Terreno privado - Un toque de persuasión - Janice Maynard - E-Book

Terreno privado - Un toque de persuasión E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

Terreno privado Gareth Wolff intentaba ocultarse del mundo… hasta que Gracie Darlington se presentó ante su puerta víctima de la amnesia. El huraño millonario conocía bien a esa clase de mujeres. Sabía que ella quería algo, algo que él llevaba toda la vida intentando olvidar. Aun así, decidió no dejar que la sensual intrusa se marchara, al menos, hasta que pudiera saciar con ella su deseo. Sin embargo, cuando Gracie recuperara la memoria, podía ser demasiado tarde. Porque, además de su territorio, ella había invadido su corazón. Un toque de persuasión Olivia Delgado había sido abandonada por el hombre que amaba, un hombre que nunca existió. El multimillonario aventurero Kieran Wolff se había presentado con un nombre falso, le había hecho el amor y luego había desaparecido. Seis años después, no solo había regresado reclamando conocer a la hija de ambos, sino también intentando seducir a Olivia para que volviera a su cama. La pasión, aún latente entre ambos, amenazaba con minar el sentido común de la joven. ¿Podría confiar en él en esa ocasión o seguiría siendo un lobo con piel de cordero?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 422 - mayo 2019

 

© 2012 Janice Maynard

Terreno privado

Título original: Into His Private Domain

 

© 2012 Janice Maynard

Un toque de persuasión

Título original: A Touch of Persuasion

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-966-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Terreno privado

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Un toque de persuasión

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Gareth salió de la ducha y se quedó parado delante del espejo. El agua helada no había conseguido calmar sus nervios. Todavía desnudo, empezó a afeitarse.

Cuando hubo terminado, hizo una mueca a su reflejo. El pelo denso y rizado le caía sobre los hombros. Siempre lo había llevado más largo de lo que dictaba la moda, pero se lo había dejado crecer tanto que empezaba a molestarle para trabajar.

De un cajón, sacó una goma y se lo recogió.

De pronto, alguien llamó a su puerta. Ni sus hermanos ni su padre se molestaban nunca en llamar antes de entrar. Y su tío Vicente y sus primos respetaban demasiado su mal humor como para atreverse a interrumpirlo. Los mensajeros siempre llamaban a la casa principal. ¿Quién diablos podía ser?

Ya estaba más que harto de que la prensa del corazón se hubiera cebado con él. Además, el tiempo que había pasado en el Ejército le había enseñado a apreciar la soledad. Con excepción de su familia, prefería no interactuar con la humanidad siempre que fuera posible.

Cuando un hombre tenía dinero, todo el mundo quería algo de él. Y Gareth estaba cansado de eso.

Agarró unos pantalones y se los puso, sin calzoncillos. Eso bastaría para abrir la puerta.

Atravesó la casa, maldiciendo cuando la goma que le sujetaba la coleta se le rompió, dejándole suelto el pelo. ¿Qué importaba? Cuanto más desarreglado estuviera, antes espantaría a quien lo estuviera esperando en el porche.

Cuando abrió la puerta de golpe, se encontró con una mujer pelirroja con rizos salvajes cayéndole sobre los hombros. De pronto, se le despertó la libido. Respiró hondo.

–¿Quién eres y qué quieres? –le espetó él con toda la brusquedad que pudo.

La mujer contuvo el aliento y dio un paso atrás. Gareth se apoyó en el quicio de la puerta, descalzo, con gesto huraño.

La visitante apartó los ojos del pecho de él con gran esfuerzo y lo miró a la cara. Habló despacio.

–Tengo que hablar contigo.

–No eres bienvenida –repuso él, sin poder evitar fijarse en lo sexy que era la intrusa. Tenía la piel clara, la figura esbelta y la espalda tan recta que daba ganas de recorrérsela con la lengua hasta que gritara de…

Gareth se pasó las manos por el pelo, mientras el corazón le latía acelerado. No podía bajar la guardia ni un segundo. Aunque aquellos rizos de fuego y aquellas delicadas mejillas fueran su talón de Aquiles. Al notar su suave perfume, se le endureció el miembro sin poder evitarlo.

¿Cuánto había pasado desde la última vez que había estado con una mujer? ¿Semanas? ¿Meses? Su cuerpo subía de temperatura más y más.

–¿Qué quieres?

Ella parpadeó nerviosa. Sus ojos eran más azules que el cielo de verano. Levantó la barbilla con gesto desafiante y esbozó una sonrisa insegura.

–¿Puedo entrar para que nos sentemos un momento? Me gustaría beber algo. Prometo no robarte mucho tiempo.

Gareth se puso tenso. Una furia salvaje lo invadió. Aquella mujer quería aprovecharse de él, como todas, pensó.

Ignoró la mano que le tendía la desconocida, sin molestarse en ocultar su mal humor.

–Vete al infierno y sal de mis tierras.

La mujer dio dos pasos atrás, tambaleante, con los ojos como platos, la cara blanca.

–Vamos –presionó él, irguiéndose en toda su altura para dar más miedo–. No eres bienvenida.

Ella abrió la boca, quizá para protestar, pero en ese instante dio un mal paso. Se cayó hacia atrás, golpeándose con la cabeza y la cadera en los escalones del porche. Fue rodando, entre sonoros golpes, hasta quedar inmóvil, hecha un ovillo en el suelo.

Gareth corrió a su lado en una fracción de segundo, acercándose con manos temblorosas. Se había portado como un animal, peor que los coyotes que habitaban aquellas montañas.

La mujer estaba inconsciente. Con suavidad, él le recorrió las extremidades con las manos para comprobar si estaban rotas. Había crecido con hermanos y primos varones y estaba acostumbrado a ver piernas y brazos rotos. Sin embargo, no estaba preparado para encontrarse con la protuberancia de un hueso bajo aquella piel blanca y sedosa.

A continuación, la tomó en sus brazos y la llevó dentro de la casa, a su habitación, su santuario privado. La depositó con cuidado en la cama deshecha y se fue a buscar hielo y un botiquín.

El que la desconocida siguiera inconsciente empezó a preocuparle más que el corte profundo que tenía en la pierna. Tomó el teléfono y llamó a su hermano Jaco.

–Te necesito. Es una emergencia. Tráete el maletín.

Diez minutos después, su hermano estaba allí. Ambos hombres tenían los ojos puestos en aquella mujer de pequeña estatura que parecía fuera de lugar en una cama tan grande y tan masculina. Su pelo rojizo brillaba sobre las sábanas grises y la manta azul de cachemira.

Jacob la examinó de la cabeza a los pies.

–Tengo que darle puntos en la pierna –informó su hermano médico–. El golpe que se ha dado en la cabeza ha sido fuerte, pero no parece que vaya a costarle la vida. Sus pupilas parecen estar bien –añadió y frunció el ceño–. ¿Es amiga tuya?

Gareth dio un respingo, sin apartar los ojos de ella.

–No. Solo llevaba aquí un par de minutos cuando se cayó. Dijo que quería hablarme de algo. Supongo que sería una periodista.

–¿Y qué pasó? –preguntó Jacob, preocupado.

Gareth se inclinó hacia delante y le apartó unos mechones de pelo de la cara a la desconocida.

–Intenté asustarla para que se fuera. Y funcionó.

Jacob suspiró.

–Algún día, esa forma de ser tan huraña que tienes va a traerte un disgusto. Quizá, hoy. Maldición, Gareth, esta mujer podría demandarnos y sacárnoslo todo. ¿En qué estabas pensando?

Gareth se encogió cuando su hermano hundió la aguja en la piel de la mujer, para coserle el pequeño corte de la pierna. Pero ella no se movió.

–Quería que se fuera –murmuró Gareth, irritado y abatido por sus propios demonios. Deseó que aquella extraña pudiera ser una joven inocente.

Pero lo más probable era que fuera una víbora.

Jacob terminó de coserle y le cubrió la herida con una venda. Le tomó el pulso y le puso una inyección para el dolor.

–Es mejor que comprobemos su identidad –señaló el médico, frunciendo el ceño–. ¿Llevaba bolso o algo?

–Está en la silla, allí.

Mientras su hermano rebuscaba en el bolso de la mujer, Gareth se quedó mirándola. Parecía un ángel en su cama.

Con gesto de preocupación, Jacob levantó en la mano una cartera y una hoja de papel doblada.

–Échale un vistazo a esta foto. Se llama Gracie Darlington.

–A menos que sea un carné falso.

–No saques conclusiones apresuradas. A veces, eres demasiado paranoico. Puede que no haya nada siniestro en todo esto.

–Ya y puede que los cerdos vuelen. No esperes que me deje engatusar solo porque es bonita. Ya tengo experiencia con eso.

–Tu exnovia era muy ambiciosa. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo, Gareth. Déjalo estar.

–No, hasta que sepa la verdad.

Jacob meneó la cabeza, disgustado, mientras rompía una ampolla de amoníaco bajo la nariz de Gracie.

Ella se removió en la cama y gimió.

Gareth le tomó la mano.

–Despierta.

Gracie abrió los ojos, parpadeando. Le temblaban los labios.

–¿Sois dos? –preguntó ella, frunciendo el ceño confundida.

–Mientras no veas cuatro, todo está bien –repuso Jacob con una carcajada cortante–. Te has dado un buen golpe. Tienes que descansar y tomar líquidos en abundancia. Estaré por aquí por si empeoras. Mientras tanto, no hagas ningún movimiento brusco.

–¿Dónde estoy? –preguntó ella, arrugando la nariz.

Jacob le dio una palmadita en el brazo.

–Estás en el dormitorio de mi hermano. Pero no te preocupes, Gareth no muerde. Yo soy Jacob, por cierto –se presentó y miró a su hermano–. Renueva los hielos que le he puesto en la pierna y en la cabeza. Dejaré aquí un analgésico para que se lo tome cuando desaparezcan los efectos de la inyección. Volveré a verla por la mañana, si no hay novedad. Llévala a la clínica, allí le haré una radiografía para asegurarnos de que todo esté bien.

Gareth no se molestó en acompañarlo a la puerta.

Cuando se sentó en el borde de la cama, Gracie intentó alejarse de él, a pesar de lo malherida que estaba. Aquel sencillo movimiento le restó el poco color que tenía en el rostro. Estremeciéndose, sacó la cabeza de la cama y vomitó en el suelo.

Entonces, rompió a llorar.

Gareth se quedó paralizado un instante, sin saber qué hacer. Nunca en su vida había sentido la necesidad de consolar a nadie. Era posible que Gracie fuera una embustera y una bruja.

Sin embargo, se quedó perplejo al presenciar una tristeza tan profunda. Aquellas lágrimas eran de corazón, imposibles de fingir.

Gareth se fue al baño a por una toalla húmeda, se la tendió a la mujer y empezó a limpiar el suelo en silencio. Cuando hubo terminado, los sollozos de ella se habían calmado un poco. Tenía los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil como una muerta. Tal vez, porque cualquier movimiento le dolía.

Él se había caído de un caballo a los doce años y se había golpeado en la cabeza. Sabía cómo se sentía ella.

Por eso, no se arriesgó a intentar sentarse a su lado de nuevo. Se acercó a las ventanas y las abrió, dejando que el aire fresco de la primavera entrara en la habitación. Corrió las cortinas para que la luz no fuera tan intensa. Quería que ella estuviera lo más cómoda posible.

Después, se quedó de pie junto a la cama, mirándola, y se preguntó cómo el día se había torcido tanto en tan poco tiempo. Aclarándose la garganta, la cubrió con el edredón, hasta la barbilla.

–Tenemos que hablar. Pero esperaré a que hayas descansado. Es casi hora de cenar. Prepararé algo sencillo y suave y te lo traeré cuando esté listo –ofreció él y titubeó, esperando una respuesta.

 

 

Gracie trató de recuperar la compostura, segura de que en cualquier momento podría poner sus neuronas en orden. Parecía estar inmersa en una pesadilla. Un hombre ceñudo la atendía con patente reticencia.

Era muy alto. Tenía un rostro muy masculino, atractivo, aunque no era guapo en el sentido estricto de la palabra. Nariz rota, mandíbula que parecía tallada en granito y ojos negros como la noche, tanto que no se le diferenciaban las pupilas.

Su pelo también era moreno y le daba un toque salvaje que delataba su desprecio de las convenciones sociales. Espesos e indomables mechones le caían sobre la cara de vez en cuando y, al mirarlos, Gracie tuvo la tentación de acariciárselos para ver si eran tan suaves como parecían.

Tenía el pecho bronceado y musculoso, con tres pequeñas cicatrices en las costillas. Observándolas, ella frunció el ceño, deseando poder tocárselas. Lo cierto era que estaba impresionada por lo magnífico que era aquel hombre.

Al fin, él salió de la habitación y cerró la puerta.

Gracie cayó en un sueño ligero e inquieto, salpicado de despertares llenos de dolor y soledad. La penumbra de la noche pintaba la habitación cuando su anfitrión regresó.

Llevaba una bandeja que dejó a los pies de la cama, sobre un baúl de madera. En vez de encender la lámpara del techo, prendió la pequeña luz de la mesilla de noche.

Luego, se acercó a Gracie.

–Tienes que incorporarte y comer algo.

El estómago le rugió al olor de la comida.

El hombre la ayudó a sentarse. La piel le ardió en todas partes donde él la tocó para incorporarla.

Cuando estuvo lista, él le colocó la bandeja sobre el regazo. Gracie contuvo el aliento al mover la pierna. No se había dado cuenta hasta entonces de que se había herido en más sitios aparte de la cabeza.

Entonces, su anfitrión respondió lo que ella no había llegado a preguntarle.

–Jacob te ha puesto seis o siete puntos. Te golpeaste con una piedra afilada cuando te…

El hombre se interrumpió con gesto de disgusto. Acercó una silla a la cama y se sentó, observándola mientras ella comía. Si no hubiera estado muerta de hambre, su intenso escrutinio la habría puesto nerviosa. Pero debían de haber pasado horas desde que había comido por última vez.

En la bandeja, había sopa de pollo con zanahorias y apio. Gracie tomó un pedazo de pan caliente y lo devoró con gusto.

Ni ella ni su acompañante dijeron una palabra hasta que se hubo terminado el plato.

Después de quitarle la bandeja de encima, él se sentó de nuevo, cruzándose de brazos.

Llevaba unos vaqueros gastados y una camisa granate tejida a mano. Y estaba descalzo. Todo en él emanaba confianza y superioridad.

Gracie luchó contra el pánico, tratando de retrasar el momento de la verdad.

–Tengo que ir al baño –dijo ella, comprendiendo que iba a necesitar su ayuda para ponerse en pie. La pierna herida le dolía demasiado. Sin embargo, tras un momento, fue capaz de cojear sola hasta el cuarto de baño.

Era una habitación enorme con una ducha de piedra y cristal. De pronto, ella se imaginó a aquel hombre viril y misterioso desnudo bajo el chorro de agua. Al pensarlo, le temblaron las rodillas. A pesar de su malestar, no podía ignorar el poderoso atractivo de su anfitrión. Después de usar el baño y lavarse, cometió el error de mirarse al espejo. Su imagen la dejó perpleja. Estaba más blanca que la leche y tenía todo el pelo enredado.

Entonces, rebuscó en los cajones, hasta encontrar un peine. Cuando intentaba peinarse, se lastimó en la herida de la cabeza y gritó de dolor.

Al instante, él estaba a su lado, sin ni siquiera haberse molestado en llamar a la puerta.

–¿Qué ocurre? –preguntó Gareth–. ¿Te encuentras mal? –añadió y, al momento, se dio cuenta de lo que ella había estado intentando hacer–. Olvídate de tu pelo –murmuró, tomándola en brazos para llevarla a la cama.

Cuando estuvo acomodada sobre el colchón de nuevo, con un paquete de hielos en la pierna, él le tendió dos pastillas analgésicas e insistió en que se las tomara con un poco de leche. Gracie se sentía como una niña, aunque todo su cuerpo estaba reaccionando ante aquel extraño como una mujer.

–No te vayas –soltó ella cuando vio que el hombre se dirigía a la puerta, sonrojándose–. No quiero estar sola.

Él regresó a su silla, dándole la vuelta para sentarse a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo. Su expresión era difícil de descifrar.

–Estás a salvo aquí –susurró él–. Y Jacob dice que te recuperarás pronto.

Su voz le resultó a Gracie más suave que una caricia. Sin embargo, al momento, percibió en él cierta mirada de desconfianza y sospecha. ¿Qué diablos podía un hombre así temer de ella?

–¿Tu hermano vive contigo?

–Jacob tiene una casa en la finca –respondió él, frunciendo el ceño–. ¿Por qué has venido?

Sintiéndose de nuevo sin energías, Gracie apartó la vista hacia la ventana.

–No lo sé.

–Mírame.

Ella obedeció con reticencia, desorientada y avergonzada.

–Eso no tiene sentido –señaló él.

Gracie se mordió el labio, tratando de contener las lágrimas.

–Pareces enfadado. ¿Conmigo?

Durante una milésima de segundo, algo parecido al miedo le asomó a los ojos, mientras se aferraba con fuerza al respaldo de la silla. Pero, al instante, desapareció.

–Nada de eso. Pronto vas a irte.

Estaba mintiendo. Gracie lo sabía con certeza. Y eso la indignaba. Para él era un problema tenerla en su casa. Un problema grande, pensó y se destapó, llena de pánico y agitación.

–Me voy.

Frunciendo el ceño, él volvió a taparla.

–No seas ridícula. No estás en forma para ir a ninguna parte esta noche. Puedes quedarte en mi cama. Pero mañana te irás.

El dolor que Gracie sentía en la cabeza era demasiado intenso. Además, la inundaba una inexplicable aprensión.

–Por favor –musitó ella, aferrándose a las sábanas, mientras se esforzaba en controlar un ataque de nervios.

–¿Por favor qué?

–Por favor, dime quién soy.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Gareth afiló la mirada, disfrazando su sorpresa. Ya estaba. El primer acto de la farsa que aquella mujer quería que él se tragara. Porque no podía hablar en serio… ¿o sí?

–¿Tienes amnesia? ¡No me digas! ¿Ya es la hora de la teleserie? –se burló él, encogiéndose de hombros–. De acuerdo. Te seguiré el juego. Yo soy Gareth. Tú te llamas Gracie Darlington. Eres de Savanah. Jacob y yo lo hemos visto en tu permiso de conducir.

A ella comenzó a temblarle el labio inferior, hasta que se lo mordió, haciendo un esfuerzo palpable por mantener la compostura. Debía de ser una actriz consumada, observó él. Sin embargo, la mirada de puro terror de sus ojos parecía casi imposible de fingir.

–¿Cómo he llegado aquí? –preguntó ella–. ¿Tengo un coche fuera?

Gareth negó con la cabeza.

–Que yo sepa, subiste por la montaña. Toda una hazaña, por otra parte. No hay senderos en la falda. Tienes los brazos y las piernas llenos de arañazos.

–¿Tengo teléfono móvil?

Gareth ladeó la cabeza, observándola.

–Iré a ver –repuso él y se fue a buscar el bolso que Jacob había examinado antes. En un bolsillo con cremallera, encontró un teléfono. Se lo lanzó a la cama, a su lado. Por suerte, la batería parecía en plena carga. Gracie activó la pantalla táctil.

–Bueno, al menos, recuerdas cómo se hace eso –señaló él.

Gracie se encogió ante su sarcasmo, aunque no levantó la vista. Se concentró para buscar en la lista de nombres de su agenda.

Cuando al fin levantó la cabeza, tenía los ojos empañados.

–Ninguno de estos nombres significa nada para mí –susurró ella, mientras una lágrima le rodaba por la mejilla–. ¿Por qué no recuerdo nada?

Gareth le tomó el teléfono de las manos con un gesto de compasión forzada.

–Te golpeaste la cabeza al caer de mi porche. Jacob es médico. Dice que vas a ponerte bien –explicó él. Sin embargo, Jacob se había ido antes de que saliera a la luz lo de la amnesia. Maldición.

Sin estar seguro de qué buscaba, Gareth revisó la agenda del móvil. Entonces, cayó en la cuenta de algo. Había un papá.

Apretó el botón de llamada y esperó. Un hombre respondió al otro lado de la línea.

–Soy Gareth Wolff. Su hija se ha caído y se ha lastimado. La ha visto un médico y dice que no es grave. Pero sufre una pérdida momentánea de memoria. Sería de gran ayuda que la tranquilizara. Le pasaré el teléfono.

Sin esperar respuesta, le tendió el aparato a Gracie.

Ella se incorporó, apoyando la espalda en el cabecero.

–¿Hola?

Gareth se sentó en la cama, lo bastante cerca como para advertir el tono de sorpresa del hombre al otro lado del auricular y para escuchar fragmentos de conversación.

–Maldición, pequeña. No pensé que fueras capaz de eso. ¿Has fingido un accidente en la finca de los Wolff? ¿Y ahora dices que tienes amnesia? Estupendo, lo tienes justo donde queríamos. Todos estarán aterrorizados pensando que vamos a demandarlos. Una idea excelente, hija. Tu tenacidad es admirable. Muy bien, pequeña, muy bien.

Gracie interrumpió la euforia del otro hombre.

–Padre… no me siento bien. ¿Puedes venir a buscarme y llevarme a casa?

–Está ahí contigo, ¿verdad? –aventuró Darlington, soltando una carcajada–. Y tú sigues fingiendo. Espléndido. Yo haré mi parte de la farsa. Lo siento Gracie, tengo que irme a Europa dentro de media hora. Estaré allí una semana. Y la casa está hecha una ruina, he aprovechado para hacer obras mientras estoy fuera. Tendrías que quedarte en un hotel, si vuelves.

–Esto no es gracioso –protestó ella–. Lo digo en serio. No puedo quedarme aquí. No soy bienvenida. Soy una extraña.

–Eso es, haz que se sientan más culpables –insistió Darlington–. Te deben su hospitalidad. Coquetea un poco con Gareth. Gánate su confianza haciendo de damisela en apuros y todo eso. Consigue que acepte nuestra propuesta. Hablaremos la semana que viene. Ahora, tengo que irme.

–No, espera –rogó ella con desesperación–. Al menos, dime si tengo marido, novio o alguien que me esté esperando.

Su padre rio con tanta fuerza que Gracie tuvo que apartarse el teléfono de la oreja.

–Claro que no. Sigue así. Me encanta tu plan. Me gustaría poder verle la cara. Adiós.

Entonces, el otro hombre colgó. Gracie se quedó mirando el teléfono, destrozada. ¿Qué clase de padre tenía? ¿Cómo podía haber alguien tan cruel? ¿Acaso no le importaba nada que estuviera herida? Una mezcla de humillación, vergüenza y sensación de abandono se apoderó de ella.

–¿Lo has oído todo? –le preguntó ella, haciendo una mueca.

Gareth se puso en pie y se acercó a la ventana, dándole la espalda.

–He oído lo suficiente.

A ella le tembló la voz.

–No puede venir a buscarme ahora porque va a irse del país durante una semana. Pero, si me organizas el viaje, estoy segura de que él te devolverá el dinero.

Gareth Wolff se giró hacia ella con desconfianza y un poco de lástima.

–Tu padre cree que estás fingiendo tener amnesia.

Gracie se sonrojó.

–Toda la conversación me ha resultado muy confusa. Al parecer, vine a verte por una razón. Pero no sé cuál. Aunque él parece saberlo.

–¿No tienes ni idea?

–Lo siento –repuso ella, meneando la cabeza–. Me iré en cuanto pueda.

–No vas a ir a ninguna parte por el momento –le espetó él con la mandíbula tensa–. Si de veras has perdido la memoria, tendré que informar a Jacob. La familia Wolff no acostumbra a echar a la calle a las personas heridas. Además, Gracie, no pienso darle a tu desalmado padre ningún motivo para que nos demande.

–No vamos a demandarte –aseguró ella en voz baja–. No creo en esas cosas.

–¿Cómo lo sabes? –replicó él–. Tal vez, la mujer que eres en realidad haría eso.

Gracie se deslizó debajo de las sábanas, sintiendo un doloroso martilleo en la cabeza.

–Por favor, déjame sola.

–Lo siento, Gracie. Si vamos a jugar el juego de la amnesia, no me queda más remedio que avisar a Jacob. Te llevaré a su casa.

Solo de pensar en levantarse, Gracie se sintió mareada.

–¿No puede venir él? No es tan tarde, ¿verdad?

–No es porque sea tarde. Jacob tiene un completo equipo médico en casa. Allí, podrá hacerte un escáner de la cabeza y una radiografía de la pierna.

–Seguro que no es necesario –se negó ella–. Solo quiero descansar. Mañana podrás deshacerte de mí.

Gareth se dirigió a la puerta.

–Estás en el territorio de los Wolff. Y las decisiones no las tomas tú –le espetó, mirándola con gesto sombrío–. Iré a por las llaves y los zapatos. No te muevas.

Gracie cerró los ojos y respiró hondo, casi convencida de que estaba sumergida en una lúgubre pesadilla. Pronto, despertaría y comprobaría que todo aquello había sido fruto de su imaginación. Gareth Wolff, pensó y susurró su nombre entre dientes, tratando de encontrarle un significado. ¿Por qué había ido a verlo? ¿Qué quería su padre? ¿Y cómo había ido desde Georgia a Virginia? ¿Tenía equipaje en alguna parte? ¿Alguna habitación en un hotel? ¿Vehículo? ¿Tal vez, un ordenador portátil? En su bolso, no tenía más que el teléfono, algunas galletitas y pañuelos de papel.

Entonces, frunció el ceño, petrificada. ¿Cómo podía saber lo que era un ordenador portátil y no recordar su propio nombre?

Gareth volvió a entrar en la habitación y la miró con expresión velada.

–He hablado con Jacob. Nos espera. Vamos.

Gracie gritó conmocionada cuando él la levantó en sus brazos, con mantas y todo.

–¿Te he lastimado? –preguntó él, quedándose inmóvil–. Lo siento –rezongó al instante.

Gracie negó con la cabeza, temblando por el ancho pasillo.

–Me has asustado. Eso es todo –afirmó ella. Por nada del mundo pensaba admitir que estar entre sus brazos era excitante y la consolaba al mismo tiempo. Su aroma y el latido de su corazón la reconfortaban y le daban una ilusoria sensación de seguridad.

Todo en la casa denotaba un alto estatus y la riqueza de su ocupante. Suelos de madera reluciente, alfombras exquisitas, lámparas de araña de cuerno de alce bañando el pasillo de una cálida luz…

Pero Gareth caminaba demasiado deprisa para que ella pudiera hacer una inspección a fondo. En cuestión de minutos, estaban fuera de la casa. El aire fresco de la noche de primavera los envolvió cargado de dulces fragancias.

¿Cómo sabía ella que era primavera? Aquellos pequeños fragmentos de información instintiva le dieron la esperanza de poder recuperar sus recuerdos. Era posible que no hubiera perdido la memoria para siempre, que fuera solo algo momentáneo.

Gareth la llevaba con cuidado, pero de manera impersonal. Él no tenía la culpa de que Gracie tuviera las hormonas desbocadas. Aquel hombre olía a madera y a champú masculino y, a pesar de sus ocasionales muestras de animosidad, se sentía a salvo en sus brazos. Tal vez, él no quería que se quedara en su casa, pero ella sabía que no la haría daño… al menos, físicamente. El peligro oculto de estar con él podía ser más amenazante.

Por supuesto, lo que sentía entre sus brazos podía ser una respuesta intuitiva a algo parecido al síndrome de Estocolmo, que hacía que la víctima se sintiera vinculada al secuestrador. Aunque Gareth no le había hecho nada malo. Más bien, al contrario. Lo que sucedía era que, por el momento, él era la única realidad tangible que había en el caos de su cabeza. Él y su hermano Jacob.

Sin duda, lo que le hacía sentir afinidad por aquellos dos Wolff debía de ser su necesidad de buscar protección de lo desconocido, caviló Gracie.

Gareth tenía el jeep aparcado en un gran garaje en la parte trasera de la casa. El edificio, lo bastante grande como para albergar una flota de vehículos, había sido diseñado para fundirse con el paisaje, igual que la casa.

Él la dejó en el asiento del pasajero y dio la vuelta al coche para ponerse tras el volante. Había mucha niebla. Gracie tembló al mirar a su alrededor, más por la sensación de aislamiento que por el frío. Aquello parecía un escenario sacado de una película de terror.

–¿Dónde estamos? –preguntó ella, apretándose la manta contra el pecho.

–En la Montaña Wolff –repuso él.

–Espero que no sea un sitio tan siniestro como su nombre –comentó ella, tras aclararse la garganta.

Él soltó una breve carcajada y, al momento, se puso serio de nuevo. Gracie intuyó que su anfitrión no quería darle ninguna muestra de debilidad.

–Este es mi hogar. Crecí aquí con mis dos hermanos y tres primos. Estoy seguro de que lo sabes –aventuró él con cara de pocos amigos–. Mi familia no tiene secretos.

Gracie quiso pedirle más detalles, más explicaciones. Pero, al parecer, su pregunta inocente había tocado un punto sensible. Así que prefirió mantenerse callada, aferrándose al reposabrazos mientras el coche serpenteaba por el abrupto camino.

Por suerte, el viaje fue corto. De pronto, una casa apareció en medio de la niebla. Era más moderna de que la de Gareth, toda de acero y cristal.

Jacob los recibió en la puerta y los hizo pasar. Gareth la depositó en el suelo.

–¿Alguna novedad? –preguntó el médico con preocupación.

–No recuerda detalles de su vida. Pero parece que la amnesia no le ha afectado la memoria funcional. Sabe usar el móvil, aunque no conoce los nombres de su agenda… o eso dice.

Gracie se sonrojó. Estaba avergonzada y cansada. Lo único que le faltaba era que Gareth se burlara de ella.

Jacob señaló hacia un salón que parecía sacado de una revista de diseño de interiores.

–Ponte cómodo, hermano. Hay un partido en el canal cincuenta y dos. Y tienes cerveza en la nevera.

–Debería acompañarte –dijo Gareth, frunciendo el ceño.

–No hace falta. Confía en mí. La chica estará en buenas manos –aseguró Jacob, poniéndole la mano en el hombro. Luego, se volvió hacia Gracie con una amable sonrisa–. Vamos a examinarte, señorita. Prometo no torturarte demasiado.

A diferencia de Gareth, Jacob la dejó caminar sola. Ella salió de entre las mantas y lo siguió por el pasillo. Todo era de color blanco y negro: las paredes, el suelo, las obras de arte… Una decoración muy sofistica, pero también fría y estéril. Al parecer, Jacob Wolff había planificado su casa para que emulara su entorno de trabajo.

Al entrar en la clínica, miró a su alrededor maravillada. Nunca había visto tantos equipos médicos fuera de un hospital, pensó, mientras Jacob preparaba el escáner de tomografías.

–Tengo varios pacientes famosos que quieren recibir atención médica sin exponerse a los paparazzi.

–¿Estrellas de cine?

–Políticos, estrellas de cine, empresarios multimillonarios… –repuso él, encogiéndose de hombros mientras ajustaba la máquina. Entonces, la miró y debió de ver algo en su cara que lo hizo reaccionar con fiereza–. Ser rico no significa que no tengas derecho a la privacidad. Tengo la suerte de proporcionar a mis clientes anonimato y atención especializada al mismo tiempo.

–Yo no he dicho nada –se defendió ella, levantando las manos en gesto de rendición.

–Pero lo has pensado. Siéntate. No tienes nada que temer. Será un momento.

Gracie se sentó en la cámara de tomografías. Él le puso sujeciones de goma a ambos lado de la cabeza y se la inmovilizó dentro de un semicírculo de metal. La cámara rotó unas cuantas veces alrededor de ella y se detuvo.

–Ahora, te voy a mostrar el interior de tu cabeza. Espero que no veamos nada malo.

–Siempre que encuentres un cerebro dentro…

Jacob rio, pero no dijo nada. Unas imágenes en 3D salieron en una pantalla. Gracie esperó con el corazón acelerado, mientras él examinaba los resultados con ocasionales murmullos ininteligibles.

–¿Y bien? –quiso saber ella, impaciente.

–No veo nada alarmante. No hay fracturas. Tienes hinchazón, claro, a causa del golpe, pero está dentro de los parámetros normales.

Gracie se mordió el labio, un poco decepcionada. Si no había nada que explicara su amnesia, Gareth pensaría que era una mentirosa.

–La ausencia de fracturas no desmiente tu actual situación –señaló Jacob, como si le hubiera leído el pensamiento–. La amnesia temporal es más común de lo que crees. Y lo más probable es que se resuelva por sí sola.

–¿Cuándo? –gritó poniéndose en pie–. ¿Cómo voy a dormir esta noche sin saber quién diablos soy?

Jacob se recostó en el asiento, poniéndose las manos detrás de la cabeza.

–Sabes quién eres –afirmó él con tono amable–. Eres Gracie Darlington. Puede que tardes un poco en aceptarlo, pero lo harás.

Gracie guardó silencio mientras el médico terminaba su examen. La radiografía de la pierna demostró que no había, tampoco, nada roto.

Tras medirle la temperatura, la tensión y algunos otros marcadores, Jacob le dio una palmadita en la espalda.

–Sobrevivirás.

Cuando salieron de la clínica, encontraron a Gareth, que se levantó del sofá de golpe.

–Siéntate aquí –ordenó Gareth a Gracie–. Quiero hablar con mi hermano.

A pesar de que hablaban en voz baja, ella oyó todo lo que decían.

–Bueno… ¿crees que tiene amnesia de verdad?

–No es una ciencia exacta, Gareth. Los síntomas encajan, pero no puedo asegurarte nada. Mi opinión profesional es que es muy probable que no esté mintiendo. Esa es la buena noticia. La mala noticia es que la amnesia puede jugar malas pasadas. Es posible que tarde horas o semanas en recuperar la memoria –explicó Jacob e hizo una pausa–. Podría tardar meses. No hay manera de saberlo.

–Maldición.

Entonces, los dos hombres entraron de nuevo en el salón.

–Llévala a casa y acuéstala –sugirió Jacob a su hermano–. Verás las cosas de otra manera por la mañana.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Gareth se puso tenso al imaginarse cumpliendo el consejo de su hermano. Se imaginó a Gracie entre las sábanas de su cama. Él nunca había llevado a una mujer a la Montaña Wolff. Cuando su instinto sexual se lo demandaba, solía buscar compañías pasajeras fuera de allí.

Pero su último encuentro había sido hacía una eternidad. Y estaba hambriento. Sin embargo, no era su estilo aprovecharse de una damisela en apuros. Aunque también era cierto que nunca había sentido una respuesta tan instantánea ante una mujer.

La deseaba con desesperación, desde el momento en que la había visto por primera vez. Si hubieran estado en un bar cualquiera en la ciudad, la habría invitado a acostarse con él. Pero estaban en Montaña Wolff, su territorio sagrado, y allí las reglas eran diferentes.

–¿No sería mejor que me quedara aquí, Jacob? Por si surge una emergencia… –balbuceó ella.

–Nada de eso –mandó Gareth.

Jacob y Gracie se quedaron mirándolo.

–Jacob es demasiado blando –dijo él a modo de explicación y la miró– Quiero tenerte vigilada.

–Perro ladrador, poco mordedor –comentó Jacob, frunciendo el ceño–. Te cuidará bien, Gracie. Pero no te preocupes, iré a verte por la mañana –la consoló y le rodeó los hombros con un brazo–. Intenta no preocuparte. Todo va a ir bien. Te lo aseguro.

Gareth la condujo de vuelta al jeep, aunque la dejó ir por su propio pie. Le gustaba demasiado llevarla en brazos. Y era mejor mantener las distancias.

Hicieron el camino de regreso en silencio. La temperatura había bajado y, por el rabillo del ojo, vio cómo Gracie se tapaba con las mantas hasta la barbilla. Cuando llegaron a casa, comprendió que iba a tener que ser hospitalario a la fuerza. Ella parecía a punto de desmayarse de agotamiento.

La guió hasta uno de los dormitorios de invitados. Ella se quedaría poco tiempo, se dijo a sí mismo para tranquilizarse. De lo contrario, no iba a ser capaz de seguir controlando la atracción que lo embargaba.

–El baño está allí –señaló él y posó los ojos en la ropa que llevaba su huésped. Seguía vestida con la sencilla blusa de algodón y vaqueros–. Te buscaré algo que ponerte para dormir.

Cuando Gareth regresó dos minutos después, Gracie seguía parada en el mismo sitio, con expresión angustiada. Sin querer, él se enterneció. Si la amnesia era verdad, debía de estar muy asustada. Pero, al mismo tiempo, se mostraba llena de valor, determinada a no perder la compostura. De pronto, no pudo evitar sentir admiración por ella.

Cuando la tocó el brazo, la recién llegada se sobresaltó, como si su mente hubiera estado a miles de kilómetros de distancia.

–Siento no poder ofrecerte nada mejor –indicó él, tendiéndole una de sus camiseta–. Encontrarás cosas de aseo en uno de los cajones del baño. Mi prima se ocupó de la decoración y me prometió que no dejaría ningún baño sin un juego completo de jabones, cremas y cepillos de dientes. Sírvete tú misma.

–¿Tú vas a estar en tu cuarto? –preguntó pálida.

–Sí. En cuanto te deje acostada y con la luz apagada –repuso él e hizo una pausa. Por una parte, quería mantener las distancias y no caer en la tentación pero, por otra, quería ser amable con ella–. Estaré aquí a lado. Igual puedes dejar la luz de la mesilla encendida para no sentirte tan rara.

–De acuerdo –dijo Gracie, asintiendo despacio.

Algo en ella le rompía el corazón a Gareth. No parecía estar intentando manipularlo de forma consciente, pensó.

–Buenas noches –se despidió él, tratando de endurecerse el corazón.

 

 

Gracie oyó cómo la puerta se cerraba despacio detrás de él. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Había estado conteniéndolas hasta entonces, haciendo un gran esfuerzo. No había querido que Gareth fuera testigo de su debilidad. Era duro y sospechaba de ella.

Aun así, le resultaba muy atractivo. Y la fuerza de sus sentimientos la asustaba. Se sentía como la heroína de una novela gótica, a solas con el huraño dueño de una casa misteriosa.

Al mirar el reloj, se dio cuenta de que era muy tarde. Se dirigió al baño. Vería las cosas de otra manera por la mañana. Sin duda, la oscuridad era un fértil terreno para los fantasmas y los monstruos. Además, la falta de memoria disparaba su aprensión.

Gareth no había mentido sobre lo bien equipado que estaba el baño. El suelo tenía azulejos color crema, bordeados de dorado. Un espejo enorme ocupaba toda una pared, devolviéndole a Gracie la imagen de una mujer desconocida, despeinada y sin maquillaje.

Jacob le había cubierto los rasguños con vendas. Despacio, se quitó la ropa y se metió en la ducha, que tenía tres chorros para la espalda y una válvula de vapor. El agua caliente la masajeó, cayéndole por las piernas y los brazos. Apoyándose en la pared, lloró.

Cuando cesaron las lágrimas, tomó una esponja y le puso un poco de jabón. El aroma era delicioso.

Veinte minutos después, se obligó a salir del agua y secarse. La camiseta de Gareth le llegaba a las rodillas y le daba un aspecto de niña abandonada.

A continuación, lavó su ropa interior y la colgó en el toallero antes de volver al dormitorio. En su ausencia, Gareth le había dejado algunas cosas en la mesita de noche. Un par de calcetines de lana, un vaso de agua junto a dos pastillas de analgésico y un ejemplar de Newsweek.

Ella se puso los calcetines y, por primera vez en todo el día, le dieron ganas de reírse de lo ridícula que estaba. Incluso con amnesia, sabía que un hombre como Gareth podía elegir a las mujeres que quisiera. Podía ser malhumorado y huraño, pero exudaba virilidad y cualquier fémina entre dieciocho y ochenta años caería rendida a sus pies.

En la cama, le costó dormir. Se revolvió entre las sábanas, aunque el movimiento le causaba dolor en la pierna y la cabeza. Cada vez que cerraba los ojos, recordaba cuando se había despertado y había visto a dos hombres mirándola con desconfianza.

¿Qué hacía ella en Montaña Wolff? ¿Qué había ido a buscar? ¿Estaba su padre metido en negocios sucios? Las preguntas la sofocaban, impidiéndole descansar.

Al fin, cuando el reloj de la mesita marcaba las dos y media de la madrugada, se levantó de la cama y se asomó a la puerta. Pensó que podía explorar la casa. Tal vez, así, encontraría algo que despertara sus recuerdos.

Además, tenía hambre. Con el corazón acelerado, salió al pasillo.

 

 

Gareth la oyó salir de la habitación. Siguió el sonido de sus suaves pisadas sobre la moqueta, hasta encontrar a su huésped en la cocina. Se asomó a la puerta, sin que ella lo viera.

Gracie estaba tomándose un vaso de leche y un pedazo de pan con queso. Luego, se levantó y lavó los cacharros en el fregadero para, a continuación, guardarlos en el armario. Él sonrió. ¿Acaso pensaba que así borraría las huellas de sus andanzas nocturnas?