Sónnica la cortesana - Vicente Blasco Ibañez - E-Book

Sónnica la cortesana E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

Sónnica la cortesana es una novela histórica del autor Vicente Blasco Ibáñez. Ubicada temporalmente en los años 219 y 218 a.C., narra de forma ficcionada el sitio de Sagunto por parte del ejército cartaginés de Aníbal, a través de los ojos de una cortesana de la ciudad enamorada de uno de sus defensores.-

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Vicente Blasco Ibañez

Sónnica la cortesana

 

Saga

Sónnica la cortesana

 

Copyright © 1901, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509311

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

AL LECTOR

Esta obra la escribí en 1901, para completar con ella la serie de mis novelas que tienen por escenario la tierra valenciana.

Había publicado ya Arroz y tartana, Flor de Mayo, La barraca y Entre naranjos, que son la novela de la vida en la ciudad, de la vida en el mar, de la vida en la huerta y de la vida en los naranjales. Tenía entonces el proyecto de escribir Cañas y barro, y para ello estudiaba la existencia de los habitantes del lago de la Albufera. Pero antes de producir esta última obra sentí la imperiosa necesidad de resucitar el episodio más heroico de la historia de Valencia, sumiéndome para ello en el pasado, hasta llegar a los primeros albores de la vida nacional. Y abandonando la novela de costumbres contemporáneas, la descripción de lo que podía ver directamente con mis ojos, produje una obra de reconstrucción arqueológica más o menos fiel, una novela de remotas evocaciones.

Con esto realicé un deseo de mi adolescencia, cuando empezaba a sentir las primeras tentaciones de la creación novelesca.

Siendo estudiante, en vez de entrar en la Universidad huía de ella las más de las mañanas para vagar por los campos o por la orilla mediterránea, encontrando a esto mayor seducción que al conocimiento de las verdades muchas veces discutibles del Derecho. Al caminar por los senderos de la huerta valenciana se ve siempre en el horizonte, por encima de las arboledas, una colina roja que es la estribación más avanzada de la sierra de Espadán, el último peldaño de las montañas que se escalonan en descenso hasta el mar. Sobre su cumbre, como amarillentas y sutiles pinceladas, se columbran los muros de un vasto castillo. Allí está Sagunto.

También al vagar por la playa, ante la llanura del Mediterráneo, azul a unas horas, verde a otras o de color violeta, pensaba en todos los personajes interesantes que dominaron este mar, saltando sobre él en sus caballos de leño, desde los navegantes homéricos hasta los corsarios cristianos y los piratas berberiscos que sostuvieron una guerra milenaria. Y muchas veces me dije, con mi entusiasmo de novelista aprendiz, que algún día escribiría dos novelas: una sobre Sagunto y su desesperada resistencia; otra que tendría por héroe al Mediterráneo.

Esta última novela tardé muchos años en producirla, y es Mare nostrum. Mi novela de Sagunto nació antes. Tal era mi deseo de hacerla, que, como ya he dicho, interrumpí mis novelas valencianas contemporáneas para que pasase delante de Cañas y barro.

Al poco tiempo de haber empezado a escribir Sónnica la Cortesana casi me arrepentí de este trabajo. Tuve que realizar vastos y monótonos estudios para no desistir de mi empeño. Casi siempre, en libros de esta clase, el éxito responde con parquedad a las grandes labores preparatorias que exigen. Necesité rehacer mis estudios latinos del bachillerato para leer obras antiguas que tratan de la heroica resistencia de Sagunto y su destrucción.

Al llegar aquí considero necesario hacer dos manifestaciones.

Siempre ha existido una crítica ligera, que juzga los libros muchas veces sin leerlos y emite, sin embargo, su juicio con la gravedad del que da una sentencia irrevocable. A esta crítica le basta una semejanza de títulos o una identidad de ambiente entre dos novelas, para declarar que la una procede de la otra, aunque examinadas por alguien que verdaderamente las ha leído no presenten ningún parentesco común.

Como en Sónnica la Cortesana uno de los personajes principales, tal vez el de mayor relieve, es Hanníbal, y se habla de la llamada «guerra inexorable» que Cartago sostuvo con sus mercenarios, algunos, cuando apareció la presente novela, hicieron alusiones (pero con timidez) a Salambó, la obra inmortal de Flaubert.

No es necesario insistir en esto. Los que hayan leído ambas novelas saben a qué atenerse. Pero yo aprovecho la ocasión para declarar lealmente que Sónnica es una novela que debe mucho a otro libro. Para escribirla me inspiré en el poema sobre la segunda guerra púnica del poeta latino Silvio Itálico, autor romano del principio de la decadencia, nacido en España.

Esto no lo ha dicho ningún crítico, y tal vez no lo habría dicho nunca, pues son contados los que se acuerdan de leer el citado poema. Yo, como he manifestado antes, tuve que repasar mi latín para conocer la obra de Silvio Itálico, y algunos de mis personajes secundarios los he sacado de ella, así como determinadas escenas.

Dicho poeta no fue contemporáneo de la trágica resistencia de Sagunto, pero la cantó pocos siglos después, pudo conocer todavía frescas las tradiciones orales del famoso suceso, y por ello le seguí con una preferencia especial sobre otros autores de consulta.

También debo decir que como Sónnica la Cortesana se publicó cuando la novela histórica tenía muchos cultivadores, a consecuencia del gran éxito momentáneo de Quo vadis, del polaco Sienkiewicz, y Afrodita, de Pierre Louis, algunos creyeron que escribí la presente obra por seguir una moda literaria.

Ya he manifestado que esta novela la pensé en mis años de estudiante. Luego vi en ella un complemento de mi obra sobre la tierra natal.

Había descrito ya la vida valenciana tal como puede verse directamente, y necesité realizar esta excursión por su pasado más remoto.

Las promesas entusiásticas hechas en nuestra juventud nos acompañan siempre como un remordimiento si no las cumplimos. Muchas veces, tendido en la playa a la sombra de una barca o en los cañares que bordean las acequias de la huerta, al ver sobre el azul del horizonte la colina roja de Sagunto y sus baluartes amarillos, prometí a la ciudad heroica que escribiría una novela describiendo su sacrificio... cuando llegase a ser un novelista.

Y cumplí mi palabra.

V. B. I.

I EL TEMPLO DE AFRODITA

Cuando la nave de Polyantho, piloto saguntino, llegó frente al puerto de su patria, ya los marineros y pescadores, de vista aguzada por las distancias del mar, habían reconocido su vela teñida de azafrán y la imagen de la Victoria, que con las alas extendidas y una corona en la diestra, llenaba todo el filo de la proa, hasta mojar sus pies en las ondas.

—Es la nave de Polyantho, la Victoriata, que vuelve de Gades y Cartago-Nova.

Y para verla mejor se agolpaban en el muelle de piedra que cerraba los tres lagos del puerto de Sagunto, puestos en comunicación con el mar por un largo canal.

Los terrenos bajos y pantanosos, cubiertos de carrizales y enmarañadas plantas acuáticas, extendíanse hasta el golfo Sucronense, que cerraba el horizonte con su curva faja azul, sobre la cual resbalaban, semejantes a moscas, los barquichuelos de los pescadores. La nave avanzaba lentamente hacia la embocadura del puerto. Su vela palpitaba bajo los soplos de la brisa sin lograr hincharse, y la triple fila de remos comenzó a moverse en los flancos de su casco, haciéndola encabritarse sobre las espumas que cerraban la entrada del canal.

Caía la tarde. En una altura inmediata al puerto, el templo de Venus Afrodita reflejaba sobre la pulida superficie de su frontón el fuego del sol poniente. Una atmósfera de oro envolvía la columnata y los muros de mármol azul, como si el padre del día, al alejarse, saludase con un beso de luz a la diosa de las aguas. La cadena de montes oscuros, cubiertos de pinos y matorrales, extendíase en gigantesco semicírculo frente al mar, cerrando el fértil valle del agro saguntino, con sus blancas villas, sus torres campestres y sus aldeas medio ocultas entre las masas verdes de los campos cultivados. En el otro extremo de la montuosa barrera, esfumada por la distancia y el vapor de la tierra, veíase la ciudad, la antigua Zazintho, con el caserío oprimido en la falda del monte por murallas y torreones, y en lo alto la Acrópolis, los ciclópeos muros, sobre los cuales destacábanse las techumbres de los templos y edificios públicos.

Reinaba en el puerto la agitación del trabajo. Dos naves de Massilia cargaban vino en la laguna grande, una de Liburnia hacía acopio de barros saguntinos y de higos secos para venderlos en Roma, y una galera de Cartago guardaba en sus entrañas grandes barras de plata traídas de las minas de la Celtiberia. Otras naves, con las velas plegadas y las filas de remos caídos en sus costados, permanecían inmóviles junto al malecón, como grandes pájaros dormidos, balanceando dulcemente sus proas de cabeza de cocodrilo o de caballo, usadas por la marina de Alejandría, u ostentando en el tajamar un espantable enano rojo, semejante al que adornaba la nave del fenicio Cadmus en sus asombrosas correrías por los mares.

Los esclavos, encorvados bajo el peso de ánforas, fardos y lingotes, sin otra vestidura que un cinturón lumbar y una caperuza blanca, al aire la atormentada y sudorosa musculatura, pasaban en incesante rosario por las tablas tendidas del muelle a las naves, trasladando al cóncavo vientre de éstas las mercancías amontonadas en tierra.

En medio del gran lago central alzábase una torre defensora de la entrada del puerto: una robusta fábrica que hundía sus sillares en las aguas más profundas. Amarrada a las anillas que adornaban sus muros balanceábase una nave de guerra, una libúrnica, alta de popa, la proa de cabeza de carnero, plegada su vela de grandes cuadros, un castillo almenado junto al mástil, y en las bordas, formando doble fila, los escudos de los classiari, soldados destinados a los combates marítimos. Era una nave romana que al amanecer el día siguiente había de llevarse a los embajadores enviados por la gran República para servir de mediadores en las turbulencias que agitaban a Sagunto.

En el segundo lago —una tranquila plaza de agua donde se construían y reparaban las embarcaciones— sonaban los mazos de los calafates sobre la madera. Como monstruos enfermos estaban las galeras desarboladas tendidas de costado en la ribera, mostrando por los rasguños de sus flancos el fuerte costillaje o la embreada negrura de sus entrañas. Y el tercero, el más pequeño, de aguas sucias, servía de refugio a las barcas de los pescadores. Revoloteaban en tropel las gaviotas, abatiéndose sobre los despojos de la pesca que flotaban a ras del agua, mientras en la orilla se agrupaban mujeres, viejos y niños, esperando la llegada de las barcas con pescado del golfo Sucronense, que era vendido tierra adentro a las tribus más avanzadas de la Celtiberia.

La llegada de la nave saguntina había apartado de sus quehaceres a toda la gente del puerto. Los esclavos trabajaban con lentitud, viendo a sus vigilantes distraídos por la entrada de la nave, y hasta los calmosos ciudadanos que sentados en el malecón, caña en mano, intentaban cautivar las gruesas anguilas del lago olvidaban su pesca para seguir con la mirada el avance de la Victoriata. Ya estaba en el canal. No se veía su casco. El mástil, con la vela inmóvil, pasaba por encima de los altos cañaverales que bordeaban la entrada del puerto.

Reinaba el silencio de la tarde, interrumpido por el monótono canto de las innumerables ranas albergadas en las tierras pantanosas y el parloteo de los pájaros que revoloteaban en los olivares inmediatos al Fano de Afrodita. Los martillazos del arsenal sonaban cada vez más lentos; la gente del puerto callaba, siguiendo la marcha de la nave de Polyantho. Al salvar la Victoriata la aguda revuelta del canal, asomó en el puerto la dorada imagen de la proa y los primeros remos, enormes patas rojas, apoyándose en la tersa superficie con una fuerza que levantaba espumas.

La muchedumbre, en la que se agitaban las familias de los tripulantes, lanzó aclamaciones al entrar la nave en el puerto.

— ¡Salud, Polyantho...! ¡Bien venido, hijo de Afrodita...! ¡Que Sónnica tu señora te colme de bienes!

Muchachos desnudos, de piel tostada, se arrojaron de cabeza a la laguna, nadando como un tropel de pequeños tritones en torno a la nave.

La gente del puerto alababa a su compatriota Polyantho, encareciendo su habilidad. Nada faltaba en su nave; bien podía estar satisfecho de su liberto la rica Sónnica. En la punta más avanzada del buque, el proreta, inmóvil como una estatua, escrutaba el horizonte con ágiles ojos para avisar la presencia de obstáculos; la marinería, desnuda, encorvaba sobre los remos las sudorosas espaldas, que relucían al sol; y en lo alto de la popa, el gubernator, el mismo Polyantho, insensible al cansancio, envuelto en una amplia tela roja, tenía en la diestra el gobernalle del timón y en la otra mano un cetro blanco que agitaba acompasadamente, marcando el movimiento a los remeros. Junto al mástil agrupábanse hombres de extraños trajes, mujeres inmóviles arrebujadas en oscuros mantos.

La nave resbaló por el puerto como una libélula enorme, abriendo las aguas silenciosas y muertas con la proa que poco antes atormentaba las olas del golfo.

Al anclar junto al malecón y echar el puente de tablas, los remeros tuvieron que repeler a palos a la multitud, que se empujaba queriendo penetrar en la nave.

El piloto daba órdenes desde la popa. Su roja envoltura iba de un lado a otro, como una mancha inflamada por el sol poniente.

— ¡Eh, Polyantho...! Bien venido seas, navegante. ¿Qué es lo que traes? Vio el piloto en la orilla a dos jóvenes a caballo. El que le hablaba iba envuelto en un manto blanco; una de sus puntas le cubría la cabeza, dejando al descubierto la barba en bucles y lustrosa de perfumes. El otro oprimía los lomos del corcel con sus piernas desnudas y fuertes. Vestía el sagum de los celtíberos, una corta túnica de lana burda, sobre la cual saltaba su ancha espada suspendida del hombro. Su cabellera desgreñada e hirsuta lo mismo que su barba encuadraban un rostro varonil y tostado.

— ¡Salud, Lacaro; salud, Alorco! —contestó el piloto con voz respetuosa—. ¿Veréis a Sónnica mi ama?

— Esta misma noche —contestó Lacaro—. Cenamos en su casa de campo... ¿Qué traes?

— Decidla que traigo plomo argentífero de Cartago-Nova y lana de la Bética. Excelente viaje.

Los dos jóvenes tiraron de las riendas a sus caballos.

— ¡Ah! Esperad —añadió Polyantho—. Decidla también que no olvidé su encargo. Aquí traigo lo que tanto deseáis: las danzarinas de Gades.

—Todos te lo agradecemos —dijo Lacaro, riendo—. ¡Salve, Polyantho! ¡Que Neptuno te sea propicio!

Y los dos jinetes partieron al galope, perdiéndose entre las chozas agrupadas al pie del templo de Afrodita.

Mientras tanto, uno de los pasajeros de la nave salió de ésta, abriéndose paso entre la multitud aglomerada frente al buque. Era un griego. Todos conocieron su origen por el píleos que cubría su cabeza, un casquete cónico de cuero, semejante al de Ulises en las pinturas griegas. Vestía una túnica oscura y corta, ajustada sobre los riñones por una correa, de la que pendía una bolsa. La clámide, que no llegaba a sus rodillas, estaba sujeta sobre el hombro derecho por un broche de cobre; unos zapatos de correas usadas y polvorientas cubrían sus desnudos pies, y sus brazos membrudos y cuidadosamente depilados se apoyaban al quedar inmóvil en un gran dardo que casi era una lanza. Los cabellos, cortos y rizados en gruesos bucles, se escapaban por debajo del píleos, formando una hueca corona en torno a su cabeza. Eran negros, pero brillaban en ellos algunas canas, así como en la barba ancha y corta que rodeaba su rostro. Llevaba el labio superior cuidadosamente afeitado, a usanza ateniense.

Era un hombre fuerte y ágil, en plena virilidad sana y robusta. En sus ojos, de mirada irónica, había algo de ese fuego que revela a los hombres nacidos para la lucha y el mando. Caminaba con soltura por aquel puerto desconocido, como un viajero habituado a toda clase de contrastes y sorpresas.

El sol comenzaba a ocultarse y las faenas del puerto habían cesado, retirándose lentamente la muchedumbre que ocupaba los muelles. Pasaban junto al extranjero los rebaños de esclavos limpiándose el sudor y estirando sus miembros doloridos. Guiados por el palo de sus guardianes, iban a encerrarse hasta la mañana siguiente en las cuevas del monte inmediato o en los molinos de aceite, más allá de las tabernas de marineros, hospederías y lupanares que agrupaban sus muros de adobes y sus techos de tablas al pie de la colina de Afrodita, como un complemento del puerto.

Los comerciantes retirábanse también en busca de sus caballos y carros para trasladarse a la ciudad. Pasaban en grupos consultando las apuntaciones de sus tablillas y discutiendo las operaciones del día. Sus diversos tipos, trajes y actitudes delataban la gran mezcla de razas de Zazintho, ciudad comercial a la que de antiguo afluían las naves del Mediterráneo y cuyo tráfico luchaba con el de Ampurias y Marsella. Los mercaderes asiáticos y africanos, que recibían el marfil, las plumas de avestruz y las especias y perfumes para los ricos de la ciudad, se distinguían por su paso majestuoso, sus túnicas con flores y pájaros de oro, sus borceguíes verdes, sus altas tiaras llenas de bordados y su barba descendiendo sobre el pecho en ondas horizontales de menudos rizos. Los griegos charlaban y reían con incesante movilidad, tomando a broma sus negocios. Algunos abrumaban con sus palabras a los exportadores iberos, graves, barbudos, huraños, vestidos de lana burda, y que con su silencio parecían protestar de aquel chaparrón de inútiles palabras.

Los muelles quedaron desiertos. Toda su vida afluyó al camino de la ciudad, donde entre nubes de polvo galopaban caballos, rodaban carretas y pasaban con menudo trote los borriquillos africanos llevando en sus lomos algún corpulento saguntino sentado como una mujer. El griego iba lentamente por el muelle siguiendo a dos hombres vestidos con túnica corta, borceguíes y un sombrerillo cónico de alas caídas, semejante al de los pastores helenos. Eran dos artesanos de la ciudad. Habían pasado el día pescando y volvían a sus casas. Ambos lanzaban ojeadas orgullosas a sus cestas, en cuyo fondo coleaban unos cuantos barbos revueltos con delgadas anguilas. Hablaban en ibero, mezclando a cada punto en su conversación palabras griegas y latinas. Era el lenguaje usual de aquella antigua colonia, en continuo contacto, por el comercio, con los principales pueblos de la tierra. El griego, al seguirles por el muelle, atendía a su diálogo con la curiosidad de un extranjero.

—Vendrás en mi carro, amigo —decía uno de ellos —. En la hostería de Abiliana tengo mi asno, que, como sabes, es la envidia de mis vecinos. Podremos llegar a la ciudad antes de que cierren las puertas.

—Mucho te lo agradezco, vecino, pues no es prudente caminar solo cuando pululan en nuestros campos los aventureros que tomamos a sueldo para la guerra con los turdetanos, y toda la gente huida de la ciudad después de las últimas revueltas. Anteayer ya sabes que apareció en un camino el cadáver de Acteio, el barbero del Foro. Le asesinaron para robarle cuando volvía al anochecer de su casita del campo.

—Ahora parece que viviremos más tranquilos, después de la intervención de los romanos. Los legados de Roma han hecho cortar unas cuantas cabezas, y afirman que con esto tendremos paz.

Detuviéronse los dos un instante para volver sus ojos hacia la libúrnica romana, que apenas si se veía ya junto a la torre del puerto, envuelta en las sombras de la noche. Después siguieron caminando con lentitud, como si reflexionasen.

—Ya sabes —continuó uno de ellos— que no soy más que un zapatero que tiene su tienda cerca del Foro y ha podido reunir un saco de victoriatos de plata para darse una vejez tranquila y pasar la tarde en el puerto con la caña en la mano. No sé lo que esos retóricos que pasean por fuera de la muralla de la ciudad disputando y gritando como Furias, ni pienso como los filósofos que se agrupan en los pórticos del Foro para reñir, entre las burlas de los comerciantes, por si tiene más razón éste o aquél de los hombres que allá en Atenas se ocupan de tales cosas. Pero con toda mi ignorancia, yo me pregunto, vecino: ¿Por qué estas luchas entre hombres que vivimos en la misma ciudad y debemos tratarnos como buenos hermanos...? ¿Por qué?

Y el amigo zapatero contestaba con fuertes cabezazos de asentimiento.

—Yo comprendo —continuó el artesano— que estemos en guerra de vez en cuando con nuestros vecinos los turdetanos. Unas veces por cuestión de riegos, otras por pastos, y las más por los límites del territorio o por impedirles que disfruten de este hermoso puerto, es natural que se armen los ciudadanos, que busquen la pelea y salgan a arrasarles los campos y quemarles las chozas. Al fin, esa gente no es de nuestra raza, y así es como se hace respetar una gran ciudad. Además, la guerra proporciona esclavos, que muchas veces escasean; y sin esclavos, ¿qué haríamos los hombres... los ciudadanos?

—Yo soy más pobre que tú, vecino —dijo el otro pescador—. El hacer sillas de caballo no me produce tanto como a ti los zapatos; pero mi pobreza me permite tener un esclavo turdetano, que me ayuda mucho, y quiero la guerra porque aumenta considerablemente mi trabajo.

— La guerra con los vecinos, sea en buena hora. La juventud se fortalece y busca el distinguirse; la República adquiere importancia, y todos, después de correr por valles y montes, compran zapatos y hacen componer las sillas de sus caballos. Muy bien; así, marchan los negocios. Pero ¿por qué estamos hace más de un año convirtiendo el Foro en campo de batalla y cada calle en una fortaleza? A lo mejor, estás en tu tienda encareciendo a una ciudadana la elegancia de unas sandalias de papiro a la moda asiática o de unos coturnos griegos de gran majestad, cuando oyes en la inmediata plaza choque de armas, gritos, exclamaciones de muerte, y ¡a cerrar en seguida la puerta, para que un dardo perdido no te deje clavado en tu asiento! ¿Y por qué? ¿Qué motivo existe para vivir como perros y gatos en el seno de esta Zazintho tan tranquila y laboriosa antes?

— La soberbia y la riqueza de los griegos... — comenzó a decir el compañero.

—Sí, ya conozco esa razón: el odio entre iberos y griegos; la creencia de que éstos, por sus riquezas y sabiduría, dominan y explotan a aquéllos... ¡Como si en la ciudad existiesen realmente iberos y griegos...! Iberos son los que están detrás de esas montañas que cierran el horizonte; griego es ese que hemos visto desembarcar y viene siguiéndonos; pero nosotros no somos más que hijos de Zazintho o de Sagunto, como quieran llamar a nuestra ciudad. Somos el resultado de mil encuentros por tierra y por mar, y Júpiter se vería apurado para decir quiénes fueron nuestros abuelos. Desde que a Zezintho le mordió la serpiente en estos campos y nuestro padre Hércules levantó los grandes muros de la Acrópolis, ¿quién puede marcar las gentes que aquí han venido y aquí se han quedado, a pesar de que otros llegaron después para arrebatarles el dominio de los campos y de las minas...? Aquí vinieron las gentes de Tiro, con sus naves de vela roja, en busca de la plata del interior; los marineros de Zante huyendo con sus familias de los tiranos de su país; los rótulos de Ardea, gentes de Italia, que eran poderosas en los tiempos que aún no existía Roma; luego los cartagineses de una Cartago que pensaba entonces más en el comercio que en las armas... ¡y qué sé yo cuántas gentes más! Hay que oírlo a los pedagogos cuando explican la historia en el pórtico del templo de Diana. Yo mismo, ¿sé acaso si soy griego o ibero? Mi abuelo fue un liberto de Sicilia, que vino para encargarse de una fábrica de alfarería y se casó con una celtíbera del interior. Mi madre era lusitana, y llegó en una expedición para vender oro en polvo a unos mercaderes de Alejandría. Yo me limito a ser saguntino como los demás. Los que se consideran iberos en Sagunto creen en los dioses de los griegos; los griegos adoptan sin sentirlo las costumbres ibéricas. Se creen diferentes porque han partido en dos a la ciudad y viven separados; pero sus fiestas son las mismas, y en las próximas Panatheas verás juntas con las hijas de los comerciantes helenos a las de esos ciudadanos que cultivan la tierra, visten de paño burdo y se dejan crecer la barba para semejarse más a las tribus del interior.

—Sí, pero los griegos todo lo invaden. Son los dueños de todo, se han apoderado de la vida de la ciudad.

—Son los más sabios, los más audaces; tienen algo de divino en sus personas —dijo sentenciosamente el zapatero—. Fíjate, sino, en ese que viene detrás de nosotros. Va vestido pobremente; tal vez en su bolsa no tiene dos óbolos para cenar; puede que duerma a cielo raso; y sin embargo, parece Zeus que haya descendido disfrazado del cielo para visitarnos.

Los dos artesanos volvieron la vista instintivamente para mirar al griego, y siguieron adelante. Habían llegado junto a las chozas que formaban una animada población en torno del puerto.

—Hay otra razón —dijo el talabartero— para la guerra que nos divide. No es el odio únicamente entre griegos e iberos; es que unos quieren que seamos amigos de Roma y otros de Cartago.

—Ni con unos ni con otros —dijo sentenciosamente el zapatero—. Tranquilos y comerciando como en otros tiempos es como mejor prosperaremos. El habernos llevado a la amistad con Roma es lo que yo reprocho a los griegos de

Sagunto.

—Roma es la vencedora.

—Sí, pero está muy lejos, y los cartagineses viven casi a nuestras puertas. Sus tropas de Cartago-Nova pueden venir aquí en unas cuantas jornadas.

—Roma es nuestra aliada y nos protege. Sus legados, que parten mañana, han dado fin a nuestras revueltas decapitando a los ciudadanos que turbaban la paz de la ciudad.

—Sí, pero esos ciudadanos eran amigos de Cartago y antiguos protegidos de Hamílcar. Hanníbal no olvidará fácilmente a los amigos de su padre.

— ¡Bah! Cartago quiere paz y mucho comercio para enriquecerse. Después de su fracaso en Sicilia, teme a Roma.

—Temerán los senadores cartagineses, pero el hijo de Hamílcar es muy joven, y a mí me dan miedo esos muchachos convertidos en caudillos, que olvidan el vino y la mujer para desear solamente la gloria.

No pudo el griego oír más. Los dos artesanos desaparecieron entre las chozas, perdiéndose a lo lejos el eco de su discusión.

Se vio el extranjero completamente solo en aquel puerto desconocido. Los muelles estaban desiertos; comenzaban a brillar algunos faroles en las popas de las naves, y a lo lejos, sobre las aguas del golfo, se elevaba la luna como un disco enorme de color de miel. Únicamente en el pequeño puerto de los pescadores había alguna animación. Las mujeres, desnudas de cintura arriba y oprimiendo entre las piernas el guiñapo que les servía de túnica, se metían en el agua hasta las rodillas para lavar el pescado, y colocándolo después en anchas cestas sobre su cabeza, emprendían la marcha, arrastrando a sus pequeñuelos panzudos y en cueros. De las naves, inmóviles y silenciosas, salían grupos de hombres que se encaminaban a la población miserable extendida al pie del templo. Eran marineros que iban en busca de las tabernas y lupanares.

El griego conocía bien estas costumbres. Era un puerto igual a los muchos que había visto. El templo en lo alto, para servir de guía al navegante; abajo, el vino a punto, el amor fácil y la riña sangrienta como terminación de la fiesta. Pensó un momento en emprender la marcha a la ciudad; pero estaba muy lejos, no conocía el camino, y prefirió quedarse allí, durmiendo en cualquier parte, hasta que saliera el sol.

Había entrado en los tortuosos callejones que formaban las chozas construidas al azar, como si hubieran caído en tropel del cielo, con paredes de adobes, techumbres de paja y cañas, estrechos tragaluces, y sin otra puerta que unos cuantos harapos recosidos o un tapiz deshilachado. En algunas de exterior menos miserable vivían los modestos traficantes del puerto, los que vendían los víveres a las naves, los corredores de granos, y los que, ayudados por algunos esclavos, traían los toneles de agua desde las fuentes del valle a las embarcaciones. Pero la mayoría de las casuchas eran tabernas y lupanares.

Algunas casas tenían junto a las puertas inscripciones en griego, en ibero y en latín, pintadas con almazarrón.

El griego oyó que le llamaban. Era un hombrecillo gordo y calvo, que le hacía señas desde la puerta de su vivienda.

—Salud, hijo de Atenas —dijo para halagarle con el nombre de la ciudad más famosa de la Grecia—. Pasa adelante; estarás entre los tuyos, pues también mis ascendientes vinieron de allá. Mira la muestra de mi taberna: A Palas Athenea. Aquí encontrarás el vino de Laurona, tan excelente como los de la Ática. Si quieres probar la cerveza celtíbera, también la tengo; y hasta si lo deseas, puedo servirte cierto frasco de vino de Samos, tan auténtico como la diosa de Atenas que adorna mi mostrador.

Contestó el griego con una sonrisa y un movimiento negativo casi al mismo tiempo que el tabernero locuaz se introducía en su tugurio, levantando el tapiz para dejar paso a un grupo de marineros.

Un poco más allá volvió a detenerse, interesado por un silbido tenue que parecía llamarle desde el fondo de una cabaña. Una vieja arrebujada en un manto negro le hacía señas desde la puerta. En el interior, a la luz de una lámpara de barro colgada de una cadena, veíanse varias mujeres sentadas sobre esteras, en una actitud de animales resignados, sin otra vida que la sonrisa inmóvil que hacía brillar sus dientes.

—Voy de prisa, buena madre —dijo el extranjero riendo.

—Detente, hijo de Zeus —contestó la vieja en idioma heleno, desfigurado por la dureza de su acento y el silbido de su respiración entre las encías desdentadas —. Al momento conocí que eres griego. Todos los de tu país sois alegres y hermosos; tú pareces Apolo buscando a sus celestes hermanas. Entra; aquí las encontrarás...

Y acercándose al extranjero para cogerle la orla de la clámide, enumeró todos los encantos de sus pupilas iberas, baleares o africanas: unas, majestuosas y grandes como Juno; otras, pequeñas y graciosas como las hetairas de Alejandría y Grecia. Pero al ver que el parroquiano se desasía y continuaba su camino, la vieja levantó su voz, creyendo no haber acertado su gusto, y habló de jóvenes blancos y de luenga cabellera, hermosos como los muchachuelos sirios que se disputaban los elegantes de Atenas.

El griego había salido del tortuoso callejón y todavía escuchaba la voz de la vieja, que parecía embriagarse impúdicamente con sus infames pregones. Estaba en el campo, al principio del camino de la ciudad. Tenía a su derecha la colina del templo, y al pie de ella, delante de la escalinata, vio una casa más grande que las otras, una hostería con la puerta y las ventanas iluminadas por lámparas de barro rojo.

Dentro, sentados en los poyos, veíanse marineros de todos los países pidiendo vino en lenguas distintas: soldados romanos, con su coselete de escamas de bronce, la corta espada pendiente del hombro y a sus pies el casco rematado por una cimera de rojas crines en forma de cepillo; remeros de Marsella, casi desnudos, con el puñal medio oculto entre los pliegues del trapo anudado a sus riñones; navegantes fenicios y cartagineses, con ancho pantalón, alto gorro en forma de mitra y pesados pendientes de plata; negros de Alejandría, atléticos y de torpes movimientos, enseñando al sonreír sus agudos dientes, que hacían pensar en espantosas escenas de antropofagia; celtíberos e iberos, de sombrío traje y enmarañada cabellera, mirando inquietos a todos lados y llevando instintivamente su diestra a la ancha cuchilla; hombres rojos de las Galias, con luengos mostachos y las encendidas crines anudadas y caídas sobre el cogote; gentes, en fin, llevadas y traídas, por los azares de la guerra y del mar, de un punto a otro del mundo conocido; un día guerreros victoriosos y al otro esclavos; tan pronto tripulantes honestos, como piratas; sin ley ni nacionalidad, sin otro respeto que el miedo al jefe de la nave, pronto a ordenar los azotes y la cruz; sin más religión que la de la espada y los músculos; llevando en las heridas que cubrían sus cuerpos, en las largas cicatrices que surcaban sus músculos, en las orejas cortadas cubiertas por las sucias greñas, un pasado misterioso de horrores.

Comían de pie junto a un mostrador, tras el cual se alineaban las ánforas con tapones de frescas hojas. Otros, sentados en bancos de mampostería a lo largo de las paredes, sostenían sobre sus rodillas el plato de barro. Los más se habían tendido sobre el vientre en el suelo, como fieras que se reparten la presa, y avanzaban sobre los grandes platos sus garras vellosas, crujiéndoles las mandíbulas entre palabra y palabra. Aún no se derramaba el vino en el suelo ni habían pedido la presencia de mujeres. Comían y bebían con una voracidad de fieras, atormentadas por la escasez de las largas travesías y extenuados moralmente por la brutal disciplina de las naves.

Viéndose amontonados en un espacio estrecho, respirando mal a causa del humo de las lámparas y los vapores de los platos, sentían la necesidad de conocerse, y entre bocado y bocado cada cual hablaba a su vecino, sin reparar en la diferencia de idioma, acabando por entenderse todos en una lengua compuesta de más gestos que palabras.

Un cartaginés relataba a un griego su último viaje a las islas del mar Grande, más allá de las columnas de Hércules, por un mar gris cubierto de nieblas, hasta llegar a unas costas abruptas, sólo conocidas por los pilotos de su país, donde se encontraba el estaño. Más allá, un negro, con grotesca mímica, contaba a dos celtíberos una excursión a lo largo del mar Rojo, hacia misteriosas playas, desiertas de día, pero cubiertas de noche por movibles fuegos y habitadas por hombres velludos, ágiles como monos, cuyas pieles, rellenas de paja, se llevaban a los templos de Egipto para ofrecerlas a los dioses. Los soldados romanos más viejos contaban su gran victoria de las islas Egatas, que arrojó a los cartagineses de Sicilia, terminando la guerra, y no les importaba, en su insolencia de vencedores, la presencia de los humillados cartagineses que les oían. Los pastores iberos mezclados con los navegantes querían aminorar el efecto de las aventuras marítimas, y hablaban de los caballos de su tribu y los prodigios de su rapidez, mientras un griego pequeño y vivaracho, para anonadar a los bárbaros y demostrar la superioridad de su raza, decía versos aprendidos en el puerto del Pireo o entonaba una melopea lenta y dulce que se perdía entre el rumor de las conversaciones, el crujido de las mandíbulas y el choque de los platos.

Pedían más luz. En la atmósfera de la hostería, las llamas de las lámparas se marcaban apenas como gotas de sangre sobre las paredes negras de hollín. De la inmediata cocina llegaba un hedor de salsas picantes y leña humosa, que hacía toser y llorar a muchos parroquianos. Algunos estaban ebrios y pedían coronas de flores a los esclavos para adornarse como en los banquetes de los ricos. Otros lanzaban rugidos de aprobación al ver cómo se iluminaba el antro con el resplandor sangriento de las teas encendidas por el dueño. Los esclavos iban y venían detrás del mostrador de piedra, volcando las grandes ánforas y corriendo a la cocina para salir inmediatamente, rojos de asfixia, sosteniendo enormes platos. Se esparció el vino por el suelo al volcarse una crátera. De vez en cuando, al asomar a las ventanas los pintados rostros de algunas rameras — lobas del puerto, que esperaban el momento de hacer irrupción en la hostería —, los marineros las saludaban con grandes risotadas. Algunos fingieron el aullido de la bestia cuyo nombre les servía de apodo, arrojándolas parte de su comida, que se disputaban entre arañazos y chillidos.

Los platos eran todos excitantes, para acompañar con un sorbo cada bocado. Los griegos comían caracoles nadando en salsa de azafrán. Las sardinas frescas del golfo aparecían en rueda sobre los platos, festoneados de hojas de laurel, y las coronas de pájaros eran servidas cubiertas de salsa verde. Los pastores iberos se contentaban con peces secos y queso duro; los romanos y galos devoraban grandes trozos de cordero chorreando sangre. Las anguilas de los lagos del puerto eran presentadas con adornos de huevos cocidos, y todos estos platos y otros más iban cargados de sal, de pimienta, de hierbas de olor acre, a las cuales se atribuían las más extrañas cualidades.

Todos sentían la necesidad de gastar su dinero, de hartarse y rodar ebrios por el suelo, consolándose así de la vida de privaciones que les esperaba en los barcos. Los romanos que partían al día siguiente habían cobrado varias pagas atrasadas y querían dejar sus sestercios en Sagunto. Los cartagineses hablaban con orgullo de su República, la más rica del mundo, y los demás marineros elogiaban a sus patrones, siempre generosos cuando tocaban en aquel puerto de excelentes negocios. El hostelero iba arrojando sin cesar en el fondo de una ánfora vacía monedas de todas clases: de Zazintho, con una proa de nave y la Victoria volando sobre ella; de Cartago, con el caballo legendario y los espantosos dioses kabiros; de Alejandría, con el elegante perfil de los Ptolomeos.

Los nautas más burdos sentían caprichos de potentado, la comezón de imitar durante una noche a los ricos, para poder consolarse en los días de hambre con este recuerdo, y pedían ostras de Lucrino, que las naves de Italia traían en ánforas llenas de agua de mar para los grandes comerciantes de Sagunto, o el oxigorum, que los patricios de Roma pagaban a considerable precio: tripas de pescado salado preparadas con vinagre y especias, que despertaban el apetito. El vino negro de Laurona y el rosado del agro saguntino parecían despreciables a los que tenían dinero. Despreciaban igualmente el de Marsella, hablando de la pez y el yeso empleados en su preparación, y pedían vinos de la Campania, Falerno, Massica o Cecubo, que, a pesar de su precio, bebían en cimbas, vasos de barro en forma de barca, capaces de contener gran cantidad de líquido.

Junto con los platos calientes y la variedad de bebidas, desde la cerveza celtíbera a los vinos extranjeros, aquellos hombres devoraban enormes cantidades de verduras y de frutas, hambrientos, por las largas permanencias en el mar, de los productos de los campos. Se arrojaban sobre los platos cubiertos de hongos, comían a puñados los rábanos aderezados con vinagre, los puerros, las acelgas y los ajos, y los montones de frescas lechugas de las huertas del agro desaparecían rápidamente, dejando cubierto el suelo de hojas sucias.

Contemplaba el griego este espectáculo desde la puerta, entre unos marineros que no habían encontrado lugar en la hostería. A la vista del rudo banquete, el extranjero se acordó de que no había comido desde por la mañana, cuando el encargado de los remeros de la nave de Polyantho le dio un pedazo de pan. La novedad del desembarco en una tierra desconocida había hecho callar hasta entonces a su estómago, acostumbrado a las privaciones; pero la vista de tantos manjares le hizo sentir el zarpazo del hambre, e instintivamente avanzó un pie dentro de la hostería, retirándolo inmediatamente. ¿Para qué entrar? La bolsa que colgaba sobre su vientre contenía papirus atestiguando sus hechos pasados; tabletas para anotaciones que ayudaban a su memoria. Guardaba también las pinzas de depilar y un peine, todos los menudos objetos de que no se despojaba un griego amante del cuidado de su persona; pero por más que buscase en ella, no encontraría un óbolo. En la nave le habían admitido gratuitamente al verle vagar por los muelles de Cartago-Nova, porque el piloto respetaba a los griegos de la Ática. Se veía solo y hambriento en un país desconocido, y si entraba en la hostería pretendiendo comer sin presentar dinero, le tratarían como a un esclavo, arrojándolo a palos.

Atormentado por el olor de las viandas y las salsas, prefirió huir, arrancándose a este suplicio, y al retroceder tropezó con un hombre alto, sin más traje que un sagum oscuro y unas sandalias con las correas cruzadas hasta las rodillas. Parecía un pastor celtíbero; pero el griego, al tropezarse con él y cruzar una rápida mirada, sintió la impresión de que no veía por primera vez aquellos ojo imperiosos, que hacían pensar en los del águila posada a los pies de Zeus. El extranjero levantó los hombros con indiferencia. Lo que deseaba era acallar el hambre, dormir, si le era posible, hasta la salida del sol. Y huyendo de aquella barriada miserable, iluminada y ruidosa, buscó un sitio donde descansar, encaminándose al Fano de Afrodita. El templo, situado en lo alto de la colina, tenía una ancha escalinata de mármol azul, cuyo primer peldaño arrancaba del muelle.

Sentóse el griego en la pulida piedra, proponiéndose esperar allí la llegada del día. La luna iluminaba toda la parte alta del templo. Los ruidos de las casas del puerto llegaban hasta él amortiguados por la gran calma de la noche, en la que se fundían el lejano murmullo del mar, el estremecimiento rumoroso de los olivares y el monótono canto de las ranas albergadas en las marismas.

Varias veces oyó el griego un grito estridente y lúgubre semejante al aullido del lobo. De repente sonó a sus espaldas. Su nuca sintió un soplo cálido, y al volverse vio a una mujer que se inclinaba hacia él con las manos en las rodillas. Sonreía con una expresión estúpida que desgarraba su boca, dejando al descubierto las encías, en las que se marcaban algunos claros.

—Salud, hermoso extranjero. Te he visto huir del bullicio, y como debes aburrirte en la soledad, vengo a buscarte para que seas feliz. ¡Qué...! ¿No puede ser?

El griego la reconoció al momento. Era una loba del puerto, una de aquellas desdichadas igual a las que había visto pulular en los desembarcaderos de todos los pueblos: cortesanas cosmopolitas y miserables, amantes de una noche de hombres de todos los colores y razas, sin más voluntad que la de caer de espaldas, con unos cuantos óbolos en la mano, sobre una piedra o a la sombra de una barca. Eran hetairas decadentes sumidas en el embrutecimiento, esclavas fugitivas que buscaban la libertad en la prostitución, la miseria y la embriaguez; hembras que representaban el amor para los hombres crueles del mar; pobres bestias extenuadas de jóvenes por el exceso de caricias y destinadas de viejas a morir a golpes.

El extranjero, al mirar a aquella mujer todavía joven, reconoció en ella algunos restos de belleza; pero enflaquecida, con los ojos lagrimeantes y la boca desfigurada por los dientes rotos. Iba envuelta en una amplia tela que debió ser de bellísimo tejido, pero sucia ya y deshilachada. Sus pies estaban descalzos, y la enmarañada cabellera se sostenía graciosa con una peineta de cobre, a la que la infeliz había añadido algunas flores silvestres.

—Pierdes el tiempo —dijo el griego con bondadosa sonrisa—. No tengo ni un óbolo en mi bolsa.

El acento dulce de aquel hombre pareció intimidar a la pobre cortesana. Era una criatura acostumbrada a los golpes. Para ella, el hombre representaba el empellón brutal, el placer manifestado con mordiscos, y ante la dulzura del griego se mostró desconcertada y recelosa, como si presintiera un peligro.

— ¿No tienes dinero? —dijo con humildad, tras largo silenció—. No importa; aquí me tienes. Me gustas; soy tu esclava. Entre toda ese gente que alborota en la hostería, mis ojos han ido a ti.

Y se inclinó sobre el griego, acariciando sus cabellos rizados con unas manos endurecidas por la miseria. Mientras tanto, él la examinaba con ojos de compasión, fijándose en su pecho deprimido y su regazo convexo, en el que parecían haber dejado todos los pueblos la huella de su paso.

El griego, hambriento y solo, se sintió atraído por la bondad de aquella infeliz. Era la fraternidad de la miseria.

—Si deseas estar acompañada, permanece a mi lado; habla lo que quieras, pero no me acaricies. Tengo hambre: nada he comido desde el amanecer; y en este momento cambiaría todas las dulzuras de Citerea por la pitanza de un remero.

La loba se incorporó a impulsos de la sorpresa.

— ¿Hambre tú...? ¿Tú desfalleces de hambre, cuando yo te creía alimentado con la ambrosia de Zeus?

Y sus ojos delataban el mismo asombro que si viera a Afrodita, la diosa de blancas desnudeces guardada arriba en su templo, descender del pedestal de mármol, ofreciéndose con los brazos abiertos, por un óbolo, a los marineros del puerto.

—Espera, espera —dijo con resolución, después de reflexionar un rato.

Vio el griego cómo corría hacia las chozas, y cuando el cansancio y la debilidad empezaban a cerrar sus ojos, la sintió otra vez junto a él, tocándole en un hombro.

—Toma, mi señor. Me ha costado mucho encontrar todo esto. La cruel Lais, una vieja horrible como las Parcas, que nos ayuda a vivir en los días malos, ha accedido a darme su cena, después de hacerme jurar que a la salida del sol le entregaré dos sestercios. Come, amor; come y bebe.

Y colocó sobre los peldaños un pan moreno en figura de disco, unos peces secos, medio queso saguntino, blanco, tierno, rezumando suero, y una jarra de cerveza celtíbera.

Abalanzóse el griego a la comida y empezó a devorarla, seguido por los ojos de la loba, que se dulcificaban cada vez más, tomando una expresión casi maternal.

—Quisiera ser tan rica como Sónnica, una que, según cuentan, empezó como cualquiera de nosotras, y es dueña de muchas naves, y tiene jardines hermosos como el Olimpo, y tropas de esclavos, y fábricas de alfarería, y medio agro es de su propiedad. Quisiera ser rica, aunque sólo fuese por esta noche, para regalarte con cuanto de bueno hay en el puerto y en la ciudad; para darte un banquete como los de Sónnica, que duran hasta el día, y donde tú, coronado de rosas, bebieses el Samos en copa de oro.

Conmovido el griego por la sencillez y la ingenuidad con que hablaba aquella infeliz, la miró dulcemente.

—No me agradezcas lo que hago por ti. Ignoras la felicidad que me proporciona el darte de comer... ¿Qué es esto? No lo sé. Nunca se aproximó a mí hombre alguno sin darme algo. Unos me dan monedas de cobre; otros, un pedazo de tela o una pátera de vino; los más, golpes y mordiscos. Todos me han dado algo, y yo sufría y los detestaba... Pero ahora llegas tú, pobre y hambriento, tú que no me buscas, que huyes de mí, que nada me das, y ha bastado que estés a mi lado para que se difunda por mi cuerpo una felicidad desconocida. Al darte de comer me siento ebria como si saliese de un festín. Di, griego: ¿eres realmente un hombre o eres el padre de los dioses que ha venido a honrarme descendiendo a la tierra...?

Exaltada por sus propias palabras, púsose en pie en mitad de la escalinata, y extendiendo sus brazos rígidos hacia el templo bañado por la luna, exclamó:

— ¡Afrodita! ¡Mi diosa! Si algún día llego a reunir el dinero que cuestan dos palomas blancas, las presentaré en tu ara adornadas con flores y cintas de color de fuego, en recuerdo de esta noche.

Bebía el griego el amargo líquido de la jarra y la tendió a la ramera. Esta buscó en el barro el mismo sitio que habían rozado los labios de su compañero, para poner los suyos.

No tocó la parte de la cena que le ofrecía el hombre; pero siguió bebiendo, lo que pareció darle mayor locuacidad.

— ¡Si supieras lo que me ha costado encontrar todo esto...! Las callejas están llenas de ebrios. Se revuelcan en el barro, se arrastran sobre las manos y te rasgan las ropas o te muerden las piernas. El vino corre por fuera de las puertas de las hosterías. En el muelle reñían hace poco. Unos africanos curaban a un compañero metiéndolo de cabeza en el agua: un celtíbero se la había abierto de un puñetazo. A Tuga, una muchacha ibera, se divierten cogiéndola por los pies y metiéndola de cabeza en la crátera de vino más grande de la taberna, hasta que la retiran medio ahogada. Es la diversión de siempre. A la pobre Albura, una amiga mía, la he visto en el suelo chorreando sangre. Se sostenía con las manos un ojo que le habían hecho saltar de un puñetazo un egipcio ebrio. ¡Lo de todas las noches...! Y sin embargo ahora me da miedo. Apenas si te conozco y parece que vivo en otro mundo, que veo por primera vez todo lo que me rodea.

A continuación le relató su historia. Su nombre era Bachis, y no conocía con certeza su país. Había nacido sin duda en otro puerto, porque recordaba confusamente en los primeros años de su vida un largo viaje en una nave. Su madre debió ser alguna loba y ella el fruto del encuentro con un marinero. Aquel nombre de Bachis que le habían dado desde pequeña era el de muchas cortesanas famosas de Grecia. Una vieja la compró sin duda al piloto que la había traído a Sagunto, y niña aún, mucho antes de sentirse mujer, conoció el amor, viendo entrar en la choza de la vieja negociantes ancianos del puerto y libertinos de la ciudad que se recomendaban unos a otros aquel cuerpo infantil, débil y pobre, en el que no se marcaban aún los abultamientos del sexo. Al morir su dueña se hizo loba, y pasó a manos de los marineros, de los pescadores, de los pastores de la inmediata sierra, de toda la muchedumbre brutal que pululaba en el puerto.

Aún no había cumplido veinte años y estaba avejentada, lacia, como exprimida por los excesos y los golpes. La ciudad la veía siempre de lejos. En toda su vida sólo había entrado en ella dos veces. Allí no toleraban a las lobas. Unicamente consentían su permanencia junto al Fano de Afrodita como una garantía para la seguridad de Sagunto, pues de este modo quedaban alejadas las gentes de todos los países que llegaban al puerto. En la ciudad los iberos de puras costumbres se indignaban a la vista de estas rameras, y los griegos eran demasiado refinados en sus gustos para sentir misericordia por aquellas vendedoras de amor que caían como bestias en celo al borde de un camino a cambio de un racimo de uvas o un puñado de nueces.

Y allí, a la sombra del templo de Venus, se deslizaba su vida, esperando siempre nuevas naves y hombres nuevos que cayesen sobre ella, velludos, obscenos y brutales como sátiros, enloquecidos por las abstinencias del mar, hasta que un día la asesinasen en una riña o apareciese muerta de hambre al lado de una barca abandonada.

—Y tú, ¿quién eres? —Terminó Bachis—. ¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es Acteón y mi patria es Atenas. He corrido mucho mundo. En unas partes he sido soldado, en otras navegante. He peleado, he comerciado, y hasta he compuesto versos y hablado con los filósofos de cosas que tú no entenderías. Me vi rico muchas veces, y ahora tú me das de comer. Esa es mi historia.

Bachis le miraba con ojos de admiración, adivinando al través de sus concisas palabras todo un pasado de aventuras, de terribles peligros y prodigiosos vaivenes de la fortuna. Recordaba las hazañas de Aquiles y la aventurera vida de Ulises, tantas veces oídas en los versos que declamaban los marineros griegos al sentirse ebrios.

La cortesana, apoyándose en el pecho de Acteón, acariciaba con una mano su cabellera. El griego sonreía fraternalmente a Bachis, con la misma serenidad que si ésta fuese una niña.

Dos marineros salieron de las chozas y empezaron a tambalearse en el muelle. Un aullido penetrante que parecía desgarrar el aire sonó junto a los oídos de Acteón. Su amiga, impulsada por la costumbre, con el instinto del vendedor que adivina de lejos al parroquiano, se había puesto de pie.

—Volveré, mi dueño. Me olvidaba de la terrible Lais. Tengo que darle su dinero antes que salga el sol. Me pegará, como otras veces, si no cumplo mi promesa. Espérame aquí.

Y repitiendo su aullido feroz fue en busca de los marineros, que se habían detenido saludando con risotadas y palabras obscenas los gritos de la loba.

Al verse solo el griego y con el hambre ya aplacada, experimentó cierto malestar pensando en su reciente aventura. ¡Acteón el ateniense, que las hetairas más ricas de la hermosa ciudad se disputaban en el Cerámico, protegido y adorado por una ramera de puerto...! Para no volver a reunirse con ella, huyó de la escalinata, internándose en las callejuelas vecinas al muelle.