Teresa de Ávila - Elena Parreño Gala - E-Book

Teresa de Ávila E-Book

Elena Parreño Gala

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Beschreibung

NI SUMISA, NI SACRIFICADA. FEMINISTA PIONERA  Teresa de Ávila, mística y reformadora del siglo XVI, desafió los límites de una España dominada por hombres y rígidas estructuras religiosas. Su entrega espiritual y la reforma del Carmelo fueron vistas como exceso o rebeldía, pero esta biografía revela su verdadera esencia: inteligencia, liderazgo y audacia. Escritora, guía y reformadora, Teresa transformó la vida conventual y creó espacios de poder y autonomía para otras mujeres, dejando un legado de pensamiento, espiritualidad y valentía que trasciende siglos. Una historia apasionante que desmonta mitos y devuelve la voz a una mujer que desafió jerarquías y eligió construir libertad en un mundo que solo esperaba silencio.

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Seitenzahl: 201

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

NI SUMISA, NI SACRIFICADA. FEMINISTA PIONERA

I. UN ALMA LIBRE

II. EN EL CENTRO DE TODAS LAS MIRADAS

III. CON LOS PIES DESCALZOS

IV. UNA REFORMADORA TENAZ

V. EN EL CAMINO DE LA PERFECCIÓN

VISIONES DE TERESA DE ÁVILA

LA VISIÓN DE LA HISTORIA

NUESTRA VISIÓN

CRONOLOGÍA

© Elena Parreño Gala por el texto

© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta

© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora

Diseño interior: tactilestudio

Realización: Editec Ediciones

Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis

Asesoría histórica: María Gómez Martín

Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila

Fotografías: Wikimedia Commons: 156, 157, 160; Archivo RBA: 159.

Para Argentina:

Edita RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L., Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Distribuye en C.A.B.A y G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A., Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para México:

Edita RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los

Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: octubre 2021

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229,

piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

ISBN: 978-607-556-130-1 (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U., Avenida Diagonal, 189, 08019 Barcelona, España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065, Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A

El Agustino. CP Lima 15022 - Perú. Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO868

ISBN: 978-84-1098-762-3

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

NI SUMISA, NI SACRIFICADA. FEMINISTA PIONERA

Basta ser mujer para caérseme las alas», escribió Teresa Sánchez Cepeda Dávila y Ahumada, más conocida como santa Teresa de Ávila o santa Teresa de Jesús. Feminista y rebelde, Teresa fue la primera mujer europea que se levantó contra el patriarcado en la Iglesia en pleno siglo XVI, cuando las mujeres eran prácticamente invisibles, tanto en las estructuras religiosas como en la sociedad civil. Sin embargo, la imagen que nos ha llegado de ella es muy distinta.

El nacionalcatolicismo franquista secuestró su figura para convertirla en «santa de la raza»: paradigma de la devoción cristiana, ejemplo de fe y de obediencia a la Iglesia, y emblema de los valores hispánicos —lo cual no deja de ser paradójico dada su ascendencia judía—. Esta distorsión de su figura ha empañado a la auténtica santa Teresa, la mujer luchadora y transgresora, con altas dotes de mando y con las ideas muy claras.

«Nada te turbe, nada te espante», escribía Teresa a sus monjas, mostrándoles su dignidad como mujeres y también los que deberían ser sus derechos. En sus obras y escritos, las instaba a ser más independientes, a leer, a ser valientes y autónomas. Eran tiempos muy difíciles para las mujeres, a quienes les estaba prohibido aprender, pero Teresa defendía que la cultura y la autonomía no debían ser un delito y estaba convencida de que su Dios no podía estar en contra de cuestiones tan básicas. La parte de su obra dirigida a sus hermanas es un verdadero alegato a levantar la cabeza y decir: estoy aquí, soy mujer y merezco tener los mismos derechos que un hombre. Estaba convencida de que eran precisamente los hombres quienes habían convertido la Iglesia en una institución vacía de humildad y llena de avaricia.

Pero ¿cómo pudo una mujer sacudir la estructura patriarcal de la Iglesia? La respuesta es muy sencilla: usando las herramientas de la misma institución, es decir, la obediencia y la sumisión, como un modo de hacer viables sus objetivos en una sociedad profundamente misógina. Teresa justificó la reforma de la orden del Carmelo alegando que obedecía a los mandatos de Dios y que se sometía a su voluntad. Así, mientras aparentemente agachaba la cabeza, por otro lado luchaba sin descanso por sus ideales.

Que los mandatos de Dios casaran con sus propios objetivos muestra su gran inteligencia estratégica. Todo a su alrededor era hostil, y ante este escenario ella decidió mostrarse obediente a la voz de Dios, que no era sino su propia voz interior. Fue la fe en sí misma la que le permitió caminar segura, tomar la palabra y actuar en el mundo. Esa seguridad era inherente a su naturaleza, solo eso explica la determinación con la que, con solo siete años, huyó de su casa con la intención de convertirse en una mártir, la misma determinación que la llevó a construir una orden religiosa desde cero a pesar de los impedimentos de muchos enemigos.

Los fines de santa Teresa siempre fueron para beneficio colectivo, en especial de sus hermanas. Ella no quería que ningún hombre ejerciera de superior en los conventos, sino que fueran las monjas quienes elaboraran sus propias leyes. «En nuestras cosas no hay que dar parte a los frailes», dejó escrito. A la vez, deseaba que los conventos se convirtieran en verdaderos espacios de paz donde las monjas pudieran convivir de manera armónica, libres de la opresión masculina, en lugares donde pudieran orar en libertad, como les había enseñado Teresa. Y es que incluso la oración silenciosa de las mujeres era considerada subversiva en la Iglesia, cuyo mandato era: «Callen las mujeres en la Iglesia de Dios». Teresa no solo no callaba, sino que daba voz al resto de las mujeres y creaba espacios para ellas.

Sin duda, su propia experiencia vital marcó a Teresa. Su madre tuvo diez hijos en diecinueve años de matrimonio y murió a los treinta y tres, tras el último alumbramiento, cuando ella tenía solo trece años. Ante ese panorama, Teresa se negó a correr la misma suerte y decidió tomar los hábitos como una forma de libertad, para escapar de esta manera de una vida de esposa y de la obligación de engendrar. Convertida ya en carmelita, expresaba su rechazo hacia la vida matrimonial y explicaba a sus hermanas la suerte de ser libres «de estar sujetas a un hombre, que muchas veces les acaba la vida, y plegue a Dios no sea también el alma». Y es que el amor humano tampoco tenía valor para Teresa, porque se acaba. Ella solo anhelaba lo que dura «para siempre, para siempre». Fue en Dios donde encontró el sujeto y el objeto de un amor que no le fallaría ni la decepcionaría.

No fue un camino fácil. La conversión de Teresa se presentó tardía y llena de dolor; la entrega convencida a la vida espiritual llegó tras veinte años de conflictos internos. Decía Teresa que el mundo la distraía de Dios, aunque probablemente necesitó transitar largamente en la duda hasta convencerse de su elección definitiva. Fueron famosos sus episodios de éxtasis y arrobos, que ella misma describió en sus escritos y que a lo largo de la historia se han atribuido tanto al consumo de hongos alucinógenos como a la enfermedad que la llevó al borde de la muerte y la dejó postrada en una cama durante más de tres años. Alrededor de la salud de Teresa existen varios posibles diagnósticos, desde que padeciera epilepsia hasta alguna enfermedad psíquica, o incluso fibromialgia. Las descripciones de sus experiencias místicas tienen connotaciones similares a las vivencias de comunión espiritual que explican quienes practican meditación en la actualidad. El valor omnipresente de lo sobrenatural en aquella época pudo tener un valor decisivo en la explicación que ha trascendido de sus experiencias.

La libertad e independencia de Teresa no podría explicarse sin su arrolladora personalidad, pero tampoco sin el acceso privilegiado que tuvo a la lectura. Fue su madre quien le enseñó a leer y le abrió la puerta al conocimiento, a la construcción de un espíritu crítico y de un imaginario ilimitado, pues Teresa leía tanto obras sagradas como libros de caballerías, a los que su madre era muy aficionada. Pero la literatura no fue para ella solo un trampolín a la intelectualidad; con los años se convirtió también en un espacio en el que verter todo lo que sentía y experimentaba. Escribía de noche, a la luz de una vela. Era una mujer apasionada y necesitaba expresarse, no solo porque ello le generaba alivio, sino porque quería plasmar sus experiencias y su visión del mundo. El papel de Teresa de Jesús adquirió un cariz político en el momento en el que se plantó ante la norma existente para escribir sobre textos sagrados y hacerlo en castellano, aunque en ese momento estuviera prohibido. Pero el latín no le servía para llegar a la gente, que era lo que ella deseaba. Al final, Teresa acabó creando, tras su muerte, una obra popular que está al alcance de cualquiera que sepa leer. Su estilo, llano y sencillo, es otra muestra de su visión de la literatura: un bien universal, sin atender a condición ni género.

La fama de santa Teresa pronto se esparció por toda Europa. Ya en su tiempo, el propio Cervantes le dedicó un poema, y lo mismo hicieron Góngora y Quevedo. También la inmortalizaron Velázquez, Rubens y el gran escultor barroco Bernini. Pero esta exposición y admiración pública le valió la persecución de los inquisidores, que no soportaban que una mujer, y encima monja, estuviera en boca de todos. Los censores se esforzaron por doblegarla y no dudaron en censurar su obra y obligarla incluso a tachar párrafos, a arrancar páginas enteras de sus manuscritos y a rehacer su libro Camino de perfección. Aunque ella se cuidó de guardar una copia de la versión original. Incluso en una ocasión fue forzada a lanzar una de sus obras al fuego, orden que obedeció con frialdad y para protegerse de la Inquisición.

Teresa de Jesús fue siempre un faro de transgresión, cubierto por una apariencia de dulzura y obediencia. Llamaba la atención sin querer por su coraje y sus ideas, aunque se retirara a su humilde celda.

Pero la suya no fue una vida meramente contemplativa. Para ella la acción formaba parte de la contemplación. ¿Cómo podía haber creado aquella gran obra quedándose recluida en un convento? La imagen de Teresa de Jesús no podría entenderse sin el sinfín de caminos que recorrió en viajes más o menos penosos por poner a salvo su obra. Incansable, recorrió Castilla entera y parte de Andalucía fundando conventos, algunos de los cuales todavía perviven cinco siglos después. Teresa de Jesús fue una emprendedora y una mujer de negocios que se movió por el mundo con una autoridad entonces solo permitida a los hombres. Ella nunca pidió permiso. Teresa salió al camino y empezó a andar; cogió la pluma y se puso a escribir; reunió a sus hermanas y les dio voz.

La muerte le llegó la noche del 4 de octubre de 1582, a los sesenta y siete años, coincidiendo con el cambio del calendario juliano al gregoriano. Su cuerpo inerte tampoco pudo hallar el descanso, pues fue desenterrada hasta cinco veces y desmembrada. Diferentes partes de su cuerpo se encuentran hoy dispersas entre distintos monasterios españoles y también en Roma. Fue beatificada en 1614 y canonizada en 1622. En 1970 se convirtió en la primera mujer doctora de la Iglesia. La historia, centrada en divulgar una imagen ejemplar de devoción y sacrificio, pasó por alto la heroicidad de sus logros y la fuerza de su carácter determinado, justo y coherente.

Teresa de Jesús fue una mujer emprendedora y apasionada que logró lo que se propuso por encima de cualquier impedimento, y se enfrentó a muchos. Más que una religiosa universal, Teresa de Jesús fue una mujer poderosa universal.

I

UN ALMA LIBRE

Intuía que el matrimonio equivalía a renunciar a toda

vida personal para entregarse en completa sumisión

al hombre, algo a lo que ella no estaba dispuesta.

Unos suaves rizos castaños resbalaban sobre el rostro ovalado de Teresa y, bajo su frente amplia, los ojos negros chispeaban risueños y llenos de luz. Las puertas de la casona en la que vivía junto a su familia, en la plazuela de Santo Domingo, en Ávila, estaban entreabiertas y un sol tímido se desperezaba tras la línea del horizonte. Aún era madrugada y no debían hacer ruido: la suya era una huida secreta, sigilosa y definitiva, y nada debía truncar aquella escapada que perseguía una finalidad tan grande. Corría el año 1522 y Teresa tenía siete años. Sabía que el camino no sería fácil, pero las grandes obras y gestos, esos que permanecían en la eternidad de la historia, nunca lo eran. Lo había leído y se lo habían contado. A su lado estaba su hermano Rodrigo, su cómplice, su preferido, casi tres años mayor que ella. Juntos emprendían la que tenía que ser la aventura de sus vidas: huir a tierras de moros para ser decapitados.

Aunque su idea era mendigar y pedir limosna, unos mendrugos de pan les podían ser útiles, por eso los habían envuelto en una servilleta y anudado en el extremo de un palo. A cada paso decidido, la falda larga de Teresa levantaba el polvo del camino. Cruzarían la muralla del lado oeste de Ávila, bordeada por el río Adaja, y una vez dejado atrás el puente estarían más cerca de su objetivo. El principal problema de aquella misión era que tenían un padre y una madre que los querían y, en cuanto se percataran de su ausencia, saldrían en su busca. No se equivocaban. Su madre, Beatriz, ya había mandado rastrear todos los pozos de la zona cuando su tío Francisco los divisó cruzando el puente sobre el río. Allí lejos, sobre los grandes arcos romanos, una niña y un niño con sendos hatillos caminaban decididos sin volver la vista atrás.

Con la intervención de su tío quedaba frustrada la aventura de la pequeña Teresa, quien, cautivada por la lectura de vidas de santos y mártires, había imaginado que su gesta propiciaría la construcción de una nueva basílica en Ávila consagrada a su memoria, como la que ya existía en honor a los tres hermanos torturados hasta la muerte por los romanos por negarse a renunciar a Jesucristo. También quedaba tocada su confianza en Rodrigo, pues tan pronto como fueron descubiertos, su hermano agachó la cabeza y culpó a Teresa de haberle obligado a huir. Era cierto que la idea había partido de ella, pero él había aceptado unirse a la aventura por voluntad propia. Cuando llegaron a casa, sus hermanos los recibieron sollozando y su madre, muy disgustada, no dudó en castigarlos. Teresa soñaba con alcanzar la felicidad eterna por medio del martirio, pero la empresa, quedaba claro, no iba a resultar fácil. Hacía tiempo que el horror de los sufrimientos que veía en las imágenes de arte sacro enardecían su imaginación. Ella observaba las escenas larga y curiosamente, y en su cabeza daba vueltas la idea del sacrificio como fin y como medio; a menudo, ya entonces, reflexionaba sobre el significado de la palabra «eterno»: empezaba a pensar que solo tenían sentido las cosas que duraban para siempre.

Teresa cavilaba sobre todo lo que veía y leía; reflexionaba y buscaba respuestas; cultivaba su imaginación. Su casa estaba llena de libros, algo poco habitual en la época, y a diferencia de las niñas de entonces creció rodeada de conocimiento y de historias. Su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, tenía una gran biblioteca de libros moralizantes y sacros, y su madre, Beatriz Dávila y Ahumada, devoraba libros de caballerías, a veces a escondidas, pues Alonso no consideraba aquellas lecturas del todo apropiadas. Teresa compartía gustos con su madre y le encantaban esas historias heroicas que exaltaban todavía más sus fantasías. En su horizonte de niña, la gloria, en cualquiera de sus formas, se dibujaba como el mejor destino posible.

Había sido precisamente su madre quien le había enseñado a leer. Bella pero vestida siempre como una anciana, Beatriz crio a doce hijos, dos de ellos fruto del matrimonio anterior de Alonso, y a todos proporcionó la misma educación, tanto a los niños como a las niñas. Este hecho era algo insólito en una época en la que se consideraba que las niñas no debían aprender a leer y el conocimiento era cosa de hombres. Entre otras cosas, una mujer que supiera leer era una mujer que podía cuestionar las cosas, incluido su papel en este mundo, que por entonces quedaba reducido a la sumisión, el silencio y la obediencia.

Sin embargo, la honra familiar nunca fue puesta en entredicho por la formación lectora de las mujeres de la casa, sino por el origen familiar de Alonso. Cuando Teresa tenía solo cuatro años, su padre y sus dos tíos habían iniciado un caro proceso para solicitar el reconocimiento de su hidalguía, un documento que avalaría su pertenencia a la nobleza y por tanto les eximiría de pagar impuestos. La familia, aunque acomodada y bien relacionada, no poseía este título de facto, ya que su ascendencia era judía. Originarios de Toledo, los hermanos Sánchez de Cepeda eran hijos de Juan Sánchez, un judío converso denunciado por herejía y apostasía contra la fe católica por la Inquisición, que lo había condenado a recorrer durante siete viernes las iglesias de Toledo para purgar sus pecados. La condición de hereje confeso de su abuelo y la propia condena asustaban a Teresa: ¿podía su pasado perjudicar el honor de su familia? Esta preocupación, que a veces se transformaba en miedo, la acompañó desde muy niña. En un tiempo de castigos ejemplares tanto por parte de la Inquisición como de la Iglesia y las instituciones políticas, y en el que el honor era la carta de presentación de una familia, estar tocados por una condena contra la fe católica constituía un estigma. Por suerte, los hermanos Sánchez de Cepeda, muy respetados en Ávila por su buena posición y sus relaciones influyentes, consiguieron finalmente resolver el proceso y en 1523 obtuvieron el documento que avalaba su hidalguía.

Teresa, que había llegado al mundo un 28 de marzo de 1515, gozó sin lugar a dudas de una infancia privilegiada. Su madre pertenecía a una rica familia castellana y Alonso poseía un enorme patrimonio. Varios patios unían los dos cuerpos de la casona en la que vivían, flanqueada por un portón en el que Alonso se había apresurado a colgar el escudo de hidalgo. Dentro de la casa, el mobiliario, los tapices, las cerámicas y los candelabros de hierro forjado evidenciaban una existencia que, sin ser la más lujosa de entonces, era muy buena. Salvo en lo relativo a su educación, de la que se encargaba Beatriz, a Teresa y a sus hermanos los cuidaban las mujeres del servicio, que no daban abasto con tanta criatura. De entre todos ellos, era Teresa la más imaginativa y peculiar. Le gustaba jugar con sus hermanos en el huerto, y Rodrigo, a pesar de su pequeña traición tras la frustrada huida hacia el martirio, seguía siendo su favorito. A menudo se apartaban los dos para hablar de Cristo y se entregaban a la tarea de construir diminutas ermitas en el huerto, un espacio donde sus invenciones se desplegaban a su antojo. Teresa imaginaba que el resto de niñas y niños eran monjas y frailes y que ella era la encargada de dirigir aquellos pequeños conventos, y para hacer más verídico el juego se hacía con todos los trapos de la casa y confeccionaba hábitos para la nueva orden que había inventado. No es extraño que Teresa se perdiera en estas fantasías, pues en la época era habitual que los juegos infantiles versaran sobre historias religiosas o de caballería, las dos esferas que dominaban el imaginario de la sociedad del siglo xvi. Lo que sí era especial en el caso de Teresa era su don de mando, pues dirigía aquellos juegos con asombrosa seguridad y destreza.

La propia Beatriz se encargaba de alimentar la imaginación desbordante de su hija. Encerradas en su habitación las dos solas, tumbadas una junto a la otra, compartían fantasiosos viajes a través de las historias de valientes caballeros que se dejaban la vida por amores imposibles o en duelos de honor. Alzando la mirada con emoción, su madre le hablaba de Amadís de Gaula, del rey Lisuarte y Palmerín de Oliva, y era en esos momentos cuando más viva y risueña se la veía. ¿Habría soñado su madre con una vida distinta? Debilitada físicamente por los sucesivos partos, su cuerpo enjuto había ido adelgazando año tras año hasta quedar en los huesos. Casi siempre estaba embarazada y solo entonces, durante aquellos nueve meses de gestación, su aspecto parecía mejorar un poco. Sin embargo, al alumbrar un nuevo hijo, el cuerpo de Beatriz quedaba exhausto y vacío. Cada vida que daba era vida que le restaban. ¿Acaso la misión de las mujeres era solo parir?, se preguntaba Teresa. Cuando miraba a su madre veía a una mujer esclava de su marido y de sus hijos. ¿Se daría cuenta su padre del sufrimiento de su esposa? ¿Podía una mujer oponerse a entregar su cuerpo al hombre con el que se casaba? A medida que crecía, Teresa iba comprendiendo una dolorosa verdad: una mujer no podía negarse a nada que le ordenara su marido, al que debía obediencia. Amaba a su madre, pero enseguida tuvo claro que no quería que su vida siguiera el mismo rumbo que la de ella.

En el verano de 1528, la familia se trasladó a la finca que poseían en la aldea de Gotarrendura, a tres leguas de Ávila, a la espera de que Beatriz diera a luz a su décima y última hija, Juana. Teresa adoraba Gotarrendura, le encantaban sus anchos campos y viñedos, la habitación rústica que allí tenía y el palomar y el gran huerto. El terreno había sido propiedad de sus abuelos, los padres de Beatriz, quien se había casado allí con Alonso siendo apenas una adolescente. Cuando llegó el momento de dar a luz, Beatriz tuvo un parto largo y trabajoso del que por desgracia nunca llegó a recuperarse del todo. En los meses siguientes, su vida se fue apagando y, horriblemente debilitada, llegó al punto de no ser capaz de levantarse de la cama para caminar hasta el palomar que tanto le gustaba. Durante esos días, consciente de su estado, redactó testamento, dejando escrita en él una frase que Teresa recordaría siempre: «Encomiendo mi alma a Dios todopoderoso, que la ha creado y rescatado con su preciosísima sangre. Devuelvo mi cuerpo a la tierra de donde salió». Se había casado a los catorce años, con solo un año más de los que Teresa tenía entonces, y había tenido diez hijos en diecinueve años de matrimonio.

Beatriz murió el 24 de noviembre de 1528. Los primeros fríos habían desnudado ya de hojas los árboles y un bello manto de colores alfombraba los campos. Por primera vez en su vida, Teresa experimentaba el dolor punzante de la ausencia. ¡Qué crudo iba a ser aquel invierno y qué crudo se presentaba el futuro! Sin haber asimilado aún lo que significaba perder a su madre, Teresa se unió a la comitiva de regreso a Ávila encabezada por el ataúd que guardaba el cuerpo de Beatriz, que ella miraba con incredulidad mientras clavaba sus pequeños dedos en el brazo de su hermana mayor. Su madre ya no leería sobre la alfombra junto al brasero ni se tumbaría a su lado para compartir historias prohibidas; tampoco le descubriría nuevas gestas de caballeros ni proezas heroicas. Teresa se sentía abandonada y desvalida. Siendo como era una niña, aún no era capaz de ver las alas invisibles que su madre le había dejado colocadas a la espalda: las alas del conocimiento, a las que no renunciaría jamás y que le permitirían volar hasta lugares insospechados.