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Bailar con un príncipe sonaba como un sueño hecho realidad para la mayoría de las chicas, pero para la instructora de baile Meredith Whitmore no era más que un gran paso en su carrera profesional. Kiernan Chatam se había ganado el apodo de Príncipe Corazones… En los ensayos, la bailarina proveniente de los barrios bajos y el arrogante e imponente príncipe no conseguían encajar, hasta que poco a poco Meredith descubrió al hombre oculto tras su máscara. Ella fue la primera en sorprenderse, pues nunca había creído en los finales felices, ¡y menos aún con un príncipe de verdad!
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Cara Colter. Todos los derechos reservados.
SUEÑOS DE AMOR, N.º 2400 - junio 2011
Título original: To Dance with a Prince
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidcos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-382-4
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
EL PRÍNCIPE Kiernan de Chatam irrumpió en la enfermería de palacio, donde yacía su primo, el príncipe Adrian, dando alaridos y retorciéndose de agonía.
–¡Te dije que ese caballo era demasiado para ti! –rugió Kiernan.
–Yo también me alegro de verte –repuso Adrian, casi sin aliento.
Kiernan meneó la cabeza. Su primo era un inquieto joven de veintiún años que compensaba su imprudencia con grandes dosis de carisma y encanto.
En ese momento, Adrian sonrió con valor a la joven enfermera. Luego, volvió a prestarle atención a Kiernan.
–Mira, si me ahorras el sermón, mucho mejor –dijo Adrian–. Necesito con desesperación que me hagas un favor. Me esperan en un sitio.
En primer lugar, su primo nunca estaba desesperado, pensó Kiernan. En segundo lugar, rara vez se preocupaba por hacer esperar a nadie.
–Corazón de Dragón va a matarme si no estoy ahí. Te lo digo en serio, Kiernan, he conocido a la mujer más temible del mundo.
En tercer lugar, Kiernan sabía que su primo no había conocido jamás a una mujer a la que no pudiera engatusar con su pícara sonrisa.
–¿Crees que podrás ir en mi lugar? –rogó Adrian–. Sólo esta vez…
La enfermera le tocó a Adrian la rodilla, muy hinchada, y él gritó.
Lo que más le maravillaba a Kiernan era que Adrian, que nunca se había preocupado por nada que no fuera él mismo, estuviera pensando en algo diferente de su herida.
–Pues anula la cita –sugirió Kiernan.
–Pensará que lo he hecho a propósito –replicó Adrian, apretando los dientes de dolor.
–Nadie puede creer que hayas tenido un accidente a propósito.
–Ella, sí. Corazón de Dragón, es decir, Meredith Whitmore. Le sale fuego por la boca –dijo Adrian y, por un instante, esbozó una mirada soñadora–. Aunque lo cierto es que su aliento huele, más bien, a menta.
Kiernan estaba empezando a pensar que Adrian estaba bajo los efectos de algún medicamento psicotrópico.
–La verdad es que Corazón de Dragón se come a los principitos como yo para almorzar. A la plancha. Igual toma menta después –continuó Adrian.
–¿De qué diablos estás hablando?
–¿Recuerdas al sargento Henderson?
–Cómo no –respondió Kiernan. Henderson había estado a cargo de convertir a los jóvenes príncipes en duros y disciplinados guerreros, capaces de obedecer y dar órdenes sin pestañear.
–Meredith Whitmore es él. Igual que el sargento Henderson, pero diez veces peor –afirmó Adrian y gimió de dolor de nuevo.
–Debes de estar exagerando.
–¿Podrías ir en mi lugar, por favor?
–¿Por qué voy a ir en tu lugar con una mujer que se come vivos a los príncipes y que hace que el sargento Henderson parezca a su lado una girl scout?
–Fue un error –admitió Adrian con tristeza–. Pensé que iba a ser más fácil. Me pareció mucho más divertido que los demás compromisos oficiales de la Semana de la Primavera.
La Semana de la Primavera era una fiesta anual de la isla de Chatam, un festival de origen medieval que duraba siete días. Comenzaba con una gala benéfica y terminaba con un gran baile. Los festejos estaban a punto de comenzar.
–Podría haber elegido entregar los premios a la banda de percusión de preescolar, dar el discurso de cierre de las fiestas o bailar un poco. ¿Tú cuál habrías elegido? –prosiguió Adrian.
–Seguramente, el discurso –contestó Kiernan y miró a la enfermera–. ¿Le ha dado alguna medicación?
–Todavía, no. Pero voy a hacerlo –contestó ella.
–Pues tienes suerte –señaló Adrian, haciéndole un guiño a la enfermera–, porque tengo el trasero real más bonito… ¡Ay! ¿Era necesario hacerme tanto daño?
–No se comporte como un chiquillo, Alteza –le reprendió la enfermera y se alejó.
–Pues yo elegí bailar. Iba a actuar con un grupo en la noche de la gala benéfica.
–¡No pienso ocupar tu lugar en una actuación de baile! Los dos sabemos que no sé bailar. «El Príncipe de los Corazones Rotos también rompe pies», ¿recuerdas? –dijo Kiernan, citando una frase que le había dedicado un periódico, junto a una foto en la que estaba pisando a su pareja de baile.
–La prensa es muy dura contigo, Kiernan. Desde hace diez años, te llaman el príncipe Playboy.
El apodo se lo habían puesto cuando había tenido dieciocho años y había terminado de estudiar en un colegio de chicos. Había tenido un año de libertad antes de comenzar su entrenamiento militar y, por desgracia, se había comportado como un niño en una tienda de dulces…
Más tarde, a los veintitrés años, el príncipe Kiernan se había prometido a una de sus más antiguas y queridas amigas, Francine Lacourte. Ni siquiera Adrian conocía la verdadera razón de su ruptura ni por qué ella había desaparecido de la vida pública. Pero la prensa había dado por sentado que Kiernan había tenido la culpa.
Por otra parte, mientras la prensa adoraba el ánimo lúdico y divertido de Adrian, Kiernan era considerado como un príncipe demasiado serio y distante. Después de dos compromisos rotos con mujeres famosas, la gente pensaba que era un hombre frío y distante.
Kiernan sabía que tendría que llevar esa cruz para siempre y que sería considerado un rompecorazones incluso aunque se hiciera monje. Una idea que, después de todo lo que había pasado, no le resultaba tan descabellada…
Sin embargo, el futuro del reino de Chatam descansaba sobre sus hombros. Kiernan era el sucesor inmediato de su madre, la reina Aleda. Esa clase de responsabilidad bastaba para que cualquier hombre renunciara a rendirse al amor.
Adrian era el cuarto en la línea de sucesión, una posición que, según Kiernan, era mucho más relajada.
–Deberían haber tirado a Tiffany Wells por un puente –comentó Adrian, refiriéndose a la segunda mujer con la que se había prometido su primo–. Se lo merecía. Te hizo creer que estaba embarazada. ¡Y tú ni siquiera hiciste pública la razón de vuestra ruptura! Claro, claro, ya sé que eres un hombre de honor…
–No estamos hablando de eso –protestó Kiernan, deseando dejar el tema–. Mira, Adrian, no creo que pueda bailar en tu lugar…
–Yo nunca te pido nada, Kiern.
Era cierto. Todo el mundo tenía súplicas, exigencias, peticiones para Kiernan. Adrian, no.
–Hazlo por mí –insistió Adrian–. Será bueno para ti. Aunque quedes como un tonto, la gente pensará que eres humano.
–¿No parezco humano?
Adrian ignoró su pregunta.
–Para variar, podrías ganarte a la prensa. Me duele mucho que siempre hablen de ti como si fueras un frío esnob.
–¿Frío? ¿Esnob? –dijo Kiernan, fingiendo estar ofendido.
Adrian volvió a hacerle caso omiso.
–Siempre y cuando puedas sobrevivir a la dragona que, por cierto, no soporta la falta de puntualidad. Y tú… –dijo Adrian y miró el reloj–. Llevas veintidós minutos de retraso. Está esperando en la sala de baile.
Lo más inteligente sería enviar a alguien a la sala de baile para que le informara a la dragona de que Adrian estaba herido, pensó Kiernan mientras salía de la enfermería.
Sin embargo, le venció su curiosidad por conocer a la mujer que había conseguido intimidar a Adrian. Porque, si él era famoso por su frialdad, el encanto de su primo era, también, legendario.
La prensa adoraba al príncipe Adrian. Era el príncipe azul, por contraposición a él, que hacía el papel de príncipe Rompecorazones. Todas las mujeres se rendían a los pies del príncipe Adrian.
Y Kiernan quería conocer a la excepción a la regla.
Por eso, decidió ir a la sala de baile en persona para presentarle a la dragona las excusas de su primo antes de despedirla.
Meredith miró el reloj.
–Llega tarde –murmuró ella para sus adentros. ¡No podía creerlo! ¡Era la segunda vez que el príncipe Adrian la hacía esperar!
Meredith se había sentido un poco intimidada por el joven príncipe durante los diez primeros segundos de su encuentro en la exclusiva escuela de baile que tenía en el centro de la ciudad.
Pero, enseguida, Meredith se había dado cuenta de que era un hombre muy amable… ¡y muy acostumbrado a hacer lo que le daba la gana, incluido llegar tarde! Ella estaba por encima de los encantos masculinos y Adrian no era una excepción.
Por eso, Meredith le había dejado muy claro cuáles eran las reglas y había estado segura de que él no volvería a retrasarse, sobre todo, cuando ella había aceptado reunirse en la sala de baile de palacio, para ponérselo más fácil al príncipe.
Sin embargo, estaba claro que se había equivocado, se dijo Meredith. Con los hombres, nunca aprendía…
Meredith miró a su alrededor en el lujoso salón e intentó no cohibirse ante tanta grandeza.
Inspiró los olores que le recordaban a su infancia. Su madre, una mujer soltera, había sido limpiadora y ella reconoció el fresco aroma a suelos recién fregados, a cera de la madera, a abrillantador de plata, a limpiacristales.
Su madre se hubiera sentido maravillada de verla en esa habitación, pensó Meredith. Siempre había soñado con que su hija llegaría a lo más alto.
Sin embargo, los sueños de su madre se habían hecho trizas cuando Meredith se había quedado embarazada a los dieciséis años.
El sol de la mañana inundaba el suelo de mármol a través de los enormes ventanales y se reflejaba en los cristales de las lámparas de araña.
Meredith volvió a mirar el reloj.
Había quedado hacía media hora con el príncipe Adrian. Él no asistiría, adivinó.
De todas maneras, con príncipe o sin él, bailaría en ese salón, se dijo a sí misma, mirando a su alrededor.
Lo haría por su programa benéfico Nada de príncipes, dirigido a enseñar baile moderno a chicas adolescentes de los barrios más pobres de la ciudad. A ella, el baile le había servido para seguir adelante, para no hundirse.
–No necesitas a un príncipe para bailar –dijo Meredith en voz alta. De hecho, ése había sido el eslogan de su programa de formación.
Meredith cerró los ojos. Imaginó la música. Hacía años, había tenido que renunciar a la escuela de ballet clásico por su maternidad. Sin embargo, con el tiempo, había averiguado que se sentía mucho más cómoda con un tipo de baile menos rígido, más espontáneo. Había creado una forma de danza propia, que combinaba diferentes estilos y le permitía transportarse a un lugar donde sus recuerdos no la asediaran.
Dejándose llevar por una música imaginaria, Meredith recorrió la sala dando vueltas, saltando, libre de toda inhibición.
De pronto, pensó que poder bailar en aquel gran salón de palacio sería como un homenaje a su madre.
Se quedó quieta, saboreando el recuerdo de su madre, imaginando que la abrazaba, que hacían las paces…
En ese momento, aún con los ojos cerrados, Meredith creyó oír una risa de bebé.
Se giró, al mismo tiempo que el silencio total de la sala se rompía por el aplauso de un par de manos.
–¿Cómo te atreves? –protestó ella, sintiéndose como si el príncipe Adrian la hubiera estado espiando en un momento íntimo. Pero, entonces, se dio cuenta de que no era Adrian.
Era el futuro rey.
El príncipe Rompecorazones.
El príncipe Kiernan de Chatam había entado en la sala de baile y se había quedado apoyado en la puerta. El brillo de diversión que lucía en sus ojos se desvaneció al instante ante la reprimenda de ella.
–¿Que cómo me atrevo? Disculpa, pero pensé que estaba en mi casa –repuso él, atónito.
–Lo siento, Alteza –balbuceó ella–. No lo esperaba. No pensaba que nadie pudiera estar viéndome.
Meredith se dio cuenta, al instante, de que las fotos de él publicadas en periódicos y revistas no le hacían justicia. Y comprendió por qué lo llamaban príncipe Rompecorazones.
No podía creer que existiera un hombre tan guapo. Eso, combinado con su estatus real, era un cóctel explosivo para romper corazones con una sola mirada, pensó ella.
El príncipe Kiernan era imponente. Era alto y fuerte, con el pelo moreno bien cortado y peinado y el rostro de una perfección exquisita y masculina.
Al parecer había estado montando a caballo, por sus ropas. Pero, a pesar de su atuendo informal, todo en él irradiaba poder y seguridad.
Era un hombre nacido para ser rey.
De pronto, Meredith dejó de sentirse como una famosa bailarina y una exitosa mujer de negocios y se sintió como la hija de la señora de la limpieza, educada para doblegarse ante los que eran «más que ella».
Al pensar en la desinhibida sensualidad de su pequeño baile privado, Meredith se sonrojó. Rezó porque le tragara la tierra en ese mismo instante.
Pero ella sabía mejor que nadie que rezar no servía de nada.
–Alteza real –saludó ella e hizo una reverencia sin ninguna gracia.
–No es posible que tú seas Meredith Whitmore –comentó el príncipe, perplejo.
–¿No?
Incluso su voz, melódica, masculina y profunda, era demasiado atractiva, tan sensual como una caricia, pensó ella.
Meredith deseó poder volver a ser la mujer segura de sí misma en que se había convertido y dejar de comportarse como la pobre hija de una sirvienta.
–¿Por qué no puedo ser Meredith Whitmore? –preguntó ella, esforzándose por sonar llena de confianza, pero sin conseguirlo.
–Por lo que Adrian me contó, esperaba encontrarme… una versión femenina de Atila, el rey de los hunos.
–Qué halagador.
Una sonrisa fugaz atravesó el rostro de Kiernan.
Sin duda, era una sonrisa capaz de romper corazones, se dijo Meredith. ¡Pero ella ya no tenía corazón!, se recordó.
–Adrian me contó que eras una especie de… sargento.
Meredith adivinó que Adrian había sido todavía menos delicado. Al saber que los dos hombres habían estado hablando de ella en términos tan poco halagadores, deseó poder esfumarse sin dejar rastro.
–Estaba a punto de irme –dijo ella, intentando comportarse como si su tiempo fuera extremadamente valioso–. El príncipe Adrian llega tarde.
–Me temo que no va a venir. Me ha enviado para informarte de ello.
Meredith sintió un escalofrío de aprensión.
–¿Quiere decir que no va a venir hoy?
Pero, de alguna manera, ella conocía la respuesta. Y era culpa suya. Había sido demasiado severa con él. Había sido demasiado mandona y exigente, se reprendió a sí misma.
«Una versión femenina de Atila, el rey de los hunos».
–Lo siento. Ha tenido un accidente.
–¿Grave? –preguntó Meredith, preocupada al imaginar que ese príncipe, tan inofensivo y dispuesto a agradar, estuviera herido.
–Se ha caído montando a caballo. Cuando le dejé, tenía la rodilla del tamaño de una pelota de baloncesto.
Meredith se encogió, pensando de inmediato el duro golpe que eso significaría para sus planes y para sus alumnas.
–Bueno, por terrible que eso sea, el espectáculo debe continuar –señaló ella, obligándose a no perder la compostura–. Estoy segura de que podemos reescribir la coreografía y hacerla sin él. Nos llamamos Nada de príncipes por algo.
–¿Nada de príncipes? ¿Así se llama tu compañía de baile?
–Es más que una compañía de baile.
–De acuerdo. Estoy intrigado –admitió él–. Cuéntame más.
Meredith observó, sorprendida, que el príncipe parecía interesado de verdad. A pesar de no querer mostrarse vulnerable delante de él, ella respiró hondo y decidió aprovechar la oportunidad de hablarle de su proyecto a alguien tan influyente.
–Nada de príncipes es una organización dirigida a chicas de los barrios más pobres de la ciudad de Chatam. Gran número de estas chicas, con sólo quince, dieciséis y diecisiete años, cuando todavía son unas niñas, están deseando dejar la escuela y tener hijos, en vez de recibir una educación.
Era lo que le había pasado a ella en realidad, pero no era necesario desvelar ese detalle.
–Intentamos animarles a seguir aprendiendo, a obtener habilidades profesionales, a confiar en sí mismas y a ser autosuficientes. Esperamos poder influir en ellas para que no sientan que necesitan ser rescatadas por el primer chico que piensan que es un príncipe.
Michael Morgan había sido ese príncipe para ella. Había sido nuevo en el barrio, llegado de algún lugar lejano con un sensual acento australiano. Ella había sido una chica sin padre, vulnerable, deseando recibir atención masculina.
Y, gracias a él, no volvería a ser vulnerable de nuevo.
–¿Y dónde encajas tú en ese proyecto, mi bailarina gitana?
¿Su bailarina gitana? Algo dentro de Meredith se estremeció, pero no dejó que se notara. Habló con toda la profesionalidad de que fue capaz.
–Me temo que mucho trabajar y nada de jugar es mala combinación para cualquiera. Además de encargarme de todo el papeleo para Nada de príncipes, también me ocupo de la parte divertida. Enseño a las chicas a bailar.
–Al príncipe Adrian no le pareció divertido –dijo él.
–Puede que fuera un poco exigente con él –admitió ella.
El príncipe Kiernan rió y su risa iluminó la estancia. ¿Por qué en las fotos de las revistas siempre salía con expresión seria y sombría?, se preguntó ella.
Al escucharlo reír, Meredith no pudo evitar imaginárselo como el príncipe azul que toda mujer esperaba que la rescatara en su corcel blanco.
Ni siquiera una mujer como ella misma, amargada y decepcionada del amor, podía ser inmune a la sonrisa de Kiernan. Entonces, Meredith se forzó a mantener la cabeza fría y se recordó que, si le habían puesto el apodo de príncipe Rompecorazones, sería por algo.
Si no recordaba mal, además, antes de ponerle ese sobrenombre, la prensa lo había bautizado como príncipe Playboy. Sin duda, era un hombre peligroso, se dijo ella.
–Tiene mucho mérito que pudieras ser exigente con él –comentó Kiernan–. ¿Y cómo se ha metido Adrian en todo esto?
–Una de nuestras chicas, Erin Fisher, hizo una coreografía que expresa muy bien la idea del proyecto. Es una obra muy buena. Muestra cómo las chicas son recogidas de las esquinas, donde no hacen nada de provecho, más que coquetear con hombres, y se convierten en bailarinas profesionales, con ambiciones y un futuro por delante. La coreografía tiene una escena onírica en la que una chica baila con un príncipe –explicó Meredith–. Sin decirnos nada a ninguna, Erin envió su obra al palacio, con un vídeo de las chicas bailando y la sugerencia de añadirlo a la noche de gala benéfica de la Semana de la Primavera. También propuso que el príncipe Adrian representara la escena del sueño. Las chicas se entusiasmaron mucho cuando él aceptó.
A Meredith se le cerró la garganta de emoción al recordar la hazaña de Erin. De todas las chicas, Erin era su favorita. Tenía mucho potencial, era una excelente bailarina y se parecía mucho a ella. También, era muy sensible y se desanimaba con facilidad.
–Siento la desilusión que se van a llevar –comentó el príncipe Kiernan, como si le hubiera leído el pensamiento.
El príncipe Kiernan era un hombre muy atractivo. Y su voz era tan sensual como una caricia de seda en la nuca. Era un príncipe de verdad, se dijo ella.
Pero Meredith representaba a Nada de príncipes. Su objetivo era enseñar a las jóvenes a no dejarse llevar, a no creer en los cuentos de hadas. Su misión era rescatar a chicas vulnerables, impidiendo que dieran sus vidas por una fantasía, como ella misma había hecho.
Pero nunca más volvería a ser vulnerable con un hombre, se recordó Meredith.
–Una pequeña desilusión ayuda a fortalecer el carácter –replicó ella, levantando la cabeza y cruzándose de brazos.
–Lo siento.
–No pasa nada –aseguró ella, forzándose a sonar firme–. Son cosas que escapan a nuestro control.
Entonces, al instante, Meredith recordó el suceso de su vida que más había escapado a su control.
Ella tragó saliva y parpadeó, obligándose a bloquear la memoria.
El príncipe la estaba observando con atención, como si pudiera ver dentro de ella.
–Adiós –dijo Meredith–. Gracias por venir en persona, Alteza. Se lo diré a las chicas. Lo arreglaremos de alguna manera. No pasa nada.
Meredith se dio cuenta de que su voz sonaba balbuceante y temblorosa. Pero no podía dejar de hablar.
–Las chicas lo superarán. De hecho, estamos acostumbradas a que nos decepcionen. Podemos reescribir la parte del príncipe Adrian. Cualquiera puede representar su papel. Adiós –repitió ella, esperando que él se fuera.
El recuerdo que había intentando bloquear, sin embargo, seguía allí, acosándola, y Meredith se sentía incapaz de contener las lágrimas por más tiempo.
Pero Kiernan no se movió. Probablemente, el protocolo dictaba que fueran los príncipes quienes despedían a las plebeyas y no al revés, se dijo ella.
Meredith se giró y comenzó a recoger el equipo de música que había llevado para preparar la clase con Adrian.
Esperó escuchar pasos alejándose o el ruido de la puerta abriéndose y cerrándose.
Sin embargo, a sus espaldas sólo había silencio.