3,99 €
Cineastas apasionados, boxeadores reflexivos, oráculos de barrio, la literatura de Rodrigo L. Ovejero introduce elementos extraordinarios en la cotidianidad para espiar las pasiones ocultas de sus personajes, y las historias memorables que se esconden en las vidas más ordinarias. Una colección de relatos cortos donde la fantasía, el terror y la ciencia ficción desequilibran la balanza de la narrativa costumbrista. Definitivamente, un paso adelante para un escritor que de todos modos no sabe hacia dónde va.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 324
Veröffentlichungsjahr: 2019
Ovejero, Rodrigo L
Spaghetti Zombie y otros relatos / Rodrigo L Ovejero. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
200 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-761-838-9
1. Relatos. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Diseño de tapa: Emilio Marcelo Llanos
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Para Rocío y Constanza,
por el amor y la paciencia.
AGRADECIMIENTOS
Mi agradecimiento a Emilio por la tapa, a Álvaro por los consejos, a Fernando por toda la ayuda, a mi hermana Ana por el apoyo incondicional.
Este volumen contiene los cuentos escritos entre los años 2014 y 2016. Lee más en:
https://spaghettizombie.wordpress.com/
El rey de la lluvia
El humilde poblado de Chañar Ladeado, ubicado en lo profundo de los montes de Santiago del Estero, fue históricamente una tierra yerma, agreste, en la cual la única flora que crecía eran matas ralas de pasto amarillo, y árboles nobles que, sin embargo, de haber tenido pies, lo primero que habrían hecho sería marcharse inmediatamente de ese lugar maldito por la sequía. Incluso, el árbol que dio nombre a aquel minúsculo caserío, se había ladeado justamente anhelando horizontes con mejor probabilidad de precipitaciones.
La fauna del lugar estaba compuesta por animales corajudos, capaces de tolerar los cincuenta grados centígrados que azotaban al pueblo, en los días frescos. Lagartijas, arañas, mosquitos y algún perro desafortunado. Los caballos del lugar habían evolucionado desarrollando gibas, al mejor estilo de los dromedarios, para soportar los largos períodos sin probar agua fresca. De allí provienen aquellas monturas extrañas que desvelaron a más de un arqueólogo.
Los changuitos corrían, felices, descalzos, ignorando el sol calcinante. Jugaban al fútbol pisando sin temor aquellos montes espinosos. De grandes trabajaban en la producción de carbón a leña de quebracho, como si no les bastara con el calor natural. Entraban a los hornos descalzos: ya no tenían sensibilidad alguna en las plantas de sus pies.
Chañar Ladeado era el lugar perfecto para soñar con la lluvia.
Efigio Manuel Gordillo llegó a este mundo en la capital de Santiago del Estero, pero para su desgracia, un día después, cuando su madre recibió el alta médica, su familia regresó a Chañar Ladeado, y él no pisaría otra tierra hasta dieciocho años después. Se crío en las asperezas del paisaje, se curtió con la dureza de la naturaleza. Todas las mañanas caminaba nueve kilómetros para llegar a la escuela y tres para regresar, sin que nadie, a la fecha, haya podido explicar esta diferencia. A pesar de tantos sacrificios, estaba convencido de que la educación era fundamental. Por eso, a diferencia de sus ocho hermanos, todos ellos desertores, tuvo asistencia perfecta durante todos sus años escolares.
En 1920, cuando Efigio tenía solo diez años, la monótona existencia de Chañar Ladeado se vio conmovida por la llegada del Ingeniero Henry de la Riviere, encargado por Sterling Brothers Agriculture Inc. del estudio de los suelos de la región, para el sembrado y procesamiento de soja. El ingeniero no llegó solo: le acompañaban su esposa y su pequeña hija, Paulina, una niña de ojos verdes y cabello rubio, con una tez completamente pálida que no encajaba en absoluto en el lugar.
Cada niño de Chañar Ladeado se enamoró de Paulina, como no podía ser de otra manera. Tal vez no fuera la más linda del lugar, pero en todo caso su belleza era inusual allí, y sobre todo tenía el atractivo de las cosas inalcanzables. Efigio no fue la excepción, pero a diferencia de los demás, que al crecer abrazaron horizontes más cercanos, él jamás dejó de mirar a las estrellas.
Aplicó a su conquista la misma constancia que a sus intereses escolares, y no dejó un solo día de pararse frente a la ventana de Paulina, a la tardecita, cuando el sol caía, esperando un guiño cómplice de su parte, alguna luz de esperanza, por mínima que fuera. A veces ella le sonreía desde detrás de los pliegues de la cortina de tul, y en esas ocasiones Efigio corría hasta el río más cercano para traerle florcitas silvestres. Recorría esos cincuenta y dos kilómetros con el alma en un puño de la alegría, y al regresar volvía cantando para sobrellevar la ansiedad de encontrarse nuevamente con la mirada de su amada. En un par de ocasiones lo encontraron desmayado a mitad de camino, víctima de la deshidratación.
El tiempo pasaba y Efigio no obtenía avances sensibles, aunque tampoco los necesitara, convencido como estaba de que el esfuerzo sostenido en el tiempo daba sus frutos en cualquier empresa. Pero entonces llegó el fatídico día en el que se plantó frente a la casa de Paulina y no vio en el lugar una sola luz que alimentara sus esperanzas. No pasó mucho tiempo hasta que se enterara de la terrible noticia: los Riviere se habían marchado de Chañar Ladeado, y jamás volverían. La Sterling Brothers Agriculture Inc. había decidido no asentarse en su pueblo porque el padre de Paulina les había informado que el lugar, a pesar de contar con tierra propicia para sus objetivos, era demasiado seco, no tenía las suficientes lluvias para que el emprendimiento fuera viable.
La noticia no solo conmovió el ánimo de Efigio. Todo el pueblo había puesto sus esperanzas en la empresa agrícola que ahora jamás vendría. Si el clima era sombrío y opresivo antes de la llegada de Riviere, su partida hizo que esas características se acrecentaran hasta límites nunca antes alcanzados. Todos los habitantes de Chañar Ladeado dejaron de soñar, excepto Efigio, que juró que en cuanto terminara la escuela abandonaría el pueblo y no volvería hasta traer consigo la lluvia.
Los siguientes tres años fueron un martirio para Efigio. A pesar de su firme convencimiento en la necesidad de la educación, no dejaba de pensar que mientras más tiempo se encontraba en Chañar Ladeado, más lejos se marchaba Paulina. El mundo era un lugar de horizontes inalcanzables, inabarcables incluso para su imaginación, y cada día que pasaba el paradero de ella era aún más difícil de adivinar. En el pueblo nadie tenía noticias de la Sterling Brothers Agriculture Inc. y mucho menos de los Riviere. Cada vez que miraba al cielo, el azul diáfano sin interrupciones le parecía despiadado.
Por fin, un día de finales de 1928, Efigio se dirigió a la estación de tren con una valija desvencijada con todas sus pertenencias, dispuesto a enfrentarse al mundo exterior armado únicamente de su voluntad y su fe inquebrantable en que un día encontraría a Paulina.
En la ciudad de Córdoba cursó sus estudios universitarios en la Facultad de Matemática, Astronomía y Física. No siguió una sola carrera, no le interesaban los honores académicos ni el dinero: lo único que quería era hacer llover. Diversificó sus estudios durante años abarcando meteorología, física, magnetismo terrestre, geografía y todo conocimiento que pudiera servir a su objetivo. Ni siquiera se molestó en buscar a Paulina mientras tanto, el mundo era un lugar tan inmenso que su búsqueda sería con toda seguridad vana. El día en el que el mundo supiera que en Chañar Ladeado un hombre era capaz de hacer llover, ella vendría hacia él.
Durante los primeros años de la década del 30’ puso en marcha sus primeros experimentos climáticos. Utilizando una máquina de escribir Continental, un theremin y un pararrayos, y con el añadido de circuitos electrónicos de su autoría, creó la primera versión de su máquina de hacer llover. Con ella, en Junio de 1931 logró crear una nube de la nada dentro de la sala de estar de su pensión estudiantil, aunque no cayó una sola gota; en Diciembre de 1932 una tormenta eléctrica azotó Córdoba, pero nuevamente no cayó nada de agua, y para peor los rayos produjeron la muerte de dos ciudadanos, quienes jamás sospecharon que la obsesión de Efigio fue la causa de sus infortunios; en algún punto del otoño de 1935 el inefable santiagueño sonrió al mirar al cielo y ver caer las primeras gotas de su autoría. No fue más que una leve llovizna, pero existió, y de acuerdo a sus cálculos era ineludiblemente el producto del funcionamiento de su máquina milagrosa: llovió únicamente en el patio de la pensión.
En el siguiente par de años creó lluvias consistentes aunque muy limitadas espacialmente, cubriendo áreas poco más grandes que una casa mediana. Por más que se esforzó no pudo superar estos resultados, y cada vez que veía esas humildes lluvias no podía evitar pensar que ese puñado de gotas jamás atraerían la atención de nadie, jamás devolverían la vida a Chañar Ladeado y, sobre todo, jamás harían regresar a Paulina.
Para fines de 1937 Efigio se encontraba cerca de perder toda esperanza. Sus pequeñas lluvias no eran otra cosa que trucos simpáticos. Pero no iba a cambiar el mundo con ellos. Fue entonces cuando conoció a la segunda persona más importante de su vida: el ingeniero Juan Baigorrí Velar. Fue una tarde de diciembre, cuando Efigio se encontraba en el patio de la pensión cordobesa, aligerando el calor del verano con una lluvia de entrecasa. Mientras tomaba unos mates con su mirada perdida en el horizonte, un hombre delgado, de contextura frágil y rasgos angulosos se le acercó y le preguntó:
—¿Esta máquina sirve para hacer algo más que una ducha?
Efigio lo miró pensativo. El hombre vestía un elegante traje de tres piezas, sin que el calor de la siesta pareciera afectarlo.
—Esa era la idea originalmente, pero no logro aumentar la potencia.
—¿Cuánta potencia cree que necesitaría para, digamos, hacer llover sobre toda esta ciudad?
—No he realizado ningún cálculo, no tiene sentido, si no puedo desarrollar más que esto– señaló a la lluvia a su lado, resignado.
—¿Diría que uno punto veintiún jigowatts sería suficiente?
—Con esa energía podría hacer lo que quisiera, hasta viajar en el tiempo. Pero no hay motor sobre esta tierra capaz de generar esa energía.
—¿Qué diría si le dijera que he desarrollado un motor capaz de generar consistentemente uno punto veintiún jigowatts?
—Le diría que está loco.
—Apuesto a que es lo mismo que dice la gente cuando usted les dice que es capaz de hacer llover.
Efigio miró fijamente al hombre, haciendo un esfuerzo por impedir que sus esperanzas volvieran a galopar desbocadas.
—Podríamos hacer una prueba, si ese motor de verdad existe.
Una semana después se reunieron en un punto desconocido de las sierras cordobesas. Efigio acudió a la cita solo, llevando a duras penas su máquina consigo. Baigorrí Velar llegó en un camión con el logo de YPF impreso, y pocos segundos después llegó otro camión. Varios hombres acompañaban al ingeniero, y a poco de llegar comenzaron a correr por todas partes conectando cables y preparando todo tipo de máquinas. Efigio cayó prontamente en la cuenta de que el acoplado del segundo camión era en verdad el motor milagroso del que le había hablado Baigorrí Velar.
—Mis instalaciones están preparadas. Es su turno, Gordillo.– le informó el ingeniero indicándole un conector libre para su máquina.
Efigio descubrió su máquina con cautela, temeroso de que todo eso no fuera más que una estratagema para robarle su preciada invención. Las manos le transpiraban, ¿Cómo no lo había pensado antes? Por unos segundos pensó en huir, pero el artefacto pesaba demasiado y estaban en el medio de la nada. También cayó en la cuenta de que no estaba seguro de si su aparato soportaría una carga de energía tan grande sin volar por los aires en mil pedazos: era como que un rayo cayera en una radio doméstica. Pero entonces el recuerdo de Paulina regresó y se dio cuenta de que ella no volvería por una patética lluvia de patio. Enchufó la máquina y le indicó a Baigorrí Velar que todo estaba listo.
—Tome, póngase esto – le indicó Baigorrí Velar extendiéndole unas gafas herméticas, similares a antiparras pero con los cristales completamente oscurecidos.
—¿Para qué?–cuestionó Efigio, que no entendía para que necesitaban ese accesorio.
—Porque nos veremos tremendamente bien. Pareceremos mucho más científicos.
Una vez enchufada la máquina de hacer llover, personal de Baigorrí Velar encendió el motor, que comenzó a funcionar con un traqueteo que hizo vibrar todo el terreno alrededor. Minutos después el cielo, que durante todo el día había estado completamente claro y despejado, comenzó a poblarse de espesos nubarrones más negros que la noche misma. Ensordecedores truenos dieron paso a rayos que iluminaron el lugar como si fuera de día. Entonces cayeron las primeras gotas, y durante unos minutos no hubo más que una lluvia liviana, pero justo cuando los dos inventores estaban preguntándose qué podía haber salido mal, empezó un diluvio de proporciones bíblicas.
El corazón de Efigio latió con una ansiedad que no mostraba hacía años. Era difícil no echar a volar sus ilusiones después de tremendo éxito. Podía salvar a Chañar Ladeado, podía encontrar a Paulina, podía hacer que lloviera.
A pesar de la excitación inicial, Efigio y Baigorrí Velar acordaron mantener la mesura y no hacer público ese éxito hasta que lograran replicar los resultados en un par de lugares con condiciones atmosféricas diferentes. Al mes siguiente produjeron una inundación en Santa Cruz, y poco después hicieron desbordar todos los ríos de Jujuy. El momento de mostrar la máquina al mundo había llegado.
En Noviembre de 1938 los dos inventores se instalaron en la localidad de Pinto, Santiago del Estero, en la que no llovía desde hacía varios años. Efigio invitó a algunos parientes aprovechando la cercanía de Chañar Ladeado, pero su presencia no lo conmovió en lo más mínimo. Secretamente, había cursado un telegrama a Sterling Brothers Agriculture Inc., pero la empresa no había contestado. Efigio lo atribuyó a un lógico descreimiento acerca de las verdaderas posibilidades del aparato de hacer llover. Pero en cuanto supieran de su éxito, y no cabían dudas de que en algún momento lo sabrían, porque la noticia seguramente daría la vuelta al mundo, volverían de rodillas a Chañar Ladeado.
Cuando encendieron la máquina la mayoría de los presentes sonrieron condescendientemente, seguros de que no funcionaría. Pero cuando el cielo se ennegreció y los rayos comenzaron a azotar la tierra, la mirada de los asistentes parecía debatirse entre la incredulidad y la fascinación. Luego de algunos minutos comenzó a llover tan copiosamente que tuvieron que cubrir el motor y la máquina con unas lonas para evitar que se dañaran. Los niños del lugar, que nunca habían visto llover, lloraban aterrados ante lo que creían un castigo divino. Los ancianos agradecían la posibilidad de sentir el agua sobre la piel una vez más.
Tal como lo previno, Efigio pronto tuvo noticias de la Sterling Brothers Agriculture Inc., quienes le remitieron un telegrama poco después de que la noticia de la lluvia provocada recorriera la vuelta al mundo. En respuesta a su telegrama, la empresa estudiaba la posibilidad de instalarse en Chañar Ladeado, siempre que lograra demostrar que no se había tratado de una casualidad. Pronto Efigio y Baigorrí Velar planificaron otra demostración, esta vez en la capital de Santiago del Estero. Efigio fue muy claro en los términos de la misiva que mandó a la agrícola: deseaba que el Ingeniero Riviere y su familia asistieran, dado el grato recuerdo que mantenía de ellos por su estadía en Chañar Ladeado.
El día programado amaneció con un sol radiante, perfecto para demostrar que la lluvia que producirían sería el efecto de la máquina de hacer llover. Todo se presentaba propicio, parecía la ocasión perfecta para volver a ver a Paulina, pero algo falló.
Paulina se presentó poco antes de la hora de la demostración, tan hermosa y única como la última vez que la había visto, en algún atardecer polvoriento de su pueblo natal. Los años la habían convertido en una mujer preciosa, que sin embargo no había perdido un ápice del encanto juvenil e inocente de su infancia. Pero no llegó sola.
De su brazo llegó su prometido, un aristócrata inglés llamado Ferdinand Cavalier, Duque del Condado de Hazard. Y aunque ella fue muy amable con Efigio, era inevitable darse cuenta de que solo era una actuación propiciada por la empresa, porque de hecho todos eran igualmente amables con él, y no era difícil advertir que, por más que lo halagara permanentemente, Paulina solo tenía ojos para Ferdinand, el Duque de Hazard.
Aquel día llovió, por supuesto, intensa y persistentemente. Efigio se quedó parado bajo la lluvia durante toda la demostración, y aunque algunos creyeron que lo hacía para celebrar su éxito, en realidad solo quería que las gotas ocultaran sus lágrimas.
Al finalizar la demostración, los representantes de la Sterling Brothers Agriculture Inc. felicitaron a los dos inventores por el éxito obtenido. Efigio pasó a través de todos los aplausos, de los abrazos, de los halagos, con la mirada vacía, perdida en algún punto del horizonte, allí donde se producen los milagros, allí donde viven las cosas destinadas a no ser.
El dinero, el éxito, el prestigio, nada de eso tenía significado alguno para Efigio. Baigorrí Velar lo sabía. Desde el momento en que lo había encontrado tomando unos mates en el patio de la pensión cordobesa, acompañado de una nube solitaria que lo refrescaba con algunas gotas durante aquel verano ardiente, supo que ese muchacho de ojos soñadores creía que había cientos, miles, millones de cosas más valiosas que el dinero.
—Los señores de la empresa me pidieron que pongamos precio a nuestras lluvias, Efigio– le dijo cuando se quedaron solos.
—No sabría decir cuánto vale. Lo único que quiero en este mundo no puedo pagarlo.
—Vivimos en mundos diferentes, Efigio. Espero que eso no te moleste.
—La máquina es suya, ingeniero, ponga el precio que quiera. Solo le pido que haga llover seguido en Chañar Ladeado, es mi única condición.
—Tenés mi palabra, Efigio.
Baigorrí Velar se dio media vuelta y estaba por salir de la habitación cuando oyó a su compañero de experimentos hacerle una pregunta.
—¿Cómo es posible que haya sido capaz de hacer llover, pero no sea capaz de tenerla a ella? Quiero decir, nadie puede hacer llover.
—No sé qué decirte, Efigio. Tal vez deberías haberle preguntado a ella antes si le importaba la lluvia. En todo caso, has salvado a tu pueblo, has obtenido fama y fortuna ¿Eso no es suficiente?
—Debería serlo, pero no lo es.
Chañar Ladeado fue, desde aquel día, un hermoso vergel. Bastaba que algunas plantas mostraran un color levemente amarillo para que una nueva lluvia cayera y todo desbordara de vida otra vez. Baigorrí Velar se quedó con la máquina, pero cumplió con su palabra. Por un tiempo tuvo un éxito considerable, pero al ser incapaz de explicar todo el proceso y replicarlo, paulatinamente dejaron de contratarse sus servicios, porque nadie confía en lo que no se puede explicar. Murió sumido en la pobreza, solo y olvidado, sin familia ni perro que le ladre. Mientras gastaba frenéticamente el dinero que obtenía por las lluvias, más entendía la forma de pensar de Efigio. Debería serlo, pero no lo es.
Nadie sabe qué ocurrió con la máquina de hacer llover.
Nada más se supo de Efigio Manuel Gordillo, pero ha pasado demasiado tiempo desde esta historia, y se supone que no camina por esta tierra desde hace muchos años. Sin embargo, en Chañar Ladeado no ha dejado de llover.
Imágenes del mal
Durante la adolescencia, los hombres desarrollamos el poder de adivinar el futuro, aunque acotado a un ámbito muy específico y, si se quiere, improductivo. Nos convertimos en seres capaces de vaticinar la proximidad de una escena pornográfica en cualquier película observando diez segundos de la misma. Pero esta capacidad, nacida de la dificultad de acceder a material pornográfico en décadas recientes, se ha ido perdiendo con el paso del tiempo, fundamentalmente porque la aparición de internet posibilitó el acceso inmediato e irrestricto a la pornografía (como beneficio colateral, además, facilitó la transmisión de conocimientos útiles).
Pero no siempre fue así, a mediados de la década del ochenta, momento en que ocurrió la historia que voy a contarles, la visualización de pornografía era una empresa que requería de esfuerzos titánicos. Esfuerzos que, sin embargo, muchas veces terminaban en el fracaso. Así que los adolescentes, en muchas ocasiones, terminaban masturbándose con lo que podían: un catálogo de trajes de baño, un video musical arriesgado o –me avergüenza decirlo– espiando a una vecina.
Por esos motivos, el descubrimiento de una revista pornográfica era un hecho trascendental, y quien la poseía adquiría, por ese solo hecho, un poder inconmensurable, que podía ser utilizado para el bien o para el mal. Y que podía desencandenar pasiones trágicas y acciones ominosas, tal como ocurrió en aquel lejano invierno de 1984.
Todo comenzó durante los minutos previos al acto del 25 de mayo, mientras esperábamos en el aula nuestro turno para desfilar, disfrazados de distintos personajes históricos. Como debíamos cambiarnos de ropa, nuestras compañeras se encontraban en otra aula. Filardi, entonces, dio el primer paso hacia la tragedia: nos pidió que miráramos algo y de su bolsillo extrajo un cuadrado de papel, que fue desdoblando hasta que alcanzó las dimensiones de una página de tamaño normal de revista. Aun hoy el recuerdo de aquella imagen me turba: fue la primera vez que vi una mujer desnuda, y sentó un estándar difícil de alcanzar en la realidad. Imagino que varios de mis compañeros también estrenaban aquella experiencia, a juzgar por sus expresiones. Marinelli, por ejemplo, informó sin ambages que pretendía masturbarse en ese mismo instante, y seguramente lo habría hecho si no fuera por el desmayo de Vázquez, un grandulón que hasta aquel momento suponíamos más avezado en los asuntos del sexo opuesto. Tal fue nuestro asombro que, en cuanto nos llamaron, nos olvidamos de Vázquez, quien fue encontrado el lunes siguiente, al volver a abrir la escuela, a punto de morir de inanición, pero sonriente todavía.
Aquel desfile fue, por supuesto, un momento sumamente incómodo para nosotros. El guardapolvo, prenda extremadamente reveladora –aun para nuestros cuerpos en crecimiento–, nos obligó a caminar encorvados durante la mayor parte del trayecto, a pesar de los constantes gritos de nuestra maestra, que ignoraba el duro trance por el que estábamos pasando. “¡Pecho erguido, carajo, tienen que estar orgullosos de ser argentinos!”, vociferaba de tanto en tanto. Solo tres horas después, encerrado en el baño de mi casa, pude detener esa erección, mediante la acción tradicional para ello. Peor fue el caso de Montoya, que a raíz de una inoportuna visita de una tía abuela, solo pudo ajusticiarse debidamente el día siguiente. Un par de semanas después, un médico le diagnosticó pinzamiento de disco, lesión totalmente inusual para un adolescente y que, sin dudas, se debió al tiempo que tuvo que mantenerse encorvado ante la presencia de su pariente.
El lunes siguiente mi madre se mostró absolutamente sorprendida por mi extraordinario entusiasmo por volver a la escuela. Ignoraba, por supuesto, que lo que menos me preocupaba era aprender sobre minucias como matemática o literatura. No me sorprendió ver que todos mis compañeros habían llegado puntuales, y que Filardi se paseaba presuntuoso entre ellos. En el primer recreo, Filardi nos permitió echar un vistazo a una nueva página, en la que se veía a una pareja en el medio de un acto sexual que se nos antojó imposible. No viene al caso entrar en más detalles sobre lo que vimos, basta decir que en ese mismo instante, todos juramos lealtad eterna a nuestro proveedor.
Comenzaba una época de oscura tiranía en el séptimo B.
Filardi fue inteligente, debo admitirlo. Cualquier otro habría dilapidado su fortuna con entusiasmo, pero él, en cambio, dosificaba las muestras a la perfección, de manera que todos estábamos lo suficientemente conformes como para no iniciar una rebelión en procura de más material, pero lo suficientemente deseosos como para que no perdiera su poder sobre nosotros. En cuanto al origen de sus recursos, guardó absoluto silencio sobre el mismo.
Como en esos momentos el dinero no valía demasiado para un adolescente (ni siquiera había un salón de videojuegos ni un cine en Catamarca, no había nada en qué gastar), Filardi nos obligó a pagarle en especie para satisfacer nuestra adicción. Nunca hubo una transacción directa, expresa. Jamás se comerció abiertamente, pero era claro que todos, tácitamente, intercambiábamos favores a cambio de páginas que Filardi nos suministraba clandestinamente en los recreos.
Así fue que nuestro distribuidor monopólico de pornografía comenzó a gozar de los módicos placeres que puede proporcionar la escuela primaria: en los partidos de fútbol no tenía obligaciones defensivas, y a pesar de que tenía los pies cuadrados, todos intentábamos congraciarnos con él pasándole la pelota (conocí a mi primer amor, Zoe, gracias a un centro atrás que Filardi, gracias a Dios, convirtió en gol); nos disputábamos el derecho a realizar sus tareas, o a facilitarle los implementos escolares que él una y otra vez olvidaba (ni siquiera los pedía, simplemente rebuscaba en su cartuchera prácticamente vacía con gesto contrariado hasta que alguno de nosotros lo socorría); arriesgábamos nuestro futuro académico sin titubear dictándole las respuestas en las pruebas, sin temor a que nos castigaran por ello; ofrecíamos nuestros desayunos gustosos, dispuestos a pasar hambre por una página de sus revistas. Mi madre se preocupó cuando tuvo que buscarme en la escuela porque me había desmayado; jamás le confesé que había intercambiado un Tubby 2 y una coca cola por la página 77 de una playboy de febrero del 82, y que no me arrepentía en absoluto.
Por supuesto que no pasó demasiado tiempo para que alguien intentara conseguir el material mediante el uso de la fuerza. Durante un recreo, Vázquez tomó a Filardi del cuello y le exigió que le entregara una revista completa al día siguiente. Los demás, expectantes, observábamos la escena esperanzados en encontrar una forma de acceso a la pornografía que no implicara la pérdida de nuestra dignidad. Pero Filardi, debo reconocerlo, fue inteligente. Muy inteligente. Juró ante todos que si alguien le ponía un dedo encima, por el motivo que fuera, no volveríamos a ver una página de las revistas nunca más. Así desactivó, de una vez y para siempre, todo intento de rebelión popular.
El intento fallido de Vázquez no hizo más que acrecentar el poder de Filardi, quien confiado ante la exitosa extinción del intento revolucionario, comenzó a ejercer su autoridad de manera más sádica e implacable.Todo tipo de órdenes arbitrarias emanaban de su boca y eran cumplidas sumisamente por sus súbditos; había doblegado nuestra voluntad y lo sabía, nos había quebrado. Páez y Velazco, dos de los más desesperados, un par de veces le ataron los cordones, y a la hora de responder preguntas en clase, todos nos ofrecíamos con el fin de evitar que los maestros eligieran a nuestro benefactor. Cuantas balas recibimos por él, al día de hoy lo ignoro.
Los intentos de conseguir el material por otras vías fueron inútiles. Un primo de Velazco, mayor de edad, nos quiso cobrar una suma exorbitante por ejercer de intermediario ante el canillita de la esquina de la escuela. Una tarde nos apersonamos en un local de videojuegos en el que nos aseguraron que podíamos conseguir “papeles ilegales” y terminamos comprando una piedra de marihuana sin saber exactamente qué habíamos adquirido –hay que tener en cuenta la poca información que nos llegaba a Catamarca por aquel entonces–. Algunos aventuraron que se trataba de yerba mate, que por el precio debía ser de primera calidad, y la ingirieron para el desayuno. Fue un día inolvidable en la escuela. En otra ocasión intentamos robar los almanaques de una gomería, pero nos acobardamos y en definitiva el pobre Ledesma sacrificó su bicicleta en vano.
Pero la historia de la humanidad está llena de tiranías que llegan a su fin cuando el pueblo no soporta la opresión, y la historia del séptimo B de la Fray Mamerto Esquiú no sería la excepción. Una mañana de agosto de 1984 Velazco trajo una noticia inesperada.
—El papá de Filardi se muda el lunes, lo mandan a la central del Banco Nación.
Nuestros rostros se congelaron en una expresión de desazón, y no precisamente porque fuéramos a extrañar a nuestro compañero. Sino porque, obviamente, con él se iban aquellas imágenes inolvidables. Pero entonces Ledesma tuvo un momento de iluminación, al advertir que ya que Filardi de todas formas no iba a seguir concurriendo a la escuela, nuestra táctica de aplicación de la violencia para el acceso a la pornografía volvía a resultar de utilidad. Filardi ya no podía desanimarnos prometiendo que no volveríamos a ver una revista, porque en definitiva eso no iba a ocurrir de todas formas; por otra parte, aun cuando no consiguiéramos una sola página más, la paliza cumpliría la función de venganza por tantos días de opresión.
Lógicamente, Filardi había previsto esto, así que mediante el uso de todo tipo de artilugios se las ingenió para faltar a clases durante toda esa semana, sabedor de que lo esperábamos para conseguir nuestro tesoro a la fuerza o, al menos, obtener el consuelo de una revancha merecida. Por las tardes hacíamos guardia frente a su casa; periódicamente uno de nosotros golpeaba la puerta y consultaba a sus padres si no lo dejaban salir “a jugar al fútbol”, obteniendo por toda respuesta que se hallaba demasiado enfermo y que por lo tanto tenía que quedarse en cama. Filardi espiaba de cuando en cuando entreabriendo la cortina de su habitación, y nos advertía estoicos en nuestro asedio.
El sábado al mediodía decidimos fingir una retirada, apostándonos en puestos clave de la manzana para emboscar al tirano en el momento en el que creyera que nos habíamos dado por vencidos y saliera a dar una vuelta en bicicleta. A eso de las cinco de la tarde, con un cielo diáfano que seguramente le hizo sentir equivocadamente que nos habíamos dado por vencidos, Filardi salió pateando una pelota con dirección a la plaza, y habría sido nuestro de no ser porque Velazco, ansioso, no esperó la orden acordada e intentó interceptarlo antes de que se encontrara lo suficientemente lejos de su casa. Por escasos centímetros, nuestro enemigo alcanzó la seguridad de su hogar, aunque tuvo que abandonar la pelota en su huída.
El resto del día transcurrió sin novedades. Improvisamos un partido de fútbol con la pelota perdida para matar el tiempo y, de paso, hacer menos sospechosa nuestra presencia en el lugar a los ojos de los padres de Filardi, que de todos modos jamás se habrían imaginado nuestras intenciones.
Lentamente, el funesto lunes que marcaba el final de nuestras ilusiones se acercaba. Yo sufría pensando en que dentro de esa casa había muchas más fotografías de Zoe esperándome, y que en pocos días perdería para siempre la oportunidad de verlas alguna vez. Ella se marcharía junto a Filardi, y jamás volvería a verla; quién sabe qué nuevos ojos apreciarían lo que debía necesariamente ser mío, quién sabe qué nuevas manos jugarían a poseerla en las tierras de la imaginación.
Las circunstancias, por lo tanto, nos obligaron a la adopción de medidas drásticas.
El domingo por la mañana, los padres de Filardi se marcharon a misa, dejando al tirano solo en la seguridad inexpugnable de sus aposentos. Nosotros iniciamos, entonces, nuestra última ofensiva. Nos paramos frente a la casa pertrechados de todo tipo de armas de fabricación doméstica: hondas, ruleros con globos; rastrillos; estropajos… Parecíamos una horda de niños medievales dispuestos a acabar con el monstruo del pueblo, y en cierta forma lo éramos.
Podía verse a nuestra presa espiándonos detrás de la cortina de su habitación. Su tranquilidad habitual había menguado en vista de la ausencia de los adultos de la casa, pero de todos modos estimo que entendía imposible nuestro triunfo. Tenía todas las posibilidades de vencernos simplemente resistiendo un día más.
Ledesma se adelantó, realizó un disparo de advertencia a la ventana con su honda, y le gritó:
—¡Escúchame, maldito bastardo, solo danos lo que queremos y nadie saldrá herido!
Me sorprendió el lenguaje que utilizó. Tiempo después me confesó que había escuchado esa frase en una película de Charles Bronson, y que había estado esperando mucho tiempo para usarla.
Vázquez refrendó las palabras de Ledesma acercándose a la casa con una antorcha. Sí, una antorcha. No sé exactamente donde la consiguió, pero se veía muy similar a las que se usan en las películas. A los gritos le advirtió a Filardi que estaba dispuesto a quemar su hogar si no atendía nuestras exigencias. Nosotros desconocíamos la veracidad de estas amenazas, no estaba en los planes de ninguno de nosotros incendiar algo aquel día. Pero tampoco opusimos reparo a ese método de amedrentamiento.
Y por fin, el asedio logró su cometido.
Una caja de cartón voló desde una ventana del segundo piso y cayó a los pies de Vázquez. Un par de revistas se salieron en la caída y quedaron abiertas sobre el suelo, acreditando el resto del contenido de la caja. Tal vez fue mi imaginación, o tal vez fue real, pero aunque estábamos a unos metros de ellas, pude adivinar la sonrisa libidinosa de Zoe, que me prometía placeres infinitos.
De acuerdo a un viejo refrán, la avaricia rompe el saco. Jamás hubo un ejemplo más claro que el espectáculo lamentable que dimos esa mañana en el jardín delantero de la casa de la familia Filardi. El caso es que, cuando se encontró ante tamaño tesoro, los ojos de Vázquez brillaron de codicia y en el gesto malévolo de su rostro podía adivinarse fácilmente que no pensaba compartir el botín con nosotros. Nos acercamos e inmediatamente nos enfrentó esgrimiendo la antorcha, completamente decidido a defender sus posesiones. Nosotros intentábamos acercarnos pero éramos una y otra vez disuadidos por el fuego purificador. Durante un segundo, la imagen de un montón de vampiros sedientos de sangre expelidos por la presencia de una cruz vino a mi mente.
Nunca fui un hombre acostumbrado a la violencia. En mi vida me he peleado nada más que un puñado de veces, con resultados negativos en general. Pero el amor todo lo puede, y la esperanza de tener el resto de los retratos de Zoe en mis manos me impulsó a que, en un acto de arrojo, le asestara un puñetazo tan fuerte a Vázquez que la antorcha voló por el aire y la perdimos de vista.
No pasó más de un segundo sin que nos diéramos cuenta –de manera, diría, instintiva–, de que todos compartíamos la ambición desmedida de Vázquez, y de que en definitiva no estábamos dispuestos a compartir los objetos de nuestra obsesión con nuestros compañeros. El egoísmo de la pasión nos llevó, entonces, a protagonizar una gresca de proporciones épicas en la cual nos enfrentamos todos sin bandos identificables o alianzas que duraran más de unos segundos. Algunos fueron más afortunados que otros, pero ninguno salió indemne. Golpeé, fui golpeado, y todo lo hice en el convencimiento de que el amor justificaba cualquier sacrificio.
No puedo saber hasta dónde habríamos llegado en nuestra locura, no quiero imaginarme las cosas que habríamos sido capaces de hacer, me aterra pensar en qué clase de monstruos podríamos habernos convertido. Todo lo que sé es que cuando la sirena del camión de bomberos nos hizo volver a la realidad, la casa estaba envuelta en llamas y Filardi gritaba desesperado por ayuda. Y lo peor de todo: las llamas habían alcanzado a las revistas. En nuestro ataque de furia ciega, perdimos de vista la antorcha que enarbolaba Vázquez y el fuego consumió todo lo que anhelábamos.
Filardi fue rescatado segundos antes de que la casa se desmoronara por completo. A mí me produjo un inmenso alivio ver que nuestra ambición no se cobró su vida, a pesar de todo lo que había jugado con nuestros sentimientos. Poco a poco recobramos nuestra humanidad y nos avergonzamos de nosotros mismos, mientras observábamos las lesiones que nos habíamos causado en nuestra desesperación.
Al día siguiente visité el lugar de los hechos. Pateé algunos restos de papel y me pareció adivinar entre ellos la silueta provocativa de Zoe. Tal vez lo era, tal vez no, el papel estaba demasiado chamuscado para estar seguro. Y para ampliar mi dolor, unas semanas después mi madre aprovechó mi ausencia y se deshizo de las pocas páginas que tanto esfuerzo me había costado conseguir.
Jamás olvidé a Zoe, pero no volví a verla. A veces, un afiche en una gomería me recuerda a ella, pero el pasado, al igual que el rostro de Filardi –horriblemente quemado por una cortina envuelta en llamas – jamás puede recuperarse.
La voz
Tal vez el nombre de Fernando Del Castillo no represente nada para el aficionado medio a la música. Pero quienes hayan ahondado un poco en el boom de la música romántica en castellano sabrán que fue pionero en la producción del género, y que además fue un precursor en otorgar a la imagen el mismo valor que tenía la música.
Del Castillo tuvo en claro toda su vida que quería vivir del arte, pero ante la falta de talento y voluntad, decidió modificar ligeramente sus objetivos y vivir de los artistas. Comenzó su carrera a principios de la década del setenta, viajando por toda España y deteniéndose en cualquier tugurio en el que un cantante empuñara una guitarra, con la esperanza de descubrir un diamante en bruto. Su intención era encontrar y moldear al próximo Julio Iglesias, cantante que por aquel entonces se encontraba en vertiginoso ascenso a la fama.
Fue así que el joven productor intentó lanzar a la fama sucesivamente a Miguel Clark, Felipe Yerra (“Felipillo”) y Manolo y Los Asturianos. Pero en los tres casos se dio de bruces con el fracaso, dado que ninguno de esos artistas pudo conectar con el sentir popular. Solo Los Asturianos consiguieron un par de éxitos modestos –“Venecia en tu piel” y “Amor andaluz”–, ambos incluidos en el larga duración “Adios Manolo”.
Estos intentos fallidos desanimaron a Del Castillo, al punto de que había tomado la decisión de abandonar su carrera en la producción musical, cuando una noche la salvación golpeó a su puerta, literalmente.
Estaba hojeando los clasificados de un periódico cuando alguien golpeó la puerta de su departamento. Fastidiado, abrió y se encontró con un hombre de escaso metro sesenta de estatura, calvo a excepción de dos franjas de cabello en los lados de su cabeza, y una barriga prominente y absurda teniendo en cuenta que el resto de su cuerpo era relativamente delgado.
—Disculpe, señor. Soy su vecino ¿Tendrá usted un poco de azúcar para prestarme?–le dijo el menudo hombrecillo.
Del Castillo quedó anonadado. Acababa de escuchar la voz más seductora y potente del universo. Había en ella una energía varonil inmensamente poderosa; el tono era gutural, casi cavernoso, como si estuviera bañada en ron e infinidad de madrugadas, pero aun así la dicción era clara. Estaba parado frente a una potencial mina de oro.
—Perdón, señor. Le he pedido un poco de azúcar.