Tantadel - René Avilés Fabila - E-Book

Tantadel E-Book

René Avilés Fabila

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Beschreibung

Tantadel es un personaje femenino interesante y poco común en las letras nacionales. Su autor, René Avilés Fabila, cautivado por los temas amorosos y sus principales consecuencias, hizo de la novela una historia donde la realidad y la fantasía van de la mano y predomina justo lo contrario: el desamor.

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Tantadel

Tantadel (1975)René Avilés Fabila

D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2019)D.R. © Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]õeditor digital

Edición: Noviembre 2020Imagen de portada: Parágraphos EditorialDiseño de Portada: Ana Gabriela LeónProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Presentación

En primer lugar

I · Cómo iniciar la narración

II · La primera ocasión que estuve en casa de Tantadel

III · La ventana de la habitación de Tantadel

IV · ¿Sabes algo?, preguntó Tantadel

V · No sé cómo pero Tantadel se enteró

VI · Transcurrieron dos semanas

VII · Una tarde en el Parque Hundido

VIII · Cuando Tantadel volvió del histórico congreso

IX · Imaginé un sueño

X · Tantadel despertó

XI · Hoy habló Ignacio

Presentación

Cuando el Fondo de Cultura Económica publicó Tantadel (1975), en su colección Letras Mexicanas, muchos advirtieron que se trataba de una novela innovadora. Entre ellos lo señalaron los críticos norteamericanos John Brushwood, Theda M. Hertz y Norma Klahn y en México fue objeto de multitud de comentarios y críticas positivas y asombradas. Agotadas tres ediciones en dicha editorial, pasó a formar parte de la afamada serie de la SEP, LECTURAS MEXICANAS. Allí la colocaron junto a otra novela del propio René Avilés Fabila, La canción de Odette (1982), ambas corrieron buena fortuna: los cuarenta mil ejemplares editados se agotaron en un año. Luego, de nuevo juntas, las reeditó Nueva Imagen para la edición de OBRAS COMPLETAS. En esta versión, el narrador y poeta Bernardo Ruiz, hizo un excelente prólogo. Por último, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, al cumplir su autor cincuenta años como literato, de nuevo publicó ambas novelas en el mismo tomo. Ahora, Lectorum, consciente de que no deben seguir caminando juntas, les regresa su individualidad.

Los méritos literarios de Tantadel no son pocos. Es una complicada trama amorosa o, como han precisado algunos de sus analistas, lo es de desamor. Tantadel es la infelicidad, el llevar a cuestas un infierno cotidiano, el de los protagonistas que son incapaces de salvar su amor. Pero es la estructura y sus juegos tipográficos lo que le conceden asimismo un prolongado interés para el público lector. Tantadel es el nombre del personaje central, una mujer carente de prejuicios sociales y al mismo tiempo indefensa ante los celos y sus distintos enamorados. Es de carácter fuerte y simultáneamente frágil. La novela es fantasmal. La locura y los celos obsesivos se apoderan del misterioso narrador y protagonista, cuyo nombre jamás es revelado, y la historia se hace circular conduciendo al lector hacia un tortuoso abismo y un final sorprendente.

La novela ha sabido conmover a sus muchos lectores, no sólo por el admirable trabajo de prosa y estructura, sino por que la mujer logra conmoverlos: gira sin rumbo en una sociedad deshumanizada y caótica. Más de una niña fue registrada con tal nombre inventado por el autor y algunos salones de belleza y boutiques lo han utilizado como nombre del negocio. Para muchos críticos es la novela más lograda de René Avilés Fabila.

Lectorum hace que Tantadel nuevamente inquiete a los lectores sensibles y a los críticos literarios agudos. Una novela considerada un clásico de nuestras letras.

Los editores

En primer lugar

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida: alojar su amor en el corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

La balada del café tristeCarson McCullers

I · Cómo iniciar la narración

CÓMO INICIAR LA NARRACIÓN. Me prometí objetividad, más que eso: me exigí veracidad, contar las cosas tal como sucedieron, ser honesto, sobre todo hablar de los sentimientos y pasiones que movieron cada acto de mi relación con Tantadel, los pensamientos que nunca se convirtieron en palabras o en hechos, que permanecieron agazapados entre actitudes falsas o detenidos antes de llegar a la superficie por causa de la cobardía de seres lamentablemente conformados. ¿Podré hacerlo? Hay cosas que parecen irreales, producto de la imaginación, de una imaginación fatigada de trabajar en busca de un mundo habitable. Lo que me detiene quizá sea el hilo de los sucesos, los recuerdos no fluyen en línea recta ni con la exactitud necesaria. Tampoco puedo precisar cuándo nació la idea o la inquietud de escribir esta historia: de dónde el deseo de ponerla en cuartillas, revisarla y, secretamente, aspirar a los lectores, uno, dos, cinco, diez, sólo Tantadel, los que sean: nadie escribe para sí mismo. En fin.

Conocí a Tantadel en la escuela: efectivamente: ahora la veo: está en el jardín, junto a la biblioteca, borrosa, distingo su sonrisa; a su alrededor no hay nadie: es extraño, debería haber clases y maestros y alumnos: yo mismo no aparezco por ningún sitio; ella habla y gesticula; no escucho sus palabras, ignoro qué dice, a quién se dirige, cuáles son los tipos que la oyen y la miran. Su sonrisa es brillante aunque no basta para disipar las brumas, esa neblina molesta que la rodea o protege y le concede un aspecto fantasmal. Después, la figura se desvanece y no vuelvo a verla, no vuelvo a saber de Tantadel. Ya no ocupa otro espacio en mi vida ni en los recuerdos que conforman mi pasado, mi memoria. Luego, cinco años más tarde y hace unos meses solamente, por azar, por azar y por Ignacio (quien me fue presentado en una reunión de exalumnos de Ciencias Políticas), la reencuentro; él pronuncia de nuevo el nombre mágico: Tantadel.

    (Tantadel, ¿mujer o título de unas hojas?, ¿ambas cosas? ¿La habré imaginado o en efecto existió y juntos dimos origen a una pesadilla dantesca llevando el infierno a cuestas? ¿O escribí sobre un ser ficticio que ahora ha cobrado vida, como la estatua de Pigmalión? Si fuera esto último, ¿deberemos unirnos para convertir en realidad la fantasía y cumplir cabalmente con lo escrito: ocupar un tiempo lleno de absurdos, caótico, y luego reproducirlo en cuartillas? ¿Qué fue primero: Tantadel o estas páginas? ¿Cómo podría saberlo? De no aclarar la interrogante tal vez concluya dudando de mi propia existencia.)

Ignacio, casi al llegar a mi casa: ¿Recuerdas a Tantadel?Francamente no, pero el nombre me es familiar, no es común.Ella se acuerda de ti.Hice un esfuerzo, nada.Participaba en actos políticos y culturales y andaba con los puros snobs de humanidades. Tampoco.Bueno, prosiguió Ignacio, la veremos mañana: hay una fiesta y Tantadel irá.Lo que presupone que nosotros también iremos, ¿no?Sí, habrá trago y muy buenas niñas de la Universidad.Eso me convenció. El exhibicionismo de nuestros recién enriquecidos había llegado al colmo de sacar a sus hijas de las escuelas confesionales para meterlas en la Facultad de Filosofía y Letras o en Ciencias Políticas. Es más elegante, dije casi indignado, y al concluir sus pésimos estudios pueden emplearlas en altos cargos gubernamentales.O bien pueden pescar marido y no concluir, añadió Ignacio.De cualquier forma, estimable amigo, no olvides que si algo debemos envidiarle a la burguesía no son sus talentos sino sus mujeres.Iremos.La casa de la fiesta no aparecía. Ignacio y yo recorrimos las calles marcadas Paseo del Pedregal, pero el número requerido para beber y bailar continuaba oculto en alguna parte.Bueno, espeté fastidiado, no habrá fiesta ni muchachitas ramplonas ni Tantadel.Debieron darme mal la dirección, explicó Ignacio aún más desolado.Sin embargo, por ahí, cerca de nosotros, había gente peinando la zona con evidentes caras de buscar dónde divertirse: veían puertas, número, interrogaban transeúntes.Sigue, hablé esperanzado. Tiene que estar por algún lado.El coche de Ignacio iba con lentitud. Al frente otro auto apagó y prendió sus luces varias ocasiones. Es Tantadel, aclaró mi compañero. Nos acercamos. Ella estaba con un amigo. La reconocí en seguida. En efecto, la conozco, exclamé para convencer a Ignacio y convencerme a mí de la realidad de Tantadel. Miré su cabellera rubia, su rostro bellísimo —mientras descendíamos de los coches e íbamos al encuentro—, su vestido largo hasta el suelo; nos saludó festiva, eufórica, exagerada; después descubriría que esos ritos formaban parte de su personalidad, muy sociable, como en una persona que ha estado sola por mucho tiempo y al encontrarse con un semejante (Robinson Crusoe y un “pobre salvaje” como Viernes) enloquece de contento. Tampoco encontraban la dirección, así que todos juntos mandamos la fiesta al diablo y decidimos buscar una emborrachaduría de mala muerte para pasar emociones fuertes, dijimos riéndonos. Ése es el principio, Tantadel. De esta manera comenzó nuestra historia, la que deseo contar para que sepas cómo vi la relación, cómo la veo, para que te enteres de lo que guardé por temor a herir tu susceptibilidad o porque a veces no puedo decir las cosas; quiero que ahora comprendas cuánto te odié en unos momentos y cuánto te quise en otros. Sorprendente, ignoro los sentimientos que hoy padezco por ella, son confusos o más bien una mezcla de varios: amor, desprecio. Cuando rompió conmigo sentí ahogo, una angustia sofocante que se adueñaba de mi estómago, de mis pulmones, de mi garganta, que impedía el trabajo rutinario; no razonaba, y por muchos días no supe qué hacer; sólo pensaba en Tantadel caminando por los lugares que en el pasado frecuentamos; vagaba por nuestros sitios. No deseaba encontrarme con ella; me hubiera conformado con verla a distancia, aunque estuviera acompañada de un amigo: placer doloroso, masoquismo puro; muchas veces me vi a punto de llamarla telefónicamente, de oprimir el timbre de su departamento, de espiarla; nunca lo hice. Hoy tengo el control de mis emociones (al menos eso supongo) y no me interesa su amistad; la tuve íntegra; tenerla nada más para escuchar su voz o para que ella oiga la mía carece de atractivo. Quizá por ello nunca he mantenido amistad con examantes. Luego de una entrega completa, donde ambos ponen todo de su parte para intentar la pareja perfecta (aunque sea efímera), no tiene sentido ceder a la amistad, porque amistad es relación vulgar y desprovista de interés. Me parece que la forma más extraordinaria de amistad se halla en el amor.

Nos metimos en un cabaret de cuarta categoría: prostitutas, obreros, rufianes, policías secretos y nosotros. Se trataba de emborracharnos. O al menos eso entendimos Ignacio y yo pues bebimos desmesuradamente. Yo me senté junto a Tantadel y luego de probar que podía ser simpático la saqué a bailar. La estreché con ternura y emoción recordando lo asediada que era en la escuela y lo selectiva que fue: siempre a su lado los muchachos más destacados: los que apuntaban al éxito en política o en alguna actividad cultural o los que por su simpatía y talento eran admirados. La música cesó. Un burdo cambio de luces, transformaciones obvias en el decorado, y vino la variedad: maricones bailando: blanco de las burlas de los machos que frecuentaban el sitio; jovencitas que intentaban cantar mientras hacían un penosísimo estriptís; chistes vulgares contados por payasos; de todo, hasta un viejo y reaccionario cantante cubano venido a menos, ya sin voz, que repetía fatigosamente las canciones que lo hicieron célebre años atrás. La variedad era entretenida —psicológicamente, sociológicamente— en su lamentable transcurrir, en especial para quienes la veíamos por vez primera y provistos de cierto buen gusto. No dejaba de ser interesante, aun dentro de la borrachera que poco a poco iba capturando mi cuerpo, mis sentidos, dominándolos, observar que la mayor excitación se produjo cuando apareció una muchachita con rostro de más muchachita vestida a la usanza de una novia: de blanco, velo y un ramo de flores artificiales: con entereza —y dotada de alguna majestuosidad primitiva—, como si estuviera caminando hacia el altar, dio varias vueltas a la pista; en el centro pusieron una silla y ahí comenzó a desvestirse, lentamente, en tanto la multitud aullaba, gritaba groserías y exigía ver los vellos del pubis.

Al finalizar el “espectacular chou” yo tenía entre las mías la mano de Tantadel, sin que me importaran sus comentarios pedantes sobre lo sucedido en el escenario. La música de fondo pasó a ser danzón y los borrachos sacaron a las putas a bailar y yo a Tantadel. Y bailamos igual que borrachos y putas, apretándonos fuertemente, tratando de que los sexos quedaran lo más juntos posibles.

Mientras intentábamos liquidar la segunda botella, nos indicaron que había llegado la hora de cerrar. Qué tragedia. A buscar otro sitio. Nos encaminamos a los coches. Esta vez me metí en el de Tantadel. Su compañero original (que por fortuna no hablaba más que para afirmar o negar) utilizó el Volkswagen de Ignacio. Fuimos hasta un cabaret de primera, de esos con horario amplio. Ahí bebimos una o dos copas. Súbitamente decidí acariciar las piernas de Tantadel. Guardó silencio, no hizo el menor movimiento de rechazo y fingió escuchar una anécdota de Ignacio. Esa discreción me dio ánimos para continuar. El seudo restaurante era siniestro y sin la honestidad del primero, con pretensiones de elegancia; un guitarrista tocaba flamenco y en distintas mesas borrachines hispanizantes berreaban siguiendo la música. Al fin llegó la hora de partir. Ignacio se despidió y junto con el amigo de Tantadel salió dando traspiés. Ella y yo nos retrasamos. Capturé su cuerpo con mi brazo derecho y la conduje a su auto. Me preguntó:

¿Quieres que te lleve a tu casa?