Tener que dejarte - Néstor Marcos Martínez de Santelices Sánchez - E-Book
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Beschreibung

Tener que dejarte, libro compuesto por varios cuentos, y en el que se destaca la sensibilidad del autor por la literatura infantil y policiaca, ferviente defensor de la literatura genuina, nacida de la vida real. Una obra en la que podemos encontrar los símbolos folclóricos de nuestra cultura nacional. Al morir el 21 de mayo de 1988, Néstor M. Martínez nos dejaba su ejemplo de firmeza revolucionaria y su superación intelectual, su humanismo creador, voluntad de expresión de comunicación a través de la literatura y el arte.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Pagina Legal

Edición: Carla Otero Muñoz

Diseño de cubierta: Osvaldo López Ravelo

Ilustraciones: Sandra González

© Herederos de Néstor Martínez de Santelices Sánchez, 2019

©Primera edición:

   Editorial Capitán San Luis, 1990

©Sobre la presente edición:

   Editorial Capitán San Luis, 2019

ISBN: 9789592115569

Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana, Cuba.

Email: direccion@ecsanluis.rem.cu

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

SIEMPRE, NÉSTOR

Pocos días después de haber llegado a la República Popular de Angola, Néstor Martínez de Santelices, escribía: “Llegará el día en que la palabra guerra aparezca en el diccionario y su significado sea: antigua y olvidada inclinación de los hombres a destruirse unos a otros”. Pensaba que solo los enfermos sentían placer por la guerra, pero que la suya, la nuestra, era una época en que las guerras son necesarias para alcanzar, frente a los encarnizados defensores de la filosofía del despojo, la libertad y la paz, la independencia y la dignidad que aseguren definitivamente no solo el desarrollo de los pueblos y naciones, sino la afirmación plena del hombre.

Genuino producto de nuestra Revolución, Néstor Martínez de Santelices (después de un activo proceso de desarrollo y superación, como otros jóvenes de su tiempo), se incorpora en 1981 a la Dirección General de Operaciones Especiales del Ministerio del Interior como nadador de combate. Hijo mayor de un hogar de tres hermanos, había mostrado desde su más temprana edad singulares calidades. De carácter comunicativo, su más precioso don fue siempre la ternura, la capacidad de amar, de darse a quienes lo rodeaban, y su entereza revolucionaria. Deportista nato, jugaba cancha, practicaba esgrima, gustaba del buceo, fue polista y perteneció al equipo nacional de vela. Pero, además, fue un ser de arraigado temperamento artístico, una criatura formada para la expresión de los valores espirituales, estéticos. Tocaba la guitarra. Componía canciones. Y en un momento determinado, como buen lector que era, descubrió el mundo de la literatura, y el hecho constituyó para él como un deslumbramiento.

Jamás podremos olvidar sus largas conversaciones con nosotros en los Encuentros de Talleres Literarios del Ministerio del Interior, en la Editorial1 y otras partes. Su sed de conocimientos, de perfeccionamiento técnico, de dominio estilístico, unida a una gran capacidad para detectar la esencia de los fenómenos del hecho literario, lo hacía un exponente brillante del quehacer creativo de aquellos talleres.

Pensamos que algunos de sus cuentos pueden ser seleccionados en cualquier antología de la joven narrativa cubana. “El hada-niña”, sin duda, es una muestra de su sensibilidad para el cultivo de la literatura infantil. Igualmente, las piezas “La jirafita y el Sol” y “La canal”. El relato “El curandero” nos reveló su creciente dominio del género policial, del que tenía criterios muy personales y arraigados, pues buscaba la veracidad, lo convincente, y rechazaba la literatura que tuviera “tufo a invento”, es decir, la escritura no genuina, no nacida de la vida, aquella que brota de invernaderos artificiales.

Al escribir, utilizaba el diálogo bien trabado, sin rigideces que alejen al lector. El humor y la ironía formaban parte de su visión del mundo, como armas desalienantes, como brotes de su fe en que la sociedad y los seres humanos son susceptibles de cambio, de mejoramiento, si vencen y superan sus limitaciones, sus obstáculos. En ocasiones, iba al despegue fantástico, al tratamiento de temas fabulosos, en los que su imaginación se ponía a prueba. En su camino de búsqueda y aprendizaje como escritor, se nutría de la tradición oral, de los símbolos folclóricos de nuestra cultura nacional. Sus relatos “Eso no es na’” y “Un fantasma en Cuba” pueden citarse como muestras de esa inquietud.

Al morir el 21 de mayo de 1988, al sur de Angola, al frente de una pequeña patrulla de exploración, en lucha contra el enemigo, cumpliendo su deber internacionalista junto a los compañeros angolanos y namibios, Néstor no solo nos dejó el ejemplo de su firmeza ideológica y revolucionaria, la imagen de un verdadero representante de los Órganos de la Seguridad del Estado Cubano, sino también el ejemplo de su superación intelectual, de su humanismo creador, de su voluntad de expresión, de comunicación a través del arte y la literatura. Y en este sentido, su nombre y sus textos han de ser siempre motivo de orgullo para los integrantes de los Talleres literarios del Ministerio del Interior, los miembros del Minint y los escritores revolucionarios, para todo nuestro pueblo, pues los hombres como Néstor Martínez de Santelices Sánchez no cesan de crecer ni aún después de su desaparición física. “Los buenos –dijo José Martí– son los que ganan a la larga”.

Imeldo Álvarez

1 Se refiere a la Editorial Letras Cubanas.

Porque el revolucionario pone algo

por encima de todas las demás cuestiones,

el revolucionario pone algo por encima

aun de su propio espíritu creador, es decir:

pone la Revolución por encima de todo lo demás.

Y el artista más revolucionario sería aquel

que estuviera dispuesto a sacrificar

hasta su propia vocación artística por la Revolución.

Fidel Castro Ruz

Palabras a los intelectuales, junio de 1961.

CORTO CAMINO HECHO SUEÑOS

TRAMPA Y CEBO

La siento venir, presiento que flota a mi alrededor queriendo entrar en mi mundo, pero mi deseo es engañarla y retenerla todo el tiempo. Es una sensación extraña.

Primero la melancolía se apodera de mí, luego me doy cuenta de qué se trata y procuro estar solo para recibirla, corro al cuarto, cierro las ventanas, apago la luz, enciendo una pequeña bombilla roja, a ella le gusta…, y me acuesto… todas estas acciones constituyen mi trampa; el cebo son mis ondas cerebrales, toscas y enmarañadas, ellas la rodean y siento su placer en desmadejarlas y engrasar sus hilos; hecho esto se deja resbalar suavemente hasta mi cabeza, despacio, con miedo a entrar de golpe y a que mi sorpresa la rechace…, ¡aquí está el peligro!

A veces pienso que la tengo atrapada y mi impaciencia rompe el encanto. Hay que dejar que tome confianza, que crea que me duermo, que su magia me aletarga y que está a punto de adueñarse de mí. Hay que saber esperar el momento preciso…, entonces me levanto de un salto, enciendo las luces, abro las ventanas y… ¡la tengo atrapada!; a partir de ese momento, y de que me duerma, todo lo que escriba valdrá la pena.

UN HOMBRE PRÁCTICO

—Si me traes la luna —le dijo ella—, no tendré objeción en casarme contigo.

—¡La luna?, ¡pero te has vuelto loca?, ¡cómo se te puede ocurrir?

—Solo me casaré con el que cumpla mi deseo.

—Pero… ¿es serio lo que dices?, ¡estamos en pleno siglo veinte!, esta es una época práctica, y lo que tú pides es puro romanticismo.

—¡Tráemela! —dijo ella dándole las espaldas.

¿Qué haré? Yo soy un hombre sensato, tengo que pensar y no desesperarme, hay que valorar los pro y los contra; se necesitarán unos cohetes muy potentes instalados en la superficie lunar para poder traerla hasta aquí, y mucho combustible, ¿y si no la puedo parar y choca con la tierra?, ¡un paracaídas!, ¡eso es!, y estudiar Matemática, Astronomía, Física, Aeronáutica, y lo principal: encontrar alguna nación que quisiera correr con los gastos. ¡Imposible! Y yo, como hombre práctico al fin, me tengo que resignar… desisto.

Cinco años después, paseando una noche por un parque, la volvió a ver, estaba un poco más gorda, pero… ¡embarazada!, y el hombre que agachado le hacía el lazo de un zapato debía ser el autor de tal prominencia. “No puede ser”, pensó a gritos y miró al cielo, allí estaba; algo andaba mal.

—Hola —le dijo aparentando tranquilidad.

—Hola —contestó ella.

—¿Y él? —le preguntó señalando al hombre que la acompañaba.

—¡Oh! Disculpen. Mi esposo; un viejo amigo.

—Mucho gusto.

—El gusto es mío.

—No quisiera que tomara a mal la pregunta que le voy a hacer, pero mi curiosidad, en estos momentos, se va por encima de toda cortesía, ¿ella le pidió a usted la luna?

—¿La luna?, ¡ah, sí!, ¿por qué?

—¿Se la trajo?

—Sí.

—¿Cómo lo hizo? —le interrogó agarrándolo por los hombros y ya sin poder contenerse.

—Si me suelta se lo digo; así está mejor. Fue fácil, la pinté en un papel y se la di una noche sin luna.

La respuesta fue un derechazo recto al mentón, se dejó caer en un banco que estaba a su lado y se abrió la camisa buscando fresco.

—Una última pregunta —le dijo jadeando—, ¿es usted poeta?

—¿Yo…? ¿Lo parezco?

—No sé —respondió indeciso.

—Vamos —dijo ella—, y tomando de la mano a su esposo, se alejaron.

Y ya lejos, este, volviéndose, le gritó:

—No soy poeta, ¿sabes?, soy un hombre práctico.

ESO NO ES NA’

Sí, era un gran mentiroso el viejo, pero nos alegraba la existencia en aquel barco pesquero, que al mes de navegar se nos antojaba una cáscara de nuez.

Miguel, El Mentiroso, como le llamaban posiblemente por su orgullo, era nuestro carpintero a bordo, y el principal entretenimiento de la tripulación, contaba las mentiras con tanta gracia e ingeniosidad, que terminábamos riendo a carcajadas junto a él, divertido de lo lindo con sus propias invenciones.

Recuerdo cómo lo conocí. Fue el primer día a bordo de aquel barco, del cual me habían designado Capitán. Estaba yo en el comedor jugando una partida de dominó, sentí un murmullo general y curioso miré hacia la puerta, en ese instante entraba él, alto y recio como una ceiba, y saludando con apenas una sonrisa se acomodó frente al televisor.

En la pantalla se veía una movida pelea de gallos que traía alborotados a todos, unos le iban al colorado y otros al blanco, hasta que al fin venció el primero.

—¡Qué clase de gallo! —exclamó alguien.

—¡Eso no es na’! —dijo el viejo Miguel y al instante el televisor fue apagado, se detuvo el dominó y todos se reunieron a su alrededor.

—Yo hace años tuve uno… ¡Eso sí que era un gallo!, ganó veinticinco peleas y no recibió un solo arañazo, pero con el tiempo se me puso viejo y decidí sacarle cría.

Estuve un año completo buscando una hembra fuerte para asegurar una prole tan fina y peleadora como aquel, pero no encontré ninguna que me gustara. Perdida toda esperanza, y con miedo a que se me muriera en cualquier momento, decidí echarlo con una cotorra vieja y mal habla’ que tenía en casa.

El hecho fue que, pa’ no cansarlos, la cotorra puso un huevo, y de este, salió un polluelo verde que fue la sensación de la provincia, ¡imagínense, un gallo de pelea verde!

Cuando creció me llegaron a ofrecer hasta doscientos pesos por él, que en aquellos tiempos era toda una fortuna. ¡Y eso que no sabían que el gallo hablaba!

Por fin llegó su turno para pelear, ya tenía edad y entrenamiento suficiente, así que lo inscribí en las peleas del domingo, y allá me fui con él.

Ese día hubo lleno completo en la valla, y las apuestas subían cada vez más a favor del verde.

Triste fue aquel domingo para mí, la pena más grande de mi vida me la hizo pasar aquel gallo, ¡y eso que le advertí que no abriera el pico no más que para picar!, ¡que si lo oían hablar se iba a formar tal escándalo, que de seguro íbamos presos!, pero no hubo forma; no hizo más que empezar la pelea y aquel gallo pinto le fue pa’ arriba que parecía un demonio, y el verde a correr por to’ la valla gritando “¡quítamelo, Miguel, que me mata!”

No lo mató el pinto, lo maté yo; salté pa’ la’rena y le di tal manotazo al pendejo aquel, que lo dejé tendío allí mismo.

Ya se pueden imaginar, las carcajadas llenaron el comedor, mientras que el viejo, con lágrimas en los ojos por la risa, decía:

—¡Más respeto pa’ mi gallo, caballeros!

Así era Miguel, todas las noches contaba una historia distinta, mientras nosotros nos preguntábamos cómo hacía para no repetirlas, y si en realidad las improvisaba.

En otra ocasión, estábamos un grupo discutiendo de pelota, cuando el viejo dijo que su padre había sido el mejor mascotín de Pueblo Grande, pero que este, en lugar de pelotas, fildeaba codornices.

Según él, su padre, con un mascotín de primera en una mano, un saco en la otra y montado a caballo, salía disparado por la sabana levantando codornices, y como estas vuelan bajo, y su caballo era el más rápido del país, les pasaba por el lado, las fildeaba con el mascotín y de un tirón las echaba en el saco.

Sin duda alguna, este fue mi viaje más divertido, y al cabo de seis meses en el mar regresamos a tierra con dos de vacaciones.

El día que volvíamos a partir enrolaron como carpintero a un joven de apenas veinte años, flaco, larguirucho y con un par de ojitos que no cesaban de moverse. La tripulación lo miraba con curiosidad, y al enterarse de a quién sustituía, con verdadero odio.

A mí tampoco me gustó el cambio, por lo que decidí llamar a la Capitanía y averiguar por Miguel.

Fue difícil comunicarle a la tripulación que el viejo había muerto de repente, y una gran tristeza cayó inmediatamente sobre todos. El barco, en fin, tuvo que partir, pero esta vez lo hizo pesado y con trabajo, como si no quisiera separarse del muelle esperando por algún tripulante retrasado.

La faena en el mar continuó. Por el día, la pesca; por las noches, el dominó y la televisión; pero faltaba alguien y todos sabían quién.

Una noche de esas, en que el dominó cantaba triste y el televisor apenas era atendido, el sobrecargo interrumpió el grupo allí reunido:

—¿Recuerdan el cuento aquel del viejo, sobre un tío suyo, que se electrocutó orinando un cable pela’o? ¡Vaya mentiroso que era! —dijo y sonrió con tristeza.

Así llevábamos un buen rato ensimismados en el mismo recuerdo, cuando a nuestro lado nos sorprendió la voz del joven carpintero, que dijo:

—¡Eso no es na’!, yo conocí a uno que…

UN QUIJOTE DIFERENTE

Mi abuelo siempre fue un hombre fuerte y de mente clarísima, incluso con los setenta y cinco años que tenía encima, pero la muerte de su esposa, con quien vivió cincuenta y uno de matrimonio, lo volvió huraño, taciturno y su salud de hierro amenazó con derrumbarse.

En realidad los recuerdos lo estaban consumiendo, y poco hubieran durado sus días si un amigo no le recomienda la lectura como medicina eficaz, por lo que decidió comprar alguna novela aunque solo fuera para probar.

Bien entrada la noche la terminó de leer, y estaba tan fascinado que ni por un instante recordó sus tristezas. El género lo atrapó de tal forma que a la semana ya había leído diez como aquella, y al año tenía cubiertas las paredes con más de trescientas; todas suspensos, policiacos.

Cierto día estaba terminando la lectura de una que le habían regalado, cuando ya en el último capítulo se levantó del sillón y agitando el libro en alto gritó:

—¡No sirves, eres un mierda, ya ese desgraciado te descubrió!

Podrán notar que abuelo tenía la cabeza afectada, pues lo que era justo y natural para todos, no lo era para él, llegando a ver a los asesinos como verdaderos héroes. Este sentimiento fue aumentando a medida que pasaba el tiempo, y una noche llegó al colmo:

—¡Mentira, sí se puede hacer! —gritaba fuera de sí a los estantes repletos—. ¡Yo lo haré, le daré a la humanidad un crimen perfecto y me reiré de todos ustedes!

Acto seguido se tumbó en la cama a meditar su obra, y hasta bien avanzada la noche no lo atrapó el sueño.

La mañana se levantó hermosa y abuelo se despertó con el gorjeo de unos gorriones posados en la ventana. Sin embargo, su primer pensamiento fue criminal. La noche anterior lo había planeado todo: la víctima sería un desconocido, así el detective se perdería en las causas; el lugar, la solitaria calle en que vivía; la hora, la media noche; el arma, sus propias manos.

El viejo despertador marcó las doce. Abuelo se acercó a la ventana y observó la calle; estaba desierta y solo una tenue luz de carburo iluminaba algunas fachadas. Tomó su gran abrigo negro, se lo echó sobre los hombros, y dirigiendo una mirada desafiante a los estantes, salió a la calle.

La noche era húmeda, fría y un viento cortante saludaba su nuca. Levantó la solapa del abrigo y escondiéndose en una pequeña y oscura escalera, que bajando llevaba a una tienda de perfumes baratos, se dispuso a esperar a la víctima.



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