Thérèse Desqueyroux - François Mauriac - E-Book

Thérèse Desqueyroux E-Book

François Mauriac

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Beschreibung

«Vivir, pero como un cadáver entre las manos de los que la aborrecen. Intentar no ver más allá». Thérèse Desqueyroux, acusada de haber intentado envenenar a su marido, Bernard, ha sido absuelta. Todo el mundo está convencido de que es culpable, pero, para evitar el escándalo y la mancha que supondría para el buen nombre de la familia Desqueyroux, se decide enterrar el caso. ¿Pero quién es Thérèse, esa mujer menuda que sale cabizbaja del juzgado, observada con temor, conmoción y vergüenza por los circunstantes? ¿Qué secretos esconde? ¿Por qué se casó con Bernard? ¿Lo quiso matar? ¿Por qué? Inspirada en un caso real, Thérèse Desqueyroux (1927) es la obra maestra de François Mauriac, Premio Nobel de Literatura de 1952. Su inquietante y turbadora protagonista, una mujer incomprendida, sola, atrapada en las convenciones provincianas y las ambiciones de los hombres, ha fascinado a generaciones de lectores. «Mauriac penetra en el drama de la vida humana con intensidad artística y una profunda visión espiritual». Academia Sueca

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Seitenzahl: 189

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EL AUTOR

François Mauriac nació en Burdeos, Francia, en 1885. Su padre murió cuando él solo tenía dieciocho meses y creció, junto a sus cuatro hermanos mayores, al cargo de su madre, una mujer profundamente católica. Se licenció en la Universidad de Burdeos y, en 1906, se trasladó a París, donde escribió su primera novela: L’Enfant chargé de chaînes (1913). Un año después de casarse, participó en la Primera Guerra Mundial, y fue destinado al escuadrón médico auxiliar en Salónica, donde estuvo muy enfermo. Con la publicación de Le Baiser au lépreux (1922) alcanzó una gran popularidad y, cinco años después, en 1927, publicó la que es considerada su obra maestra, thérèse desqueyroux, llevada dos veces al cine. En 1933 fue nombrado miembro de la Academia Francesa. Mauriac fue un escritor muy comprometido; a través de sus artículos en Le Figaro y L’Express defendió el lado republicano en la Guerra Civil española y, durante la Segunda Guerra Mundial, formó parte de la Resistencia francesa contra la invasión alemana. Su defensa de la causa argelina le valieron amenazas de la banda terrorista OAS. En 1952 le otorgaron el Premio Nobel de Literatura y, en 1958, la Gran Cruz de la Legión de Honor. Murió en París en 1970.

LA TRADUCTORA

Anna Casablancas Cervantes nació en Sabadell (Barcelona) en 1975. Es doctora en Filología Inglesa por la Universitat Autònoma de Barcelona, con una tesis sobre la representación de la maternidad en la obra de Doris Lessing. Actualmente ejerce como profesora asociada de literatura inglesa y americana en esa misma universidad, y es autora de varios artículos académicos sobre la novela inglesa contemporánea. Junto a Joan Curbet, ha traducido algunas obras clásicas de Honoré de Balzac (La Duquesa de Langeais, Ferragus) y en la actualidad está trabajando en La muchacha de los ojos de oro, del mismo autor. Es una lectora constante y apasionada.

EL PROLOGUISTA

Fernando Bonete Vizcaíno es doctor en Comunicación Social, y director del Grado en Humanidades y profesor de la Universidad CEU San Pablo. En el ámbito de posgrado, dirige el Máster en Economía Circular y Desarrollo Sostenible CEU-Expansión en colaboración con la Escuela de Unidad Editorial y es profesor del Máster Universitario en Tecnología Educativa y Competencias Digitales de la Universidad Europea. Colaborador habitual de medios como El Debate, Cope, Trece, en redes sociales es uno de los divulgadores digitales más importantes de España. Su cuenta @en_bookle reúne a cientos de miles personas de todo el mundo en torno a la cultura y los libros, y es el perfil de Instagram sobre literatura con mayor volumen de seguidores y alcance de España.

THÉRÈSE DESQUEYROUX

Primera edición: enero de 2024

Título original: Thérèse Desqueyroux

© de la traducción: Anna Casablancas Cervantes

© del prólogo: Fernando Bonete Vizcaíno

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

ISBN: 978-99920-76-60-6

Depósito legal: AND.457-2023

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

FRANÇOIS MAURIACTHÉRÈSE DESQUEYROUXTRADUCCIÓN DE

ANNA CASABLANCAS CERVANTESPRÓLOGO DE

FERNANDO BONETE VIZCAÍNOPITEAS · 25

PRÓLOGO

El sacerdote belga Charles Moeller, uno de los críticos literarios más reputados del siglo xx, escribió su monumental Literatura del siglo XX y cristianismo (LC) para profundizar en aquellos autores de su tiempo que, convencidos de su fe, dubitativos o directamente ateos —están Bernanos y Greene, pero también Unamuno y Kafka, Camus y Gide— se relacionaban en uno u otro sentido con el humanismo cristiano y con las esperanzas y desvelos humanos que adquieren nuevas luces —con sus sombras para muchos de ellos— bajo el prisma o interrogante de la fe. Respecto de este trabajo esencial de Moeller para el estudio de la literatura contemporánea se preguntaba el académico Luis María Ansón en El Cultural (2014) si «¿Se podrá escribir a finales de esta centuria un libro como el de Charles Moeller y titularlo Literatura del siglo xxi y cristianismo?»; a lo que él mismo respondía: «No estoy muy seguro. El proceso de descristianización de Europa, que llegó a alcanzar grados de gran intensidad, parece haber tocado fondo».

Una década después, la duda expresada por Ansón puede persistir con legitimidad, aunque por motivos quizás distintos. El proceso de descristianización de Europa no tocó fondo por entonces —si aquello se consideraba el fondo, restaban por estimarse las zonas abisales para la fe recorridas en estos últimos diez años—. En el momento en que se publica esta novela, las estadísticas indican que España ha dejado de ser católica practicante por primera vez en su historia; justo ahora, en 2024. Acontecimiento nacional con especial significación histórica también para Europa si tenemos en cuenta que los primeros pasos del «proceso de descristianización» que sigue atravesando el continente se evidencian, como dijo Gambra, «cuando los españoles, agotados, se rinden a los hechos en la Paz de Westfalia».

De otra parte, en fechas cercanas a este reciente aldabonazo para la Iglesia, la Academia Sueca ha concedido el Nobel de Literatura 2023 al escritor noruego Jon Fosse. En Hainburg —localidad donde Fosse tiene su domicilio— el alcalde de la ciudad no conocía al galardonado; el párroco sí: «Siempre ha celebrado misa con nosotros». La anécdota desvela lo que muchos no querían creer: que Jon Fosse es católico, que su obra es el testimonio más importante de la presencia de Dios en la literatura de nuestro tiempo, y que la comprensión —no compartición, pero sí comprensión— de la fe es un rasgo fundamental para entender su narrativa.

Si el reconocimiento a las letras de mayor prestigio internacional sintoniza de algún modo con las inquietudes de nuestros días, como parece demostrarse en la figura de Abdulrazak Gurnah, Nobel de Literatura 2021, con su preocupación por las «periferias» —estoy generalizando—; o en Annie Ernaux, Nobel de Literatura 2022, con su preocupación por el desentrañamiento de la memoria personal femenina —vuelvo a generalizar—; entonces la concesión de este galardón a un católico de un país de mayoría protestante no practicante, un católico que demuestra serlo en cada página de lo escrito a partir de su conversión, y que encuentra en la fe una verdad que ilumina su vida y la de sus protagonistas podría sintonizar, de algún modo también, con las inquietudes de nuestros días, dirigidas a una búsqueda cada vez más acuciante de algo grande con lo que «dar voz a lo indecible», por utilizar las palabras de la Academia —generalizo por última vez—.

También católico, también Premio Nobel de Literatura (1952) —concedido por su «discernimiento profundamente espiritual»—, pero alejado de los vanguardismos literarios de su tiempo —como Bernanos, como Greene— François Mauriac ha estado por completo desaparecido en nuestra lengua —a efectos prácticos— desde, al menos, aquel momento en que el proceso de descristianización parecía haber tocado fondo, y casi desaparecido —también a efectos prácticos— desde la descatalogación de sus Obras completas (Plaza & Janés) y Obras escogidas (Aguilar), y la paulatina y más reciente desaparición de los últimos títulos sueltos de su novelística espiritual en los más diversos y dispersos sellos editoriales.

«¿Se podrá escribir a finales de esta centuria un libro como el de Charles Moeller y titularlo Literatura del siglo xxi y cristianismo?». Yo tampoco estoy muy seguro. Pero si las cifras no lo son todo y los sustratos culturales —siempre difíciles de dinamitar pese a todo— permanecen todavía, el Nobel para Fosse, así como la recuperación de la ficción de Mauriac que inicia ahora Trotalibros, mantiene el suspense interrogativo y, por ende, la esperanza. ¿Acaso no fue esta la actitud de Moeller?: «Si apenas hay ya cristiandad, en cambio sí hay cristianos» (LC, v. I, 19).

«Thérèse Desqueyroux, soy yo»

El éxito de público y crítica de El desierto del amor (1925), así como el Gran Premio de Novela que le otorga la Academia Francesa en 1926 afianza, a sus cuarenta años de edad, la labor literaria de Mauriac, en la que pocos de sus allegados confiaban —«algunos miembros de mi familia empezaron a creer que entraba dentro de lo posible el que yo llegase a hacer lo que se llama una buena carrera» (OC, v. I, pág. ١٢)—.

En esta primera obra de éxito comparece como protagonista una Marie Cross cuyas miserias morales y padecimientos familiares y matrimoniales —características compartidas con una mayoría de personajes femeninos principales y secundarios del escritor—, servirán de ensayo para su siguiente novela, thérèse desqueyroux (1927), a la que da título el nombre y apellido de recién casada de la heroína a la que Mauriac quedará vinculado en vida y para la posteridad: «Vive, con todo, más que ninguna otra de mis heroínas: no como yo mismo, sino en el sentido en que Flaubert decía: “Madame Bovary, soy yo”, en mis antípodas en más de un aspecto, pero, sin embargo, hecha de todo cuanto he debido superar de mí mismo, o rodear, o ignorar» (OC, v. I, pág. 16).

Thérèse es la máxima expresión del tipo moral que interesa a Mauriac, la persona de carácter degradado, consecuencia de un siglo exhausto marcado por acontecimientos desoladores —una Francia que se cree y se creerá vencedora de las grandes contiendas mundiales sin serlo del todo nunca—, y cuyo contacto con su entorno le depara un mayor envilecimiento y pocas, o nulas, oportunidades de redención. «Muchos se sorprenderán de que haya podido imaginar una criatura aún más odiosa que cualquiera de mis otros protagonistas», nos dice el escritor en el prefacio de esta novela dirigiéndose directamente a Thérèse —porque la cree viva, dialoga con ella—.

Que Mauriac centrara su atención en este perfil, el de quien no está salvado y, más aún, quizás no quiera estarlo —por elección propia, por indolencia o «por circunstancias»—, le deparó —como a Greene, aunque sin ser Mauriac converso como Greene— la crítica de la beatería de su tiempo, con toda probabilidad reflejada en esta novela en la «devota amiga» de Thérèse, Anne de la Trave. En las palabras iniciales de thé­rèse desqueyroux —pero también, recordemos, «a»Thérèse Desqueyroux—, palabras que serían recomendables releer, junto con la cita de Baudelaire que encabeza el volumen una vez terminada la novela, se pregunta y se justifica Mauriac: «¿Sabría yo alguna vez decir algo de los seres rebosantes de virtud y que llevan el corazón en la mano? Los “del corazón en la mano” no tienen historia, pero conozco aquella de los corazones enterrados y enteramente unidos a un cuerpo de barro».

Una búsqueda sin frutos

Thérèse está inspirada en una envenenadora que Mauriac pareció conocer en el banco de los acusados de una audiencia de los tribunales de lo penal en Burdeos. Lo de menos, sin embargo, es el talante homicida, el intento de asesinato y envenenamiento al que la Thérèse de la ficción somete a su marido, pues tenemos noticia del mismo en los primeros compases del relato, así como del amañado sobreseimiento de la causa al mismo tiempo que de su culpabilidad. Lo de más son los interrogantes que nos acompañarán hasta el mismísimo final del relato —al lector como a sus personajes, incluida la propia y sufriente Thérèse—, todos encabezados por el punzante, incansable y extenuante «por qué» que mueve las conciencias de los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. En relación a la trama, el principal interrogante a despejar para acceder al corazón de su mensaje es, entonces, por qué quiso Thérèse acabar con la vida de su marido.

Además de la que nos ocupa, Mauriac dedicó tres novelas más a esclarecer estas razones —quince años de la vida de Thérèse en la ficción—. El resto de la tetralogía, Thérèse en casa del doctor y Thérèse en el hotel —ambas novelas cortas de 1933—, y El fin de la noche (1935) es sumamente interesante para alcanzar una mayor comprensión de la respuesta que puede ofrecerse a los porqués de la novela inicial —fragmentos de aquellas servirán aquí para exponer y apoyar una determinada interpretación de thérèse desqueyroux sin destripar esta (más de la cuenta)—. En cualquier caso, ninguna de las tres últimas completan, en lo esencial, un retrato moral que queda perfectamente delineado —aunque con una dificultad mayor para el lector que en el resto de entregas del ciclo, mucho más explícitas pero, quizás por ello, menos brillantes— en los temas centrales de la primera.

En primer lugar, el tormento inaguantable del matrimonio al que se llega por azar o por costumbre; segundo, la soledad y la incomunicación a las que pueden someter los lazos familiares; tercero —al que abocan, pero también provocan los dos anteriores—, la irresistible necesidad de amor, la profunda insatisfacción por carecer de él, la desesperada búsqueda por hallarlo y las miserias de no encontrarlo.

Sobre el primero de los temas cabe preguntarse, como si fuera tan infrecuente, pero nunca lo fue, ni siquiera en nuestros días, o sobre todo en nuestros días —valor universal de la literatura de todos los tiempos porque es valor de los hombres y mujeres de todos los tiempos— cómo llega a casarse una persona sin que medie el amor, el verdadero amor; es decir, cómo llega a casarse una persona por azar. Porque si no media el amor, ni media el interés material o social —y a Thérèse no la mueve el interés por los pinos de la landa ni, como a su padre, la posibilidad de escalar en sociedad—, entonces actúa el azar.

Pues subestimando la fuerza de la inercia que, como admite Thérèse para sí misma, arrastra a quien «no ha premeditado nada en ningún momento de su vida» y «ha bajado una cuesta imperceptible, primero despacio y más rápido después», una vez se coge velocidad, el único refugio está en la coartada: la caricatura de Bernard, «él era más refinado que la mayoría de los chicos con los que hubiera podido casarme»; o la «ilusión pueril de convertirse, con ese matrimonio, en la cuñada de Anne» —y cabría aplicar una trampa similar de falsa autojustificación al resto de personajes de la novela, en especial a Bernard, quien se casa, en todo caso, porque «se casaría con la joven más rica e inteligente de la landa», explicación que no pasa de un ventajoso al menos o un no está mal—.

Para cuando la mentira que se cuenta a sí misma se evapora —se acaba la cuesta, se frena y se para, tema que retomará Mauriac en Thérèse en casa del doctor— nuestra protagonista se encuentra confinada en Argelouse, ese paraje familiar y matrimonial que —se prefigura en el comienzo de la novela— «es realmente un extremo de la tierra, uno de esos lugares más allá de los cuales resulta imposible avanzar»; el culmen de una vida que Thérèse no desea y que, para postre, nunca deseó, y desde la que no es posible avanzar.

De esta cárcel de indiferencia, acedia e incomunicación que configura el segundo de los grandes temas de la novela —y de la que nuestra protagonista es, como dueña inconsciente, pero dueña al fin y al cabo, su última responsable— intentará escapar Thérèse de la peor de las maneras: el envenenamiento, primero por omisión, después por convicción, de su marido. Una salida desesperada para una persona desesperada, pero una salida que, por su extrema gravedad, queda sin justificación posible. Lo que le espera a la vuelta del juicio es peor todavía.

Le espera, como lo llamó Mauriac —también a él lo atormentó en primera persona, y sirve de escenario a sus novelas más notorias—, el «rencor de la vida de familia» agravado por el abominable acto cometido; rencor que se esbozó, como el personaje de Thérèse, en El desierto del amor —no su mejor novela, pero sí su preferida—, y alcanzó su cenit en Nudo de víboras (1932) —su mejor novela, aunque no su preferida—, pero que en el ínterin se había convertido en el centro de las más oscuras motivaciones y tormentos de thérèse desqueyroux —ni la mejor, ni su preferida, pero sí la más célebre de sus novelas—.

También le espera el peso de la conciencia y de los remordimientos. Thérèse que se sabe responsable de los peores y más injustificados desprecios hacia su marido, su familia y hasta para su hija —«hubiera querido conocer a un Dios que le concediera que esa criatura desconocida, mezclada aún con sus entrañas, no se manifestara jamás» o, igual de dura, «fue al día siguiente de su parto cuando verdaderamente empezó a no poder soportar la vida»—. Quince años más tarde, en El fin de la noche, dirá acerca del momento en que es liberada por el sobreseimiento de la causa: «Aquella noche no había dudado de que entraba en una cárcel peor que el más estrecho sepulcro, en la cárcel de su acción, y que ella no se evadiría nunca» (OC, v. I, pág. 768).

¿Es normal o esperable que Thérèse sea recibida con rencor tras su detestable acto? ¿Merece Thérèse el trato al que es sometida? ¿Debe Thérèse sufrir el azote perpetuo de sus remordimientos como penitencia de su execrable actitud? La respuesta a estas preguntas nos conducen al tercero de los temas centrales de la novela, en torno al cual giran el resto, y con el que Mauriac quiere interpelar al lector mismo para que se ponga en juego. De la respuesta depende que Thérèse quede o no liberada de su carga, no tanto por la posibilidad del perdón —no valen para ella las palabras de Anne: «No te puedes imaginar qué alivio después de la confesión, [...] una puede volver a comenzar su vida desde cero»—, como porque reciba la compasión que busca incansable y no encuentra; en Thérèse en el hotel, respondiendo a las palabras que le dirigía Mauriac sobre el barro: «Nada podía esperar ya del amor, tan ignorado ahora como en los días de mi juventud. No sé nada de él; salvo el deseo que siento de conocerlo; este deseo que a la vez me posee y me ciega; me arroja a todos los caminos muertos, me arroja sobre los muros, me hace tropezar en los baches del camino, me tiende, extenuada, en las cunetas llenas de barro» (OC, v. I, pág. 759).

De la respuesta a estas preguntas depende que Thérèse prosiga o no con su calvario, vagando donde la dejamos en busca de unas migajas de misericordia. De la respuesta depende que adoptemos un corazón nuevo, o conservemos el corazón de piedra.

Fernando Bonete Vizcaíno

Bibliografía del prólogo

Ansón, L. M. (2014, 18 de abril). Literatura del siglo xxi y cristianismo. En El Cultural https://www.elespanol.com/elcultural/opinion/primera_palabra_luis_maria_anson/20140418/literatura-siglo-xxi-cristianismo/2500060_0.html

Mauriac, F. (1969). Memorias interiores. Nuevas memorias interiores. Plaza & Janés.

Mauriac, F. (1970). Obras completas. I-IV. Plaza & Janés. (OC)

Moeller, C. (1970). Literatura del siglo xx y cristianismo. I-IV. Gredos. (LC)

Riquer, M. de y Valverde, J. M. (1991). Historia de la Literatura Universal 9. De las vanguardias a nuestros días (I). Planeta.

THÉRÈSE DESQUEYROUX

«Señor, ¡ten piedad, ten piedad de los locos y de las locas!

¡Oh, Creador! ¿Pueden existir monstruos a ojos de Aquel,

el único que sabe por qué existen, cómo están hechos

y cómo podrían no haberse hecho…?».

charles baudelaire

Thérèse, muchos dirán que no existes. Pero yo sé que existes, yo que, desde hace años, te espío y a menudo te detengo al pasar, te desenmascaro.

De adolescente recuerdo haber percibido, en una sofocante audiencia de lo penal, tu pequeño rostro blanco y sin labios entregado a los abogados menos feroces que las señoras acicaladas.

Más tarde, en un salón de campo, te me apareciste bajo los rasgos de una joven huraña, a quien irritaban las atenciones de sus viejas parientas, de un marido ingenuo: «Pero ¿qué es lo que tiene, entonces? —decían—, si la colmamos de todo».

Desde aquel momento, ¡cuántas veces he admirado, sobre tu frente amplia y hermosa, la mano un poco demasiado grande! Cuántas veces, a través de los barrotes de una familia, te he visto dar vueltas, a paso de loba; y escrutarme con tu ojo malvado y triste.

Muchos se sorprenderán de que haya podido imaginar una criatura aún más odiosa que cualquiera de mis otros protagonistas. ¿Sabría yo alguna vez decir algo de los seres rebosantes de virtud y que llevan el corazón en la mano? Los «del corazón en la mano» no tienen historia, pero conozco aquella de los corazones enterrados y enteramente unidos a un cuerpo de barro.

Hubiera querido que el dolor, Thérèse, te entregase a Dios y, durante mucho tiempo, deseé que fueras digna del nombre de Santa Locusta.1 Pero muchos que, sin embargo, creen en la caída y en la redención de nuestras almas atormentadas, hubieran gritado ante tal sacrilegio.

Al menos, en esta acera donde te abandono, tengo la esperanza de que no estés sola.

I

El abogado abrió una puerta. Thérèse Desqueyroux, en aquel pasillo oculto del Palacio de Justicia, sintió la bruma en la cara y la aspiró profundamente. Temía que la estuvieran esperando, dudaba en salir. Un hombre, con las solapas alzadas, se separó de un platanero. Ella reconoció a su padre. El abogado gritó: «Sobreseimiento» y después se dirigió a Thé­rèse.

—Puede salir, no hay nadie.

Bajó los peldaños mojados. Sí, la plazoleta parecía desierta. Su padre no la besó, ni siquiera la miró. Interrogaba al abogado Duros que respondía a media voz, como si los estuvieran espiando. Ella oía sus palabras confusamente:

—Mañana recibiré la notificación oficial del sobreseimiento.

—¿Ya no puede haber sorpresas?

—No, se acabó el juego, como suele decirse.

—Tras la declaración de mi yerno, estaba cantado.

—Cantado… cantado… nunca se sabe.

—Puesto que, según su propia confesión, no contaba nunca las gotas…

—Ya sabe, Larroque, en este tipo de asuntos, el testimonio de la víctima…

La voz de Thérèse se elevó:

—No hubo víctima.

—He querido decir: víctima de su imprudencia, señora.

Los dos hombres, durante un instante, observaron a la joven inmóvil, arrebujada en su abrigo, y ese rostro lívido que no expresaba nada. Preguntó dónde estaba el coche, su padre la había hecho esperar en la carretera de Budos, fuera de la ciudad, para no llamar la atención.

Cruzaron la plaza, las hojas de platanero estaban pegadas a los bancos empapados de lluvia. Afortunadamente, los días se habían acortado bastante. Además, para llegar a la carretera de Budos, se pueden seguir las calles más desiertas de la subprefectura. Thérèse caminaba entre los dos hombres, a los que miraba de frente, y de nuevo discutían como si ella no estuviera presente, pero, molestos por ese cuerpo de mujer que los separaba, lo empujaban con el codo. Entonces se quedó un poco atrás y se quitó el guante de la mano derecha para arrancar el musgo de las viejas piedras que iba bordeando. A veces un obrero en bicicleta, o una carreta, la adelantaban y las salpicaduras de barro la obligaban a agazaparse contra el muro. Pero el crepúsculo envolvía a Thérèse, evitaba que los hombres la reconocieran. El olor a panadería y a neblina ya no era para ella únicamente el olor del atardecer en un pueblo, reconocía en ello el olor de la vida que se le había devuelto al fin. Cerraba los ojos al aliento de la tierra dormida, herbácea y mojada, se esforzaba por no oír los planes del hombrecito de piernas cortas que, ni una vez, se había vuelto hacia su hija. Se habría podido desplomar al borde de aquel camino: ni él ni Duros se habrían dado cuenta. Ya no temían alzar la voz.