Tiempo de transición - Patricio Peñalver - E-Book

Tiempo de transición E-Book

Patricio Peñalver

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Beschreibung

Una profunda novela costumbrista sobre la Transición desde los ojos de quienes la vivieron a pie de calle. El tío Juan, quiosquero de toda la vida, empieza a ver desde el parapeto de su quiosco cómo empiezan a cambiar las cosas en la España de su época, cómo nace eso que algunos jóvenes llaman "la movida" y cómo la nueva España empieza a desperezarse de un sueño de cuarenta años. Una novela crucial para entender el entonces y el ahora.-

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Patricio Peñalver

Tiempo de transición

 

Saga

Tiempo de transición

 

Copyright © 2013, 2023 Patricio Peñalver and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728396117

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

TIEMPO DE TRANSICIÓN

I La tormenta interior

En una ciudad de provincias

que no sabría encontrar otra

vez, las pinas calles son

viejas y las casas están

vestidas de pizarra.

Marcel Schwob

Acababa de salir del médico y en el bolsillo interior de la chaqueta que solía utilizar para celebrar acontecimientos importantes, llevaba la carta que le anunciaba su próxima defunción. Paseaba pensando en las pequeñas cosas cotidianas que antes le habían pasado desapercibidas y que ahora de repente le parecían grandes y hermosas. Con una sonrisa limpia observaba el trajín de unos gorriones que revoloteaban en torno a un naranjero de frutos amargos, y, entre el olor embriagador del azahar, aquel sencillo trinar a modo de una improvisada sinfonía le parecía un bello canto a la vida. La templada brisa de aquel hermoso día le acariciaba el rostro y el suave viento mecía su cabello, entretanto que al recuento de los mejores momentos vividos se entregaba con ahínco, durante ese improvisado viaje al pretérito. Los últimos meses habían sido demasiado duros y tenebrosos. Y aún así, contra todo pronóstico, después de todos los sucesos acontecidos no había perdido la capacidad de asombro y aún mantenía casi intacta la esperanza de salir del largo túnel que parecía no tener fin, ya que, de vez en cuando, en la lontananza presentía los destellos de una tenue luz. Una luminosidad que más tarde acababa desvaneciéndose y le pasaba factura a su osamenta resentida por los años de la espera en vano. Como consecuencia de ese incierto tiempo ya vivido, su piel estaba curtida por vientos de viejas tempestades, y, muy poco le asustaban las tormentas nuevas que inevitablemente se avecinaban. Precisamente en el transcurso de esa mañana en la que acababan de comunicarle una malísima noticia sobre unas recientes pruebas médicas practicadas, había tomado la decisión de no dar a conocer a sus seres más queridos la mala noticia, de la crónica de su muerte anunciada.

A la mañana siguiente se despertó extraño y asombrado como recién salido de un funesto sueño, más cansado de lo habitual y algo melancólico, mientras observaba su inquietante rostro en el espejo y trataba de reconocerse. Curiosamente la pierna izquierda le dolía más que de costumbre. Abrió la ventana y con los ojos enrojecidos y aún en la brumas del ensueño miró al cielo, acariciándose el mentón y su occipucio, mientras trataba de buscar el rastro de alguna estrella rezagada de la noche ya perdida. No tuvo que cavilar mucho para considerar que sin duda esa mañana llovería fuerte, con esas nubes que amenazaban rayos y truenos, y que descargarían algún que otro demonio enfurecido.

Entre la observación de los claroscuros, y ya perdida la claridad de los cotidianos amaneceres que tanto le gustaba ver, esa mañana, comenzaba como un ritual con su habitual trasiego. Desde el quiosco que bien se pudiera tratar del observatorio más tranquilo y perfecto, podía contemplar todo el movimiento de la calle en su máximo esplendor, con sus acostumbrados paseantes matutinos que se mezclaban con los amantes de la noche que regresaban al alba.

El silencio era acallado por un mar de murmullos y voces: los repartidores de prensa, confundidos con los últimos enamorados de la madrugada, intercambiaban las palabras precisas y alguna que otra alusión al tiempo desapacible de la mañana; la prensa de Madrid llegaría un poco más tarde. Aquí en esta región, casi nadie se extrañaba de esa tardanza: las cosas de Madrid siempre habían llegado demasiado tarde, pensó volviéndose a acariciar su mentón y a continuación su occipucio, al tiempo que hojeaba las noticias locales de la prensa regional y se enmarañaba en los variados asuntos de las cosas autonómicas de aquella Comunidad.

Se escuchaban los motores de los automóviles y algún que otro bocinazo amenazador. Los primeros camiones que llegaban a la plaza de abastos eran los de pescado, más tarde siempre puntuales aparecían los del matadero. Todos aparcaban frente aquel observatorio acristalado. Todos los días ocurría lo mismo, excepto los viernes que eran diferentes; los viernes venía un pescador de pelo rojizo, con su sonrisa de vida eterna, que nada más bajar del camión se dirigía al quiosco. Se saludaban como si estuvieran veinte años sin verse. Y ahora, las sonrisas se prolongaban, se fundían en un fuerte abrazo, intensos momentos en donde siempre se encontraba el pasado con el presente: la vida. La historia que no podía parar. Se dirigían al bar, que se encontraba frente a aquella pequeña casita con vistas, para tomar la primera copa de rigor. En ese preciso instante de abandono en el pasado, por la puerta aparecía la señora Lola, tan apuesta y lozana que Juan el quiosquero abandonaba la mirada de su lugar de trabajo. Las conversaciones, cómo no, se despistaban por unos instantes y todas las miradas confluían en un lugar anatómico bastante preciso. Juan pensaba que después de la charla con la señora Lola y el pescador de pelo rojizo, le miraría despacio el trasero en movimiento de... Y su pensamiento caía al oscuro pozo del tiempo pretérito, a ese largo túnel que siempre estaba casi a punto de abandonar, del que nunca lograba salir. Aquellos años en los que se habían conocido los tres tenían un denominador común: el pasado trágico, la guerra civil con tres años de miles de muertos, los compañeros que nunca volvieron del exilio, tan sólo el pescador de pelo rojizo y él habían regresado. Más tarde, la otra guerra imperdonable, la posguerra, las largas condenas, las detenciones que nunca tuvieron cárcel, y sí muerte. La mutilación de la cultura y aquellos tristes amaneceres que despertaban a la realidad, melancólica realidad de hambres y mentiras de los ganadores ante los perdedores. A Lola nunca le perdonaron que fuera madre soltera, la sociedad bienpensante del anciano régimen siempre la había tratado como a una prostituta. Y Lola orgullosa y digna, defendiendo su territorio como una loba auténtica, haciendo oídos sordos a aquellas sórdidas voces, había tirado para adelante y le había dado carrera universitaria a su hija. Eso sí, limpiando todas las escaleras que se podían construir hasta llegar al cielo, a un precio de infierno. A Lola nunca le había faltado el apoyo y la solidaridad de sus fieles amigos.

En aquellos tiempos que parecían no transcurrir. Cuando lo del famoso estraperlo, en aquel infame mercado negro de alimentos de primera necesidad y penicilinas, ambos conocieron a la señora Lola, por entonces se la conocía como la hija de Antonia la Loba. Ella, era la niña angelical que realizaba las entregas prohibidas encomendadas por su atrevida madre, con su cartera de infantil religiosidad cumplía esa gran misión. Por aquellos tiempos sombríos, del estraperlo nacional se llegaba a la noticia extrapolada del mundo y su Segunda Guerra y se pasaba a una frontera fría y putrefacta.

Se acordaba de la inolvidable tarde del dieciocho de Diciembre de Mil Novecientos Cuarenta, —¿Acaso puede pensar un hombre enfermo o no, tal vez perturbado, en ser el gran salvador de todos los humanos?—, y la firma de Hitler del llamado plan Barbarroja, que preveía una guerra relámpago contra la Unión Soviética que duraría de nueve a diecisiete semanas. Que duró novecientos días de malditos... Se falsificaba la vida con las pretenciosas noticias; mientras, la División Azul en terreno internacional contribuyó con 20.000 hombres... Después, él, sabría que la defensa de Leningrado nunca fue rota.

Malditos pensamientos le acuciaban en su cabeza queriendo salir sin lograrlo; la señora Lola lo miraba con cariño y ya era la hora de emprender la marcha. Salieron todos del bar.

Como cada mañana, precisos y puntuales como un buen reloj suizo, volvían los niños con sus carteras cargadas de ilusiones a agolparse frente a la ventana del quiosco, y tenía que abandonar la charla cargada de pensamientos y emociones revividas, de historia; los niños tenían recuerdos mucho menos cargados de incierto pasado. Para ellos, que eran como tres mosqueteros, que todavía no habían atravesado la travesía del desierto, estos recuerdos, aunque tenían un pasado muy penoso, les eran imprescindible. Los pensamientos... ¡Ay, los pensamientos! Y trataban de exorcizar ese tiempo.

A los niños les gustaban demasiado los tacos de regaliz, en general. No obstante, al niño de pelo rubio, en particular, ya con su clásica mirada de indiferencia le apetecía comprar chicles de diversas marcas. Recordó que la pasada semana, cada día, le había solicitado el dichoso niño una marca diferente. Uno de esos días no recordaba cuál, si martes o jueves, mientras buscaba la marca solicitada, los otros niños que se agolpaban guardando cola frente a la ventanilla habían comenzando a empujarse unos a otros y la repentina bullanga in crescendo le hizo perder la serenidad, llegando a pensar que de un momento a otro cerraría la ventanilla y se tomaría otra copa. El día anterior había planeado la estrategia a seguir, y se le ocurría que la mejor sería la siguiente: meter al niño rubio en su lugar y él pasar a ocupar su puesto en la fila de niños. Solo era un proceso mental. No lo haría.

Mientras posaba la mano en su barbilla de manera repetitiva, se atusaba de abajo a arriba y de un lado a otro su enorme bigote, el último niño de la cola se marchaba. La serenidad volvía a regresar a la ventanilla; ahora de nuevo todo era diferente y otra vez podía contemplar el renovado bullicio que se producía en esa mutante calle. Las señoras pasaban con cestas vacías de productos por la izquierda y regresaban con carritos llenos de mercancías por la derecha, se cruzaban unas con prisa y las otras con calma, y apenas se saludaban. Un niño corría siguiendo la estela del otro con una chocolatina en la mano y le daba grandes bocados, al tanto que su madre le seguía y acortaba distancia, y ya le estaba alcanzando, ¿le pegará un par de pescozones como medida de escarmiento?, le dirá, ¡tu padre te lo va a decir a ti! Después de todo, una vez alcanzado el travieso niño, no pudo oír lo que le decía su santa madre. Era el inconveniente de la casita de cristal, desde ahí lo podía ver casi todo, pero apenas podía escuchar nada. Este inconveniente le hacía tener que interpretar las conversaciones que veía sólo en gestos.

Las primeras gotas empezaron a caer y los carritos comenzaron a aligerar la velocidad en todas las direcciones. La lluvia esa mañana ya no cesaba de caer mansamente desde las copas de los árboles y él podía observar el incesante goteo en el suelo, gotas que de vez en cuando el viento desviaba y sonaban fuertemente en el techo del quiosco. No se podía evitar algún que otro choque entre carritos de los bebés y cochecitos de los niños, en las angostas aceras, incluso alguna que otra pequeña discusión. Y precisamente el niño que había recibido el par de pescozones y que ahora había regresado voluntariamente a su silleta, pudo sentir un ligero choque en su vehículo,—que trató de evitar desde su volante de plástico instalado en la parte delantera de su cochecito—, no podía entender por qué se mojaba y, a pesar de ello miraba al cielo que no podía vislumbrar y se imaginaba que las gotas de lluvia eran trocitos del Sol que estaba llorando porque la Luna lo había abandonado; preciosos trocitos de cristal que trataba de atrapar graciosamente con su boca abierta de par en par, como la de un pequeño batracio.

Juan el quiosquero también miraba al cielo hasta bajar la vista a los periódicos, entretanto que el niño le hacia una mueca de saludo, y ya se mojaban todos. Tendría que ponerle los plásticos por encima, pensó, ciertamente la noticia escrita estaba mojada. Enchufó la radio y oyó la noticia de la muerte del popular cantante Pepe Blanco; sintió de repente las ganas de entonar y lo hizo, aquella canción... “¡Sombrero, ay mi sombrero! Eres de gracia un tesoro y tienes rumbo torero, cuando te llevo a los toros”. Esta muerte le recordaba el pasado, ya por enésima vez, en el presente día que empezaba a ponerse para perros callejeros. Mientras las noticias seguían su curso, él miraba los árboles más próximos a su casa de cristal y se detuvo en aquél que tenía junto al quiosco y empezó a experimentar la sorpresa. La noticia dejó paso a la canción, las hojas que no querían ser viejas tenían que abandonar su empeño de querer tostarse al sol, empezaban a caer suavemente con la lluvia tormentosa y el viento enemigo. El primer día de otoño, pensó, aquí empezaba con la llegada del invierno, las hojas se resistían a caer, no querían abandonar el árbol que las había visto nacer, pero era demasiado tarde. El miraba pensativo y la defenestración era progresiva, las siete u ocho hojas que aún aguantaban, ahora, caían por la fuerte lluvia que empezaba a arreciar mientras las gentes que no conocían esa virulencia lluviosa se confundían pensando para sí, a la vez que se alegraban por lo bien que le vendría a la huerta y al campo seco y desesperado. Aquello podía ser una tormenta pasajera o no, lo cierto y verdad era que hacía más de ocho meses que no llovía, y años que tampoco empleaba esa terrible fuerza natural que desconcertaba al más sereno.

Ahora se entretenía observando algunos de los recortes de prensa que, después de añadirles la fecha, guardaba celosamente en una carpeta roja. Y leía: “Franco esta mal, muy mal, pero vive”. Miraba aquel titular y no se lo creía. Sin embargo parecía ser cierto, “ya que esa madrugada un coronel del Ejército que salió en aquellos momentos del palacio de El Pardo, en conversación con unos amigos que se hallaban entre la multitud que se congregaba en la explanada principal que da a la residencia del Generalísimo Franco, lo afirmaba.

Entretanto, el número de personas que esperan noticias acerca de la evolución del estado clínico del Jefe del Estado crece constantemente.

Poco después de la una de la madrugada se produjo un incidente entre dos periodistas de habla francesa. Uno de ellos aseguraba ante el micrófono de su magnetófono que Radio Nacional de España emitía música fúnebre y que Franco había muerto. Otro colega de habla igualmente francesa le increpó y le llamó públicamente mentiroso, porque en aquel momento Radio Nacional de España seguía con su programa habitual”.

La tormenta interior estaba a punto de estallar. Aunque se acordaba de aquel obispo, que ante la insistente y clamorosa petición de que sacara a la virgen de la Fuensanta para pedir agua, después de acceder a las rogativas, había dicho: “Ustedes verán, yo creo que no está el tiempo para llover”

Mirando al bar, se topó con la presencia de Antoñín, el tonto del barrio, que se encontraba con la pandilla de rufianes que siempre solían tener cierta confusión al no poder discernir cuál era su casa realmente, pues la mayor parte del tiempo lo pasaban en el bar. Posiblemente estuvieran hablando del entierro del carnicero que anteayer había muerto en un extraño accidente de coche; o acaso, del equipo de fútbol que más le jodiera ver perder al bueno de Antoñín. Al tonto del barrio, como costumbre de hortelano, le gustaba asistir a los sepelios de aquí o de allá sin necesidad de conocer al muerto, sin importarle un pijo que fuera del Real Madrid, su equipo preferido, o de su eterno rival, el Barcelona. Uno y otro equipo, para unos el poder central y para otros el poder que se lleva dentro del corazón, que nunca se abandona, el del idioma, aunque esta conclusión para algunos fuera un tópico. Mucho más surrealista resultaba que veintidós tíos dándole patadas a un balón ganaran miles y miles de millones. Esto sí que era un tópico que superaba todos los tópicos.

El tío Juan que casi siempre trataba de ayudar al bueno de Antoñín, conocía su secreto, le contaba aventuras de puro ensueño. Antoñín le correspondía con los chismes más en boga, le decía que cuando asistía a los entierros se encontraba boyante de alegría, como si de su cuerpo brotaran todas las verdades; experimentaba una cierta sensación de bienestar indescriptible—, sin lugar a dudas estas sensaciones se correspondían con las del momento de la sensación verdadera del escritor Peter Handke —y esa era su manera, su gran realidad para reafirmar su vida. Y así, Antoñín para justificarse le comentaba al tío Juan que él no era médico, ni siquiera Dios para salvar al muerto que ya estaba bien muerto. De los chismes de moda, ¿pues, qué sé yo?, por ejemplo podía empezar por lo del carnicero mismo.

Pero allí seguía la pandilla de rufianes y Antoñín oyendo todo tipo de comentarios: para él que la pandilla de hipócritas con cara de santones, siempre habían hablado mal del carnicero, ahora parecían tener caras de demonios del purgatorio y manifestaban elogios y comentarios afortunados acerca del finado.

Después de aguantarles sus bromas pesadas, Antoñín que era un gran tragón como fenomenal tonto que era, le llegaba la gana de irse y contestaba a todo que sí, y aunque negando la condición de gastrónomo a su persona, solía despedirse con el estómago henchido, y apostillaba: sí, sí... a-dios, dios...dios tengo prisa.

Empezaban a caer rayos y truenos desolados, y la tormenta parecía no ser ni mucho menos pasajera, pues de hecho el fluido eléctrico lo habían cortado en previsión de accidentes y la casita de cristal se transformaba en una caja de resonancias mágicas a punto de estallar.

En esos momentos en los que el fuerte sonido de la lluvia triunfaba sobre el ruido cotidiano y absorbente, se encontraba incólume, allí, como a bordo de la embarcación de Ulises que había perdido el rumbo sin poder oír el canto de las sirenas, pensante y solitario, y ya era tan fuerte la espesa capa de lluvia, que miraba al bar y no podía distinguir a través de los cristales a las personas que allí se encontraban.

Y ahora, al azar, le venía de modo instantáneo a la memoria el recuerdo del sueño de la pasada noche, que era corto pero sabrosón, y tenía que ver con la señora Lola. Esta se encontraba frente al quiosco y justo cuando se disponía a entrar en el bar, se agachaba de espalda hacia la ventanilla de la casita de cristal y paulatinamente disminuía, menguaba el grosor de sus piernas, hasta que sus caderas quedaban convertidas en polvo. Este sueño, él, lo asoció al hecho del tremendo impacto que le había causado la lectura de “La Metamorfosis” de Kafka, —lectura que le era recomendada de la mano de su hijo y de la otra mano izquierda de su compañero Víctor—, y cómo Gregorio Samsa despertó tras el corto y agitado sueño.

Sueño, pensamiento, idea, el sueño se convertía en una permanente realidad, y la idea se transformaba en comentarios cargados de pensamientos maliciosos, que iban de boca en boca, que alguna gente con cierto aire irónico lanzaba como campanas al vuelo. A él poco le importaban estos comentarios a sus bien llevados 62 años, con la templanza y sabiduría que la experiencia de la edad le comenzaba a otorgar, entraba a formar parte de los sabios griegos, y como ellos ya asumía el amor y la muerte y las sucesivas transformaciones que dichos conceptos generaban a lo largo de toda la vida. También sabía, por obvio que fuera, que después de la tormenta vendría la tan conocida y siempre deseada calma. Lo importante y nada fácil era saber aguardar, lo demás, arte sin tiempo.

El cielo, que durante toda la semana estaba experimentando mutaciones del grisáceo al negro, dejaba paso de vez en cuando a un pequeño hueco de blancos y rojos de postal fotográfica. Allí en el extrarradio sur de la pequeña ciudad un hortelano le estaría rezando a cualquier santo o a su virgen preferida, mientras otro del extrarradio norte se estaría cagando en dios sabe qué, quizá recordando al bueno y santón del terrateniente que le desplazaba con cohetes el aguacero hacia sus pocas lindes de mal vivir.

La metamorfosis, sí, sí, sí qué...

La metamorfosis sufrida por Gregorio Samsa, se encontraba ya largos meses dentro de él. Aunque de forma diferente, ya que ésta, jugaba con un pasado corto y un presente muy largo. Sin embargo, su angustia no era verse convertido en un extraño insecto. Su gran angustia era encontrarse con el mismo traje y dos mentalidades en su cabeza: una la mentalidad de su pasado que le penetraba hasta calarle los huesos y llegarle al tuétano, y la otra, la de ahora, la de asumir el presente con todas sus consecuencias. Estas dos mentalidades, aunque tenían el mismo traje y el mismo cuerpo común, no era así en su corazón que era doble y pasaba del estado medroso al estado del valiente y audaz Alonso Quijano.

A fin de cuentas, con el tremendo chaparrón que tenía encima qué otra cosa podía hacer sino pensar. Ya tenía conocimiento del doble filo, del peligro que suponía rehuir al pasado; tan pronto todo marchaba muy bien durante unos días, tal como de repente y en el momento más insospechado aparecía el filo opuesto que era el presente cargado de resentimientos miserables y odios negros. ¡Malditos odios conservadores, miserables y negros!

De vez en cuando sacaba del cajón un pequeño espejo y se miraba. Miraba hacia el bar y pensaba que a buen seguro su amigo el pelirrojo se encontraría ahí dentro con algún sueño de gaviota desorientada. Su pequeño camión frigorífico permanecía en el mismo lugar de llegada, y la tormenta que nos estaba engañando a todos no cesaba. Resultaba evidente que se encontraba ahí, pensó Juan, y que tendría que calarse de los pies a la cabeza para cruzar la calle que se había convertido en un auténtico río. Aunque no le resultaba del todo agradable abandonar el quiosco, parecía que el ruido del fuerte aguacero y el miedo al miedo le estaban ganando terreno considerablemente.

Se había decidido a cruzar y ya calado de arriba abajo, se encontraba conversando con su amigo; y el pelirrojo le contaba que cuando abandonaba el mar y se metía tierra adentro le asaltaba una extraña melancolía que nunca era igual y que siempre cambiaba de una semana para otra. El primer síntoma, de esa melancolía, era un fuerte dolor de oídos que levemente se transformaba en un suave murmullo susurrante, como el murmullo del romper de las olas en su añorado puerto. Su pequeño puerto. Ahora comentaban el posible catarro que pillarían al encontrarse los dos empapados de agua, ¡qué locos estaban! A su lado en ambas mesas, el comentario común del día giraba en torno a la extraña muerte del carnicero. Empezaban a sonar una enorme variedad de frases estereotipadas, y excepto unos pocos, todos solían coincidir en lo bueno que era, lo caritativo, lo humano; decían casi a coro que nunca le había hecho mal a nadie. Mientras tanto, en la otra mesa, dos hombres descargaban sus iras y como cuervos hambrientos de justicia de verdad, despotricaban al difunto. Exclamaban algo así, como que a ellos no les importaba la muerte para perdonar, que todos al morir querían rezar, rezar, rezar contra la verdadera historia.

La pobre viuda dejaría de soportar las ruidosas palizas. Entretanto oían las duras aseveraciones de la mesa de al lado, Juan le decía a su amigo el pescador, que la muerte era el último acto de una sucesión de momentos que continuamente se nos escapaban, algo parecido a lo que podría ser una sinfonía de Mozart, con sus momentos alegres, rapidísimos, con otros de transición, menos rápidos, y sí en escala descendente, más lentos aún los tristes momentos en que uno negaba la vida queriendo morir, lentísimos, no queriendo vivir, tal vez buscando la muerte de verdad. Y así habría una nueva Antígona de conciencia preclara que lucharía para convencer a las muchas Ismenes.

Habían llegado a la conclusión de que lo único real que podía justificar la existencia era la muerte, no obstante, el pelirrojo, que tenía una pequeña empresa familiar, ahora le seguía platicando algunas objeciones sobre la vida. Le hablaba de su trabajo. El salía a la mar tres veces a la semana, y ahí, donde se perdía la tierra y con ella todo vestigio de cemento urbano, afirmaba recuperar todos los momentos de su vida en tan solo un acto; vibraba al poder recuperar todos los momentos de su vida con tan solo oler, ver el anchuroso mar. La sensación de dominación de la naturaleza, la sincera lucha para extraer alimentos. Esta sensación del intenso vivir, no era pagada con ninguna moneda existente en el mercado librecambista. Juan lo miraba y podía entender aquellas ideas, podía captar hasta las cosas más nimias, de aquellas palabras no contaminadas, de aquellos pensamientos de verdad, y captaba cómo su amigo el pescador se emocionaba al hablar de lo duro que resultaba la faena marinera, de la alegría de los eternos y viejos lobos de mar, de la permanente lucha entre la ballena y el capitán Ahah de Moby Dick. De los maravillosos viajes de Simbad el marino.

Lo miraba y podía comprender que aquí en la ciudad se sintiera triste y jodido. Parecía una gaviota perdida que al llegar a la metrópoli y no saber el tiempo que podía durar la tormenta, tan sólo unas horas le ocasionaban un desasosiego que le hacía ir de un lado para otro, buscando en cualquier dirección el camino del mar. La tardanza de la tormenta, la prisa por ver la calle del que no la ha visto desde años, la gaviota perdida y el cielo desde abajo siempre cuadrado. La antigua cárcel de Juan y el pelirrojo. La lucha por la libertad que no cesaba. La tormenta interior y su acostumbrado dolor de la pierna izquierda que él le consolaba.

El quiosquero Juan, sabía que el único deseo de su amigo el pescador pelirrojo frente a la muerte era que su cuerpo fuera esparcido al mar como agradecimiento de haber vivido toda la vida de él, que fueran los peces los más firmes candidatos a su carne, hecha cenizas. No quería ser pasto de gusanos. Odiaba todas las especies de gusanos terrestres; nunca le habían gustado las flores en circulares coronas estériles.

Así hablaban tan ensimismados, que si por casualidad paraban de hablar, por unos momentos a su lado se oían voces que progresivamente tornábanse sabrosas conversaciones; mientras debajo de la mesa, el perro del dueño del bar con cara de pocos amigos parecía tener frío y se trataba de refugiar del mal tiempo y de algunos clientes con malas pulgas. Y ellos, guardaban ese preciso silencio, casi de perfecta nota musical, y de reflexión después de hablar y de escuchar haciendo honor a la dialéctica. El lento susurrar de las voces y de algunos gritos se mezclaban con la tormenta que no cesaba, que en algún momento se acompasaban al ritmo del sonido de la maquinilla de moler café. Se molía el café y se pasaba del dulce y armonioso silencio de los asistentes al intenso ruido que ahora producía la máquina; las voces se modulaban de acuerdo con el ruido que la máquina producía. La máquina dejaba de moler y los gritos volvían a ser voces de nuevo. De pronto, todos miraron hacia la mesa situada al fondo del bar, y ahí las voces enamoradas de dos homosexuales se habían quedado colgadas.

Las voces se habían quedado suspendidas en el aire.

La risa del momento, la sincera, la llegó a incrementar un vendedor de lotería, éste, solamente llevaba un billete para vender y parecía no tener ganas de ofrecerlo o de no querer venderlo; apoyado en el quicio de la puerta y tal vez esperando que el tiempo escampara, se dirigía con la mirada puesta en una mesa, posaba su mirada observando a las personas fijamente mientras soltaba una risa sin carcajada, hueca, sin sonido, se pasaba a otra mesa, a continuación a la siguiente, y así habían llegado todos a mirarse y reírse. Se había conseguido una gran risa colectiva, que se podía descontrolar individualmente, pero que era un bello ejercicio de terapia grupal. Parecía que todos los concurrentes se conocían de toda la vida, o algo así como si estuvieran comiendo todos los días juntos en el mismo plato.

El pelirrojo sacó de su cazadora una caja de puros Partagás, pidieron un par de carajillos para calentar la charla, y mientras el pelirrojo pensaba en la bella isla saboreando de forma muy especial el Partagás, echando grandes bocanadas de grisáceo humo al aire cargado del bar, Juan seguía riendo y pensaba en unas frases que anteriormente le había dicho el pelirrojo: “No quería ser pasto de gusanos”. “No le gustaban las flores en circulares coronas estériles”. Ahora recobrando la calma, la tormenta apenas se dejaba oír dentro del bar, pues sonaba la música de Ricardo Strauss con la fuerza de los tambores de los alucinados por el más allá, que de vez en cuando se mezclaba con algún trueno descarriado. Echaban un vistazo a su alrededor paseando la mirada al ritmo de la música como queriendo encontrar la cara de alguien que acaso esperaran. Miraban con mucha atención hacia la puerta de entrada, por si acaso aparecía la cara de algún tipo extraño.

El bar Olimpia era sin lugar a dudas, un sitio para un digno y completo estudio de sociología, quizá demasiado complicado para un trabajo de principiantes, que se encontraba a tan solo unos pasos de la Universidad y al lado de la plaza de abastos. Quizá por su céntrica ubicación era frecuentado por trabajadores de todo tipo y condición, por estudiantes empollones y por otros tunantes, de todas las especialidades científicas y de letras, por supuesto; también por amas de casa y algunas que otras criadas que recalaban después de hacer la compra. En sus salones, a comienzo de los años setenta, se habían reunido todos los opositores a la dictadura pura y dura y varias promociones de inspectores de policía de la brigada social habían aprendido su oficio en el Olimpia.

Paseando la vista por casi todos los recovecos del bar, el tío Juan y el pelirrojo, ahora encontraban la clave: saboreaban los puros, y sus miradas se habían detenido en aquella mesa en la que tan sólo se encontraba Víctor, que era el amigo íntimo del hijo de Juan.

Víctor que profesaba una profunda admiración por el tío Juan y por el pelirrojo, viejos republicanos, solía mantener con ellos todos los viernes acaloradas conversaciones, y ahí se encontraba al fondo del salón, en su mesa y rincón preferido, leyendo un librito titulado “La paradoja acerca del comediante” de Diderot que él consideraba muy curioso.

Después de saludarlos, Víctor pensó, que tendría que acercarse, así que trató de fijar su vista en el pequeño librito y leyó para sí detenidamente: “El gran comediante observa los fenómenos; el hombre sensible le sirve de modelo; lo medita y halla en su reflexión lo que hay que añadir o quitar para mejorarlo. Luego agrega los actos a las razones”. A Víctor la afición por el teatro le venía de sus años de estudiante, entonces, toda su vida giraba en derredor de la idea, de la política, como si tratara de descubrir un satélite nuevo, todo le parecía que podía cambiar, que... Por aquellos tiempos, Víctor, creía que todo era más sencillo, tan fácil como trasladar sus ideas adquiridas en largas noches de insomnio a los otros, a los que no conocían el mundo teórico. Sin embargo, qué distinto era el mundo de las ideas de aquella realidad.

Ahora Víctor era menos soñador, su inclusión en el mercado del trabajo, en el mundo de la oferta y la demanda, los despidos, las permanentes crisis y los expedientes de regulación de empleo, le había despertado del sueño y del error que tenía al confundir el tocino con la velocidad. Con la mentada confusión había llegado a la conclusión de que el tocino al ser grasiento podía propiciar serios resbalones. No obstante, aunque pudiera parecer contradictorio, aún en la actualidad pensaba que todo lo inmovilista acabaría pudriéndose, si no le cedía el paso al progreso, al cambio, y tal vez por ello, cada dos o tres meses necesitaba hacer un exhaustivo análisis de la situación política del país en transición permanente: de la dictadura a la democracia.

Se levantó y tras cerrar el pequeño librito, se dirigió a la mesa del tío Juan y el pelirrojo. Se sentó y después de los saludos de rigor, la conversación se centró en la extraña muerte del carnicero. El coche del carnicero sin chocar con ningún obstáculo se había encontrado en la cuneta de una carretera sin peligro. Su cuerpo había quedado tan negro como un carbón, por lo tanto, nadie lo podía reconocer. Este tipo de accidentes, siniestros y trágicos, eran los que conmocionaban las entrañas del pueblo y mantenía el alma en vilo a las gentes del Sur. Se corría de voz en voz, se exageraba y se variaba lo acaecido una y mil veces, se invertían horas y horas de opiniones para todos los gustos tratando de desentrañar la personalidad y los motivos del accidente, y esto ocurría con más profusión cuando se trataba de una persona excéntrica y pública como el famoso carnicero. Unos decían que tenía la lengua muy larga y le colocaban sin ningún tipo de problema los adjetivos de bajo, malo, bellaco, vil, ruin, despreciable. Sin embargo, como de todo había en la viña del señor, otros, lo menos, defendían su honor y su sentido de la justicia, afirmando que tenía una gran moral. Aunque, decían que a veces se reunía con algunos indeseables

Víctor saboreaba su copa de brandy, sorbito a sorbito, y muy poco, por no decir casi nada, le interesaba verter comentarios acerca de la vida y milagros del finado. Su idea era bien patente acerca de cualquier difunto, bien fuera médico o carnicero. Decía que la muerte era el acto final de la vida, así como el primer acto de la vida nos llegaba con el nacimiento. No había vuelta de hoja. Mientras, el pelirrojo que solía escuchar con bastante atención, decía que eso de los accidentes eran cosas del destino, que cada uno al nacer ya llevaba escrito su sino en su persona, su suerte o su desgracia. El tío Juan se ausentaba y miraba a través de los cristales del bar, afuera seguía cayendo una fuerte cortina de lluvia como para pensárselo dos veces antes de abrir su casita de cristal. Aunque los transeúntes caminaban de un lado para otro y él los veía pasar como personajes de un teatro callejero, unos cojeaban o trataban de arrastrar sus terribles sueños de invierno, aquellos otros voceaban al viento suaves soliloquios que nada tenían que ver con la señora de cuidado aspecto victoriano que cruzaba en ese momento. La señora llevaba un paraguas de época que contrastaba con todos los paraguas multicolores de las jovencitas damas que desfilaban ante su vista.

Así casi sin avisar, siempre a su debido tiempo, les visitaba el mediodía y la tormenta parecía querer descansar.

Después de analizar todas las posibilidades y circunstancias que concurrían en el accidente del carnicero, se apoderó del ambiente un cierto aire de misterio que se fue transformando en puro silencio expectante, misterio que ahora era silencio puro y daba lugar a recobrar el suave murmullo general que se mezclaba con el tranquilo sonido de la lluvia: la tormenta ya parecía querer descansar.

El pelirrojo ya ponía sus antenas hacia la costa y pensaba que hoy sí que estaba ciertamente todo el pescado vendido. Una vez en la cabina del camión y con el motor en marcha, los emplazaba a pasar el próximo fin de semana en su pueblo costero. El mar indulgente con su olor salado, los largos paseos por su playa y las primeras sardinas frescas al amanecer, estaban en la mente de los tres. El camión arrancó y tomó el camino de regreso.

Se quedaron de nuevo solos. Con una soledad de recién nacidos.

Cruzaron hasta el quiosco y la pregunta fue inevitable. Víctor le preguntó cuando regresaba su hijo y Juan le respondió, que seguramente estaría realizando el viaje de vuelta definitivo.

Antonio, el hijo del tío Juan, se encontraba realizando el viaje que más había deseado hacer en los últimos años. Este viaje a Marruecos, lo había comentado con Víctor y con su padre durante largas horas y nunca dejaban de ser fantásticas las discusiones que generaba en ellos: que si la sociedad occidental estaba putrefacta, que si la pobreza se exhibía en las ciudades como orgullo frente al rico avariento, que si los llamados países comunistas no estaban claramente en la órbita europea, que sí, que no, que nunca se habían valorado las concepciones culturales de Marruecos, que muy pronto caería Hassan.

(Lo que no podían saber ellos, ni siquiera el narrador cuando escribía este texto, era que muy pocos años después Hassán no caería, moriría de muerte natural; que los países llamados comunistas de la noche a la mañana dejarían de ser comunistas, como por arte de birlibirloque; que se abriría una nueva etapa, en la denominada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas llamada, Perestroika, encabezado por Gorbachov, y que este dirigente, años después, acabaría anunciando pizzas en la televisión rusa, y también que la moda exótica de bajar al moro ya no tendría su encanto, pues eran los propios marroquíes los que por cientos de miles trabajaban en los campos y las huertas, por estas tierras).

Antonio pensaba que su tensión nerviosa, su gran porción de desencanto que había recibido en los primeros años de eso que los historiadores llamaban transición española, se le olvidaría por unos días. Todos sus amigos le habían contado que Marruecos no era el mundo que él conocía, que era otro mundo, que de pronto parecía como si le hubieran tenido a uno a pleno sol con los ojos vendados y de repente le quitaran la venda. Así le explicaban lo que sentían al cruzar el genuino paso fronterizo de Ceuta.

Esto le hizo animarse a pedir los catorces días de permiso en su trabajo, un trabajo tan rutinario que no podía soportar ni un día más.

Se instalaron dentro de la casita de cristal y comentaron que ya Antonio les contaría todo el viaje con pelos y señales. Las nubes parecían querer cambiar de color y la calle empezaba de nuevo a recobrar su bullanga particular; los trabajadores de la gasolinera de al lado le silbaban al tío Juan y efectuaban un gesto con las manos extendidas al cielo, al parecer de fastidio. Sin lugar a dudas, pensó Víctor, tratando de adivinar que ese gesto sería por tener que volver a trabajar. Los coches comenzaban a chupar gasolina como siniestros vampiros.

No pasaron ni cinco minutos y se acercó el cachondo de los cuatro operarios que allí trabajaban. El tío Juan mientras lo veía venir escondía su risa como podía; el empleado de la gasolinera con la excusa de pedir cambio de monedas, se pasaba largos ratos junto al quiosco, se lanzaba con su charla que era parca en palabras pero larguísima en tiempo. Ya... ya... se... se... ya se es... esta aca... ya se esta aca... bando la... la... la tor... tor... tormenta.

Sí, Pepico, —le respondía amablemente el tío Juan, mirando el agua que corría por las aceras— ya ves la calle, solo le faltan los barcos. Víctor, en esos instantes, recordó los barquitos de papel que su madre le construía: entonces, todos los niños se reunían en asamblea en la plaza del pueblo y realizaban carreras por los riachuelos que se formaban en las calles.

No... no... sí... sí... llo... lloverá o... o... otra... otra vez, exclamaba el gasolinero, como todos le llamaban, al oír el trueno perdido.

El clamor de la tormenta seguía de un lado para otro. Siempre advirtiendo qué... ¡vaya usted a saber!

Al tío Juan le seguía doliendo su pierna izquierda más de lo acostumbrado y su tormenta de verdad, aunque tratara de disimularlo, era la de observar el gran desencanto que su hijo y Víctor tenían. Ellos que después de haberse dejado la piel durante años, en una permanente lucha antifranquista, para que todo pudiera cambiar, veían con sus propios ojos como encima de no cambiar casi nada, aparecían extrañas gentes de debajo de las piedras que asumían las riendas del nuevo poder, y de la noche a la mañana el país se llenaba de demócratas de nuevo cuño por los cuatro costados.

El tío Juan sabía que una tormenta encadenaba a otra y que la calma... quizá... tras el clamor de una definitiva tormenta que estaba por venir

(El tío Juan ni por asomo podía imaginar que después de ser un personaje real en el proceso creativo de este texto narrativo, después pasaría a dormir un sueño indefinido, a un triste cajón de mesilla de noche, más de treinta años. Mucho menos podía imaginar, cuando era un personaje de ficción en la mente del narrador, que años más tarde, casi recién estrenada la democracia en España, un golpe militar intentaría secuestrar el poder civil, y mucho menos que años después, algunos militares protagonistas del llamado 23-F, serían ascendidos de grado. No se lo podía imaginar, no. Como tampoco se hubiera creído, ni siquiera en sueños, que el Partido Socialista Obrero Español, años más tarde, ganaría las elecciones generales por una mayoría absoluta de más de 12.000.000 de votos. De aquella intentona golpista del 23-F, ¡ay! ni se querían acordar, por unos momentos habían tenido la sensación y el temor de volver atrás. Lo peor es que después de salir a las calles cientos de miles y miles y miles de ciudadanos, defendiendo a la democracia en las mayores manifestaciones que habían conocido el país, a los protagonistas de la novela les quedaba un sabor agridulce. Muchos de aquellos manifestantes, ante el fracaso de la tentativa, se habían emboscado y salían defendiendo unas ideas en las que nunca habían creído. Los reaccionarios habían logrado uno de sus objetivos, sembrar el miedo y condicionar el futuro. El peligro de involución no era moco de pavo.)

El Tío Juan, que aún no se creía que de la noche a la mañana hubiera llegado la democracia, seguía observando los cambios políticos, día a día, en las portadas de los diarios. Y cada día, como una pequeña tormenta, sucedía alguna sorpresa en aquellos medios de comunicación que recuperaban la libertad de expresión, tras un largo destierro de más de cuarenta años.

El quiosquero no se dejaba de sorprender fácilmente, y, a veces, se decía en voz alta: “soñaba el ciego que veía, y soñaba lo que quería”. Lo único que le preocupaba, ahora, era el estado desesperanzado de su hijo Antonio que ya duraba más de lo deseado. Ni siquiera le preocupaba el diagnóstico de un tumor cancerígeno que batalla a batalla le estaba arrebatando su paz, y que se negaba a anunciar a su hijo. Siempre decía que todos los derrotados eran invencibles. Sí había perdido una guerra pública, podía perder otra privada en silencio, y esta era su gran tormenta interior.