Terreno peligroso - Lucy Gordon - E-Book

Terreno peligroso E-Book

Lucy Gordon

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Beschreibung

Pippa Jenson era una abogada despampanante, inteligente y triunfadora que quería que los hombres vieran más allá de su físico. Pero su nuevo cliente, el melancólico y sensato agente de Bolsa Roscoe Havering, parecía más interesado en emparejarla con su hermano que en seducirla él mismo. Qué curioso… Para Roscoe cada vez era más difícil contener sus sentimientos por Pippa. Era una mujer llena de contradicciones: frívola y seria al mismo tiempo, superficial y profunda. No sabía si besarla hasta hacerle perder el sentido o proponerle algo más permanente.

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Lucy Gordon. Todos los derechos reservados. TERRENO PELIGROSO, N.º 2377 - enero 2011 Título original: A Mistletoe Proposal Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9739-6 Editor responsable: Luis Pugni

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Terreno peligroso

LUCY GORDON

Capítulo 1

Después de cinco años, la lápida se conservaba tan limpia como el primer día. Sin duda, era fruto de los cuidados de alguna persona. En la parte de arriba se leía:

*MARK ANDREW SELLON,

9 abril 1915-7 octubre 2003

Esposo y padre ejemplar

El espacio que había quedado libre debajo se había llenado tres semanas después con la inscripción:

*DEIRDRE SELLON,

18 febrero 1921-28 octubre 2003

Fiel esposa del anterior

Unidos hasta en la muerte

–Me acuerdo del empeño que pusiste en que dejaran libre ese espacio –dijo Pippa mientras quitaba algunos hierbajos de la lápida–. Lo tenías ya todo previsto para el día que en que descansases junto a él. Igual que las fotos. Las tenías también preparadas para cuando llegara tu hora.

Una amiga de la familia que había vuelto de un viaje a Italia había comentado que en los cementerios italianos era habitual colocar en las lápidas la foto de los fallecidos.

–A todo el mundo le gusta saber cómo era la gente –había dicho muy entusiasmada–. Tengo que buscar una buena foto mía.

–Yo también –había dicho Dee.

Y así lo había hecho. Una de su marido y otra de ella. Y allí estaban ahora, sobre aquella lápida. Dee, con cara alegre y dispuesta a superar cualquier obstáculo en la vida, y Mark, conservando aún parte del espléndido atractivo de su juventud. Había sido un intrépido piloto durante la guerra.

Debajo había una tercera fotografía, tomada en la fiesta de su sexagésimo aniversario de boda. Estaban los dos de pie, abrazados y con las cabezas juntas. Era la viva imagen de dos personas fundidas en una sola.

Dos meses después de aquella celebración, él había muerto. Dee se había pasado acariciando esa fotografía desde entonces, y cuando tres semanas después fue a reunirse con él, Pippa insistió en colocar aquella foto junto a las otras dos.

Cuando acabó de limpiar las malas hierbas, sacó las flores que había llevado y las puso con mucho cuidado al pie de la lápida.

–Así, como a ti te gustan.

Luego se incorporó y se apartó unos pasos para comprobar que todo estaba en orden. Cualquier hombre que se hubiera cruzado con ella se habría quedado mirándola extrañado.

Era menuda, pero tenía una figura elegante y esbelta, y transmitía una gran seguridad en sí misma. La naturaleza, además de la belleza, le había dado otra cualidad más difícil de definir. Descaro, lo llamaba su madre. Y su padre le decía «Ten cuidado, hija mía, eso puede resultarte peligroso con algunos hombres».

En efecto, había algunos hombres que se limitaban a suspirar al cruzarse con ella, pero otros más groseros le dirigían sin ningún pudor todo tipo de piropos desde «¡Vaya pedazo de mujer!» hasta «¡Qué guapa eres!». Pippa siempre se encogía de hombros, sonreía y seguía su camino, feliz.

Sus atractivos saltaban a la vista: una cara y un cuerpo perfectos, y un pelo rizado de color miel con un poder de seducción increíble, incluso en aquel momento, que lo llevaba recogido en un moño para tratar de dar una imagen más seria y formal. Pero había algo más que nadie había logrado nunca describir: un cierto guiño de complicidad en sus ojos, un brillo especial en la mirada.

–¡Vaya día he tenido! –exclamó suspirando y sentándose en un banco de madera junto a la lápida–. Los clientes protestando sin parar y toda la mesa llena de papeles –dijo llevándose la mano a la cabeza–. Y tú tienes la culpa –le dijo a su abuela, mirando a su fotografía–. Si no hubiera sido por ti, yo nunca habría sido abogada. Pero te empeñaste en nombrarme tu heredera a condición de que yo estudiara una carrera.

–Si no estudias, no tendrás el dinero –le había dicho Lilian, su madre–. Ella me nombró tu albacea testamentaria para estar segura de que cumplirías su voluntad.

–Sí, muy propio de ella –había dicho Pippa con ironía–. ¿Y qué voy a hacer, mamá?

–¿Que qué vas a hacer? Lo que tu abuela te dijo, porque, no lo olvides, desde dondequiera que esté, te estará vigilando.

–Sí –exclamó ahora Pippa–. Siempre has estado ahí, diciéndome en todo momento lo que pensabas de mí. Tal vez fuera influencia del abuelo.

Sacó del bolso un pequeño oso de peluche, muy desgastado por el paso del tiempo, que el teniente de vuelo Mark Sellon había ganado hacía tiempo en una feria y que había regalado a Deirdre Parsons, la chica con la que llegaría a casarse y con la que compartiría su vida durante sesenta años. Su abuela no se separó nunca de aquel osito, su «loco Bruin», como ella lo llamaba.

–¿Por qué loco? –le había preguntado Pippa en cierta ocasión.

–Por tu abuelo.

–¿Pero de verdad estaba loco?

–Sí, deliciosamente loco, maravillosamente loco. Por eso tuvo tanto éxito como piloto de combate. A juzgar por lo que me dijeron sus compañeros, era el más rápido y el que más se arriesgaba.

Tanto Mark como Deirdre habían temido siempre quedarse el uno sin el otro. Cuando Mark murió, Dee se aferró al osito como a un amuleto, o quizá como a una reliquia, y murió abrazada a él, legándoselo a Pippa, junto con todo el dinero que había ahorrado con su marido.

–Lo he llevado siempre conmigo –dijo Pippa, mostrando a Bruin como para que Dee pudiera verlo–. Me gusta cuidarle. Me hace sentir como si te tuviera a mi lado… Lo siento, sé que hacía tiempo que no venía a verte, pero estoy agobiada de trabajo. Creía que los despachos de los abogados eran lugares tranquilos, pero eso debió de haber sido antes de entrar yo en este negocio. La actividad principal del bufete son los testamentos, las escrituras, ese tipo de cosas. Pero los casos penales son los que de verdad entusiasman a todos. A mí también, si te soy sincera. David, mi jefe, me dice que debería especializarme en derecho penal porque tengo la malicia necesaria para ello. ¡Cómo lo saben! –dijo ella sonriendo.

Se quedó así un momento, sosteniendo el osito de peluche entre las manos y sonriendo con cariño a las fotos de las personas que había amado y seguía amando todavía. Luego le dio un beso y lo metió de nuevo en el bolso.

–Me tengo que ir. Adiós, abuela. Adiós, abuelo. Y no te dejes intimidar por ella. Ponte en tu sitio. Sé que no te será fácil después de haberte pasado toda la vida diciendo: «Sí, querida, no, querida», pero inténtalo.

Plantó un beso en las yemas de los dedos y los puso sobre la fotografía de sus abuelos. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la salida. Vio entonces a un hombre observándola como si estuviera loca. Ella se imaginó que su conducta le habría parecido un poco rara y se preguntó cuánto tiempo llevaría él allí.

Era alto, de cara delgada y expresión muy seria. Unos cuarenta años, pensó ella, aunque a juzgar por la gravedad de su mirada quizá tuviera algunos más. Ella le dirigió una sonrisa amable y se alejó. Había algo en él que le impulsaba a irse de allí lo antes posible.

Por raro que pareciera, aquel cementerio, ubicado en las afueras de Londres, era un sitio muy agradable. Estaba al aire libre y poblado de hermosos árboles donde anidaban los pájaros y moraban las ardillas. Conforme aquel día de invierno declinaba, el color rojizo del sol parecía impregnar los troncos de los árboles, acompañado por los suaves susurros de las hojas movidas por el viento.

Un poco más allá estaban los padres de Dee, Joe y Helen, su hija Sylvia y su pequeño hijo Joey, y el bebé Polly. No había llegado a conocer a ninguno de ellos, pero se había criado en un clima donde el concepto de familia estaba tan arraigado que todos le parecían tan reales como si siguieran vivos.

Se detuvo un instante junto a la tumba de Sylvia, recordando las palabras de su madre sobre su parecido con ella. Pippa había visto algunas viejas fotos de su tía abuela, sacadas en la década de los años treinta, que reflejaban en todo su esplendor la belleza de una mujer joven que había vivido una vida intensa llena de aventuras amorosas. Todo el mundo había creído que acabaría casándose con el apuesto Mark Sellon, pero ella le dejó y se fue con un hombre casado, justo antes de estallar la guerra. Él murió en la batalla de Dunkerque y ella en los terribles bombardeos de la Luftwaffe sobre Londres.

Pippa había heredado en parte su belleza, pero en lo que más se parecía a ella era en el brillo de sus ojos y en su espíritu aventurero.

–Lo llevas en los genes –le había dicho Lilian en cierta ocasión–. Eres igual de alegre y sin complejos que ella.

–No hay nada malo en divertirse un poco –le respondía entonces Pippa con una sonrisa.

–Lo hay, si es en lo único que piensas.

–Pienso en muchas otras cosas –le decía Pippa algo indignada–. Trabajo como una esclava en el despacho. Es justo que trate de divertirme un poco de vez en cuando.

Parecía una respuesta sensata, pero ambas sabían bien que no lo era. Los flirteos de Pippa iban más allá de una simple diversión. Y había una razón para ello. Una razón que muy poca gente conocía.

Una de ellas había sido su abuela Dee. Ella había sido testigo de la relación de Pippa con Jack Sothern, había visto lo enamorada que había estado de él, lo feliz que se había sentido al anunciar su compromiso y su desolación cuando él la había abandonado un par de semanas antes de Navidad.

Pippa tenía aquellos recuerdos grabados en la mente. Jack había salido de la ciudad por unos días, pero ella no había sospechado nada. Había supuesto que estaría ultimando los preparativos de la boda y arreglando las cosas en el trabajo antes de partir para su luna de miel. Nunca se le había ocurrido que pudiera haber otra mujer.

A su regreso, ella le hizo una visita inesperada a su apartamento, anunciando su llegada canturreando un villancico en la puerta. Cuando él abrió la puerta, ella se echó en sus brazos, pero él permaneció impasible y frío. Luego rompió su compromiso con ella.

Durante un tiempo, se había sentido abatida, como si el mundo entero se le hubiera venido encima. En lugar de la espléndida carrera planeada, había aceptado un trabajo de empleada en el supermercado, alegando que sus abuelos tenían ya más de ochenta años, no estaban bien de salud, y la necesitaban. Durante los dos últimos años de su vida, estuvo en todo momento a su lado, dedicándoles todo su tiempo libre. Por otra parte, como ella decía, no estaba para novios.

Fue a partir de entonces cuando la inocente belleza de su rostro comenzó a adquirir aquella mirada tan firme que a veces llegaba a resultar inquietante. Parecía no obstante desvanecerse en seguida, por efecto de su alegría innata, pero permanecía allí, medio oculta en las sombras, lista para volver.

–No te amargues la vida –solía decirle Dee en los meses antes de morirse–. Sé lo mal que te han tratado, pero tienes que olvidarlo.

–Abuela, creo que no comprendes nada. Un hombre me dejó plantada. ¿Y qué? Hace tiempo que lo superé. Ni me acuerdo ya de aquello.

Al ver que su respuesta no había convencido a su abuela, Pippa había tratado de esbozar una sonrisa, con la esperanza de engañarla. Pero sin éxito.

Sólo después de su muerte, Dee había conseguido poner las cosas en su sitio, dejándola una pequeña herencia, con la condición de que estudiase una carrera.

Pippa había cambiado desde entonces. Había dejado de ser la chica tranquila que trataba de superar su desengaño amoroso, para convertirse en otra mujer, sacando a la luz una parte de sí que ni siquiera ella misma conocía. Su nueva actitud ante la vida le granjeó muchos admiradores, y ella se preparó para recibirlos con los brazos abiertos, pero con el corazón cerrado.

–Tía Sylvia habría estado orgullosa de ti –le decía su madre–. Yo no llegué a conocerla, murió antes que yo naciera, pero su forma de conducirse por la vida llegó a convertirse en una leyenda para la familia, y tú vas por el mismo camino. ¡Mira la forma en que vas vestida!

–Me gusta vestir adecuadamente –replicó Pippa, mirándose la minifalda que dejaba al descubierto sus maravillosas piernas, y la ajustada camiseta que resaltaba sus seductoras curvas.

–Ésa no es una forma adecuada de vestir, es indecorosa –exclamaba Lilian.

–A veces pueden llegar a ser la misma cosa –decía Pippa sonriendo–. Vamos, mamá, no te escandalices por tan poco. Estoy segura de que eso es exactamente lo que habría dicho la tía Sylvia.

–Es probable, después de todo lo que he oído de ella. Pero se supone que tú eres una abogada.

–¿Qué quieres decir con eso? Terminé la carrera con sobresaliente. Mi jefe me contó que todos los bufetes de abogados se pegaban por contratar mis servicios.

–¿Y a tu jefe no le importa que vayas al trabajo de esa forma tan provocativa? No, me parece que no. Bueno, con ese expediente académico tan brillante, supongo que no habrá ningún problema.

–Ninguno, mamá.

Había intentado tener otra relación pensando que las cosas podrían ser diferentes, pero no había sido así. Él, herido en sus sentimientos, la había tildado de provocadora injustamente. Y es que el recuerdo de su desdichada relación con Jack seguía aún vivo en su corazón.

–Seguro que tú sí lo has entendido –le dijo a Sylvia–. Por lo que he oído hablar de ti... Me gustaría haberte conocido. Seguro que eras muy alegre y divertida.

Sonrió pensando en ello. Pero la sonrisa se le heló en los labios cuando al volverse vio de nuevo al mismo hombre de antes, mirándola con el ceño fruncido.

«Supongo que se creerá que estoy loca», pensó con ironía. «La gente de su edad no puede entender que alguien pueda sentirse feliz en un cementerio. Pero, ¿por qué no, si una siente cariño por la gente que viene a ver? Y yo le tengo mucho cariño a Sylvia, aunque nunca llegué a conocerla».

Su buen humor sólo le duró hasta llegar al coche, que tenía aparcado cerca de la entrada.

–¡Oh, no, otra vez no! –se lamentó, al oír los extraños ruidos que hacía el motor al tratar de ponerlo en marcha–. ¡Te llevaré mañana al taller, te lo prometo, pero ahora arranca, por favor!

Pero el motor era sordo a sus plegarias.

–¡Maldición!

Bajarse del coche para subir el capó y echar una ojeada al motor parecía una formalidad obligada, aunque ella no entendiese nada de lo que había por allí dentro.

–¿Tiene usted algún problema, señorita?

Era él, el hombre que había interrumpido su conversación con sus seres queridos y la había echado prácticamente del cementerio con su gesto de reproche.

Pero cuando se acercó a ella e inspeccionó el motor, su gesto fue sólo de indiferencia.

–¿No arranca?

–No. Pero ya me ha pasado otras veces, y suele arrancar después de un rato si me pongo seria con él.

–Perdone, ¿me puede decir cómo consigue usted ponerse seria con él? ¿Dándole patadas?

–Por supuesto que no –dijo ella muy digna–. No vivo en la Edad Media. Le doy un golpecito y entra en razones.

–Creo que tengo una idea mejor. ¿Qué le parece si la remolco hasta el taller más cercano o al que acostumbre usted a llevarlo?

–Mis hermanos tienen uno en la calle Crimea –respondió ella.

–¡Qué interesante! ¿Y a ellos les parecen bien esos golpecitos que le da usted al coche?

–A ellos no les parece ni bien ni mal, por la sencilla razón de que no les digo nada. Para empezar, compré el coche sin consultarles. Me gustó nada más verlo. Me pareció un coche con personalidad.

–Sí, es cierto que la tiene. Lo que no tiene es un buen motor. ¿Y dice usted que sus hermanos trabajan en esto y le dejaron comprar un coche así?

–Yo no necesito pedirles permiso para comprarme un coche –respondió ella indignada.

–Ni sus consejos, por lo que parece. Si usted fuera hija mía, le infundiría un poco de sensatez.

–Pero no lo soy. Y no le he pedido su ayuda y menos aún que se meta en mis cosas. Y ahora, si no le importa, me gustaría irme.

–¿Cómo? –preguntó el hombre con cara de ingenuidad–. La calle Crimea está a más de cinco kilómetros de aquí. ¿Piensa ir hasta allí caminando con esos tacones? Sea sensata y quédese aquí mientras voy a por mi coche. Lo acoplaré al suyo –dijo él dirigiéndose hacia su automóvil.

Ella trató de protestar, pero al final prefirió reírse de sí misma. Y seguía aún sonriendo cuando se quedó boquiabierta al ver llegar al hombre en un lujoso coche.

En un par de minutos enganchó con habilidad los soportes de ambos vehículos.

Luego le abrió la puerta de su coche para invitarla a entrar.

–A propósito, me llamo Roscoe Havering –le dijo él arrancando.

–Pippa Jenson… bueno, en realidad me llamo Philippa.

–Pippa es mejor. Le pega a usted más.

–No me voy a molestar en preguntarle qué me quiere decir con eso. Usted no me conoce de nada.

–Algo sí, descarada y joven.

–No soy tan joven.

–¿Veinte…? ¿Veintiuno…?

–Veintisiete –dijo ella con una sonrisa.

–¿No lo dirá en serio? –dijo él parándose al llegar a un semáforo y aprovechando para mirarla.

–Sí –dijo ella con una sonrisa de malicia–. ¡Lo siento!

–No me lo puedo creer –dijo él poniendo de nuevo el coche en marcha–. ¡Si parece una estudiante!

–Pues no, soy abogada, una representante de la ley. Hombres hechos y derechos tiemblan ante mí. Algunos incluso corren a esconderse a las montañas –dijo ella con fingida seriedad.

–Creo que la llevaré primero a casa. No voy a preguntarle para quién trabaja. Seguramente tiene usted su propio bufete.

–No, trabajo para Farley e Hijos. ¿Los conoce?

–Bastante. Fui cliente suyo hace tiempo. Tienen una gran reputación. Debe sentirse orgullosa de trabajar con ellos… La calle Crimea…, creo que debemos de estar ya cerca, ¿no?

–Sí, la primera a la izquierda.

En efecto, vieron el taller nada más girar. El pequeño negocio que el bisabuelo de Pippa, Joe Parsons, había montado hacía noventa años, era ahora tres veces mayor que entonces. Los hermanos de Pippa, Brian y Frank, vivían en la misma calle para estar así más cerca del trabajo.

Estaban a punto de cerrar el taller cuando vieron al pequeño convoy deteniéndose junto a la entrada.

–¡Otra vez! –exclamó Frank–. ¿Por qué será que ya no me sorprende?

–Porque eres un viejo conformista y comodón –le dijo Pippa sonriente, besándole en la mejilla primero a él y luego a Brian–. Y porque, como podéis ver, no me dejasteis bien el coche la última vez... Permitidme que os presente a Roscoe Havering, él me ha ayudado a llegar hasta aquí.

–Ha sido usted muy amable –le dijo Brian dándole la mano–. Aunque habría sido mejor idea tirarla al río más cercano, pero seguramente a usted no se le ocurrió.

–A decir verdad, sí –replicó Roscoe–. Pero me resistí a la tentación.

Los hermanos se echaron a reír.

–Te lo tendremos para mañana –dijo Frank.

–Está bien, volveré mañana.

–¿No vive usted aquí? –preguntó Roscoe.

–No, en mi apartamento –dijo ella nombrando una dirección en el centro de Londres.

–Vamos, suba –dijo él–. La llevaré.

Pippa, agradecida, se dirigió primero al maletero de su coche para recoger un par de pesadas bolsas.

–Gracias –dijo mientras se abrochaba el cinturón del asiento y cerraba la puerta–. Tengo mucho trabajo que hacer esta noche.

–¿No hay ningún hombre hambriento esperándola para cenar?

–No. Vivo sola. Libre, independiente y sin distracciones.

–Excepto ir a visitar a sus amigos –dijo él.

–Son mis hermanos… ¡Ah, se refiere usted al cementerio! Supongo que pensaría que estoy chiflada.

–No, me pareció que estaba disfrutando verdaderamente de su compañía. Fue muy bonito.

–Disfruté mucho con mis abuelos cuando vivía con ellos. Los adoraba. Especialmente a mi abuela. Me encantaba hablar con ella, y creo que eso es algo que nunca podré dejar de hacerlo.

–¿Por qué tendría que dejarlo?

–La mayoría de la gente diría que porque está muerta.

–Pero no para usted, y eso es lo que importa. Además, me da la impresión de que usted es de ese tipo de mujeres a las que no les preocupa gran cosa lo que digan los demás.

–Pues la verdad es que debería. Recuerde que soy abogada.

–Ah, sí ya recuerdo. Seria y responsable.

–Hago lo que puedo –dijo ella con un gesto cómico.

Él se quedó pensativo. Veintisiete años. No podía creérselo. Como mucho, veinticuatro. A pesar de todo, si trabajaba realmente para Farley, podría serle de mucha utilidad. El destino parecía haber dispuesto que esa mujer se cruzase en su vida.

–Es ahí –dijo Pippa, señalando por la ventanilla a un bloque alto de apartamentos de aspecto lujoso.

–Parece que no hay donde aparcar –se lamentó él.

–No se moleste. Aprovecharé para bajarme ahí cuando se ponga el semáforo en rojo. Recogió sus maletas, le dirigió una amable sonrisa y se fue corriendo.

–Gracias –gritó mientras se alejaba.

El semáforo se puso en verde y Roscoe se adentró en el tráfico.

Pippa entró en el edificio y tomó el ascensor hasta el tercer piso. Una vez en su apartamento, dejó en el suelo las bolsas y fue a darse una ducha. Después de unos minutos, salió y se secó, mientras pensaba en el trabajo que tenía esa noche por delante.

Pero algo le llamó la atención. Una de las bolsas estaba abierta. Echó una ojeada en su interior y comprobó que faltaba algo. Algo muy importante para ella.

–¡Oh, cielos! Se me debió de haber caído en el coche de ese hombre. ¿Qué puedo hacer ahora?

El sonido del timbre de la puerta le hizo ver un rayo de esperanza.

«Roscoe Havering. ¡Dios le bendiga! Seguro que lo encontró y viene a devolvérmelo», pensó ella.

Se puso por encima un albornoz y corrió a abrir la puerta.

–No sabe cómo me alegra volver…

Pero se calló inmediatamente, al ver al joven que la miraba con una mezcla de súplica y desafío.

–Oh, no –suspiró ella.