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Su bien más preciado E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

La necesitaba para sellar el trato… El millonario griego Alekos Gionakis creía que conocía bien el valor de su secretaria. Pero, cuando ella cambió de imagen y le reveló quién era su verdadero padre, se convirtió en Su bien más preciado. Alekos le ofreció a la hermosa Sara Lovejoy hacer de intermediario para que ella pudiera reunirse con su familia a cambio de que ella aceptara fingir que eran pareja. Pero sus mejores planes quedaron fuera de juego cuando comprendió que su inocencia era algo que el dinero no podía comprar.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Chantelle Shaw

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su bien más preciado, n.º 2568 - septiembre 2017

Título original: Acquired by Her Greek Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-034-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

En qué puedo ayudarte? –preguntó Alekos Gionaki con tono seco, cuando entró en su despacho el lunes por la mañana y vio allí a una desconocida preparando café en la máquina de su despacho.

Durante el mes anterior, había tenido cuatro secretarias temporales. Todas habían resultado ser inadecuadas en la tarea de organizar su apretada agenda. Pero, esa mañana, su eficiente asistente personal volvía de sus vacaciones. Y él lo estaba deseando. La idea de que Sara pudiera haber retrasado su reincorporación por alguna razón y, por lo tanto, la perspectiva de tener que arreglarse con otra sustituta, le ponía de muy mal humor.

Posó la mirada en el pelo de aquella mujer, que le caía suelto sobre los hombros y abarcaba todos los tonos de castaño, desde el caramelo, hasta el café. Su atractiva figura estaba embutida en una blusa rosa y una falda blanca entallada, un par de centímetros por encima de la rodilla.

Bajando la mirada, Alekos apreció sus esbeltas piernas, ensalzadas por sandalias de tacón alto que dejaban ver los dedos de sus pies. El rosa fucsia de sus uñas parecía más indicado para un día en la playa que para las prestigiosas oficinas de Gionakis Enterprise en Piccadilly.

–Buenos días, Alekos.

Él frunció el ceño. Esa voz le resultaba familiar. Suave y melodiosa, le recordaba a un claro arroyo de montaña.

–¿Sara?

Aparte de la voz, Alekos no reconocía nada más de su secretaria. Cuando ella se giró, sin embargo, el intenso verde de sus ojos le confirmó que no habían sido imaginaciones. Lo inesperado era aquel brusco cambio de estilo, pues en los dos años anteriores, Sara siempre había llevado conjuntos discretos, trajes de chaqueta con falda larga color azul marino con blusas abrochadas hasta el cuello.

Inteligente, práctica y discreta, así habría descrito Alekos a su secretaria antes de que ella hubiera decidido irse de vacaciones a España durante un mes. Cuando él se había quejado, ella le había recordado que no había usado ninguna de las vacaciones previstas en su contrato desde que había empezado a trabajar para él, aparte de un día en que había asistido al funeral de su madre.

A Alekos se la había imaginado vagamente en un viaje turístico por España para visitar lugares de interés arquitectónico o histórico. Sabía que a ella le gustaba la historia. Había pensado que, sin duda, sus compañeros de tour serían jubilados y haría amistad con algún pensionista o con una viuda que aceptaría con gratitud la compañía de una persona de naturaleza tan amable como Sara.

Su imagen de las vacaciones de su secretaria se había hecho pedazos cuando Sara le había contado que iba a salir de viaje con un grupo de JLS, siglas de Jóvenes, Libres y Solteros. Como su nombre indicaba, ese tour operador se especializaba en clientes en la veintena que querían pasarse todas las noches de fiesta o bailando en la playa. Cuando él había comentado que, más que JLS, deberían llamarse JSD, Jóvenes Sexualmente Disponibles, ella se había reído. Y le había sorprendido confesando que estaba deseando soltarse la melena en España.

De nuevo, Alekos posó los ojos en su pelo. Recordó el moño apretado que había lucido siempre durante dos años, apresado con un arsenal de pasadores de metal.

–Llevas un peinado nuevo –observó él con tono abrupto–. Estoy intentando deducir por qué pareces tan cambiada.

–Me lo corté cuando estaba fuera. Lo tenía demasiado largo, casi por la cintura. Estaba cansada de tener que recogérmelo todo el tiempo –repuso ella y se pasó los dedos por el sedoso pelo. A la luz del sol que entraba por la ventana, le relucían reflejos de oro–. Y, por fin, he cambiado las gafas por lentillas. Debo admitir que me está costando un poco acostumbrarme. A veces, me lloran los ojos.

Alekos se sintió aliviado porque ella no estuviera dedicándole una seductora caída de pestañas. Solo parpadeaba porque le molestaban las lentillas. Sin las gafas de pasta que solía llevar, su rostro resultaba mucho más bonito de lo que recordaba.

También, Alekos se preguntó si se habría hecho alguna operación de estética en los labios. No se acordaba de que fueran tan carnosos y apetitosos. Daban ganas de mordisqueárselos y… Obligándose a bloquear ese pensamiento, se repitió que no era más que su discreta secretaria. En una ocasión, una de sus amantes rubias y exuberantes la había bautizado como señorita Ratón.

El apodo había encajado con su aspecto, pero no con el agudo ingenio que él siempre había admirado. Ni con su inteligencia y su atrevimiento. Sara Lovejoy era la única mujer que había conocido que no temía expresar su opinión… incluso, si era distinta a la de su jefe.

–Te dejo el café en la mesa, ¿verdad? –dijo ella y, sin esperar respuesta, atravesó el despacho y depositó la taza en el escritorio.

Alekos no pudo evitar fijarse en el sensual contoneo de sus caderas. Cuando se inclinó sobre la mesa, la falda se le ajustó más a la curva de los glúteos.

Él carraspeó y apretó los dedos alrededor del asa del maletín que se había colocado delante para ocultar su erección. ¿Qué diablos le estaba pasando? Por primera vez en un mes, se había levantado de buen humor esa mañana, sabiendo que Sara volvería y se ocuparía de desatascar el montón de trabajo que se había ido acumulando en su ausencia.

Pero el trabajo era lo último que él tenía en mente cuando ella se volvió hacia él. La blusa rosa de seda resaltaba la tentadora curva de sus pechos. Llevaba dos botones abiertos, no lo suficiente para exhibir escote, pero sí para hacer que a él se le acelerara el pulso, al imaginársela despojándose de ese pedazo de tela y del sujetador de encaje que se transparentaba debajo.

Se forzó a apartar la mirada de sus pechos y, cuando reparó en su fina cintura, carraspeó de nuevo.

–Eh… también… parece que has perdido peso.

–Unos cuantos kilos, la verdad. Supongo que es por el ejercicio que hice mientras estaba de vacaciones.

¿Qué clase de ejercicio había hecho en un grupo de jóvenes, libres y solteros? Alekos no era dado a las fantasías, pero su mente se vio bombardeada por imágenes de su secretaria rodeada de guapos españoles.

–Ah, sí, tus vacaciones. Espero que lo pasaras bien.

–Muy bien.

Su sonrisa le recordó a Alekos a un gato satisfecho después de comerse un plato de leche.

–Me alegro –dijo él, tenso–. Pero ahora no estás de vacaciones, así que no entiendo por qué has venido al trabajo con una ropa que está más indicada para la playa que para la oficina.

Cuando Alekos hablaba en ese tono frío y desaprobador, la gente solía agachar la cabeza de inmediato. Sin embargo, Sara se limitó a encogerse de hombros y se pasó las manos por la falda.

–Oh, en la playa llevaba puesta mucha menos ropa. En la Rivera Francesa, es normal que las mujeres hagan top less para tomar el sol.

¿Sara había hecho top less? Alekos trató de borrarse esa imagen de la cabeza.

–Creí que habías ido a España.

–Cambié de planes en el último momento.

Mientras Alekos digería el hecho de que su estructurada y organizada secretaria hubiera cambiado de planes de un plumazo, Sara caminó hacia él. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de que sus ojos verdes relucían como esmeraldas cuando sonreía? Le irritaba pensar esas cosas, pero no podía dejar de contemplarla.

Además de nuevo peinado y estilo de vestir, llevaba un perfume diferente. Era un seductor aroma con una pizca de limón y flores exóticas que excitaba sus sentidos… Y endurecía aun más su erección.

–¿Dónde me quieres?

–¿Qué? –dijo él, meneando la cabeza para no imaginársela tumbada en el sofá, con la falda levantada y las piernas abiertas, esperándolo.

Maldiciendo para sus adentros, se dio cuenta de que Sara lo observaba con extrañeza.

–¿Quieres que me ocupe de la montaña de papeles sobre mi mesa, que supongo que la sustituta me ha reservado a mí, o quieres que me quede aquí para tomar notas? –volvió a preguntar ella con paciencia. Poniéndose en jarras, añadió–: Sé que la sustituta que elegí para que me cubriera solo duró una semana y que, de recursos humanos, enviaron otras tres más, pero las echaste en cuestión de días.

–Eran unas inútiles –le espetó él. Al mirarse el reloj, se dio cuenta de que llevaba más de diez minutos prestándole atención a su secretaria, con quien no solía perder más que una rápida mirada de cinco segundos. Se sintió molesto por lo atractiva que le resultaba y cómo su cuerpo respondía a ella–. Espero que te hayas mentalizado de que hay mucho trabajo por hacer.

–Imaginé que me atarías a la mesa cuando regresara –replicó ella, cortante.

Alekos afiló la mirada, tratando de adivinar si Sara era consciente del efecto que le producía. Sin poder evitarlo, se la imaginó tumbada en la mesa, atada, desnuda.

Confundido, se dijo que jamás había pensado en ella de esa manera. De hecho, había elegido contratarla, en parte, por su aspecto anodino. Como presidente de la compañía, necesitaba estar concentrado por completo en su trabajo. No podía correr el riesgo de que ninguna mujer lo distrajera.

Alekos había llegado a ser presidente de la empresa, especializada en construir yates de lujo, hacía dos años, tras la muerte de su padre. Entonces, había decidido que el aspecto poco atractivo de Sara, junto con sus excelentes capacidades como secretaria y su impecable ética profesional, la convertían en perfecta para el papel de asistente personal.

Se acercó a la mesa, se sentó y tomó un trago de café antes de volver a mirarla.

–Tengo que hacer unas cuantas llamadas, mientras seguro que encuentras qué hacer. En media hora, quiero que vuelvas con la carpeta de Viceroy.

–¿No olvidas algo? –dijo ella y, cuando él arqueó las cejas con gesto interrogativo, explicó–: Las cosas se piden por favor. Alekos, si te digo la verdad, no me extraña que asustaras a cuatro sustitutas en unas semanas, si te comportabas con ellas de forma tan desagradable como lo estás haciendo esta mañana. ¿No tendrás problemas de faldas? Esa es la razón habitual por la que vienes a la oficina con cara de perro.

–Debes saber que nunca permito que mis relaciones personales duren lo suficiente como para que se conviertan en un problema –contestó él y se recostó en el asiento, mirándola con severidad–. Recuérdame una cosa, Sara. ¿Por qué tengo que tolerar tu insolencia?

Ella sonrió con ojos brillantes.

–Porque soy buena en mi trabajo y no quieres acostarte conmigo –repuso ella–. Es lo que me dijiste en la entrevista antes de contratarme y supongo que las cosas no han cambiado, ¿verdad?

Sara salió del despacho y cerró la puerta, antes de que él pudiera pensar en una respuesta adecuada. Diablos, a veces, su secretaria se pasaba de la raya, pensó, con el corazón acelerado. No podía explicar la extraña sensación que experimentó al darse cuenta de que su exótico aroma invadía la habitación.

Estaba conmocionado por la súbita transformación de Sara. Pero seguía admirando su honestidad. Ninguno de los demás empleados de Gionakis Enterprises se atrevería a hablarle como ella acababa de hacerlo. Era refrescante que alguien se enfrentara a él, sobre todo, cuando todo el mundo y las mujeres en especial siempre le decían que sí.

Entonces, se preguntó qué pensaría Sara si le confesaba que había cambiado de opinión y sí quería acostarse con ella. ¿Estaría dispuesta a aceptar o sería la única mujer en el mundo que lo rechazara? Casi tuvo la tentación de averiguarlo. Pero su sentido práctico le ganó el pulso. De acuerdo, podía sentirse atraído por ella. Sin embargo, sabía que había cientos de mujeres dispuestas a satisfacer su frustración sexual, mientras una buena secretaria valía su peso en oro.

Era un día de mucho trabajo. Alekos abrió su portátil pero, extrañamente, no sintió el habitual entusiasmo por ponerse manos a la obra. Giró la silla de cara a la ventana y contempló las calles llenas de tráfico y gente.

Le gustaba vivir en la capital de Inglaterra, aunque prefería el sol de junio a los días cortos y fríos del invierno. Después de la muerte de su padre, tanto la junta directiva de GE como su familia había esperado que Alekos se mudara a Grecia y dirigiera la compañía desde su oficinas en Atenas. Su padre así lo había hecho y, antes que él, su abuelo.

Su decisión de trasladar la sede a Londres se debía a razones de negocios. Estaba más cerca a la creciente lista de clientes de GE en Florida y en las Bahamas. Además, el ambiente cosmopolita de la capital era idóneo para entretener a su clientela formada por millonarios dispuestos a gastarse cantidades ingentes de dinero en un yate de lujo, el símbolo de estatus de moda.

En lo personal, por otra parte, había estado ansioso de establecerse como presidente lejos del centro de influencia de su padre en Atenas. El edificio de GE en la capital griega había tenido el aspecto de un palacio y Kostas Gionakis había sido el rey. Él se sentía como un mero usurpador.

Apretando la mandíbula, se dijo que Dimitri debería haber ocupado el puesto de su padre, no él. Pero su hermano había muerto hacía veinte años, supuestamente en un trágico accidente. Sus padres habían estado hundidos y él nunca les había hablado de sus sospechas acerca de su muerte.

Alekos había tenido catorce años entonces. Había sido el más joven de su familia, seis años menor que Dimitri. Había idolatrado a su hermano. Todo el mundo había admirado al heredero del imperio Gionakis. Dimitri había sido guapo, atlético e inteligente, y había sido educado desde la infancia para liderar el negocio familiar.

Sin embargo, había sucedido lo impensable. Había muerto y, de pronto, Alekos se había convertido en el futuro de la compañía, un hecho que su padre no había dejado de recordarle a todas horas.

¿Había creído Kostas que su hijo menor podía ser tan buen presidente de GE como su primogénito? Alekos lo dudaba. Siempre se había sentido tratado como el segundón. Y sabía que algunos miembros de la junta directiva seguían sin verlo con buenos ojos y desaprobaban su vida de playboy.

Sin embargo, demostraría a los que dudaban de sus habilidades que se equivocaban. En los dos años que llevaba como presidente, los beneficios habían aumentado y estaban expandiéndose a nuevos mercados en todo el mundo. Quizá, su padre habría estado orgulloso de él. Nunca lo sabría. Lo que sabía seguro era que no podía dejarse distraer por su secretaria solo porque se había convertido en una atractiva mujer de la noche a la mañana.

Apartándose de la ventana, abrió un documento en su ordenador y se concentró en el trabajo. Le debía a la memoria de su hermano asegurar que GE fuera tan exitosa como lo había sido con su padre y como lo habría sido, sin duda, con Dimitri como presidente.

 

 

Sara ignoró la sensación de culpa cuando pasó por delante de su mesa, abarrotada de trabajo, y se dirigió al baño. El espejo confirmó sus miedos. Sus mejillas sonrojadas y sus pupilas dilatadas delataban su reacción a Alekos.

Había estado tratando de controlarse durante todo el tiempo que había estado en su despacho. Había estado ocultando sus sentimientos hacía él durante dos años, sin embargo, cuando lo había visto esa mañana, después de un mes, el pulso se le había acelerado al máximo y la boca se le había quedado seca.

El corazón se le aceleraba en el pecho cada vez que estaba cerca de Alekos, eso no era nuevo. Aunque había perfeccionado el arte de esconder sus emociones tras una fría sonrisa, consciente de que su trabajo así lo requería. Cuando la había nombrado su asistente personal entre decenas de candidatas, Alekos le había dejado claro que nunca mezclaba los negocios con el placer y que no había ninguna posibilidad de que mantuvieran una relación sexual.

Entonces, su arrogancia había irritado a Sara, que había estado a punto de responderle que no pensaba repetir el error de su madre, teniendo una aventura con su jefe.

Durante los dieciocho meses que había trabajado en el departamento de contabilidad, antes de ser ascendida, había escuchado que los miembros de la junta directiva desaprobaban el estilo de vida de mujeriego de Alekos, que atraía la atención de la prensa sobre temas equivocados. Por eso, entendía que él quisiera mantener los límites profesionales con sus empleadas. Lo que quería de su secretaria era eficiencia, dedicación y la habilidad de pasar desapercibida. Y su indumentaria sencilla y conservadora hasta entonces lo había permitido a la perfección.

En realidad, habría estado dispuesta a ponerse un hábito de monja si Alekos se lo hubiera pedido, porque necesitaba ese empleo. Con su ascenso como asistente personal del jefe había logrado, por fin, que su madre se sintiera orgullosa de ella. Por primera vez, Joan Lovejoy no había estado decepcionada.

Se preguntaba si su madre habría amado al hombre que la había abandonado tras haberla dejado embarazada. Sin embargo, Joan se había negado a revelarle a Sara la identidad de su progenitor y apenas le había hablado de él. Solo le había comentado de pasada que había sido un universitario destacado en Oxford y que era una pena que su hija no hubiera heredado su brillantez académica.

Sara se había pasado casi toda la vida comparándose con un hombre sin rostro y sin nombre, a quien nunca había conocido… hasta hacía seis semanas. Después de haberlo visto, sabía por fin de quién había heredado sus ojos verdes. Su nombre era Lionel Kingsley y era un reconocido político. La había sorprendido cuando la había llamado por teléfono y le había comunicado que podía ser su padre. Ella había aceptado hacerse una prueba de ADN para salir de dudas, aunque había estado segura de que el resultado solo confirmaría lo que ya sabía. Cuando se miraba al espejo, veía los ojos verdes de su padre.

Por primera vez, se sintió una persona completa. De pronto, comprendió muchas cosas sobre sí misma, como su amor por el arte y su creatividad, que siempre había suprimido porque su madre le había obligado a concentrarse en los estudios.

Lionel era viudo y tenía dos hijos, hermanastros de Sara. Ella estaba nerviosa y ansiosa de conocerlos. Comprendía que a su padre le preocupara la reacción que tendrían al saber que había tenido una hija ilegítima. Por eso, ella le había aconsejado que esperara a que estuviera preparado para reconocerla públicamente. Y, por fin, había llegado el momento. Lionel la había invitado a su casa el fin de semana, para presentarle a Freddie y Charlotte Kingsley.

Sara había visto fotos suyas. Lo cierto era que se parecía mucho a sus hermanastros. Aunque sus semejanzas físicas poco tenían que ver con sus estilos de vestir. Charlotte solía llevar atuendos ajustados y elegantes, que resaltaban lo anodino y poco sexy de los amplios trajes de chaqueta de color oscuro que Sara había llevado a la oficina.

La ropa nueva que se había comprado durante las vacaciones no tenía nada de escandaloso. La falda y la blusa que llevaba eran perfectamente decentes para ir al trabajo. Además, lo había pasado en grande yendo de compras en la Riviera Francesa, donde su padre le había ofrecido una casa de vacaciones. Había bajado una talla de tanto nadar y jugar al tenis y le encantaba ponerse vestidos y faldas que remarcaran su cuerpo en forma.

Se pasó los dedos por el pelo. Todavía no se había acostumbrado a llevarlo suelto sobre los hombros. Le hacía sentir más femenina y… sexy. Se había dado unas mechas rubias para complementar los reflejos que había adquirido después de haberse pasado un mes al sol.

Quizá, era verdad que las rubias se divertían más. También, tenía que reconocer que haber conocido a su padre le había dado una nueva sensación de confianza en sí misma. Se sentía completa, al fin. Y no quería volver a pasar inadvertida nunca más. Mientras había viajado en metro esa mañana, de camino al trabajo, se había preguntado si Alekos repararía en su cambio de imagen.

Mirándose el rostro sonrojado en el espejo, Sara hizo una mueca. En realidad, había esperado que se fijara en ella y dejara de tratarla como a un mueble de oficina, funcional pero poco interesante.

Bueno, pues su deseo se había hecho realidad. Alekos se había quedado anonadado cuando la había visto y la había recorrido con los ojos impregnados de un nuevo brillo. A ella le había subido la temperatura cuando él se había detenido en sus pechos. ¿Habría notado su jefe que se le habían endurecido los pezones? Era difícil ocultar que la excitaba más que ningún otro hombre en el mundo.

Su decisión de renovarse y cambiar de imagen le pareció, de pronto, mala idea. Cuando se había vestido con ropas anodinas, no había tenido que preocuparse porque él se la quedara mirando doce veces al día. Al parecer, para su jefe más que una mujer había sido solo una especie de secretaria robot. Sin embargo, en ese momento, se estremeció al recordar su mirada ardiente cuando había estado en su despacho. Casi deseó correr a su casa para cambiarse. Aunque no podía. Sus viejas ropas amplias y grises se le habían quedado demasiado grandes, así que las había donado a la beneficencia.

No había vuelta atrás. La vieja Sara Lovejoy se había ido para siempre y la nueva Sara había llegado para quedarse. Alekos iba a tener que acostumbrarse.

Capítulo 2

 

A las nueve y media en punto, Sara llamó a la puerta de Alekos y respiró hondo antes de entrar en su despacho. Él estaba sentado detrás de su mesa, recostado en la silla mientras hablaba por teléfono. Le dedicó una breve mirada y se volvió hacia la ventana, continuando con su conversación.

Sara se dijo que no debía sentirse decepcionada por su falta de interés. Sin duda, la mirada de deseo que había creído percibir antes solo había sido fruto de su imaginación. Solo porque se hubiera cambiado de peinado y de vestuario no quería decir que se hubiera convertido en la mujer de sus fantasías. A él le gustaban las rubias elegantes con piernas largas. En los últimos dos años, había salido con un desfile de modelos y jóvenes de la alta sociedad, de las que se había aburrido siempre en cuestión de semanas.

Sin poder evitarlo, a Sara se le aceleró el corazón de nuevo. Lo contempló mientras él seguía al teléfono y se fijó en su fuerte mandíbula con una sombra de barba, sus ojos negros y penetrantes, sus mejillas varoniles. Era una combinación irresistible para las mujeres. El pelo grueso y negro solía caérsele sobre la frente, y su boca… Ella posó los ojos en su hermosa boca. Sensual y carnosa cuando estaba relajado y desarmadora cuando sonreía, también podía curvarse en una expresión cínica cuando quería incomodar a alguien.

–No te quedes ahí mirando, Sara.

La voz de Alekos la sobresaltó. Se dio cuenta de que él había terminado la llamada y la había sorprendido observándolo.

–Tenemos mucho que hacer.

–Estaba esperando que terminaras de hablar por teléfono –repuso ella. Por suerte, sus dos años de práctica en ocultar lo mucho que le gustaba su jefe la ayudaron a fingir calma y compostura. La forma en que él pronunciaba su nombre, cargando cada sonido de sensualidad, le provocaba una extraña sensación de intimidad. Pero, por supuesto, no había intimidad ninguna entre ambos. Y nunca la habría.

Sara se obligó a caminar hacia él despacio mientras, con cada paso, era consciente de su atenta mirada. El brillo de sus ojos la hacía sentir como si la estuviera desnudando mentalmente. La piel le ardía cuando, por fin, se sentó en la silla delante del escritorio de su jefe.

Hubiera sido fácil dejarse impresionar por él. Sin embargo, cuando había sido ascendida a asistente personal, Sara se había dado cuenta de que Alekos estaba rodeado de gente que siempre le daba la razón. Y había decidido que ella no sería una más de las personas intimidadas por su poderosa personalidad. Se había percatado, también, de que él no profesaba mucho respeto hacia los aduladores que estaban ansiosos por agradarlo.