Temblor - Allie Reynolds - E-Book
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Temblor E-Book

Allie Reynolds

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Beschreibung

  Nadie sabe lo que hice.   Y voy a asegurarme de que siga así.  Cuando Milla recibe una invitación para reunirse con sus antiguos compañeros de snowboard en un resort de los Alpes, no lo duda ni un momento. Hace diez años que no los ve y, aunque aquel último invierno acabó de forma trágica, con la desaparición de la bella y enigmática Saskia y el accidente que dejó postrada a Odette, Milla está deseando reencontrarse con sus compañeros, especialmente con Curtis.  Pero cuando los amigos llegan a las instalaciones, nada es como habían imaginado. Están solos en el resort, alguien les quita los teléfonos móviles, les corta la luz y los vigila en un juego macabro que pondrá en peligro sus vidas. ¿Quién los ha invitado? ¿En quién pueden confiar? ¿Qué pasó realmente aquel invierno? Los secretos del pasado están a punto de salir a la luz. Imagina a Agatha Christie con una novela ambientada en los Alpes. El resultado es Temblor, un extraordinario y siniestro thriller psicológico.    "En lo más profundo de los Alpes, la venganza —y quizá hasta un asesinato— se ha puesto en marcha. Este debut espectacular contiene estilo y sustancia." Kirkus Reviews "Fascinante. Reynolds, una antigua snowboarder, aporta autenticidad al entorno alpino con sus descripciones detalladas del deporte. Los fanáticos de los misterios en entornos cerrados se lo pasarán en grande leyendo Temblor." Publishers Weekly "La escritura de Reynolds es tan evocadora que notaba la nieve en los ojos y el viento en la cara. Un thriller escalofriante." Stephanie Wrobel  

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TEMBLOR

Allie Reynolds

Traducción de Claudia Casanova para Principal Noir

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

Temblor

V.1: febrero de 2021

Título original: Shiver

© Allie Reynolds, 2021

© de la traducción, Claudia Casanova, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Tal Goretsky

Imagen de cubierta: CasarsaGuru | iStock - Tatjana Kabanova | Shutterstock

Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17333-82-9

THEMA: FHX

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

TEMBLOR

Nadie sabe lo que hice. Y voy a asegurarme de que siga así.

Cuando Milla recibe una invitación para reunirse con sus antiguos compañeros de snowboard en un resort de los Alpes, no lo duda ni un momento. Hace diez años que no los ve y, aunque aquel último invierno acabó de forma trágica, con la desaparición de la bella y enigmática Saskia y el accidente que dejó postrada a Odette, Milla está deseando reencontrarse con sus compañeros, especialmente con Curtis.

Pero cuando los amigos llegan a las instalaciones, nada es como habían imaginado. Están solos en el resort, alguien les quita los teléfonos móviles, les corta la luz y los vigila en un juego macabro que pondrá en peligro sus vidas. ¿Quién los ha invitado? ¿En quién pueden confiar? ¿Qué pasó realmente aquel invierno? Los secretos del pasado están a punto de salir a la luz.

«En lo más profundo de los Alpes, la venganza —y quizá hasta un asesinato— se ha puesto en marcha. Este debut espectacular contiene estilo y sustancia.»

Kirkus Reviews

«La escritura de Reynolds es tan evocadora que notaba la nieve en los ojos y el viento en la cara. Un thriller escalofriante.»

Stephanie Wrobel

Imagina a Agatha Christie con una novela ambientada en los Alpes. El resultado es Temblor, un extraordinario y siniestro thriller psicológico

Para mi madre y mi padre,

gente de las montañas

Prólogo

Es de nuevo esa época del año, cuando el glaciar devuelve los cuerpos.

La inmensa masa de hielo de allí arriba es un río helado que fluye tan lentamente que el ojo humano apenas percibe el movimiento. Las víctimas recientes rozan a las antiguas en sus profundidades cristalinas. Algunos emergen en la cima, otros en la morrena, y no hay forma de saber quién será el siguiente.

Pueden pasar años antes de que reaparezcan, incluso décadas. En un glaciar de la vecina Italia encontraron hace poco los cuerpos momificados de soldados de la Primera Guerra Mundial, con sus cascos y rifles.

Aun así, todo lo que entra tiene que salir, por lo que cada mañana compruebo las noticias de la zona.

Estoy esperando a que aparezca un cuerpo en concreto. 

1

—¿Hola?

Mi voz resuena en la caverna de cemento.

El familiar teleférico de color rojo y blanco espera en la plataforma, pero no hay nadie en la cabina del operario. El sol ha desaparecido detrás de los Alpes y el cielo se ha teñido de rosa, pero no hay ni una sola luz en todo el edificio. ¿Dónde está todo el mundo?

Un viento helado me golpea las mejillas. Me hundo todavía más en la mullida chaqueta. Es temporada baja y aún falta un mes para que la estación abra, por lo que no esperaba que los teleféricos estuvieran en funcionamiento, pero creía que este sí estaría en marcha. De lo contrario, ¿cómo se supone que vamos a subir hasta el glaciar? ¿Me he equivocado de día?

Dejo mi bolsa de snowboard en la plataforma y saco el móvil para comprobar de nuevo el correo. «Sé que ha pasado mucho tiempo, pero ¿te apetece venir a una reunión de fin de semana? En el edificio Panorama, en el glaciar del Diablo, Le Rocher. Nos vemos en el teleférico a las cinco de la tarde del viernes 7 de noviembre. Besos, C».

La C es de Curtis. Si cualquier otro me hubiera invitado, habría borrado el mensaje sin contestar.

—¡Eh, Milla!

Y ahí está Brent, que se acerca subiendo los peldaños. Es dos años más joven que yo, debe de tener treinta y uno, y todavía conserva su encanto juvenil, con el pelo moreno y largo y los hoyuelos, aunque parece exhausto.

Me levanta del suelo con un abrazo de oso y yo también lo abrazo con fuerza. Todas aquellas noches frías que pasé en su cama. Me siento mal por no haberme puesto en contacto con él, pero después de lo que sucedió… Y, de todas formas, él tampoco me llamó.

Por encima de su hombro, las sombras de los afilados picos se recortan contra el cielo, que oscurece, y parecen vigilarnos. ¿De verdad quiero estar aquí? No es demasiado tarde. Podría poner cualquier excusa, volver al coche y conducir de vuelta a Sheffield.

Alguien se aclara la garganta detrás de nosotros. Nos apartamos y vemos la figura alta y rubia de Curtis.

No sé por qué, pero esperaba que tuviera el mismo aspecto que la última vez que lo vi: atravesado por el dolor, un hombre roto. Pero, por supuesto, no es así. Ha tenido diez años para superarlo. O para enterrarlo todo dentro.

El abrazo de Curtis es breve.

—Me alegro de verte, Milla.

—Yo también.

Siempre me costó mirarlo a los ojos por lo guapo que era, y lo sigue siendo, pero ahora me resulta todavía más difícil.

Curtis y Brent se dan la mano; la piel pálida de Curtis destaca sobre la de Brent. Ellos también han traído sus tablas de snowboard, lo que no es ninguna sorpresa. Sería difícil que subiéramos a una montaña sin ellas. También llevan tejanos, pero me divierte ver que debajo de los anoraks asoman cuellos de camisa.

—Espero que no hubiera que arreglarse para la ocasión —comento.

Curtis me mira de arriba abajo.

—No te preocupes.

Trago saliva. Sus ojos son tan azules como siempre, pero me recuerdan a alguien en quien no quiero pensar. Tampoco transmiten ni un ápice de la calidez que solía sentir en su mirada. Me he arrastrado hasta el lugar al que había jurado que no volvería jamás, y lo he hecho por él. Ya me arrepiento.

—¿Quién más viene? —pregunta Brent.

¿Por qué me mira a mí?

—Ni idea —respondo.

Curtis se ríe.

—¿No lo sabes?

Pasos. Ya llega Heather. ¿Y quién más? ¿Dale? No es posible. ¿Siguen juntos?

La melena salvaje de Dale ahora es más corta y estilosa. Ya no tiene piercings. Ni siquiera parece que haya estrenado las botas de nieve de marca que lleva. Supongo que Heather lo ha transformado. Al menos le ha dejado traer la tabla.

Heather lleva un vestido, negro y brillante, con medias y botas hasta la rodilla. Se estará helando viva, aunque se haya puesto una chaqueta carísima encima. Cuando me abraza, noto el aroma de laca de pelo en sus largos mechones oscuros.

—Me alegro mucho de verte, Milla. —Habrá tomado más de una copa antes de llegar porque casi suena sincera. Sus botas tienen un tacón de ocho centímetros, lo que la hacen un poco más alta que yo. Seguro que se las ha puesto por eso.

Me enseña un anillo.

—¿Os habéis casado? —exclamo—. ¡Felicidades!

—Hace tres años. —Su acento del noreste de Inglaterra es más marcado que nunca.

Brent y Curtis dan palmadas a Dale en la espalda.

—Tardaste lo tuyo en proponérselo, ¿eh, amigo? —bromea Brent. Su acento de Londres también parece más marcado.

—En realidad, fui yo quien se lo propuso —replica Heather.

La puerta del teleférico se abre con un chirrido. El operario se desliza por detrás, lleva la gorra negra de la estación de esquí. Comprueba nuestros nombres en una lista y nos hace un gesto para que nos acerquemos.

Los demás pasan dentro.

—¿Está todo el mundo? —pregunto para ganar tiempo.

El tipo cree que sí. Me resulta familiar.

Todos han subido a la cabina y me uno a ellos, reticente.

—¿Quién más faltaría? —replica Curtis.

—Cierto —reconozco. Antes había algunos más, gente que iba y venía, pero del grupito original solo quedamos nosotros cinco.

O mejor dicho, somos los únicos que quedamos en pie.

Una oleada de culpabilidad me invade. «Jamás volverá a caminar».

El operario cierra la puerta. Me esfuerzo por echarle un vistazo, pero antes de que pueda observarlo mejor, se dirige al otro extremo de la plataforma y se encierra en la cabina de mandos.

El teleférico se pone en marcha. Igual que yo, los demás miran a través del plexiglás fascinados mientras pasamos sobre las copas de los abetos, en pos de la luz mortecina en lo alto de la montaña. Resulta extraño divisar la tierra y la hierba más abajo; siempre estaba nevado. Intento ver a las marmotas, pero probablemente estén hibernando. Pasamos por encima de un peñasco y el diminuto pueblo de Le Rocher desaparece de nuestra vista.

Un sentimiento extraño se apodera de mí ahora que estamos suspendidos en el aire y el paisaje se desliza al otro lado de la ventana. En lugar de subir a la montaña, parece que viajemos hacia atrás en el tiempo. Y no sé si estoy lista para enfrentarme al pasado.

Es demasiado tarde. El teleférico ya se aproxima a la estación intermedia. Salimos arrastrando las bolsas. Aquí hace más frío, y será todavía peor en nuestro destino. Una bandera francesa ondea en la brisa helada. El altiplano está desierto. A medio camino, el verde y el marrón se han trocado en blanco: es la línea de nieve.

—Pensaba que la nieve ya habría llegado al valle a estas alturas.

Curtis asiente.

—Cosas del cambio climático.

En invierno, este es el corazón del área de esquí, con telesillas y remolques que se mueven en todas direcciones, pero el único ascensor que funciona hoy es la burbuja, que está cubierta.

Antes, el medio tubo se encontraba aquí, justo al lado del pequeño cobertizo. Ahora, el largo canal en forma de U es una zanja embarrada, pero en mi mente aún veo sus paredes blancas y prístinas. Fue el mejor medio tubo de Europa en su época, y también fue lo que nos reunió a todos aquel invierno.

Dios mío, los recuerdos. Tengo la piel de gallina. Nos veo de jóvenes, compitiendo y riéndonos. Los cinco.

Y las dos que faltan.

Un remolino helado me alborota el pelo. Me subo la cremallera del anorak hasta la barbilla y me apresuro a seguir a los demás.

El ascensor burbuja nos llevará hasta casi 3500 metros de altura. El glaciar del Diablo es una de las zonas aptas para el esquí más elevadas de Francia. Las brillantes cabinas naranjas cuelgan del cable como adornos navideños. Curtis entra en la que está más cerca.

Heather tira de la mano de Dale.

—Vamos a buscar una para nosotros dos.

—No, venga —insiste Dale—. Cabemos todos en esta.

Curtis hace un gesto para animarlos.

—Hay sitio de sobra.

Heather parece dudar, y la entiendo. Estas pequeñas cabinas, en teoría, pueden transportar hasta seis personas, pero todos llevamos bolsas y estaremos apretados. Tampoco ayuda el hecho de que se haya traído una maldita maleta.

Brent se agacha para entrar debido a su altura.

—Puedes sentarte en mi rodilla, Mills. Dame tu bolsa de snowboard.

—Dale puede quedarse con tus rodillas —replico—. Yo me sentaré ahí.

Heather se sienta en el regazo de Dale, al lado de Curtis, mientras que Brent y yo nos sentamos enfrente con las bolsas en el medio y a nuestro alrededor. Se me hace raro ver a Dale sin sus rastas. Junto con su tez nórdica, me recordaba a un vikingo. Ahora parece un presentador de concursos.

Ascendemos por el altiplano. Hay un inmenso vacío a nuestros pies. Me olvidaba de lo enorme que es esta zona. Los senderistas suben hasta aquí en verano, y las pistas zigzaguean por la montaña. Debe de ser precioso, con un conjunto de flores alpinas, pero ahora solo se ven retazos de hierba marrón y sedimentos rocosos. No hay señales de vida, ni siquiera un pájaro. La tierra parece yerma.

Muerta.

No. Está dormida, a la espera.

Como algo más ahí arriba. Trago saliva y me obligo a no pensar en eso.

La rodilla de Curtis choca contra la mía cuando dejamos atrás una torre eléctrica. Parece más callado que de costumbre, pero lo entiendo. Si esto es duro para mí, debe de ser cien veces peor para él.

La invitación no lo mencionaba, pero es obvio por qué estamos aquí. Lo anunciaron en las noticias el día antes de que llegara el correo: «Tras una batalla legal, diez años después se declara la muerte in absentia de una esquiadora de snowbard británica».

Seguro que a los demás les apetecía tan poco como a mí subir hasta aquí, pero ¿cómo podíamos negarnos? Es normal que quiera celebrar el aniversario.

Hay nieve a nuestros pies y brilla con un resplandor lila en el crepúsculo. Muy por encima se encuentran los inmensos acantilados que dan el nombre a Le Rocher. El edificio Panorama cuelga en lo más alto, una forma oscura y chata acuclillada contra los elementos.

—¿Cómo lo has conseguido, Mills? —pregunta Brent.

—¿El qué?

—El acceso VIP al glaciar. El transporte privado en teleférico y todo eso. Es bastante impresionante.

Lo miro sin comprender nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que estamos fuera de temporada. No puede ser barato.

—¿Por qué crees que lo he organizado yo? Fue Curtis.

Curtis me mira extrañado.

—¿Cómo?

¿A qué juegan? Todos sacamos el móvil. La última vez que subí aquí con uno, rompí la pantalla en el primer salto y me salió un moratón con forma de teléfono en la cadera. Después de eso, ya no volví a subir con el móvil.

Les muestro el correo que recibí y Brent me enseña el suyo. Su invitación dice lo mismo que la mía, excepto que la firma es de M. y hay una posdata: «He perdido el móvil. Mándame un correo».

—Mira. —Curtis me muestra el mensaje que ha recibido él. Es idéntico al de Brent.

Nunca entendí del todo a Curtis. ¿Acaso considera que esto es una broma?

La cabina se balancea cuando dejamos atrás otra torre eléctrica y se me destapan los oídos. En este punto la subida se torna más empinada. Hemos empezado el largo, larguísimo, ascenso hasta el glaciar.

Me giro hacia Dale y Heather.

—¿Qué decía vuestra invitación?

Dale vacila.

—Lo mismo que la tuya —responde Heather.

—¿De M o de C? —pregunta Brent.

—Eh, M —aclara Heather, que me mira.

¿Por qué tengo la sensación de que miente?

—¿Puedo verla?

—Lo siento —confiesa Heather—. La borré. Pero era igual que la de ellos.

2

No sé qué esperaba encontrar en la cumbre. ¿Música? ¿Velas? ¿Camareros con bandejas y copas de champán?

No hay nada de eso. La plataforma apenas está iluminada y no hay nadie ni aquí ni en la cabina del operario. Sacamos nuestras bolsas. Suena una alarma y el ascensor burbuja se detiene. Deben de estar maniobrándolo desde abajo, para ahorrarse los costes del personal, y habrán vigilado la subida mediante la cámara de seguridad que supervisa el circuito. Pero después de la confusión sobre quién mandó la invitación, todo esto es un poco inquietante y, a juzgar por el ceño fruncido de Heather, ella piensa lo mismo.

Brent me mira.

—¿Dejamos las cosas aquí por ahora?

—No me lo preguntes a mí —respondo.

Las pone en el suelo. Dudo y, finalmente, yo también las dejo. No es que nadie vaya a robarlas.

Los peldaños son rejas de metal para que se puedan subir cuando uno lleva botas cubiertas de nieve. Al fin llegamos a la cima y estoy jadeando. Aquí el oxígeno escasea. Empujo las puertas dobles que dan acceso al edificio Panorama. Respiro el aire acre de madera quemada y, por un momento, tengo que cerrar los ojos. Porque eso, más que nada, era el aroma de mis inviernos.

Curtis pulsa un interruptor y el pasillo forrado de madera se ilumina. Normalmente, una procesión de esquiadores desfila por aquí, pasa las taquillas de equipamiento y llega hasta la entrada principal del glaciar, pero esta noche el silencio es espeluznante.

Curtis se pone las manos alrededor de la boca y grita:

—¿Hay alguien ahí?

Brent me mira, y Dale también. Pienso de nuevo en las invitaciones. ¿Es posible que uno de ellos haya organizado esto? No parece probable. Como dijo Brent, estamos fuera de temporada. Un fin de semana aquí debe de costar miles de dólares a estas alturas del año. Gracias a mi investigación previa, porque he buscado sus perfiles en internet, sé que a Curtis le va bien, así que debe de haber sido él. Pero ¿a qué viene tanto misterio? ¿Y los demás están en el ajo o les ha hecho creer que soy yo quien ha organizado la reunión?

—Tiene que haber alguien más aquí —dice Curtis—. Echemos un vistazo.

Todos salimos en direcciones distintas, como críos sueltos en un parque temático. Este lugar es un laberinto. El único edificio en kilómetros a la redonda es un complejo de casas y múltiples recintos que acoge a la unidad de rescate de montaña, la sala de control y todo lo que necesiten tanto el personal como los visitantes aquí arriba. Yo solo conozco el restaurante y los baños, pero nada más. Ah, sí, y una vez pasé una noche en uno de los diminutos dormitorios comunitarios. Es el albergue juvenil situado a mayor altitud de Francia.

Corro por los pasillos y enciendo los interruptores a medida que avanzo. Hay un montón de puertas cerradas. Algunas se abren y otras no. Esta sí. Dios mío, podría ser el lugar exacto donde dormí. El olor a humedad y moho despierta un recuerdo. Brent debajo de mí en la cama, con sus grandes manos agarrando mis caderas. Contemplo la estrecha cama de la litera. Luego salgo y cierro la puerta con firmeza tras de mí.

La siguiente puerta es un armario de ropa limpia con toallas blancas y ásperas y sábanas gastadas apiladas en estanterías de pino que apestan a detergente barato. Más allá huelo a comida y, en efecto, es la cocina. Hay dos sartenes encima de unos fogones inmensos. Levanto las tapas. En una hay un guiso con carne y en la otra, puré de patatas. Aún están calientes. Podría ser nuestra cena, pero ¿dónde está el personal de la cocina?

Veo un lavabo y empujo la puerta con cautela, pero está vacío y oscuro. Más allá se encuentra el restaurante, también a oscuras, donde el olor a madera quemada es lo bastante fuerte como para hacerme toser, aunque el fuego no esté encendido. Aquí pasé horas tratando de calentarme los dedos con tazas de café o esperando a que amainaran las tormentas de nieve, pero ahora las mesas están vacías, así que sigo caminando por otro pasillo. Los demás deben de estar en el piso de arriba porque ya no los oigo.

Hay más estancias y almacenes, y más puertas cerradas. Los interruptores tienen temporizadores, por lo que ocasionalmente se apagan antes de que haya encendido el siguiente y me quedo en la más absoluta oscuridad. Avanzo a tientas, siguiendo la pared. El silencio es aterrador. Si alguien apareciera tras una de estas puertas, me daría un ataque al corazón.

Por fin veo algo que me resulta familiar: la entrada principal al glaciar. Me apresuro hacia allí. Nadie estará fuera a esta hora de la noche, y es probable que la puerta esté cerrada con llave, pero si no lo está, quiero degustar el aire con sabor a hielo. Ha pasado demasiado tiempo.

La puerta se abre. El viento se cuela por el hueco con un grito agudo e implacable. El sonido es extrañamente humano. Cierro la puerta de golpe, me quedo quieta y respiro con fuerza. Sabía que volver sería un problema. Demasiadas puertas que no debería abrir.

«Cálmate, Milla».

Vale. Puedo hacerlo. En cuanto me tome un par de copas, estaré bien.

Arriba hay un gran salón, donde se suelen celebrar bodas y otros eventos. Es una fuente de ingresos práctica para estaciones de esquí modestas como esta, en especial durante la temporada baja. Solo lo he visto en fotografías, pero será donde han ido los demás, porque he comprobado todos los rincones de esta planta.

Aquí están las escaleras. En lo alto hay una pesada puerta ignífuga y el aire al otro lado parece todavía más frío. Llega un olor tenue, conocido. ¿Qué es? Quizá el perfume de Heather.

Oigo voces al otro lado de la puerta que hay a la derecha.

«¡Alto!», reza un cartel. «Empieza el juego. Hay que dejar los teléfonos en la cesta».

Exhalo. Un juego. Una especie de concurso, quizá, algo acerca del esquí y del snowboard o de lo que recordamos los unos de los otros. Algo que dé pie a hablar de los viejos tiempos. Típico de Curtis, decir qué debemos hacer, sin nada que nos distraiga de sus planes. Voy a dejar el móvil en la cesta. A menos que…

Me fijo otra vez en el cartel. «Empieza el juego». Una vez le dije eso mismo a… No. Es una frase de lo más normal. No significa nada. Dejo el móvil encima de los otros cuatro y entro en la sala.

El salón se proyecta sobre la montaña. La alfombra es espesa y mullida, blanca para imitar la nieve del exterior, y los muebles blancos y plateados son, sin duda, ridículamente caros. Hay sillones forrados de satén y mesas de vidrio y metal. La opulencia contrasta con el mobiliario rústico y modesto del piso de abajo. Incluso el olor es distinto. Ya no huele a madera quemada, sino a pintura fresca.

La pared del fondo está cubierta por ventanales y cortinas de terciopelo blanco atadas con una cuerda. La vista debe de ser espectacular durante el día, pero ahora solo se ve una total oscuridad. No hay luz. En nuestra situación resulta inquietante, pero, por lo demás, es un espacio precioso para una boda.

Si es que uno es capaz de olvidar las vidas que este glaciar se ha cobrado.

Y los cuerpos que todavía encierra.

«No pienses en eso».

Aquí hace tanto frío que veo mi aliento. También hay humedad. Es probable que no hayan utilizado esta sala durante meses. Todos los demás se han servido una copa. Hay una cerveza solitaria en una bandeja cercana, una Kronenbourg 1664. El cristal está frío al contacto con mi palma. Antes me encantaban los botellines de cerveza francesa, dulce y espumosa. No he bebido ninguna desde la última vez que estuve aquí.

De nuevo nos encontramos los cinco. El personal estará por los pasillos. Curtis mira hacia la puerta. ¿Qué planea?

Las uñas primorosamente pintadas de Heather se curvan sobre mi brazo.

—¿Has visto el juego?

—¿Qué juego?

Tira de mí y cruzamos la alfombra hasta una mesita sobre la que descansa una caja alta de madera. Al lado hay bolígrafos, sobres y tarjetas de papel de buena calidad. Y una hoja impresa con la frase: «Para romper el hielo». La caligrafía es elegante, como la que suele usarse en los servicios de los funerales.

Y en las bodas, me recuerdo enseguida.

«Escribe un secreto, algo sobre ti que ninguno de los demás sepa. Mételo en la caja, dentro de un sobre. Después, sacad los sobres de uno en uno y tratad de adivinar quién lo ha escrito».

Miro a Curtis otra vez. Me divierte que se haya esforzado tanto, cuando nos habríamos conformado con tomar algo y emborracharnos juntos. Pasa a mi lado en dirección a la ventana. Frota el vidrio para limpiar la condensación y mira hacia fuera. La fluidez de sus movimientos siempre me recordó a los de un gimnasta, y eso no ha cambiado; todavía posee la misma gracia poderosa y felina.

Necesito tomar más alcohol antes de acercarme a él, así que me dirijo hacia Brent. Me sorprende ver una cerveza en su mano. No solía beber.

—¿Has practicado snowboard últimamente? —pregunto.

—Una vez al año —responde—. Es lo único que puedo permitirme. Pero sí que voy mucho en monopatín.

—Se nota, por cómo tienes las zapatillas.

La puntera de sus DC está tan gastada que veo el calcetín. La marca había sido su patrocinador, pero supongo que habrá tenido que comprar este par. Me conmueve que se haya mantenido leal a la marca, pero así es Brent.

Solo tenía veintiún años aquel invierno, con la energía y la larguirucha figura de un adolescente. Ahora está un poco más fornido. Es difícil de asegurar por la ropa ancha que viste, pero parece que aún está en forma. Y todavía lleva los tejanos colgando sobre el trasero.

Sus facciones oscuras y elegantes, cortesía de su padre indio, le brindaron una breve trayectoria de éxito como modelo antes de que su carrera en el snowboard despegara. De vez en cuando, compruebo por internet cómo le va, pero su Instagram no revela demasiado. Me gustaría preguntarle si sale con alguien, o incluso si tiene hijos, pero no quiero que me malinterprete. Necesito saber que es feliz.

—¿De verdad no me invitaste tú? —pregunta Brent.

—No, ya te lo he dicho.

Curtis me mira desde el otro lado del salón, con aspecto… ¿preocupado? Probablemente se preguntará dónde está el personal.

—¿Aún practicas snowboard? —inquiere Brent, que se esfuerza por llevar la conversación a un territorio seguro.

—No desde que me fui de aquí —respondo.

—¿De verdad? ¿Ni una sola vez?

—Estoy demasiado ocupada. —Percibo su sorpresa. En aquella época, yo solo pensaba en el snowboard e imaginaba que seguiría practicándolo hasta que la edad no me lo permitiera.

Lo cierto es que ahora me aterroriza. Me aterroriza en quién me convierte y las vidas que podría destruir. En cuanto me ato las botas, no me importa nada más.

Brent no sabe lo que hice, al menos no del todo. Ninguno de ellos lo sabe.

Y mi intención es que siga siendo así.

3

Heather aplaude para atraer la atención de los demás.

—A romper el hielo.

—Estoy muerto de hambre —se queja Brent.

—Yo también —añado—. He visto que había un guiso en la cocina.

Heather hace un mohín de decepción.

—Vamos, será divertido. Comeremos después.

¿Siempre ha sido tan inaguantable o el matrimonio la ha hecho más mandona? Se bebe de un trago el resto de la copa de vino. Quizá solo está borracha.

Brent rezonga, pero Heather reparte las tarjetas, los bolígrafos y los sobres. Miro a Curtis de nuevo, pero pasa por mi lado y sale de la habitación.

—¿Qué se supone que debemos escribir? —pregunta Brent.

—Algo interesante que nadie más sepa —explica Heather.

Tengo la boca seca. Me termino la cerveza, pero es ese tipo de sequedad que ninguna cantidad de alcohol logra paliar. Lo sé porque lo intenté cuando me marché hace diez años.

Mordisqueo la punta del bolígrafo y me esfuerzo por pensar en algo divertido que revelar. Oigo la voz de Curtis en el pasillo. Tiene el teléfono en la oreja. Típico, nos obliga a entregar los móviles mientras él utiliza el suyo. ¿Estará hablando con su novia? Se da cuenta de que lo observo y cierra la puerta.

Miro mi tarjeta, pero tengo demasiado frío y hambre como para pensar. Al final solo escribo: «Tengo un gato que se llama Indy».

Brent ha desaparecido. Deslizo mi secreto en un sobre y lo meto por la ranura de la parte superior de la caja. ¿De dónde ha sacado Curtis este trasto? Aparte de ser blanco, no pega en absoluto con el resto de la sala. Los laterales de contrachapado de madera están mal pegados y la pintura salta en algunos puntos. Parece algo que mi abuelo podría hacer en sus ratos libres.

Tengo que ir al baño. El de mujeres es la primera puerta al fondo del pasillo. El agua sale tan fría del grifo que me extraña que las cañerías no se hayan congelado.

De vuelta a la sala, Brent ha traído una bolsa grande de patatas fritas. Tomo un puñado.

Señalo la chaqueta de Brent:

—¿Burton todavía te regala cosas o has tenido que comprártela?

Mastica las patatas.

—Me hacen descuento.

—Qué suerte. Yo he tenido que comprarme todo el equipo de nuevo para este viaje. —Me chupo la sal de los dedos. Le di todas mis prendas y el equipamiento de snowboard a una chica francesa que vivía al otro lado de la calle. Se lo merecía más que yo.

Curtis ha terminado su llamada y vuelve a instalarse junto a la ventana, de espaldas a nosotros. ¿Qué mira? No hay nada que ver.

Dale entra con más cervezas. Brent y yo tomamos una cada uno.

—¿Listos para jugar? —dice Heather.

—Un segundo —se excusa Curtis, y sale otra vez.

Diría que Heather está a punto de explotar. Disimulo una sonrisa. Es como si Curtis quisiera enfurecerla a propósito.

—¿Has visto a alguien del personal? —pregunto a Dale.

—No —responde—. Creo que estamos solos.

—Eso parece —interviene Brent.

—Pero había comida caliente en la cocina —les recuerdo.

—Sí, lo he visto —comenta Dale—. Supongo que han pensado que podemos servirnos nosotros solos. Quizá mandarán a alguien mañana por la mañana, con el ascensor burbuja, para preparar el desayuno.

—¿Un grupo de invitados sin nadie que los sirva? Me sorprendería que lo permitieran —admito.

—Es más barato —señala Dale.

Brent asiente.

—Un sitio tan pequeño lo tendrá crudo frente a estaciones de esquí más grandes, como la de Trois Vallées.

—¿Qué hay del juego? —pregunto—. ¿También lo han dejado preparado?

No saben qué responder. Y por cómo me miran, siguen pensando que tengo algo que ver.

—¿Hago los honores? —se ofrece Heather en cuanto Curtis regresa. Sin esperar respuesta, abre la tapa de la caja, se pelea para sacar el primer sobre y lo abre.

El resto nos sentamos en sillones. ¿Por qué está tan animada? ¿Qué cree que dirán las tarjetas?

—Voy a leerlas todas en voz alta y, luego, adivinamos quién ha escrito qué, ¿de acuerdo?

Está nerviosa, y no es por la bebida. Creo que se ha tomado algo más. Pero Curtis parece igual de inquieto: está sentado muy tieso y observa la estancia sin bajar la guardia.

No me siento los dedos. Me acomodo sobre mis manos, pero el asiento de mi sillón forrado de satén está tan frío como el resto de los objetos del salón.

Heather lee la tarjeta y sus mejillas se ruborizan: «Me acosté con Brent».

Lanza una mirada ansiosa a su marido como si temiera que fuera una confesión, pero él me mira a mí, igual que Brent y Curtis.

—No lo he escrito yo —replica Curtis.

Todos nos reímos.

Todos excepto Heather.

—Dijimos que los leeríamos todos de golpe antes de intentar adivinar de quién son.

Trata de darle órdenes a Curtis. Buena suerte.

—Yo tampoco lo he escrito —confieso.

Los chicos se ríen más. Heather me mira enfadada.

Dale levanta las manos.

—A mí no me miréis.

Más risas.

Uno de ellos debe de haberlo escrito para hacer una broma. Seguro que ha sido Curtis.

Heather procede a abrir el siguiente sobre. Me asombra la prisa que tiene. ¿Hubo algo entre Brent y ella? Incluso si así fuera, dudo que lo anunciara con tanta tranquilidad. Ella y Dale empezaron a salir al principio de aquel invierno.

Se aclara la garganta:

—«Me acosté con Brent».

Su voz suena demasiado alegre.

Más risas, más fuertes esta vez; todos nos reímos, Brent, Curtis y yo. Excepto Dale, que no sonríe.

Curtis le da una palmada a Brent en el hombro.

—No me extraña que no llegaras a los Juegos Olímpicos. No dormías lo suficiente.

Me alegra ver a Curtis contento. Su juego para romper el hielo resulta efectivo. Nos está relajando, ya sea porque nos divertimos o porque nos avergonzamos un poco, a pesar de la fría temperatura ambiente. Y a mí me gusta ver a Heather incómoda. Por la expresión en el rostro de Dale, si su esposa y Brent tuvieron algo, es la primera vez que oye hablar de ello.

Brent y Heather cruzan una mirada. El ceño de Brent está ligeramente fruncido, como si le preguntara: «¿a qué juegas?». ¡Brent cree que ha sido Heather quien ha escrito las tarjetas! Heather responde con una leve sacudida de la cabeza. ¿Qué quiere decir? ¿Ahora no? ¿O que no las ha escrito ella?

Mi cerebro piensa a toda velocidad. Si Brent cree que Heather ha escrito una de las notas, ¿quiere eso decir que sí se acostó con ella?

Estiro el cuello para ver la letra de la nota. No porque sea capaz de reconocerla, ya que no escribimos demasiado aquel invierno, pero la tarjeta de Heather está en mayúsculas claras y limpias, es decir, tal y como uno escribiría si quisiera ocultar su caligrafía. Es una broma. Debe de serlo. Una broma ideada por Curtis y Brent para crear confusión. Ellos nunca se llevaron del todo bien, pero la sorpresa de Brent parece auténtica.

Podría intervenir e insistir en que no he escrito ninguna de las dos notas, pero creo que esperaré a ver qué dice la siguiente.

Heather abre la tercera tarjeta. Mira el texto y contiene la respiración.

—«Me acosté con Saskia».

Esta vez nadie se ríe. Acabamos de cruzar una línea.

A pesar de nuestras diferencias, no se me ocurre ningún motivo por el que alguien escribiría algo así. Hasta donde yo sé, solo una persona de los aquí presentes se acostó con Saskia, y no creía que nadie más lo supiera. Me cuido de no mirar a Brent, ni tampoco a Curtis.

Heather observa a su marido, preguntándose claramente si la ha escrito él. Si llevo razón en mi sospecha de que Curtis y Brent son los autores de las dos primeras notas, entonces Dale debe de haber escrito esta. Pero ¿por qué demonios haría algo así?

Heather abre la siguiente tarjeta. Pensará que no puede ser peor que la anterior.

Pero, al parecer, sí que es posible, porque parpadea y nos mira atónita.

—«Sé dónde está Saskia».

Curtis le arranca la tarjeta de la mano y la estudia con expresión impenetrable.

—¿Es una broma?

Nadie responde.

—¿Alguien de aquí ha escrito estas notas?

Nos miramos. Negamos con la cabeza.

Estoy inquieta. Miro hacia la ventana, a la absoluta y total oscuridad que hay afuera y que me recuerda lo solos que estamos. Nosotros cinco, nadie más. Ni un alma en varios kilómetros a la redonda. Necesito saber si Curtis ha organizado la reunión. Porque si no ha sido él…

Miro a la puerta y pienso en los largos y oscuros pasillos que he visto antes. ¿Hay alguien ahí fuera?

Brent rompe el silencio.

—¿Qué dice la última?

Heather la abre y empalidece. La tarjeta cae de sus dedos hasta el suelo.

La recojo.

—«Yo maté a Saskia».

4

Hace diez años

Una chica vuela por encima del medio tubo. Su melena rubia, de pelo casi blanco, se escapa por debajo de su casco. Es buena. En el último salto, realiza una rotación y media, quinientos cuarenta grados, y se detiene delante de mí, rociándome con nieve.

Sé quién es: Saskia Sparks. Me ganó en el Campeonato Británico de Snowboarding el año pasado, con lo que me relegó al cuarto puesto.

Y este año seré yo quien gane.

Soy también rubia, aunque mi pelo es un poco más oscuro que el suyo, y es bastante distintivo, así que si yo la he reconocido, es probable que ella a mí también. Pero no muestra señales de haberlo hecho. Tan solo separa el pie posterior de la tabla y se desliza hacia el telesilla.

Me cuelgo la mochila a la espalda y me apresuro tras ella. He oído rumores. La llaman la Doncella de Hielo.

Tengo el ticket del teleférico en el bolsillo. Giro la cadera para que el escáner lo lea, espero el pitido y paso el torno.

El telesilla es bastante estándar: barras de plástico en forma de T, desgastadas por el tiempo, que cuelgan de un cable móvil raído. Agarro el telesilla más cercano, me lo pongo entre los muslos y observo el paisaje mientras me sube por la colina.

Le Rocher, con su natural terreno imponente de acantilados escarpados, estrechos pasos y pendientes demasiado inclinadas para el típico paquete de vacaciones de esquí, se considera un destino de culto entre los esquiadores expertos y los que practicamos snowboard.

La estación tiene, además, otra gran ventaja: el medio tubo de Le Rocher. Es el equivalente a una rampa de monopatines, pero en la nieve, y el largo canal blanco se extiende por toda la pendiente. Se construyó para cumplir los requisitos de los Juegos Olímpicos: mide ciento cincuenta metros, tiene muros de nieve de seis metros de alto a ambos lados y aspecto de estar bien conservado.

Los esquiadores, montados en sus tablas, lo cruzan una y otra vez, se lanzan desde las paredes de hielo y ejecutan todo tipo de piruetas, a cada cual más arriesgada. Es difícil reconocer quién es quién debajo de los cascos, los gorros y las gafas protectoras, pero está claro que hay un puñado de nombres importantes que se entrenan para el Open de Le Rocher de mañana por la mañana.

Ojalá hubiera llegado antes. La temporada empezó hace dos semanas, el 5 de diciembre, pero aún tenía que trabajar. Quería ahorrar lo suficiente para mantenerme durante todo el invierno y, de este modo, concentrarme en mi entrenamiento. Jamás llegaré a estar entre las tres primeras si me paso toda la noche trabajando en un bar para pagar las facturas. Bueno, ha llegado el momento de ponerme al día.

Saskia se encuentra en lo alto de la pista. ¿Habrá venido para la temporada o para el Open de Le Rocher? Se deja caer y ejecuta una enorme pirueta de cinco cuarenta. Clava los aterrizajes.

La primera vez que vi un medio tubo me aterrorizó la abrupta verticalidad de las paredes de hielo. Es una ilusión. La rampa es tu amiga. Si caes del modo adecuado, es tan suave que ni siquiera lo notas. Pero el hielo es duro como el cemento, así que, si no lo haces bien, estás en un aprieto.

Siento un hormigueo como consecuencia del miedo mientras fijo las botas a la tabla. Tengo las palmas sudorosas dentro de los guantes de cuero. Estoy más nerviosa de lo habitual porque la tabla es nueva, una Magic Pipemaster 157, pagada por el primer patrocinador que he tenido en mi vida.

Normalmente, soy conservadora en la primera carrera, para adaptarme al medio tubo, pero como tengo que vencer a Saskia, trato de hacer un cinco cuarenta en mi última pirueta. Corro por el lateral hasta ganar suficiente velocidad y, luego, me lanzo. Bajo por la pared, cruzo el suelo del medio tubo y subo por la pared opuesta para elevarme en el aire.

Mi mano delantera encuentra el borde del talón de la tabla y lo agarra con fuerza. Backside Air. Vuelo por encima del hielo, mi mente está pura y vacía, no veo ni oigo nada. Solo siento. Momentos preciados en lo alto del arco, ligera, suspendida por la gravedad. Por esto tengo tres trabajos durante la mitad del año y me machaco en el gimnasio.

Desciendo hacia la tierra y toco suelo, motivada y lista para otra ronda. Ida y vuelta de pared a pared, como un péndulo. En la pirueta final, giro con fuerza y, por los pelos, logro el cinco cuarenta. Me tiemblan los dedos al desabrochar el cierre de la tabla. Me encanta. La conservaré para siempre, la colgaré en la pared para enseñársela a mis nietos.

Saskia camina colina arriba porque hay cola para subir al telesilla, así que troto detrás de ella. La nieve desprende un brillo deslumbrante. El color blanco de un invierno en los Alpes es tan distinto de la nieve gris en un invierno urbano que mis ojos todavía necesitan acostumbrarse.

En la siguiente salida, realiza amplios cinco cuarentas seguidos en las dos últimas piruetas. El miedo me invade el estómago. Siempre imaginé que en cuanto encontrara patrocinadores, podría relajarme. Qué equivocada estaba. La presión se ha multiplicado porque tengo una imagen que defender. No puedo decepcionar a mis patrocinadores.

Repaso los giros en mi cabeza mientras me ato la tabla de nuevo. Tengo que ir a por todas en la primera pirueta, para conseguir más aire y tiempo y ejecutar la segunda. Vamos allá.

Mierda. Me caigo de cara frente a todos los que comen al pie del medio tubo. Escupo nieve, me limpio las gafas y me pongo en pie. Me duele la rodilla, y no quiero saber si Saskia me ha visto.

Tengo que conseguirlo. Clasificarme entre los tres primeros puestos marca la diferencia entre ser semiprofesional y totalmente profesional, y eso significa que podría entrenar a tiempo completo durante todo el año. A diferencia de Saskia, no vengo de una familia rica, pero deseo esto más de lo que jamás he deseado nada.

Lo intento de nuevo. Otra caída. Ahora le toca a la mano derecha y el dolor asciende por el brazo. Creo que diviso a Saskia con una sonrisa burlona mientras me levanto. Lo repito cuatro veces más hasta que por fin lo logro. Y, maldita sea, Saskia se marca un siete veinte. Dos rotaciones en lo alto, encima del hielo.

El sol brilla sobre el medio tubo. Cada vez que logro algo, Saskia me desafía con una pirueta más difícil. Me obligo a ir más allá, pero tengo un límite. Si me rompo algo antes del Open de Le Rocher de mañana, estoy jodida.

Hacia la mitad de la tarde, mi botella de agua vuelve a estar vacía. Ya he subido una vez a la estación intermedia para rellenarla. Como antes, dejo mi tabla al pie de la instalación entre las demás, que forman un colorido ramillete, y corro por el altiplano.

En el camino de vuelta, me cruzo con una familia de esquiadores, el padre, la madre y un niño, que debaten agitados al borde de un peñasco. Cuando miro, entiendo por qué: un pequeño guante azul brilla en la nieve.

Observo a la familia. El hombre lleva un bebé atado al pecho, acurrucado contra los elementos. Solo se ven sus mejillas de querubín y una diminuta manita. El guante se habrá caído desde el tembloroso telesilla que chirría más arriba. Le Rocher no es un lugar apto para familias; es la primera que he visto aquí. Vivirán en los alrededores.

Compruebo ambos lados del peñasco. He conseguido saltos más altos muchas veces. Según la revista White Lines, «si no son más de seis metros, ni siquiera es un risco». Pero perderé tiempo de entrenamiento. Miro por encima del hombro hacia el medio tubo, donde Saskia estará aumentando su ventaja. Luego miro al bebé y su pobre mano desnuda. Sin pensarlo dos veces, me meto el botellín de agua en el sujetador y corro hacia el borde. La mano de la mujer vuela hacia su boca cuando salto.

En cuanto lo hago, caigo en la cuenta de que solo he saltado riscos con mi tabla. Esto me va a doler.

Desciendo en picado por el aire. Las rocas y la nieve fresca me esperan abajo. Cuando toco tierra con las botas, encojo los hombros, lista para rodar, y la nieve acumulada amortigua el aterrizaje. Levanto las gafas y veo los rostros asombrados de la familia, que me mira desde el peñasco. ¿Dónde está el guante?

Una punzada de dolor me atraviesa la rodilla mientras me levanto. Es una vieja lesión que a veces se despierta. El entrenamiento de hoy no ha ayudado. Recojo el guante y la familia aplaude. Lo tiro hacia arriba con tanta fuerza como puedo. El hombre lo agarra, me da las gracias con un grito y desaparecen del peñasco. Ahora solo necesito salir de aquí.

Después de un largo recorrido vadeando la montaña entre la nieve fresca, por fin llego al medio tubo, sudada y sin aliento. Todo por un maldito guante de bebé.

La camiseta interior térmica se me ha pegado a las axilas y me he bebido la mitad del agua de la botella, pero al menos mi tabla sigue donde la he dejado. Saskia está sentada cerca, con la cara hacia el sol. Parece que no se han fijado en mí, pero en cuanto cojo la tabla, ella hace lo mismo y corre hacia el telesilla, por lo que me adelanta. Voy tras ella y trato de concentrarme.

Mientras ascendemos, una figura enfundada en una chaqueta de color menta se marca un giro amplio. Mierda, ¡es una chica! Casi siempre se pueden distinguir a las chicas de los tíos por cómo saltan, con menos potencia y más cautela, pero esta lo hace igual que ellos, completamente centrada en sus movimientos. ¿Cómo voy a competir contra esto? Al menos, espero que no sea británica.

Me recompongo. Por ahora, lo único que tiene que preocuparme es Saskia. Se deja caer por el medio tubo mientras aseguro los cierres de la tabla. Maldita sea. Acaba de hacer dos siete veintes seguidos. Dudo que pueda hacer lo mismo.

«¡Venga, venga! ¡Tus patrocinadores romperían el contrato si supieran lo cobarde que eres!».

Respiro hondo y me lanzo, pero la tabla pesa y no responde bien; soy un desastre. Lo único que logro en el último salto es una rotación completa. Un tres sesenta bastante pobre.

Fuera de control, acelero la bajada y agarro el borde de la tabla. Aterrizo sobre el regazo de un pobre chico, y lo empujo a la nieve.

Genial. Acabo de caer sobre Curtis Sparks, el tricampeón británico de medio tubo y el hermano mayor de Saskia.

—¡Lo siento mucho!

Me ayuda a levantarme.

—No hay problema. ¿Estás bien?

—¡Sí! ¿Y tú? Te he dado bastante fuerte.

Parece divertido.

—Sobreviviré.

Llevo años medio enamorada de este chico. No solo es guapo y tiene un talento inmenso. Cuando le preguntaron por qué no se había clasificado para los Juegos Olímpicos de invierno, miró al periodista a los ojos y le dijo: «Porque no he sido lo bastante bueno». No mencionó que poco antes de las pruebas había pasado por una operación quirúrgica. No hay excusas que valgan. Es su crítico más duro. Me encanta.

Me levanto las gafas para ver qué le pasa a mi tabla.

—Te vi en los campeonatos de Inglaterra el año pasado.

—Sí, y yo a ti —respondo.

Ruborizada por cómo me mira, examino la tabla.

—Las cintas se han vuelto a soltar. ¿Tienes un destornillador?

—Vamos a ver. —Curtis se inclina sobre la tabla y agarra la cinta con sus grandes manos. Su pelo es rubio, pero más oscuro que el de su hermana, y lo lleva muy corto. Tiene la piel dorada, pero pálida en la zona cubierta por las gafas protectoras, alrededor de los ojos.

—¡Eh, Sass! —grita.

Ahí está, observándonos.

—¿Qué has hecho con mi destornillador? —le pregunta.

Se acerca con un enorme destornillador con mango de color púrpura.

—Gracias. —Lo cojo.

Se levanta las gafas de color fucsia hasta el casco, pero no dice nada. Tiene unos ojos increíbles. Los he visto en fotos, pero son más azules en la vida real, incluso más que los de su hermano.

Aprieto la cinta con todas mis fuerzas porque no quiero que se vuelva a soltar. Ya he tenido que pedirle un destornillador a un tío antes, en la plataforma.

—¿Quieres que las apriete más? —ofrece Curtis.

—¿Tengo aspecto de tener un problema en el brazo? —contesto; no puedo evitarlo. Sé que es maleducado, pero ¿de verdad piensa que estaría aquí arriba si no fuera capaz de ajustar mis propias cintas?

Contiene una sonrisa y me mira de arriba abajo.

—No, no veo ningún problema.

Me arden las mejillas. Le devuelvo el destornillador y me fijo en que tiene un desgarro en la parte inferior del pantalón.

—Dios mío, te he roto los pantalones.

Su sonrisa se ensancha.

—No te preocupes, no los pago yo. Puedes caerte encima de mí cuando quieras.

Este tío es una máquina de flirtear, ¡y delante de su hermana!

—Qué raro. Es la segunda vez que se me aflojan las cintas hoy —comento, parloteando. Es el efecto que causa en mí.

Su sonrisa se borra.

—¿De verdad? —Se gira hacia su hermana.

¿Por qué la mira así?

Saskia se arregla el pelo, que le cae sobre los hombros.

—Será porque hace más calor. Los agujeros de la base se habrán expandido o algo así.

—Hoy has hecho sudar a mi hermana —comenta Curtis, pero todavía la mira—. Está haciendo cosas que no sabía que podía hacer.

El rostro de ella se oscurece. Quizá para alcanzarla no me falta tanto como creo.

Me ofrece una mano.

—Hola, soy Saskia.

—Milla.

Me sonríe.

—Lo sé. ¿Vas a salir esta noche? En el Glow Bar celebran una fiesta previa al campeonato.

Vacilo.

—No suelo salir antes de un día de competición.

Saskia ladea la cabeza.

—¿Por qué no? ¿Tienes miedo?

Maldigo para mis adentros.

—No. Allí estaré.

5

En la actualidad

Nos pasamos los «secretos» en el gran salón helado. Todos están escritos con la misma letra manuscrita en mayúsculas.

—¿Qué pasa aquí? —inquiere Curtis, con una voz peligrosamente tranquila.

Un mar de caras desconcertadas. Dale aprieta los puños; Brent estrangula el cuello de su botellín de cerveza. Los ojos de Heather van de un rincón a otro.

Después de todo, no creo que sea Curtis quienquiera que esté detrás del juego. Nadie sería capaz de fingir esa furia contenida, y además no habría dicho esas cosas de su hermana.

Toma la caja y la sacude con fuerza. Está claro que tiene ganas de hacer lo mismo con nosotros. Sacudirnos lo bastante fuerte como para obtener respuestas.

En la caja se oye algo. Curtis mete la mano en la apertura de la parte inferior. Se oye un tamborileo.

—Hay un falso fondo —anuncia. Le da la vuelta y observa el interior acercando el ojo a la ranura larga y estrecha en la parte superior—. Nuestras tarjetas siguen ahí.

Se hace un silencio ensordecedor. Todos lo rodeamos para verlo.

Curtis me tiende la caja. Una separación de madera la divide en dos compartimentos: la parte superior, donde siguen los sobres que hemos metido, y la parte inferior, ahora ya vacía. La caja no se ha movido de la sala. ¿Es posible que uno de nosotros metiera las tarjetas falsas sin que los demás lo viéramos o lo han preparado de antemano?

—Veamos —dice Brent.

Le paso la caja. La golpea con fuerza y se rompe en pedazos.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —murmura Curtis.

Lleva razón. Apuesto a que los secretos que hemos escrito nosotros no tienen el menor interés en comparación con los que Heather ha leído.

Heather agarra uno de los sobres y lo abre.

—«Cuando veo sangre me desmayo».

Nadie la está escuchando.

Los ojos de Curtis echan chispas.

—Alguien ha preparado esto. ¿Quién ha sido?

Nos mira, uno por uno, con dureza y durante un buen rato. Apartamos la vista.

Me cuesta desechar la idea de que fuera él quien nos ha invitado aquí. En parte, es una cuestión de orgullo. Me sentía halagada. Pensaba que significaba algo. Esperaba que así fuera. Entonces, si Curtis no ha organizado la reunión, ¿quién ha sido?

Brent se levanta de un salto.

—A la mierda. Necesito una bebida de verdad.

La puerta se cierra tras él.

Heather tiene puntitos rosas en las mejillas. Más tarde, trataré de pillarla a solas y le preguntaré acerca de Brent, porque tengo que saberlo. Si se acostó con él, ¿fue antes o después de empezar con Dale? ¿Antes o después de que Brent estuviera conmigo?

Dale la acompaña a la ventana y se quedan allí de pie un rato, hablando en voz baja. ¿Le estará preguntando por Brent? Supongo que sí.

No me parece probable que Heather esté detrás de todo esto. Los primeros tres secretos parecían diseñados para humillarla. ¿O es lo que se supone que debo creer? Me parece que antes mentía, cuando me ha hablado de la invitación que había recibido.

Tomo un sorbo de la cerveza. Yo también querría una bebida más fuerte. Doy un respingo. Curtis está detrás de mí. Cuando quiere, se mueve como un gato.

—¿Esto tiene algo que ver contigo, Milla?

—No, por claro que no —respondo.

No parece convencido.

—Háblame de la invitación —le pido—. ¿Cuándo la recibiste?

—Hará unas dos semanas.

—Igual que yo. —No llegó con demasiada antelación, pero lo dejé todo para venir. «Porque pensaba que me habías invitado tú». Quizá no hayamos hablado durante estos últimos diez años, pero no podía dejar pasar la oportunidad de verlo.

—¿Te la enviaron al móvil o al correo electrónico? —pregunto.

—Al correo.

—¿Desde qué dirección? —Debería haberlo comprobado antes, cuando él y Brent me han mostrado los mensajes que habían recibido.

Curtis mira al otro lado de la sala, hacia Dale y Heather.

—M. Anderson, algo así. Una cuenta de Gmail.

—No tengo cuenta de Gmail. La invitación que yo recibí era de C Sparks. También de Gmail.

Pasé un buen rato redactando la respuesta. ¿Debía mencionar a Saskia? ¿Ofrecerle mis condolencias? Pensé en llamarlo. No constaba número de teléfono en la invitación, pero había varios en su página web. Al final me acobardé. Las conversaciones incómodas son más fáciles en persona.

«¡Una idea genial! —escribí—. Allí estaré. Me alegro de saber de ti. ¿Cómo estás?».

Su respuesta llegó al momento: «Qué bien que puedas venir. Nos vemos pronto».

Me sentí decepcionada, pero supuse que estaría ocupado. Y, además, es un hombre. ¿Qué hombre escribe más de lo necesario?

Me termino la cerveza. A diferencia de Brent, Curtis ha envejecido bien. Está afeitado y el hoyuelo en su mentón es claramente visible. Debe de haber viajado al extranjero hace poco porque tiene la piel ligeramente bronceada. Lleva el pelo rubio oscuro un poco más largo que antes, pero le queda bien. Viste una chaqueta de estilo militar de la marca Sparks, con un ribete blanco en las mangas. Últimamente, en las fotografías de las redes sociales toda su familia lleva esa marca de ropa.

O mejor dicho, lo que queda de su familia.

—¿Seguiste en contacto con alguno de ellos? —pregunta Curtis.

—No —respondo.

—¿Ni siquiera con Brent?

¿Lo pregunta por curiosidad o por algo más?

—No.

Hay muchas cosas que quiero preguntarle. Cuánto tiempo pasa en la nieve. Dónde vive. Si sale con alguien. Busco en su rostro las señales de la antigua calidez, o una simple indicación de que ya no me odia.

Pero Curtis solo piensa en una cosa.

—¿Y con alguien más de aquel invierno?

—No.

Me metí en el coche y me alejé conduciendo para dejar la tormenta a mis espaldas. Los borré de mi Facebook. De mi teléfono. De mi vida. Ahora me siento mal por eso, pero quiero arreglar las cosas.

—Pero es fácil encontrarme en internet. Soy entrenadora personal y tengo un blog y una página propia.

Si me ha buscado, no lo deja entrever.

—Ya.

—Supongo que tú también.

—Sí.

Al parecer, Curtis tiene tanto talento para los negocios como lo tenía para el deporte, porque Sparks Snowboarding, la empresa de ropa deportiva de nieve que montó hace siete u ocho años, ha despegado. Y me encanta lo que hace con su empresa. Organiza campamentos de snowboard en Suiza cada verano, invita a niños en riesgo de exclusión y los mezcla con las futuras estrellas del deporte. Hace campaña por la lucha contra el cambio climático, tratando de proteger los glaciares para que las futuras generaciones los disfruten.

Al otro lado de la sala se oye la voz de Dale, más fuerte, aunque la baja cuando se percata de que lo miramos. Heather niega con la cabeza. Su lenguaje corporal es defensivo. No me gusta lo que veo. Si le pone un dedo encima, voy a ir hacia allí.

Brent vuelve con una botella de Jack Daniels y varios vasos.

Tomo uno.

—Buena idea. Quizá me ayude con el frío.

Brent me sirve una copa y lo hace con la mano temblorosa. Doy un sorbo y parpadeo. Dios, es bastante fuerte.

Dale y Heather siguen con la discusión. La voz de él es un rugido sordo; la de Heather, quejumbrosa.

—¿Quieres una, Curtis? —ofrece Brent.

—No, gracias. Bueno, ¿con qué te ganas la vida ahora? —pregunta Curtis.

Brent se sirve una copa, llena hasta arriba, y la vacía de un trago.

—Soy albañil.

No sé qué esperaba, pero no era eso.

—Es el negocio familiar —añade. Debe de haberse percatado de nuestras expresiones.

Ahora que nos lo ha dicho, detecto las señales de su profesión en los hombros anchos, en la dureza de las manos, en la ligera inclinación de la espalda.

Pienso en sus sueños olímpicos y algo dentro de mí se retuerce.

La fama es algo pasajero para la gran mayoría de atletas, pero lo es incluso más en deportes tan peligrosos como el nuestro. Cuando estás en lo más alto, te ponen en un pedestal y te llaman héroe, pero basta un error para que todo termine. Llegar al borde demasiado rápido o demasiado lento, o tropezar en un surco que haya dejado el competidor anterior. Un minúsculo error de juicio. O pura mala suerte. Es tanto lo que está en juego que si le prestásemos atención, no saltaríamos, a menos que quisiéramos morir.

Todos caemos de un modo u otro, pero lo de Brent es una caída más dura que la de la mayoría. Era el chico de oro de Burton; el rostro de las bebidas energéticas Smash. Durante años, seguí las clasificaciones con la esperanza de ver su nombre, pero desapareció de la faz de la Tierra, igual que yo. Supuse que sufriría una lesión grave, pero ahora no estoy tan segura. ¿Acaso dejó de competir por algo relacionado conmigo? Si fuera el caso, no creo que lo soportase.

Curtis se recupera antes que yo de la sorpresa.

—¿Y qué tal es?

—Es un trabajo. —Brent suena a la defensiva.

—¿Tienes página web? —pregunto.

—Sí.

Curtis y yo cruzamos una mirada. Así que cualquiera podría haber encontrado el correo de Brent.

Heather sale apresuradamente del salón, cabizbaja. ¿Debería ir tras ella?

No. Parece alterada y ahora mismo no puedo aguantar un numerito de lágrimas en el baño. Nunca sé qué decir. Cuando yo estoy mal, me lo guardo para mí. Era una de las cosas buenas de Saskia. Jamás me montaría ningún espectáculo lacrimoso en el baño.

Una vez vi a Odette llorar, pero si me hubieran dicho lo que a ella, yo también lo habría hecho.

Y no habría parado.

No volverá a caminar nunca más.

Me trago el resto del whisky. No voy a pensar en eso. Hablaré con Heather más tarde, cuando se haya calmado.

Dale está de pie junto a la ventana, con la botella en la mano. Mira a Brent y, luego, se gira. ¿Qué le habrá dicho Heather?