Terraza de elefantes - Santiago Figueyra - E-Book

Terraza de elefantes E-Book

Santiago Figueyra

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Queriendo que su vida sea una construcción personal y no un conjunto de reglas impuestas, Teo, un joven de veinticinco años, se descubre interrogando el sentido de su vida. A pesar de estar enmascarado bajo un trabajo estable y un reciente título universitario, logra quebrar sus paradigmas y renunciar a los mandatos, para apostar por su deseo.Emprendiendo un viaje por Nueva Zelanda y Asia, se reencontrará con viejas y conocidas miradas que le ayudarán a encontrar sentido.Sus caminos lograrán despertarlo y entenderá que ya no puede cegarse ante sí mismo.La amistad y el amor lo llevarán a encontrar su trascendencia y entonces descubrirá que cualquier respuesta, siempre estuvo dentro de él.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 543

Veröffentlichungsjahr: 2019

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Figueyra, Santiago

Terraza de elefantes / Santiago Figueyra. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-854-9

1. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

I know I was born and I know that I’ll die.

The in between is mine. I am mine.

edward louis severson iii

Índice

Renacer

Despertar

Trascender

Renacer

¿No debería vivir una vida que fuera increíble? La pregunta es simple.

Mi vida, esta única e irrepetible circunstancia de existencia, ¿es increíble?

¿Cómo puede no serlo? O, mejor dicho, ¿cómo puedo aceptar que no lo sea? Soy crudo y entiendo lo siguiente: me estoy muriendo con cada segundo que pasa. Mi vida es irreversiblemente lineal y finita. No tengo vidas extras o segundas oportunidades.

¿Existe una vida después de la muerte? Acordemos aceptar por un instante de que sí la hay. Perfecto. Pero, aun así, esta vida, en estas circunstancias y condiciones es única, tremendamente volátil y fugaz, y aun así, ¿decido no vivirla de manera increíble?

¿Por qué dejo que corra el tiempo como si este no pasara? ¿Por qué decido que mi vida no sea increíble? No digo buena o muy buena. Digo increíble. Con mayúsculas. Gritándolo.

Trabajo en una multinacional gigantesca donde soy un número más. Elaboro reportes irrelevantes para la humanidad y mi impacto final en ese monstruo organizacional mundial es casi nulo. Seré jefe el día de mañana. ¿Por qué? Porque trabajaré duro para hacerlo. Dejaré de elaborar reportes irrelevantes para corregir esos reportes irrelevantes que los nuevos viejos yo elaborarán. Así que ahora soy un número irrelevante más coqueto porque tengo más prestigio y gano más dinero.

Seguí avanzando. Soy jefe de jefe. Excelente. Ahora escucho cómo mi previo yo presenta los irrelevantes reportes realizados por mi previo previo yo. ¿Aún más? Soy jefe de jefe de jefe. ¿Cuánto más adinerado y coqueto quiero ser? Si ya no tengo tiempo para nada, salvo para ser jefe de jefe de jefe.

¿Esa es mi vida increíble? Diez, doce, catorce horas por día trabajando.

¿Cambiar vida por reportes? ¿Para qué? ¿Más dinero? ¿Cuánto más necesito? ¿Otro televisor? ¿Una casa más grande? ¿Un auto más nuevo?

¿Es este mi criterio de vida increíble? ¿El plan para el resto de mis días? ¿O no conozco otro? ¿O me he convencido de que es el correcto? Tal vez mi vida ¿no pueda ser increíble?

La muerte me es una gran aliada a la hora de mostrarme un panorama. Me inspira a poner las cosas en perspectiva.

¿Estoy viviendo una vida por la que vale la pena morir?

¿O simplemente vivo así porque todo el mundo lo hace? ¿O porque gente que respeto, o me enseñaron a admirar, me dice y muestra que es el camino correcto?

Tal vez no me importe lo suficiente, o el esfuerzo no lo valga. Dejarse llevar es más fácil. Es lo que hay, ¿no?

El que tiene una vida increíble lo sabe. Lo ve en su reflejo en el espejo. Lo siente. Lo transmite.

Cuidado con el peligro de convertirte en un inconsciente eslabón más, de una ignorante cadena, que se mueve esquivando la incredibilidad por no perder su estado de confort. Por miedo a no pertenecer al masivo colectivo.

¿Por qué no apunto a vivir una vida increíble? Si al final la muerte nos llega a todos.

Despertate.

Un nuevo camino

En mi casa, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, me desperté sintiéndome libre por primera vez en mi vida. Aún preservaba la estela de ese sueño recién esfumado y la palabra increíble tatuada en mis pensamientos.

Claro que la casa no es mía, sino de mis padres. Pero sí me siento dueño de esta habitación y de esta cama que sostienen a mi nuevo y alivianado cuerpo. Me había sacado un gran peso de encima.

Con mis ojos recién abiertos, miré hacia el techo con incredulidad por lo que había sucedido.

Finalmente, después de más de siete años, ayer había finalizado mi carrera universitaria, y así, todas mis obligaciones habían terminado.

Había sentido tal presión y responsabilidad por mis estudios que no me había sentido del todo libre o merecedor de disfrutar plenamente de la vida.

Toda mi vida me la pasé siguiendo reglas.Reglas que eran más bien deberes, y pocas veces me había cuestionado seriamente el porqué de seguirlas.

Siempre fue el hacer las cosas porque eso era lo correcto. Cumplir con mis deberes y obligaciones porque eran los necesarios para la vida. Para llegar a ser alguien en la vida. O tal vez al menos para no ser nadie.

En mi mundo, no cabía la posibilidad de no ser ese alguien. Por ende, la fórmula de estudiar duro, obtener buenas calificaciones, llegar a la universidad, recibirse, y conseguir un trabajo bueno, prestigioso, y bien remunerado, era la clave indiscutible para triunfar en la vida. ¿Y la felicidad? ¿No debería ser enunciada en la fórmula?

Los ecos de las voces de mis padres diciéndome que mi única obligación era estudiar aún retumbaban en mis nuevos oídos.

Viviendo en un país como el mío, las posibilidades para desarrollarte se limitan, y es más prudente especializarse en un área donde el trabajo esté lo más garantizado posible. Quiero decir que las posibilidades no sobran. Las crisis surgen con pequeñas frecuencias. La economía trastabilla continuamente acompañada de una inexorable corrupción. Así que ¿cómo puede uno ante este contexto, y teniendo la gracia de poder estudiar, arriesgarse a estudiar una carrera no muy valuada en el mercado?

Aun así cada vez siento más cierto el hecho de que nadie puede a los diecisiete años, en plena adolescencia secundaria, decidir con certeza qué quiere ser o hacer por el resto de su vida. Honestamente, no tiene sentido. Nadie salvo aquellos que traen innato eso llamado vocación.

Yo no nací con eso, o todavía esperanzado, quiero creer que aún estoy a tiempo de encontrarla.

Atrapado en los engranajes de una sociedad donde el éxito se mide en el dinero que uno tiene, me vi condicionado a elegir una carrera tradicionalque me asegurase de alguna forma un bienestar económico futuro. Estas reflexiones no habían surgido tanto de mi juvenil mente, sino de la voz de la experiencia que reinaba en mi hogar. Mis padres.

Recordé cómo solían decirme: “Hijo, tenés que elegir una carrera seria, importante, digna, respetada, tradicional…”,y un sinfín más de sustantivos calificativos de lo que debía ser una carrera universitaria.

No correspondía en mi hogar, la elección de una carrera poco convencional, nueva o poco seria, como solían decir. Los títulos y condecoraciones eran cosa importante y uno no podía dejar de ser uno de esos.

Así terminé en la facultad de Ciencias Económicas. Convencido, al menos superficialmente, comencé un camino de números, reglas contables, leyes, impuestos y costos que en cuatro años y medio, en principio, me llevarían a ser contador público.

Todo parecía solucionado. La carrera elegida cumplía con los preceptos establecidos. Tendría oferta laboral al terminarla y por los atributos del profesional contable podría trabajar en cualquier rubro, dándole tal vez cierto dinamismo a mis tareas.

Bárbaro desde la teoría. Pero en la práctica había algo que yo aún no había descubierto.

No puedo hacer las cosas del todo bien si no tengo pasión por ellas. El trabajo ocupa tanto en nuestras vidas que sin pasión yo nunca voy a poder ser exitoso en él. Sin pasión, uno puede perdurar, pero no trascender, y eso de a poco te mata.

No fue tanto el tiempo que me llevó descubrir que mis estudios no me apasionaban. Tardé en admitirlo. En admitírmelo. Aun así, decidí terminarlos. Ya tendría tiempo de encontrar mi pasión.

El tiempo transcurrido fue difícil y esos cuatro años y medio se convirtieron en casi siete. Siguiendo toda esta lógica racional, durante ese plazo busqué trabajo en los estudios contables más reconocidos a nivel nacional. Quería probarme, convencerme de mi decisión. Entré como auditor en uno de esos prestigiosos estudios contables y trabajé hasta que no pude equilibrar mi rendimiento laboral con mi desempeño académico. Renuncié, pero tiempo más tarde, volví al mercado laboral para poder afrontar financieramente el final de mis estudios. Entre tantas luchas, angustias y crisis académicas, me convertí en un profesional contable. Finalmente lo era.

Entonces vuelvo. Anoche había sido el último de un sinfín de días de exámenes vividos a lo largo de todos estos años. Mis nervios indomables de ayer se habían esfumado como si nunca hubieran existido.

Con una mezcla de sensaciones, me desperecé, me levanté de la cama y caminé hacia la ventana de mi habitación. Sentía como si fuera la primera vez que miraba a través de esta.

Con una mirada reflexiva me encontré sintiéndome más ligero, inmensamente feliz, y hasta orgulloso de los moretones que recorrían mi cuerpo a causa de los huevazos que me habían tirado. Me costaba entenderlo, pero finalmente era libre.

El escudo familiar

Papá no tengo. Pero lo recuerdo vivamente, ya que falleció hace tan solo un año. Murió en uno de esos inimaginables accidentes que mutilan tu fe.

Recuerdo que el sacerdote en su funeral nos repetía… “No se cuestionen el porqué de este hecho. Solo acepten que fue.”

Jamás aceptaríamos racionalmente su muerte. Así que esa incolora y trillada frase de consuelo fue lo único que nos guio, como un principio, en el camino de la aceptación. Todavía recuerdo el olor a clavel que adornaba esa inescapable habitación de la funeraria. Así que, en tu descanso final, flores.

Es como adornar la muerte. No puedo dejar de ver el desalmado comercio detrás. Precios irrisorios para tener arreglos florales que decoren la última visión que les quedará a los otros, sobre tu existencia. Tanto que parece ser que, si estos no están, el fallecido no es honrado lo suficiente. Si cada uno trajera su flor, yo entendería otra belleza. Pero no sé. Parece ser que emociones humanas y dinero van de la mano como gran negocio.

De carácter incorruptible, mi padre tuvo una vida dura. Obligado a trabajar para sostener a su familia, había entrado en el mundo laboral a los catorce años. Con un sueldo mínimo y con los deseos de jugar arrebatados, tuvo que crecer de golpe. Terminando su escuela secundaria en el turno noche, estudió y trabajó hasta el día en que se recibió de ingeniero.

Un profesional hecho y derecho. Claro para hablar, no solía repetir las cosas. Duro para que no me desviara del camino, pero de un corazón blando que nunca dejó de dar todo lo que tuviera. Amaba a mi madre por sobre todas las cosas. Claro que a mí también. Compañero y amigo. Siempre estuvo. Nunca juzgó.

Mi mamá es el amor personificado. Sacrificada, postergó sus tareas profesionales para mi crianza. Siempre sentí que me daba todo a su alcance. Nunca dudó en dejarse de lado para que su familia tuviera lo mejor. Genia culinaria, nunca hubo comida más rica que la suya.

Para encontrar sentido

Soy de creer que tengo un corazón aventurero. De chico soñaba con aventuras, tales como estar perdido en una selva, o aparecer en una isla desierta, teniendo que sobrevivir con mi ingenio y mis manos. Hacer fuego de la nada, pescar con lanzas. Cosas de niños, quizás. Pero aun hoy me atraen. Tal vez de otra forma.

Creo que ese sentimiento, tal vez infantil, fue mutando, y si se quiere madurando para convertirse en algo más “lógico”. Ese sentimiento se aburguesó y se transformó en amor por viajar. No tengo islas desiertas, pero busco playas paradisíacas. No me pierdo en la selva, pero sueño en adentrarme en ella y pasar un día en un santuario de elefantes.

Lo que de chico podía llamarse corazón aventurero, al crecer se convirtió en un corazón viajero. Viajando puedo, siendo grande, vivir aventuras similares con las que soñaba de chico. “Una vida de aventuras”, suelo repetirme cuando mi cabeza comienza a maquinar con nuevos destinos.

La idea de viajar siempre me ha inquietado. Creo que viajando mi capacidad de asombro resurge de la somnolencia que la vence en la cotidianidad. Así que esta sensación de descubrimiento me lleva a siempre querer descubrir nuevos horizontes.

Recuerdo que tuve que esperar hasta los veintiuno para hacer mi primer viaje solo, al exterior. Era la antigua mayoría de edad para salir del país sin autorización. Antes de esto, había veraneado siempre en la costa de mi país, y como gran travesía, con mis veinte recién cumplidos encaré la Patagonia argentina con tres amigos y nuestras mochilas.

Ahora finalmente libre, volví a hurgar en mi bolsa de sueños y me encontré con una semilla que venía germinando hacía tiempo ya. Mi nuevo viaje. Un viaje que sonaba a épico en mi voladora cabeza. Destino: Asia y Oceanía. Pero esta vez, quería viajar sin el peso del tiempo. Sin limitaciones.

Nueva Zelanda ofrece visas de trabajo. Y eso quiero hacer. Quiero trabajar, recorrer y viajar. Esto me hace sentir un escritor diario de mi destino.

Pero falta. Aún falta. Cerré mi bolsa y afronté mi día.

Un engranaje menos

El fin de semana había desaparecido y ya volvía a viajar para ir a trabajar. Habiendo descendido del colectivo, caminé las cuadras restantes hasta la estación de tren.

Mientras esperaba en el andén, me puse a reflexionar sobre los hombres. A veces, no termino de entender cómo funciona el mundo.

No sé si era sueño, aburrimiento o el pensar que faltaban unos nuevos cinco días para tener nuestra bendita aparente libertad, pero mis reflexiones, luego noté, tenían un tinte un tanto depresivas.

Pensaba en el hombre, y en cómo vive bajo distintas normas sociales que lo controlan, equilibran, y armonizan con los demás.

También, vive bajo sus propias normas, convicciones morales, y religiosas si se quiere.

Lo que me cuestionaba esa mañana era cómo un hombre podía vivir como aparentaban vivir todos aquellos que me rodeaban en el andén a esa temprana hora.

¿Por qué aceptamos que al menos por treinta y cinco años deberás despertarte bajo la irritante alarma del reloj despertador? Somnoliento ir al baño. Higienizarte. Preparar un rápido desayuno. Cambiarte con ropas incómodas y salir. Todo rápido. Autómata. Programado y rutinario día tras día.

Te despediste de tu esposa e hijos, sabiendo que vas a pasar la mayor parte de tu día sin ellos.

Viajás. Dios quiera que no se retrase el tren, haya manifestaciones o paros. Llegás a la oficina.

Comenzás a producir. Te sometés a la presión. Te concientizás de lo poco trascendente de tus labores. ¿Quién no es reemplazable? Almuerzo rápido. Continuás produciendo. ¿A quién estoy salvando?

Fin de la jornada laboral. Por favor que no surjan inconvenientes y me pueda ir en horario.

Volvés a viajar. La misma lotería.

Llegás a tu hogar. Tarde e indefectiblemente cansado y habiendo destinado al menos once horas del día a la tarea de trabajar. Aprovechás las pocas horas libres que quedan para hacer las innumerables cosas que deseás, para finalmente terminar, e irte a dormir. Cerrando los ojos, vas calculando cuántas horas de sueño te quedan, mientras entendés que mañana todo será igual.

¿Qué nos motiva? ¿Cuál es el combustible que nos hace seguir a pesar de este panorama que vivimos a diario? Dichosos aquellos que apasionados por lo que hacen no sufren esto. ¿El resto? ¿Decide cegarse ante esta realidad? ¿Encuentra calma echándole la culpa a algo más que a sí mismo para justificar esta desdicha?

Creo vislumbrar un posible motivo por el cual esto se tolera: placebos.

A corto plazo siento que son los placebos diarios los que nos hacen seguir. Por ejemplo, saber que terminada la jornada laboral, juego al fútbol con mis amigos. Me junto a tomar una cerveza. Me voy de compras. Tengo una fiesta. Voy al cine. Son estos pequeños placebos diarios los que nos hacen no objetar este estilo de vida absorbente que nos roba irrecuperables horas de sol, aire fresco y vida libre.

¿Tal vez a largo plazo los nuevos placebos serán las correctas obligaciones que vayamos adquiriendo las que nos hagan continuar? Me casé. Tengo hijos. Debo hacerlo por ellos, seguir por ellos. Y así bajamos la cabeza, aceptamos nuestro aparente destino y continuamos ¿Hasta cuándo? ¿Hasta siempre? Si no sos o lográs la independencia financiera, deberás romperte la espalda días tras día, hasta tu último día en este mundo.

¿Por qué lo aceptamos? ¿Quién nos enseñó a no ver?

Entonces de repente estás tan tapado de trabajo que no tenés ni tiempo ni ganas para saber qué querés. Si te gusta o no. ¿Y qué hacés? Gastás. Gastar, el mayor de los placebos. Y ahí está. Es un macabro plan perfecto. Loas a los genios que esclavizaron a la humanidad. Educación, más trabajo duro, más consumo. Ahí está la fórmula de la felicidad.

¿Acaso no nos enseñaron que el trabajo y las responsabilidades son más importantes que la diversión? ¿Y por qué? ¿Mi vida no debería ser esencialmente divertida? Si lo que siempre buscamos es diversión. Tanto en salidas como en vacaciones.

Pero no. Seguimos con “trabajar duro, divertirse poco”. No tiene sentido. Debería ser “divertite mucho y trabajá lo necesario”. Con responsabilidad por supuesto. Con cuidado también. Pero es una locura trabajar un año para descansar dos semanas. Nos consideramos mentalmente sanos, aunque vivimos en esta rutina enferma.

¿Son estos placebos entonces los que disfrazan nuestra intrínseca realidad?

Hay gente muy ocupada creándose su imagen. Comprándose celulares con manzanas, relojes pesados, vistiendo últimos modelos y siendo un perfume, como para darse cuenta de que día a día pierden tiempo de vida.

Ojalá me equivocara y cada uno de estos compañeros de andén estuvieran viviendo su sueño. A mí, personalmente, me gustaría toparme con el reflejo de mi alma en las cosas que hago y, en este momento, mi alma parece harapos de lo que puede ser.

Desbalanceado tenía que enfrentar mi inevitable rutina de la cual me sentía prisionero. Pero yo estaba por hacer algo diferente. Me sentía distinto. Quería ser un eslabón menos y hoy era un gran día.

Había llegado el momento en que debía enfrentar a mi jefa y preavisarle que en un tiempo dejaría de trabajar para ella.

Mientras mi mente se sobrecargaba con estas turbulentas reflexiones, sonó por altoparlante la voz del boletero que anunciaba que, por problemas técnicos, como siempre, el tren sería cancelado y que el próximo vendría en veinte minutos.

—Placebos me dije a mí mismo—. Placebos.

Esperar confiado

Los días pasaron y la relación con mi jefa cambió bastante desde que le anuncié mi eventual partida.

Nada a gusto, intentó convencerme con argumentos que poco lograron incentivarme.

No era mi pérdida lo que la afectaba, sino el proceso de búsqueda y contratación de alguien nuevo, sumado al entrenamiento que ella debía darle.

Observé una vez más que no es tanto el valor humano de la persona lo que se aprecia, sino cuánto producís o dejás de hacerlo.

Fuera como fuese, mi capítulo laboral comenzaba a cerrarse. Solo tendría que cumplir con mis tareas hasta mi último día. Mi jefa podría decirme o tratarme como quisiese. Yo ya era libre.

Eran otras las cuestiones que me mantenían preocupado ahora. Había estado buscando compañeros que quisieran sumarse a mi viaje. “Cuantos más mejor”, pensaba. Tuve siempre la suerte de tener muchos amigos. Pensaba que no sería tan difícil. Pero ya el tiempo me venía mostrando lo contrario.

Mi cabeza era todo este laberinto de pensamientos cuando caí en razón de que el tren había llegado a mi estación. Mi día laboral había terminado.

Me acerqué a la puerta y bajé. El sol caía. El atardecer era el espectáculo que me acompañaría mientras caminaba hasta lo de Pablo.

Amigos desde la escuela primaria, siempre tuvimos una conexión y afinidad especiales.

Habíamos quedado en tomar algo para hablar y ponernos al día. Seguramente terminaríamos jugando al ping-pong y dejaríamos nuestros temas en el tintero. Teníamos un historial muy apretado, así que nuestros partidos eran muy peleados, y cada punto era una victoria.

Una estocada a la ilusión

No sé si era la luz, o la desgastada remera larga que Pablo tenía puesta, pero cuando entré a su habitación me dio la sensación de que estaba más alto. En cuánto lo saludé en abrazo, comencé a decirle lo que venía pensando.

—Te prometo una cosa. Libertad. Libertad absoluta. Es realmente un viaje único el que te propongo. Te estoy hablando de irnos seis meses a vivir una vida de ensueño. Seis meses sin preocupaciones, sin obligaciones, sin horarios. Seis meses sin padres, sin jefes. Seis meses de no tener que hacer nada que no queramos. Seis meses sin caos. Seis meses de paz mental. Seis meses de… ¡un vivir verdadero!

Me observé a mí mismo sintiendo el peso de cada palabra a medida que las decía.

Pablo me miraba en silencio. Medía alrededor de un metro ochenta y cinco. Algunos kilos le sobraban y tenía la tez levemente oscura. Llevaba el cabello a la moda. Bueno, a su moda. Ahora hacía un tiempo decía que llevaba un estilo casualmente desprolijo.

Pero ¿cómo describirlo más allá de su apariencia? Creo que su ser se reflejaba en su mirada. Circunscripta a unos apagados ojos marrones, su mirada comenzaba tímida y hasta con dejos de tristeza. Pero de inmediato devenía en picardía que transmitía a su rostro en caradurismo.

—Perdoná mi tono dramático, pero es una aventura extraordinaria que te propongo vivir. Quiero decir, al menos para nosotros, nuestra vida y nuestra burbuja, me suena bastante extraordinaria. Este es un sueño que viene creciendo dentro de mí y se apodera de a poco de todo mi espacio mental. Ya casi todo lo que hago es por o para el viaje...

—Sí. Tu entusiasmo es casi tangible, Teo —contesto Pablo.

—Suponete… si prefiero no salir un sábado es para ahorrar plata para el viaje. Si no me compro ropa nueva, o gasto en pavadas también. Es difícil y tenés que mantener una disciplina. Pero… si te lo ponés a pensar, es simple. Un dólar ahorrado acá es un dólar gastado allá —continué diciendo.

—La verdad, Teo, es que sí. Estás remotivado. Y la idea es realmente muy buena. Sabés que me encanta viajar, pero estoy en otra etapa ahora. Creo que estamos grandes para largar todo e irnos a la mierda.

Pablo me miraba con ojos serios. Había apartado a su naturaleza ocurrente y graciosa para contestarme.

—Es que no, Pablito. ¡Es el momento justo! Tenemos veinticinco años. Somos jóvenes profesionales recién graduados. Tenemos experiencia porque ya ambos trabajamos durante la carrera y más que nada ¡son seis meses! Seis meses no te cambian nada en una vida. Ahora estamos en febrero. Suponete que nos vamos en abril y en octubre estamos de vuelta. ¿Qué cambia de hoy a octubre? ¡Nada! Seis meses es nada. ¡Las ofertas laborales que tengas hoy, en octubre también las vas a tener! Si querés estudiar, ¿qué te cambia arrancar el año que viene? Seis meses hoy no te cambian tu vida profesional. Pero seis meses de viaje, y un viaje así, te van a cambiar la mente y el corazón por siempre. ¡Hasta puede ser que finalmente madures!

Reímos. No suelo sostener conversaciones serias sin bromear en el medio. Quizás sea parte de un mecanismo para cortar la tensión que suelo sentir.

—¡Eso no me vendría nada mal eh! Si tenés razón con eso de los tiempos, pero…— comenzó a decir Pablo.

—¡Espera! Una última cosa y termino. Vas a tener el resto de tu vida para trabajar en una empresa— Comencé a recorrer la habitación tomando objetos al azar y actuando de un hombre desgraciado y sufrido mientras le continuaba diciendo.

—El resto de tu vida para estar delante de una computadora… incómodamente sentado mirando números… Tenés toda tu vida para sonreírle falsamente a tu jefe y preguntarle cómo carajo estuvo su fin de semana… mientras buscás el momento para librarte de la educadamente falsa conversación.

Pablo me miró y sonrió cómplice.

—No soy necio, y veo tal cual lo que me planteás, Teo. Pero ya estoy encaminado en otra cosa. Cambié de trabajo. Estoy haciendo algo que el día de mañana me va a sumar mucho al currículo, y además sí… empecé un máster. Pagué la matrícula más el primer bimestre. Mucha plata.

—¿De verdad? Pensé que todavía era solo una idea. Pero no hace un año que te recibiste y ¿ya estás trabajando y estudiando de nuevo? —pregunté apenas comprendiendo su realidad.

—Sí, pero ahora es distinto. No tengo esa presión del estudiante universitario que solo quiere recibirse. Y esto es algo que la verdad me gusta mucho —me dijo con seguridad, haciéndome entender que lo había perdido como potencial compañero de viaje.

—Está bien, Pablito. Me parece lógico. Si tenés las fuerzas, las ganas, y además es lo que te gusta, no hay vuelta que darle.

—Sí, y me parece el momento justo también —agregó Pablo.

—Claro, sí —dije sin convencimiento.

Nos siguió un pronunciado silencio que menguaba entre lo que estaba bien y lo que estaba mal.

—Pero bueno… seguro conseguís alguien que te acompañe. Digo. Tenés muchos amigos, Teo.

—Sí… seguro… Pero tendría que sacar el pasaje lo antes posible, porque cada vez aumentan más —dije recordando ese detalle que jugaba con mi economía.

—Che, qué mala coincidencia con nuestros tiempos —dijo Pablo.

—Sí. La verdad es que sí. Pero la vida es así, ¿no? Como si en las cosas marcadas por el destino, poco lugar hubiera para la lógica. Todo sucede por algo y siempre podemos llevarnos algo de todo —dije sin estar del todo seguro de que realmente lo creía.

Jugamos cinco partidos de ping-pong y gané solo dos. Pablo era muy malo simulando ser humilde. Su socarrona voz lo delataba siempre.

Dejé su casa con las primeras horas de la noche. Un manto de nostalgia me tapó de repente. Sentía, sin una explicación lógica, que él era el indicado. Había llegado con la seguridad de que Pablo se uniría al viaje. Era el compañero ideal… ¡tenía sentido! Pero ¿por qué el sentido haría al ser?

Indudablemente había visto que no era mía para mover esa pieza del destino.

Iluminación disruptiva

Mis ojos decidieron abrirse. El reloj despertador marcaba las cuatro cero siete de la mañana “¿Qué querrá mi cerebro, para hacerme amanecer tan temprano?”, me dije.

Giré en la cama, esperanzado con que eso me volviera a mi mundo de ensueño.

Un par de giros después, me di cuenta de que era en vano. Estas últimas semanas habían sido intensas. Mi nueva libertad. El comienzo de la materialización del viaje. La desilusionante búsqueda de acompañantes. La tristeza de mi madre por entender que realmente me iba. Los ahorros que parecían quedar cortos. No recordaba qué más conformaba esta lista, pero mi resoplar me indicaba cuánto pesaba.

Mi cabeza estaba alterada y no quería dormir. Lo sufriría en la oficina dentro de pocas horas. Lo sabía.

Pero hice lo que siempre hago cuando me siento perdido. Me observé. Me observé sin juzgarme. Así me encontré presente. Auténtico y presente. En mi nuevo observador descubrí que era mi pasado quien me acechaba en esta madrugada. Mi repentino sonambulismo era, entonces, consecuencia de una voz de mi pasado.

Su voz. Ella.

Entonces recordé.

Una negra sin sus dos corcheas

Fue un sábado cuando llegó a mi casa con su nuevo auto nuevo que sin preámbulos, mi exnovia me dijo, que algo andaba mal. Inmediatamente traduje ese algo anda mal a algo anda mal con nosotros, que en verdad quiere decir algo anda mal conmigo,o sea, algo anda mal con vos, Teo.

Le pedí que no diéramos vueltas o anduviéramos con preámbulos. Sentémonos a hablar ya. Sorprendida por mi contrarrespuesta directa, accedió a mi pedido y me dijo de ir a tomar algo al río.

Mi casa queda a veinte minutos en auto de la zona gastronómica ribera. Así que preveía al menos veinte minutos atrapados en el auto, envueltos en una falsa charla cordial, llena de trivialidades que nunca serían tan irrelevantes en la relación como hasta ese momento.

Recordé que teníamos una gran relación. Que en cuatro años nunca habíamos tenido una pelea, por nada. Honestamente, no conocía su faceta enojada. Tal vez, después de todo, eso no sea algo positivo. De cualquier manera, a lo que quería llegar es que no iba a tolerar veinte minutos en esa condición. Pedí redireccionarnos hacia una cadena de comidas rápidas que estaba solamente a cinco minutos.

Una vez adentro y después de haber obtenido el pedido en el mostrador, me di cuenta de haber elegido el peor lugar para que se me rompiera el corazón. No solo estas cadenas son ruidosas, sino también que están repletas de alegres niñitos que recorren y corren de un lado para el otro. Benditos niños.

Así que ya sentados y frente a nuestro obligado pedido, suspiró y con una valentía respetable, me miró a los ojos. Estoy confundida. Ya no sé bien del todo lo que siento por vos, Teo.

Aclaro, para no sonar tan ingenuo, que lo que ella me dijo se volvía a traducir en otra cosa. Algo como… Me cansé de vos. No quiero ser tan directa y lastimarte, pero sí, no tengo ganas de seguir con esto de pelearla, de remarla. Pero esto es nuevo para vos. Necesitás tiempo para procesarlo y aceptarlo. Yo por mi parte ya lo sé y lo vengo sabiendo hace un tiempo, pero estoy siendo lo suficientemente sutil, educada y humana para no dejarte ahora mismo.

Eso fue lo que quise leer entre líneas. Tampoco quiero que parezca que no tenía corazón, al contrario. Pero es la forma en que se rompe con alguien. De a poco. Sutilmente y con tintes confusos.

Así que ahí estaba yo. Con mi corazón astillado, procesando sus palabras, mientras unos mellizos corrían y gritaban para llegar primeros al pelotero.

Ella no derramó ni una lágrima. Al menos no esa vez. Yo tampoco. Por más que mis cavidades oculares estaban sobrecargadas de agua en ese momento, ni una pequeña muestra de agua se reflejó en mis ojos.

La tarde continuó con nuestra mutilada pareja, tomados de la mano, recorriendo las tranquilas y arboleadas calles del barrio. El peso de su silencio solo era vencido por la densidad de mi amargura.

Mis pensamientos en esas cuadras se movieron por todos los recovecos de mi mente y me puse a analizar mis sentimientos como si yo estuviera ajeno a todo.

Por un lado, una incisiva tristeza se había apoderado sobre mí. Pero la tristeza se mezclaba con la angustia y la desesperanza del inminente final de una relación y la pérdida de una persona que jamás volvería a formar parte de mí. Una despedida. Un adiós. Una muerte.

También confluían en mí las ganas de soltarle la mano, alejarla de mi lado y correr en dirección opuesta, contra la necesidad de tomarla por la cintura y besarla como si mi vida dependiera de ello.

A su vez, también me invadía un rayo de optimismo que me susurraba al oído… Vas a estar bien sin ella. Hasta mejor. A lo que un rocío de oscura negatividad cruzaba mis ojos y comentaba…Sabés que no vas a estar bien. Es lo peor que te pasó en la vida.

Así, me encontré pensando en mis pensamientos. Aturdido y conmocionado, sentí cómo ella me llamaba y me decía… —Volvamos. Ya nos alejamos mucho del auto.

Y así, volviendo del mundo de las ideas, me encontré nuevamente hablando de tópicos tan irrelevantes hasta ese punto que hubiera preferido el frío seco del silencio anterior.

Quizás como parte del proceso de amortiguación de este nuevo dolor, en vez de separarnos en ese momento, terminamos yendo a su casa.

Luego de una inesperada e improvisada cena con sus padres, nos quedamos dormidos.

Boca arriba con su cabeza junto a la mía, compartíamos la almohada.

Aún tenía su mano en mi pecho.

La luz del amanecer se entremetía por las rendijas de la ventana de su habitación, tiñendo el cuarto de un color cobrizo.

Mis leves movimientos la despertaron. Lentamente levantó su cabeza y me miró.

Su rostro, aun somnoliento, rebalsaba de ternura. Tardó unos instantes más en abandonar su mundo de ensueño y cuando lo hizo posó sus ojos en los míos.

Nos mirábamos. Entonces lo vi.

No era un cruce más de miradas. Miles de contactos visuales habíamos tenido, pero nunca uno como este.

Es raro. A veces las miradas son difíciles de interpretar. O traen información inconclusa. Esta vez no. Este encuentro visual dijo más que todas nuestras charlas pasadas.

Tal vez sea cierto entonces que los ojos son el reflejo del alma.

No puedo precisar cuánto duró esta conexión, incluso, los recuerdos de este momento quedaron algo tergiversados por tratar, más adelante, de suprimirlos para apaciguar mi dolor. La realidad es que en sus ojos pude notar que la había perdido. Sus ojos me decían todo. No había vuelta atrás. Las palabras a esta altura sobraban. Cualquier argumento que me planteara o excusa que me volviera a decir era irrelevante. Ella se había desprendido de mí. Se había desenamorado de mí y contra eso ya no podía luchar.

Así me quedaba yo. Junto a ella, pero con el corazón roto. Una inmensurable sensación de vacío y a su vez una desesperanza abrumadora comenzaba a carcomerme.

De a poco me veía superado por la situación y comenzaba a hundirme en una irreconocible profundidad.

Entonces el pecho comenzaba a pesarme como si hubiera tomado una taza de concreto líquido.

Fue entonces cuando comencé a comparar y teorizar con mi mente, que lejos estaba en ese momento de poder controlarla. Veía entonces cómo, en su justa distancia, el desamor es peor que la muerte.

La muerte es el final. Un no retorno infinito. Pero es racionalmente comprendido. Por supuesto que la muerte es, en su carácter de irreversible, más trágica. Pero el desamor acarrea sentimientos llenos de pena en un formato similar.

De la muerte nada se espera. Vino y se fue. Racionalmente la comprendemos y racionalmente solo nos queda aceptarla. La muerte es más comprensible. El dolor se abraza desde el momento cero y ya desde entonces uno comienza a recuperarse. ¿Y al final que te queda? Nada. Sos dueño de ese desbordado vacío imposible de domar.

Solo queda destruirte para algún día quizás renacer. Marcado. Pero mejor.

El desamor es más fuerte en este sentido. Perdiste un amor, pero esa persona sigue ahí. Latente. Geográficamente cerca. Alcanzable.

Existe la casi siempre vana ilusión de un retorno. De una reconciliación.

Existe la idea de realizar actos heroicos para recuperar ese amor. Unos actos que alimentan nuestra esperanza. Ilusoriamente sentimos que, resistiendo y comulgando con el dolor, aún podemos retener a esa persona.

Existe también esa vana esperanza de que la otra persona está confundida. Que su decisión no es terminante. De que volverá. Mejorará y recuperaremos ese núcleo de amor. Porque uno vale la pena.

Existe, para terminar, la sentenciosa sensación de que era la persona indicada. La única. Y que por ende nos queda la soledad por delante u otra persona menos ideal que la perdida. Nos espera, entonces, la conformidad.

Así consigue una macabra luz de ventaja el desamor contra la muerte. Así la ilusión le gana a la finiquitad.

La miré por última vez. Pero esta vez, no la hallé en sus ojos.

Cuando dos personas están enamoradas y se miran a los ojos, sus latidos se sincronizan. Nuestros corazones lejos estaban ya de poder sonar al unísono.

Doctor Verita

Usualmente, el torbellino de mis pensamientos se esfuma cuando salgo a correr. Mi reproductor de música marcaba unos, ciertamente cuestionables, diez kilómetros de recorrido, cuando me descubrí notoriamente cerca de la casa de Pablo. Habiendo cumplido con mi entrenamiento, decidí pegarle una visita a mi amigo. La casa de Pablo quedaba justo a cien metros de nuestro excolegio. Por este motivo, siempre había sido nuestro centro de reuniones. Su mamá, Mirta, me conocía desde pequeño, cuando apenas le llegaba a la cintura. Hoy era ella quien levantaba su mirada para verme.

—¡Hola, Teo! ¿Cómo andás? Pablo está en su cuarto. ¡Pasá!

Mirta era como una segunda madre para mí. Era la que me dejaba quedarme a dormir cuando había tomado mucho como para volver a casa, o a la que no me avergonzaba contarle de la nueva chica que me gustaba y del miedo que me provocaba invitarla a salir, o la que siempre me decía lo que yo quería escuchar y justificaba lo injustificable solo porque se trataba de mí. Esas mamás no mamás de la vida a las cuales uno les toma un cariño especial. Lo mismo era mi mamá para Pablo. Algo me dice que entre ambas madres habían llegado a un arreglo para forjar estas relaciones con nosotros y así compartir mutuamente después lo que les pasaba a sus hijos. Me tomó un tiempo darme cuenta de su plan. No soy aún muy astuto en estas maniobras parentales.

—¡Hola, Mirta! Qué bueno verte. Gracias, permiso.

Si hay algo destacable de nuestra sociedad es esa especial amabilidad que se encuentra en los amigos y en sus familias.

Acabo de llegar a su casa, sin previo aviso, se acerca la hora de cenar y es un día de semana. Así todo, me reciben con una amplia sonrisa. Con una expresión de agradable sorpresa me invitan a pasar sin cuestionamientos. No importa la hora, o si hay desorden o si estaban entretenidos con algo. Soy un invitado, y aunque sea de imprevisto, me hacen sentir como un miembro más de la casa. Por supuesto que más tarde me van a invitar a que me quede a cenar, y si falta comida se hará algo más, o se comerá lo que haya.

Entro en el cuarto de Pablo y lo encuentro tirado en la cama probando unos acordes en su vieja guitarra.

—¡Teo! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? —Interrumpió el nacimiento de su melodía y se levantó para saludarme.

—¡Qué hacés, Pablito! —Nos abrazamos—. ¿Otro blues depresivo? —comenté riendo.

—Solo jugaba —sonrió avergonzado—. ¿Qué contás?

—Vengo a cambiarte la vida —contesté sonriendo.

—¿Ah, sí? ¡A que es por el viaje! Seguro que hablaste con todos tus amigos y no encontraste a alguien tan divertido como yo para que te acompañe.

Reímos. Las conversaciones con Pablo se componen por comentarios sarcásticos, falsa humildad, bromas, frases absurdas, interrupciones para meter viejas anécdotas… todo entrelazado en un mundo de conversación que es solamente nuestro. Detrás de todo, la seriedad de cada tema.

—Justamente sos mi último recurso. Ya les pregunté a todos, hasta a gente que no me cae bien. Y nada. Así que recurro a vos.

—Bien. Así que nadie quiere ir con vos. ¿No serás vos el problema? —me dijo señalándome.

—Creo que soy demasiado para los demás. Es mi maldición.

Giró los ojos y aprobó irónicamente.

—Pero de todos tus amigos… ¿ninguno?

—Ni uno —contesté un tanto apagado.

Pasamos varios minutos hablando de lo que había pasado y de repente me daba cuenta de lo solitario que se presentaba mi panorama.

—Teo, sabés que me encantaría acompañarte. Pero lamentablemente nuestros planes de vida no coinciden. Un año atrás, quizás, hubiera dejado todo y estaríamos armando las mochilas juntos. Pero hoy, estoy bien, centrado, encaminado. Y lo más importante es que estoy entusiasmado.

—Lo sé. Ya lo hablamos. Además, nunca me prometiste nada… solo que… estoy cansado, Pablito. —De repente me descubría confesándome.

—¿Cómo cansado? ¿De qué estás cansado?

—De pensar —le dije mientras sentía mi voz apaciguarse.

—Uy. El peor de los cansancios, Teo. ¿Vos sabés que pensar, repensar y volver a pensar causa indigestión a tu espíritu?

—Sí. Creo que es la única frase mística que tenés, y me la repetís desde que tengo memoria.

—Tengo otras —dijo mientras elevaba las cejas y torcía la cabeza en gesto superado—, solo que decido guardarlas para personas especiales.

Sonreí asintiendo a su burla.

—Siento que la lógica no tiene lugar en mi vida. De verdad, a veces me pregunto. ¿Qué es lo que me hace vivir y creer tanto en lo que hay dentro de mí?

—Te escucho, Teo. —Pablo se acomodó en su lugar y me ofreció su escucha.

—Hay algo detrás de todo lo que puedo entender que me empuja a seguir con este viaje. Ayer, por ejemplo, discutí con mamá.

—Pobre tu santa madre.

—Ella con toda su alma busca hacerme entender que lo que quiero hacer es una locura. “Joven profesional, recién graduado, en una buena empresa, con posibilidades de ser contratado en una aún mejor empresa, deja todo y se va a tener una irresponsable y sin sentido… vida de hippie”.

—Suena como ella… —asintió Pablo con gracia.

—Cuando en vez de eso podría ya estar apuntando a un futuro más prometedor y seguro. Y libre del riesgo de contagio de cualquiera de esas enfermedades desconocidas que solo vemos en la televisión —agregué asumiendo en parte ese sentido.

—Contraer malaria es algo serio, Teo.

—¿Entendés que lo que dice mi mamá tiene lógica? Lo mismo me dijo mi jefa y un par de compañeros que están haciendo una buena carrera en la empresa. Entonces me pregunto… —Noté cómo elevaba mi mirada perdiéndola en un rincón de la habitación—… ¿Qué es la vida?

Hubo un silencio donde Pablo dudó entre contestar o aceptar lo retórica de la pregunta.

—De verdad, Pablito. ¿Qué es la vida? —Me reincorporé y lo miré—. Porque tengo veinticinco años y veo ante mí un mundo de cosas. De alternativas, posibilidades, sueños, riesgos y miedos. Pero me asombra no poder entender la razón de… mi existencia.

—No sé, Teo… la vida es… la vida es lo que hacés.

—Bueno… pero ¿cuánto vale ir en contra de todo? ¿Cuánto vale perderse en una ilusión si te llevás a todos por delante? ¿Si herís a gente que amás? ¿Si decepcionás a gente que respetás?

—A mí la verdad me hiere que termines yendo a las mejores playas del mundo mientras yo estoy estudiando… si ese es tu cuestionamiento…

—Me siento solo —comencé a descubrirme en mi catarsis.

—Pero te perdono, y te doy mi bendición para que vayas.

El humor de Pablo apañaba mi despertar reflexivo.

—No sé lo que es la vida. Tampoco sé si en algún momento sabré lo que es vivir. No siento tener hoy esa respuesta, pero me parece ¡imprescindible!

—¿Y quién sí la tiene, Teo?

—No sé. Sé de muchas recetas para vivir. De muchas personas que viven de cierta forma y piensan que es la correcta… o lo hacen así, porque todos lo hacen. No sé cuántas personas se plantean esto… pero allá ellos.

—Lógico… no pensar es más fácil a veces.

—Lo que sí sé y, no podría aceptar, Pablito, es que mi vida se convierta en una consecuencia de actos.

—¿O sea? —preguntó Pablo.

—Es decir que… porque elegí ir a la universidad, elijo este trabajo. Porque elegí este trabajo, vivo de esta forma. Porque vivo de esta forma, tengo este amor. Estos hijos, este destino.

—Digamos que no tolerarías ser la consecuencia de hechos, en vez del creador de estos.

Por primera vez en mi reflexión, encontré sus ojos y asentí.

—Claro… exactamente eso.

—¿Sabés que frase detesto yo, Teo? “Es lo que hay”.

Esbocé un nacimiento de sonrisa.

—¿De qué te reís?

No es que me río. Pero de repente me siento un poco más pesimista.

—¿Te quedaste pensando en las enfermedades de las que habla tu mamá? La verdad, Teo, es que la colitis no es nada agradable.

Ahora sí mi sonrisa fue completa.

—Aprecio tu humor, pero no, Pablito. Me preguntaba, ¿qué nos queda al final?

—¿Qué final?—preguntó contrariado.

—¿Qué nos pasa cuando es hora de partir? Entonces dejamos este mundo. Y ¿qué somos? Somos nada. O bueno, seamos poéticos. Somos inexistencia, al menos en este plano.

—Bueno… a ver. —Pablo fruncía el entrecejo.

—Todo lo que fuimos hasta hacía unos instantes lo dejamos de ser.

—Sí, sí. La nada y nosotros son equivalentes.

—Claro. Y ¿qué dejamos? Tal vez hayamos sido merecedores de permanecer en la memoria de los demás, y de esta manera, a pesar de nuestra inexistencia, perduramos.

—¿Y todo lo material?

—Bueno, ahí está. Aún de pie. Visible. Sólido. Tangible.—Y lo obsequiamos a nuestros herederos, Teo.

—Bien. Pero si me imagino situado en este instante antes de morir y recuerdo todo el estrés, la preocupación y en cierta medida el debilitamiento que me generó obtener todo eso material, me pregunto: ¿valió realmente la pena?

—¿Es decir?

—Me pasé años ahorrando, postergando, planificando y dejando de hacer para tener un buen sustento material. ¿Valió la pena? Dejé momentos, experiencias, amigos y familia, por preocupaciones, trabajo y dinero. ¿Por qué lo hice? Por supuesto que en este mundo no se puede sobrevivir sin una cuota básica de cosas materiales. Pero todo eso que en vida y principalmente en juventud nos parece imperioso obtener es realmente irrelevante cuando pasamos a no existir. ¿No deberíamos abrir los ojos a la noción de que vivir por tener algo es verdaderamente absurdo?

—Entonces, consecuentemente, no podés decir que la felicidad está en la obtención de algo. O la tuya al menos —dijo Pablo.

—Claro que nadie quiere vivir en la miseria, pero voy a que no puedo esperar a vivir o a ser feliz cuando pase tal cosa y cuando tenga tal otra.

—No. Eso es un desencanto a la vida.

—Quizás por ahí ande la clave, ¿no? Es decir, nunca podrás estar más presente que en ese momento previo a la muerte… ¡porque no hay retorno! Ese es el fin.

—Como si diariamente debiéramos tener ese estado de total presencia. ¿Eso decís? … Parece surrealista.

—Sí. Puede que lo sea… Sin embargo, siempre esperamos, proyectamos o planeamos, como si fuéramos señores y creadores absolutos de nuestros destinos. ¿No se muere la gente repentinamente? ¿No aparecen cánceres insospechables como si nada? No quiero exagerar ni dramatizar, pero ¿tan ingenuos somos para ignorar esta realidad?

—Nada pasa, hasta que nos pasa —asintió Pablo.

Entonces se produjo un repentino silencio que se hizo notoriamente presente. Un silencio que pesaba tanto que no podríamos sostenerlo mucho tiempo más.

—Fue todo muy pesado, Pablito. Perdón.

Pablo levantó su mirada. Esta vez sabía que él no debía hablar. Seguí.

—Primero mi papá. Ahí se me presentó Dios y pateó a la mierda todo el tablero de mi vida. Tuve que olvidarme de la lógica y aceptar. Rendirme ante el universo—. En cuanto terminé esta frase quise haberme mordido los labios, ya que el padre de Pablo había fallecido hacía algunos meses y me sentía egoísta trayéndole mi dolor. Bajó su mirada. Continué.

—Después ella… que dejó de sentir amor por mí. Y eso casi consume mi espíritu. Sentí dolor físico por amor. No sabía que eso existía.

Pablo cambió de postura. Me escuchaba con atención, pero su cuerpo expresaba lo que él reprimía.

—Fallé mucho en la universidad. Innumerables veces. Pero bueno, terminé. Terminé, y descubrí lo prescindible que sos en un trabajo, y cuánto más importa lo que hacés que quién sos. Finalmente derivé mi negatividad y creé un viaje enteramente asombroso para mi cabeza…

—¡Está muy bien! —dijo Pablo mientras levantaba su puño en señal de apoyo. Había visto el breve segundo de optimismo y aprovechó en resaltar lo positivo de la reflexión.

—Y… descubro que finalmente voy a viajar completamente solo.

El puño victorioso de Pablo cayó vencido por la ley de la gravedad.

—Pero aun así, Pablito… creo en algo… No puedo decirte en qué. Pero creo.

—Es difícil ser optimista, Teo. Hay que ser valiente para creer.

—Sí. Puede ser.

—Creé. Tu espíritu es grande. Te conozco hace tanto… Y vivimos tanto… Veo en vos algo más grande… un… un espíritu ¡indómito!

Entendía su intención de levantarme el ánimo. Cierta o no su declaración, su gesto me llenaba de gracia.

—¡Eso! ¡Qué buena palabra tiré! Espíritu indómito. Que tu espíritu sea indómito. ¿Qué te parece? Es medio mística también ¿no?

Antes de que pudiera contestar escuchamos el grito de Mirta que venía desde la cocina.

—¡Chicos! ¡A comer!

Con nuestra charla en pausa, pasé la cena con Pablo y su mamá hablando de todo y de nada a la vez. Acabada esta y prometiéndole una próxima visita a Mirta, Pablo me acompañó a la puerta.

—Gracias por tus palabras y tu contención, Pablito —le dije antes de despedirnos.

—No es nada. Solo quiero que estés bien —dijo Pablo mientras torcía los labios en preocupación.

—Lo estoy. Creo que lo estoy. —Me rasqué la cabeza agregándole inconscientemente mayor inseguridad a mis palabras.

—Y si no… ¡lo vas a estar, Teo! —Pablo me palmeó el hombro.

—Honestamente, muy dentro de mí, tenía el presentimiento de que todo se iba a desmoronar y que terminaría yéndome solo.

—¿Entonces, vas a ir igual? ¡¿Solo, te vas a ir igual?!

—Sí, por supuesto. Dicen que un sueño es un deseo que hace tu corazón. Entonces no quiero fallarme. Quiero serme fiel.

Aparentando seguridad, le guiñé el ojo y trotando comencé a irme.

—¡El sábado jugamos, Teo! Más te vale que vuelvas a meter goles. ¡Estás en un momento pésimo! —gritó Pablo haciéndome volver a mi cotidianidad.

—Salí a correr vos, ¡gordo! ¡Chau! —le grité mientras me alejaba.

Nuestras voces se perdieron en la noche, y esos ecos quedaron en el recuerdo de otra noche cálida vivida a la par de mi amigo.

Silencio ensordecedor

Me encontré plasmado frente a la pantalla de mi computadora queriendo encontrar por enésima vez el error en mi hoja de cálculos. Entonces la alarma del calendario sonó. Teníamos una reunión.

Resulta que todos los meses nos reúnen en una sala para presentar los resultados de nuestra operatoria mensual.

Un compañero expone ante todos cuál fue nuestro rendimiento.

Honestamente, todos sabemos cómo nos fue. Esto es una simple presentación a nuestro gerente, quien también sabe cómo nos fue, por ende, termina siendo una gran farsa a mi gusto, pero que queda bien hacerlo.

Interminables filminas después, se produce el cierre.

—Así que podemos decir, después de todo esto, que tuvimos un buen mes.

Todos asienten y miran a nuestro compañero y él busca la mirada del gerente. Es él quien siempre da el cierre final.

Escuché con atención sus primeras palabras, pero después, enseguida me perdí en mis pensamientos. Realmente no les veía el sentido a estas reuniones. Tampoco veía sentido en el rostro de mi gerente. O, mejor dicho, el sentido que encontraba en su rostro me causaba una cierta desazón.

Lo vi, lo escuché. Ni él se creía sus palabras. Hablaba de resultados, porcentajes, responsabilidades, progreso. Hacía sonar como si estuviéramos salvando al mundo.

¿Cuándo fue que él eligió esta vida? ¿Cuándo fue que decidió aparentar?

¿Da orgullo formar parte de esto? La verdad, no lo sé. Yo trabajo acá porque no sé qué más hacer. Soy joven, y con eso justifico mi quizás irresponsable decisión. Tengo sueños, y anhelos de libertad casi románticos, pero él no. Él está ahí para quedarse.

¿Toda su vida pasa a ser esto? Perdón, su vida no. Él. ¿Él pasa a ser esto?

Claro que tiene dos hijos que cuidar y criar. Qué más digno que romperse la espalda por ellos.

Pero resulta que, en un punto en su camino, dejo de pensar en él y paso a pensar en los demás. O no. Tal vez no. Simplemente siguió pensando en él. Es esta la vida que quiero. Quiero este trabajo. Quiero esta oficina. Quiero estas horas acá adentro. Quiero esta plata, esta estabilidad, esta rutina y esta previsibilidad. Quiero esta comodidad y quiero estos objetivos. Acepto estas cuotas eternas, acepto esta situación financiera.

Realmente acepto todo esto. ¿Por qué?

Si esta vida es tan tuya, tan corta y tan libre. ¿Cómo aceptamos todo esto si no sonreímos de placer diariamente? ¿Es realmente lo que nos gusta?

¿Cuánto nos llevó la vida a ser y cuánto hemos decidido ser?

Nos estancamos acá. En trabajos fijos, porque tienen sentido. Tienen seguridad. Tienen lógica. Tienen un panorama claro.

Pero no los disfrutamos. Ciertamente no los disfrutamos.

¿Entonces?

Debe ser difícil no dejarse llevar por delante por la propia vida. En nuestro camino, nos olvidamos muchas veces de que todo lo podemos. A todo podemos acceder y todo podemos crear.

Sería un triste desperdicio despertarse un día, tantos años después, viendo que nuestra vida es una consecuencia de hechos sucedidos y no de hechos verdaderamente elegidos.

¿Pero quién nos detiene? ¿Quién nos abre los ojos?

Cada uno tiene el poder de mirar más allá. Dudo de que la gente se regocije en la infelicidad. Por supuesto que se quejarán y harán saber que su mundo es una porquería. Siempre podemos cambiar. ¿Por qué nos cuesta tanto creerlo?

Se nos dice qué hacer. Quiénes debemos ser. Lo creemos. Lo tomamos y aceptamos como verdad. ¿Por qué? Porque somos como un disco duro vacío y listo para ser programado y estereotipado. Nos convertimos en predecibles.

¿En qué momento perdemos nuestra capacidad de libertad? ¿En qué momento nuestro mecanismo de libertad falla o se desprende? Nos enseñan qué querer. Qué está bien y qué está mal. Vivimos con verdades incuestionables.

Crecemos formando parte de pautas, normas sociales, conductas adecuadas. ¿En qué grado perdemos nuestro estado salvaje?

Por supuesto que es necesaria una domesticación para sobrevivir en sociedad. Estoy de acuerdo con eso.

Quizás el logro sería que el proceso educativo nos lleve a discernir entre las cosas y obtener nuestras propias verdades y no las del masivo generacional colectivo. Por nosotros mismos. No porque es lo que hace la gente, tus maestros, el sacerdote, o tus libros sagrados.

Entonces lo veo. El problema soy yo. Quiero desaparecer. Volverme invisible. Imperceptible para mi entorno. Encontrar el botón de me rindo.

Basta de mi realidad. No la tolero. No aguanto mi indiferencia y este seguir sin rumbo.

Cargo el peso de este vacío. Es insostenible.

¿Qué lo hace peor? Tener que fingir. Simular sonrisas. Hacer alguna broma. Aparentar interés sobre a lo que a todos les interesa, para no ser cuestionado. Para no ser desenmascarado. Pero ¿por qué esto? Porque nadie puede comprenderme. Al menos nadie de mi mundo.

Desaparecer y que esa levedad se ocupe de mí y me evapore por un tiempo. Estoy cansado de la intrascendencia.

En algo más está la respuesta a todo esto. Pero no la sé.

Solo perduro. Más visible que nunca.

De repente volví de mi ensimismamiento y descubrí que todos estaban dejando la sala. La reunión había terminado. Un éxito.

Perderme para rencontrarme

No me puedo separar. Mi mente ha creado un ser intrínseco con vos. Ese ente que creamos en la relación aún perdura dentro de mí. Trato de desprenderlo, pero aun así sigue latente. Pegado. Lamentablemente fusionado.

Con optimismo a veces siento que me desprendo de algunas capas de este sentimiento que viví. Veo cómo comienza a mutar y desaparecer. Pero entonces renace y me quema como si nunca se hubiera ido. ¿Por qué es tan pesada la angustia? Tal vez porque el amor es tan ligero. ¿Cómo puede esta fuerza adueñarse de mí? Con todo lo que me compone como individuo. ¿Cómo puede esta frustración dominar mi completo sentir, actuar, soñar? Así siento cómo me aprisiono más y más en mi esqueleto de frustradas sensaciones.

Sé que no está. Se fue. No hay un ella en mi mundo. Pero me dejó todo esto que no puedo mantener ni desechar. Me dejó libre de ella, pero prisionero de mí mismo.

Mi libertad se encuentra dentro de mí. Pero tristemente no quiero hallarla porque mi desconsuelo aún me ata a ella. Por más que el canal sea la tristeza, eso me identifica con ella y me hace sentir que de alguna manera conmigo aún la tengo.

En toda esta meditativa reflexión una silueta se me presentó. No la reconocía. Se acercó tomándome con ambas manos. Me sujetó con fuerza y estampó su mirada sobre mí. Esta estaba cargada de tensión, preocupación y hasta furia quizás.

Solo percibía sus ojos. La forma de su rostro me esquivaba.

—¡Levantate, Teo!

—Estoy levantado —me sentí decir.

—¡Levantate! ¡Ya está! ¡Dejá de regalar tus lágrimas! ¡¿Para qué derrochás tus fuerzas y desperdiciás tus pasiones?! ¡Sí! ¡Te dejó! ¡Te rompió el corazón! Sí, se fue para no volver. Sí, no te dio ninguna respuesta concreta, o respuesta que te hiciera sentido a vos. Te dejó hecho trizas. ¿Y ella? Ella tal vez ya esté viviendo una nueva felicidad. Sí, tal vez sí. ¿Y qué?

Sentí mi corazón aumentar su frecuencia cardíaca.

—¿Injusto? ¿Desamorado? ¿Inhumano? Agregale todos los condimentos que quieras, pero es así de concreto y cruel. Es el final.

Sus palabras sacudían mi temple meditativo. Abrí la boca queriendo contestar, pero su mirada era más fuerte que mi razón. No pude emitir palabra y mi duda lo alimentó para seguir.

—Te rompieron el corazón, Teo. Sos más vulnerable que nunca… Pero ya está. Aceptá el hecho de que se acabó. La relación murió.

—Sí, pero fueron cuatro años… —argumenté.

—¿Y? ¿Podrían haber sido cinco, no? ¿O tres? ¿Y? Ya está. No podés seguir perdiendo tus días en penas y lamentos. ¿La vida es injusta? Tal vez sí. Tal vez ahora realmente sea injusta con vos. ¿Y quién dijo que debía ser justa? ¿Por qué tus sueños deberían cumplirse? ¿Qué importa si dejaste todo? No alcanza. No existe. ¡Levantate, Teo!

Esta última llamada de atención terminó de aflojarme. Sin dejar de sostenerle la mirada sentí cómo mis lágrimas comenzaban a surcar mis mejillas.

Él no se conmovió. Es más, me sujetó con más fuerza.

—La vida es dura, Teo. Te patea en la cara y cuando vas a levantarte te vuelve a tirar. ¿Y sabes qué? Lo hace con más fuerza aún. ¿Quién te defiende? Nadie. ¿Quién te auxilia? Nadie. Solo vos podés vivir tu vida. Solo vos podés levantarte y, si la vida te la espalda, tendrás que aprender a tocarle el culo. Estás solo en tu camino y la vida te va a tirar cada vez que pueda. Despertate, Teo. Reíte en la cara del infortunio. Desafiá la soledad y escupí tus miedos. Es hora de que te vuelvas a levantar. —Corrió su mirada y me soltó. Sin esperar respuesta alguna se desvaneció de mi vista.

Abrí mis ojos. No entendía hasta qué punto había trascendido en mi meditación, pero toda esa situación pesaba en mí como si realmente la hubiera vivido. Me recosté. Entonces sí me quebré. Ahora sí lloraba.

En posición fetal y mis manos entrelazadas, me hallaba instintivamente en la posición humana más primitiva. El llanto se apoderaba de mí y surgía cuando quería respirar.

“Acá están mis lágrimas. Acá esta mi ser que fluye fuera de mí. Pero acá también estoy yo decidiendo no volver. No volver a sufrir. No volver a teñir mis días de gris”, pensé.

Había acabado. Puse mi música y prometí que sería la última vez que me dejaba romper el corazón. Prometí que no volverí