Terreno peligroso - Verdadero amor - Lucy Gordon - E-Book

Terreno peligroso - Verdadero amor E-Book

Lucy Gordon

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Beschreibung

Terreno peligroso Pippa Jenson era una abogada despampanante, inteligente y triunfadora que quería que los hombres vieran más allá de su físico. Pero su nuevo cliente, el melancólico y sensato agente de Bolsa Roscoe Havering, parecía más interesado en emparejarla con su hermano que en seducirla él mismo. Qué curioso… Para Roscoe cada vez era más difícil contener sus sentimientos por Pippa. Era una mujer llena de contradicciones: frívola y seria al mismo tiempo, superficial y profunda. No sabía si besarla hasta que perdiera el sentido o proponerle algo más permanente. Verdadero amor Dee Baines era una mujer sensata y sencilla comparada con su hermosa y presumida hermana. Por eso le sorprendió tanto que el piloto Mark Sellon se fijara en ella. Mark tenía fama de ser un amante del riesgo, adicto a las mujeres y a las emociones fuertes. Pero la discreta e inteligente Dee le dio la oportunidad de ser él mismo. Antes de que se diera cuenta, se había enamorado de aquella chica que era todo corazón. ¿Podría una pareja tan dispar conseguir que su amor durara para siempre?

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Seitenzahl: 389

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 466 - junio 2018

 

© 2010 Lucy Gordon

Terreno peligroso

Título original: A Mistletoe Proposal

 

© 2011 Lucy Gordon

Verdadero amor

Título original: His Diamond Bride

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-990-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Terreno peligroso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Verdadero amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DESPUÉS de cinco años, la lápida se conservaba tan limpia como el primer día. Sin duda, era fruto de los cuidados de alguna persona. En la parte de arriba se leía:

 

MARK ANDREW SELLON,

9 abril 1915-7 octubre 2003

Esposo y padre ejemplar

 

El espacio que había quedado libre debajo se había llenado tres semanas después con la inscripción:

 

DEIRDRE SELLON,

18 febrero 1921-28 octubre 2003

Fiel esposa del anterior

Unidos hasta en la muerte

 

–Me acuerdo del empeño que pusiste en que dejaran libre ese espacio –dijo Pippa mientras quitaba algunos hierbajos de la lápida–. Lo tenías ya todo previsto para el día que en que descansases junto a él. Igual que las fotos. Las tenías también preparadas para cuando llegara tu hora.

Una amiga de la familia que había vuelto de un viaje a Italia había comentado que en los cementerios italianos era habitual colocar en las lápidas la foto de los fallecidos.

–A todo el mundo le gusta saber cómo era la gente –había dicho muy entusiasmada–. Tengo que buscar una buena foto mía.

–Yo también –había dicho Dee.

Y así lo había hecho. Una de su marido y otra de ella. Y allí estaban ahora, sobre aquella lápida. Dee, con cara alegre y dispuesta a superar cualquier obstáculo en la vida, y Mark, conservando aún parte del espléndido atractivo de su juventud. Había sido un intrépido piloto durante la guerra.

Debajo había una tercera fotografía, tomada en la fiesta de su sexagésimo aniversario de boda. Estaban los dos de pie, abrazados y con las cabezas juntas. Era la viva imagen de dos personas fundidas en una sola.

Dos meses después de aquella celebración, él había muerto. Dee se había pasado acariciando esa fotografía desde entonces, y cuando tres semanas después fue a reunirse con él, Pippa insistió en colocar aquella foto junto a las otras dos.

Cuando acabó de limpiar las malas hierbas, sacó las flores que había llevado y las puso con mucho cuidado al pie de la lápida.

–Así, como a ti te gustan.

Luego se incorporó y se apartó unos pasos para comprobar que todo estaba en orden. Cualquier hombre que se hubiera cruzado con ella se habría quedado mirándola extrañado.

Era menuda, pero tenía una figura elegante y esbelta, y transmitía una gran seguridad en sí misma. La naturaleza, además de la belleza, le había dado otra cualidad más difícil de definir. Descaro, lo llamaba su madre. Y su padre le decía «Ten cuidado, hija mía, eso puede resultarte peligroso con algunos hombres».

En efecto, había algunos hombres que se limitaban a suspirar al cruzarse con ella, pero otros más groseros le dirigían sin ningún pudor todo tipo de piropos desde «¡Vaya pedazo de mujer!» hasta «¡Qué guapa eres!». Pippa siempre se encogía de hombros, sonreía y seguía su camino, feliz.

Sus atractivos saltaban a la vista: una cara y un cuerpo perfectos, y un pelo rizado de color miel con un poder de seducción increíble, incluso en aquel momento, que lo llevaba recogido en un moño para tratar de dar una imagen más seria y formal. Pero había algo más que nadie había logrado nunca describir: un cierto guiño de complicidad en sus ojos, un brillo especial en la mirada.

–¡Vaya día he tenido! –exclamó suspirando y sentándose en un banco de madera junto a la lápida–. Los clientes protestando sin parar y toda la mesa llena de papeles –dijo llevándose la mano a la cabeza–. Y tú tienes la culpa –le dijo a su abuela, mirando a su fotografía–. Si no hubiera sido por ti, yo nunca habría sido abogada. Pero te empeñaste en nombrarme tu heredera a condición de que yo estudiara una carrera.

–Si no estudias, no tendrás el dinero –le había dicho Lilian, su madre–. Ella me nombró tu albacea testamentaria para estar segura de que cumplirías su voluntad.

–Sí, muy propio de ella –había dicho Pippa con ironía–. ¿Y qué voy a hacer, mamá?

–¿Que qué vas a hacer? Lo que tu abuela te dijo, porque, no lo olvides, desde dondequiera que esté, te estará vigilando.

–Sí –exclamó ahora Pippa–. Siempre has estado ahí, diciéndome en todo momento lo que pensabas de mí. Tal vez fuera influencia del abuelo.

Sacó del bolso un pequeño oso de peluche, muy desgastado por el paso del tiempo, que el teniente de vuelo Mark Sellon había ganado hacía tiempo en una feria y que había regalado a Deirdre Parsons, la chica con la que llegaría a casarse y con la que compartiría su vida durante sesenta años. Su abuela no se separó nunca de aquel osito, su «loco Bruin», como ella lo llamaba.

–¿Por qué loco? –le había preguntado Pippa en cierta ocasión.

–Por tu abuelo.

–¿Pero de verdad estaba loco?

–Sí, deliciosamente loco, maravillosamente loco. Por eso tuvo tanto éxito como piloto de combate. A juzgar por lo que me dijeron sus compañeros, era el más rápido y el que más se arriesgaba.

Tanto Mark como Deirdre habían temido siempre quedarse el uno sin el otro. Cuando Mark murió, Dee se aferró al osito como a un amuleto, o quizá como a una reliquia, y murió abrazada a él, legándoselo a Pippa, junto con todo el dinero que había ahorrado con su marido.

–Lo he llevado siempre conmigo –dijo Pippa, mostrando a Bruin como para que Dee pudiera verlo–. Me gusta cuidarle. Me hace sentir como si te tuviera a mi lado… Lo siento, sé que hacía tiempo que no venía a verte, pero estoy agobiada de trabajo. Creía que los despachos de los abogados eran lugares tranquilos, pero eso debió de haber sido antes de entrar yo en este negocio. La actividad principal del bufete son los testamentos, las escrituras, ese tipo de cosas. Pero los casos penales son los que de verdad entusiasman a todos. A mí también, si te soy sincera. David, mi jefe, me dice que debería especializarme en derecho penal porque tengo la malicia necesaria para ello. ¡Cómo lo saben! –dijo ella sonriendo.

Se quedó así un momento, sosteniendo el osito de peluche entre las manos y sonriendo con cariño a las fotos de las personas que había amado y seguía amando todavía. Luego le dio un beso y lo metió de nuevo en el bolso.

–Me tengo que ir. Adiós, abuela. Adiós, abuelo. Y no te dejes intimidar por ella. Ponte en tu sitio. Sé que no te será fácil después de haberte pasado toda la vida diciendo: «Sí, querida, no, querida», pero inténtalo.

Plantó un beso en las yemas de los dedos y los puso sobre la fotografía de sus abuelos. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la salida. Vio entonces a un hombre observándola como si estuviera loca. Ella se imaginó que su conducta le habría parecido un poco rara y se preguntó cuánto tiempo llevaría él allí.

Era alto, de cara delgada y expresión muy seria. Unos cuarenta años, pensó ella, aunque a juzgar por la gravedad de su mirada quizá tuviera algunos más. Ella le dirigió una sonrisa amable y se alejó. Había algo en él que le impulsaba a irse de allí lo antes posible.

Por raro que pareciera, aquel cementerio, ubicado en las afueras de Londres, era un sitio muy agradable. Estaba al aire libre y poblado de hermosos árboles donde anidaban los pájaros y moraban las ardillas. Conforme aquel día de invierno declinaba, el color rojizo del sol parecía impregnar los troncos de los árboles, acompañado por los suaves susurros de las hojas movidas por el viento.

Un poco más allá estaban los padres de Dee, Joe y Helen, su hija Sylvia y su pequeño hijo Joey, y el bebé Polly. No había llegado a conocer a ninguno de ellos, pero se había criado en un clima donde el concepto de familia estaba tan arraigado que todos le parecían tan reales como si siguieran vivos.

Se detuvo un instante junto a la tumba de Sylvia, recordando las palabras de su madre sobre su parecido con ella. Pippa había visto algunas viejas fotos de su tía abuela, sacadas en la década de los años treinta, que reflejaban en todo su esplendor la belleza de una mujer joven que había vivido una vida intensa llena de aventuras amorosas. Todo el mundo había creído que acabaría casándose con el apuesto Mark Sellon, pero ella le dejó y se fue con un hombre casado, justo antes de estallar la guerra. Él murió en la batalla de Dunkerque y ella en los terribles bombardeos de la Luftwaffe sobre Londres.

Pippa había heredado en parte su belleza, pero en lo que más se parecía a ella era en el brillo de sus ojos y en su espíritu aventurero.

–Lo llevas en los genes –le había dicho Lilian en cierta ocasión–. Eres igual de alegre y sin complejos que ella.

–No hay nada malo en divertirse un poco –le respondía entonces Pippa con una sonrisa.

–Lo hay, si es en lo único que piensas.

–Pienso en muchas otras cosas –le decía Pippa algo indignada–. Trabajo como una esclava en el despacho. Es justo que trate de divertirme un poco de vez en cuando.

Parecía una respuesta sensata, pero ambas sabían bien que no lo era. Los flirteos de Pippa iban más allá de una simple diversión. Y había una razón para ello. Una razón que muy poca gente conocía.

Una de ellas había sido su abuela Dee. Ella había sido testigo de la relación de Pippa con Jack Sothern, había visto lo enamorada que había estado de él, lo feliz que se había sentido al anunciar su compromiso y su desolación cuando él la había abandonado un par de semanas antes de Navidad.

Pippa tenía aquellos recuerdos grabados en la mente. Jack había salido de la ciudad por unos días, pero ella no había sospechado nada. Había supuesto que estaría ultimando los preparativos de la boda y arreglando las cosas en el trabajo antes de partir para su luna de miel. Nunca se le había ocurrido que pudiera haber otra mujer.

A su regreso, ella le hizo una visita inesperada a su apartamento, anunciando su llegada canturreando un villancico en la puerta. Cuando él abrió la puerta, ella se echó en sus brazos, pero él permaneció impasible y frío. Luego rompió su compromiso con ella.

Durante un tiempo, se había sentido abatida, como si el mundo entero se le hubiera venido encima. En lugar de la espléndida carrera planeada, había aceptado un trabajo de empleada en el supermercado, alegando que sus abuelos tenían ya más de ochenta años, no estaban bien de salud, y la necesitaban. Durante los dos últimos años de su vida, estuvo en todo momento a su lado, dedicándoles todo su tiempo libre. Por otra parte, como ella decía, no estaba para novios.

Fue a partir de entonces cuando la inocente belleza de su rostro comenzó a adquirir aquella mirada tan firme que a veces llegaba a resultar inquietante. Parecía no obstante desvanecerse en seguida, por efecto de su alegría innata, pero permanecía allí, medio oculta en las sombras, lista para volver.

–No te amargues la vida –solía decirle Dee en los meses antes de morirse–. Sé lo mal que te han tratado, pero tienes que olvidarlo.

–Abuela, creo que no comprendes nada. Un hombre me dejó plantada. ¿Y qué? Hace tiempo que lo superé. Ni me acuerdo ya de aquello.

Al ver que su respuesta no había convencido a su abuela, Pippa había tratado de esbozar una sonrisa, con la esperanza de engañarla. Pero sin éxito.

Sólo después de su muerte, Dee había conseguido poner las cosas en su sitio, dejándola una pequeña herencia, con la condición de que estudiase una carrera.

Pippa había cambiado desde entonces. Había dejado de ser la chica tranquila que trataba de superar su desengaño amoroso, para convertirse en otra mujer, sacando a la luz una parte de sí que ni siquiera ella misma conocía. Su nueva actitud ante la vida le granjeó muchos admiradores, y ella se preparó para recibirlos con los brazos abiertos, pero con el corazón cerrado.

–Tía Sylvia habría estado orgullosa de ti –le decía su madre–. Yo no llegué a conocerla, murió antes que yo naciera, pero su forma de conducirse por la vida llegó a convertirse en una leyenda para la familia, y tú vas por el mismo camino. ¡Mira la forma en que vas vestida!

–Me gusta vestir adecuadamente –replicó Pippa, mirándose la minifalda que dejaba al descubierto sus maravillosas piernas, y la ajustada camiseta que resaltaba sus seductoras curvas.

–Ésa no es una forma adecuada de vestir, es indecorosa –exclamaba Lilian.

–A veces pueden llegar a ser la misma cosa –decía Pippa sonriendo–. Vamos, mamá, no te escandalices por tan poco. Estoy segura de que eso es exactamente lo que habría dicho la tía Sylvia.

–Es probable, después de todo lo que he oído de ella. Pero se supone que tú eres una abogada.

–¿Qué quieres decir con eso? Terminé la carrera con sobresaliente. Mi jefe me contó que todos los bufetes de abogados se pegaban por contratar mis servicios.

–¿Y a tu jefe no le importa que vayas al trabajo de esa forma tan provocativa? No, me parece que no. Bueno, con ese expediente académico tan brillante, supongo que no habrá ningún problema.

–Ninguno, mamá.

Había intentado tener otra relación pensando que las cosas podrían ser diferentes, pero no había sido así. Él, herido en sus sentimientos, la había tildado de provocadora injustamente. Y es que el recuerdo de su desdichada relación con Jack seguía aún vivo en su corazón.

–Seguro que tú sí lo has entendido –le dijo a Sylvia–. Por lo que he oído hablar de ti… Me gustaría haberte conocido. Seguro que eras muy alegre y divertida.

Sonrió pensando en ello. Pero la sonrisa se le heló en los labios cuando al volverse vio de nuevo al mismo hombre de antes, mirándola con el ceño fruncido.

«Supongo que se creerá que estoy loca», pensó con ironía. «La gente de su edad no puede entender que alguien pueda sentirse feliz en un cementerio. Pero, ¿por qué no, si una siente cariño por la gente que viene a ver? Y yo le tengo mucho cariño a Sylvia, aunque nunca llegué a conocerla».

Su buen humor sólo le duró hasta llegar al coche, que tenía aparcado cerca de la entrada.

–¡Oh, no, otra vez no! –se lamentó, al oír los extraños ruidos que hacía el motor al tratar de ponerlo en marcha–. ¡Te llevaré mañana al taller, te lo prometo, pero ahora arranca, por favor!

Pero el motor era sordo a sus plegarias.

–¡Maldición!

Bajarse del coche para subir el capó y echar una ojeada al motor parecía una formalidad obligada, aunque ella no entendiese nada de lo que había por allí dentro.

–¿Tiene usted algún problema, señorita?

Era él, el hombre que había interrumpido su conversación con sus seres queridos y la había echado prácticamente del cementerio con su gesto de reproche.

Pero cuando se acercó a ella e inspeccionó el motor, su gesto fue sólo de indiferencia.

–¿No arranca?

–No. Pero ya me ha pasado otras veces, y suele arrancar después de un rato si me pongo seria con él.

–Perdone, ¿me puede decir cómo consigue usted ponerse seria con él? ¿Dándole patadas?

–Por supuesto que no –dijo ella muy digna–. No vivo en la Edad Media. Le doy un golpecito y entra en razones.

–Creo que tengo una idea mejor. ¿Qué le parece si la remolco hasta el taller más cercano o al que acostumbre usted a llevarlo?

–Mis hermanos tienen uno en la calle Crimea –respondió ella.

–¡Qué interesante! ¿Y a ellos les parecen bien esos golpecitos que le da usted al coche?

–A ellos no les parece ni bien ni mal, por la sencilla razón de que no les digo nada. Para empezar, compré el coche sin consultarles. Me gustó nada más verlo. Me pareció un coche con personalidad.

–Sí, es cierto que la tiene. Lo que no tiene es un buen motor. ¿Y dice usted que sus hermanos trabajan en esto y le dejaron comprar un coche así?

–Yo no necesito pedirles permiso para comprarme un coche –respondió ella indignada.

–Ni sus consejos, por lo que parece. Si usted fuera hija mía, le infundiría un poco de sensatez.

–Pero no lo soy. Y no le he pedido su ayuda y menos aún que se meta en mis cosas. Y ahora, si no le importa, me gustaría irme.

–¿Cómo? –preguntó el hombre con cara de ingenuidad–. La calle Crimea está a más de cinco kilómetros de aquí. ¿Piensa ir hasta allí caminando con esos tacones? Sea sensata y quédese aquí mientras voy a por mi coche. Lo acoplaré al suyo –dijo él dirigiéndose hacia su automóvil.

Ella trató de protestar, pero al final prefirió reírse de sí misma. Y seguía aún sonriendo cuando se quedó boquiabierta al ver llegar al hombre en un lujoso coche.

En un par de minutos enganchó con habilidad los soportes de ambos vehículos.

Luego le abrió la puerta de su coche para invitarla a entrar.

–A propósito, me llamo Roscoe Havering –le dijo él arrancando.

–Pippa Jenson… bueno, en realidad me llamo Philippa.

–Pippa es mejor. Le pega a usted más.

–No me voy a molestar en preguntarle qué me quiere decir con eso. Usted no me conoce de nada.

–Algo sí, descarada y joven.

–No soy tan joven.

–¿Veinte…? ¿Veintiuno…?

–Veintisiete –dijo ella con una sonrisa.

–¿No lo dirá en serio? –dijo él parándose al llegar a un semáforo y aprovechando para mirarla.

–Sí –dijo ella con una sonrisa de malicia–. ¡Lo siento!

–No me lo puedo creer –dijo él poniendo de nuevo el coche en marcha–. ¡Si parece una estudiante!

–Pues no, soy abogada, una representante de la ley. Hombres hechos y derechos tiemblan ante mí. Algunos incluso corren a esconderse a las montañas –dijo ella con fingida seriedad.

–Creo que la llevaré primero a casa. No voy a preguntarle para quién trabaja. Seguramente tiene usted su propio bufete.

–No, trabajo para Farley e Hijos. ¿Los conoce?

–Bastante. Fui cliente suyo hace tiempo. Tienen una gran reputación. Debe sentirse orgullosa de trabajar con ellos… La calle Crimea…, creo que debemos de estar ya cerca, ¿no?

–Sí, la primera a la izquierda.

En efecto, vieron el taller nada más girar. El pequeño negocio que el bisabuelo de Pippa, Joe Parsons, había montado hacía noventa años, era ahora tres veces mayor que entonces. Los hermanos de Pippa, Brian y Frank, vivían en la misma calle para estar así más cerca del trabajo.

Estaban a punto de cerrar el taller cuando vieron al pequeño convoy deteniéndose junto a la entrada.

–¡Otra vez! –exclamó Frank–. ¿Por qué será que ya no me sorprende?

–Porque eres un viejo conformista y comodón –le dijo Pippa sonriente, besándole en la mejilla primero a él y luego a Brian–. Y porque, como podéis ver, no me dejasteis bien el coche la última vez… Permitidme que os presente a Roscoe Havering, él me ha ayudado a llegar hasta aquí.

–Ha sido usted muy amable –le dijo Brian dándole la mano–. Aunque habría sido mejor idea tirarla al río más cercano, pero seguramente a usted no se le ocurrió.

–A decir verdad, sí –replicó Roscoe–. Pero me resistí a la tentación.

Los hermanos se echaron a reír.

–Te lo tendremos para mañana –dijo Frank.

–Está bien, volveré mañana.

–¿No vive usted aquí? –preguntó Roscoe.

–No, en mi apartamento –dijo ella nombrando una dirección en el centro de Londres.

–Vamos, suba –dijo él–. La llevaré.

Pippa, agradecida, se dirigió primero al maletero de su coche para recoger un par de pesadas bolsas.

–Gracias –dijo mientras se abrochaba el cinturón del asiento y cerraba la puerta–. Tengo mucho trabajo que hacer esta noche.

–¿No hay ningún hombre hambriento esperándola para cenar?

–No. Vivo sola. Libre, independiente y sin distracciones.

–Excepto ir a visitar a sus amigos –dijo él.

–Son mis hermanos… ¡Ah, se refiere usted al cementerio! Supongo que pensaría que estoy chiflada.

–No, me pareció que estaba disfrutando verdaderamente de su compañía. Fue muy bonito.

–Disfruté mucho con mis abuelos cuando vivía con ellos. Los adoraba. Especialmente a mi abuela. Me encantaba hablar con ella, y creo que eso es algo que nunca podré dejar de hacerlo.

–¿Por qué tendría que dejarlo?

–La mayoría de la gente diría que porque está muerta.

–Pero no para usted, y eso es lo que importa. Además, me da la impresión de que usted es de ese tipo de mujeres a las que no les preocupa gran cosa lo que digan los demás.

–Pues la verdad es que debería. Recuerde que soy abogada.

–Ah, sí ya recuerdo. Seria y responsable.

–Hago lo que puedo –dijo ella con un gesto cómico.

Él se quedó pensativo. Veintisiete años. No podía creérselo. Como mucho, veinticuatro. A pesar de todo, si trabajaba realmente para Farley, podría serle de mucha utilidad. El destino parecía haber dispuesto que esa mujer se cruzase en su vida.

–Es ahí –dijo Pippa, señalando por la ventanilla a un bloque alto de apartamentos de aspecto lujoso.

–Parece que no hay donde aparcar –se lamentó él.

–No se moleste. Aprovecharé para bajarme ahí cuando se ponga el semáforo en rojo.

Recogió sus maletas, le dirigió una amable sonrisa y se fue corriendo.

–Gracias –gritó mientras se alejaba.

El semáforo se puso en verde y Roscoe se adentró en el tráfico.

Pippa entró en el edificio y tomó el ascensor hasta el tercer piso. Una vez en su apartamento, dejó en el suelo las bolsas y fue a darse una ducha. Después de unos minutos, salió y se secó, mientras pensaba en el trabajo que tenía esa noche por delante.

Pero algo le llamó la atención. Una de las bolsas estaba abierta. Echó una ojeada en su interior y comprobó que faltaba algo. Algo muy importante para ella.

–¡Oh, cielos! Se me debió de haber caído en el coche de ese hombre. ¿Qué puedo hacer ahora?

El sonido del timbre de la puerta le hizo ver un rayo de esperanza.

«Roscoe Havering. ¡Dios le bendiga! Seguro que lo encontró y viene a devolvérmelo», pensó ella.

Se puso por encima un albornoz y corrió a abrir la puerta.

–No sabe cómo me alegra volver…

Pero se calló inmediatamente, al ver al joven que la miraba con una mezcla de súplica y desafío.

–Oh, no –suspiró ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ROSCOE condujo muy pensativo. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Él era un hombre metódico, pero las cosas se habían presentado mucho mejor de lo esperado.

Vio entonces la casa amplia y acogedora que fue una vez su hogar. Ahora sólo vivían en ella su madre y su hermano Charlie, aunque conservaba su habitación y solía dormir allí un par de noches a la semana. Su madre, que rondaba los sesenta, estaba mirando por la ventana con gesto de preocupación y fue a abrir la puerta corriendo en cuanto le vio.

–¿Todo bien? –le preguntó–. ¿Lo has arreglado ya?

–¿Arreglar qué? –contestó él dándole un beso.

–Lo de Charlie. ¿Lo has arreglado?

–Mamá, las cosas requieren su tiempo, pero estoy trabajando en ello. No te preocupes.

–¡Cómo no voy a preocuparme! Es tan débil e indefenso…

Roscoe no veía las cosas igual. Conocía bien a su hermano, sabía que, aunque era algo alocado e irresponsable, de débil e indefenso no tenía nada.

–Déjalo en mis manos. Sabes que puedes confiar en mí.

–Harás que le quiten esos estúpidos cargos, ¿verdad? Tienes que hacer que esa gente tan horrible declare que es inocente.

–Mamá, no es inocente del todo. Él admitió que…

–¡Bah!, no sabía lo que estaba diciendo. Estaba confuso.

–Ya no es un niño, mamá. Tiene veinticuatro años.

–Para mí sigue siendo un niño, y necesita que su hermano mayor le defienda.

–Estoy haciendo todo lo que puedo.

–Ya lo sé, siempre le has protegido. Eres un buen hermano. No sé qué haría yo sin ti.

–Tú no tienes que hacer nada, mamá –dijo él con mucha delicadeza–. Todo va bien.

–Bueno, entra y tómate la cena.

–Muy bien, voy sólo un momento a por mis cosas.

Se dirigió al coche y al abrirlo vio algo extraño dentro.

–¿Qué es esto? –exclamó recogiendo un sobre muy grande de la parte de atrás–. Debió caérsele a ella de una de las bolsas sin que se diese cuenta. Tendría que llamarla.

Abrió el sobre y sacó los documentos que había dentro, tratando de encontrar alguno que tuviera su número de teléfono. Pero no lo encontró. Le dio la impresión de que aquellos documentos eran importantes. Probablemente ella los necesitase esa noche.

–Lo siento, tengo que salir –le dijo a su madre–. ¿Puedes guardarme la cena? Volveré en una hora.

 

 

–Jimmy, prometiste dejarme en paz –dijo Pippa retrocediendo unos pasos mientras se sujetaba el albornoz con una mano y levantaba la otra en actitud defensiva–. Dijimos que todo había terminado.

–Fuiste tú quien lo dijo, no yo. ¡Oh, Pippa! Te echo de menos. Si al menos sintieras algo por mí…

–Sí que lo siento –dijo ella suspirando.

–¡Lo sabía!

–Pero no es lo que tú crees. Es un sentimiento de culpa por haber dejado que las cosas llegaran tan lejos entre nosotros. Sinceramente, Jimmy, pensé que lo estábamos pasando bien. Si hubiera sabido que te estabas tomando las cosas tan en serio, habría tratado de aclararlo todo mucho antes.

–Pero no lo hiciste –replicó el joven–. Eso demuestra que sientes algo por mí.

–Sí, demuestra que te tengo aprecio. Y supongo que no es eso lo que quieres de mí.

Él agachó entonces la cabeza y ella sintió una punzada en el corazón. Era un buen muchacho. Se habían divertido y habían compartido algunas cenas y unos cuantos besos. Pero luego las cosas se le habían ido de las manos. El chico le había propuesto pasar con él un fin de semana y ella se había negado. Él entonces le había pedido que se casara con él y, ante su negativa, se había sumido en un estado de desesperación.

–¿No podríamos volver a intentarlo? –le rogó él–. Dime lo que te molesta de mí y cambiaré.

Pippa pensó que sólo con la firmeza podría zanjar aquella situación.

–¿Me pides que te diga lo que me molesta de ti? Pues te lo voy a decir. Que me persigas y me telefonees a todas horas, que me mandes flores sin que yo lo quiera, que me bombardees con mensajes de texto… Ésas son las cosas que me molestan. Eres un buen chico, Jimmy, pero no eres mi tipo. Lo siento si te hice creer lo contrario. No fue mi intención. Y ahora, por favor, vete.

Algo vio entonces en sus ojos que le impulsó a cerrarse la bata, la angustia de un hombre despechado.

–Por favor, vete –dijo ella dando otro paso atrás.

–No sin un beso. Puedes al menos concederme eso, ¿no?

–No. Vete. Adiós.

Intentó cerrar la puerta, pero él se anticipó, estrechándola con fuerza entre sus brazos.

–Déjame, Jimmy. Te he dicho que me dejes. No, Jimmy, para, no hagas eso, ¡no!

 

 

Roscoe hizo de nuevo el trayecto al apartamento de Pippa, aparcó el coche, entró en el edificio y examinó la lista de inquilinos que había junto al ascensor.

–¿Puedo ayudarle? –le dijo un hombre de mediana edad.

–Estoy buscando dónde vive la señorita Jenson.

–¡Caramba, otro más! Esto parece un desfile militar. Ya es la segunda vez en una misma tarde.

–¿De veras? –dijo Roscoe con mucha discreción.

–Como le digo. Llegan aquí con sus flores y sus regalos a rogarla y a ponerse a sus pies, pero no les sirve de nada. Cuando ella se aburre de ellos los echa. He tratado de prevenir a algunos, pero no me han hecho caso. Un hombre debería tener su dignidad, ¿no le parece?

–Desde luego –respondió Roscoe.

–Dicen que los hechiza con sus encantos y se quedan indefensos.

–¿Quién es el otro que ha venido hoy?

–Sí, el otro… Es un joven muy apuesto. Le deseo mucha suerte.

El hombre se alejó en dirección a la calle. Lo que acababa de oír era una buena noticia. Pippa iba a serle mucho más útil de lo que se había imaginado. Localizó finalmente el piso y entró en el ascensor.

Al abrirse las puertas, oyó la voz de un hombre gritando.

–No puedes ser tan cruel…

Y acto seguido la voz de Pippa.

–¿Que no puedo? Vete ahora mismo o te demostraré lo cruel que puedo llegar a ser.

–Pero yo sólo… ¡Ay! –exclamó él al recibir una patada.

–Ahora vete y no vuelvas más.

Roscoe pudo ver al joven encogido, tambaleándose hacia atrás y cayendo luego al suelo desplomado. A través de la puerta entreabierta pudo ver a una mujer. Estaba completamente desnuda. No era preciso dejar a la imaginación ningún detalle de su fabulosa figura. Eran bien visibles sus caderas de vértigo, su estrecha cintura y sus pechos un poco excesivos, aunque él no pudo verlos en su totalidad, cubiertos como estaban parcialmente por una melena maravillosa que le caía por los hombros.

Después de unos instantes, se dio cuenta de que aquella mujer era Pippa, y no la chica desenfadada que había conocido hacía un par de horas. La de ahora era una mujer muy airada, que miraba con expresión triunfal al enemigo vencido que se retorcía por el suelo.

Al ver a Roscoe, se puso la bata precipitadamente y se acercó a Jimmy.

–Lo siento, Jimmy, pero ya te lo advertí. No vuelvas por aquí nunca más.

–No has oído aún mi última palabra –dijo él, rojo de ira, tratando de incorporarse.

–¡Vete! –gritó ella.

El joven se incorporó renqueante y se detuvo frente a Roscoe.

–Ya ve usted cómo es –le dijo–. No espere que le trate mejor que a mí.

–Yo soy sólo el repartidor –dijo él cordialmente con el sobre en la mano.

Jimmy se marchó cojeando. Roscoe esperó hasta perderlo de vista.

–Siento llegar así de forma imprevista, pero se dejó esto en mi coche.

Ella hizo ademán de tomar el sobre, pero retiró la mano al ver que se le abría la bata por delante.

–Se lo llevaré dentro –dijo él entrando en el apartamento.

Ella le siguió. Cerró tras de sí la puerta, luego se dirigió a su habitación y la cerró también. Roscoe se sintió algo incómodo. El apartamento era tal como se lo había imaginado, lujoso y decorado con gusto muy femenino.

En un rincón de la sala había un ordenador de última generación. Se sintió desconcertado. Por un lado parecía una muñeca sexual y por otro una experta en nuevas tecnologías.

Ella volvió en seguida, vestida con un suéter y unos pantalones vaqueros.

–¿Está bien? –le preguntó él.

–Claro, ¿por qué no iba a estarlo? –respondió ella con tono desafiante.

–Bueno, me pareció verla un poco alterada…

–¿Por lo que acaba de pasar? Bah, no le dé importancia.

–Está bien… Sólo he vuelto para devolverle estos papeles –dijo él, algo apurado–. No me culpe por haber visto… bueno… lo que he visto.

–¿Y qué cree usted que ha visto? –preguntó ella, con los brazos cruzados.

–Bueno, he visto a una chica un poco descuidada, ¿no?

–¿Descuidada?

–Sí, descuidada con su propia seguridad. ¿Por qué demonios iba desnuda si pensaba echarle?

–Ah, ya veo. Cree usted que soy una de esas mujeres que les gusta provocar sexualmente a los hombres, ¿verdad?

–No, lo que creo es que no veía usted con claridad…

–Tal vez sea usted el que no sabe ver con claridad –replicó ella–. Saca conclusiones precipitadas, me desnudé para provocarle, claro. Por qué no se le ocurre otra explicación más sencilla, como lo que pasó de verdad. Él llegó justo después de salir yo de la ducha.

–¡Vaya! Debí haberlo pensado. Lo siento, yo…

–Yo no me desnudé para él –prosiguió ella sin escucharle–. Se lo he dicho más de veinte veces, pero no acepta un no por respuesta. ¡Hombres! Todos son iguales. Todos son tan arrogantes…

–Yo no…

–El último hombre que entró aquí no se fue cuando se lo dije y ya vio usted lo que le pasó.

–Muy bien –dijo Roscoe algo nervioso–. En realidad sólo vine a traerle sus pertenencias.

–Gracias, señor, ha sido usted muy amable –replicó Pippa con mucha formalidad, pero con una voz más fría que el hielo–. Y ahora, si usted no sale de aquí por su propia voluntad, tendré que…

–Sí, sí, me voy, me voy.

Y salió del apartamento precipitadamente. Pippa se quedó mirándole desde la ventana hasta que lo vio entrar en su coche. Luego se volvió y miró la fotografía de sus abuelos que tenía en el aparador.

–Está bien, me comporté mal. Él vino a traerme mis cosas y yo estuve muy grosera con él. Ni siquiera le di las gracias. ¿Por qué? No lo sé, pero de repente me sentí furiosa. ¿Cómo se atrevió a verme desnuda? Sí, ya sé que no fue culpa suya, no hace falta que me lo digáis. Pero deberíais haberle visto la cara. No sé si sentía hacia mí deseo o desprecio. Lo habría estrangulado. ¡Abuelo, deja ya de reírte! No tiene gracia. ¿O tal vez sí? ¡Bah, al diablo con él!

Roscoe entró en el coche y se quedó sentado unos minutos reflexionando sobre lo sucedido.

Sólo había podido echar una ojeada rápida a su dormitorio, pero había sido suficiente para ver una cama doble perfectamente hecha y sin aspecto de haber sido usada.

Así que era verdad que había rechazado a aquel hombre. Eso significaba que era toda una señora, además de hermosa y con mucho carácter. Excelente.

 

 

Los dos hombres que estaban sentados frente a frente se miraron fijamente.

–¡No, otra vez no! –dijo David Farley, exasperado–. ¿No prometió reformarse la última vez?

–Y la anterior –replicó Roscoe suspirando–. Pero Charlie no es realmente un delincuente, simplemente se deja llevar por los impulsos de su juventud.

–Vienes por tu madre, ¿verdad?

–Sí, me temo que sí.

–¿Por qué no se enfrenta de una vez a la verdad sobre Charlie?

–Porque no quiere –dijo Roscoe sin rodeos–. Él se parece mucho a nuestro difunto padre, y desde que él murió hace quince años, toda la vida de ella parece girar en torno a Charlie.

Farley era un hombre corpulento, rondando los cincuenta.

–Tu madre nunca llegó a aceptar que la muerte de tu padre fuera un suicidio, ¿verdad?

–No, ella nunca admitirá tal cosa. El informe oficial dijo que el coche sufrió un trágico accidente y nosotros nos aferramos a eso para acallar los rumores de la gente. Creo que ella está convencida de que fue un accidente. Un suicidio le haría sentirse rechazada. ¿Lo entiendes?

–Por supuesto –dijo David.

Conocía a Roscoe desde hacía mucho tiempo, desde cuando era un joven que admiraba a su padre. Él también había sufrido, pero David dudaba de que alguien lo tuviese en cuenta.

–Si consigo sacar a Charlie de ésta, te prometo que lo pondré en el buen camino –dijo Roscoe.

–¿Sabes la de veces que te he oído decir eso? –preguntó David–. Muchas. Y nunca funciona. ¿Y sabes por qué? Porque Charlie sabe que te va a tener siempre a su lado para sacarle las castañas del fuego. Hazme caso. Sólo por una vez, no lo hagas. Así aprenderá la lección.

–Y acabará fichado por la policía, y mi madre con el corazón roto. Olvídalo, David. Tiene que haber otra manera mejor de resolver esto, y creo saber cuál es. Lo más importante de momento es poner a una persona competente en el caso.

–Yo, como es lógico, me haré cargo personalmente…

–Por supuesto, pero necesitarás un buen ayudante. Te propongo a la señorita Philippa Jenson.

–¿La conoces?

–La conocí ayer y me quedé impresionado con sus cualidades –dijo Roscoe con una voz totalmente inexpresiva–. Quiero que la asignes al caso de Charlie con dedicación plena.

–Puedo dar este caso a Pippa, pero no puedo sacarla de los demás. Está muy solicitada. Es brillante, una de las mejores en este negocio. Terminó la carrera con las notas más altas que jamás he visto, y todos los bufetes se la rifaron. Se quedó aquí porque hizo su tesis con nosotros.

–¿Está realmente tan preparada como dices? Parece muy joven.

–Tiene veintisiete años y goza ya de una gran reputación dentro de la profesión. Esa mujer no es una ayudante, sino un cerebro jurídico de primera.

–¿Podría verla?

–Está en el juzgado, a menos que haya vuelto ya. Espera un momento –dijo Farley tomando el teléfono que estaba sonando–. ¡Hombre, hablando del rey de Roma…! ¡Pippa! ¿Cómo te ha ido? Bien…, bien. Así que Renton contento, ¿no? Sus enemigos se estarán lamentando de haber nacido, ¿eh? ¡Genial! Sabía que lo conseguirías. Oye, ¿podrías venir un momento? Tengo un nuevo cliente esperándote. Al parecer ya… –Farley se interrumpió al ver el gesto de Roscoe–, ya has oído hablar de él –dijo corrigiéndose sobre la marcha–. Nos vemos entonces en un minuto –añadió colgando el teléfono–. ¿Por qué no querías que le dijera que ya os conocíais? –le dijo a Roscoe.

–Es mejor así. Empezar las cosas desde cero –respondió Roscoe, mientras recapacitaba sobre el nombre de Renton, que había visto, junto con un montón de cifras, en los documentos que le había devuelto a ella la noche anterior–. ¿Así que tiene un cliente muy satisfecho?

–Es uno de los muchos que tiene. Lee Renton es un hombre muy importante del mundo del espectáculo. Un malintencionado lanzó unas sucias acusaciones contra él, esperando sacar algún beneficio, pero fracasó. Cosas de finanzas, todo mentiras. Yo sabía que Pippa lo desenmascararía.

–Y ahora su adversario se lamenta de haber nacido, ¿no es así?

–Ella es así. Tiene mal carácter y se sirve de todo tipo de artimañas. Pero es brillante, cuida todos los detalles, se estudia cada documento desde la primera a la última letra. Nada se le escapa. Estará aquí en un momento. Te felicito, Roscoe, creo que has hecho una buena elección. Por suerte, es una adicta al trabajo, de otro modo quizá se habría negado a cargar aún más su agenda de trabajo, estando casi en vísperas de Navidad.

–¿En vísperas de Navidad, dices? Pero si estamos en noviembre.

–La mayoría de la gente comienza a planificar ahora su horario de trabajo para poder tomarse así luego algunos días libres. Pippa en cambio entra la primera y se va la última. Cuanto más se acerca la Navidad, más adicta al trabajo se vuelve. Es como si no le gustase la Navidad.

Sonó entonces su teléfono. David respondió e hizo un gesto de contrariedad.

–Si le dejas pasar, no conseguiré quitármelo nunca de encima. Voy para allá –Farley se levantó de la mesa y añadió dirigiéndose a Roscoe–: Quédate ahí, estaré de vuelta en un minuto.

Y salió apresuradamente.

Mientras esperaba, Roscoe se acercó a la ventana y contempló ese distrito de Londres, rico, elegante y sofisticado. Pippa también era así, pero sólo en parte, pensó recordando la forma en que se había comportado en el cementerio el día anterior.

Se abrió entonces la puerta y entró una mujer hablando con la respiración entrecortada.

–¡Vaya día! Pero valió la pena sólo por ver la cara de Blakely cuando le saqué todas esas cifras…

Se interrumpió al ver a Roscoe junto a la ventana.

–Buenas tardes, señorita Jenson –dijo él.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

–¡USTED! –dijo Pippa sorprendida–. Mis oraciones han tenido al fin respuesta.

–¿Soy yo la respuesta a sus oraciones? –preguntó él.

–Ahora puedo darle las gracias, si no habría tenido que buscarle por todo Londres. Usted me ayudó tres veces ayer: me remolcó hasta el taller, me llevó a casa, y me devolvió luego los papeles que me dejé en su coche, y yo, a cambio, me porté groseramente con usted. Fue algo imperdonable.

–No se preocupe, olvídelo.

–Es usted muy amable. Cuando pienso…

Se abrió la puerta y entró David con el hombre que había estado tratando quitarse de encima, que venía ahora hablando como una cotorra ante la cara de resignación de Farley.

–Creo que estamos estorbando –dijo Roscoe–. ¿Qué tal si vamos a comer algo? Cavelli es buen sitio y está aquí al lado.

–Buena idea. Estoy muerta de hambre.

Cavelli era un pequeño restaurante que abría por las tardes. Se sentaron junto a la ventana.

–Brindaría con champán –dijo él–, pero tengo que conducir. ¿Y usted?

–Mi coche sigue en el dique seco. Vine en taxi.

–¿Champán, entonces?

–Por mí no. Prefiero una taza de té.

Tras hacer Roscoe el pedido, se quedó mirándola un buen rato. Llevaba el pelo recogido en un moño, como la primera vez que la vio, pero su color de miel tenía ahora un brillo más intenso que entonces.

Brindaron con té caliente, y Pippa continuó con sus muestras de agradecimiento.

–No sabe cuánto le debo. Esos documentos fueron vitales para el caso. Sin ellos…

–Sí, no habría conseguido que Frank Blakely se lamentase de haber nacido, ¿no?

–Yo presenté los números –replicó con una sonrisa triunfal–, él trató de rebatirlos, yo aporté entonces los documentos que los avalaban, él quiso saber cómo habían llegado a mi poder y yo le dije que era secreto profesional.

–Me parece que hizo uso de alguna artimaña –dijo Roscoe con una sonrisa.

–¿Qué me dice? –exclamó ella, fingiendo sentirse ofendida–. ¡Una artimaña!

–Disculpe, le pido perdón…

–¡Una no, mil! Hago todas las artimañas que puedo. Pero sólo cuando es necesario. Eso depende del cliente. Algunos necesitan más que otros.

–Veo que ofrece un servicio personalizado a cada cliente –comentó él con admiración.

–Exacto. Estoy preparada para todo –dijo echándose a reír–. Eso hace la vida más interesante.

–Señorita Jenson…

–Por favor, creo que ya es hora de que empiece a llamarme Pippa –dijo ella.

–Pippa, lamento lo de anoche. Yo sólo quería devolverte tus pertenencias.

–No fue culpa tuya. Fue mala suerte que llegases… en ese momento.

–Aquel joven parecía sentir algo muy profundo por ti.

–Es un buen muchacho, pero no consigo hacerle entender que yo no siento lo mismo que él.

–¿Así que no hay nadie especial en tu vida en este momento? ¿O hay una docena como él, dispuestos a aparecer por sorpresa como anoche?

–Es posible. No llevo la cuenta. Mira, hoy ha sido un gran día para mí. Y todo te lo debo a ti, te habría buscado por todo Londres para agradecértelo.

–Y si yo no hubiera sabido dónde vivías, te habría buscado también por todas partes, porque tengo un trabajo que sólo tú puedes hacer.

–¿Eres el cliente del que me habló David?

–Así es. Quiero que te encargues del caso de mi hermano Charlie. No es mal chico, pero es un poco irresponsable y se rodea de malas compañías.

–¿Qué edad tiene?

–Veinticuatro años, pero es algo inmaduro. Si fuera otro te diría que no le vendría mal una buena lección, pero eso… ocasionaría algunos problemas.

–No podrías soportar verte relacionado con un convicto, ¿no es eso? –aventuró ella.

–Algo así.

–Si voy a ayudarte, necesito saberlo todo. No puedo trabajar a ciegas.

–Soy bróker. Tengo muchos clientes que dependen de mí, que necesitan confiar en mí. No puedo permitir que algo pueda dañar mi reputación –dijo con una voz dura como el acero–. Además, si le pasase algo a Charlie, a mi madre se le partiría el corazón. Sólo vive para él, y tiene una salud muy delicada desde que mi padre murió hace quince años. Por nada del mundo quisiera verla sufrir.

–¿Qué problemas tiene tu hermano? –preguntó ella suavemente.

–Salió una noche con sus amigos, bebieron demasiado. Algunos de ellos entraron a robar en una tienda y los detuvieron. El dueño cree que él fue uno de ellos.

–¿Y qué dice Charlie?

–Unas veces dice que él no estuvo allí y otras veces insinúa que podría haber estado. Es como si no lo supiera. Creo que no estaba totalmente sobrio esa noche.

Pippa frunció el ceño. El caso parecía de un adolescente más que de un joven de veinticuatro años.

–¿Tienes más hermanos o hermanas?

–No.

–¿Tíos, tías?

–Tampoco.

–¿Esposa? ¿Hijos? Creo que me dijiste ayer que tenías una hija, ¿no?

–No, te dije que, si fueras hija mía, te infundiría un poco de sensatez.

–Ah, sí, lo recuerdo –dijo ella sonriendo.

–Sí, eso me enseñará a no prejuzgar a las personas tan a la ligera. Pero no, no tengo esposa ni hijos.

–Así que Charlie y tu madre constituyen toda tu familia. Supongo que, a lo largo de todos estos años, has debido de ser como un padre para él.

–No con demasiada fortuna –replicó él, con amargura–. Creo que cometí muchos errores.