Solo una historia más - Jacqueline Maley - E-Book

Solo una historia más E-Book

Jacqueline Maley

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Beschreibung

No quise matar a Tracey Doran y, al comenzar el verano, nunca habría soñado que este se definiría por su muerte Ella era Solo una historia más. La periodista y madre soltera Suzy Hamilton recibe una llamada de teléfono una mañana de verano y descubre que la protagonista de uno de sus nuevos artículos de investigación, la bloguera de bienestar y salud de veintiocho años Tracey Doran, se ha suicidado esa noche. La noticia la horroriza, pero sale adelante de la única forma que sabe: a través del trabajo, la maternidad y continuando con sus desacertadas aventuras, una tras otra. Las consecuencias de sus actos le pasan factura durante un caluroso verano en Sídney. Empieza a recibir cartas anónimas amenazantes y, además, sufre la persecución de la madre de Tracey, que quiere que, como acto de justicia sumaria, cuente la historia de su hija, pero, esta vez, la verdadera. ¿Cómo puedes escribir las historias de otras personas cuando no consigues admitir la verdad de la tuya? Una novela absorbente, conmovedora, tristemente tierna, ingeniosa y sabia sobre el matrimonio, la maternidad y los caminos por los que navegamos, para fans de Ann Patchett y Anne Tyler. Solo una historia más es una exploración tristemente tierna, absorbente, ingeniosa y conmovedora de la culpa, la vergüenza, la ira femenina y, sobre todo, la maternidad, con todos sus problemas y sus virtudes. Solo una historia más es, además, una historia sobre la naturaleza de las historias: quién es su dueño, quién consigue contarlas y por qué las necesitamos. Una novela indudablemente sorprendente, elegante y contemporánea de una nueva escritora llena de talento. «Leí sin parar este convincente relato sobre la vergüenza, la maternidad en solitario y las mentiras que nos contamos a nosotros mismos y a los demás». DAILY MAIL «Un libro electrizante, profundamente inquietante y muy muy satisfactorio». MEG MASON, autora de Alegrías y tristezas de Martha Friel «Gratificante, divertida y totalmente adictiva». READINGS «El tipo de libro que todas las madres deberían leer». ELIZA HENRY-JONES, autora de In the Quiet «Una novela sentida, divertida y que calará en muchos lectores. Tierna, ingeniosa y bellamente escrita, para fans de Georgia Blain, Charlotte Wood y Ann Patchett». BOOKS+PUBLISHING «Una carta de amor para las hijas, escrita por las madres que las crían. Un debut asombrosamente bueno». ANNABEL CRABB «Una novela impresionante, aguda, bellamente escrita, cautivadora». JULIA BAIRD autora de Phosphorescence

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Solo una historia más

Título original: The Truth About Her

© Jacqueline Maley 2021

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado originalmente por HarperCollinsPublishers Australia Pty Limited.

© Traductor del inglés, Jesús de la Torre

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollinsPublishers Australia Pty Limited.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lisa White

Imágenes de cubiertas: (Mujer) Aritz Dimas Aizpiolea / Stocksy.com / 3188376; (cortinas) Shutterstock.com

 

ISBN: 9788418976476

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Primera parte

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Segunda parte

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Tercera parte

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

Capítulo veintitrés

Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticinco

Capítulo veintiséis

Capítulo veintisiete

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Evelyn

 

 

 

 

 

 

Tú eres el único y no tengo a otro.

Duerme blando, cariño mío, mi preocupación y mi tesoro.

 

CHRISTINA ROSSETTI,

«Llorando, mi pequeño, con los pies doloridos y agotado»

Primera parte

Capítulo uno

 

 

 

 

 

El verano siguiente a escribir el artículo que mató a Tracey Doran, había dejado de acostarme con dos hombres muy distintos tras verme implicada en lo que algunas personas en internet llamaron «un escándalo sexual», aunque cuando lo describieron de esa manera no se parecía a lo que a mí me había ocurrido, sino más bien a lo que podría pasarle a la gente sobre la cual yo escribía, un tipo de personas completamente distintas a mí. Ese verano yo vivía en una destartalada casa adosada de Glebe con mi hija pequeña, Maddy, que era el centro de todo.

La casa era antigua y se levantaba bajo la firme custodia de una gigante higuera australiana que era aún más antigua. La higuera era enorme y, en ocasiones, una amenaza, como un cruce entre un pterodáctilo gigante y un ejemplar de fauna antigua sacado de un cuento de hadas. Siempre amenazaba con invadir la casa, pero en aquel entonces yo tenía otras preocupaciones más allá de la higuera con la que vivía o la casa que me gustaba. Esta se hallaba al otro lado de un parque que estaba unido a la banda costera y desde ella podía vislumbrarse el puerto si te subías al borde de la bañera y levantabas el bastidor de la ventana de encima del váter. A menudo me subía al borde de la bañera, no para vislumbrar el puerto, sino porque era el único modo de poder mirarme todo el atuendo, pues no había espejo de cuerpo entero en la casa. Desde que me había mudado allí, había tenido la intención de comprar uno y pegarlo a la parte posterior de una puerta, pero de eso habían pasado más de dos años. No parecía que hubiera nunca tiempo para ese objetivo y ya me había acostumbrado a mirarme el cuerpo por partes: cara, escote, un par de piernas flotantes… Mientras recorría la ciudad por mi trabajo, me veía de vez en cuando reflejada en algún espejo de cuerpo entero del baño de alguna oficina o de una boutique. «Aquí estoy —pensaba—. Allá voy». Era una sorpresa cada vez que me veía entera.

La falta de una superficie reflectante grande no era el único defecto de la vivienda. Tenía humedades en las paredes y el yeso se desmoronaba. El patio de atrás estaba cubierto de puntiagudas vainas de liquidámbar y las puertas francesas se hinchaban cuando llovía. Aun así, era el tipo de premio exclusivo de Sídney que hacía que los agentes inmobiliarios llenaran el buzón con sus tarjetas de visita casi a diario e incluso, en una ocasión, se acercaron a mí en un concierto de Navidad de la guardería de Maddy —ella hacía de una oveja poco convincente— para preguntarme si me había planteado vender, en vista de cómo estaba el mercado. A mí nunca se me había ocurrido vender, sobre todo porque la casa no era mía. Era de mi tío Sam, que la había comprado por veinte mil dólares en 1970, dato que hacía que la gente ahogara un grito de sorpresa cuando él lo contaba en alguna cena.

Maddy y yo vivíamos allí desde que ella tenía dos años y yo tuve que dejar a su padre tras el Incidente… o fue Charlie el que me dejó, todavía no lo tengo claro. Lo único que yo sabía era que el idilio de la primera maternidad, de las manchas de leche, de dar de mamar por las noches, de las preocupaciones y de las primeras veces —primera sonrisa, primer apretón de dedos, primer paso, primera pataleta en un supermercado, primeras hemorroides (mías), primera punzada de culpabilidad en todo el estómago— había acabado para mí de forma estrepitosa. Más tarde, cuando descubrí lo difícil que era cuidar sola de una niña, Charlie decidió que era yo la que se había marchado. Se acomodó en esa postura y no había quien le moviera de ahí. Me lanzaba pullas, me insultaba, me decía que yo había decidido irme, que qué me había esperado, pero yo no estaba segura de hasta qué punto había sido una decisión.

Al principio, la casa de Ruby Street iba a ser una solución temporal, pero el tío Sam estaba tan encantado con Maddy, una deliciosa bebé que lanzaba sonrisas como si fueran confeti, que terminé quedándome. Al final fue el tío Sam quien se fue, tras sufrir una caída en el baño y romperse la cadera mientras Maddy y yo estábamos de vacaciones en Queensland. Se mudó a una residencia de ancianos de Potts Point donde le visitaba una enfermera rolliza y eficiente y donde podía pasear, o al menos renquear, por el puerto de Beare Park. Era su zona favorita de Port Jackson, decía, y era allí donde quería morir. El tío Sam hablaba de su muerte con bastante franqueza, como si se tratara de un viaje que estuviese planeando, una especie de periodo sabático que fuese a emprender pronto.

Yo no quería matar a Tracey Doran. Al empezar el verano ni me había imaginado cómo me afectaría su muerte. Ella solo era un artículo más.

 

 

En Sídney el verano comenzaba, en realidad, alrededor del mes de septiembre, cuando los árboles limpiatubos florecían y las urracas empezaban a gorjear y abalanzarse en picado con intenciones asesinas, un doble acto que representaba a la flora australiana; su belleza solo aparecía en un contexto de peligro. Ese año, de hecho, una urraca mató a una persona, un ciclista sobre el que se abalanzó con tanta violencia que le sacó del carril bici y le hizo meterse delante de un camión Mack que circulaba a toda velocidad. ¿Cómo demostrar la intención dolosa de un pájaro? Yo había estudiado media licenciatura de Derecho, pero no lo sabía.

—Si fue asesinato u homicidio involuntario queda entre la urraca y su dios —dijo mi compañero Victor cuando leímos horrorizados la noticia.

Estábamos sentados a nuestras mesas y consultábamos los diarios.

—O diosa —repliqué yo, porque desde que había nacido Maddy estaba tratando de eliminar cualquier forma de sexismo en mi discurso.

Este objetivo estaba condenado porque Maddy, a pesar de vivir en un entorno de clase media progresista y estar al cuidado de una madre soltera (yo) que literalmente lo hacía todo por ella, era una fuerte valedora de las normas de género. Se negaba a creer que cualquier niño de pelo largo pudiera ser varón, cosa que resultaba bochornosa en los parques infantiles llenos de chicos de abundante cabellera con nombres como Leaf y Miro. Maddy además me corregía entre risas cuando yo le explicaba que también podía haber una primera ministra.

—¡No, no puede haber eso, mamá! —Se reía, y yo tenía que admitir que las pruebas con las que contaba en mi defensa eran escasas.

Maddy llevaba ropa de color rosa como si cumpliese las órdenes de un poder superior a mí y, de alguna forma, había asumido el sagrado triplete de los intereses de las niñas: hadas, princesas y unicornios, a pesar de mis intentos de acercarla a libros de edificantes exploradoras femeninas y demás propaganda feminista descarada, como un libro de dibujos con el título ¡Mami se va al trabajo!

Esperaba que ella se guardara esas opiniones en la guardería, donde la cuidaban con todo el esmero una tribu de mujeres bondadosas pero firmes y mucho más pacientes que yo a la hora de atenderla. Cada mañana, antes de irme a trabajar, dejaba a Maddy en sus brazos, como si fuesen el siguiente eslabón de la cadena maternal, mujeres que trabajaban para que otras mujeres como yo pudieran trabajar. ¿Quién cuidaba de sus hijos mientras trabajaban? Era un truco de muñeca rusa para el que el feminismo no tenía respuesta. Yo intentaba no sentirme demasiado culpable por ellas ni por el hecho de que Maddy pasase tanto tiempo en la guardería mientras la mayoría de los niños solo estaban allí unos cuantos días a la semana, como si se tratara de un trabajo a media jornada o simplemente un pasatiempo. Las madres de los niños de media jornada tenían trabajos, pero también la capacidad y la libertad económica de dedicar unos días a la semana a absorber la fugacidad de los primeros años de infancia de sus hijos. Era una fugacidad de la que yo era dolorosamente consciente, especialmente cuando dejaba a Maddy por las mañanas dando golpecitos a un cuenco de cereales, con la carnosa línea de su brazo arrugándose en el pliegue de la muñeca de tal forma que me daban ganas de abrazarla y volver a colocarla dentro de mí como si fuese una pieza de rompecabezas. A pesar del caos en el que había nacido, yo daba gracias a Dios por tenerla, o más bien le habría dado las gracias de haber creído en él… o ella.

Aquellas mañanas, yo salía corriendo a trabajar deseando verme en una vida paralela, la que se aferraba a mí como una sombra persistente desde el Incidente. En esa vida, Charlie y yo seguíamos juntos y felices, de un modo en que él aún seguía besándome el cuello. En esa vida paralela, yo tenía un trabajo modesto pero exitoso en el que podía sumergirme unos cuantos días a la semana y que me permitía usar el cerebro y participar con acierto en conversaciones durante las cenas, así como dedicar a mi hija días que pasaba con ella en el parque, leyendo cuentos en la biblioteca o yendo a comprar a Kmart. Esos trayectos empezarían siendo motivo de ironía; sin embargo, enseguida se convertirían en algo deseado porque rompían el tedio. En esa vida vivía una maternidad de verdad, como la que representaban ante mí las mujeres que yo conocía. Habría días que dedicaría al modo mamá, asistiendo a salas de ludoteca, buscando las mejores clases de natación, introduciendo almuerzos bien equilibrados en envases con compartimentos especiales para minimizar el desecho de plásticos, y gastando mucho dinero en babychinos, que, según los cálculos aproximados de mi compañero Vic, dejaban un margen de beneficios mayor que un diamante de sangre. Estos días me darían acceso a otro tipo de conversaciones en las cenas con amigos, las que tenían lugar en la cocina, entre las mujeres, mientras ayudaban a la anfitriona a recoger la mesa. Esas conversaciones serían una mezcla de recomendaciones de pódcast y libros de consejos para la crianza, y estarían aderezadas con opiniones sobre otras madres que no estaban presentes, opiniones que se expresarían en forma de preocupación por sus hijos. En realidad, yo evitaba ese tipo de conversaciones en las cenas de amigos y me quedaba en la mesa con los hombres para hablar de temas que me interesaban y que estaban lo suficientemente alejados de mí, como la política o los rumores sobre la industria de los medios de comunicación. De todos modos, sospechaba que no me invitaban a muchas de esas cenas. Después de aquel verano, probablemente era yo el centro de los rumores, lo cual requería que no estuviese presente.

Un día de primeros de noviembre, salí con Maddy de nuestra casa de Ruby Street. La ayudé a sortear las raíces de la higuera, que sobresalían por el camino de entrada, y abrí la valla de hierro oxidado, que soltó un grito silencioso. Maddy tenía cuatro años y caminaba con lentitud. Nuestras velocidades estaban siempre desacompasadas cuando íbamos a la guardería porque a ella le gustaba pasar los dedos por las vallas y coger cosas que se encontraba en el suelo, como tapones de botellas y piedras importantes. Yo la llevaba agarrada de la mano mientras consultaba los correos y la hora en mi teléfono. Después de dejarla en brazos de una de las semidiosas, fui a tomar el autobús para ir a la redacción del periódico en el que trabajaba. Yo seguía llamándolo periódico, aunque escribir para él era cada vez menos importante que hacerlo para la web o que buscar contenido para lo que se llamaba «captación de lectores». Yo tenía cincuenta mil seguidores en Twitter y casi diez mil en Facebook. En Instagram, disponía de una cuenta abierta en la que publicaba esbozos de las historias que estaba investigando, como una rueda de prensa del primer ministro, una fotografía de varios medios de comunicación reunidos en una acera o una bandeja llena de pastas y galletas de almendra dispuesta por una familia de refugiados que había huido de una muerte segura.

Aquel día yo había salido pronto, lo cual no era habitual, y decidí ir al trabajo andando en lugar de tomar el autobús. La temporada de las jacarandas estaba en toda su plenitud y las calles estaban llenas de nubes púrpuras que dejaban caer una lluvia de flores sobre la acera. Eran pelotas pegajosas al pisarlas. El aire seguía siendo fresco, pero casi con la promesa de un calor venidero. Iba escuchando las noticias por los auriculares cuando sonó el teléfono. Era Curtis, mi jefa de redacción, la típica jefa de redacción: exaltada, fumadora y recientemente divorciada. Le dije que iba de camino.

—Entonces, ¿no te has enterado? —preguntó.

La pregunta me puso de mal humor. Todos los periodistas tememos que la gente se entere de las cosas antes que nosotros, pues nuestro trabajo consiste en saber las cosas antes que la gente. Mi relación con Charlie me había agudizado ese instinto. Tal como me había dicho mi psicóloga, la cohorte de personas que han sido seriamente engañadas podía dividirse en dos tipos: quienes necesitan saber y quienes no quieren saber. Yo era de las primeras, lo cual me había provocado sufrimiento. Esta necesidad de saber implicaba que tuviera numerosas imágenes desagradables grabadas de forma indeleble en mi lóbulo temporal, imágenes que mi cerebro se empeñaba en conservar contra mi voluntad. Mi prolongada falta de sueño crónica hacía que me olvidara de todo tipo de cosas, desde mi número PIN hasta, en una ocasión, el nombre de mi madre, pero las imágenes permanecían y, a veces, eran tan vívidas que me resultaban más presentes y reales que mi propio reflejo.

—¿Que si no me he enterado de qué? —pregunté.

En mi mente se dispararon distintas posibilidades: hechos noticiosos suficientemente importantes como para que mi jefa de redacción me llamara a las 07:50 de la mañana. ¿Un atentado terrorista? ¿Un político asesinado? Quizá me habían nominado para un premio.

—Ay, Dios, Suze —dijo Curtis—. No hay una forma fácil de decir esto.

Hizo una pausa.

—¿Una forma fácil de decir qué?

—Tracey Doran ha muerto. Murió anoche. Ella…, eh… Oye, Suze… —balbuceó e hizo otra pausa—. Se ha suicidado.

Dejé de caminar. La saliva desapareció de mi garganta, como el agua marina que desaparece por un espiráculo. Las piernas me empezaron a temblar. Fui a sentarme sobre un muro de piedra de un jardín por el que estaba pasando. Había un rosal amarillo en pleno florecimiento.

—Hablé con ella anoche mismo —dije—, así que no creo que sea verdad. Estaba viva anoche.

—Lo hemos visto en los informes policiales de primera hora de la mañana… —insistió Curtis—. Después, uno de los chicos de Kate ha confirmado que es ella.

Kate era una reportera policial. Era propensa a las emociones en sus textos, pero nunca se equivocaba.

—Joder.

—Lo sé —contestó Curtis—, pero óyeme bien. Ella tenía problemas, ¿de acuerdo? Así que no creo que debamos culparnos. No es culpa tuya. Tu artículo era riguroso.

En teoría eso era verdad.

—¿Cómo ha sido?

Hubo una pausa más. Podía oír la respiración de Curtis por el auricular, pesada como la de un pervertido sexual o la de un bebé.

—Curtis.

—¿De verdad lo quieres saber?

Mi corazón latía como si estuviese furioso.

—Sí —respondí.

—Pastillas. Se drogó. Alcohol y pastillas.

Sus palabras se quedaron flotando en el aire durante un rato, mezclándose con las jacarandas, la placidez de la mañana y la alegría amarilla de las rosas. Me pregunté dónde estaría Tracey, físicamente, cuando murió. ¿Estaba en la cama, al estilo Marilyn? ¿O en su bañera con patas, flotando sobre un mar perfumado de pétalos y aceites esenciales, como una Ofelia de Instagram? Quizá se había tumbado en su sofá de lino blanco como si fuese un sacrificio. Yo había visto en sus cuentas de redes sociales todas estas posibles localizaciones de suicidio. La semana anterior mismo había publicado una historia en Insta en la que etiquetó a los fabricantes del sofá. Eran franceses. Tracey los llamó «proveedores de algodón».

Curtis volvió a soltar otro resoplido en el teléfono. Me di cuenta de que estaba fumando mientras hablaba conmigo. Cuando yo fumaba, me gustaba hacerlo a solas, con actitud contemplativa, como una especie de meditación que provocara cáncer. El hábito de Curtis era más parecido a la respiración: lo hacía como acompañamiento a todas las demás actividades.

—¿Por qué no te tomas el día libre? —me propuso—. Ve a pasarlo con tu hija. Llévala a la playa o algo así. Ya hace bastante tiempo de playa. —Hizo una pausa—. Puede que el agua siga estando un poco fría.

—¿Cómo lo vamos a contar? —pregunté—. ¿Lo vamos a contar?

El protocolo de noticias de suicidios era estricto con el fin de evitar imitaciones. Tuve el espantoso pensamiento de que Tracey era lo que se conocía como influencer de las redes sociales.

—Tendremos que pensar cómo publicarlo —respondió Curtis—. Tú no tienes por qué estar. Quédate en casa. Date un baño. Ve a dar un paseo. Haz… ese tipo de cosas.

En otras circunstancias yo me habría reído del fútil conocimiento de Curtis sobre lo que hace la gente para descansar. Ella misma nunca tenía ratos de descanso, solo tiempo en el que o bien estaba trabajando o bien durmiendo o dedicándose a esas ocupaciones que a mí no podían interesarme menos, como pasear o darse un baño. ¿Pasar el día con Maddy? Su inocencia, su dulzura, su aspecto tan saludable parecían un insulto ante esa noticia, así que le dije a Curtis que la vería en un rato.

Bajé los escalones de arenisca que llevaban al camino del puerto que serpenteaba entre los peñascos, junto a los astilleros, en dirección a la oficina. Vi los destellos de la luz del sol en el agua. Pasó a mi lado una corredora, con su coleta sacudiéndose como una marioneta. Los primeros días de verano como este eran mis preferidos. Eran una preparación, ya que el calor seguía siendo suave, la luz del sol todavía moteaba y la humedad no suponía mayor problema. Eran un cosquilleo antes del puñetazo en el estómago del verano.

Seguí caminando, entré en el trabajo y, mientras lo hacía, traté de calcular el peso de lo que acababa de pasar. Curtis estaba en la mesa de la redacción, masticaba un chicle de nicotina y revisaba Twitter con una energía frenética. Mascaba el chicle para sortear el siguiente cigarro, no porque tratara de dejar de fumar. A veces me preguntaba cómo sería el estado de su sangre. Bajó la pantalla cuando vio que me acercaba.

—Ben estaba empeñado en que te quedaras hoy en casa —dijo levantando la mirada.

Él era el director ejecutivo del periódico. Gestionaba las relaciones públicas, los presupuestos y el personal y, por lo general, se mantenía apartado de los asuntos editoriales. Era como un oso, pero no de los de peluche, sino una de esas personas que ejercían poder a través del silencio y con la amenaza de que solo rompería ese silencio con algo que no querrías oír.

—Me lo tomaré con calma —dije—. Mantendré un perfil bajo.

Me llevé los periódicos y el café a mi mesa, como hacía cada mañana. Sobre ella había una foto de cuando Maddy era bebé, con una amplia sonrisa sin dientes y el pelo recogido por encima de una forma que siempre hacía que el corazón se me parase lleno de amor. La foto era mi único objeto personal. Estaba sobre un montón de cuadernos y papeles: informes, requerimientos de libertad de información y otros documentos. Del montón de papeles sobresalían notas adhesivas como si fuesen algas. Había algunas estatuillas de premios que había ganado, que permanecían en mi mesa solo porque me parecía demasiado pretencioso llevármelas a casa para exponerlas allí. ¿Para qué? ¿Para quién? Varias tazas de café salpicaban aquel desorden entre manchas de leche cuajada. La redacción estaba tranquila, como si por un momento fingiera ser un lugar prestigioso, como una biblioteca o un juzgado. Me encantaba estar ahí cuando todavía estaba en silencio, antes de que empezara el ruido del ciclo de noticias diarias. Era igual que estar en un teatro antes de que el público entrara y se levantara el telón. Me gustaba pasar entre las mesas vacías de mis compañeros reporteros, mesas que parecían haber sufrido un saqueo durante la noche, pues pocos periodistas eran ordenados con sus cosas personales. Me gustaba ver encima de ellas los montones de periódicos con las últimas ediciones recién salidas, como las sábanas nuevas de una cama. Me gustaba tomarme mi primer café mientras leía los periódicos de la mañana en papel, disfrutando de la breve pausa entre el deleite de las noticias del día anterior y la redacción de las de ese día. No veía por qué esta mañana tenía que ser diferente. Sobre todo, no quería pasar sola el día demasiado luminoso y aburrido que me esperaba fuera, vacío, sin poder rellenarlo con trabajo.

No era culpa mía.

Después de terminar con los periódicos, encendí mi ordenador y abrí mi Twitter, eché un vistazo y volví a salir. Abrí después mi correo electrónico. Había varias notificaciones para los medios sobre las actividades de diferentes ministros para la jornada, los boletines electrónicos de periódicos extranjeros a los que estaba suscrita, un correo de un antiguo pastor evangelista con el que estaba trabajando para un artículo sobre la ocultación de abusos sexuales dentro de su iglesia… Los ojos se me iluminaron al ver un correo de Tom, el hombre con el que estaba teniendo una relación (sexual, no romántica; nunca romántica). El correo tan solo contenía un enlace para una extraña muestra de arte. Pulsé sobre él. La exposición parecía consistir en televisiones descuartizadas. Se llamaba Disrupción. El asunto del correo de Tom decía sin más: «¿Quieres ir?».

Desde luego que no quería. En los años posteriores al Incidente me había acostado con muchos hombres, pero nunca me había despertado con ninguno de ellos. No buscaba amor ni compañía ni nada que se le pareciera. Ni siquiera me molestaba ya en buscar excusas conmigo misma relacionadas con esto, aunque alguna vez tuve que ponerlas ante otras personas. Las madres solteras (posiblemente también los padres solteros, no tenía ni idea) se acostumbraban a la compasión sincera de sus conocidos, las personas que decían «no sé cómo te las apañas». Percibía miedo en los ojos de estas personas. Les preocupaba que lo que me había pasado a mí pudiera ser contagioso. Sin embargo, la otra cara de la compasión era peor aún. Se trataba de un tono de empoderamiento cuando te preguntaban por tu vida amorosa, si habías tenido alguna cita últimamente o si estabas en alguna aplicación o web, preguntas formuladas con una curiosidad tan patente que no te dejaban otra alternativa que sospechar si habría un fondo de insatisfacción en el matrimonio de quien preguntaba. Para esas personas, yo ponía excusas sobre por qué no estaba «teniendo citas» (¿desde cuándo hemos aceptado tan alegremente este americanismo en nuestro léxico?). ¡Que tenía muy poco tiempo! Que estaba centrada en Maddy. Que estaba proyectándome en mi carrera. Que cuidar de un bebé sale caro. Que me estaba dando un descanso.

Tom era diferente, porque había entrado en mi vida con suavidad, como una nube benévola. Era camarero en una cafetería a la que iba a menudo con Maddy. Solía ir allí porque daban babychinos gratis con los cafés para adultos. Nuestra aventura había empezado cuando Tom nos trajo a la mesa una ración extra de malvaviscos rosas para Maddy, una especie de versión inversa de la prueba del malvavisco que Maddy había pasado admirablemente comiéndoselos todos y, después, mirando a Tom con su carita de arroz con leche para pedirle más. Empezó con los malvaviscos y culminó con mis visitas informales a la casa que él compartía, un poco más arriba de la nuestra, en Glebe Point Road. Tom tenía pelo moreno y barba y era alto, pero de una forma furtiva y saltarina, como si se olvidara de su altura hasta que empezaba a moverse por el mundo. En la cama actuaba con pericia y eficacia. Por lo que yo sabía, estaba enfrascado en alguna especie de intento de carrera artística y, también, era demasiado joven para mí. No estaba segura exactamente de cuánto más joven porque me daba miedo preguntar.

Yo estaba a punto de cumplir los cuarenta y, aunque era de la ideología de jamás ocultar mi edad ni sentir vergüenza por ello, esa determinación empezaba a flaquear a medida que se acercaba mi cumpleaños. En algunas ocasiones, tenía la vertiginosa sensación de que me iba aproximando lentamente hacia la zona invisible de la que hablaban las mujeres de mediana edad y que parecía más bien una alcantarilla. Por lo que había visto, las mujeres guapas sentían un miedo insólito por esa alcantarilla, como si hubiesen vivido a crédito y ahora les estuviesen exigiendo el pago de sus deudas. Supuestamente, yo estaba incluida. Era alta y de piernas largas. Los hombres habían admirado mis ojos. Mi pelo, que lo llevaba largo, era de un bonito castaño rojizo, pero el color era prestado (cada semana era más obra del peluquero, mientras que mi verdadero pelo se iba volviendo gris como las nubes que traen lluvia). Había empezado a sospechar que mis pestañas se dirigían hacia la invisibilidad, saliendo despacio por la puerta, para no llamar la atención. Un día, yo me giraría y ya no estarían. Parte de mi vello púbico había perdido pigmentación, mientras que de otras partes de mí brotaba pelo sin autorización.

Tom me hizo recuperar algo. Una tarde, poco después de empezar a vernos, me fumé un cigarro mientras estaba tumbada y desnuda en su cama provisional. Tom había encontrado el colchón en la calle, cosa que deseé que no me hubiese contado. Él estaba tumbado al revés, con los pies junto a mi cabeza. La ventana que tenía encima proyectaba un cuadro de luz del sol que enmarcaba su cabeza. La levantó para mirarme y me dijo:

—¿Sabes lo que eres? Flexible.

Le besé el tobillo y no dije nada, pero acepté el cumplido en silencio y me lo guardé en el bolsillo para analizarlo después. Tendría que darle la vuelta y evaluar su veracidad. Por ahora, al menos, con mi pelo ayudado por el peluquero y bajo la mirada de Tom, yo seguía siendo visible y me sentía agradecida por ello, pero eso no podía trasladarse a apariciones en público. No habría exposiciones ni presentaciones a amigos. Decidí cortésmente no hacer caso al correo de Tom, aunque se me pasó por la cabeza que él no iba a entender dónde estaba la cortesía en lo de no hacerle caso. Quizá le enviara después un mensaje o incluso me pasara a verlo. Por experiencia, sabía que el sexo era mi mejor alternativa para evitar preguntas.

Mientras veía mi bandeja de entrada, me llamó la atención un correo electrónico de un nombre que no reconocí: Patrick Allen. Lo abrí. Vi que Patrick Allen tenía socios. Vi que Patrick Allen era abogado. Vi que Patrick Allen era abogado y que representaba a un magnate ya retirado al que yo me había referido de paso en un artículo que había escrito un par de semanas antes. Vi que me había demandado.

 

 

Había pasado a la segunda página, una página poco importante adonde iban los artículos antes de morir o, al menos, a descansar un minuto o dos antes de desaparecer. En internet no aparecía y, por una vez, no me molestó. Era una noticia corta, cuatrocientas inofensivas palabras sobre el funeral de Estado de un antiguo vice primer ministro. Aquella mañana yo había dejado a Maddy en la guardería sin prestar atención a la piel enrojecida que tenía alrededor de la boca, mientras me decía al mismo tiempo que no era más que un sarpullido por la saliva, un diagnóstico inaudito que me inventé mientras iba corriendo al funeral, que era en el ayuntamiento a las nueve de la mañana. Llegué unos minutos antes. Había montones de flores y dolientes vestidos negros. Había un cuarteto de cuerda y muchas palabras sobre aquel gran hombre. Había una viuda, con la cabeza y el cuerpo inclinados.

El vice primer ministro era conocido por su papel en la reforma del régimen fiscal, por haber defendido recortes nada populares en la financiación de las universidades y por ser uno de los corruptos más sinvergüenzas que habían existido jamás en Canberra. Según se decía, no solo era un sobón. También se servía de los ojos para toquetear («Creo que se conoce como violación con la mirada», me había dicho una compañera mayor con toda la frialdad) y usaba los brazos para convertir los abrazos en un secuestro. Su personal femenino estaba sobre aviso y las más mayores solían vigilar a las más jóvenes, sin dejarlas nunca a solas con él, aunque a veces ni siquiera eso era suficiente, pues había rumores de que se quitaba el zapato durante las reuniones y que su dedo del pie cubierto por el calcetín se abría camino por la pierna de alguna joven que estuviese enfrente.

Todo estaba bien detallado, pero no cabía la posibilidad de que fuera publicado, al menos no el día en que ese gran hombre iba a ser enterrado. A veces, la verdad está en los silencios, en los vacíos, pero es difícil denunciar los vacíos. De modo que yo había escrito un artículo bastante insípido sobre el funeral y las personas que habían acudido.

Uno de los asistentes era Bruce Rydell, que, en los años ochenta, había sido el propietario de una cadena de televisión comercial. Se rumoreaba que guardaba una pistola en el cajón de su escritorio. A menudo se le describía como «extravagante», lo cual quería decir que era un capullo. Rydell había querido ser dueño de un periódico además de la cadena de televisión, pero las leyes sobre propiedad de medios de comunicación se lo impidieron, así que emprendió una guerra contra el Gobierno por esa legislación. El vice primer ministro, que también era titular de la cartera de medios de comunicación y telecomunicaciones, era su principal punto de contacto y de conflicto. Había una vieja historia, que ya se había publicado con anterioridad, sobre un enfrentamiento entre los dos durante una reunión en el despacho del vice primer ministro. Presuntamente habían utilizado un lenguaje particular. Presuntamente, hubo amenazas. Tuve que poner asteriscos en todos los insultos e incluí esta anécdota al final de mi artículo, una especie de nota al pie histórica para darle un poco de color.

Antes de presentarlo, se me pasó por la mente que quizá debería consultar la legalidad de aquello, pero entonces recibí una llamada de la guardería de Maddy. Las manchas rojas alrededor de la boca habían resultado ser una enfermedad de las manos, los pies y la boca, un horror bacteriano que se las arreglaba para parecer tan propio de la agricultura como del medievo. La directora de la guardería, una mujer experimentada en el control de enfermedades, me dijo que Maddy tenía treinta y nueve y medio de fiebre y que tenía que ir a recogerla de inmediato. Sentí un remolino de culpa tan intenso que, por un momento, me pilló a contrapié y tuve un destello de la vida paralela. En esa vida Maddy no era la última niña que quedaba en la guardería cuando su madre entraba corriendo, derrapando con sus tacones a las seis menos dos minutos de la tarde, como una soldadita con los botones de la rebeca mal abrochados. En la vida paralela, no había ninguna constelación de llagas en su boca ni horas de confusión en la sala de aislamiento de la guardería. Había días en casa llenos de color y galletas. Había tranquilidad y un buen médico de cabecera, no el despliegue de médicos de asistencia veinticuatro horas a los que Maddy tenía que acudir porque yo nunca podía escaparme del trabajo a tiempo. Había orden, pocas comidas de pasta preparada en dos minutos y menos preocupación por lo que las grasas transgénicas podían provocar en los niños de cuatro años. En la vida paralela, había alguien que me daba una copa de vino después de acostar a Maddy, alguien que me masajeaba los hombros, me ofrecía un poco de ayuda y me decía: «¿Qué tal te ha ido el día?», «¡La cena está lista!» o, ¡el mayor acto de amor!, «Tú quédate ahí, ya lo hago yo»; pero esa vida era un espectro y esta, la de aquí y ahora, era la de carne y hueso, aunque llena de llagas. La vida real.

Así que envié el artículo precipitadamente y salí corriendo a recoger a mi hija, que estaba demasiado enferma incluso para llorar. Guardó silencio mientras la llevaba a casa y pasé buena parte de la noche asegurándome de que el movimiento de elevación y descenso de su pecho era el adecuado, por si acaso, por si acaso. Todo se reducía a esa primera obligación de una madre: asegurarse de la continuidad de la respiración. Cualquier pensamiento sobre legalidades había desaparecido. Ningún abogado supervisó el artículo. Apareció en el periódico del sábado, aparentemente libre de tacha, aunque no me di mucha cuenta, porque pasé gran parte del día preocupada por si debía llevar a Maddy al hospital. Parecía una difícil decisión entre ser la madre que sobreactuaba ante una simple infección y ser la madre que no llevaba a su hija al hospital ni siquiera cuando su temperatura rozaba los cuarenta grados, tenía la frente encendida y parecía demasiado cansada o triste como para hablar, «en qué narices estaba pensando esa mujer». Al final metí a Maddy en un taxi y la llevé a urgencias, donde las enfermeras fueron tan agradables que me dieron ganas de abrazarlas o de llorar, hice las dos cosas. Los síntomas de Maddy mejoraron en cuanto tomó ibuprofeno y le pusieron una compresa fría. Después de volver a casa del hospital, sana y salva, Maddy se quedó dormida en el sofá en medio de un nido de cojines, aferrada a su mantita y al dedo anular sin anillo de mi mano izquierda. Me pasé los cuatro días siguientes en casa con ella. Esperé a que las llagas pasaran de ser volcanes a ser costras y pude volver a llevar a mi hija a la guardería y regresar al trabajo.

 

 

—Espero que no estés viendo internet. Twitter está hoy hecho una cloaca, más todavía de lo habitual.

Victor me saludó al pasar hacia su mesa. Vic era un periodista de investigación especializado en los bajos fondos. Yo guardaba las distancias en el trabajo. Muchos de los periodistas a los que conocía se habían despedido, así que ahora Vic era mi único amigo de verdad en la redacción. Pasaba sus días de una forma bastante misteriosa, reapareciendo a veces justo antes del cierre con las rodillas de los pantalones sucias o, en una ocasión, con una mano llena de rasguños. «Ah, es que he tenido que agacharme por debajo de una cosa», decía, o «solo ha sido por la moto». Tenía un pelo voluminoso que se teñía de lavanda. Estaba algo rellenito y, por detrás, podía ser confundido fácilmente con ese tipo de señoras que hacían de jurado de bizcochos en la Fiesta de Pascua. Vic era de una pequeña ciudad al norte de Nueva Gales del Sur. La ciudad tenía un festival de la jacaranda y, por lo poco que Vic me había contado de su infancia, una generalizada aversión por los chicos afeminados. Sus primeras sospechas sobre sí mismo quedaron confirmadas por su propio padre, que un día le llevó aparte cuando estaba jugando con las muñecas de sus hermanas, con seis años, y le dijo que solo los maricones jugaban con cosas de niñas. «Ah, pues eso es lo que soy», pensó Vic.

Yo me giré en la silla para mirarlo. Llevaba una camisa llena de cebras. Esa camisa era de sus preferidas. Decía que era una representación ingeniosa del estampado de cebra.

—¿Te has enterado?

—Está por todo internet —respondió Vic—. ¿Estás bien? Sabes que no es…

—¿Qué dice la gente? —pregunté—. Quiero saber qué están diciendo. Me da miedo mirar.

Vic había encendido su ordenador y yo miré la pantalla, que mostraba nuestra página web. El rostro de Tracey Doran, con sus saludables mejillas, me miraba directamente a los ojos. Su muerte era la noticia de primera plana. Tenía en las manos un batido de color esmeralda y sonreía. Los dientes le resplandecían de salud.

—Vale. Bien —dijo Vic—. Esto es lo que he leído. Parece que después de que ayer saliera tu artículo, los seguidores de Tracey la emprendieron con ella, muchos de ellos. Empezaron a acosarla por internet. «Zorra mentirosa, espero que te mueras, por qué no te mueres», ese tipo de cosas.

Cerré los ojos un momento.

—¿Estás bien? —preguntó Vic.

—Estoy bien —respondí—. Continúa.

—Y parece que la reacción a su muerte está convirtiéndose, sobre todo, en una especie de ataque contra el acoso. Ya sabes, gente hablando del carácter insidioso de los trols de internet. Salud mental. Ese tipo de cosas.

—¿Qué están diciendo de mí?

—Tú mantente alejada un tiempo de internet.

—Claro —respondí—. Es fácil no mirar internet.

Nos interrumpió Curtis, que vino a decirme que el director quería verme. Me llevó a una de las salas de reuniones de paredes de cristal que estaban junto a la redacción. Los reporteros llamaban a esas cajas de cristal «las salas de los lloros», pero si querías llorar sin que nadie te viera, tenías que agacharte en un rincón como si fueses un ninja o taparte la cara con un teléfono. Yo ya lo sabía. Durante los días oscuros posteriores al Incidente había llorado mucho en el trabajo.

Ben y Curtis estaban sentados en la mesa enfrente de mí. El enorme pecho de Ben sobresalía por encima de la mesa de tal forma que hacía que yo me reclinara sobre mi respaldo. Podía verle la alfombra oscura del torso bajo la camisa blanca. Ben era una persona, por lo general, silenciosa, pero su silencio en cierto modo le ayudaba a ocupar más espacio, y no al contrario. Me explicó que la dirección quería protegerme y alejarme del foco de atención durante un tiempo. Dijo que iba a apartarme de la labor de noticias y que podría continuar trabajando en artículos sin plazo de entrega. Dijo que era por mi bien. Mientras hablaba, Curtis se movía nerviosa, al parecer sin poder controlarse. Cuando Ben terminó de hablar, el único sonido que se oía en la sala era el del bolígrafo de Curtis, que golpeteaba repetidamente sobre la mesa con el ritmo de un metrónomo a toda velocidad. Él se giró para mirar los dedos de Curtis y el golpeteo cesó.

—Así que estoy metida en un lío —dije—. He caído en una especie de desgracia.

—Para nada —contestó Curtis sacudiéndose—. No es así. Es para protegerte. —Se pasó la mano por el pelo.

Mientras ella hablaba, recordé las palabras de un psicólogo criminal al que entrevisté una vez: «Si quieres descubrir la mentira, mira las manos». Me dijo que las personas que mentían casi siempre tenían la necesidad de mover las manos para exorcizar su angustia mediante algún tipo de movimiento. Durante una prolongada observación del padre de Maddy, llegué a la conclusión de que era verdad.

—¿Protegerme de qué? —pregunté.

Miré a Ben, que no tuvo problema en sostener mi mirada.

—De lo que está diciendo la gente, sobre todo —respondió.

—Pero ¿y si lo que está diciendo la gente no es verdad? —insistí.

—Eso no importa.

Ben giró el reloj que llevaba en la muñeca y lo miró. Era un caro artículo de oro con apariencia náutica que daba la impresión de que podían llamarle en cualquier momento para comprobar sus coordenadas. El gesto fue rápido y cargado de significado. Quería decir: «Aquí hemos terminado».

 

 

Tracey Doran era experta en bienestar y salud, entusiasta de la comida orgánica e influencer en las redes sociales. Había fingido tener cáncer de huesos y, después, fingió curarse de él con una dieta vegana orgánica. Había documentado su «travesía» (ya nadie contaba historias, solo travesías) en su cuenta de Instagram y consiguió un enorme seguimiento en redes sociales. Publicaba fotos suyas con mejillas radiantes y pelo lustroso, bebiendo zumos verdes en una cocina pastel. Preparaba ensaladas de col rizada y rúcula sobre las que disponía verduras gourmet y cereales centenarios como si fuesen joyas. Sus mascotas se convirtieron en parte del espectáculo: un gato anaranjado y un chucho del color del estiércol que tenía cierto aire de desconsuelo, como si fuese el único que mostrara escepticismo ante ese proyecto. Publicaba fotografías del gato y el perro con ella en el centro, el sol y sus girasoles. Al poco tiempo, ofrecieron a Tracey publicar un libro. Seis cifras por recetas y consejos de salud y bienestar entrelazados con fragmentos autobiográficos. El acuerdo se publicó en revistas profesionales y páginas de negocios de los periódicos como uno de los primeros ejemplos de cruce entre medios de comunicación: los tradicionales dirigidos por los revolucionarios, es decir, las redes sociales. Sin embargo, para Tracey el libro supuso solo un coqueteo con los medios más tradicionales, a los que necesitaba para impulsar su perfil en favor del juego principal: el manantial inagotable de internet, donde la fama podía rastrearse en tiempo real y donde podía ganar toneladas de dinero con cada toque y deslizamiento de pantalla surgido de la distraída e intermitente atención de sus compañeros de generación milenial. Realizaba también un pódcast en el que recibía a diferentes invitados de la industria del bienestar y la salud. Casi todo el dinero, decía, menos los gastos de funcionamiento y un pequeño sueldo para ella, lo destinaba a la beneficencia. Ella especificaba a qué organismos se lo entregaba, etiquetándolos en las redes sociales, y, a cambio, recibía efusivos agradecimientos. Ese era su sello, íntegro, altruista e inofensivamente espiritual. Unas semanas antes, la publicación sobre moda y estilo de los domingos de The Tribune había publicado un artículo sobre Tracey y, al día siguiente, recibí un correo electrónico. Lo leí mientras me comía un paquete de palitos de queso en mi mesa.

 

Hola:

 

Espero que puedas leer esto. Soy un ama de casa de Queensland y una admiradora de tu trabajo. Me gustó tu artículo sobre el sistema de casas de acogida. ¿Por qué son tan inútiles los políticos? Ayer leí otro artículo en tu periódico que se titulaba «La guerrera del bienestar y la salud: cómo una mujer venció el cáncer mediante la dieta y la conciencia plena». La protagonista del artículo era Tracey Doran. Yo conozco a Tracey de toda la vida. Asistió al instituto de Newgate con mi hija y se graduaron en 2008. Tiene veintiocho años, no veintitrés, como se asegura en el artículo. Lo sé porque estuve en la fiesta de su dieciocho cumpleaños. Me preocupa que sea una mentirosa patológica. Nunca ha tenido cáncer. Ni su propia madre se cree sus mentiras. Una cosa es que Tracey mienta a su familia, pero otra es que mienta a toda Australia. ¿Y si otras personas que de verdad están enfrentándose a un cáncer se creen sus mentiras? DEBE investigar esto. Atentamente, una lectora preocupada.

 

Me lamí los restos de queso de los dedos. Con escepticismo, busqué en Google sin mucho empeño. Después, hice algunas llamadas. Como tenía el nombre del instituto, pude buscar a alumnos (tenían su propio grupo de Facebook); a partir de ahí, no necesité mucho más de dos semanas de entrevistas telefónicas y de investigación por la red para desenmarañar la vida orgánica de Tracey Doran. Descubrí enseguida que la mayoría de las personas que estaban cerca de Tracey no se creía sus afirmaciones. Solo cuando comenzó a divulgarlas por las redes sociales es cuando empezaron a adquirir solidez como veraces. Si un artículo se retuitea las suficientes veces, termina convirtiéndose en real. Mi exclusiva contó con los permisos legales y esperé hasta el último momento para ponerme en contacto con la protagonista para que hiciese alguna declaración. No quería que Tracey pusiese en peligro el artículo con la publicación de un adelanto para su «comunidad» de la red, como ella llamaba a sus seguidores.

Concedí a Tracey un día para que respondiera a una larga lista de preguntas. Me contestó con un correo electrónico estrambótico y lleno de incoherencias en el que reiteraba su carácter filantrópico, aludía a «fuerzas oscuras que amenazan la autenticidad del alma y el corazón» y adjuntaba una hoja de cálculo que documentaba sus supuestas donaciones a entidades benéficas. No envió ningún recibo y algunas de las entidades que nombraba no parecían existir de verdad. En pocas ocasiones había caído en mi regazo una historia tan clara, cosa que más tarde solo serviría para agravar mi sensación de culpa. Resultó demasiado fácil. El periódico publicó el artículo a toda plana. Se hizo viral. A mediodía la página ya contaba con cien mil comentarios. Varias cámaras se apostaron en la casa de Tracey en Brisbane esa tarde. Por la noche, mientras cenaba los restos de los palitos de pescado de Maddy, recibí una llamada de Tracey. Me amenazó con denunciarme. Parecía borracha. Ahora era por la mañana y ella estaba muerta. Me parecía un ciclo demasiado corto. No parecía real. No parecía verdad.

 

 

Pasé el resto de la mañana haciendo llamadas esporádicas para un artículo que no tenía interés en escribir, sobre el perfil de una política, y evitando pensar en Tracey. Esperaba que no hubiese sido en la bañera. Por alguna razón, para mí era importante que hubiese muerto en el sofá, como si su muerte pudiese suavizarse con un lino francés orgánico y, de esa forma, también sus consecuencias. Sobre las tres, sonó mi teléfono y me sobresaltó. El tono de llamada eran los primeros acordes de Gimme Shelter. Tom se las había apañado para ponerlo, como parte de una discusión que estábamos teniendo sobre cuál era la mejor canción de los Rolling Stones, y yo no sabía cómo quitarlo. La llamada venía de un número desconocido. Contesté. Hubo una pausa y, después, oí una voz al teléfono. Era una voz de mujer, vivaz pero seria, y no tardé en darme cuenta de que era la voz de Tracey Doran. Me llevó un momento más darme cuenta de que no estaba viva. La voz no me hablaba a mí, sino que estaban reproduciéndola para mí. Era un audio de uno de sus pódcast: «Hola, chicos. Soy Tracey. Hoy vamos a hablar de la valiente participación en vuestra propia verdad y sobre cómo utilizar eso para vuestros objetivos de bienestar y salud —decía—. Y sobre cómo los bloqueos de energía…».

—¿Hola? —contesté—. ¿Quién es?

«… pueden interrumpir tu camino hacia el crecimiento…».

Colgué y miré a mi alrededor con la sensación de que alguien pudiera estar mirándome. Sonó entonces el aviso de un mensaje de texto en el teléfono. De nuevo se trataba de un sonido ridículo por cortesía de Tom: el punteo de un bajo. Cada mensaje sonaba como el comienzo de la banda sonora de una película porno. El mensaje no era de un número, sino de una dirección de correo electrónico que no reconocí. Decía: «Espero que estés orgullosa, puta zorra. Tú la has matado».

Decidí salir temprano del trabajo. Fui a recoger a Maddy.

 

 

La guardería de Maddy era una utopía de la primera infancia dedicada a estimular distintos resultados en materia de desarrollo. Tenía un «rincón del hogar», donde había muñecos tumbados en catres hechos con cajas de zapatos, todos juntos, como si se tratara de un orfanato ilegal. Había un «rincón de la ciencia», donde unos insectos con expresión hosca estaban metidos en depósitos para ser observados por los niños. En ocasiones, los sacaban para que también los pincharan. Había un centro de improvisación donde los niños lanzaban tajos a lienzos de fieltro como si fuesen pequeños expresionistas. Yo no podía decir que mi hija tuviera aptitudes para el dibujo o el arte. Sus obras eran más del lado perezoso del impresionismo. Pulsé el código de seguridad para entrar y busqué a Maddy por el patio. Una de las profesoras me vio y me saludó. Se llamaba Indira. A menudo le hacía a Maddy trenzas y coronas de pelo trenzado que le hacían parecer salida de un libro infantil que transcurriera en Suiza. Maddy la adoraba.

—Está en la sala de lectura —me dijo Indira.

Mientras hablaba, un niño le clavó una pajita en la oreja. A menudo me preguntaba cómo aguantaban esas mujeres. ¿Era porque trabajaban por turnos? Quizá todo resultaba más soportable si podías contar el tiempo que quedaba para el final. Entré en la sala de lectura, un espacio con aspecto de útero con luz tenue y cojines en el suelo, un lugar que guardaba gran parecido con una de esas salas chill out de las raves ilegales en almacenes a las que iba de adolescente. Incluso había una lámpara de lava. Miré desde la puerta de cristal y espié a Maddy. Estaba tumbada con la cabeza en un cojín, escuchando un cuento que le estaban leyendo. Tenía la cara enmarcada por el pelo moreno y las marcadas líneas de su corte de pelo contrastaban con sus redondeados rasgos. Podría haber escrito un soneto a las mejillas de mi hija. Era mi conexión más directa con la felicidad, el mejor acceso al deleite que había tenido nunca. Tras el Incidente, de mí rezumaba la pena como si fuesen gotas de condensación, pero incluso en mis peores momentos, jamás se vio afectado el placer que sentía al ver a Maddy. Maddy era el firme peñasco desde el que brillaba la luz.

Un día, cuando Maddy tendría tres años, unos seis meses después de que Charlie saliera de nuestras vidas, aparentemente para bien, la dejé tomando su leche en el sofá, delante de los dibujos, como era habitual después de que volviera de la guardería. Salí un momento al lavadero para poner una lavadora. El patio trasero era un parque de juegos para las zarigüeyas. Eran una plaga. Dejaban higos masticados por el suelo como si fuese el arroz de una boda y los trozos de higo se me quedaban pegados a las sandalias, aunque tratara de sortearlos. Cuando estaba atravesando de nuevo el patio, una vecina atrajo mi atención. Charlamos un rato por encima de la valla hasta que oí el ligero gemido constreñido de Maddy angustiada, un gemido apagado pero inconfundible. Corrí hacia la puerta trasera, la abrí y la encontré dando vueltas histérica por la casa, como un poni aterrorizado con un pánico animal. Me había llamado, me había buscado y, al no encontrarme, había creído que la había abandonado. La tranquilicé y le hice una promesa en silencio: «Te querré con más fuerza aún. Te querré más del doble. Yo sola seré mejor que dos».

Abrí la puerta y arrojé un rayo de luz en forma de isósceles al interior de la cálida oscuridad de la cueva.

Maddy levantó la cabeza del cojín y miró con los ojos entrecerrados hacia la puerta.

—¡Mami! —gritó.

 

 

Maddy creía firmemente que los ratones, una clase de animal con la que estaba obsesionada, vivían en los árboles. Ese convencimiento no había aparecido de la nada. Era el resultado de un engañoso libro de dibujos que solía leerle en el que una familia de ratones vivía en una elaborada casita en un árbol, con preciosos muebles, torrecillas, escaleras serpenteantes y pequeñas zapatillas tamaño ratón a lo largo de los pasillos. Estos ratones de los árboles eran una de las principales fuentes de conversación entre Maddy y yo, aunque también hablábamos de las muñecas de Maddy, de los amigos de Maddy de la guardería, de lo que íbamos a desayunar, comer y cenar, de lo que íbamos a hacer el fin de semana y, por último, del color de los ojos de las personas. Esas conversaciones eran distintas de nuestras discusiones, que trataban principalmente sobre la ropa que Maddy debía ponerse y cosas que ella no quería hacer en un momento dado, como cenar, irnos del sitio donde estuviéramos, cepillarse los dientes o el pelo… Hay muchas cosas que nadie te cuenta antes de ser madre, y la que encabeza la lista es lo difícil que es cepillarle los dientes a otra persona. Estas discusiones me resultaban frustrantes y había veces en las que tenía que salir de la habitación, meterme en mi dormitorio y cerrar la puerta para tomar aire y recuperar la calma. Me sentaba sobre la colcha azul, miraba por las puertas francesas que daban al balcón y pensaba: «Me he puesto rabiosa por la negativa de otra persona a ponerse calcetines». Era rabia de verdad, con el pulso elevado, la tentación de decir algo irrevocable y el aflojamiento de la lengua lista para gritar, pero las rabias iban y venían.

Nuestras conversaciones eran largas y satisfactorias. A menudo divagaban en direcciones inesperadas, como preguntas sobre de qué están hechos los huesos, adónde ha ido el sol, si solo tenemos una capa de piel y, en una aterradora ocasión, de dónde salen las personas.

—Los bebés crecen en la barriga de su mamá —respondí rápido, y Maddy lo aceptó, aunque pareció notar que esa solo era una parte de la cuestión.

Mientras iba con Maddy por la calle después de recogerla hablamos sobre ratones. La llevé a la cafetería de Tom para tomar una «leche de batido», que es como Maddy llamaba a los batidos. También decía pollamitas en vez de palomitas, lo cual resultaba embarazoso en las fiestas de los niños. La cafetería era de esas que tienen paredes de pizarra y carteles que anuncian la procedencia del café que sirven ese día. Aquel día era de las islas Galápagos y tenía aroma a azúcar moreno y manzanas verdes. Pedí una taza y un batido de plátano para Maddy. Se escabulló de la silla para ir a jugar con la cocina en miniatura que habían colocado en un rincón para los niños. Era de un diseño suficientemente escandinavo como para integrarse en la estética de la cafetería. A ella le gustaba hacerme té y traerme trozos de tarta hechos de madera clara. Miré a mi alrededor para buscar a Tom, pero recordé que había mencionado que era su día libre. Por un momento me pregunté qué hacía en su tiempo libre. No era algo de lo que habláramos. A veces charlábamos de los libros que Tom tenía esparcidos por su habitación, muchos de los cuales yo había leído antes de dejar la universidad.

Una camarera joven y guapa me trajo el café. Tenía un tatuaje que le salía como una vid desde el cuello hacia los pechos. Tenía unos pechos preciosos. Pensé en cuántas veces a lo largo del día Tom los miraría, un vistazo rápido a los ojos, brevemente hacia abajo y, de nuevo, subir a la cara. La mayoría de los hombres parecían poder realizar ese movimiento de ojos rápido, aunque otros parecían incapaces. Me pregunté por qué se acostaba Tom conmigo si podía hacerlo con esta joven o con varias otras que tuvieran tatuajes interesantes y una seguridad en sí mismas que yo había perdido hacía tiempo, si es que alguna vez la tuve. Mis propios pechos se habían rendido, como si fuesen la única parte de mi cuerpo que de verdad hubiese absorbido los pesares de los últimos años. El resto de mí había aguantado bastante bien, pensaba yo, al menos físicamente, pero mis pechos, en forma de disco, indiferentes, habían absorbido la tragedia y se habían vuelto en sí mismos tragicómicos.

Mientras miraba cómo jugaba Maddy, el sonido de un bajo emanó de mi teléfono. Bajé la vista y vi un mensaje de un número que no tenía grabado en mi móvil, pero que conocía muy bien. «Estaré por aquí mañana. ¿Y tú?».

La camarera tatuada se contoneó hacia nosotros con el batido. Llamé a Maddy para que se acercara y se sentó en su taburete para bebérselo afanosamente, haciendo alguna pausa para apartarse el pelo de los ojos con un gesto que parecía adulto. Echó la cabeza hacia atrás y las mejillas se le inflaron con esferas perfectas, como bolas de helado. Miré a mi hija y sentí la misma mezcla de responsabilidad y amor que me había atemorizado cuando su padre se fue… o cuando yo le dejé. La primera vez que ocurrió, resultó aterrador. Esa conciencia abrumadora y repentina de que yo iba a ser la única responsable de mantener con vida a esa bebé, de que era yo quien tenía que alimentarla, leerle cuentos, asegurarme de que tenía la ropa adecuada, de que esa ropa estaba limpia, de ganar el dinero suficiente para comprar una casa donde pudiéramos vivir algún día (porque sabía que el idilio de Ruby Street no podría durar para siempre), cortarle las uñas, enseñarle buenos modales, enseñarle a hablar, a leer, a conducir, a amar, a ser, explicarle de dónde venían las personas. Tenía que sostener su creencia de que los ratones vivían en mansiones con torretas encima de los árboles hasta que fuese sin duda alguna evidente que no era así. Esta responsabilidad me agobiaba. No tenía sentido fingir lo contrario, solo que sí fingía, todo el tiempo. Lo evitaba en las conversaciones y me sentaba con ello a solas, a veces en mitad de la noche, cuando me asaltaba la preocupación absurda de algún objetivo que me quedaba lejos: ¿quién iba a enseñar a Maddy a cambiar el aceite del coche? Entre todas esas responsabilidades, me esforcé por dejar algo de espacio para mí. El principal espacio que tenía era el trabajo, y era el trabajo lo que hacía que siguiera siendo visible. El trabajo era mi forma de asomar la cabeza por encima de las olas. Era el oxígeno que tomaba a bocanadas.

Cuando te quedas sola para cuidar a un niño pequeño, tus opciones se contraen como una criatura asustada. Tu libertad personal se encoge hasta quedar del tamaño de un puntito. Pequeños momentos, como un trayecto en tren sola o las pocas horas entre su hora de acostarse y la tuya, adquieren para ti más valor que tus propios dientes. Se consiguen hitos de desarrollo a base de sufrimiento. El tiempo se vuelve pesado y las tardes, sobre todo las tardes, son largas. La deserción provoca rabia, un tsunami de pesadumbre justificada. ¿Cómo no iba a ser así? Provoca una rabia tan titánica que amenaza con inundarte. Aprendes que, si tienes que buscarte la vida, debes mantener la cabeza despejada. Debes buscar tu oxígeno. Así que pones en práctica tu única opción: decides cómo lo vas a soportar, porque no tienes más remedio que soportarlo, cosa que no es reconocida por los «No sé cómo lo haces» con los que te encuentras en cenas con amigos y en el parque. A nadie le gustan las mujeres enfadadas. Una mujer amargada, que murmura, que se queja, que busca venganza, hace que los demás se sientan incómodos, y eso es intolerable, repulsivo incluso. Nadie se pregunta cómo es posible soportar el abandono con educación, elegancia y ligereza. Desde luego, nadie te dice cómo se hace. A la gente le gusta la parte de santidad que hay en una madre soltera. No les gusta tanto la rabia, el esfuerzo, la parte no santa que implica. Yo tomé mi decisión con anterioridad. Decidí no estar enfadada, es decir, decidí gobernar y vigilar mi rabia, aunque a menudo pareciera completamente ingobernable, salvaje, solitaria y temerosa como un animal que ha huido de su cautiverio y que va a la carga por la calle principal mientras los aldeanos huyen. Como habría dicho Tracey Doran, hay que saber controlar tu sello. Si yo no podía acabar con mi rabia, la ignoraría. Optaría por el camino más diplomático.

Maddy se acercó vestida con un delantal diminuto.

—Mami, ¿quiere azúcar, señora?

—Sí, dos, por favor, señora de la cafetería.

—Es de metida, mamá.

Quería decir de mentira.

—Vale. ¿Puedo tomar un poco de azúcar de metida?

—No tengo azúcar de metida.

—Ah, de acuerdo. Entonces, leche.

—Di por favor, mami.

—Por favor.