Tercera edad y otras aberraciones - Rodolfo Alpízar Castillo - E-Book

Tercera edad y otras aberraciones E-Book

Rodolfo Alpízar Castillo

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Beschreibung

Tercera edad y otras aberraciones, libro de cuentos para todas las edades, es una obra que, a la par de entretener y divertir, mueve a la reflexión sobre nosotros y el mundo que nos rodea. El largo y a la vez breve sendero que va de la infancia a la vejez ─con vivencias, anécdotas y traumas que marcan la existencia de cualquier ser humano─ está en la esencia de una cuarentena de narraciones donde el lector puede encontrar desde el erotismo, el humor y la ironía, hasta las formas más sublimadas del amor, sentimiento para el cual, nos avisa el autor con sus historias, la edad no es obstáculo insalvable.

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Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Tercera edad y otras aberraciones

Edición y corrección: Norma Castillo Falcato

Dirección artística y diseño: Suney Noriega Ruiz

Diseño de cubierta: Marcel Mazorra Martínez

Emplane: Margioly Lora Pérez

Conversión a E-book: Rafael Lago

© Rodolfo Alpízar Castillo, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2024

ISBN obra impresa: 9789591027184

ISBN E-book / ePub: 9789591027337

Instituto Cubano del Libro

Editorial Letras Cubanas

Obispo No. 302, esquina a Aguiar

La Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

Índice

Sinopsis

TERCERA EDAD

El abuelo se fue con la lluvia

Morir en domingo

De viejos y palomas

El abuelo

Los viejos

El viejo, la niña, el mar…

Historia futurista

Que veinte años no es nada...

El italiano

Meditación otoñal (I)

Meditación otoñal (II)

Amor eterno

TERCERA EDAD

Un mundo mejor es posible

La ciudad de los museos

Lenguaje políticamente correcto

Utopía

Utopía segunda

Década prodigiosa

Un señor muy amable

El robo de los 78 centavos

Estrictamente confidencial

Hazaña militar

Obediencia debida

En blanco o negro

The first Thanksgiving Day

Pequeño golpe de realidad

Little Boy, 1945 (ciencia y conciencia)

Un mundo mejor es posible

EL ARTE POR EL ARTE

De árboles, poetas y autopistas

Pero está casada

Yo quiero uno así

Al pie de la letra (I)

Al pie de la letra (II)

Al pie de la letra (III)

El afán de volar

Saturnalia

Alumna

Renunciación

Gajes del oficio

El arte por el arte

¿ADÓNDE VAS, CAMIONERO?

Paseo nocturno

Buenoparanada

Ventaja en contra

Monna Lisa

Uno

Cenicienta en carne y hueso

El suicida

No quisiera ayudarte

Deporte es vida

Incertidumbre

Neurocirujano

Oigo pasos en la arena

¿Adónde vas, camionero?

Sobre el autor

Sinopsis

Tercera edad y otras aberraciones, libro de cuentos para todas las edades, es una obra que, a la par de entretener y divertir, mueve a la reflexión sobre nosotros y el mundo que nos rodea. El largo y a la vez breve sendero que va de la infancia a la vejez ─con vivencias, anécdotas y traumas que marcan la existencia de cualquier ser humano─ está en la esencia de una cuarentena de narraciones donde el lector puede encontrar desde el erotismo, el humor y la ironía, hasta las formas más sublimadas del amor, sentimiento para el cual, nos avisa el autor con sus historias, la edad no es obstáculo insalvable.

A María del Carmen Moreno y Sally Llanas

Para Ale, Rodo, Elías, Esteban y Nachito

Y Tania

TERCERA EDAD

El abuelo se fue con la lluvia

Para mis niños: Ale, Rodo, Nachito,Elías y Esteban

…sigues teniendo miedo a bañarte en la lluvia

no advertí que era un reto que me lanzabas y respondí como si fuera pregunta, quién se acuerda de eso, abuelo, hace mucho que me enseñaste a, no me diste tiempo a terminar, que me enseñaste a no tener miedo de muchas cosas, no solo de la lluvia, ¿y entonces a qué esperas?, vamos a darnos un bañito, el agua debe de estar riquísima

venías a visitarme y, si comenzaba a llover a la hora de la partida, no esperabas a que escampara para despedirte, mamá te pedía que no te fueras todavía, qué prisa tienes, papá, ni que estuvieran esperándote, más que preguntar emplazaba, tu hija te ordenaba quedarte en casa, pero siempre tenías alguna respuesta para desarmarla, porque te viera viejo no imaginara que estabas acabado, tenías prisa y mucha, y sí, alguien te esperaba, qué andaba pensando

sonreías malicioso dándole a entender algo que yo no podía adivinar pero mamá sí, y hacía una mueca de disgusto que mucho después descubrí era aparente, yo no sabía entonces qué era una sonrisa maliciosa, solo veía una sonrisa especial, dibujada más en tus ojos que en tu boca

con aquella sonrisa que después supe era maliciosa mamá se daba por vencida ese día de la lluvia, que ocurrió no una, sino muchas veces en mi niñez, cuándo madurarás, regañaba, y me sorprendía que no te molestaras por eso, cómo era posible que siendo ella la hija y tú el padre te regañaba y no te disgustabas, si yo la hubiera regañado por hacer lo que no me gustaba a saber qué castigo habría recibido

nunca me atreví a averiguarlo, pero ella se atrevía contigo, tu hija te regañaba como si fuera tu mamá

eso pasa cuando se tiene hijas, se vuelven la madre de uno con el tiempo, me respondiste cuando te pregunté alguna vez, mas debieron pasar muchos años para entenderte

también el regaño de mamá contigo era diferente, no como cuando me regañaba a mí por alguna travesura, y yo recibía la impresión de que en el fondo no estaba disgustada, o su disgusto era de una manera que yo no entendía, acaso solo fuera un juego entre ustedes al que yo no alcanzaba, hoy pienso que quizás le gustaba que fueras así, pero por alguna razón se obligaba a ponerse más seria mientras más tú sonreías, debió pasar mucho tiempo antes de aprender por mí mismo que eso que sucedía entre ustedes se conoce por amor

al cabo de un rato ella no insistía más en que te quedaras, me rindo, no puedo contigo, ya eras bastante mayorcito, no era la primera vez que yo le oía la frase allá tú, eres mayorcito

eras mayorcito y sabías, después no te quejaras si te enfermabas

para que no te enfermaras te prestaba el inmenso paraguas con un cuadro de pintor famoso, y te pedía que al menos lo usaras, como digas mamá, voy a portarme bien, te burlabas, pero tomabas el paraguas que ibas a usar sin falta, lo juro, pero es verdad que me esperan y se me hace tarde, dame un beso que debo irme

abrías el paraguas ya en la puerta, me besabas el último, porque el primer beso siempre que llegabas o te marchabas era para mamá, en ese momento otra vez tu niñita, ponías el paraguas ya abierto en el piso, me levantabas y me besabas, pero antes de hacerlo me decías al oído que no eras ningún viejito, que la viejita era mamá, por eso los dos teníamos que hacerle caso, por ser la más vieja sabía más que nosotros

te veíamos salir debajo del paraguas y no podíamos seguirte con la vista, por eso nunca supe explicarme cómo era que yo te veía, estoy seguro de que te veía cuando, al doblar por la primera esquina, de modo que de ninguna manera mamá pudiera sorprenderte, plegabas el paraguas, mirabas al cielo y respirabas hondo

acaso un día cuando tuve más edad me lo contaste, o lo hiciste delante de mí, o simplemente lo imagino ahora, sabía cuánto te gustaba bañarte en la lluvia y no concebía que pudieras hacer de otra manera, si te hubiera preguntado habrías respondido cómo desperdiciar un baño de lluvia solo porque mamá temiera que te enfermaras, cuánta gente por esos mundos se enferma sin nunca mojarse con la lluvia

y además porque nunca ocurrió que esas mojaduras te enfermaran, tantos años vividos y nunca sucedió que por bañarte en la lluvia te agarrara ni el más ligero resfriado por su culpa, mamá, a su pesar, debía admitirlo, su padre era amigo de la lluvia y la lluvia lo era de él

vamos a darnos un bañito con esa agua

lo hacíamos a menudo después de que convenciste a mamá, de tanto insistir lo lograste, y me enseñaste a disfrutar de su caricia y del olor emanado de la tierra mojada

pero esta vez no era posible, abuelo, aquí no se puede, no estamos en casa, es un hospital y estás enfermo, la enfermera podía regañarnos si nos sorprendiera, después quién oía a los médicos

para qué hablé, debí adivinar tu respuesta, los médicos saben de medicina, pero no de lo más importante, no viste que recetan comida sin sal para un enfermo que de todas formas morirá en tres días

accedí a sentarte en la silla de ruedas para acercarnos a la ventana y contemplar la lluvia, pero nada más que eso, abuelo, nada de mojarse, está prohibido, nada más que eso, repetiste, y no comprendí el mensaje encerrado en tu sonrisa

ya que tenemos transporte gratis vamos a aprovechar y ponernos más cerca de la lluvia, propusiste, no hay nada de malo en eso, y te conduje hasta la puerta para mirar desde allí, menos de un minuto permanecimos, volviste con vamos a darnos un bañito, debe de estar deliciosa, con esta temperatura de hoy a quién puede hacerle daño, y yo negándome, la enfermera podía vernos y sería un problema

sería un problema si nos viera, te burlaste, pero no va a serlo, hasta dentro de media hora no aparece por todo esto, le tengo medido el tiempo, y con media hora nos alcanza, atiné a responder que estás loco, abuelo, no disponía de más argumento para oponerte, pero no me movería del lugar donde estábamos, no conduciría la silla hasta el jardín como reclamabas, imposible, abuelo

déjame que me muera vivo, fue tu súplica y yo no estaba preparado para oír eso, si de todos modos tengo que irme deja que al menos me vaya feliz, no estaba preparado, abuelo, y, como si tus palabras ordenaran a todas las partes de mi cuerpo diferentes del cerebro no hacer caso del buen sentido y obedecerte, mis manos, mis brazos, mis piernas se movieron sin yo ordenarles nada, abrí la puerta

la lluvia nos dio su bienvenida y tenías razón, recibí una tibia caricia en el rostro

sentado no se disfruta igual, comentaste, era mejor en pie, y de ser posible caminando, te ayudé a incorporarte de la silla y dar unos pasos, lo hiciste con alguna dificultad, mas no fue tanta como yo hubiera imaginado, de dónde habrías sacado la fuerza, es la lluvia, respondiste a la pregunta que nunca hice

allá dentro no se daban cuenta de nuestra ocurrencia, solo dos o tres viejos nos contemplaban desde una ventana, nos habían visto desde el primer momento, pero no iban a delatarnos, disfrutaban de lejos con nosotros, acaso deseaban hacer lo mismo, solo no tenían, como tú, un nieto que entendiera mejor que los médicos sus necesidades

una lluvia tibia de verano, comentaste, como aquella primera vez que por fin nos mojamos juntos, ahora, empapados en medio del jardín, solo con esos viejos como testigos cómplices, yo te ayudaba con una mano a sostenerte y sorprendí tu gesto de volver el rostro hacia arriba para ofrecer las mejillas a aquella caricia, cerrar los ojos y en silencio agradecer a la lluvia, entonces se hicieron realidad las incontables veces que sin mirar te vi cerrar el paraguas para empaparte al doblar todas las esquinas de mi infancia

siente la lluvia, hijo, y no pienses tanto

cerrabas el paraguas y te mojabas, abuelo, exclamé y era yo otra vez muy pequeño y veía cuando salías bajo la lluvia con el paraguas prestado por mamá, te seguía sin moverme de casa y te sorprendía mojándote, desobedeciendo a tu hija madre, claro que sí, hijo, respondiste como si toda la vida hubieras sabido que algún día yo llegaría a decir eso, y ella lo sabía, agregaste, aunque yo no se lo dijera lo sabía porque conoce todo de mí, muchas mujeres han conocido a tu abuelo, pero ninguna como su hija

falta la novena sinfonía para que sea perfecto, se me escapó sin haber pensado en decirlo, no sé por qué, acaso porque hay frases que deben ser expresadas en cierto momento y por sí mismas se apropian del espacio que les corresponde, sin que cuente la voluntad de quien las pronuncia, y aquella era la ocasión en que esta se enunciara, solo para dar oportunidad a tu respuesta, es perfecto y está aquí, acaso no la oyes

no me alcanzaba a tanto la imaginación, no podía seguirte, quise responder, pero no me diste tiempo, óyela desde dentro de ti, ese canto a la alegría de estar vivos lo llevas contigo, solo atiéndelo

tus palabras abrieron para mí los sonidos de la lluvia y comencé a bañarme en ellos, olvidado del lugar donde estábamos, de la gente que pudiera vernos y de los doctores que pudieran descubrirnos y regresarnos al mundo de todos los días

aprende también que nada es eterno, hijo, exclamaste de repente, tu voz era de desconsuelo por la realidad que se acercaba para espantar nuestro instante de sueño, mantenías los ojos cerrados, concentrado en diálogo mudo con la lluvia que yo adivinaba, pero la habías visto llegar incluso antes de que comenzara a caminar hacia nosotros, a la enfermera que, con grandes gestos de las manos, nos había indicado que regresáramos y, viendo que no hacíamos caso, se arriesgaba ahora a salir a buscarnos

tratando de protegerse de la lluvia con una toalla inmensa, se dirigía a toda prisa adonde estábamos, mas no a la velocidad que hubiera deseado, acaso temía resbalar, o su preocupación por no mojarse le entorpecía los pasos, se acabó la fiesta, comentaste resignado, y me pediste que te ayudara a sentarte y ponerte cómodo para el regreso a la cotidianeidad

me tomaste un brazo, y al contacto de tu mano adquirí una estatura enorme, por encima de los techos y de los árboles, y a mi lado creciste tú, y ambos, un gigantesco viejo y un gigantesco niño, nos lanzamos a correr bajo el agua, como aquella última vez hacía tanto, entonces jugando, ahora escapando de la enfermera, escapando del hospital, escapando de cuanto fuera miedo o enfermedad, escapando hacia el regalo de la lluvia

pero no escapamos de nada, se acercaba la enfermera y volvimos a ser un viejo enfermo y su nieto bañados por la lluvia

tu mano me apretaba con fuerza y, aunque tu boca permanecía cerrada, oí con toda la piel cuando dijiste gracias, hijo, te amo, amo a tu mamá, y la enfermera al fin llegaba junto a nosotros, regañándonos, a ti por viejo loco, a quién se le ocurre esa salvajada, a ver si empeorabas, pero yo era más que loco, era un irresponsable, por primera vez oía la palabra que se repetiría mucho en los días siguientes, cómo jugaba así con la vida de un enfermo, si algo malo te ocurría yo sería el único culpable, vamos a ver qué dice el médico cuando se entere, no fuéramos a echarle la culpa a ella

la mujer hablaba mientras se esforzaba por cubrirte con la toalla, como si no estuvieras totalmente mojado de todas formas, y a la vez intentando resguardarse a sí misma, porque la lluvia no le gustaba ni un poquito, no había tenido un abuelo que la enseñara a saborearla, como tuve yo, y me peleaba y exigía que moviera la silla, mas yo no sabía cómo hacerlo, el freno se había atascado

hijo, me llamaste, y tu voz era débil, la fuerza demostrada mientras estuviste de pie te abandonaba, debí acercarme mucho para oírte y, acaso contagiado por el temor de la enfermera, traté de guardarte con mi cuerpo de lo único que nunca te interesó que te protegieran, me pusiste una mano en la cara y me halaste hacia ti para tenerme más cerca o para que te oyera mejor, eres mi nieto preferido, era el chiste familiar tantas veces repetido, y tu mamá mi mejor hija, pero no se lo digas a nadie, no percibí por qué lo recordabas ahora, pero completé la broma, porque no tienes más que un nieto y una hija, abuelo, y ambos reímos nuestras risas de antaño, para escándalo mayor de la enfermera, que imaginaba que nos burlábamos de ella

y en el fondo tal vez lo hacíamos, para ella nuestras risas no tenían nada que hacer allí

todavía riendo cerraste de nuevo los ojos y volviste el rostro al cielo, buscando el agua que ahora no te bañaba la cara, enfermera, por favor, déjelo que se moje, pedí y no le di la oportunidad de negarse, la pillé descuidada y le arrebaté la toalla de las manos, mi mejor nieto, reíste agradecido

el freno por fin se desatascó y tomamos el camino de vuelta, yo trataba de ir lo más despacio posible, alargando el momento en que ya no habría más baños de lluvia para mí contigo, triste por saberlo, feliz de haberte complacido

no abriste los ojos durante el trayecto, la lluvia seguía lavándote el rostro, amorosa, mientras nos acercábamos al edificio, la noticia de nuestra aventura se había expandido y ya no eran dos o tres viejos quienes nos observaban, ahora, desde todas las ventanas, muchos, muchos viejos nos miraban regresar, anhelando acaso disfrutar, como nosotros, de un último baño en la lluvia

casi llegando a la parte techada, levantaste sonriente una mano, como si saludaras a nuestro público, después la otra, y comenzaste a moverlas desde tu silla, director de orquesta sedente y sin batuta

en tanto yo sonreía mirándote hacer, la enfermera soltó un grito, me puso a un lado, se apropió de la silla y echó a correr empujándola, gritando, pidiendo paso para llegar a urgencias cuanto antes, un paciente estaba a punto de fallecer

aquella fue la realidad de la enfermera, mas no la vivida por nosotros

en la realidad de nosotros dos ella se alejaba empujando una silla vacía, porque te habías quedado a mi lado para siempre, bajo el agua que no cesaba de caer, puesto de pie sin mi ayuda, movías manos, brazos y el cuerpo todo, y al compás de tus movimientos viejos y más viejos comenzaron a salir por la puerta o a lanzarse desde las ventanas, apresurados, pugnando por alcanzar un mejor lugar bajo la lluvia

cierto día me contaste sobre una película en que el protagonista oye la novena sinfonía desde un café, empieza a mover los brazos como un director de orquesta, y en el manicomio donde lo habían internado los locos bailaban al compás de la música de beethoven

nunca vi la película, pero la imagen descrita por ti me quedó grabada mejor que si la hubiera visto, y ahora que oigo la más maravillosa pieza musical que los seres humanos hayan compuesto, esas fueron tus palabras de entonces, regresa a mí mi propia imagen, viendo como en la pantalla de un cine un enjambre de viejos escapando de la sala de geriatría, lanzando al aire muletas y bastones, empujando sillas de ruedas y camas de hospital desde donde, impotentes, enfermeras y médicos hacen gestos de espanto

bailan los viejos en este recuerdo nuestro, abuelo, saltan, retozan bajo la lluvia, se revuelcan en la hierba, escandalizan y ríen, mientras tú, rodeado por ellos, diriges una orquesta invisible que, desde el cielo, deja caer sobre todos, en forma de gotas de agua, notas de novena sinfonía nacidas para acariciar sus cuerpos reverdecidos.

Morir en domingo

Para Sally, el cuento de su abuela

—Mejor nunca vengas a casa en domingo —me advirtió María.

En tiempos de los abuelos, y quizás un poco más acá, en los pueblos de campo era costumbre que los novios visitaran a las novias los días marcados por el futuro suegro, en las ciudades no sé cómo sería, seguramente habría algo más de flexibilidad. En cualquier caso, el domingo era precisamente el día en que, por lo general, aun en las casas más estrictas, se autorizaba las visitas.

Nosotros no estábamos en aquellos tiempos, y ni siquiera éramos novios «pedidos» o cosa parecida, solo nos gustábamos y la pasábamos bien juntos, nada más, y hasta entonces no nos había pasado por la cabeza darle carácter oficial a lo que, en definitiva, no sabíamos adónde llegaría. No obstante, de tanto oírla hablar de la familia tan especial en que había nacido, me ganó la curiosidad por hacerle la visita. Fue cuando le dije:

—Creo que el domingo próximo te caigo por la casa.

¡Y me vino con eso de no visitarla en domingo!

Qué más daba un día que otro para pasar por su casa, pensaba yo, todos eran iguales. Y el domingo siguiente era el único día que tenía libre por el momento.

Todavía hoy recuerdo la sonrisa en sus labios cuando respondió:

—La abuela se va a morir un domingo de estos, y no hace falta que pases por ese mal rato, no te corresponde.

Que un condenado sepa el día de su muerte se entiende, se lo anuncian en el juicio, y ni así es seguro, a última hora pueden ocurrir posposiciones, indultos, conmutaciones... Yo no entendía nada.

—¿Qué es eso de que se va morir un domingo, María, cuándo se ha visto que uno sepa el día exacto de su muerte?

—Los demás yo no sé, pero ella lo sabe, y se va a morir un domingo, el que ya decidió, no antes.

—Como tú digas, pero dime: ¿cómo tu abuela puede haber decidido la fecha en que va a morir? Nadie puede, a no ser que vaya a suicidarse.

—Nada de suicidio. Y yo no dije que decidió la fecha, solo dije que decidió que será un domingo.

Para mí estaba más que claro que me tomaba el pelo. No entendía el porqué, ella sabría adónde iba con la broma. Me pareció curioso, pues no la conocía por amiga de chistes. Me eché a reír.

—No te rías, que estoy hablando muy en serio.

Era en serio, su tono y toda la expresión de su rostro lo aseguraban. Yo solo tenía que cerrar la boca, me dijo con firmeza, y escuchar con cuidado, si deseaba enterarme.

La abuela había tenido tres infartos bastante seguidos, me contó, y de los tres había escapado, para asombro de los médicos que la habían atendido.

—Por mí no se preocupen tanto, que todavía no me voy, no me toca —había declarado la primera vez, en cuanto pudo hablar—. Todavía no me toca —repitió las siguientes dos veces.

—La señora tiene algo que la amarra a la vida y no la suelta —llegó a comentar un viejo santero amigo de la familia—. Hay algo pendiente en su vida que ella tiene que dejar resuelto antes de morir.

—¿Y solo por eso, porque escapó a tres infartos ya tú piensas que de verdad ella puede determinar el día que sí «le toca»? —le pregunté, asombrado de que alguien tan racional como ella anduviera creyendo en lo que para mí eran simples supersticiones.

—Pero es que yo no he terminado el cuento; lo mejor viene ahora —me respondió. Su cara expresaba una mezcla de burla e irritación por mi falta de crédito a sus palabras—. Mi abuela asegura que no se va a morir hasta que no hable por teléfono con mi tío. Que no le da la gana de morirse sin hablar aunque sea una última vez con él. Y yo estoy convencida de que así va a ser. La prueba es que sigue viva.

La llamada habría de ser un domingo, otro día de la semana era imposible por aquellos tiempos. De manera que todos los domingos por la tarde la señora se vestía, se arreglaba como si fuera a pasear y se sentaba en su comadrita junto al teléfono, esperando aquel timbre largo que indicaba una llamada del extranjero.

Pasó el tiempo y la llamada no llegaba.

Quienes vinieron fueron aquellos infartos, en un corazón debilitado que los médicos no se explicaban cómo se mantenía funcionando.

En definitiva, no fui ese domingo a casa de María. Ni ningún otro día. Por un motivo u otro, la ocasión se fue alejando, y en cierto momento aquella visita dejó de tener sentido: Rompimos la relación no mucho después.

Unos meses después viajé al extranjero y dejé de verla durante unos años.

Un día cualquiera, en casa de unos amigos comunes, volvimos a encontrarnos. No sé por qué razón, me vino a la memoria la historia de la abuela.

—¿Y tu abuela…? —pregunté sin más. La entonación suspensiva evitaba mencionar la palabra tan temida.

—Sí, murió.

—¿Domingo? —me atreví a preguntar, aunque bien pensado era una falta de delicadeza de mi parte. Ella respondió con naturalidad.

—No, sábado.

—Bueno, entonces no se cumplió lo que ella decía —continué con mi indelicadeza. Ella pareció no tomármelo a mal, porque volvió a responder sin mostrar ninguna contrariedad por mis palabras.

—Sí se cumplió, fue exactamente como ella había dicho.

—Pero…

—Pero nada..., fue como ella dijo.

—Pero tú me contaste que ella decía que se moriría un domingo.