Streltsov - Jonathan Wilson - E-Book

Streltsov E-Book

Jonathan Wilson

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Beschreibung

En los años cincuenta, los aficionados del Torpedo de Moscú creían que la nueva estrella del fútbol mundial vestía sus colores. A Eduard Streltsov no había quién lo parase, lo comparaban con Pelé, y algunos defienden que podría haberlo superado. Pero en vísperas de la Copa del Mundo de Suecia, fue arrestado y mandado al gulag, lo que obligó a miles de seguidores a reconsiderar su admiración. En esta deslumbrante novela biográfica, Jonathan Wilson nos habla del auge y de la caída, del estrellato y del alcoholismo, de la verdad y de la mentira a través de un personaje sombrío que estaba preparado para ganar todos los partidos excepto el más importante.  

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Seitenzahl: 263

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Jonathan Wilson (Sunderland, 1976) es una de las firmas más destacadas del The Guardian y Sports Illustrated, y el fundador y editor de la prestigiosa revista británica The Blizzard. Ha publicado once libros sobre la historia del fútbol, incluyendo La Pirámide Invertida, Ángeles con caras sucias o The Names Heard Long Ago. Streltsov es su primera novela. Y la primera traducción del catálogo literario de Panenka. Si hay que debutar, hagámoslo a lo grande.

 

 

Primera edición: marzo de 2025

© Streltsov, 2025

Publicado originalmente en inglés en 2021 por Blizzard Media Ltd

© Jonathan Wilson

© Prólogo: Aleksandr Mostovoi

© Traducción: Arnau Villà i Martí

Diseño y maquetación: Anna Blanco Cusó

© Grupo Editorial Belgrado 76, S.L.

C/Grassot 89, bajos

08025 Barcelona

www.panenka.org

ISBN: 978-84-127411-9-3

Producció del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Cubierta

Título

Créditos

Índice

PRÓLOGO

Parte 1

1996

1953

1954

1955

1956

1957

1958

Parte 2

1963

1964

1965

1966

1967

1968

1969

AGRADECIMIENTOS

Guide

Cover

Índice

Start

PRÓLOGO

Aleksandr Mostovoi

La primera vez que jugué un partido con el Spartak de Moscú, cuando tenía 17 años, yo ya sabía quién era Eduard Streltsov. Había escuchado y había leído algunas historias sobre él, sobre el gran futbolista que fue. Pero debo admitir que no sabía muchas de las cosas que le pasaron fuera de los terrenos de juego. Eso lo descubrí después, cuando empecé a interesarme por cómo era, por lo que le ocurrió en su vida, por cómo se convirtió en lo que acabó siendo.

Como jugador, fue grandísimo. De eso no hay duda. No me gusta compararlo con los futbolistas de nuestra época, porque, después de todo, su carrera acabó treinta años antes de que empezara la mía. Era un deporte diferente. Pero he visto videos suyos. Si le preguntas a la gente de mi país quiénes eran los mejores hace décadas, la mayoría te contestan repitiendo los mismos dos nombres: Lev Yashin y Eduard Streltsov. Siempre los ponen juntos. Han quedado así en la memoria.

Streltsov era, fundamentalmente, un delantero. Un delantero que marcaba goles. Muy rápido. Y muy fuerte físicamente, como un tanque. Por eso todavía nos preguntamos qué habría sucedido si, en 1958, hubiera podido ir al Mundial de Suecia. Si no lo hubieran detenido. Estoy convencido de que se habría convertido en uno de los mejores atacantes, y en el máximo goleador del torneo. Y si hubiese conseguido eso en una Copa del Mundo, ser uno de los mejores jugadores y marcar más goles que nadie, seguro que en los años siguientes se habría hecho muy famoso en muchos países, no solo en la URSS. Pero así es como fue. Una de nuestras grandes estrellas nunca pudo jugar el Mundial.

Hace algunos años, un productor ruso se puso en contacto conmigo y me propuso participar en una película sobre la vida de Streltsov. Al final no aparecí en ella, pero sí que me sirvió para estudiar un poco más al personaje y averiguar lo que sucedió. ¿Entendéis a lo que me refiero, no? Ya sabéis, esa noche… El tiempo que pasó en el gulag… Si no conocéis la historia, os sorprenderá.

Para prepararme para la película, hablé con algunos excompañeros suyos, los pocos que quedaban vivos. Aunque en el fondo tampoco me podían ayudar mucho. Yo también fui futbolista. Es la misma vida que me tocó vivir a mí. Parece que no, pero el fútbol va mucho más allá de los entrenamientos y de los partidos. Todos tenemos una vida privada.

A nivel político, la URSS en la que yo crecí era diferente a la de los años cincuenta, pero tampoco tanto. Yo llegué a jugar cinco años con la selección soviética. También noté que alrededor del equipo ocurrían cosas extrañas, que escapaban de nuestro control. Pero seguro que no eran tan oscuras como las que sucedían cuando jugaba Streltsov. Aquellos tiempos, con el régimen, tuvieron que ser terribles.

Ahora, en cambio, sí que es muy diferente: es otro país. Por eso, quizá, hay algunas generaciones que sienten nostalgia de aquellos años y reivindican lo bien que se vivía antes. Esa idea está volviendo. Mucha gente asegura que en la URSS todo era mejor. Incluso hay personas por la calle que llevan la camiseta con el logo de la CCCP. Hoy estamos más divididos y sufrimos un montón de problemas que antes no teníamos. Había otros, pero tal vez no tantos como ahora, ¿no?

EDUARD ANATÓLIEVICH STRELTSOV

21 de julio de 1937 – 22 de julio de 1990

Carrera profesional

1953 – 1958: Torpedo de Moscú

89 partidos jugados

48 goles

1965 – 1970: Torpedo de Moscú

133 partidos jugados

51 goles

Selección nacional

1955-1968: Unión Soviética

38 partidos jugados

25 goles

PARTE 1

Глава первая

1996

TORPEDO-Luzhnikí

Liga Rusa

PJ34 V10 E11 D13 GF42 GC51 Pts41. Posición final:12º de 18.

Copa Rusa

Perdida en la quinta ronda contra el Metallurg Lipetsk.

Comprenderás, espero, mis carencias.

La noche anterior había bebido un par de vodkas de más. ¿Cómo no hacerlo en el aniversario? Pero quería llegar allí antes del pico de calor. Esa semana el tiempo había sido sofocante. El auténtico Moscú bajo el calor de julio. Pegajoso, húmedo, la camiseta se te aferraba al cuerpo de sol a sol e incluso después. Por eso salí temprano. Cogí el metro a ulitsa 1905 goda —mucho más cerca de los estadios del Dinamo y el CSKA que del campo del Torpedo, aunque al final los cementerios no se construyen para equipos de fútbol— y compré un pequeño ramo de flores en el quiosco de la esquina.

Para cuando llegué a las puertas de Vagánkovo, maldiciendo el traje que había decidido llevar, eran quizás las 6:30 de la mañana, y una ligera neblina aún llenaba el aire. Avancé entre las cenizas, empezando a sentir el picor del sudor, notando el alcohol en la piel. Probablemente no debí ir de traje, pero es lo que se hace cuando visitas un cementerio, ¿no? Al menos es lo que hacemos la gente de mi generación. El traje, digo, me iba demasiado grande. Bueno, nunca me había ido a la talla, pero estaba viejo y deformado. Yo también había envejecido y perdido la forma, pero mientras que yo era más pequeño, el traje había crecido. Éramos como un matrimonio decepcionante, cada día un poco más separados.

La ruta me era familiar y no prestaba mucha atención. A lo largo de los años había ido al cementerio por muchos motivos, personales y profesionales, pero desde 1970 siempre había una tumba que visitaba primero. Era importante presentar mis respetos. Puse el ramo al lado de la sencilla lápida, retrocedí y agaché la cabeza. Nunca he resuelto lo que hay que hacer al lado de una tumba, pero parecía necesario algún tipo de gesto. Una tristeza familiar me estremeció la garganta. Deseé haberle regalado flores mientras aún seguía viva. Parpadeé y me giré, volviendo a la avenida principal.

En la sien izquierda sentía el punzante dolor de la resaca, extendiéndose hacia la mandíbula, donde me habían operado los dientes unos años atrás. Torcí hacia una bienvenida sombra, dirigiéndome a la tumba de Edik. Allí, el sendero se llena de maleza, surgen hierbas entre la escasa gravilla, se juntan los arces arqueados. Había silencio, el canturreo de los pájaros y mi respirar pesado como únicos ruidos, el ligero arrastre de mi pierna derecha. Y entonces, de repente, sentí que no estaba solo.

Alenté el paso, no por miedo ni ninguna tontería así, sino más bien por cortesía, por respeto a la decencia. No quería entrometerme, sudado y enrojecido, en un luto privado. Me sequé el sudor de la frente con un pañuelo. El calor era verdaderamente infernal. ¿Estaba subiendo la temperatura, o es que los viejos somos más sensibles? Tomé un respiro y, lentamente, seguí adelante. Necesitaba urgentemente un trago. Agua, café, vodka, cualquier cosa. Giré la última esquina y allí estaba, arrodillada junto a la tumba de Edik, sujetando con fuerza la verja metálica.

Una mujer con un abrigo claro, el pelo gris recogido desde la frente en un moño suelto. Paré y, al hacerlo, ella se percató de mi presencia y me miró con, bueno, ¿con qué exactamente? ¿Culpa? Quizás eso sería sobreinterpretarlo. ¿Arrepentimiento? No parecía que no quisiera ser molestada, sino más bien que no quería que la vieran allí. Arrojó una única rosa roja sobre la pila de flores marchitas y se levantó, arreglándose la chaqueta. Entonces lo supe. Nunca la había conocido, nunca la había visto, pero lo supe.

Se dispuso, visiblemente, una figura esbelta y erguida, y se me acercó con rapidez.

—¡Marina! —dije. Pero, cabizbaja, me rozó al pasar y siguió andando.

—¡Marina! —repetí, pero para cuando me giré, mis viejas piernas crujiendo, ya no estaba, un pálido destello en las sombras, y pronto ni siquiera eso. Me detuve un instante, y me pregunté si debería hacer algo. Pero todo lo que podía hacer, todo lo que siempre había hecho, era mi trabajo, así que saqué la bolsa de plástico del bolsillo y, con un suspiro, me agache junto a la tumba y me dispuse a deshacerme de las flores moribundas.

Levanté con cuidado la rosa roja, fresca, y la dejé a un lado para volver a colocarla al acabar.

****

Esto no va de mí, pero debería presentarme. No soy escritor. No soy futbolista. Soy, supongo, lo que se suele llamar un funcionario, en tanto que, de forma humilde, trabajo para el club. A lo largo de los años he barrido los vestuarios, he recogido basura de la grada, he pintado la tribuna, he preparado las equipaciones. En general, he hecho un poco de todo en la oficina. Pero ninguna de estas tareas es mi trabajo per se. Tan solo soy Iván. Vania. Aquí estoy, como siempre he estado, y hago lo que haga falta.

Mi padre era mecánico de la ZIL —o ZIS, como se llamaba antes que quitaran a Stalin del nombre— y me llevó a ver al Torpedo cuando era un niño. Tuve polio de muy pequeño y, aunque me recuperé, me dejó las piernas débiles. Incluso ahora cojeo. Era un chico torpe, no podía participar en los juegos, me cansaba con facilidad. Pero amaba al Torpedo, adoraba a los jugadores y me encantaban los hombretones enfadados y divertidos que les seguían. Cuando tenía doce años y aún iba a la escuela, empecé a hacer trabajitos para el club, y, falto de interés por trabajar en la fábrica de coches como mi padre, ya nunca me fui. En la fábrica no me querían, con mi pata coja. Incluso me quedé durante la guerra, incapaz de hacer otra cosa. Y lo disfrutaba. Me gustaba ser parte del club, me sentía útil. Trabajaba en el fútbol, poca gente podía decirlo.

¡Pero como si quisieras saber algo de esto! No te interesan mis lamentos. Lo que te interesa es Eduard Streltsov, el mejor futbolista que vi nunca. Edik, como le llamábamos nosotros. Ya lo sé. Ya sé que a los viejos nos gusta hablar del pasado, no porque fuera mejor sino porque lo entendíamos. O al menos más de lo que entendemos el presente. Mientras escribo estas palabras, Rusia —Rusia, no la URSS— acaba de volver de la Eurocopa de Inglaterra. Un gran equipo, decían, pero les han eliminado en la fase de grupos. Una gran delantera. Kolyvanov, Kiriakov, Karpin… Por favor. He visto a grandes delanteros, y ellos no lo son.

Pero por lo menos han ido a Inglaterra. Hace treinta años, Edik no lo hizo. No pudo. Para entonces ya estaba en el gulag. Aún era bueno, pero no se lo podían llevar al Mundial. Nosotros, la URSS, quedamos cuartos. Pero imaginad esa alineación, no con Banishevski, no con un niño de Azerbaiyán, sino con Edik. ¿No habríamos ganado a Alemania Oriental en la semifinal? Solo marcó un gol, Banishevski. Un gol en todo el Mundial, y contra Corea del Norte. Uno. Edik no habría sido capaz de jugar tantos partidos y marcar un solo gol, no en aquellos tiempos. Incluso en sus peores momentos, en los períodos de lamentos y desafección, marcaba goles. O lo hacía hasta que… Bueno, pero eso fue más tarde.

Debo parar. Debo dejar de pensar en lo que pudo haber sido. Y debo dejar de pensar en él como si fuera únicamente un futbolista. Como Eva siempre me decía, no puedes juzgar a alguien solo por los goles que marca.

Al volver del cementerio tomé una copa con Misha; hemos sido amigos más tiempo del que ninguno de los dos es capaz de recordar. Él es más listo que yo, más enérgico, más ambicioso. Alcanzó cimas más altas, sus nietos tienen ahora la misma edad que nosotros al conocernos. Le dije que la había visto, o que me había parecido verla.

Misha, como de costumbre, fue escéptico:

—¿Seguro que era ella? ¿Cómo pudiste identificarla? Ni siquiera la conociste, ¿verdad?

Y tenía razón. No la había conocido personalmente. Solo la había visto en fotos.

En el cementerio estaba convencido. Pero luego siempre me cuesta estar seguro de nada. No es solo por la memoria errática o la pérdida de visión. Cuanto más viejo soy, más me doy cuenta de que es imposible tener certeza de algo. Nada es completamente lo que parece. Nuestros sentidos y nuestra razón nos mienten con la misma facilidad con la que lo hace el Gobierno. Todo lo sólido se desvanece en el aire.

Pero creí que era ella, lo hice. Y eso fue excusa suficiente para pasarnos la tarde contando viejas batallitas, intercambiando las mismas anécdotas gastadas, bebiendo las cervezas y el vodka de siempre, y parando de vez en cuando para tomar el té.

—Escríbelo —dijo Misha—. No me lo cuentes a mí, que ya lo sé, cuéntaselo a ellos. Cuéntaselo a la gente que no conoció a Edik.

Y así lo haré.

Esta es su historia.

O, más concretamente, estos son mis recuerdos de él, esta es mi versión de su historia.

Глава вторая

1953

TORPEDO

Liga Soviética

PJ20 V11 E3 D6 GF34 GC34 Pts25. Posición final:3º de 11 (El MVO se retiró).

Copa Soviética

Perdida en cuartos de final contra el Zenit Kúibyshev.

Estábamos allí por una sola razón. Normalmente no me habría molestado en acudir a un partido amistoso, no a un partido como ese, del juvenil, a no ser que me lo hubieran pedido específicamente. Hasta yo puedo empacharme de fútbol. Y, a decir verdad, por aquel entonces me había acostumbrado a sentarme solo en casa con la radio, y los papeles, y uno o dos tragos de vodka. Había desarrollado un complejo con mi cojera y a menudo rehuía la compañía. Pero nos dijeron que ese chaval era único, así que Misha me llevó a rastras. Decían que era muy especial. Streltsov. Eduard Anatólievich Streltsov, Edik, el chico que me fascinaría por el resto de mi vida. Me decepcionó y me rompió el corazón, pero yo siempre le amé. Era el mejor futbolista que vi jamás.

Vasili Sevastyánovich Provornov, el entrenador del juvenil, estaba emocionado, y pocas cosas conseguían ponerle así. Intentaba esconderlo, por supuesto, pero se le notaba. Su amigo Mark Levin, que entrenaba al juvenil de la fábrica Fraser, le dijo que tenía tres chicos que quizás nos interesarían. Pero todos sabíamos que Streltsov era por el que estábamos entusiasmados. Tenía dieciséis años, corpulento por su edad, técnicamente sublime, una estrella en ciernes.

O eso decían. Lo habíamos oído antes, claro. El fútbol está lleno de prodigios. Siempre son los mejores. Más rápidos, más fuertes, más jóvenes y más hábiles. El tiro con más potencia jamás visto. Pero también te vuelve cínico. Dejas de creer en héroes. Ni siquiera me refiero a las interferencias, a las intromisiones políticas, a las estupideces. Me refiero a que las personas son decepcionantemente normales, las expectativas casi nunca están justificadas, e incluso cuando lo están pronto desaparecen. Nada quita el brillo como la familiaridad.

Pero aun así presentíamos que esta vez sería distinto. Con Misha, estábamos de pie detrás de nuestra portería en Pliuschevo, deseando ser seducidos, pero esperando un desengaño. Los equipos se juntaron para el saque. Fijé mi vista en la otra mitad del campo. ¿Dónde se había metido? Nos habían dicho que era un chico grande y rubio, pero no lograba identificarle. Allí estaban Ievgueni Grishkov y Lev Kondrátiev, los otros objetivos, pero ¿dónde se había metido ese tal Streltsov?

Me giré hacia Misha, pero estaba hablando con un señor mayor de la fábrica Fraser. Él siempre hablaba con la gente, siempre conseguía información. Se le daba bien. También hablar con las mujeres. O al menos con una de las chicas de la oficina: Eva, con pelo pálido, nariz bonita y buen corazón. Quizás fue ella quien le dijo a Misha que me sacara de mis lamentos.

Streltsov, según Misha descubrió, había sido seleccionado para el primer equipo de Fraser, que estaba jugando en Perovo. El partido había empezado hacía un rato y el plan era que el muchacho, una vez finalizado el encuentro, se apresurara hasta allí para unirse al amistoso tan pronto como pudiera. Mi primera reacción, debo admitirlo, fue de ira. Era un sinsentido. ¿Cómo podían hacer jugar a un chico 90 minutos con los hombres, en un partido de la liga de las fábricas que seguro que sería durísimo, para después obligarle a cruzar Moscú en bici y esperar que rindiera en una prueba con el Torpedo? Pensé en marcharme en ese mismo instante, pero era una tarde cálida y Misha llevaba una petaca. Hay peores planes que ver el fútbol al sol con un amigo.

Y así es como, la primera vez que vi a Edik, iba montado en una bicicleta y derrapó hasta frenar junto a la línea de banda, con las mejillas enrojecidas y el rubio tupé cayéndole por la frente, las botas atadas por los cordones y colgándole del cuello. Una sonrisa burlona le llenaba la cara y creo que, si Levin le hubiera dejado, hubiera salido a jugar en ese mismo instante. Pero le dijo que se calmara, se cambiara las botas, cogiera aire y tomara su lugar al inicio de la segunda parte.

Durante el descanso, Misha y yo rodeamos el campo hasta el otro lado, pasando junto a los equipos, que se preparaban para retomar el juego. Le busqué con la mirada, por supuesto. La llegada dramática, la forma en que había brincado del sillín, era suficiente para hacerse una idea de su magnetismo. Estaba arrodillado, ligeramente apartado del resto de sus compañeros, silencioso y en calma, manoseando las botas. Exageraría al afirmar que entonces vi la cautela que muchos tomaban por calma, pero creo que estaba claro que ese equipo ya le quedaba pequeño. La sensación de advenimiento se avivó.

No tardamos en ver que era especial. Hay cosas en las que pronto aprendes a fijarte, cosas que cualquiera que siga el fútbol puede ver. Era rápido, era fuerte; su toque, excepcional. Su cuerpo no parecía el de alguien de dieciséis años. Era como si perteneciera a una especie distinta, mejor. Después estaban las cosas de las que hablaban Provornov y los entrenadores. Sus movimientos. Su conciencia. La inteligencia de sus carreras. ¿Sentía el juego? ¿Lo olía? No pretenderé ser un especialista, pero era obvio que lo hacía. Era el sol alrededor del que giraba el partido. En diez minutos, Misha y yo estábamos convencidos. No solo era bueno, no solo era un chaval prometedor al que deberíamos acoger y ayudar a madurar: era genial. Incluso entonces, creo, nos preguntábamos si podía ser el mejor. Nunca había visto nada parecido en un chico tan joven.

Pero había algo más, algo difícil de contar a los que no lo conocieron entonces. Era una auténtica aparición. Tenía gracia a pesar de su volumen. Se movía con la agilidad de un gran gato. Lucía ese pelo rubio que caía insistentemente sobre su amplia, atractiva frente. En aquel entonces sonreía, muchísimo. Con dieciséis años, dominaba un partido contra jóvenes formados en un gran club durante años, en algunos casos, y lo hacía cómodamente, desde su zona de confort, habiendo jugado otro encuentro justo antes.

La gente siempre me pregunta si ese día marcó. Honestamente, no me acuerdo. Debió hacerlo, entonces siempre lo hacía, pero no recuerdo ningún gol. Solo me acuerdo de la sensación de tenerlo, nuestro propio Fedótov, nuestro propio Bobrov.

Efectivamente, al día siguiente se confirmó: Provornov había fichado a los tres jugadores.

****

En esas primeras semanas después de fichar a Edik, nuestro entrenador, Nikolái Morózov, me encargó descubrir más cosas sobre él. Más concretamente, se lo encargó a Misha, y Misha consiguió que le ayudara. Él se ocupaba de ser encantador y de hablar con los vecinos y con los excompañeros de su padre y su madre, la formidable Sofía Frolovna, y yo me encargaba de revisar la documentación y juntarlo todo en un informe. No era como más tarde, cuando parecía que los entrenadores hicieran perfiles psicológicos completos de los jugadores, pero incluso entonces comprendíamos que estaba bien conocer lo que pasaba en sus vidas personales, especialmente cuando eran tan jóvenes.

Streltsov había nacido en Perovo, al este de Moscú, en julio de 1937. Su padre, Anatoli, era un carpintero que trabajaba en la fábrica Fraser. Tenía el don de la destreza manual, había hecho todos los muebles de su casa y se había ganado una buena reputación en la fábrica. Y tenía el don de la palabra, con el que arrastró a varias mujeres a situaciones que les metieron a ambos en problemas.

No estoy seguro de que sus padres se llevaran bien. Sofía Frolovna era dura, determinada, en cierta manera inspiradora, pero dudo que fuera de trato fácil. ¿Quién sabe lo que realmente pasa en un matrimonio? Hay una historia que Edik solía contar para exponer la sangre fría de su padre, y que además muestra muchas otras cosas. Un día los dos discutían, y Sofía Frolovna agarró del fuego una cafetera caliente y se la arrojó a su marido. Él se limitó a alzar su enorme mano y a desviarla contra la pared, después se prendió un cigarrillo:

—¿Ya estás más calmada? —preguntó.

Anatoli no había recibido mucha educación —acabó cuatro cursos escolares— pero era listo. Se marchó a la guerra como soldado y pronto se convirtió en explorador, puesto para el que estoy seguro que su serenidad y coraje fueron aptitudes importantes. En 1943 volvió de permiso con un camillero que había conocido en el frente. Al camillero se le escapó que Anatoli tenía otra mujer en Kiev, y Sofía Frolovna le dijo que no volviera por casa nunca más, órdenes que, al parecer, él aceptó con alivio. Anatoli se fue a Kiev y Sofía Frolovna se quedó en Perovo, completamente sola, demasiado orgullosa como para volver a casarse, demasiado determinada a no dejarse engañar por ningún otro hombre. Yo perdí a mi propia familia en la guerra, en el frente a mi padre y a mi hermano, y a mi madre de tristeza al cabo de poco. El club se volvió para mí un hogar y una familia y una vida, y, si no fuera por su progenitora, quizás también lo habría podido ser para Edik. No quiero ser cruel, nadie, sobre todo alguien que no ha tenido hijos, debería criticar el amor materno, pero le influenciaba, directa e indirectamente, de maneras que no siempre eran útiles.

Sofía Frolovna y Edik eran pobres. Él solía pasar horas jugando al fútbol en el patio, hasta que, de golpe hambriento, corría hacia casa y se encontraba con que no había nada para llevarse a la boca. Su madre había tenido un ataque al corazón cuando aún era joven, padecía de asma y arrastraba problemas físicos, pero siguió trabajando en una guardería y más adelante en la fábrica Fraser, donde le dieron un puesto, creo que por compasión. Edik también trabajaba allí. Acabó siete cursos escolares y consiguió un trabajo fabricando manómetros. Y, por supuesto, ser tan bueno en el fútbol ayudaba.

Empezó jugando en el equipo infantil de la fábrica. Oí todas las historias de siempre. Que había chutado su primer balón a los dieciocho meses; que pasaba todo el tiempo que podía jugando en el patio trasero, descalzo sobre el serrín; y que todos los vecinos estaban hartos de los golpes de la pelota, pero sabían que sería una estrella. Si te dedicas al fútbol, oyes historias así dos veces por semana. Pero en el caso de Edik, decían la verdad.

Cuando empezó en el infantil, era el más pequeño del equipo, pero aun así, jugaba como delantero centro, aun así, superaba los desafíos, aun así, aporreaba la pelota contra la red. Esto demuestra la falacia en la que caían muchos de los que le vieron más adelante al pensar que era un jugador de fuerza bruta. No lo era. Era un futbolista hábil, con ritmo y percepción y equilibrio. Y entonces, en 1949, creció trece centímetros, y de repente también tenía fuerza y potencia. Pero, como jugador, él no dependía de sus capacidades físicas; más bien estas potenciaban al futbolista que llevaba dentro.

Casi inmediatamente le seleccionaron para el equipo absoluto de la fábrica, aunque tenía trece años. Cuando, después de entrenar, la plantilla se reunía en una cafetería, le daban tres rublos y le decían que fuera a por un helado, no querían tenerlo por allí mientras hablaban de cosas de hombres. Me pregunto si esto tuvo algo que ver en cómo adquirió esa extraña actitud distante. ¿Cómo fue su infancia? Ayudó a su madre desde muy pequeño, se le separó de los demás chicos de su edad para jugar al fútbol con los mayores. En casa cumplía el rol del hombre, pero no tenía de quién aprenderlo. Seguramente imitaba a otros jugadores, pero un vestuario no es lugar para aprender responsabilidades domésticas.

Después de la guerra no volvió a ver a su padre hasta que tuvo diecisiete años, cuando murió su abuelo, que era fresador en la fábrica Fraser. Le enterraron en Ilinka y en el funeral hubo algún tipo de disputa. No conozco los detalles, pero alguien atacó a Anatoli con un hacha, un hombretón con mirada asesina. Su padre se rió, fijó la vista en el atacante hasta que este se calmó y después se encendió un cigarrillo. O esa es la historia que contaba Edik. Tal vez era verdad, o quizá solo quería creer en la frialdad de su padre y encontró una historia que la demostrara y que además no incluyera a su madre siendo humillada.

Parecía que Edik idealizara a su padre. Hablaba de lo mucho que se parecía a él, bromeaba sobre cómo su padre había mantenido la cabellera mientras que la suya ya mostraba entradas antes de los veinte. A temporadas, la relación con su madre era tensa, algo normal siendo tan dependientes el uno del otro. Sabía que ella había sacrificado muchas cosas para criarlo, pero a veces creo que le contrariaba su decisión de no volver a casarse. Otro sueldo hubiera hecho sus vidas un poco más fáciles. Con una presencia masculina en casa, su vida podría haber sido distinta.

Realmente, ¿qué modelos a seguir tenía? ¿Los futbolistas mayores? Cuando los conoció, ya les había sobrepasado. Se había hecho la idea de que su padre era un hombre duro, imperturbable, más astuto que sus enemigos, que salía en atrevidas misiones de reconocimiento, que dejó una familia y empezó otra sin preocuparse; pero cuando no lo has visto en catorce años, ¿cómo puedes decir que le conoces? Al abrirse su propio camino en el mundo, acabó menos atado a las convenciones sociales que el resto de nosotros. El talento le permitió tomarse tal libertad, pero esta era una licencia que ya llevaba dentro de sí. En ese momento, creo que ni siquiera conocíamos la palabra disidente, pero es lo que él era: no político —no tenía ningún interés en participar ni en comprender la política— sino social. Se negaba a que las normas le restringieran más que nadie a quien haya conocido.

La fábrica y el fútbol eran la vida de Edik. Cuando no jugaba, iba a Moscú a ver partidos de la liga, haciendo horas y horas de cola para conseguir una entrada de estudiante. Veía al Dinamo, y al CDKA de Fedótov y Bobrov, y le encantaban, por supuesto, aprendió muchísimo viéndolos jugar. Pero el equipo al que apoyaba era el Spartak.

Con todo lo que ha pasado es difícil contarlo bien, pero el Spartak siempre fue un poco distinto. Sí, se dicen muchos disparates de los Stárostin, que quizás eran rebeldes, pero nunca fueron los mártires que la gente hoy pretende que sean, aunque en aquel tiempo se solía decir que en el Spartak había democracia. Eran un equipo. Pasaban el balón cuando había que pasarlo. En ese club, me dijo Edik una vez, nadie se creía un héroe por marcar un gol. Quería jugar para ellos. Incluso después de arraigarse al Torpedo, el Spartak seguía siendo su sueño. Creo que se debía a ese vago ideal que representaban.

Глава третья

1954

TORPEDO

Liga Soviética

PJ24 V8 E6 D10 GF34 GC34 Pts23. Posición final:9º de 13.

Copa Soviética

Perdida en la cuarta ronda contra el CDSA de Moscú.

Tratas de agarrar los detalles y se escabullen. Eso es lo que hace la edad. Lo que crees saber resulta que está construido con detalles que no recuerdas bien o que malinterpretas. ¿En algún momento lo supe, o simplemente lo leí? ¿Me acuerdo de lo sucedido o me lo contó Misha? Solo tengo fragmentos. Ese invierno, eso lo sé, Máslov se fue para trabajar en el FSM, el nuevo proyecto para promocionar jóvenes talentos. Lamentamos su marcha. Nos gustaba Víktor Aleksándrovich1. No creo que nadie se imaginara en lo que se convertiría, el éxito que tendría en Kiev, pero había jugado con nosotros durante años. Entendía al Torpedo y trataba a los jugadores como si fueran sus sobrinos. En su lugar recibimos a otro exjugador, Nikolái Morózov. Así funcionaba en aquel tiempo. Más adelante tendría éxito en el Mundial de Inglaterra, así que, mirando atrás, creo que fuimos afortunados, el pequeño Torpedo con tales entrenadores. Pero entonces, Morózov parecía un paso atrás.

Así que sí, Nikolái Petróvich llegó el invierno del 53-54. Edik empezó a jugar como reserva, y para la pretemporada el equipo se fue al sur, a Batumi, en la costa del mar Negro. Creo que allí debió impresionarles, porque jugamos un torneo en Gorki y le convocaron. Fue horrible, una mala idea. Me acuerdo del frío y de la nieve, amontonado en la grada con un gorro y un abrigo enorme, pensando en lo absurdo que era esperar que jugaran en esas condiciones. En la media parte les dimos vasos de porto a los jugadores para que se calentaran. Deberíais haber visto a Edik, la cara de sorpresa. ¡Porto! ¡En el vestuario! Aún no era bebedor. Supongo que debió jugar suficientemente bien, pues cuando fuimos a Járkiv para los dos primeros partidos de la temporada —así funcionaban las cosas, se empezaba el curso en el sur porque hacía demasiado frío para jugar en Moscú— estuvo en el banquillo como convocado.