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Un estudio mordaz y profético donde los huéspedes de Termush, sumidos en la paranoia, se enfrentarán a una encrucijada moral que definirá la salvación de la humanidad. En un mundo asolado por la radioactividad, un pequeño grupo de multimillonarios ha sobrevivido al apocalipsis refugiándose en el complejo costero de Termush. Los huéspedes pasan el día disfrutando de los lujos que se les ofrecen: música ambiental, amplias habitaciones y raciones exquisitas. Mientras tanto, en el mundo exterior, el polvo nuclear sepulta las esculturas de los jardines, los guardias recogen los cuerpos agonizantes de los pájaros caídos y una partida de reconocimiento se adentra en el yermo. La frágil coexistencia del grupo se verá sacudida cuando a los límites del complejo comiencen a acercarse los primeros supervivientes de la catástrofe en busca de refugio. En la noche más oscura de la humanidad, los habitantes de Termush deberán forjar un nuevo código ético para los albores de un nuevo mundo. Termush es un clásico de la ficción distópica: impactante, peligroso y bellamente oscuro. Un White Lotus postapocalíptico, un Mad Max intimista, una novela visionaria. CRÍTICA «Una parábola premonitoria que adelanta cuán consternados pueden llegar a estar con lo que ocurre después de que se acabe el mundo.» —Kirkus Review «Termush es como el Hotel California tras el fin del mundo. Un relato premonitorio sobre la alienación: puedes esquivar el apocalipsis, pero no puedes escapar de ti mismo…» —Andrew Hunter Murray «En este escalofriante escenario de los últimos días sobre la Tierra, los que pueden pagar por sobrevivir pasan sus días en un espejismo de seguridad que se derrumba lenta y silenciosamente. La distancia que Holm interpone entre el narrador y la realidad del complejo turístico crea un estilo educado, minimalista e inquietante» —Mariana Enriquez «Excelente… Parte horror apocalíptico, parte crítica de clase. Contiene multitudes.» —Publishers Weekly «En los más de 50 años transcurridos entre su redacción y su publicación en Estados Unidos, Termush no ha perdido ni un ápice de su poder perturbador. . . En este breve libro, Holm ha creado algo intemporal. . . La claridad de la prosa y la intensidad de su visión inspiran.» —Matthew Keeley, The Washington Post «Un noir oscuro y profético, Termush se siente como un embrujo, como alguien del futuro gritándonos en el pasado, pero estas páginas son intemporales. Es una lectura notable y asombrosa» —Salena Godden «Un hallazgo soberbio... Una adicción al canon postapocalíptico que perdura inquietante en la mente del lector. Una guía de viaje al mundo en el que estamos aprendiendo a vivir» —John Gray, New Statesman «Termush es una obra maestra espeluznante y enigmática, que establece un tono de extraña paranoia que arrastra al lector de cabeza a un mundo postapocalíptico maravillosamente realizado.» —Big Issue
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Seitenzahl: 113
Veröffentlichungsjahr: 2024
A mis padres
Me han instalado en una habitación de la planta superior del hotel. Todo transcurrió según lo planeado, tal como lo habíamos estudiado de antemano y como explicaban en los folletos que nos enviaron con el formulario de inscripción.
Ninguno nos esperábamos que sucediera de una manera tan indolora. Esto lo digo tanto en un sentido corporal como figurado. Inconscientemente, nos habíamos imaginado algo más perfecto, una metamorfosis radical, como si en cada pequeño detalle hubiéramos de ver signos de lo que había pasado, como si los muebles y las paredes hubieran cambiado de carácter y el paisaje tras las ventanas fuese el de un nuevo mundo.
Pero en algún lugar de nuestro interior sí hemos sentido el cambio. El estado de miedo y expectación ha pasado de largo y ha quedado sustituido por una sordera completa, no de los oídos, sino del cuerpo entero, un cansancio o vértigo profundo. No podemos levantarnos de la silla e ir hacia la puerta sin ser conscientes de esta sensación y, sin embargo, ninguno de nosotros puede controlarla. Todo ha cambiado y, aun así, vamos buscando un mínimo detalle que sea diferente. Es como una amenazante convalecencia entre la enfermedad y su mortal desenlace.
La Dirección nos ha recalcado que no debemos sentirnos seguros. Aunque hemos pasado el tiempo suficiente en los refugios subterráneos del hotel, y todas las salas, salones, pasillos y habitaciones están controladas por los guardias —incluidos los alrededores del edificio—, a cada huésped le han entregado un dosímetro para anotar la cantidad de radiación a la que ha estado expuesto cada día. Han instalado intensímetros por todo el hotel, en el techo corredizo y en cada planta, y llevan a cabo lecturas a intervalos regulares.
Naturalmente, no supone ningún peligro que los huéspedes se sientan a salvo. Cuando la Dirección recurre a estas fórmulas no es porque carezca de empatía, sino más bien porque se beneficia de un lenguaje accesible que en parte la tranquiliza y en parte recuerda al tono impersonal de los folletos. Al fin y al cabo, en este momento la Dirección y los huéspedes están exactamente en la misma situación.
El mobiliario de mi habitación estaba resguardado en el sótano, incluso el espejo y las estanterías y las reproducciones que adornan la pared. Lo subieron todo y prepararon la habitación antes de que yo me instalase.
La cama, la mesa, las dos sillas, la lámpara, el armario. Los cuadros son de colores claros. Un jardín de Monet con amapolas demasiado rojas y una luz brillante pero tenue que intenta reproducir la luz de la infancia. Una cabeza de Klee, inerte como una máscara, pero pícara, brillante, parecida a un enorme melón, amable y al mismo tiempo terrorífica. La Dirección nos ha comunicado que podemos sustituir los cuadros si los consideramos inapropiados, o cambiarlos con los vecinos si queremos temporalmente algo distinto. Entre los dos cuadros hay un espejo para examinarse el rostro, pero eso no se puede intercambiar.
He estado pensando en uno de los apartados del folleto: «Una parte física de la descomposición radiactiva es la transformación de la materia. Se puede mencionar, por ejemplo, el P-32, el fósforo radiactivo. A partir de la emisión de una partícula beta, este isótopo se transforma en un sulfuro estable. No es difícil imaginarse el caos que se desencadenaría…».
¿Fue este aviso lo que nos convenció de que las cosas más familiares serían las más extrañas después de la catástrofe? ¿Que el fósforo descendería en la tabla periódica y se convertiría en azufre, que lo que pareciera un metal resultaría ser otra cosa con propiedades totalmente distintas, que las piedras ya no serían piedras y el aire ya no sería aire y que la transformación de una persona en estatua de sal dejaría de ser una fábula?
¿Creíamos que encontraríamos la mesa de madera convertida en una masa esponjosa y la superficie del espejo en una luz fosforescente impalpable, nos imaginábamos que el pomo de la puerta se pulverizaría cuando lo tocásemos y que los cristales de la ventana se harían añicos como un montón de sílice ardiente, que la tela se volvería inquebrantable como el acero y la fruta se haría añicos como la porcelana cuando nos la llevásemos a la mano? ¿Esperábamos que las moléculas del aire cortaran como cristales y que nuestra propia piel fuera una masa oscura vidriada que no tendría nada que ver con nosotros?
No nos imaginábamos que la transformación del mundo sería tan despiadada. Pero quizá uno de los motivos de nuestra impotencia sea que las cosas han conservado su apariencia inicial ahora que ha sucedido la catástrofe. Sin saberlo, nos habíamos encomendado a ella, pensábamos que redimiría nuestros miedos mediante imágenes tan potentes como las que antes solo era capaz de concebir nuestra fantasía.
Pero tras la estancia en los refugios subterráneos del hotel encontramos un mundo con menos cambios de los que habría provocado una tormenta de verano. Y ahora que tenemos una inmensa necesidad de conocimiento y perspicacia, ninguno de nosotros parece capaz de satisfacerla.
Pero solo ha pasado un día desde que regresamos, y todos han estado demasiado ocupados (o han hecho por estarlo) colocando muebles y comparando sus cuadros y la ubicación de sus habitaciones.
Afuera el sol luce entre una fina capa de nubes, pero no parece que vaya a llover, lo cual, según los expertos en radiación, debería tranquilizarnos.
Nos convocaron en el salón a primera hora de la mañana. Lo hicieron a través de la megafonía del hotel, que al parecer está configurada para difundir esta clase de órdenes incluso cuando cada altavoz individual esté apagado. Cuando utilizo la palabra órdenes no es con ánimo de insinuar oposición, sino porque este trámite me resulta discriminatorio para el huésped como individuo. Y aun así tengo dudas: es cierto que el sistema puede ser indispensable para todos nosotros, y a lo único a lo que me opongo es a su uso en este caso.
La Dirección nos informó de que en unos días mandaría una batida para investigar la posibilidad de contactar con otros grupos de las zonas que no estuvieran destruidas o que aún no supusieran una amenaza a causa de la radiación.
Los integrantes llevarán consigo un equipo de transmisión de gran alcance y cada mañana la Dirección nos comunicará qué mediciones y observaciones se han realizado el día anterior.
Evidentemente, el grupo irá equipado con los trajes de protección necesarios, pero se ha renunciado a que esté motorizado. Toda la red de carreteras ya estaba destruida cuando recibimos las últimas comunicaciones por radio en los refugios. Se habló de usar motos de campo pequeñas, pero seguramente son más apropiadas para distancias cortas, y el problema del combustible sería difícil de resolver.
El grupo estará compuesto por un técnico de radiación, un médico y un par de voluntarios que, según tengo entendido, ofrecieron sus servicios cuando aún estábamos bajo tierra en los refugios. Es totalmente comprensible que hayan preferido a personas jóvenes para llevar a cabo estas tareas.
Como no cabe esperar que el grupo encuentre alimentos en buenas condiciones, llevarán conservas, pero debido al peso no será posible abastecerlos de agua potable para más de un par de días. La Dirección y los exploradores confían en los suministros de agua dulce que aparecen en el mapa. A mi modo de ver, hay motivos sólidos para pensar que estos contenedores de agua hayan sido destruidos o que, si están intactos, alguien haya recurrido ya a ellos. El mapa que muestra las instalaciones subterráneas de almacenamiento de agua se envió oficialmente hace varios años.
En resumidas cuentas, me parece que el grupo de exploradores ha pecado de optimista en sus estimaciones. Por supuesto, los miembros fueron elegidos individualmente y la naturaleza de sus tareas puede haberles infundido esa excesiva vitalidad, quizá diría euforia, que muestran. Pero hay que tener en cuenta que no van únicamente en representación de sí mismos: si actúan de forma temeraria, las consecuencias para los huéspedes del hotel y para la Dirección pueden ser fatales. Según el plan, tal como está explicado en el folleto, solo se preveía el envío de un grupo de exploradores si fallaba cualquier otro método de comunicación pública. Sin embargo, pensé que era mejor no exponer mis dudas en la primera reunión.
Un huésped propuso que se retransmitieran en directo las comunicaciones de los miembros de la batida a través de la megafonía del hotel y, aunque la propuesta iba en serio, provocó risas y gestos de incredulidad. Por supuesto, la ocurrencia era melodramática, pero es importante que los huéspedes propongamos cambios que puedan generar debate.
El médico del hotel nos solicitó a todos que le facilitáramos muestras de orina un par de veces a la semana para comparar los resultados con las indicaciones del dosímetro. De repente, una mujer se puso a llorar compulsivamente y apoyó la cabeza en la mesa que tenía delante. Miró al doctor cuando este quiso ayudarla y siguió negando con la cabeza mientras repetía que su orina era impecable, que no dejaría que nadie la examinase y que en el folleto no ponía nada de esa clase de pruebas.
Se la llevaron tranquilamente y el médico le inyectó un sedante. Más tarde, cuando me di cuenta de que vivía en la habitación de enfrente, fui a verla. Estaba medio dormida y con sus húmedas y cálidas manos quiso agarrar la mía, pero sus pensamientos se habían sosegado y ya no le parecía horrible la petición del médico; era como si hubiese olvidado lo ocurrido en el salón.
La reacción de esta mujer es comprensible. Lo que es menos comprensible es que los demás nos mantengamos tan enteros, que vacilemos tan poco y que podamos debatir con calma y reírnos y enfadarnos. Su arrebato me parece más natural que nuestra contención: significa que ni su fantasía ni su sensibilidad están agarrotadas, como lo están las nuestras.
Y una vez más me pregunto si nosotros estamos en condiciones de valorar racionalmente las ventajas e inconvenientes de mandar a los exploradores, o de decidir sobre nuestro futuro. Si no corremos peligro de atrofiarnos porque nos hemos prohibido reaccionar de una manera que se salga de lo que dicen los folletos. Si sabremos gestionar nuestras opciones ahora que hemos obstruido los impulsos que podían volvernos previsores y activos, nerviosos e intranquilos, pero siempre capaces de tomar decisiones razonadas cuando la situación lo requiriera.
Me incluyo en estas consideraciones: no paro de darle vueltas al molesto color verde cobrizo de la alfombra y a los ruidos de la habitación contigua que penetran en mí sin que pueda oponer resistencia. El sillón es el único objeto de la habitación que me satisface. Incluso el espejo viene con un marco que le hace desentonar con el resto de los muebles.
Todos estos detalles me mantienen ocupado de una manera que despierta en mí inquietud y asombro. Mi único consuelo es que todo está aún tan reciente que lo que ha sucedido no lo puede entender la mente ni ha conseguido penetrar aún en mi organismo.
Hoy hemos tenido la oportunidad de salir del hotel por vez primera.
Cuando volvimos de los refugios estuve observando a los guardias, que, equipados con contadores Geiger, máscaras antigás y esa ropa protectora gruesa y clara, habían recibido autorización para inspeccionar los terrenos y la zona entre los edificios que ha sido drenada.
Han levantado todas las baldosas que conducen al jardín y a la playa y las han puesto del revés, han mojado los enormes cactus y han arado la tierra que los rodea, han cortado las flores y las han plantado en surcos individuales, han regado los arbustos y los han volcado sobre el césped, y le han dado la vuelta a cada brizna de hierba como a los dedos de un guante, si hemos de creernos los informes de los guardias.
Así pues, el paisaje es marrón y la tierra está levantada por doquier, pero las grandes hojas de cactus con forma de plato lucen un verde resplandeciente y el follaje de los arbustos brilla como si fuera artificial. Los estriados acantilados que se alzan sobre el mar han perdido la vegetación y están cubiertos de tierra y agua.
A poca distancia del recinto privado del hotel, la naturaleza no parece dañada. Abunda el gris y el verde, pero los guardias han estado tomando lecturas y aseguran que el terreno no es más habitable que un planeta cuya atmósfera estuviese compuesta de ácido sulfúrico. Podemos salir a pasear únicamente porque no hay viento y no hay riesgo de que el polvo de la zona que rodea el hotel se levante y entre en el edificio.
Anduvimos por el jardín como si quisiéramos comprobar que los caminos soportaban nuestro peso, y deambulamos entre los cactus y la rocalla; ninguno se aventuró a alejarse demasiado del grupo, seguimos la senda marcada hasta el mirador que hay junto a la playa y volvimos a la escalera principal del hotel.
Nadie habló mucho, todos llevábamos abrigo y no pocos se taparon la boca con un pañuelo, aunque el guardia nos había garantizado que no era necesario. Estábamos poseídos por una escalofriante inquietud que nos empujaba a ir pisándole los talones al hombre que llevaba el intensímetro.