Tierra de secretos - Diana Palmer - E-Book

Tierra de secretos E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

HQN 278 Cort Grier no era un ranchero corriente. A pesar de su inmensa riqueza, seguía trabajando la tierra con sus propias manos, no como su nueva y fastidiosa vecina, Mina Michaels. La fuerte y preciosa mujer lo enfurecía y hechizaba a la vez, despertando en él emociones que había creído enterradas desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, sabía que enamorarse de ella solo podía acarrearle problemas. Mina, autora superventas, no esperaba conocer a un hombre como los de sus novelas. Pero el pícaro y guapo Cort era un macho dominante hasta la médula, desde su terquedad hasta la intensidad con la que el rudo vaquero se protegía el corazón. Cuando un fogoso beso diera paso a otro, ¿podría convencerlo de que le abriera su mundo para siempre? EL AMOR VERDADERO AGUARDA A UN VAQUERO BRUSCO Y RUDO EN LA NUEVA NOVELA DE Diana Palmer LA AUTORA SUPERVENTAS DE THE NEW YORK TIMES.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2019, Diana Palmer

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Tierra de secretos, n.º 278 - junio 2023

Título original: Wyoming Heart

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788411417303

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Robert, que hace que nuestros ordenadores y nuestras impresoras sigan funcionando ¡incluso cuando no quieren!

 

 

 

 

 

Queridos lectores:

 

Cort Grier apareció por primera vez en Inesperada atracción. Su segunda aparición importante fue en Undaunted, donde flirteó con la protagonista.

 

Incluso entonces me pareció un personaje complejo y por eso quise escribir sobre él. Así que aquí tenéis su historia.

 

Está en Wyoming, en el rancho de su primo, haciéndose pasar por un vaquero pobre. Conoce a la amiga de su primo, que lo detesta desde el primer momento en que se ven y él la pone en ridículo porque le gusta tejer y leer novelas románticas. Lo que Cort no sabe es que es una escritora de éxito que se documenta para sus libros participando en misiones con un grupo de mercenarios.

 

Esperaos fuegos artificiales cuando descubran la verdad sobre cada uno, je, je.

 

He disfrutado mucho escribiendo este libro, aunque debo confesar que tomó unos derroteros con los que yo no contaba. ¡Espero que os guste!

 

Vuestra mayor admiradora,

Diana Palmer.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cort Grier estaba desilusionado con la vida. Era el propietario de un enorme rancho de cría de sementales Santa Gertrudis en Texas Occidental. A sus treinta y tres años estaba en la flor de la vida y quería formar una familia. Su padre se había vuelto a casar y se había mudado a Vermont. Sus hermanos, exceptuando el penúltimo, estaban casados y tenían familia. Él quería la suya. Pero cada vez que encontraba a la que creía que era la mujer de su vida, resultaba que ella solo iba tras su dinero. La última, una cantante, se había reído cuando él le había mencionado que quería tener hijos. Le había respondido diciéndole que estaba en la flor de la vida y que era una estrella emergente con una carrera por delante. Ni de coña renunciaría a eso para vivir en un rancho apestoso en Texas y ponerse a tener hijos. Es más, ni siquiera tenía claro que quisiera tener hijos nunca.

Y así siempre. Las mujeres habían sido un placer lícito durante muchos años y, aunque no se consideraba un playboy, había tenido muchas amantes preciosas y refinadas. El problema era que, al cabo de un tiempo, todas eran iguales, sonaban igual y le hacían sentir igual. Quizás estaba hastiado, desencantado. Lo cierto era que, con la edad, su naturaleza escéptica no había mejorado mucho. Últimamente disfrutaba más dirigiendo el rancho que ejerciendo de pareja de jóvenes que se presentaban en sociedad en El Paso.

El rancho era la manzana de la discordia entre las jóvenes casaderas. Todas estaban entusiasmadas con su inmensa ganadería Santa Gertrudis hasta que veían el rancho en persona y comprobaban que el ganado era apestoso y polvoriento. Igual que los vaqueros que se ocupaban de él. De hecho, una de las chicas se había desmayado al ver a uno de los mozos asistir el parto de un ternero.

A ninguna de las mujeres con las que había salido le había agradado la idea de vivir tan lejos de la ciudad, y menos rodeadas de ganado, heno y el ruido de la maquinaria del rancho. Les habría encajado mucho más estar en Park Avenue, Nueva York, con unos cuantos diamantes de Tiffany’s y un conjunto de alguno de los diseñadores que presentaban sus modelos en la Semana de la Moda. ¿Pero ganado? «No, eso jamás», decían.

A Cort nunca le habían gustado las chicas corrientes, las típicas vecinitas de al lado. En realidad, de pequeño nunca había tenido vecinas. La mayoría de los rancheros de por allí tenían hijos. Muchos hijos. Ni una sola mujer entre el montón.

La cuestión era que para que a una mujer le gustase la vida de rancho, tendría que haber crecido en uno. Tendrían que gustarle los animales y el campo sin importarle los inconvenientes. No debería haber buscado esposa en las zonas de renta alta de grandes ciudades. Debería haber buscado más cerca de casa… contando con que hubiera habido alguien a quien buscar más cerca de casa.

Había tenido un breve encuentro con una joven preciosa en Georgia mientras visitaba a Connor Sinclair, un multimillonario que tenía allí una casa con lago. Se llamaba Emma y su alocado sentido del humor lo había atraído al instante. Había sido una de las pocas veces en las que había prestado más atención a las palabras de una mujer que a su físico. Emma era la asistente personal de Connor, pero, a menos que se equivocara, ahí había habido algo más que una relación laboral. Connor lo había separado de Emma con precisión quirúrgica y se había asegurado de que no tuviera más oportunidades de conocerla mejor. Unos meses después su hermano, Cash Grier, que era jefe de policía en el sur de Texas, le había dicho que Connor se había casado con Emma y que habían tenido un hijo. Antes de saberlo se había planteado volver a Georgia del Norte y cortejarla a pesar de su irascible jefe, pero eso ya era imposible. Al comparar a Emma con las chicas con diamantes en la mirada y avaricia en las manos que habían pasado por su vida, de pronto se había sentido vacío. Solo. El rancho siempre había sido el núcleo de su existencia, pero ya no era suficiente. Estaba estancado allí y necesitaba salir.

Por eso había decidido que necesitaba unas vacaciones. Había llamado a Bart Riddle, un primo lejano que vivía en Catelow, Wyoming, y se había autoinvitado para ayudar en el rancho de incógnito. Le había explicado la situación a su primo y este, riéndose, le había dicho que fuera para allá, que era bienvenido si quería destrozarse la salud a base de clavar postes para vallado y correr detrás del ganado.

Tenía otro primo en el Condado de Carne, Wyoming. Se llamaba Cody Banks y era el sheriff, aunque vivía en la ciudad y no tenía rancho. Cort quería mantenerse ocupado en el campo, pero tenía pensado ir a visitarlo mientras estuviera allí.

Bart, que lo esperaba en el aeropuerto, le estrechó la mano con mirada de diversión.

–¿Tienes uno de los ranchos más grandes de Texas y quieres venir aquí a trabajar de vaquero?

–Resulta que estoy harto de que las mujeres me vean como un símbolo de dólar andante y parlante –explicó Cort mientras salían del aeropuerto.

–Ay, ojalá ese fuera mi único problema –dijo Bart suspirando. Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros–. Soy mayor que tú, no soy ningún bombón, me paso el día echando cuentas para ceñirme a mi presupuesto y no estoy domesticado –soltó una risita–. Supongo que viviré solo con una casa llena de perros y gatos hasta que me muera.

Cort, con la maleta y una bolsa de traje en una mano, y una bolsa de viaje en la otra, lo miró.

–¿Qué ha pasado con la veterinaria con la que estabas saliendo?

A Bart le cambió la cara.

–Se mudó a Arizona. Con su nuevo marido.

–Lo siento.

Bart se encogió de hombros.

–Cosas que pasan. Renuncio a las mujeres. Bueno, no a todas –añadió–. Tengo una que es solo una amiga. Como una hermana pequeña –sonrió–. Es escritora.

–En mi zona tenemos muchos escritores –dijo Cort con gesto pensativo–. Aspirantes más bien. Ni uno solo ha publicado nada.

–Esta ha publicado mucho. De hecho, su último libro ha entrado en la lista de superventas del USA Today.

–No está mal. ¿Y en la del TheNew York Times?

Bart negó con la cabeza.

–Pero aún es pronto. Talento sí que tiene.

–¿Qué escribe?

–Novela romántica.

Cort torció el gesto.

–Rollos ñoños, empalagosos y blandengues.

–No exactamente –dijo Bart justo cuando llegaron a su camioneta. Era grande y negra–. Arriba. Creo que nos llevará a casa. O al menos hasta mitad de camino.

Cort esbozó una mueca.

–¿Qué haces con esta cosa? ¿Arrear el ganado? –preguntó al fijarse en las abolladuras y los arañazos.

–Va por toda clase de sitios. Tengo otra con mejor aspecto, pero está en el taller. Tenía una pequeña avería.

Cort metió sus cosas en el maletero, se sentó al lado de su primo y cerró la puerta. Se puso el cinturón.

–¿Qué clase de avería?

–Un golpe en la puerta del copiloto con una llave para desmontar neumáticos. Fue algo accidental.

Cort miró anonadado a su primo, que se sonrojó.

–¿Que pasó qué?

Bart apretó los labios al arrancar el motor, embragó y salió del aparcamiento del aeropuerto.

–Es una larga historia.

–Estoy desesperado por oírla –respondió Cort riéndose.

 

 

Por la ventanilla miraba el paisaje que pasaba ante sus ojos. Wyoming era mucho más verde que la parte de Texas en la que vivía, donde había arena y desierto, montañas picudas y sal. El rancho estaba en una zona donde llovía algo más que en los alrededores, así que al menos los pastos tenían buen aspecto. Pero en Catelow parecía que lloviera más que de sobra. Los pastos por los que estaban pasando eran exuberantes.

–Un forraje bueno –señaló.

Bart soltó una risita.

–Un forraje caro –lo corrigió–. Aquí no llueve mucho. Dependemos del deshielo y en los últimos años no ha nevado tanto como nos gustaría. Pero si tienes suficiente dinero, puedes mimar a tu ganado. Ese tío –dijo señalando al rancho por el que estaban pasando– tiene millones. Tiene ranchos aquí y en Montana y una propiedad grande en Australia. Se llama Jake McGuire.

–Lo conozco. Nos conocimos hace unos tres años en una convención de ganado.

–Es un buen tipo. Siempre está intentando ayudar a la gente –suspiró–. Supongo que si tienes suficiente dinero puedes tener forraje y hacer obras de caridad. Yo de eso no sé nada.

Cort le sonrió con la mirada.

–Lo haces bien.

Bart se encogió de hombros.

–Bueno, de lo que sí sé es de trabajar un rancho. El problema es que no se me da bien lo de los presupuestos y las facturas.

–Tienes que casarte con una contable.

–Sí, ya, como si eso fuera a pasar.

–Nunca se sabe.

–Tengo que parar en el pueblo de camino a casa para comprar una cosa, a menos que tengas mucha prisa.

–Para nada.

–Será un momento. Solo necesito unos bloques de sal.

–Te espero en la camioneta. ¿O necesitas ayuda para cargarlos?

Bart negó con la cabeza.

–Los Callister se han hecho cargo de la tienda de alimentación. Es de McGuire, pero ellos la tienen alquilada y la regentan. Tienen a unos fortachones que ayudan con los suministros.

–Los Callister. ¿Los Callister de Montana?

–Los mismos. John, el pequeño, se casó con Sassy, una chica de aquí que trabajaba en la tienda. Tienen un hijo. Gil, el hermano de John, y su mujer y sus hijos aún viven en el rancho en Montana.

–Eso no es un rancho, es un imperio –dijo Cort riéndose.

–Y tanto. Por no hablar de que la mujer de Gil es la ahijada de K.C. Kantor.

–El millonario que hizo su fortuna como mercenario luchando en guerras por toda África –comentó Cort.

–Es una familia interesante. Bueno, pues ya hemos llegado –añadió Bart parando delante de la tienda de alimentación, justo al lado de la calle principal que recorría Catelow–. Ahora mismo vuelvo.

Cort suspiró al mirar a su alrededor. Vivía en una comunidad más bien pequeña cerca de El Paso que se parecía mucho a esa excepto por la cantidad de árboles verdes y los abetos enormes que había por todo el pueblo. Eran pinos contorta, según recordaba de lo que había leído sobre Catelow.

Necesitaba estirar las piernas. Al bajar de la camioneta y situarse en la acera, se puso el sombrero Stetson color crema sobre su cabello negro y se lo inclinó sobre un ojo, marrón claro. Despertaba las miradas incluso de mujeres mayores. Era alto y delgado, pero tenía mucho músculo, piernas largas, caderas estrechas y hombros anchos; un físico que habría encajado a la perfección en unos estudios de cine. Además era guapo. Tenía una guapura tosca y campestre. La forma en que miraba a una mujer hacía que se sintiera como si fuera la única del planeta. Y cuando quería, podía resultar encantador.

Se miró las caras botas de piel hechas a mano; estaban llenas de polvo y de caca de ganado. Tenía que limpiarlas. Se había metido con ellas en el prado para ver a un toro enfermo justo antes de partir hacia Catelow. «Guarro», pensó. Debería haberse puesto un calzado más limpio.

–Jamás pensé que tendríamos nuestra propia tienda aquí en el pueblo –le estaba diciendo una joven de pelo castaño con reflejos rubios y recogido en un moño tirante a otra algo más alta mientras pasaban por la acera–. Todo tipo de lanas exóticas para tejer…

–Tejer –se mofó Cort.

La mujer lo miró. Tenía unos ojos marrones muy grandes y un rostro agradable aunque no especialmente hermoso. No llevaba nada de maquillaje. «Una pena», pensó él. Si intentara resultar atractiva, no estaría nada mal. Boca bonita, barbilla redondeada, cutis precioso. Pero vestía como una vagabunda y el pelo tan tirante no le favorecía nada.

Esos ojos marrones lo miraron con descaro mientras su dueña le recorrió el cuerpo, alto y musculoso, hasta llegar a su rostro, delgado, bronceado y oculto bajo el sombrero vaquero color crema.

–Si llevara unas botas tan repugnantes como las suyas –dijo con tono suave pero mordaz–, no sería tan insultante con las aficiones de otra persona.

Él enarcó las cejas.

–¿También te meces? –comentó él con tono agradable.

–¿Que si me mezo? –preguntó ella extrañada.

–Por lo de tejer. ¿Las sillas? ¿Las mecedoras?

La mirada de la joven empeoró.

–¡No me siento en una mecedora para tejer!

–¿Puedes hacerlo de pie?

La mirada de Cort y el tono sugerente y aterciopelado sonrojaron a la joven, que iba a contestarle soltándole una buena justo cuando alguien la interrumpió.

–¡Mina!

Se giró. Bart bajaba por la acera sonriendo.

–¡Hola, mi chica!

Ella se rio y ese gesto le cambió la cara por completo. Ahora el alto vaquero que había estado insultándola la vio mucho más interesante.

–Hola, Bart. ¡No te veía desde el pícnic de la iglesia!

–He estado intentando pasar desapercibido. Ya sabes, para que las mujeres no se pongan en ridículo acosándome.

La chica morena que estaba al lado de la que hablaba con Bart se rio.

Bart la miró sonriendo.

–Tú ríete, pero sé que los hombres te acosan. Los he visto, morena preciosa.

Ella volvió a reírse.

–Déjalo ya o le diré a mi marido que estás flirteando conmigo.

Él levantó las manos.

–¡No, por favor! Lo último que necesito es a John Callister apuntándome con su escopeta.

–No se atrevería –dijo Sassy Callister–. Necesita un toro semental nuevo y le gustan los tuyos.

–Ya me he dado cuenta –respondió Bart sonriendo–. Dale las gracias por adelantado por su confianza. Ay, perdón, he olvidado presentaros. Es mi primo de Texas, Cort Grier.

–Encantada –dijo Sassy sonriendo y asintiendo.

La otra mujer ni sonrió ni asintió.

–Es Sassy Callister –dijo Bart presentando a la morena–, y ella es Mina Michaels –añadió señalando a la mujer de deslumbrantes ojos marrones.

Ni Cort ni Mina hablaron. Se quedaron mirándose aún más.

Bart carraspeó.

–Bueno, será mejor que vayamos al rancho. Cort acaba de volar desde Texas y supongo que querrá descansar.

–Por tanto aleteo, claro. ¿Se le han cansado los brazos? –preguntó Mina.

Él la miró.

–¿Y a ti no se te han cansado de tanto tejer? –contestó mirándola fijamente y advirtiendo la ausencia de maquillaje y el vestido anticuado que llevaba–. Supongo que una mujer con un aspecto tan lamentable como el tuyo tendrá mucho tiempo para tejer por falta de vida de social.

Mina le dio un pisotón en la bota con toda la fuerza que pudo.

Él maldijo y la miró con más dureza.

–Eso ha sido una agresión –dijo ella chorreando sarcasmo–. ¡Ahora mismo voy a la comisaría a entregarme!

Cort abrió la boca para responder y su expresión indicó que iba a ser de lo más desagradable.

Bart, que conocía muy bien el carácter de su primo, lo agarró del brazo y se lo llevó prácticamente a rastras.

–Tenemos que irnos ya. ¡Nos vemos!

 

 

–No deberías haberla salvado –murmuró Cort mientras volvían a la camioneta. Sus altos pómulos estaban enrojecidos de ira–. ¡Joder, qué mujer más fea y desagradable! Debería haber hecho que la arrestaran por agresión. Seguro que se le habría borrado de la cara esa sonrisita de satisfacción.

Le dolía un poco el pie y entonces recordó que ella también llevaba botas. Qué raro que una mujer que no viviera en el campo las llevara. A lo mejor estaban de moda. Por otro lado, ¿por qué se iba a preocupar por tener estilo una mujer tan poco atractiva?

–A ver, a ver, que no es tan mala…

–Preferiría que no volviéramos a hablar de ella –dijo Cort interrumpiendo a su primo con una mirada que le dejó muy claro que hablaba en serio–. ¿Y dices que la otra, la agradable, está casada con John Callister? –preguntó recalcando lo de «agradable».

Bart quería hablarle de Mina, de su pasado, pero sabía que no serviría de nada. Al menos no en ese momento.

–Sí. Sassy es muy conocida aquí en la comunidad. Su madre tuvo cáncer, pero John le consiguió tratamiento y sigue mejorando. La familia adoptó a una niña pequeña, la hija de un empleado que había muerto. Son una buena familia.

–Parece simpática.

–Lo es. Y Mina…

–Por favor –dijo Cort interrumpiéndolo. Respiró hondo–. Ya he tenido demasiados momentos desagradables por hoy. Y la muy puñetera teje, ¿tú te crees? ¿Sabrá en qué siglo estamos?

Bart se mordió la lengua. Podría haber respondido al comentario, pero mejor guardárselo para luego. En su lugar dijo:

–¿Qué tal si nos tomamos una buena taza de café bien cargado?

–Genial.

Bart sonrió.

–He despilfarrado dinero en medio kilo de café Jamaica Blue Mountain –dijo mirando a su primo, que sonreía de oreja a oreja–. Ya, ya –añadió con una risita–. Es tu favorito.

–Y tú acabas de convertirte en mi primo favorito –contestó Cort riéndose.

–No me extraña –respondió Bart arrastrando las palabras.

 

 

Estaban sentados a la pequeña mesa de la cocina tomándose la pizza que habían comprado de camino a casa y el delicioso café que había preparado Bart.

–Qué agradable es esto –dijo Cort mirando la cocina moderna y limpia, con muchos electrodomésticos y cortinas azules.

–Me encanta cocinar –respondió su primo–, así que tengo casi todos los artilugios conocidos en las artes culinarias.

–Yo no sé ni hervir agua –dijo Cort suspirando–. En casa tuvimos excedente de mujeres después de que nuestro padre echara a patadas a nuestra madrastra la modelo.

–Ya me acuerdo –dijo Bart sacudiendo la cabeza–. Es alucinante que un hombre tan inteligente como tu padre dejara que una mujer así lo controlara de aquella forma tan tremenda.

–Supongo que el amor puede llegar a ser todo un inconveniente –respondió Cort deslizando un dedo por la taza–. Nuestro padre se alejó tanto de mi hermano que Cash ni siquiera volvió a hablarle después de que nuestra madrastra se marchara. Tampoco nos hablaba ni a Garon ni a Parker ni a mí, porque nos pusimos de lado de esa avariciosa interesada –cambió de postura en la silla–. Uno nunca deja de aprender. Garon fue a Jacobs-ville, donde Cash es jefe de policía, e hizo las paces con él. Luego seguimos los demás. Aún estamos un poco recelosos los unos con los otros, pero vamos progresando.

–Cash es una leyenda dentro de la policía –señaló Bart–. Pregúntale a nuestro primo Cody –añadió riéndose–. Cash fue incluso Texas Ranger durante un tiempo, hasta que pegó al oficial al mando.

–Mi hermano el legendario –dijo Cort intentando no sentirse inferior en comparación.

Cash había hecho cosas que los demás ni habían llegado a soñar. Había sido agente secreto del gobierno, mercenario, militar, Texas Ranger y ciberexperto de la oficina del Fiscal del Distrito de San Antonio. Y, además de todo eso, se había casado con una actriz y modelo de las más famosas de Estados Unidos: Tippy Moore, la Luciérnaga de Georgia. Cash y Tippy tenían una niña y un bebé, y eran dignos de ver. Después de tantos años seguían pareciendo unos recién casados.

–Te has quedado muy callado –comentó Bart.

Cort sonrió.

–Estaba pensando en la mujer y los hijos de Cash. Tippy es preciosa, incluso andando por casa sin maquillaje y en vaqueros y sudadera. ¡Es un hombre con suerte!

–Sí que lo es. He visto fotos de ella. Una mujer preciosa –dijo Bart antes de dar un trago de café–. ¿Cómo es la mujer de Garon?

–Reservada –respondió Cort sonriendo–. Es dulce y atenta y una madre maravillosa. Estuvo a punto de morir al dar a luz a su hijo –añadió en voz baja–. Tenía mal una válvula del corazón y no se lo dijo a nadie, y mucho menos a Garon. Se volvió loco al enterarse. Se casaron porque estaba embarazada, pero Cash dijo que tuvo que emborrachar a Garon al punto del desmayo mientras Grace estuvo en cirugía y luego en la UCI. No sabían si saldría de la operación. El embarazo supuso una gran complicación y Garon acababa de salvarla de un asesino en serie que le había puesto un cuchillo en la garganta –dijo sacudiendo la cabeza–. Garon dijo que durante aquellas horas en el hospital pagó por pecados que ni siquiera había cometido.

Bart esbozó una mueca de disgusto.

–Pobrecillo.

–Nuestro padre sigue siendo un mujeriego. Mejor dicho, lo era. Hace unos meses estaba en Pensacola detrás de una viuda a la que le gustaban las motos cuando una exreportera de periódico se tropezó con él. Al parecer, lo dejó apabullado. Se casó con ella dos semanas después y se mudaron a Vermont para estar cerca de la familia de ella.

–¡Pero bueno!

–Parker dice que él tardará muchos años en casarse. Tiene dos novias y espera que no lleguen a conocerse nunca –añadió riéndose.

–¿Y tú qué? –preguntó Bart.

Cort respiró hondo y se terminó el café.

–No sé –dijo al momento–. He estado con muchas mujeres ricas y preciosas. Todas tenían una cosa en común.

–No soportaban la idea de vivir en un rancho apestoso y aislado por muy rico que fuera el dueño –dijo Bart. Suspiró–. Yo he corrido la misma suerte, aunque no soy rico. Pero las mujeres que vienen aquí no vuelven nunca –y frunciendo el ceño añadió–: Bueno, no es del todo verdad. Una sí vuelve, aunque es como la hermana que perdí cuando era pequeño –dijo con una triste sonrisa–. No hay chispa ni nada romántico. Es simpática y me cae bien.

–A lo mejor eso es lo que necesito yo –dijo Cort con aire burlón–. Alguien que sea mi amiga y escuche mis quejas cuando me toca pagar los impuestos.

–Suceden milagros todos los días.

–Eso dicen.

 

 

Cort soñó aquella noche. Estaba sorteando misiles, cubierto de polvo, tumbado en el suelo detrás de un muro, con el corazón acelerado a la espera de si moría o no. Había retrocedido trece años y estaba de vuelta en Iraq, en el ejército, luchando contra los insurgentes.

A su lado, un soldado más joven rezaba. Cerca, otro maldecía a cada proyectil que caía.

–¡Cómo odio los misiles! –soltó el soldado que maldecía.

–A mí tampoco me hacen mucha gracia –contestó Cort–. ¿Dónde está nuestro francotirador? Tenemos que cargarnos esa posición.

–¿McDaniel? Le ha alcanzado metralla en el pecho –respondió señalando a una figura bajo una manta–. Pobrecillo.

Cort apretó los labios.

–¿Y su rifle?

El soldado lo encontró y se lo pasó.

–Va a ser un disparo complicado –le dijo el hombre con gesto adusto–. Está en terreno elevado y muy cubierto –añadió señalando la posición, donde apenas podía verse movimiento entre los árboles y la tenue luz del atardecer.

Cort cargó el rifle de alta potencia.

–No hay problema.

Con sigilo se movió hacia un lado, muy despacio, sin hacer ruido. Era cazador. Todos los otoños llevaba a casa al menos dos ciervos para comer. Le encantaba el estofado de venado. No había nadie que lo cocinara como Chiquita, a quien apodaban «Chaca» y que llevaba cocinando para ellos desde que él era pequeño.

Cuando encontró un punto que le ofrecía buena visibilidad del mortero y su tirador, se agachó y apoyó la culata del rifle en el muro roto que recorría el perímetro del fortín bombardeado donde el resto de soldados y él habían levantado campamento.

Con pausa y precaución, apuntó hacia el lugar que estaba seguro que ocupaba el insurgente. Y, cómo no, unos segundos después un ligerísimo punto de luz se reflejó en el metal. Sonrió al apretar el gatillo.

No hubo más misiles. No vio el resultado del disparo, pero estaba segurísimo de que había alcanzado al soldado enemigo. Bajó el rifle conteniendo la respiración.

–Buen tiro –dijo otro soldado.

Él sonrió.

–Gracias. No soporto que me bombardeen cuando estoy intentando dormir.

–¡Ya ves!

La conversación y las acciones habían sido reales, pero el sueño de pronto se transformó en pesadilla. Había una mujer cerca. No podía verla aunque oía sus gritos. Le suplicaba a alguien que parara, que la dejara tranquila. La buscó, pero lo único que oía era su voz en la distancia.

–¡No me casaré nunca! –sollozaba la mujer–. ¡Ningún hombre volverá a tener poder sobre mí!

Quería decirle a la mujer que, a menos que viviera en una cueva, alguien tendría poder sobre ella. Un jefe. Una amiga cabezota. Médicos. Abogados. El poder iba y venía. Nunca acababa. Pero no podía encontrarla.

Ahora el llanto de la mujer era tenue.

–Me dijeron que mejoraría con el tiempo, pero no mejora. ¡No va a mejorar nunca!

–¿Qué iba a mejorar? –preguntó él.

–La vida.

Abrió los ojos y vio el techo sobre él. El techo de Bart. La casa de Bart. Se sentó en la cama, dobló las rodillas y apoyó la frente en ellas. El sueño había sido muy real. Parecía como si estuvieran torturando a la mujer. Se preguntó por qué la voz le era tan familiar. Se preguntó quién le habría hecho daño.

Pero, bueno, al fin y al cabo no era más que un sueño. Se tumbó y volvió a dormirse.

 

 

Estaban trabajando en el rancho marcando terneros cuando uno de los vaqueros que Bart tenía contratados a tiempo parcial se acercó cabalgando.

–Van a celebrar una fiesta para tu amiga la escritora –le dijo a Bart–. Y alucina: va a ser en la mansión Simpson. Qué sofisticado, ¿eh? Cuando iba al colegio, los niños que vivían ahí le tiraban piedras cuando pasaba por delante de camino a la parada del autocar.

–Ha tenido una vida dura –dijo Bart en voz baja–. Me alegra ver que por fin recibe algo de reconocimiento.

–¿Qué clase de fiesta es? –preguntó Cort.

El vaquero soltó una risita.

–La clase de fiesta en la que cualquiera es bien recibido, ¡así que creo que voy a limpiarme las botas y ver si encuentro una muda limpia para presentarme ante las solteras que vayan!

–Pues buena suerte, McAllister –dijo Bart sonriendo–. Te iría mejor si te cuelgas un billete de cincuenta dólares de la camisa y te vas a un centro comercial a buscar pareja. Eres un desastre con las mujeres.

–Ya me he dado cuenta –dijo el vaquero suspirando–. Pero, oye, dicen que ocurren milagros todos los días. ¡Así que yo estoy esperando el mío con los brazos abiertos!

–Qué postura tan incómoda –contestó Bart.

–¿Qué más da un poco de incomodidad en la búsqueda del amor? –contestó el vaquero riéndose.

–¿Y cuándo se celebra esa fiesta tan fabulosa? –preguntó Bart.

–El sábado por la noche.

–Llevaré a mi primo –dijo señalando a Cort–. Le vendrá bien salir.

–Pues a mí no me va a venir nada bien –dijo McAllister con tono alicaído–. Es más guapo que todos nosotros juntos. Seguro que las chicas guapas nos pisotean para llegar hasta él –dijo señalando a Cort, que se tronchó de risa.

 

 

Mientras tanto, Mina Michaels no se estaba riendo. Estaba temiendo la fiesta a la que la habían obligado a ir. Mucha gente ni siquiera la reconocería como novelista porque escribía bajo el seudónimo «Willow Shane». Pero los anfitriones, los Simpson, eran gente amable y leían sus libros, así que se sentía obligada a ir. Y además acudirían muchos de los vecinos que se habían portado tan bien con ella. Había tenido una vida dura. Ahora que vivía sola en el rancho de su padre, la vida le iba mejor. Su padre había abandonado a su madre cuando ella tenía nueve años y luego su madre se había echado un novio rico que había seguido haciendo funcionar el rancho.

Pero con el tiempo el novio rico se había cansado de Anthea Michaels, que después había seducido a un hombre casado y lo había chantajeado para que la mantuviera. Durante su infancia en la casa no dejaron de entrar y salir hombres. Vio cosas que le revolvieron el estómago. A su madre le hacía mucha gracia que se quedara tan impactada con todo aquello y la reprendía por su estúpida moralidad y sus visitas a la iglesia, las cuales eran infrecuentes, solo cuando conseguía que alguien la llevara.

Además del novio que pagaba las facturas, su madre se había acostado con muchos otros, incluyendo un chico por el que Mina estaba completamente loca. Se había pasado días llorando. Después de aquello al chico le había dado demasiada vergüenza hablar con ella y, claro, todos en el colegio se habían enterado de lo que había hecho su madre. Mucho tiempo después su madre había seguido restregándoselo; le había hecho mucha gracia arrebatarle a su hija la oportunidad de vivir un amor de juventud.

Al poco tiempo de que su padre se marchara, el primo Rogan Michaels se había hecho responsable del rancho. Contrataba y despedía a vaqueros, cuidaba del ganado y nunca le dio a Anthea un solo centavo para mantener su estilo de vida. El dinero que le daba era para que lo gastara en Mina, aunque, por supuesto, Mina nunca vio ni un centavo y tampoco lo supo hasta después de que Anthea muriera.

Al final la mujer del novio casado se enteró de la aventura y amenazó con abandonarlo. Al parecer, el dinero era de ella y su marido lo estaba sacando de su cuenta de ahorros para dárselo a Anthea. Así que ahí se le acabó el chollo.

Pero poco después su madre llevó a casa a otro que le prometió ayudarla a pagar las facturas. Resultó que no solo era un mentiroso, sino también un alcohólico violento. Anthea parecía estar obsesionada con él. Mina lo odió nada más verlo. Se pasaba los fines de semana emborrachándose con whisky y tomando pastillas. Después pasó de hacerlo los fines de semana a todos los días y su madre intentó vender el ganado… hasta que el primo Rogan se enteró y amenazó con denunciarla por intento de robo. Anthea decidió renunciar a ese plan al instante.

Ella también empezó a beber mucho y a encerrarse en su dormitorio con el nuevo invitado la mayoría de las noches y a veces todo el fin de semana. Estaba loca por el borracho, que se llamaba Henry. El tipo no trabajaba, pero sí que se empleó a fondo para convertir la vida de Mina en un infierno. Ella se quejó a su madre solo una vez. Henry le había dado una paliza y la había desafiado a denunciarlo.

Mina, magullada y dolorida, había aceptado el reto al considerar que su vida no podía ser peor de lo que ya era. Tenía dieciséis años, estaba herida y Henry la aterraba. Así que un ayudante del sheriff recién llegado a la comunidad había ido a casa en respuesta a su llamada.

Pero su madre logró hablar con él primero. Le juró que se había caído por las escaleras y que le había echado la culpa al pobre Henry porque a su hija adolescente no le caía bien su novio. Añadió que Mina lo insultaba y no dejaba de amenazarlo con meterlo en la cárcel fingiendo agresiones. Anthea lloró y resultó tan convincente que el ayudante del sheriff la creyó y se marchó. Después Mina recibió su reprimenda. Henry le dejó más cardenales además de algunos cortes con el filo del cinturón. Anthea no dijo ni una palabra. Se sirvió una copa y le sirvió otra a él.

Cody Banks, el sheriff, leyó el informe de su ayudante, aunque no se tragó las explicaciones de Anthea. Estuvo vigilando a Mina. Sin embargo, no pudo pillar al novio de su madre con las manos en la masa, y aunque lo hubiera hecho, Anthea no habría testificado. Sería la palabra de Mina contra la de Henry y su madre ya había hecho correr la voz por todo el pueblo de que su hija era terrible y una mentirosa.

Había tenido una vida durísima. En el instituto no le iba bien porque era tímida e introvertida y la acosaban, y la vida en casa era aún peor. Su única evasión había sido escribir, un secreto que había compartido con muy poca gente. Desde los trece años escribir había sido su obsesión. El primo Rogan la había animado. Su madre no se enteró nunca.

Mina no salía con chicos y el resto de las chicas se burlaban por ello. Solo una, Sassy, había sido amable con ella. Por eso eran tan buenas amigas. Bart la había conocido cuando Anthea le había buscado un trabajo de camarera para después de clase en el restaurante del pueblo. Tenía que llevar dinero a casa porque su madre y su novio alcohólico estaban demasiado colocados para trabajar. Aunque el primo Rogan mantenía el rancho a flote, sin dinero no había ni comida ni servicios básicos. Su madre la había amenazado cuando había protestado porque no quería trabajar de camarera. Fueron unas amenazas repugnantes y Henry sonrió mientras las recibía. Después de aquello Mina no volvió a protestar. A Henry le gustaba intentar manosearla cuando su madre no miraba, aunque, de todos modos, a Anthea le habría dado igual. La había odiado toda su vida y Mina no sabía por qué.

Con su pequeño sueldo pagaban la comida y las facturas de la luz y del agua, pero no daba para nada más. Mina le echó valor y determinación, y estudió mucho para poder graduarse y marcharse de casa lo antes posible. Se habría puesto a merced del primo Rogan, pero él se había marchado a Australia unos años para trabajar como socio de McGuire, el magnate de ganado local, en la enorme estación ganadera que tenían allí. Durante su ausencia designó a un hombre como capataz del rancho, pero era frío como un témpano y a Mina le daba tanto miedo como Henry.

Bart era bueno con ella. Ocupó el lugar del hermano que habría querido tener. La animaba y era optimista. No dejaba de repetirle que pronto se graduaría y que luego podría alejarse de su madre y de su espantoso novio. También le decía que la ayudaría en lo que pudiera. Eso había conmovido mucho a Mina, cuya vida había sido un tormento diario.

Entonces, cuando ella había cumplido los dieciocho y solo le faltaban unos días para graduarse en el instituto, Henry, borrachísimo, condujo con su madre hasta un bar para comprar más alcohol. De camino chocó a toda velocidad contra un poste de teléfono y los dos murieron en el acto.

Mina se sintió culpable por el alivio que la invadió. Su madre y ella nunca habían estado unidas y desde que Henry se había mudado con ellas, todo había ido mal.

Bart la ayudó a organizar el funeral y a buscar un abogado para administrar la herencia. Por suerte, el primo Rogan había vuelto de Australia prácticamente a la vez y fue un gran apoyo. Se puso como loco al enterarse de todo por lo que había pasado Mina y lamentó no haber estado más cerca para ayudar. Se ocupó de todo y le dio un ordenador y dinero suficiente para mantener el rancho mientras hacía eso con lo que había soñado toda la vida: escribir libros. Rogan había leído algo de su trabajo y estaba convencido de que triunfaría. Era la primera persona que de verdad había creído que podría lograrlo. Bueno, él y también Bart.

Después de los funerales su vida mejoró. Tenía unos recuerdos horribles de los últimos años, pero siguió adelante con determinación a pesar del dolor.

Su primo tenía su propio rancho, mucho más grande que el de Bart, y había sacado adelante el rancho Michaels durante varios años con empleados y dinero que la despiadada madre de Mina no podía tocar. Los hombres que había tenido trabajando allí habían respondido ante él, no a las órdenes de Anthea, así que el rancho se había mantenido solvente. Mina había aprendido de él a comprar y vender ganado cuando era apenas una adolescente y aprovechó esos conocimientos después de graduarse para gestionar los gastos. Los vaqueros eran pacientes con ella y la ayudaron a llevar el rancho cuando el primo Rogan estaba ausente. Uno de ellos, uno mayor llamado Bill McAllister, era su capataz a tiempo parcial. Aprendió mucho de él. Había trabajado en ranchos por todo el oeste y sabía hacer las cosas bien ahorrando tiempo y dinero. También era empleado de Bart. El pequeño beneficio que Mina obtenía de sus esfuerzos bastaba para pagar los servicios básicos y la comida e incluso le sobraba un poco para comprar ropa. Le encantaba dedicarse al ganado.

Pero lo que más quería en el mundo era ser escritora. Le encantaban las novelas románticas y también la volvían loca los mercenarios y la gente dedicada al cumplimiento de la ley. Encontró el modo de combinar esas preferencias y volcarlas en un libro. El primero que intentó comercializar no tuvo buena acogida. Lo descartó y volvió a intentarlo dándole al nuevo libro un enfoque más romántico que de suspense o policiaco. Y así logró su primera venta.

Dos años después, tras graduarse, estaba vendiendo novelas y cosechando alabanzas de críticos y lectores. Su actitud algo anticuada y su enfoque de vida en una ciudad pequeña, además de las escenas de acción tan realistas, la dotaban de una voz única que el público recibió muy bien. Había atraído la atención de un grupo de mercenarios cuando un amigo le había dado un ejemplar del libro a su líder. El grupo la acogió y le enseñó todo sobre operaciones encubiertas, además de incluso llevarla con ellos en misiones. El nivel de realismo que logró en sus novelas las hizo destacar, sobre todo cuando se supo con quién colaboraba para documentarse.

Fue como un sueño hecho realidad, y más teniendo en cuenta la vida que había tenido. Su primo Rogan estaba orgulloso de ella. Y Bart también.

Así que ahora, con veinticuatro años, estaba vendiendo novelas a una editorial muy importante y entrando en las listas de superventas. Su última novela, sobre un traficante de armas reformado, había entrado en la lista de superventas del USA Today. Esperaba entrar también en otras. Los críticos habían sido amables. Tenía un futuro brillante.

Pero su pasado la atormentaba. Ese vaquero tan desagradable que estaba alojado en el rancho de Bart la ponía furiosa cada vez que pensaba en él. Era guapo y atractivo y parecía saber más que ella misma de las mujeres. La hacía sentirse incómoda porque, si él metía presión, sabía que sería presa fácil para un hombre así. Por eso lo evitaría a toda costa. Porque jamás dejaría a ningún hombre entrar en su vida. Sabía cómo eran, por todos a los que su madre había llevado a casa, en especial Henry. Sabía que cuando los hombres bebían eran peligrosos. Y ya estaba harta de hombres peligrosos. Bueno, menos de su equipo de tutores.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–Pero no puedes ir así a una fiesta –protestó Sassy mirando a Mina–. ¡No puedes! Mina, habrá gente de la alta sociedad de todo el condado. ¡Tienes que dar la imagen de una futura autora de éxito!

Mina se mordió el labio inferior. Llevaba un sencillo vestido negro, muy recatado, y zapatos de salón negros, pero en el pelo se había hecho su típico recogido tirante y no se había maquillado nada.

–Sassy…

–Venga, deja que te mejore. Solo un poquito. Anda, por favor. Me he traído el estuche de maquillaje… –añadió, y entonces se calló, como si hubiera metido la pata.

–Lo tenías planeado. No has pasado por aquí de casualidad –dijo Mina acusándola pero con tono amable.

–Es verdad –confesó Sassy–. No quiero que chismorreen sobre ti. Y tú tampoco quieres –añadió con firmeza–. ¡Willow Shane tiene que tener buen aspecto para sus lectores!

Mina arrugó la boca.

–Sí, creo que ya he aguantado bastantes chismorreos para toda una vida. Bueno, vale, supongo que…

Se detuvo al oír que alguien llamaba a la puerta con fuerza.

Fue a abrir y se encontró a Bill, su capataz. Lo compartía con Bart, que tenía más o menos los mismos problemas económicos que ella. Ninguno podía permitirse uno a tiempo completo, pero Bill era perfecto para el trabajo. Sonrió.

–Hola, Bill. ¿Qué pasa?

El hombre, con el sombrero en la mano, esbozó una mueca.

–Siento molestar. Ah, hola, señora Callister –dijo asintiendo hacia Sassy, que le devolvió el gesto–. Se nos ha caído una valla. Ese jodido… condenado toro la ha atravesado para ir a por otro. Han tenido una buena pelea y el becerro ha quedado muy mal. Puede que haya que sacrificarlo. Necesito permiso para comprar material en la ferretería y llamar al veterinario para que venga a verlo.

–Diles que he dicho que tienes permiso para las dos cosas. Ha sido el Viejo Charlie, ¿no? –preguntó con una mueca de disgusto y un suspiro–. Ya es el segundo becerro que destroza y creo que va a tener que ser el último. No podemos tener un toro tan agresivo. Además, ya está mayor.

Él suspiró.

–Me temía que diría eso, señorita Michaels. Tiene razón. Lo que pasa es que… bueno… le tengo un poco de apego al Viejo Charlie…

–Pues llévatelo a tu casa –dijo ella de pronto–. Tienes varias vacas y has perdido a tu toro. Puedes quedarte con Charlie. Eso nos resolverá el problema a los dos.

Al hombre se le iluminó la cara tanto como si estuviera frente a un rayo de sol.

–Señorita Michaels, es lo más amable que… ¡Gracias! –dijo, pero entonces vaciló. Conocía la situación financiera de Mina y el toro era un Black Angus de raza pura y linaje conocido–. Sabe que podría venderlo por una buena cantidad…

Ella sonrió. Le cambió el rostro. Cuando sonreía tenía una cara muy bonita, pero rara vez sonreía.

–Bill, si lo vendo, estaré poniendo en peligro el ganado de otro pobre ranchero. ¿Y si el dueño nuevo se enfada y lo vende para carne?

Bill esbozó una mueca de disgusto.

–No lo vamos a vender. Llévate a Charlie a casa sin ningún problema. Y ahora ve y pon a trabajar a los chicos en la valla. Tengo que ir a una fiesta que se celebra en mi honor –dijo con mala cara–. La organiza la señora Simpson. Ha leído mi último libro, ESPECTRO, el que está en la lista de superventas del USA Today, y quiere presentarme a algunas personas.

–A mí también me han invitado –dijo Bill sonrojándose–. Imagino que iré luego, cuando hayamos arreglado la valla. Y por la mañana traeré el tráiler para llevarme a Charlie, si le parece bien.

–Me parece bien. Entonces luego nos vemos en la fiesta.

–Nadie va a bailar conmigo, pero beberé ponche y me tomaré unos sándwiches –dijo el hombre riéndose.

–Yo bailaré contigo, Bill –contestó ella con amabilidad.

Él se sonrojó aún más.

–Sería muy amable por su parte. Si no, imagino que me quedaría ahí sentado como el feo del baile.

–Lo mismo me pasaría a mí –dijo Mina riéndose–. Pero vas a ser el único con el que baile.

–Ahora sí que me siento halagado.

Bill estaba al tanto de su pasado, como la mayoría de los vecinos, pero a Mina no le importaba que lo supiera. Ese hombre era todo corazón. Qué pena que no hubiera encontrado otra mujer que supiera valorarlo. Había perdido a su esposa y a su hija en una tragedia. Rara vez bebía, aunque en alguna ocasión la llamaban a ella para que lo llevara a casa. El hombre salía del bar siguiéndola como un corderito.

–La fiesta empieza a las siete –añadió cuando Bill se marchaba–. Si los chicos no han terminado para entonces, que sigan ellos y tú ve a la casa de la señora Simpson, ¿de acuerdo? Hoy están de turno Randy y Kit y son de fiar.

Al hombre se le iluminó la cara.

–De acuerdo. Gracias otra vez.

Bill se puso el sombrero y bajó del porche haciendo tintinear sus espuelas.

Sassy se dirigió a Mina.

–Bueno, gallina, siéntate y deja que te mejore. Puede que hasta atraigas a un joven guapo.

–No quiero ningún hombre, ni joven ni viejo –respondió Mina en voz baja mientras se sentaba en una silla para que Sassy la maquillara–. No quiero ningún hombre. Jamás –añadió cruzándose de brazos como si le hubiera dado un escalofrío.