba que fuera gente del teatro a su casa.
Cuando sus padres iban a alguna fiesta, Isla viendo a su madre vestida de gala, pensaba que no podía existir una mujer más hermosa en el mundo entero.
Eso era exactamente lo que su padre pensaba también.
−¡No importa dónde lleve a tu madre! ¡Ella es siempre la reina de la fiesta− solía decir−. Mis amigos aseguran que soy el hombre más afortunado del mundo y, por supuesto, ésa es la verdad!
−Y tú eres tan apuesto, papá, que sin duda las damas piensan que mamá es también muy afortunada.
Isla no decía esto sólo por broma. Estaba convencida de que no había una pareja más hermosa que la que formaban sus padres.
En el colegio, ninguna de sus condiscípulas tenía un progenitor que pudiera rivalizar con el suyo. Generalmente, los padres de las otras chicas llegaban en elegantes carruajes, cochero uniformado y lacayo, y las madres vestían a la última moda. Pero cuando ella las comparaba con su madre, se decía que ni títulos ni dinero podían hacer que ninguna de aquellas damas fueran tan bellas como la supuesta señora Arkray.
Cuando su madre iba a recogerla, se iban las dos en un ómnibus tirado por caballos, que las llevaba tan cerca como era posible de su casa. Ésta se encontraba acurrucada en una angosta calle, no muy lejos del hospital de Chelsea. A Isla le parecía muy romántica la zona, porque el hospital había sido fundado por Nell Gwynne en tiempos de Carlos III.
Seguro que si el Rey Carlos estuviera todavía en el trono, habría encontrado a su padre muy divertido y tal vez lo hubiera invitado a él y a su familia al Palacio de Westminster. Por el contrario, la Reina Victoria, aunque financiaba el teatro de verso, desaprobaba los teatros de variedades. Una cosa era segura; ni ella ni su madre serían invitadas nunca al Palacio de Buckingham.
Pero, había otras compensaciones, como cuando su madre la llevó a1 Palacio de Cristal, al Zoológico del Regent Park y, lo que más le gustó de todo, al Museo Británico.
Fue entonces cuando comprendió lo bien educada que estaba su madre, porque sabía mucho sobre casi todas las obras y objetos que allí se exponían.
−¿Dónde estudiaste, mamá?
−En Edimburgo.
–¿En Escocia?
–Sí, fui a una escuela muy buena donde me enseñaron muchas cosas. Cuando fui algo mayor disfruté mucho en Edinburgo, que era una ciudad muy agradable para vivir.
Isla escuchaba fascinada a su madre, pero cuando quiso interrogarla, ella desvió la conversación hacia otros temas. Gradualmente, fue comprendiendo que su madre no quería hablar de su infancia y juventud. Al parecer, sólo deseaba hablar de su esposo.
Él era realmente un hombre muy interesante. Cuando Isla estuvo en edad de hacerlo, lo acompañaba al piano cuando ensayaba sus canciones. A ella le resultaba fascinante la forma en que su padre cantaba.