Tentación secreta - Leslie Kelly - E-Book
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Tentación secreta E-Book

Leslie Kelly

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Beschreibung

Cat Sheehan era la más rebelde de la familia… hasta que tuvieron que cerrar el bar familiar y decidió que había llegado el momento de sentar la cabeza. Lo primero que tenía que hacer era encontrar un buen hombre. Pero su decisión comenzó a peligrar cuando apareció el músico Dylan Spencer, una tentación a la que ninguna mujer podría resistirse… Dylan tenía un secreto. No sólo no era un chico malo, sino que además tampoco era ningún desconocido, aunque ella no lo hubiera reconocido. Dylan estaba enamorado de ella desde el instituto y, ante la posibilidad de tener a Cat en su vida y en su cama… estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Leslie Kelly

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tentación secreta, n.º 234 - octubre 2018

Título original: Her Last Temptation

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-208-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cat Sheehan estaba dispuesta a lanzarse contra cualquiera que dijera que el futuro era prometedor. Varias veces había tenido que contenerse para no salir a la calle y empezar a increpar a los obreros de la ampliación de la carretera. Otras veces deseaba simplemente elevar la vista al cielo y dejar que las lágrimas le resbalaran por las mejillas. Más tarde o más pronto tendría que afrontar lo que no deseaba afrontar: un futuro incierto. O peor, la negación de su pasado.

Su hermana, Laine, sus dos mejores amigas y ella estaban prácticamente solas en su bar, La Tentación, abrumadas por la carta que habían recibido del instituto de patrimonio histórico. Ellas habían pedido que su edificio fuera declarado monumento histórico para poder salvarlo de la demolición. Pero les habían denegado la petición.

El futuro no era prometedor para ellas. Nadie podría evitar que el ayuntamiento terminara con su negocio, que llevaba veintiún años funcionando. Y todo, porque otras empresas más nuevas, y que pagaban más impuestos, habían presionado para ensanchar la carretera, una obra innecesaria según Cat.

—Esto es el fin —dijo, todavía sin creérselo—. Sabía que los del instituto de patrimonio histórico no nos harían caso.

En realidad no se dirigía a las demás, simplemente pensaba en voz alta para poder soportar mejor su tristeza. Entonces vio que todas la miraban y decidió ocuparse en algo: prepararía el cóctel de la casa, el Cosmopolitan.

Laine y ella habían escogido ese nombre tres años antes, cuando su madre les había traspasado el bar. El nombre era irónico, ya que Kendall era un pueblo de Texas de lo menos cosmopolita.

Cuando Cat se dio cuenta de que se le había olvidado echar alcohol en la coctelera, que sólo había puesto el hielo, tuvo que admitir que estaba muy afectada por todo aquel asunto. Y corrigió rápidamente la situación añadiendo un buen chorro de vodka.

Todas parecían estar esperando a que ella dijera algo.

—El pueblo quiere una carretera más ancha, así que se terminó para nosotros —dijo todo lo suavemente que pudo—. ¿De verdad creíais que íbamos a conseguir algo?

Sirvió el cóctel y vio que las otras mujeres estaban esperando que ella las animara, que les asegurara que todo iría bien: Laine estaba a punto de echarse a llorar, Gracie suspiró deprimida y Tess parecía más nerviosa que otra cosa.

Ninguna de ellas parecía sentir tanto como Cat la pérdida de aquella forma de vida que su familia había mantenido durante dos décadas. Cat estaba furiosa y destrozada a la vez.

Le sorprendía ver a Laine conteniendo las lágrimas. Su hermana nunca lloraba, era la roca de la familia, la estable… la antítesis de ella, en resumen. Su hermana, seis años mayor que ella, era inteligente, calmada y responsable. Era la buena chica.

Cat era todo lo contrario. Su pelo rubio y sus ojos verdes podían hacerla parecer angelical al principio, pero su actitud y su increíble habilidad para meterse en problemas la convertían en un pequeño diablo.

Ni siquiera en su vida adulta había logrado que los demás la vieran de forma más positiva. Todos la consideraban la rebelde, la chica mala. Su madre la había apodado «la salvaje» cuando, con tres años, había intentado escaparse por la ventana de su dormitorio para no ir al colegio. Laine había sido quien la había agarrado de los pies y la había vuelto a meter en la casa.

Pero nada iba a salvar a Cat del fin de su forma de vida, y sería más difícil soportarlo si Laine se derrumbaba, como sugería el temblor de su mano.

—¿Cómo vamos a explicarle esto a mamá? —preguntó Laine, desesperada.

Si Laine no sabía qué hacer, las cosas estaban realmente mal. Y Cat no estaba dispuesta a aceptarlo. Enarcó una ceja y lanzó una mirada desafiante a su hermana.

—¿No eras tú la que tenías fe en el sistema, cariño?

Su hermana se puso rígida, justo lo que Cat deseaba. Cuando ella lanzaba un ataque así, lograba que la gente cambiara de estado de ánimo al momento, sobre todo que se enfadara. Había empleado esa técnica toda su vida como mecanismo de defensa y siempre funcionaba a la perfección. También resultó en aquel momento.

Laine adoptó una expresión de determinación y arrugó la carta.

—Sí, la tenía, pero esto no es justo. ¿Cómo pueden arrebatarnos esto, que es nuestra vida?

Cat suspiró aliviada. Con una Laine derrotada no podía, pero con una enfadada, sí.

Todas se pusieron a hablar, pero Cat no les prestó atención. Nadie iba a perder tanto como ella: su negocio, su trabajo, su forma de vida… hasta su hogar.

De acuerdo, las tres minúsculas habitaciones encima del bar no eran un hogar espectacular, pero eran su hogar. A ella le encantaba retirarse a aquel mundo privado y escuchar los sonidos del viejo edificio por la noche, como si se quejara de achaques de la edad.

Se despertaba todas las mañanas con el sonido de los pájaros en el jardín que había bajo su ventana. Y el tintineo de los vasos y las risas de los clientes habituales la arrullaban en las pocas noches que se tomaba libres. Cat amaba esos sonidos, al igual que le encantaba el olor a desinfectante de limón con el que limpiaban la maciza barra del bar desgastada por el uso.

Le encantaba el sonido al abrir un barril de cerveza, o cuando el hielo se fundía en la copa al servir la bebida.

Y lo que más le gustaba era quedarse en el local de madrugada, cuando el bar había cerrado, recordando los rostros y las voces de los que habían pasado por allí antes que ella: sus abuelos; su padre, que había muerto hacía ya muchos años… Ella aún podía verlo sirviendo una pinta de Guinness para un cliente mientras le explicaba con una amplia sonrisa que el néctar de Irlanda merecía la pena la espera.

Todas las cosas que ella amaba iban a desaparecer, le iban a ser arrebatadas por funcionarios del ayuntamiento que no tenían ni idea de que estaban terminando con su vida.

Ella iba a quedarse sin empleo, sin negocio, sin hogar… sin futuro.

Sin identidad.

¿Quién sería ella cuando todo aquello desapareciera?

Cat bebió un sorbo de su copa abrumada con aquella idea. Se había acostumbrado a tener aquel lugar en el mundo. Llevaba trabajando en el bar desde que era casi adolescente. Su familia le había adjudicado el negocio porque era una estudiante mediocre y sin embargo le gustaba mucho divertirse y salir con chicos, aunque nunca tenía nada serio con ninguno.

Y ella nunca se había planteado que su vida pudiera ser diferente. Aunque tenía un sueño secreto desde siempre: estudiar una carrera y convertirse en maestra.

Ella había dejado a un lado todo eso, ¿para qué? Por un negocio que no marchaba muy bien, una familia que se había ido separando y una vida que le parecía vacía.

«Puedes cambiar. Puedes cambiar lo que quieras».

A Cat le sorprendió aquel pensamiento y no lograba sacárselo de la cabeza. Quizás fuera el momento de tomar un rumbo nuevo y diferente en su vida. Lo cierto era que no le quedaba otra opción.

Ella podía cambiar, podía transformarse en alguien diferente. Cambiar su peinado y su ropa, sus habilidades sociales… Podía probar a estudiar de nuevo, poco a poco, y averiguar si podía ser una buena profesora de Literatura para adolescentes.

Podía corregir su grosería a la hora de hablar y su adicción a las novelas románticas. Incluso quizás rompiera con su hábito de salir siempre con «chicos malos», con los que era sencillo no hacerse ilusiones de nada más que un buen revolcón.

Eso, no más chicos malos.

—¿A quién intentas engañar? —murmuró para sí misma sabiendo que no tenía tanta fuerza de voluntad.

—¿Decías algo? —le preguntó Tess.

Cat sonrió ligeramente e intentó sumarse a la animada conversación que mantenían las demás.

—Hablaba conmigo misma —respondió—. Estaba haciendo planes.

Definitivamente, tenía que hacer planes. Disponía de plazo hasta finales de mes para pensárselo. Por lo menos, su hermana y sus dos mejores amigas estarían a su lado hasta entonces, ayudándola a ocuparse de todo hasta el final. Serían como el cuarteto de cuerda de Titanic, tocando su música mientras el barco se hundía debajo de ellos.

Cat decidió que en las semanas siguientes se convertiría en la nueva Cat Sheehan. Quizás incluso empezara a hacer que la llamaran Catherine.

Iba a experimentar grandes cambios: volver a estudiar, buscar una casa nueva, cambiar de actitud, dejar de salir con chicos malos…

Bueno, cosas más extrañas sucedían. Lo único que necesitaba era fuerza de voluntad. Eso, y la certeza de que en los últimos tiempos no había conocido a ningún hombre de mirada ardiente y sonrisa traviesa.

Y ninguno iba a aparecer en ese mes.

1

 

 

 

 

 

El pecado acababa de entrar en su bar y llevaba una camiseta del grupo de rock Grateful Dead.

Cat olvidó lo que le estaba diciendo a un cliente. Se olvidó de todo.

A pocos metros de ella, el hombre que la había puesto a cien ignoraba completamente el efecto que había causado en ella. Era muy alto y tenía una presencia que llamaba la atención de todo el mundo, o al menos, de todas las mujeres. Atraía la atención por su altura.

Una tira de cuero sujetaba su pelo negro en una coleta. Era un detalle muy sencillo, pero le daba un toque libertino.

Y a Cat le gustaban los vividores. Nunca había conocido a ninguno de verdad, pero le gustaba leer sobre ellos en las novelas románticas de piratas.

Un pirata, eso parecía él con aquella coleta, el aro plateado en una oreja y el aura de peligro que destilaba su cuerpo.

Tenía el rostro delgado, de rasgos clásicos, y una barba incipiente añadía algo de dureza a su mandíbula cuadrada. Esbozó una sonrisa mientras saludaba a alguien y Cat sintió que el suelo temblaba ante la fuerza de aquella sonrisa. Por no hablar de su boca, que parecía creada a propósito para besar.

Su cuerpo era una prueba viviente de la belleza de la naturaleza: hombros anchos, caderas estrechas y piernas largas enfundadas en unos vaqueros ajustados y desteñidos. Se le marcaban los músculos de los brazos por el peso de la pesada funda de guitarra que llevaba, pero él ni se daba cuenta. La elevó y se abrió camino entre las sillas y las mesas.

Se movía con elegancia, como un gato.

—Oh, sí —murmuró Cat recreándose en la vista.

De pronto se dio cuenta de que él estaba acercándose a ella. Cat parpadeó y sacudió la cabeza. Agarró un trapo que encontró a mano y se puso a secar un rastro de cerveza de la barra.

—¿Pero qué haces? —le increpó una voz femenina.

Cat casi no oyó aquellas palabras irritadas porque de pronto él estaba allí. Un antebrazo musculoso y de piel bronceada se posó sobre la barra. Cat observó sus dedos. Eran largos y muy bellos, perfectos para un guitarrista… y para un amante.

—¡Caramba! —exclamó la misma voz femenina de antes, impresionada.

Cat tragó saliva y elevó la vista registrando cada detalle de aquel cuerpo perfecto: la mano, el brazo, el torso, los hombros, el cuello… Todo era perfecto.

Y por fin, el rostro, tan bello como una estatua griega.

Cat sintió que le flaqueaban las rodillas y que el corazón se le aceleraba. Se obligó a tranquilizarse, respiró hondo un par de veces y trató de recuperar el control de sí misma. Estaba frente al hombre más impresionante que había conocido nunca, el tipo de hombre con el que las mujeres siempre soñaban encontrarse cara a cara, en lugar de verlos en las revistas o en películas. Un hombre cien por cien tentador.

Y entre ella y él sólo se interponía la barra de caoba y su determinación a convertirse en una nueva Cat Sheehan y apartarse de los «chicos malos» que tanto le gustaban.

Debería haber sabido que le iba a costar mucho mantener esa decisión. Esperaba al menos haber resistido una semana, pero sólo habían pasado tres días desde que se había hecho aquella estúpida promesa.

Desde el martes habían sucedido varios cambios bruscos, como que Laine y Tess habían decidido irse de viaje y la habían dejado sola al frente de todo. Cat no podía controlar lo que la rodeaba, pero había creído que los cambios en sí misma serían los que menos le costaría realizar.

Pero no era así.

El extraño esbozó una leve sonrisa y se inclinó hacia ella. Sus ojos oscuros destellaron con un brillo peligroso. Cat se recordó una vez más que aquel hombre estaba fuera de su alcance.

O al menos intentó convencerse de eso… aunque sospechaba que no serviría de nada. A menos que el hombre tuviera una voz horrible, era perfecto. Y eso tampoco le importaría mucho, ya que hablar con él no era en lo que pensaba desde que lo había visto entrar en el local.

—Creo que estás usando tu bolso para limpiar la barra —dijo él.

Era una voz grave, envolvente. Cat no sólo escuchó las palabras, además las sintió en cada célula de su cuerpo.

Maldición. La nueva Cat Sheehan estaba condenada al fracaso.

Cuando por fin procesó lo que él había dicho, Cat miró lo que tenía en sus manos.

—Dios mío, lo siento —dijo al darse cuenta de lo que había estado utilizando como trapo.

Era un pequeño bolso de tela de una de las clientas sentadas en la barra. Afortunadamente, era una clienta habitual, una cajera de banco llamada Julie. Afortunadamente, la mujer miraba tan arrobada como Cat al extraño y pareció entender el lapsus de Cat.

—No te preocupes, se puede lavar —murmuró Julie.

El hombre agarró el bolso empapado de entre las manos de Cat y se lo tendió a su propietaria con una sonrisa.

—¿Ayudaría algo si la casa le invita a una copa? —propuso él.

Julie asintió como si estuviera hechizada. Cat estuvo a punto de recordarle que estaba prometida, pero tampoco podía culparla. Era inevitable babear ante un hombre así.

Una vez que entregó el bolso, el hombre se volvió hacia Cat.

—Hola, soy tu entretenimiento —dijo en tono seductor y con un brillo travieso en los ojos.

—Eres muy bueno —comentó ella.

A él se le marcó un hoyuelo en una de las mejillas.

—Pues aún no has visto de lo que soy capaz.

—Puedo imaginarlo —contestó ella imaginando tórridas escenas con él.

—No vas a tener que esperar mucho para averiguarlo —dijo él con un tono tan sugerente como sus palabras.

Cat sintió encenderse todo su cuerpo. Debió de notársele en la cara, porque él se apoyó en la barra sobre ambos codos y se acercó más a ella.

—¿Estás segura de que vas a saber manejar la situación?

Ella enarcó una ceja, desafiante.

—¿Te crees tan bueno que no voy a saber manejarte?

—Soy famoso porque hago temblar las paredes cuando entro en acción.

Cat se agarró al borde de la barra para no desmayarse allí mismo y respiró hondo. Quizás debería hacer como que no había captado la doble intención y continuar con su vida.

Pero no lo hizo. Sabía que no debía acercarse al fuego, pero decidió alimentar la dinamita que tenía delante.

—Yo también soy famosa por hacer temblar las paredes.

La sonrisa traviesa de él desapareció y apretó ligeramente la mandíbula. Estaban empatados. Ella le resultaba tan atractiva a él como él a ella.

—¿Así que tú también tocas? —preguntó él al fin.

—Últimamente no —admitió ella.

No, no había «tocado» a ningún hombre en mucho tiempo. El último había sido un vaquero de rodeos tan poco resistente sobre el caballo como en la cama. Aguantaba tres minutos. Y su historia había aguantado tres citas.

—¿Y qué te gusta tocar? —inquirió él.

«Un instrumento bien duro de veinte centímetros es mi preferido», pensó ella, pero no lo dijo. Ese juego estaba volviéndose demasiado temerario para una mujer que se había propuesto mantenerse alejada de los hombres a quienes les gustaban los problemas. Y aquél llevaba escrito en la cara la palabra «problema».

—Sospecho que te gusta el saxo.

Cat se puso alerta. ¿Estaba él haciendo un juego de palabras entre «saxo» y «sexo» para intentar seducirla?

—¿O quizás el clarinete?

Cat enarcó una ceja.

—¿Estabas refiriéndote a instrumentos musicales?

—Por supuesto —dijo él con una expresión de total inocencia—. ¿A qué otra cosa iba a referirme?

Cat sintió que le ardían las mejillas. Quiso decir algo, pero no sabía cómo salir de aquella metedura de pata con algo de estilo. Entonces vio que él contenía la risa y rompió a reír ella también. Le admiraba la forma en que la había engañado.

—Me llamo Cat Sheehan —dijo ella a modo de saludo.

—Lo sé —respondió él.

Qué interesante, él sabía quién era ella. Lo cual la dejaba a ella en desventaja.

—¿Y tú eres…?

Él pareció pensárselo unos instantes y por fin dijo:

—Llámame Spence.

Ella preferiría llamarlo «el hombre con el que iba a acostarse pronto».

Pero eso no iba a suceder, se recordó. La «nueva Cat» intentaba imponerse en su cerebro, pero la antigua, la que deseaba ardientemente a aquel hombre llamado Spence, controlaba el resto de su cuerpo. Sobre todo las partes más sensibles.

Pero ni siquiera la libertina Cat de antes tenía aventuras de una sola noche. A pesar de lo que su hermana creía, Cat no era tan imprudente. Aunque con un hombre como aquél, empezaba a comprender lo atractiva que podía ser una aventura fugaz en un bar.

—Hola, Spence, bienvenido a La Tentación —dijo ella por fin.

—Me gusta eso.

—¿El qué?

—La tentación.

Definitivamente era su tipo de hombre.

A Cat se le había ocurrido el nombre hacía tres años, cuando Laine y ella se habían quedado con el bar de su madre. Había pasado de ser el Sheehan’s Pub a llamarse La Tentación.

—Gracias. Me pareció apropiado.

—No sabía que fuera a ser tan profético —añadió él con voz ronca.

Ella captó al momento lo que él quería decir: él se sentía tan tentado como ella. Cat se estremeció y se le escapó un suspiro. Estaba tan nerviosa, que no podía moverse. Elevó la vista y se perdió en los ojos de él.

Él la miró con igual intensidad. Ninguno de los dos reía ni flirteaba ya. No pronunciaron ninguna palabra, pero se dijeron muchas cosas. En veinte segundos supieron que los dos estaban interesados en el otro y que eran conscientes de ello. Pero había algo más profundo… Ambos supieron que podían seguir jugando o dejarse de rodeos en aquel momento. Su evidente atracción mutua hacía inevitable que sucediera algo entre ellos.

Sólo tenían que decidir un lugar y un momento.

Entonces él entreabrió sus labios, dignos de un dios, y tomó aire profundamente. Entrecerró ligeramente los ojos y Cat se fijó en sus pestañas largas y espesas. Él inhaló con placer y de pronto Cat dedujo lo que él estaba haciendo: estaba oliendo su perfume, saboreándolo. Y seguro que imaginándose cómo olería su piel.

«Qué peligro», pensó ella. Un hombre capaz de apreciar el aroma de una mujer también apreciaría muchas más cosas: sabores, caricias, sensaciones…

A Cat se le aceleró el pulso y el ruido ambiente pareció atenuarse en su cabeza. En algún punto, advirtió que Julie recogía su bolso y se levantaba de su asiento. Y entonces Cat y Spence se quedaron a solas en aquella parte de la barra.

Estaban rodeados de mucha gente y a la vez completamente solos.

Cat tuvo una ligera sensación de déjà vu, pero la desechó al instante. Era como si el mundo continuara girando alrededor de ellos dos, pero ella se hubiera detenido para analizar su vida. ¿Quién era ella, hacia dónde se dirigía su vida? ¿Tan diferente era a todos los demás?

Por primera vez al cuestionarse todo eso, sintió que no estaba sola. Aquel extraño estaba a su lado.

Ella no solía sentir tanta conexión con nadie.

—¿Cat? —preguntó él percibiendo la confusión de ella.

Cat sacudió la cabeza para quitarse de encima no sólo la extraña sensación, sino la intensidad del momento. Tenía que recuperar el control de sí misma. Observó que un cliente acababa de sentarse en el otro extremo de la barra y se dirigió hacia él.

—¿Lo de siempre? —le preguntó.

Él asintió.

—Tómate el tiempo que quieras… No tengo prisa —dijo el cliente y sonrió con picardía.

Seguramente había percibido el temblor en la voz de Cat.

A su espalda, Cat escuchó una risa apagada. Era tan envolvente y sensual como el resto de palabras que había pronunciado Spence.

Cat se dijo que se merecía esa reacción. Se había retirado del duelo de miradas con él, algo que le había sorprendido incluso a sí misma. Nunca le había pasado algo así.

Casi nunca se sentía desconcertada ante un hombre. Sabía cómo tratarlos desde los dieciséis años, cuando había empezado a servir mesas en el restaurante familiar. Gastaba bromas a los clientes veteranos, sabía cómo evitar a los que querían propasarse. Incluso había escogido a su primer amante de entre los clientes habituales de los sábados.

Normalmente era ella quien dominaba su relación con los hombres, a menos que decidiera cederles el lugar. Y aquel hombre de pelo negro, sonrisa traviesa y guitarra en ristre había logrado la ventaja con una simple mirada.

Por eso mismo, después de atender al cliente, Cat no supo qué decirle al músico. El silencio entre ellos había sido una clara invitación, un desafío, una promesa. Y ella no debía aceptar ninguna de las tres.

Pero era tan tentador imaginárselo…

Si continuaba flirteando con él, estaría aceptando todo lo que él le había propuesto con la mirada. Pero si no lo hacía, se arrepentiría toda su vida.

Por fin él le dio una tregua y llevó la conversación a terreno neutral.

—Estoy en el sitio correcto, ¿verdad? Estáis esperando a 4E, ¿no?

4E… Cat recordó al instante el grupo musical de Tremont, el pueblo de al lado, al que había contratado para que actuara el fin de semana. «Pues claro que es del grupo, tonta. ¿No ves que lleva una guitarra?», se reprendió a sí misma. Carraspeó y asintió.

—Sí, estás en el sitio correcto. Me… Nos alegramos de que hayáis venido.

Desde luego, ella se alegraba de que él estuviera allí. Y se alegraría más de que subiera a su apartamento, o que la acompañara al jardín trasero. O que la poseyera allí mismo, encima de la barra.

Cat desechó la imagen y se prometió que dejaría de leer novelas románticas, de ver películas eróticas de madrugada y de alimentar fantasías durante sus baños de espuma. Era evidente que tenía demasiadas ansias de contacto sexual.

Pero necesitaba darse un respiro. Llevaba un año sin tener relaciones sexuales, aunque fueran insatisfactorias. ¿Y cuánto hacía que no tenía buen sexo? Eso no lograba ni recordarlo. Quizás por eso su deseo hacia ese hombre fuera tan potente.

—Gracias. Nos gustó que nos contratarais —dijo Spence con una medio sonrisa.

Era evidente que él se había dado cuenta de que ella estaba intentando actuar con desenfado y no lo lograba del todo.

—Aunque no parece que haya mucho público —añadió él.

Había unas veinte personas repartidas por las mesas.

—¿Bromeas? —preguntó ella—. Esto es una multitud para nosotros en estos últimos tiempos, gracias a que han cerrado la entrada más cercana de la autopista, han prohibido aparcar en la calle y han hecho la circunvalación provisional.

—Vaya, sí que necesitas un entretenimiento este fin de semana —comentó él captando el disgusto de ella.

«No tienes ni idea de cuánto lo necesito», pensó Cat. O quizás sí que la tenía. La sonrisa de él le indicó que estaba flirteando de nuevo con ella. Pero esa vez Cat se sentía más preparada para manejarlo.

—Soy bastante especial a la hora de… entretenerme.

—¿Hay algo especial que quieras contarme?

Cat se humedeció los labios, se apartó el pelo de la cara y agarró un vaso. Había advertido que el cliente al final de la barra estaba a punto de pedir otra copa. La preparó y se la sirvió.

—No lo creo —contestó ella retomando la conversación con Spence al regresar a su lado.

Él sacudió la cabeza.

—Qué pena. Entonces supongo que tendré que dedicar mi espectáculo al resto de los presentes.

—No sé por qué sospecho que a las mujeres de la sala va a gustarles mucho tu espectáculo —contestó ella con tono seco.

—No sé por qué sospecho que no me importa lo que otras mujeres piensen.

Una expresión de cierta ternura cruzó el rostro de él y Cat se sintió algo insegura. Era como si de pronto él ya no estuviera flirteando, sino que hablara en serio. Lo cual era ridículo, ya que se conocían desde hacía escasa media hora.

Cat se sacudió esa sensación.

—Hoy habrá mucho público, habéis venido aquí a petición de la gente. Pedí a los clientes que siguen viniendo a pesar de las obras que votaran a quién querían en estos últimos fines de semana antes de cerrar. La mayoría son grupos de country, pero este fin de semana La Tentación se llena de rock and roll, y vosotros erais los preferidos para tocar.

—Qué suerte para mí —dijo él agarrando su guitarra y mirando hacia la puerta—. Ahora tengo que irme.

Otro músico estaba entrando en la sala. Spence iba a estar a unos pocos metros de ella, pero Cat sintió que lo iba a echar de menos. Qué tontería. Quizás fuera porque sabía que en pocos minutos él se convertiría en propiedad de todas las mujeres del local.

—¿Os sirvo algunas copas?

—Sólo agua, por favor.

Él empezó a alejarse, se detuvo y miró hacia atrás. Fijó la vista en algo que había en la pared detrás de Cat y dijo en voz baja:

—Desde luego yo no… y espero que tú tampoco.

Cat se preguntó a qué se refería y por fin cayó en la cuenta. Sobre ella había un cartel que había pintado un artista para decorar el local:

¿Quién puede resistirse a La Tentación?

 

 

Dylan Spencer se había enamorado dos veces en su vida.

La primera había sido a los siete años, cuando había conocido lo que se convertiría en su vida: la música más maravillosa jamás creada, el rock. Ese año pasó las vacaciones de Navidad en casa de sus abuelos en Nueva Inglaterra y a su primo le regalaron un álbum de Van Halen. Para Dylan fue amor al primer acorde. Nada más escucharlo, advirtió que el bajista Michael Anthony tenía un don.

Dylan se sintió cautivado al instante. A sus padres, que sólo escuchaban ópera italiana, no les hizo ninguna ilusión. Sobre todo cuando encontraron a su hijo ofreciendo una vehemente interpretación del tema Hot for teacher para todos los niños del vecindario.

Sus padres se dieron cuenta de su fabulosa habilidad para la música, pero intentaron reconducir sus gustos musicales y lo apuntaron a clases de piano. Le echaron de la academia de música cuando, en el recital de fin de curso, interrumpió la pieza clásica que estaba tocando y se puso a interpretar Bohemian Rhapsody de Queen.

A los diez años se pasaba el día haciendo como que tocaba la guitarra. A los doce, después de cinco años rogando a sus padres, tuvo su primer bajo auténtico, y desde entonces no se había separado de él.

Sí, el rock había sido su primera obsesión inmediata.

Cat Sheehan había sido la segunda.

Esa noche, mientras sus colegas de la banda y él ofrecían su concierto al público, Spence dedicó una parte de su atención sólo para ella. Para la mujer que lo había dejado sin aliento desde el momento en que la había visto por primera vez.

Era fácil seguirle la pista, ella destacaba claramente entre las demás personas. Bajo la luz de la sala, su pelo parecía de plata. De vez en cuando se apartaba algún mechón de la cara con gracia y dejaba ver su rostro perfecto. Spence no estaba lo suficientemente cerca como para perderse en sus ojos verdes. Pero sí disfrutó del movimiento grácil de su cuerpo delgado, enfundado en unos vaqueros ajustados y un top blanco sin mangas, también ajustado y tan tentador como los pantalones.

Cat se movía con soltura detrás de la barra, como si hubiera nacido allí. No necesitaba ni mirar las botellas y nunca se equivocaba de bebida. Hablaba animadamente con todo el mundo y sonreía a menudo, con esa sonrisa deslumbrante que lo dejaba sin aliento cada vez que la veía. Hubo un momento en que él distinguió su risa entre el resto de ruidos. La identificó porque despertó en él una alerta instantánea, un hambre repentina, un ardor fulminante.

Ella lo afectaba igual que la música: en lo más profundo de sí mismo, casi a nivel físico.

Pero no era sólo eso. A él le gustaba verla sonreír y escuchar su risa porque entonces ella relajaba su rostro y se olvidaba de encorvarse ligeramente, como protegiéndose. Era evidente que algo la preocupaba, y él estaba decidido a averiguar qué era.

—¡Este lugar es bárbaro! —gritó Josh Garrity desde el otro extremo del escenario.

La multitud aplaudía entusiasmada después de unos cuantos temas. Si las paredes no se iban abajo por la canción de Aerosmith que acababan de tocar, lo harían por los vítores y los aplausos.

—¿Crees que nos dejarán tomarnos un descanso, Spence?

Dylan asintió, metió su amada Fender en su funda y apagó su amplificador. Josh tocaba la guitarra y cantaba como solista la mayoría de los temas. Dylan tocaba el bajo, hacía coros y alguna voz solista. Pero parecía que las canciones que había cantado él habían tenido más éxito y tenía la garganta seca de gritar.

—Si no lo hacen, vamos a quedarnos todos sin voz —comentó él.

Josh asintió y se dirigió al público, que en la última hora había llenado el local hasta abarrotarlo.

—Seguid disfrutando de la noche, tomaos alguna copa y sed pacientes. Regresamos en veinte minutos —gritó a través del micrófono intentando hacerse oír por encima del vocerío.