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Una aventura vertiginosa que mezcla el sabor más auténtico de los clásicos de Verne con la ficción especulativa más avanzada. Estamos en París, a una semana de la Exposición Universal. La Torre Eiffel está a punto de ser inaugurada, pero algo más se mueve en la ciudad: acaba de llegar un circo de autómatas dirigido por un personaje tan misterioso como siniestro. Nuestro héroe, Fabien, hijo de un relojero, investigará su procedencia junto con Madeleine, su mejor amiga. Lo que encontrarán los lanzará a la aventura de sus vidas... una aventura de la que, quizá, no saldrán intactos.
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Seitenzahl: 146
Veröffentlichungsjahr: 2022
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José Antonio Bonilla
Prólogo de Alberto García Gutiérrez
Saga
Sombras de metal
Copyright © 2018, 2022 José A. Bonilla and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726939811
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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ALBERTO GARCÍA GUTIÉRREZ
Aquel año de 1889 fue, como lo son todos los años por una causa u otra, especial.
En la recta final del siglo xix las diversas naciones que componían lo que conocemos como Occidente se sentían henchidas de orgullo por los logros conseguidos en los campos del saber. Las mujeres y hombres que vivían lo que nosotros hoy conocemos como la Belle Èpoque poseían la confianza en un mundo trazado por un progreso continuo, lineal. Pensaban que el futuro inmediato, a medio y largo plazo, sería una edad de oro en la que la especie humana vencería de forma definitiva a sus eternos enemigos: el hambre, la enfermedad, el oscurantismo y la superstición, la guerra y la muerte.
Occidente era dueño y señor de la mayor parte del globo terráqueo. El futuro era, pues, un mundo a imagen y semejanza de esa pequeña porción del planeta, Europa, junto con sus satélites coloniales y los jóvenes Estados Unidos. Ninguna nube negra aparecía en un horizonte despejado y radiante de luz.
1889 fue el año de la Exposición Universal de París. Del 6 de mayo al 31 de octubre el mundo estuvo en la ciudad de la luz. Las cifras del acontecimiento asombran hoy, aproximadamente ciento treinta años después. Casi un millón de metros cuadrados de exposición brillaban con la ingente cantidad de novedades en todas las disciplinas y áreas del saber humano. Cerca de sesenta y dos mil expositores acercaban al visitante las maravillas de la época; invenciones, aplicaciones técnicas e industriales, descubrimientos en química, física y exploración geográfica, arquitectura y bellas artes.
Los afortunados que visitaban la exposición universal, quedaban atónitos ante los edificios construidos ex profeso. Entre el Campo de Marte, el Trocadéro, la zona del d’Orsay y los Inválidos junto con una de las orillas del Sena se extendía la superficie, el perímetro, donde los pabellones de las naciones de todo el mundo se erguían con sus diferentes diseños arquitectónicos enarbolando al viento sus banderas. Era una competición entre potencias de diverso grado para ser consideradas la mejores de entre todas ellas.
Pasear por la exposición universal en aquel 1889 era poder admirar el triunfo del espíritu humano sobre la materia.
El progreso se medía en capacidad de asombro y belleza, de eficacia y eficiencia de lo que se mostraba al mundo y a la vez del ingenio nacional al servicio de la humanidad.
Seis millones y medio de personas fueron en 1889 a visitar la exposición que conmemoraba el primer centenario de la Revolución Francesa. La Tercera República Francesa deseaba brillar y alzarse de nuevo como una potencia entre potencias alejando de forma definitiva el desastre de 1870 que diera lugar de forma paradójica a su nacimiento y a la vez a su derrota contra Prusia y al nacimiento del segundo Reich alemán.
París brillaría como una joya sobre el orbe como la ciudad del progreso y del futuro. Y el progreso era la máquina.
La máquina, como icono de la época, era el logro de la mente humana y su herramienta para la dominación y sumisión del mundo al ser humano.
El templo de ese dominio en la Exposición Universal de 1889 fue el llamado Palacio de las Máquinas. El edificio que albergaba la tecnología de la época, obra del arquitecto Ferdinand Dutert y el ingeniero Víctor Contamin, era una nave central abovedada de hierro, acero y vidrio cubierta por arcos triarticulados de hierro fundido de 110,60 metros. Era el edificio de luz más grande jamás construido hasta aquel momento; 120 metros de ancho, 420 de largo y 48 de altura. Aquel que se adentraba en el templo de la máquina quedaba sorprendido por la luz interior y por los veinte arcos que daban cobijo a las maquinarias de los diferentes expositores. El futuro era la máquina, el progreso se medía por turbinas, hélices, dinamos, motores, electricidad y gasolina.
El mundo de 1889 poseía ya antes de esa fecha una ingente cantidad de invenciones, de máquinas, que hicieron más cómoda la vida. Antes de 1889 se habían ido sumando desde 1800 el barco, la locomotora y el ferrocarril a vapor, la máquina de coser, la máquina analítica de Babbage para cálculo matemático, el refrigerador, la fotografía y el papel fotográfico, el código Morse, el telégrafo, la rotativa, la lámpara de arco, el gas para la iluminación y como fuente de energía, la turbina hidráulica, el ascensor, el cable telegráfico submarino, la batería recargable, la máquina de escribir, el motor de combustión interna, el de gas y el de gasolina, el teléfono, el fonógrafo y el cilindro de grabación, la lámpara o bombilla incandescente, la electricidad como fuente de energía, el ventilador eléctrico, el linotipo, la bicicleta, la motocicleta, el automóvil a motor de gasolina, el tranvía eléctrico y el submarino, entre otras muchas invenciones.
El mundo de 1889 era un mundo de máquinas al servicio del ser humano. Ya no se concebía la civilización sin ellas. Ellas serían, a ojos de aquellos occidentales tan seguros, las que llevarían al ser humano a la futura edad de oro.
En 1889 se presentó al público de la Exposición Universal algo que aunque ya se conocía no dejaba de fascinar: autómatas. Estas creaciones eran para las mujeres y los hombres de la Belle Èpoque un símbolo de la capacidad del ser humano de emular a la naturaleza. Los stands en los que se encontraban estas creaciones eran los más visitados.
Si la máquina era el icono del progreso, los autómatas eran el intento de copiar al ser humano y a los animales en sus formas y actos. Llegar a conseguir que aquellas máquinas no fueran distinguidas de un ser vivo era el reto de sus creadores. Su historia, su extraordinaria historia, vale la pena esbozar, de forma breve, antes de seguir paseando por el París de 1889…
Se perdía en la noche de los tiempos cuándo el ser humano empezara a querer crear seres mecánicos. En el antiguo Egipto los sacerdotes habían creado estatuas de los dioses que movían brazos, manos, escanciaban agua o abrían y cerraban sus ojos. El legendario Homero en su Ilíada, en el siglo viii a.e., describía a sirvientes mecánicos creados por Hefestos, el Vulcano latino, dios de la metalurgia. Serían los griegos los que ahondarían en la búsqueda de autómatas en la realidad y no en la leyenda versada o en dioses simulados. Entre el 400-350 a.e., Archytas de Tarento creó un pájaro mecánico, entre el 262-190 a.e., Apolonio de Perga creó una serie de autómatas musicales impulsados por la energía del agua. Herón de Alejandría superó a los anteriores con sus estatuas movidas por la energía de… máquinas de vapor. Fue el primero en escribir un tratado sobre los autómatas en el siglo i a.e., el primero en concebir una máquina de vapor: la eolípila. Llegaría a concebir su Teatro de Autómatas en el que se recreaba escenas de la Guerra de Troya basados en los versos de Homero.
La Edad Media legaría las leyendas de cabezas parlantes, cabezas autómatas. Roger Bacon, San Alberto Magno o el Papa Silvestre ii se decía que poseyeron cabezas mecánicas que respondían a preguntas con un sí o un no, a preguntas sobre el futuro. En aquella época eso era considerado, de forma peligrosa, mancias, cosas de nigromantes, de brujos… pero dicen que toda leyenda posee en sus bases una parte de verdad. En el caso de San Alberto Magno la bruma de la leyenda nos cuenta que llegó a crear un autómata de hierro que realizaba diversas tareas. Los supuestos treinta años que le llevó su construcción y perfeccionamiento se redujeron a chatarra de hierro y virutas de madera cuando su discípulo, Santo Tomás de Aquino, destruyó el ser mecánico por concebirlo como obra del maligno.
La idea de crear seres mecánicos a imagen y semejanza de los seres vivos seguiría latente, no solo es de Occidente.
La civilización árabe tuvo en Al Jazari, en el siglo xii , inventor de los relojes de agua y del cigüeñal, a otro precursor con su libro El libro del conocimiento de los ingeniosos mecanismos en el que da cuenta cómo crear un autómata.
Durante el Renacimiento sería Leonardo da Vinci uno de los primeros que diseñara autómatas en el papel, desde una armadura mecánica a un león mecánico, este último por petición del rey de Francia Francisco i para alagar al Papa León x en el año 1515.
En el imperio español aparece Juanelo Turriano, ingeniero y relojero al servicio del reyemperador Carlos i de España y v de Alemania. Dice la leyenda que creó al llamado Hombre de Palo, autómata de madera que podía caminar y pedir limosna.
El siglo xvii el jesuita Athanasius Kircher en su obra Misurgia Universalis, expone la creación de autómatas que mueven los ojos, los labios y la lengua. De nuevo la leyenda cuenta que el filósofo René Descartes en aquella época poseía un autómata en forma femenina que representaba a su hija muerta Francine, de cinco años.
Fue en el siglo xviii cuando los autómatas serían una realidad perfeccionándose cada vez más. En las cortes de Europa los relojeros se encargaron de satisfacer el deseo de reyes y reinas de poseer seres mecánicos.
Así, el siglo de las luces vería las obras de Jacques de Vaucanson, relojero e ingeniero; como El Flautista, presentado ante la Academia de Ciencias Francesa, El Tamborilero, y su mayor perfección, El Pato, un autómata que realizaba la digestión. Friedrich von Knauss, relojero alemán, creador del autómata llamado El Escritor también asombró a Europa con sus creaciones. Pierre Jaquet-Droz, relojero suizo, construyó autómatas con sus hijos Henri-Louis y Jean-Frédéric en la segunda mitad del siglo xviii como La Pianista, El Escritor y El Dibujante, todos ellos de varias miles de piezas y complejos mecanismos internos. Fueron tan perfectas y bellas estas creaciones que llegaron a ser vistas en las cortes de diversos maharajás en la India, del emperador de China y del emperador de Japón.
Hubo también fraudes, como el famoso Jugador de Ajedrez, de Wolfgang von Kempelen pero ello no acabó con el sueño de crear autómatas que emularan al detalle el comportamiento humano y animal. Lo acrecentaron.
En el siglo xix Alexander Nicolas Theroude, con sus parejas de autómatas realizando acciones de todo tipo, Blaise Bontems, con sus animales antropomorfos y Leopold Lambert con su Fumador Turco causaron sensación y fueron los que abrieron el camino para una mayor perfección en los futuros autómatas que serían exquisitos juguetes.
Roullet & Decamps fue una de las firmas de autómatas más relevantes de Francia a finales del siglo xix . Su fundador, Jean Roullet supo fabricar autómatas capaces de imitar el comportamiento humano y animal desde 1865 y al unirse con su yerno, Ernest Decamps, la calidad de sus creaciones fue cada vez perfeccionándose. Un bello ejemplo de ello fue La encantadora de serpientes. En la exposición de 1889 brilló el trabajo de ambos hombres. Muñecas vestidas a la moda realizando actos cotidianos, animales realizando acciones antropomorfas y escenas de cuento fueron la presentación al mundo de la compañía de autómatas más prestigiosa del momento…
Volvamos de nuevo al París de 1899, a su Exposición Universal, que brillaría intensamente.
Causaba admiración por su audacia otro edificio que era para los habitantes de París una exageración, una manifestación del intento de la república francesa de elevar le grandeur por el progreso técnico: la Torre Eiffel. En un principio aquella torre era temporal mientras durara la Exposición pero sería a la larga, para sorpresa de sus detractores, el símbolo por excelencia de la ciudad de la luz. La torre de los trescientos metros, como se le bautizó en la exposición universal, más tarde sería conocida como Torre Eiffel, fue otro alarde de la capacidad de la ingeniería de la época.
Obra de los ingenieros Maurice Koechlin y Émile Nouguier, el arquitecto Stephen Sauvestre y el ingeniero Alexandre Gustave Eiffel era el mirador por excelencia para admirar la ciudad en un día de sol radiante. El privilegiado observador vería la belleza de Notre Dame, el Hotel de París, sede de la comuna municipal, el Teatro de la Opera de Garnier, el rio Sena con sus puentes imperiales, los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo de Napoleón i, el museo del Louvre y el museo d’Orsay, los parques y jardines, pulmones verdes de la urbe, como el de las Tullerías, los Campos Elíseos, el obelisco egipcio de Luxor de la plaza de la Concordia, las avenidas y manzanas de edificios regios del barón Haussmann proyectados en tiempos de Napoleón iii y como no, la exposición universal en todo su esplendor.
La Torre Eiffel haría muy popular la utilización de la tarjeta postal y a partir de la exposición se extendería por todo el mundo, al ser un souvenir barato y útil, en el que se podía admirar la imagen de una ciudad o de sus monumentos y a la vez en su reverso poder escribir a familiares y amigos las impresiones de lo que se vivía en ella.
Parisinos, franceses y ciudadanos del resto del mundo quisieron ser testigos del progreso humano, de la feliz era simbolizada en la máquina.
A muchos la Exposición Universal les sería inspiradora.
Científicos de todo el mundo visitaron París en aquellos meses de 1889 para ver el escaparate de invenciones y máquinas que perfilaban aquel presente y el futuro. Nikola Tesla fue uno de ellos. Allí conocería al profesor Wilhelm Bjerknes, físico noruego. Bjerknes le permitiría a Tesla estudiar su oscilador. El rival de Tesla también apareció por París. Thomas Alva Edison presentó su nuevo fonógrafo. Mejorado del primero que patentó en 1879, su calidad era tal que se podía escuchar un concierto grabado a través del teléfono.
Julio Verne, el autor de los Viajes Extraordinarios, el hombre al que el porvenir le atraía, padecía en 1889 una severa cojera a causa del ataque que sufriera por parte de su sobrino, en un acto de locura, unos años antes. Con sesenta años desde 1888 cuando fue elegido concejal por sus convecinos de Amiens, por la lista republicana socialista radical, sería responsable del área de cultura de la ciudad y se inspiraría en lo que viera y leyera en la exposición universal. En aquel año esbozaría breves relatos como La jornada de un periodista americano en el 2889, desarrollado y acabado más tarde por su hijo Michel Verne, que traslada a sus los lectores al siglo xxix y les muestra un futuro lleno de máquinas que hoy nos parecen antepasados de la televisión, el vídeo, la telefonía y los sistemas de transporte actuales. Verne comenzaría o acabaría de escribir novelas como El Castillo de los Cárpatos, César Cascabel, Familia sin nombre o El secreto de Maston en 1889. En el caso de El Castillo en los Cárpatos tendría importancia las nuevas invenciones presentadas al público de la exposición como el nuevo fonógrafo de Edison en el desarrollo de esa novela. El escritor también estaría atento a la aventura de una periodista norteamericana, Nelly Bly, que se había propuesto realizar la vuelta al mundo en ochenta días al igual que el protagonista verniano de La vuelta al mundo en ochenta días, Phileas Fogg. Entre noviembre de 1889 y enero de 1890, ya acabados los fastos de la Exposición en París, Nelly Bly conseguiría dar la vuelta al mundo en menos de ochenta días: setenta y dos días. seis horas, 11 minutos y 14 segundos, demostrando que lo escrito por Julio Verne era ya una realidad superada.
Para otros, la Exposición Universal sería un reconocimiento a toda una vida en su profesión.
Un viejo amigo de Julio Verne, Gaspar Félix Tournachon, Nadar como se le conocía de forma popular, el hombre que inspirara a Verne Cinco semanas en globo, sería objeto de un homenaje en la Exposición Universal. La colección de fotografías sobre Francia, sus grandes personajes en todos los ámbitos de la sociedad, y el resto del mundo, serían expuestas. El impulsor de los viajes en globo, el fotógrafo del todo París asombró a los visitantes con la belleza de su trabajo.
Nadar, había promocionado la aventura aérea en Francia con su defensa del globo como medio de transporte. Había ya otros precursores en 1889 como el británico Percival Spencer que realizará con éxito un salto en paracaídas desde un globo en Drumcondra, Irlanda o el también británico Percy Pilcher que construye un planeador con un sistema de arranque mediante motor de combustión interna. Un año antes Karl Wölfert vuela en un dirigible impulsado por gasolina en Seelburg, con un motor diseñado por Gottlieb Daimler. Poco a poco el ser humano se elevaba de la tierra a los cielos y no solo con globos.
Bajando a la exposición de París, un espectáculo causo furor en París durante la exposición, la llamada Muestra del Salvaje Oeste. William F. Cody, conocido con el nombre de Buffalo Bill fue la atracción junto con sus tiradores, entre ellos la tiradora Annie Oakley, haciendo realidad el tópico típico del salvaje Oeste americano.
Los pabellones de carácter colonial, de las potencias con dominios coloniales en África, Asia y Oceanía, eran todo un universo de colores, sabores, olores e imágenes de mundos lejanos y exóticos que despertaban sueños de aventura. Pero había otro reverso en ese mundo colonial de 1889, un reverso que nos parece ciento veintiocho años después repulsivo y perverso…
El Pueblo Negro, le Village Negre