Soy Aldariaga - Leonardo Gaspar Domingo Palermo - E-Book

Soy Aldariaga E-Book

Leonardo Gaspar Domingo Palermo

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Beschreibung

En las sombrías calles de Buenos Aires, el comisario Aldariaga se enfrenta al caso más enigmático de su carrera: la muerte inexplicable de un extranjero. Entre secretos oscuros y una red de corrupción, Aldariaga debe desentrañar la verdad, mientras sus propios demonios amenazan con consumirlo. Soy Aldariaga es un thriller policíaco que te sumerge en un mundo donde la justicia tiene un precio y el pasado nunca se queda atrás.

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Seitenzahl: 275

Veröffentlichungsjahr: 2024

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LEONARDO GASPAR DOMINGO PALERMO

Soy Aldariaga

Palermo, Leonardo Gaspar DomingoSoy Aldariaga / Leonardo Gaspar Domingo Palermo. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4974-7

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Dedicatoria

Agradecimiento

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Segunda parte

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Dedicatoria

A todos los buenos policías del mundo, que en la mayoría de los casos ponen el cuerpo, en pos de la vida y el bienestar del desconocido. Mitigando el calor en veranos sofocantes, el frío extremo en garitas de mala muerte, sueldos indignos y muchas veces despreciados e incomprendidos de un lado y otro de la sociedad. Su sacrificio y dedicación merecen nuestro más profundo respeto y gratitud.

Agradecimiento

A mis queridos policías. ¡Dios los proteja!

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

—Kristo Alexander Papadopoulos, nacionalidad griega, 46 años, caucásico, 1.76 metros de altura, peso aproximado ciento veinte kilos, amplia cicatriz en su mejilla derecha, prolijamente vestido y por ahora, muerte desconocida. No hay signos de pelea, ni contusiones físicas. Y por lo que se ve en el pasaporte, viaja bastante. ¿Anotó, Giménez?

—Sí, “comi, porsupu” –contestó el agente que lo asistía en ese último año, con su desganada parsimonia y su mala costumbre de canchero barrial arrabalero.

—Bien. Revise el cuarto a ver si tenemos alguna pista de su muerte –le ordenó el comisario Aldariaga, con su conocida voz seca, ronca y algo profunda que evidenciaba años de fumador. Mientras con poco disimulo tomaba el reloj de la muñeca del difunto y lo colocaba en la suya. Sustituyéndolo por su Citizen de plástico trucho, seguramente de origen chino, que guardó en el bolsillo del saco gris, por no saber dónde tirarlo. Y continuó escaneando la escena, con su aguda vista de halcón, mientras se jactaba de su profesionalismo y agregaba un comentario personal.

—Si de algo sirvieron tantos años en la fuerza y de haber estudiado tantos casos inéditos, hoy me permito dudar hasta de lo más simple. No creo que haya sido muerte súbita, Giménez. Un hombre vestido para salir, aparentemente sano, muere como fulminado por un rayo y para colmo en el puño de su mano derecha tiene una semilla algo más grande que el grano de café, ¿acaso quiso dejar un mensaje, una pista? Saque fotos del cuerpo y de todo lo que le llame la atención, pero no mueva nada de la escena. Llévese este granito para que lo analicen y mañana me trae el informe del forense. Veremos de qué murió el griego. Llame a la ambulancia y que lo lleven a la morgue.

—¿Y cómo sabe “comi”, que estaba por salir y no que volvía?

—¿Acaso no miró sus zapatos? todavía tiene limpias las suelas y recién lustradas como el resto. Mientras señalaba con el dedo índice, un cajoncito con varias latas de pomadas y cepillos en el piso, a un costado de la puerta del baño. Aldariaga, podía soportar tener la camisa arrugada por largas horas de servicio o por alguna urgencia, pero nunca los zapatos sucios. Convencido que los zapatos hablan de quien los porta.

—Otra cosa, Giménez, averigüe si tiene parientes, a quién vino a ver, y a qué se dedicaba. Este sujeto, le puedo anticipar, que no es un turista. Vaya a la embajada, notifique de su fallecimiento y verifique si alguien lo reclama.

Al otro día, el cabo Giménez tenía el informe completo, una carpeta negra, que cuando se la leyó al comisario, este, dio un salto de la silla y simultáneamente asestaba un fuerte puñetazo en el escritorio.

—¿¡Vio Gimenez, qué le dije!? Esto tiene mala espina. La embajada no lo reconoce como ciudadano griego. El pasaporte parece auténtico, pero no lo es. Y la muerte es por envenenamiento. Encima tiene una semilla de palma de dátiles que únicamente hay en medio oriente, precisamente en Turquía. ¿Cómo dijo que se llama esa planta, Giménez? ¿Crisk–crisk? ¿Y es altamente alucinógena? Bien, bien. ¿Qué sugiere, Giménez? ¿Cómo seguimos con la investigación?

Giménez se rascó el mentón, miró el techo como si allí estuviera la respuesta, puso cara de inteligente, volvió a bajar la mirada hasta encontrarse con la del comisario, y esbozó una leve sonrisa.

—¿Tiene una idea o no? –Insistió Aldariaga.

—Yo volvería al departamento del 6to C y preguntaría a los vecinos y al portero, qué tipo de persona era y si no encuentro algo interesante, después llamaría a los de interpol para que se hagan cargo y listo el pollo –respondió Giménez por primera vez entusiasmado.

—¿Giménez, usted es boludo o se hace? Eso lo encuentra en cualquier librito de Agretha Christi y ninguno de sus personajes pone cara de piola por decir lo más elemental. Vaya con el otro Jiménez, el sargento, y aprenda algo de él. Revisen nuevamente el departamento y me informen de las buenas nuevas.

—Sí, “Comi”, como usted diga, en un par de horas volvemos.

—Giménez... comisario inspector, ¿me entiende?

—¡Sí, mi comisario inspector! –respondió dolido en su fibra y de mala gana, por no aceptar su sugerencia.

—Otra cosa, Giménez, vuelve a la morgue y me trae todas las piezas dentarias de oro, el difunto ya no las necesita; antes que se las roben los enfermeros o los estudiantes forenses. A este occiso, nadie lo va a reclamar.

Tres horas después en la oficina, Aldariaga, estaba junto al cabo Giménez y el sargento Jiménez. Este último, hombre de máxima estima por el comisario inspector, tan distintos eran sus subordinados, como el día a la noche. El sargento apenas si hablaba, hábil en lo suyo, observador y meticuloso, muy a la medida del comisario para los casos complicados. En cambio, el cabo, era la otra punta de la soga, extrovertido, vivaz, alegre y locuaz en la conversación, aunque a veces algo perezoso para poner el cuerpo. Digno ejemplar para los propósitos de un comisario a medio camino de la ley. Y como detalle para destacar, algo torpe, pero de aprendizaje rápido...

—Empiece, cabo –intimó Aldariaga deseoso de ver su botín.

—En esta bolsita están los dientes de oro del difunto y dijo el doctor Barone que no se olvide de llevarle su parte. Y por lo demás, ¿recuerda a la viejita que estaba en la silla de ruedas fumando en el pasillo y nos saludó amablemente?

—Sí –dijo Aldariaga– ¿qué pasa con ella?

—Esa viejita es una radio con pilas nuevas. Apenas le pregunté si conocía al occiso comenzó con su relato, dando detalles puntuales sobre la vida del edificio entero. Dice que vive con su hermana Elma y que la loca no soporta el humo del cigarrillo, por eso cuando quiere fumar sale al pasillo y claro, allí pasa el día de lo más entretenida hablando con unos y con otros. A veces le cuida el chico a la del 5to B. Otras, recibe la correspondencia de algún vecino en su ausencia, otras...

—Pare, pare, Giménez, cuente solo del griego, ¿quiere?

—Según dice Rosaura, que prefiere que le digan Beba, el difunto no es griego, es ruso.

—¿Ruso? –Interrumpió Aldariaga –¿cómo qué ruso?

—Sí, “comi”, lo confirmamos cuando revisamos el apartamento por segunda vez. Había varios libros de León Tolstoi, Dostoievski y Vladimir Sorokin, en su idioma original, colocados prolijamente en su pequeña biblioteca. Discos de Tchaikovsky, Mijail Grinka y Stravinsky, ¿hace falta algo más para darnos cuenta de que es ruso? También encontramos varios sobres y cartas enviadas desde Europa en varios idiomas. Según parece, el hombre era bastante culto y tenía bastantes amigos.

—Hummm, ¿qué más dijo la vieja? –preguntó Aldariaga intrigado con el sujeto.

—Dijo que una vez por semana iba a visitarlo una mujer rubia de unos 30 años aproximadamente, que también hablaba ruso, que era muy bonita y amable. A veces le llevaba masitas de maíz, almendra y miel, que no se acuerda cómo se llamaban pero que eran exquisitas y vodka Beluga que supo convidar en más de una ocasión.

—Esto se está poniendo bueno...

—Dijo, que esa tarde, la mujer cambió el día de visita y que el rusito no estaba en su departamento, por eso le dejó el recado a ella, de dos paquetitos con masitas de maíz como siempre, uno para ella y otro para el rusito. Pero, que también le llamó la atención, con qué énfasis repitió las instrucciones. Dijo que insistió varias veces, que no se equivoque de paquete. Para su amigo, las del paquetito con moño rojo. Puso la pava para el mate y se despachó con gusto con las masitas de almendras, antes que llegara la bruja de su hermana y tener que compartirlas. Y que por golosa, le agarró un dolor de panza que tuvo que salir a mil, al baño. Por eso no escuchó cuando llegó su vecino. Pero una vez repuesta, y de vuelta en el pasillo, lo cruzó justo cuando estaba listo para salir nuevamente y le entregó el paquete. Él, muy amable y recién bañadito y perfumado como para una cita, le agradeció el favor, miró su reloj y comentó muy alegre “cómo me mima mi rusita” entró nuevamente a su cuarto seguramente para saborear el regalo. Luego, como a la hora, escuché como si un cuerpo cayera pesadamente sobre el piso de parquet. Por supuesto que ella golpeó varías veces la puerta y al no ser atendida, llamó a la policía.

—Bien, bien. ¿Está usted de acuerdo sargento Giménez con lo que dice el cabo?

—Sí, sí, señor comisario.

—Bueno, bueno. Esto nos lleva nuevamente al principio. Hay un hombre muerto, hay drogas de por medio, y una presunta sospechosa. Otra cosa Giménez, ¿encontraron efectivo en el departamento? ¿No?... a ver, pensemos lógicamente, si hay drogas tiene que haber dinero, y si lo hay, lo voy a encontrar, aunque tenga que levantar las maderas del piso. Luego le tiramos el asunto a los federales y que se hagan cargo. Kristo Alexander Papadopoulos (por ahora) tenía gustos refinados y huelo mucho dinero detrás de todo esto...

El comisario Aldariaga según su propio criterio, no era corrupto ni mucho menos un delincuente con licencia; no se sentía avaro ni siquiera un mal funcionario público, representante de la ley; solo un buen hombre, cansado de ser un perfecto samaritano y ver cómo sus pares vivían holgadamente en casa lujosa de barrios elegantes, con vecinos famosos o políticos inescrupulosos; compartiendo veladas de óperas y cenas en los mejores restaurantes del centro de Buenos Aires o Punta del Este todos los fines de semana y largas vacaciones en Miami u otras ciudades de Europa. Eso y la desidia civil, inclinaron la balanza.

Con el poco tiempo que le quedaba para retirarse no quería depender de una magra jubilación que en la mayoría de los casos no alcanzaba ni para remedios. Por ese motivo y con un ascenso demorado por años, había planeado una indemnización correspondiente por las balas recibidas. No había sobornos ni mucho menos perjuicios para terceros, lo que obtenía era recuperado del hampa a los tiros, y a veces, solo a veces, de forma tan fácil como esta. Solo entre el reloj Rolex Dayton y el encendedor Dupont oro plaqué Mika Pao, había más de tres años de salario, libre de impuestos, y su instinto de sabueso decía que había mucho más, para su retiro...

Capítulo 2

—Con el sargento Jimenez por favor.

—Diga nomás, con él habla.

—¡Jimenez qué alegría escuchar su voz!

—¿Quién me busca?

—Yo, Aldariaga ¿acaso no reconoció mi voz?

—¿Qué pasó, se le terminó la guita y necesita una recomendación, mi amigo?...

—No sea sarcástico conmigo Jimenez, necesito hablar con usted urgente, pero en privado ¿me entiende?

—Vuelva a llamarme en una hora, estaré en el bar esperando su llamada.

—Gracias Jimenez, sé que puedo contar con usted, en un rato lo llamo.

El bar referido era un viejo billar de diez mesas, cerca de la costanera norte, no muy lejos de la departamental. Lugar de citas y encuentros entre lobos y ovejitas descarriadas de la noche porteña. Discreto y donde sabía nutrirse Aldariaga no solo de agradable compañía femenina, sino de algún soplón de turno dispuesto a ganarse unos pesitos a costa de entregar algún hampón mal agradecido.

Jimenez entregó el turno y montó su viejo Renault 12 destartalado, media hora después estaba tomando una gaseosa fría, apoyado en la barra cerca del teléfono público. Esperó pacientemente, mientras se devanaba los sesos pensando qué carajo quería su antiguo colega.

El retiro del comisario si bien era anunciado, no lo compartió con nadie y eso molestó bastante al sargento. En un mes se cumplirían dos años sin verse y el último encuentro fue casual, en un paseo de compras, y no había sido bueno.

—Hola Jimenez ¿es usted?

—Sí Aldariaga, hable nomás.

—Desde que me retiré, estuve dando vueltas por ahí, hasta encontrar residencia en Madrid, pero no es por eso que lo llamo...

Quiso seguir con su petitorio, pero su excamarada lo interrumpió abruptamente.

—Buena vida mi amigo... usted viviendo la vida loca, y yo, su socio en todo, sigo aquí... mire si lo cubrí bastardo hijo de mil putas, desagradecido de mierda, tantos años juntos y solo recibí migajas.

—Bueno Jimenez, me dejé tentar... aparte el que encontró la caja fuerte fui yo y el que la reventó también...

—Tiene toda la razón del mundo, pero el que se comió treinta días de arresto fui yo y el cabo, ¿o ya se olvidó? y esa mancha en mi legajo me condena a no tener más ascensos ¿me entiende? y entienda otra cosa mi amigo, si lo estoy atendiendo es porque estaba aburrido nada más...

—Déjese de ñoñerías Jimenez, los hombres como nosotros jamás dejan a un amigo a la deriva ¿o acaso por qué cree que lo estoy llamando?

Aldariaga, hábil de cintura, sabía que se había portado como una verdadera mierda con su subalterno y amigo, pero lo necesitaba imperiosamente, y agregó rápidamente antes que le cortara la comunicación.

—Mire Jimenez le voy a hacer una propuesta que no podrá rehusar, dígame el número de cuenta bancaria y si en 48 horas no tiene una suma significativa de dinero depositada, no me recibe una puta llamada más ¿está de acuerdo?

—¿Y cuál es la propuesta? No sé por qué pero me huele mal...

—Se viene a tomar unas vacaciones conmigo y lo charlamos... desde ya, le digo que los boletos y la estadía la pago yo.

—Tiene que ser una broma... o de lo contrario está en graves problemas y no me está contando todo.

Aldariaga quiso esquivar el bulto, anticipándose a la reacción desacertada del sargento; conociéndolo como lo conocía, sabía que esa conversación no lo llevaría a buen puerto.

—Y dígame Jimenez ¿qué sabe de su homónimo?

El inesperado giro de distracción, no dieron el resultado esperado, por el contrario, ofendieron bastante más al sargento, que fuera de sí, le gritó del otro lado.

—¡Acaso no sabía que lo destituyeron después del caso del 6 C!

El pobre, tuvo menos suerte que yo, lo rajaron sin indexación, ahora está trabajando en seguridad en un patio de comidas. Ocho años en la fuerza tirados a la basura... de vez en cuando voy a visitarlo...

—¡Excelente, Jimenez porque la invitación también es para él!

Del otro lado del auricular solo se escuchaba la presencia de quien está, pero sin ganas de contestar; la respiración obligadamente estaba pegada al artefacto, profunda y sonora. La pausa fue más larga de lo debido para una conversación entre amigos; aunque el excomisario no aceleró los tiempos, dejó que su amigo se relajara hasta que al fin reaccionó.

—A ver si entendí –respondió Jimenez ¿para qué carajo nos necesita?

—Voy a ser sincero con usted, estoy por instalar una agencia de investigaciones y los quiero conmigo.

—Ni loco me jode otra vez. El nuevo comisario es bastante piola y no molesta demasiado.

—Jimenez, escuche con atención, le triplico el sueldo y se lo pago por adelantado y en euros. Al menos inténtelo por un par de meses, piense en el beneficio para su familia. Tómeselo como ya le dije, unas buenas vacaciones con su amigo.

—¿Y cómo es eso?

Aldariaga, al fin había conseguido la atención de su exsubalterno, pero todavía lo estaba cuestionando, así que apretó el acelerador a fondo y soltó el resto.

—Jimenez, esto que le voy a decir hubiese preferido decírselo en persona, pero no me da otra alternativa. ¿Recuerda las cartas que le enviaban al rusito desde Europa y me las quedé yo?

—Sí, como el resto de las cosas de valor.

—Bueno, cómo le digo, estuve paseando por algunos países y de paso, por curiosidad llegué a esas direcciones... y vaya sorpresa que me llevé. Por supuesto que para tal empresa contrate un guía traductor, hombre sencillo y honesto, al menos eso me dijo quien me lo recomendó, un tío directo de María Julia. Un excelente guía turístico, conocedor de varias lenguas, simpático y buen conversador, hablaba seis idiomas al dedillo de lo cual soy testigo cierto, pero he aquí el problema: hace una semana atrás, cuando regresamos del último viaje secuestraron a Maruja, mi señora y desde ese día no he sabido nada de ella ni del marroquí, que esa era su nacionalidad.

—Pero Aldariaga ¿cómo no empezó por ahí?

Ahora el que hacía la pausa era él. Sin poderse contener o por simple actuación para reforzar el relato, largo un lagrimón y se chupó los mocos en un lloriqueo intermitente y silencioso.

—Cuente conmigo Aldariaga, y ya mismo voy a contratar a Giménez, a pesar del maltrato recibido, todavía lo aprecia. Llámame aquí mismo pasado mañana... a la misma hora.

Dos días después, Giménez y Jimenez compartían unas gaseosas en el bar “Fantasías” los dos miraban el aparatito del teléfono con insistencia sin poder sacar los ojos de allí; como si una fuerza gravitacional mágica y sensual de algunas de esas señoritas que deambulaban por el salón guiñándoles un ojo en aprobación de compañía.

Jiménez dejó la gaseosa de lado y se corrió hasta la barra para pedir dos whiskys con hielo, la ansiedad los estaba torturando, y mientras los pedía, a pesar de la música y el murmullo general, escuchó sonar el timbre del teléfono del otro lado de la barra que lo sobresaltó de muerte. Sin disimulo volvió corriendo con los dos vasos servidos en las manos y en un torpe tropiezo cayó desparramado bajo las mesas de billar, llamando la atención de todos, sin proponérselo. Se levantó tan rápido como había caído, se sacudió el polvo del piso y volvió con su amigo, disculpándose con los jugadores que vieron su juego interrumpido.

—Soy Aldariaga –dijo la voz del otro lado del teléfono. La charla fue cordial y amena, los excompañeros estaban exultantes de felicidad, sus cuentas bancarias habían recibido las promesas en efectivo y estaban deseosos de partir hacia el otro lado del océano, ya que ninguno de ellos lo había cruzado antes. Arreglaron los pormenores y quedaron en encontrarse en una semana en el aeropuerto Barajas en Madrid, él los estaría esperando.

Se despidieron con un abrazo a la distancia y prometieron estar en contacto antes del viaje. Luego Jiménez volvió a la barra otra vez por los whiskys e hicieron un brindis por su nuevo y antiguo jefe, Juan Alberto Aldariaga. Detective privado...

Capítulo 3

El abrazo a la distancia de la semana anterior se transformó en un apretón interminable, donde no faltaron las palmadas cariñosas, los abrazos de osos, ni los lagrimones de cocodrilo. Aldariaga estaba sensible de ver nuevamente esas caras tan conocidas, y a pesar de su desplante, nuevamente estaban frente a él, firmes y dispuestos para librar su nueva batalla. Tomaron un café y hablaron de todo un poco en el hall central, mientras esperaban el equipaje, luego subieron al auto de Aldariaga y fueron directo a su casa sobre la calle Jumeño y Ronda de Segovia, en las afueras de la ciudad, una de las pocas casonas que todavía mantenía su forma original desde su construcción en 1890. Alta, fresca, grande, dos plantas y habitaciones con balcones mirando la calle, con un bello jardín en el patio trasero y una enorme planta de magnolia, florecida y perfumada.

—Tomen posesión, los cuartos están arriba y elijan el de su agrado, la casa está desocupada, solo somos tres. Despedí temporalmente a la señora Irma, que es la que se encarga de tener todo limpio y en orden... y Maruja no está...

Mientras ellos acomodaron sus pertenencias, Aldariaga preparó fideos con tuco y albóndigas, destapó una botella de vino tinto de Navarra y espero que sus colaboradores se refresquen con un baño rápido. Luego del afectuoso almuerzo los dejó descansar, mientras él fue por unos trámites.

Por la noche los invitó a cenar un auténtico cocido madrileño en la taberna la Bola, un plato suculento para la época, sobre todo para una temperatura que supera los veintisiete grados holgadamente cerca de la cocina; garbanzos, carne de ternera, chorizos, tocino, morcilla y verduras varias, acompañado de un buen vino riojano. Luego de una caminata por el centro y una copa obligada para entrar en el tema, regresaron a la casa para continuar la velada en el jardín saboreando un whisky de once años.

—Como ya los instruí, mi reina desapareció misteriosamente, lo curioso es que encontré el anillo de boda sobre la mesita de luz.

—Perdone Aldariaga, ¿pero por qué no recurrió a la policía local? esto que nos acaba de decir es muy delicado, acaso Dios sabe qué le pudieron hacer estos hijos de puta –dijo Jimenez, preocupado por su comadre, madrina de su tercer hijo varón.

—No quiero meter púa, ¿pero si dejó el anillo de bodas sobre la mesita de luz, acaso, no es una despedida? ¿Cómo se llevaba últimamente con su mujer? digo sin ofender, “comi” –agregó Giménez desentonado, quizá por el cambio de clima o por el whisky con hielo, que ya iba por el tercero.

—Voy a primero, si no hice la denuncia es también por lo segundo. Últimamente Maruja estaba bastante extraña conmigo, creo que es la menopausia o algo así, desaparecía por horas sin avisar a dónde iba y cuando le preguntaba algo, se mostraba hostil y molesta. Por otra parte, sus parientes viven aquí a la vuelta, ellos son buena gente y esta casa la conseguimos a precio de ganga gracias a sus buenas conexiones. Imagínense en el quilombo en el que me vería involucrado, y para males tendría que suspender mi investigación... pero vayamos por el principio, así tienen un panorama más amplio por el cual los convoqué, y créanme señores que son las únicas personas en las cuales confío a muerte, y son de mi mayor estima. Agradezco enormemente que estén conmigo en este difícil momento, pero también quiero decirles que huele muchísimo dinero detrás de esta red, sea que la justicia europea nos gratifique por el trabajo o por como sabemos hacerlo nosotros, el asunto, es que, con este último servicio, de aquí se retiran ricos... o dejo de llamarme Juan Alberto Aldariaga... y para usted Giménez, deje de decirme “comi”, ya no lo soy.

Los tres hombres a medio tomar, estaban alegres y eufóricos, nuevamente juntos como en los viejos tiempos y listos para la acción. Terminaron la botella mientras cambiaron experiencias, rieron con ganas de algunas y se entristecieron con otras, casi lúcidos, imaginativos y pensantes el alba los sorprendió con el vaso vacío a medio dormir en sus cómodos sillones.

Dos horas después estaban en la cocina tomando mates, con el sol escondido detrás de la magnolia, mientras los rayos que se filtraban entre las hojas avivaron los perfumes del jardín y los matices de mil flores recobran su esplendor, mientras se reflejaban en la fuente de agua en el centro del patio, dando una imagen de serenidad y sosiego.

—Hermosa casa, jefe –comentó Giménez.

—Cuando vinimos a visitar a sus tíos, hace dos años, nos comentaron que estaban por rematarla; sus dueños habían fallecido 20 años atrás y a Maruja le gustó la idea de quedarnos a vivir aquí, una cosa nos llevó a la otra y desde ese momento la disfrutamos. Lo demás vino por una tonta novela que mirábamos todas las tardes. Un varonil turco enredado en amores, dueño de una mansión fabulosa en Estambul, no se decidía con cuál mujer quedarse. La bella ciudad cautivó a Maruja tanto como el mismo sultán y sin poder negarme, contraté un guía para que nos acompañe en la aventura.

—Jefe no quiero ser pesado, pero si nos va a contar toda su vida, mejor si nos lleva a pasear por la ciudad, el día se presta y de paso conocemos un poco...

Jimenez lo reprendió con la mirada, había sido obsceno con el comentario innecesariamente; aunque Aldariaga no le dio importancia, siguió con su relato, entusiasmado con su magnífica historia.

—Como ya le comenté a Jimenez, el marroquí, hombre simpático, educado y feo, muy feo, pero de entrada congenió con mi reina. En ese viaje me di cuenta que no solo podía ser de placer, sino que una idea vino a mi mente como un relámpago de fuego; y ya que estaba allí y aprovechando el servicio de nuestro guía, le pedí que nos llevará a la dirección que yo tenía de la carta del rusito. Lo cierto que conocí uno de los bazares más grandes y antiguos de la humanidad, también uno de los más bellos, pero eso no es lo importante; lo curioso fue que el remitente de la carta era propietario de un puesto de especias y condimentos. Era realmente un negocio increíble.

—Jefe, ¿no me trae un vaso de agua?

Otra vez la voz de Giménez interrumpió el relato de su jefe.

Y por segunda vez Aldariaga lo ignoró.

—No creo equivocarme si digo que allí estaban todos los sabores del mundo, en polvo, líquidos y sólidos, una vertiente mágica de olores que sin ser fabulero, recordé los cuentos de Alí Baba cuando era chico. Gente de lo más raras deambulaban de un lado a otro a los gritos por la feria, ofreciendo sus mercaderías. Fue fácil perderse en ese mar de turbantes y túnicas multicolores y eso fue lo que justamente le pasó a mi reina y al atolondrado del guía, allí solo como estaba, me animé y me introduje en la tienda tratando de ver e identificar al sujeto cuyo nombre era Osman Yahrif; sin entender un carajo lo que querían decirme, en tantos idiomas desconocidos por mí y creyendo que me querían embaucar se armó una trifulca bárbara. No sé si por el cagazo que sentí o por los nervios de estar haciendo de detective donde no debía; por suerte intervino un hombre mayor con una barba que le llegaba hasta el ombligo y me dijo en perfecto castellano: “venga, yo lo saco de aquí, pero estese quieto con las manos”.

Así fue, que sin querer escuché, que alguien lo llamaba por su nombre mientras el hombre me ayudaba. Y aquí viene lo curioso de todo este asunto, cuando giré la cabeza hacia su interlocutor, pude ver la enorme cicatriz que, a pesar de la barba, tenía del lado derecho de su cara, tan grande como la del difunto rusito de Balvanera. Discretamente tomé cuanta foto pude... Ahora sí Giménez ¿qué carajo quiere?

—Disculpe jefe, pero quería un vasito de agua para tomar una aspirina, la cabeza se me parte en dos.

—Está bien, entiendo Giménez... y disculpe mis modales, pero estoy por llegar al meollo de la cuestión y esto de estar sin mi mujer me pone súper nervioso. Aunque creo que primero tengo que aclarar lo fundamental, aquí somos todos iguales, no vuelva a llamarme “comi”, porque no lo soy, en tal caso ex, y a lo otro, si quiere algo va y lo busca, están en su casa.

—No esperaba otra cosa de usted, José Alberto –y si hay algo que aclarar, también quiero decir lo mío, si me lo permite.

—Desde luego, Juan José, diga nomas.

—Ya está, ya me lo aclaró. Eso de llamarnos por el apellido es muy de botón ¿no le parece?

Más de veinte años de compañerismo con el comisario, decenas de cumpleaños y aniversarios familiares compartidos, hasta la misma María Julia era madrina del más chico suyo, y nunca, pero nunca se llamaron por sus nombres, como si el respeto que se sentían mutuamente estaba engrosado en el apellido.

—Tenés razón, es hora de cambiar, basta de formalismos... bueno, Juan Carlos, prepárate, vamos a dar un paseo por la ciudad, después seguimos con el plan...

Capítulo 4

Juan Alberto, se portó como un verdadero guía turístico, les consiguió mapas de la ciudad de todos los lugares de interés, también de la red subterránea y de micros; donde comer bien por poco dinero y les ofreció los duplicados de las llaves de la casa, para que se muevan a su conveniencia.

De regreso por la noche y después de una degustación obligada de, tapas ibéricas y bocadillos en el Museo del Jamón, acompañados por unas copas de cerveza Estrella Galicia, San Miguel, Alambra Mahou, Ámbar y otras, vieron distendidos y satisfechos en el proyector del salón principal, una vieja película de Mario Fortino Alonso Moreno Reyes o simplemente, “Cantinflas”. Orgulloso de su colección y fanático como era del personaje, las había recopilado todas. Tomaron un café fuerte y amargo, rieron zonzamente de las desopilantes actuaciones y luego fueron a una improvisada oficina, que todavía no había terminado de acomodar. La velada sería larga. Sacó del cajón unas carpetas bien ordenadas y de la primera, mostró las fotos de Estambul, a medida que se las pasaba, los iba instruyendo.

—Este es el hombre –dijo Juan Alberto y extendió la foto que estaba buscando.

—No tiene nada de particular ¿por qué cree que el hombre tiene que ver con el caso del rusito? una sola cicatriz no dice mucho –cuestionó Juan Carlos, el expolicía devenido en vigilante, mientras se refregaba la barriga con ambas manos, por la angurrienta comilona.

En esos dos años de haber dejado la fuerza policial, su figura había tomado otra dimensión, más de diez kilos lo engrosaban, por lo visto y al juzgar por su apetito, no se detendría allí.

—Buena observación –Carlitos, pero ahora viene mi segundo viaje.

Esa vez, el destino elegido fue Italia; y tan buena miga habíamos hecho con Akanni Apara Muskavi, el negrito marroquí, tan flaco, tan calvo y tan feo, que lo contraté otra vez como guía. Como ya saben, el único idioma que conozco es el español, y no muy bien.

—No se privó de nada, mi amigo... debió salirle un dineral, contratar un guía nuevamente –dijo Juan José, algo resentido por la vida loca de su excompañero y jefe.

Aldariaga hábil para esquivar el golpe, respondió con zozobra.

—No crea mi amigo, esta vez el marroquí pagó la totalidad de su gasto con su propio bolsillo. Ese y los otros viajes que siguieron también; pero no quiero desviarme del asunto por zonceras intrascendentes. Y, por otra parte, el negrito, con su amabilidad, educación y simpatía, conseguía los mejores precios, tanto para las estadías como en restaurantes. Sin dudas el tipo estaba en su salsa, aparte de ser una excelente compañía, como ya le dije, el hombre es muy instruido...

—Creo que me está insultando gratuitamente compañero y lo tomo como algo personal. No solo me dejó con la espina, allí en Argentina, sino que ahora me vengo a encontrar con un hombre pusilánime y vanidoso, que con nuestro dinero se pasea por Europa con alguien que considera mejor que yo. Bien si es así como lo quiere, yo me vuelvo a Buenos Aires, antes de lo previsto.

—¿Pero qué bicho te picó Juan José? no lo cuento por soberbia, y te repito que solo era agradable compañía, no es ni lejos mi amigo, ni mucho menos. No entiendo por qué este tonto berrinche infantil, y te digo otra cosa para que te quede claro, solo tengo un amigo... el día del funeral de tu padre yo estuve allí, lote 101, parcela 24, por supuesto que no me acerqué a vos, porque sabía que me estaban investigando y no quise involucrarte, pero a la distancia compartí tu dolor y el de tu familia. Maruja llamó a Tina, tu mamá, para congraciarse en ese momento fatal y le pidió por favor y encarecidamente que no te cuente, por tu propio bien. Yo simplemente me conformé con leer las bandas de condolencias que tenían las coronas y desparramé un poco de tierra de Andalucía, precisamente de Granada, de donde era tu viejo...

Luego abrió el segundo cajón del escritorio y entre unos papeles desparramados, sacó una tarjeta del servicio fúnebre y se la entregó en mano.

—Hace falta que te diga algo más...