Tiempo de claveles - Tatiana Lobo Wiehoff - E-Book

Tiempo de claveles E-Book

Tatiana Lobo Wiehoff

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Beschreibung

"Estos relatos fueron escritos a mediados de 1980; hablan de personas y paisajes que encontré por unos caminos donde nunca pensé transitar. Visto con el criterio de un botánico este libro debería llamarse Tiempo de heliconias ya que no existen claveles en los senderos de montaña, selvas tropicales y bosques nubosos donde se imprimieron mis imágenes. Pero a la literatura no le interesan las exactitudes, solo hace caso a la verdad íntima y subjetiva del que narra una historia. Los claveles, entonces, tienen para mí un significado que trasciende climas y latitudes. Son, como dijo Virginia Woolf, "una flor entera a la que cada mirada contribuye. Los textos de Tiempo de claveles nacieron de la urgencia imperiosa de fijar las impresiones de mis ojos maravillados ante lo otro, lo diferente, lo insólito. Y aunque son ficción, para mí tienen el valor de un diario de campo", Tatiana Lobo.

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Tatiana Lobo

Tiempo de claveles

Contexto

Estos relatos corresponden a una geografía y una época, a personas y paisajes que encontré por unos caminos que jamás pensé transitar. Vistos con el criterio de un botánico deberían llamarse «Tiempo de heliconias», ya que no existen claveles en los senderos de montaña, selvas tropicales y bosques nubosos donde se imprimieron mis imágenes. Pero a la literatura no le interesan las exactitudes, solo hace caso a la verdad íntima y subjetiva del que narra una historia. Los claveles, entonces, tienen para mí un significado que trasciende climas y latitudes. Son, como dijo Virginia Woolf, «una flor entera a la que cada mirada contribuye».

Las casualidades que me llevaron a escribir estos cuentos comenzaron con un viaje, hace treinta años, a Cahuita. Nos trasladamos en automóvil hasta Siquirres, entonces con calles de tierra. En su estación tomamos el tren, puesto que la carretera todavía no estaba terminada. Limón fue una encantadora sorpresa, bastante diferente a la idea estereotipada del Caribe que yo me había hecho según las películas de Hollywood. Limón se me reveló con personalidad propia gracias a la cultura angloafricana, a sus muelles, a su arquitectura, a sus problemas económicos y sociales y a ese mar tan diferente en su calor y color al Pacífico Sur donde nací. Ese mar calmó la sed de agua salada que se me había despertado entre las montañas del Valle Central. Después de un breve paseo por la ciudad abordamos otro tren, más angosto, para seguir entre bananales salpicados de casitas con tablones grises a causa del sol y la lluvia, construidas sobre zancos en patios enzacatados. Había muchos niños jugando en esos patios donde los setos parecen podados por un barbero, tan perfecta es la línea de su corte simétrico. Última estación, Penshurt. Aquí visitamos a una pareja de ancianos, custodios de serpientes venenosas capturadas para la fabricación de suero antiofídico, y presenciamos un número de circo que consistía en agarrar a las cautivas por la cola y el cogote. Bocaracás, terciopelos y cascabeles recibían confianzudos golpes en la cabeza por parte de la anciana si mostraban una conducta agresiva: «¡Agáchese, no sea malcriada!». La pareja de viejos no cobraba por el espectáculo, se daba por satisfecha con los gritos de sus visitantes. En otra oportunidad viajé con esas serpientes metidas en cajas de metal, muy seguras, a San José, pero antes se nos ocurrió pasar a comprar melocotones de contrabando a Guabito, al otro lado de la frontera panameña. A pesar de nuestras advertencias, un policía de aduanas insistió en abrir las cajas. Todavía recuerdo su salto olímpico en reversa... y sin pértiga.

En ese tiempo, para llegar a Cahuita era preciso cruzar el río La Estrella en bote. Al otro lado aguardaba un bus portentoso y bromista que fingía desarmarse con gran estruendo de latas, sin llegar nunca al temido colapso final. Ahora lo he visto tirado a la vera del camino, envuelto en enredaderas silvestres que entran y salen por su carrocería oxidada. Cualquier semejanza con un elefante moribundo es un lugar común; a lo que se asemeja es a un viejo bus envuelto en el abrazo cariñoso e implacable de la vegetación. Cuando rodaba no conocía el aburrimiento, las ramas se metían por sus ventanas sin cristales, y el buen humor de los pasajeros —de la más variada tipología— saludaba cada brinco, salto o meneo con risas a prueba de baches. Otro transporte igualmente ameno fue el analógico Twist, que desapareció. Al subir a Sixaola era necesario que un hombre caminara delante de la locomotora para salpicar los rieles con arena; de lo contrario la máquina resbalaba hacia atrás. Al bajar a Bribri no se necesitaba más que aferrarse duro a los asientos para no ser despedido por la velocidad.

Cahuita, nuestro destino, era una pacifica aldea de pescadores y en su único hotel, «el hotel de la china», se podía admirar, en una pared del bar, la leyenda admirativa de un conocido filósofo nacional. Pero el camino no terminaba aquí, se perdía en el regazo de la cordillera de Talamanca... Pregunté, qué hay más allá. Me respondieron, más allá viven los indios.

Ese camino fue mi gran tentación y me propuse transitarlo alguna vez. Los deseos, cuando son profundos, son testarudos y se las arreglan para salirse con la suya. Tiempo después, en una feria donde exponía mis cerámicas, me ofrecieron trabajar con los artesanos de zonas rurales. Así fue como en 1975 entré en la Oficina de Planificación Nacional, lo que me permitió conocer gran parte del territorio costarricense y familiarizarme con los campesinos. Este mismo proyecto de investigación y divulgación de la artesanía rural lo continué después con el Instituto Nacional sobre Alcoholismo (como terapia ocupacional) y en la Asociación Nacional de Artesanía, donde mis felices días de botas, mochila y selva terminaron por circunstancias bastante ajenas a mi voluntad.

La primera vez que fui a la reserva indígena de la baja Talamanca lo hice en doble tracción. Mi destino de trabajo, un lugar llamado Rancho Grande, no distaba mucho del pueblo de Bribri. En este pueblo me llamó la atención un rótulo metálico que rezaba «Prohibido construir en terrenos de la Compañía», recordatorio póstumo de la United Fruit Co. Quise robarlo con el discutible propósito de exhibirlo en la pared de mi casa, pero cuando me decidí el letrero ya no estaba. Probablemente alguien lo usó para tapar un hueco en la malla de algún gallinero de la vecindad. Algo útil dejó la Mamita Yunai, después de todo.

Preocupada, me decía, ¿cómo voy a hacer para ganarme la confianza de gente cuya lengua no hablo y cuyas costumbres, cultura e historia desconozco por completo? Grande era mi incertidumbre.

No fue tan fácil llegar; dejamos el jeep en Bribri y avanzamos a pie, siguiendo una vía estrecha por la que venía un burrocar. Pasamos por un antiguo caserío de los tiempos bananeros, Volio, sumergido entre palmeras, donde tiempo después, en una noche de luna llena, escuché un violín tocar un vals de Strauss; resultó ser un expastor evangélico, naufragando en el Danubio con agua de pipa y ron. Cruzamos el río Watsi y fuimos recibidos por la comunidad. En una explanada fuera de la casa, sobre sacos de gangoche extendidos en el suelo vi, por primera vez, cacao secando al sol. Probé una semilla convencida de su dulzura y me encontré con un sabor muy amargo. Para hacer chocolate se necesitaba un proceso paciente y trabajoso; lo supe más tarde, cuando me enseñaron a tostar cacao pataste.

Aquí también había una gran cantidad de niños, curiosos, alegres, de piel sana y ojos brillantes. Para mi tranquilidad la persona que me acompañó era conocida y eso hizo que fuera aceptada sin reticencias. El rancho era grande (y lo sigue siendo), habitado por un número bastante considerable de miembros de una misma familia. Su techo de palma suita sugería un vivero de insectos y los cimbronazos del piso de chonta me dieron la sensación de estar en un velero. Por la noche colgaron mi flamante hamaca en el espacio más cómodo, amplio y mejor ventilado. Cuando me di cuenta de que debía compartir este «dormitorio» con los hombres solteros del clan, pedí que me trasladaran a otro lugar. Mi solicitud causó desconcierto, pero como los indígenas son muy respetuosos de la hospitalidad, accedieron a mi demanda y me instalaron en un cuarto estrecho donde tuve que dormir en el suelo, lo poco que un niño con bronquitis y mi miedo a los alacranes y a las cucarachas me dejaron dormir. Por supuesto, nadie entendió mi absurdo comportamiento. Fue mi primer choque cultural. El segundo sucedió a la mañana siguiente: escuché que todo el mundo se levantaba como a las tres de la mañana, pero no hice caso. Cuando más tarde fui a desayunar encontré a las mujeres con el pelo húmedo por el baño reciente. Me extrañó que nadie me ofreciera un jarro de café, si el caldero hervía en el fogón junto a un comal de apetitosas arepas. Al fin, me atreví a pedirlo. La dueña de casa, se llamaba Adela, me dijo, «¿No se va a asear primero?». Tuve que explicarle que entre mis costumbres no estaba la de meterme en un río de madrugada. Entonces me trajo un jarro con agua para que me lavara la cara y las manos. El café y las arepas vinieron a continuación. Así, al reclamar mis derechos culturales aprendí a respetar los ajenos. Esa fue la base del entendimiento y de una amistad que duraría hasta que Adela Mirtala Pita Morales, muy anciana, murió. Ella es la protagonista del cuento «Sobre la piedra», que trata de sus conflictos con las exploraciones de petróleo, aunque debo reconocer que la historia real fue mucho más rica en ejemplos de resistencia, como la negativa de Adela a que se construyera un camino petrolero por su finca, con el pretexto de que por ahí se le iban a escapar los chanchos. Un periodista que la oyó argumentar de esta manera, me comentó: «Nunca he visto a los chanchos elevados a tanta dignidad». Y la escuela de Volio me inspiró «Qué será lo que quiere», relato que condensa el drama de la agresión a la lengua y la cultura bribris.

Los indígenas bribris afectaron profundamente mi concepción del mundo y de la vida. Adela fue para mí ese orden simbólico que se desprende de las estatuillas femeninas neolíticas, cuando las mujeres disfrutaban de una autoridad que el advenimiento de la civilización patriarcal destruyó. En efecto, los clanes bribris son matrilocales, lo que ubica a las mujeres en una posición jerárquica de mucha respetabilidad. Eran los años setenta y las mujeres de todo el mundo luchaban por la equidad de género, así que yo vi, en Adela, que esa equidad no era una utopía. Tanta era su autoridad natural que, a pesar de su carácter discreto y sin prepotencias, un chofer, escandalizado, me dijo un día: «Aquí la que manda es esa doñita». El machismo de este chofer sufrió más tarde una dura lección: cierta vez que nos hospedamos en el puesto de salud de San Rafael de Guatuso, a falta de lecho más cómodo el pobre hombre tuvo que dormir en la cama de partos.

Los choferes que me acompañaban en esas giras a lugares remotos eran excelentes compañeros. Había uno tan piadoso que cuando llegábamos a un paso que se llamaba La Poma, en la ruta hacia San Rafael de Guatuso, rezaba, metía el acelerador y ¡oh, milagro! conseguía pasar por un pegadero que se tragaba con igual voracidad carros, carretas y seres vivos. En ese espantoso lodazal vi sacar un caballo a paladas. En otra ocasión me crucé con un obispo en visita pastoral, todo vestido de blanco y con una especie de salacot sobre la calva, elegante indumentaria de inglés colonialista si se hacía caso omiso del barro que lo pringaba de la cabeza a los pies. En el Palenque Margarita pude apreciar el desastre ocasionado por las instituciones del Estado, que sin realizar ningún estudio previo habían concentrado a la población indígena en un remedo de pueblo, alrededor de un minúsculo parque bastante raquítico. El resultado fue tuberculosis. La gente andaba con manchas azules en caras, brazos y piernas, debidas a un medicamento para las infecciones cutáneas. La parasitosis, inevitable a causa del hacinamiento forzado, los afectaba a todos.