Sucio, salvaje, intenso - Sol Ortiz - E-Book

Sucio, salvaje, intenso E-Book

Sol Ortiz

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Beschreibung

Para sanar es necesario recorrer los caminos con tenacidad abrazando las partes rotas de uno mismo.   Sucio, salvaje, intenso es un libro que desgarra y reconcilia. Un viaje visceral a través de las huellas invisibles que dejan el amor, el desamor, el deseo, el abuso y la pérdida. Con una prosa directa acompañada de una sensibilidad intensa, cada historia se adentra en los momentos más íntimos para revelar la complejidad de las relaciones humanas. Desde relatos cargados de erotismo hasta otros que exponen con valentía las cicatrices del abandono y la violencia, estos escritos son un testimonio de resiliencia y transformación. Una invitación a sentir sin reservas, a abrazar lo imperfecto para luego descubrir la fortaleza que emerge de la fragilidad. A través de sus palabras, la autora crea una narrativa que estremece el alma, hiere en lo más profundo, pero que, al final, nos conduce a la paz que sólo se alcanza al enfrentar el dolor con entereza. Navegar entre la luz y la sombra, pero haciéndolo con orgullo, requiere valentía. ¡Bienvenidos!

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Seitenzahl: 177

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ortiz, Sol

Sucio, salvaje, intenso / Sol Ortiz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6665-08-9

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A860

© 2025, Sol Ortiz

Corrección de textos: Mónica CostaDiseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-631-6665-08-9

1º edición: junio de 2025

1º edición digital: mayo de 2025

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Para sanar es necesario recorrer los caminos con tenacidad abrazando las partes rotas de uno mismo.

Sucio, salvaje, intenso es un libro que desgarra y reconcilia. Un viaje visceral a través de las huellas invisibles que dejan el amor, el desamor, el deseo, el abuso y la pérdida. Con una prosa directa acompañada de una sensibilidad intensa, cada historia se adentra en los momentos más íntimos para revelar la complejidad de las relaciones humanas. Desde relatos cargados de erotismo hasta otros que exponen con valentía las cicatrices del abandono y la violencia, estos escritos son un testimonio de resiliencia y transformación. Una invitación a sentir sin reservas, a abrazar lo imperfecto para luego descubrir la fortaleza que emerge de la fragilidad.

A través de sus palabras, la autora crea una narrativa que estremece el alma, hiere en lo más profundo, pero que, al final, nos conduce a la paz que sólo se alcanza al enfrentar el dolor con entereza. Navegar entre la luz y la sombra, pero haciéndolo con orgullo, requiere valentía. ¡Bienvenidos!

Sobre Sol Ortiz

Sol Ortiz nació en Buenos Aires, en 1989. Es escritora y directora de comunicación, con una formación sólida en marketing y narrativa transmedia. Explora temas profundos como el amor, el dolor y la resiliencia. Su cuento Milisegundos fue publicado en la antología Placeres ocultos (2024) y Melodía verde en Libre (2024). Dirige su propia agencia de marketing y producción, aplicando su experiencia creativa al ámbito social. En 2023 recibió premios de Fundación Avon, el Consejo Publicitario Argentino y Disney por su trabajo en diversidad e inclusión.

IG: @sol.ortiz0

Índice de contenido

Cubierta

Portada

Créditos

Sobre este libro

Sobre Sol Ortiz

Dedicatoria

Reinicio

Primera parte

Mi primer amor

En la casita

Silencio

Mi primer novio

Ciudadela

Patovica

Rojo

Are u talking to me?

Ojos Rayos X

Enfermos de amor

Mi refugio

Despertá

Me fui

Patética stalkeadora

EME

Segunda parte

Tiempo de matchs…

Firme y profundo

Rebalsa mi vulva y mi rostro

Sábado 19 de febrero

Tu regreso

Mensaje de WhatsApp

Madrugada en Lomas

Idealizar al artista

Cuarto intermedio

Alumno

Veintipocos

Explorándonos al fin

El día más genial del 2023

Dominguitis

San Isidro y vos

Escribiendo…

Agradecimientos

Landmarks

Tabla de contenidos

A mi madre, la primera mujer en ponerme alas para que pudiera volar.

Mi primer amor, mi confidente, mi todo.

Gracias por enseñarme a confiar en mí.

Te amo eternamente.

Tu chiki

Reinicio

No sé cómo colocar mi pequeño cuerpo que por más de tres horas no para de vomitar y de cagar. Como una especie de muñeco de trapo que expulsa hasta las ganas de vivir. El baño está oscuro, mi madre me mira desde la puerta y me pide que vayamos al médico. No, aún no. No me gustan los hospitales. Me traen malos recuerdos.

Con cada arcada, los ojos y la piel de mi cara se expanden, dejando huellas coloradas. Me aferro fuerte al balde, sale de mí un sabor amarguísimo, ya lo conozco, es la bilis. Maúllo suave mi dolor, no es una intoxicación o sí, es toda la angustia que tengo dentro, que grita y revienta en todo mi ser.

¿Creíste que iba a ser fácil? Mientras me retuerzo, pienso en el último tiempo que decidí escribir mi libro. Desde que llegué feliz a Mirtha —mi correctora literaria— que aceptó acompañarme en tamaña aventura, hasta la noche que reviví tanto sexo, tanto amor y desamor, tanta desolación.

Camino por el pasillo de mi patio, deseando que todo este malestar se calme. Exploté como un sapo, cuánto tiempo llevaba con esto dentro. Ahora estoy más liviana, me pregunto ¿por qué escribo este libro? ¿Para qué me expongo? Me regalo la oportunidad de decir lo que siento, de revivir momentos que me llevaron a ser esta que soy, dándole en el presente un nuevo sentido.

Me agrada el amor, ese que tanto miedo da y que en realidad está impregnado por todas partes. Sostengo que todo debería ser creado con amor, que es maravilloso romantizar la vida y lo comparto para ver si hacemos un club de fans que valore los amaneceres, el silencio, el olorcito a vainilla, los abrazos, el sol, la lluvia y las tortas fritas. Todo vale, hasta lo aparentemente insignificante.

Conectar con otros como enchufes, por donde pasa electricidad, por donde compartir información, saberes, deseos. Enchufarnos fuera de lo carnal para descubrirnos. A través del acto de escribir puedo entender mejor que el sexo, el que todo el mundo tuvo, tiene y tendrá, al que tan mala fama se le hace, es el espacio más íntimo donde creamos nuevas experiencias: buenas, malas, amorosas, tristes, sucias, asquerosas, abusivas, ricas, tiernas. No hay una forma única de sexo y eso es maravilloso, porque siempre es un nuevo encuentro, jamás —ni aun compartiendo con la misma persona— será andar el mismo camino. Desearía que la sociedad toda pudiera normalizar que la sexualidad está presente en nuestra vida más de lo que creemos. Que es necesario conversar sobre amor, placer y sexo, para evitar abusos, para cuidar la salud y el bienestar, para aumentar los placeres.

Me despido al mismo tiempo que doy la bienvenida, como quien corre el telón, para que puedan entrar un ratito en mí.

Surfear la luz y la sombra y compartirlo con orgullo es de valientes.

Bienvenidos.

Primera parte

Mi primer amor

Vivir en un barrio, sobre una calle de tierra, tiene sus pros y sus contras. El progreso en sí mismo trae beneficios y consecuencias: dos caras de una misma moneda. La calle de tierra te da la posibilidad de que pocos autos, o casi ninguno, puedan ingresar, que entonces la vereda y la calle se conviertan en tu patio delantero. De que en épocas de calor tus padres rieguen para aplacar el polvo y que te dejen jugar con tus vecinitos al carnaval desde diciembre hasta febrero.

Mi familia está conformada por mis padres y mis hermanos: dos varones y una mujer. Soy la menor, nací después de diez años; producto de una reconciliación. “La casilla de González Catán tembló cuando te hicimos”, había declarado mi madre mientras yo tapaba mis oídos para no escucharla. Ahora pienso en sus palabras y en ese momento cuando me crearon, lleno de amor, tristeza, enojo y pasión fue la mezcla divina, creadora, de esta morocha que vive muerta de amor y deseo. Es lógico, entonces, que a muy temprana edad pudiera enamorarme de Daniel.

Daniel era mi vecino, vivía a dos casas de la mía. Era el único rubio, de ojos claros y tez blanca que conocía. Era bostero, siempre estaba vestido con su camiseta azul y oro que contrastaba perfecto con su pelo.

Podría definir mi infancia como solitaria e independiente, pero mi madre al leer esto frunciría el ceño. Reformulo, entonces, la oración para decir que mi infancia fue maravillosa, fui una niña muy feliz y estimulada. Aprendí a leer a los cuatro años, con un libro que aún conservo, de un pajarito que no podía volar y al que sus amigos le cosían alas. Luego, comencé a escribir mis primeras letras hasta abrazar el sueño de algún día ser escritora. De más grande descubrí la radio: escuchaba todos los días Radio Panda, me dormía con el walkman y soñaba con ser locutora. Aparentemente había llegado al mundo para comunicar algo.

Mi peluche Yusel, mi perra Daysi, El mundo de Bobby, mi vecina Julieta y Daniel eran el contrapeso necesario para contrarrestar la apatía de mis hermanos adolescentes. No puedo mentir, siempre me sentí ajena a esta familia. Por suerte el universo lo compensa todo.

Julieta vivía al lado de casa. Sólo una ligustrina dividía nuestros terrenos, por lo tanto, siempre estábamos juntas y al mismo tiempo separadas. Charlábamos entre hojas, nos revoleábamos cosas o nos regábamos con la manguera de pileta a pileta.

Conocí a Daniel el día que se mudó con su familia. Vinieron con un camión enorme que se estacionó sobre nuestra cuadra, era una familia ruidosa. La madre caminaba desencajándose toda, gritaba e insultaba a su marido, tenía aires de grandeza, pero estaba por mudarse a La Matanza.

Daniel, en cambio, parecía misterioso, se metía entre las piernas de su madre mientras ella se presentaba con la mía.

—Saludá a la nena —decía su madre agarrándolo del brazo.

—Dejalo, Mari. Cuando quiera puede venir y jugar con Sol —planificaba mi madre.

Esa misma tarde, salí con mi triciclo a andar por la calle mientras papá tomaba mate y charlaba con el vecino y mi perrita Daysi se iba a la carnicería en búsqueda de algún huesito. Qué mística hermosa guardaban los barrios en los noventa. Daniel también salió con su minibici, nos mirábamos con vergüenza y tomábamos direcciones opuestas. Yo creo que soy la niña de las sonrisas, no puedo esperar mucho para regalar alguna, así que sonreí y él también. En uno de nuestros cruces comenzamos a hablar: de mi triciclo adaptado para llevar a Daysi, de que aún no sabía andar sin rueditas, de nuestros hermanos. Y de Julieta, que luego se convertiría también en su amiga.

***

El verano tiene sabor a libertad, a cuerpos expuestos, a poca ropa, a días largos y disfrute. No importa la edad que tengas todo luce esplendoroso. Durante el período de vacaciones vivía metida en mi pileta, en la de Julieta o en la de Daniel. Recuerdo mi piel quemada, parecía un pingüino con pelo largo. La malla enteriza con flores que mamá me había regalado y hasta la foto posando sobre el pasto.

Daniel y yo habíamos pasado de ser sólo vecinos a ser marido y mujer, después de que, una tarde en el patio, su hermana nos casara. El casamiento incluyó ramito de flores y nuestro primer beso. Sus labios eran delgados y bien colorados; sabían a la chocolatada que habíamos merendado y se sentían pegajosos.

Mi casa era una casa de adolescentes hormonales: mis hermanos estaban todo el día besuqueándose con sus novias; de vez en cuando encontraba alguna revista pornográfica y la TV de los años noventa estaba llena de programas en los que abundaban los cuerpos desnudos. Del sexo y del amor se habló siempre, de forma seria o en chiste el tema nunca fue tabú. Agradezco a mi madre por la libertad que nos dio informándonos demasiado, a veces hasta innecesariamente.

En casa de Daniel las cosas eran un poco distintas, la hermana no podía tener novio. Ella sufría y se escapaba, después su madre le pegaba por no hacerle caso. En cambio, nuestro vínculo estaba autorizado, hasta podría decir “celebrado”; cosa loca que no comprendo.

Crecí entre tetas: tomé leche hasta mis dos años y la solté por decisión propia:

—¿Cheche? —dije con cara de asco.

—Sí, Sol, es leche —respondió mi mamá sosteniéndose el pezón.

—Cheche caca —protesté al darme cuenta de que era la misma leche que me querían dar en la mamadera y que yo rechazaba con asco.

Conocí las tetas de mi madre, de mi hermana y de la mamá de Daniel, ninguna mujer sentía vergüenza al mostrarlas cuando se cambiaban, todas eran distintas y alucinantes. Mientras que el espacio entre las piernas era un lugar oculto, que no podía ser mostrado a nadie. Aquello que guarda algún misterio, que se oculta y se prohíbe enciende la mecha del deseo de revelación.

Como no podía saber qué se ocultaba del otro lado del pantalón de las personas me dedique a hurgar en mí, sentí los pliegues, el agujerito desde donde salía el pis y esa pequeña bolita que está en el medio, como una perla en una concha de mar, que al tocarla reiteradas veces hacía que algo cambiara en mí. Descubrí, entonces, a temprana edad, la masturbación y no se lo conté a nadie, mi mamá me había retado cuando me vio manoseando el espacio prohibido y ahí entendí que no era momento de compartir mis hallazgos.

Las siestas de treinta grados las pasaba con Daniel, en su pileta. Nos sumergíamos y jugábamos a quién aguantaba más bajo el agua. Su cuerpo era dorado y suave. Él se zambullía y nadaba cerca de mí, las gotas resbalaban por su rostro pícaro.

Aquel día, me daba piquitos y se sumergía riendo. Sentíamos un amor tierno, ansiosos esperábamos siempre por vernos. Confiaba en Daniel, con él podía hablar de muchas cosas, incluso de la puerta mágica que veía al fondo de su casa y que deseaba pudiéramos cruzar. Cuchichiábamos en la pileta sobre la parte oculta, le conté lo que tenía y me animó a mostrárselo, pero mi miedo era que mamá se enojara.

Él amagó con exhibirse, pero yo me negué, aunque internamente quería saber. Se sumergía, se reía de mí y se burlaba. Amenazaba con bajarse los pantalones una y otra vez, hasta que finalmente lo hizo. Reveló un pequeño caracol arrugado, se observó y me observó. Me quedé petrificada ante la sorpresa y entendí que entre las piernas se esconde el mar.

En la casita

A mi mamá no le gustaba que me juntara con ciertas chicas de mi cuadra. Ellas jugaban y se ensuciaban demasiado haciendo muñecos con barro, además, tenían piojos y ya me habían contagiado un millar de veces: “Entonces, no se juega con la Paula ni la hermana, su mamá no les pasa el peine fino y yo laburo como una burra como para estar atrás de tu cabeza”, es cierto, mamá trabajaba mucho como para estar con ese tema. Siempre fui una hija empática y hasta diplomática. No se trata de hacer caso sino de entender las razones y no generar bullicio.

Mi casa, por ese entonces, era una novela de Thalía. Mi hermana, con diecisiete años, había quedado embarazada, entonces todo se resumía en acompañarla para que tuviera un embarazo feliz. Sin embargo, cuando mi sobrino nació ella sufrió una mala praxis que casi le costó la vida. Por suerte salió del asunto sin mayores dificultades. Mi mamá la ama, aunque hoy día no se hable nunca de ella. No soy madre para saberlo, pero supongo que un hijo debe ser una extensión de tu cuerpo. Un tesoro incalculable. Creo que ella es un tesoro difícil de comprender: siempre fue libre y rebelde, al punto de que una tarde decidió irse, dejando una carta para mamá, y a su pequeño hijo a mi cuidado.

—Me voy, Sol —dijo desde la escalera, mientras empujaba una bolsa de residuo.

—¿A dónde? ¿A qué hora volvés? —le respondí mientras con mi sobrino mirábamos la tele.

—Me voy de casa, no puedo seguir así con mamá. Le dejé una carta en la mesita de luz —respondió acongojada—. Vos quedate con él, en un rato llega papá.

La acompañamos hasta la puerta llorando, pidiéndole que no se vaya, viendo cómo subía al remís con sus bolsas, abandonando a su hijo. Sí, abandonando, porque dejar a una niña de siete años a cargo de un niño de uno y medio, es abandono.

Considero que no existen razones para irse de un lugar sin luchar, mucho menos para no llevar el “tesoro”, anteponiendo el propio bienestar al de tu hijo. Ahora no soy diplomática, soy una mujer que juzga una mala acción que nos cambió la vida a todos y para siempre. Detesto y siento asco de las personas que toman decisiones pasando por encima del resto, sin importar las implicancias. Fin del comunicado.

En medio del caos que sacudió mi hogar, seguía siendo una niña que sólo deseaba jugar con sus muñecas, aunque con nuevas responsabilidades. Entretener a mi sobrino y decir: “Mamá se fue a comprar pan, más tarde vuelve”.

El barrio entero sabía sobre nuestras vidas, mamá salía a trabajar llevando en un brazo su bolso de herramientas y en el otro a mi sobrino. Mi papá le decía: “es tu hija”, mientras subía las escaleras para ir a dormir la siesta, dejando abandonada a mamá que tanto esfuerzo hacía por pegar las partecitas de esta familia que mi hermana había roto.

Mi mundo era doloroso, pero tenía amigos invisibles con quienes conversaba de mis pesares, a mi muñeco Yusel, al que abrazaba fuerte cuando el conflicto acechaba; a mi perrita Daysi, que estaba siempre lista como una scout para chupar mis lágrimas; mi casita de tela donde me encerraba; y las hojas que dibujaba y escribía para desahogarme.

La casa de Daniel era una casa concurrida, me gustaba porque podía sociabilizar con otros niños y niñas. En su terreno, enmarcado por ligustrinas, tenía un árbol enorme de paltas —en 2020 hubiera sido millonario— y debajo un sucucho donde el padre guardaba sus herramientas. Nosotros solíamos escondernos ahí, revisábamos las cosas que guardaba el viejo en cada caja.

Una tarde nublada de sábado, en la que el otoño empezaba a hacerse sentir, armaron en el patio una casita, con seis sillas y tres frazadas marrones. Él no tenía una de tela como la mía, entonces su madre la hacía con sábanas o frazadas. Nico era amigo de uno de mis hermanos, me llevaba unos cuatro años, era un chico con una nariz respingada, alto y flaco. Me llamaba la atención, no por su belleza —mi marido era el más bonito de la cuadra—, más bien supongo que por su edad.

Éramos seis los que nos metimos en la casita. Nos acostamos mirando hacia el techo. Nico había quedado a mi lado, no recuerdo las conversaciones, pero sí la ansiedad que me azotaba cuando sentía cerca a alguien que me gustaba. Ya me ocurría con Daniel y sus piquitos: un hormigueo que comenzaba a caminar en mí cuando me rozaba la entrepierna.

Nico era un chico dulce, le gustaba cuidar de los más peques. Acostado a mi lado, comenzó a mirarme sin disimulo y luego a acariciar mi pelo. Daniel al verlo se enfureció como Hulk, y sin mediar palabras se le tiró encima dándole un puñetazo para que no le quedaran dudas de que yo era su esposa.

Silencio

La vida cambia tan rápido que es increíble recordar tantos detalles y sentirlos tan vívidos. Un terrible meteorito cayó sobre la mía: mis padres se separaron. Aunque debo decir que por fin se separaron. Vivir en medio del conflicto no es sano para nadie. Recién a mis treinta aprendí la lección. Me enseñaron a irme a tiempo, o a destiempo, pero a salir de donde ya no soy feliz.

Mi vieja, mi ejemplo, la luz de mis ojos tomó el coraje de terminar con su matrimonio de treinta años. Mamá es podóloga a domicilio y ama de casa, de esas que tienen todo perfecto, no se le pasa una. Nunca tuvo un sueldo fijo, salía desde la mañana hasta la noche a atender a sus pacientes, tomando colectivos eternos que la llevaban desde Isidro Casanova hasta González Catán o hasta San Miguel. Su fortaleza e independencia fueron mi inspiración.

Ma, sé que al leer este relato la emoción te invadirá, pero tu vida, hasta las partes más dolorosas, son un tesoro para mí. Te observo, te copio y te amo.

Mi viejo era colectivero, solía hacer el turno de madrugada. Aún recuerdo sus desayunos: el sonido de la pava hirviendo, el olor a mate cocido y la bolsa de nailon del pan. Antes de salir, me sacaba de mi cama y me llevaba a dormir calentita al lado de mamá. Él no era un mal tipo, simplemente era tibio en sus acciones y decisiones, la vida le pasaba por delante y él iba como un barrilete acoplándose a lo que el resto quisiera. Esas personas que te gustaría que, al menos, si hacen algo malo, lo hagan con intención; pero él no hacía nada: ni bueno, ni malo. Era como una estufa fría.