Tierras de pasión - Diana Palmer - E-Book
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Tierras de pasión E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Theodore Graves, el jefe de policía de Medicine Ridge, en Montana, era un hombre tan duro como las tierras que apasionadamente reclamaba como suyas. Lo único que le impedía poseerlas era la joven que habitaba en ellas. Las chispas saltaban cada vez que estaban juntos, pero, ¿aprendería aquel hombre con voluntad de hierro el significado de la rendición?

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Seitenzahl: 176

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Diana Palmer. Todos los derechos reservados. TIERRAS DE PASIÓN, N.º 1778 - marzo 2011 Título original: Will of Steel Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9835-5 Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

Tierras de pasión

DIANA PALMER

Capítulo Uno

El estúpido ternero lo seguía a todas partes y no conseguía quitárselo de encima. En una ocasión le había atizado con una pequeña ramita de abeto, pero aquello había tenido sus consecuencias ya que la dueña lo había acusado de maltrato a los animales y le había citado las leyes. Él no necesitaba que nadie le citara la ley. Era el jefe de policía de la pequeña ciudad de Montana en la que ambos vivían.

Técnicamente aquello no era la ciudad. Situado a unos tres kilómetros del término municipal de Medicine Ridge, se trataba de un rancho en Hollister, Montana, que incluía dos ríos trucheros y media montaña, y cuya propiedad habían compartido a medias su tío y el de ella. Los dos hombres habían sido amigos íntimos y ambos habían fallecido hacía poco, su tío de un infarto y el de ella, un mes después, en un accidente de avión. La propiedad iba a ser subastada y un agente de la propiedad de California esperaba ganar la puja. Iba a construir un complejo hotelero de lujo.

Si fuera por Theodore Graves, jefe de policía de Hollister, ese hombre jamás pondría sus manos en la propiedad. Ella opinaba lo mismo. Sin embargo, la cláusula del testamento del tío de ella había supuesto una conmoción para ambos.

–No pienso casarme contigo –exclamó Jillian Sanders con firmeza–. Aunque tenga que vivir en la cuadra con Sammy. No me importa.

Sammy era el ternero.

–Por mí no hay problema –él la miró desde su imponente estatura–. De todos modos no creo que te dieran permiso en el colegio para casarte conmigo.

–Y tú tendrías que recibir permiso de la residencia de ancianos –ella arrugó su nariz respingona–, y tampoco creo que te lo concedieran.

Era una vieja broma. Él tenía treinta y un años y ella casi veintiuno. Ella era pequeña, rubia y de ojos azules mientras que él era alto, moreno y de ojos negros. A él le gustaban las armas y trabajar con su tractor cuando no estaba de servicio. Ella odiaba las armas y el ruido y lo que le gustaba era inventarse recetas de postres. Él odiaba el dulce.

–Si no te casas conmigo, Sammy acabará en el menú del restaurante local y tendrás que vivir en una cueva en medio del bosque –observó él.

Aquello no contribuyó a mejorar el mal humor de la joven que lo fulminó con la mirada. No era culpa suya que no le quedara ningún familiar vivo. Sus padres habían muerto poco después de que ella naciera. Su tío la había acogido y criado a pesar de sufrir del corazón. Jillian había cuidado de él hasta que falleció en un accidente de avión. Lo echaba mucho de menos y el rancho se había quedado muy vacío. Desde luego, si accedía a casarse con el Rambo ése, resultaría menos vacío.

–Pues casi preferiría vivir en una cueva –ella lo miró furiosa–. ¡Odio las armas de fuego! –añadió mientras posaba sus ojos en la que llevaba a la cintura–. Podrías atravesar una pared de hormigón con esa cosa.

–Seguramente –admitió él.

–¿Por qué no puedes llevar algo más pequeño?

–Me gusta impresionar –contestó él en tono burlón.

Ella tardó unos segundos en comprender la indirecta y lo miró furiosa.

–No he comido aún –él suspiró mientras fingía sentirse famélico.

–Hay un buen restaurante en la ciudad.

–Que no tardará en cerrar porque no tienen cocinero –asintió él malhumorado–. Supongo que moriré de hambre.

No era del todo mentira. Se alimentaba de comidas de ese restaurante y cenas congeladas.

–Casarme contigo me salvaría la vida –la miró con ojos llameantes–. Al menos sabes cocinar.

–Sí, es cierto –ella parecía orgullosa–. Y el restaurante no va a cerrar. Esta mañana han contratado a una cocinera.

–¿En serio? –exclamó él–. ¿A quién?

–No lo oí –ella desvió la mirada–, pero dicen que es buena. No morirás de hambre.

–Pero eso no aclara nuestra situación –señaló él apretando con fuerza los labios–. No quiero casarme.

–Yo tampoco –se apresuró a aclarar ella–. Apenas he salido con chicos.

–Tienes veinte años –él enarcó las cejas–. Casi veintiuno.

–Sí, y mi tío sospechaba de todo el que se acercara a mí –explicó la joven.

–Si no recuerdo mal –los ojos negros emitieron un destello–, te escapaste una vez.

Ella se sonrojó violentamente. En efecto, se había escapado con un contable encargado de inspeccionar los libros de un bufete de abogados local. El hombre, mucho mayor que ella, la había encandilado y había confiado en él, como había confiado en otro hombre dos años antes. El contable la había llevado de vuelta al motel para recoger algo que se había dejado olvidado. Pero había cerrado la puerta con llave y había intentado desnudarla.

Lo que no había sabido era que Jillian tenía varias cicatrices emocionales por culpa de un hombre que había intentado forzarla. Había pasado mucho miedo. Le había gustado aquel hombre y había confiado en él, a diferencia de su tío John que, al ser ella menor de edad, le había aconsejado que se mantuviera alejada del contable.

Pero ella se había dejado seducir por los flirteos de ese hombre. Le había parecido diferente. Nada que ver con el antiguo empleado del tío John.

Habían hablado varias veces por teléfono y él le había convencido de que salieran juntos. Hechizada, había escapado cuando su tío se había ido a la cama. El asunto se había puesto feo cuando el tipo se volvió excesivamente cariñoso. Jill había conseguido marcar el teléfono de emergencias desde su móvil y el resultado había sido… inolvidable.

–Arreglarían la puerta, ¿no? –preguntó ella con voz insegura.

–Estaba cerrada –él la miró furioso.

–Hay unas cosas llamadas llaves –señaló ella.

–Y mientras yo me dedicaba a buscar una, él te habría…

–Sí, claro –ella se ruborizó de nuevo–. Ya te di las gracias, en su momento.

–Y ese matemático descubrió el precio por intentar seducir adolescentes en mi ciudad.

Ella no se lo podía discutir. En esa época tenía dieciséis años y la rápida intervención de Theodore había salvado su honor. El contable desconocía su edad y ella estuvo segura de que jamás le habría propuesto salir con él de haber sabido que era menor.

Se sentía culpable. El desastre había sido culpa suya.

Lo triste era que no había sido su primer incidente con un hombre mayor. Había creído poder volver a confiar en un hombre, pero ese hombre se convirtió en la guinda de su pastel de retirada del mundo de las citas para siempre.

–El juez lo dejó libre con una severa advertencia de que se asegurase primero de la edad de la chica, pero podría haber terminado en la cárcel, y habría sido culpa mía –recordó ella sin mencionar al otro hombre que sí había ido a prisión por atacarla. Ted no sabía nada de él y no iba a contárselo.

–No esperes que sienta simpatía por él –sentenció Ted–. Aunque hubieras sido mayor de edad, no tenía ningún derecho a presionarte.

–Es cierto.

–Tu tío debería haberte dejado salir más a menudo –añadió.

–Nunca entendí por qué me mantenía encerrada en casa –contestó ella.

–Yo sí –los ojos negros brillaron–. Te estaba guardando para mí.

Ella lo miró boquiabierta.

–No es que lo dijera –él rió–, pero te habrás dado cuenta, por el testamento, que planeaba un futuro para nosotros dos.

Empezaban a aclararse muchas cosas y Jill, por primera vez en su vida, no supo qué decir.

–Te conservó en un invernadero para mí –él volvió a reír–, como una orquídea –bromeó.

–Sin embargo, tu tío no hizo lo mismo por mí –espetó ella.

–Uno de los dos tenía que saber qué hacer llegado el momento –él se encogió de hombros.

–Creo que podríamos conseguirlo sin un mapa –ella se sonrojó.

–¿Quieres que te busque uno? –Ted se acercó un poco más a ella.

–¡No pienso casarme contigo! –gritó Jill.

–Tú misma –él se encogió de hombros–. Quizás con unas cortinas y una alfombra consigas que la cueva resulte acogedora –miró por la ventana–. Pobre toro Sammy –añadió con tono triste–. Su futuro es menos… gustoso.

–Sammy no es un toro, es una vaca.

–Pues tiene nombre de toro.

–Cuando crezca, dará leche.

–Sólo si cría.

–Como bien sabes –contestó ella airada.

–Pertenezco a la asociación de ganaderos –le recordó él–. Nos cuentan cosas como ésas.

–Yo también pertenezco a esa asociación, y esas cosas se aprenden criando ganado.

–No tiene sentido discutir con un muro rubio –él se puso el sombrero–. Vuelvo al trabajo.

–No dispares a nadie.

–Jamás disparo a nadie.

–¡Ja! –exclamó ella–. ¿Y qué me dices del ladrón de bancos?

–Ah, ése. Bueno, él disparó primero.

–Qué estúpido por su parte.

–Eso me dijo cuando fui a verle al hospital –él sonrió–. Falló, pero yo no.

–Juró que te haría pagar por ello –Jill frunció el ceño–. ¿Qué pasará si sale de la cárcel?

–De diez a veinte años y con antecedentes –le informó–. Para cuando salga estaré en una residencia de ancianos.

–La gente sale de la cárcel gracias a artimañas legales –ella lo miró furiosa–. Lo único que necesita es un buen abogado.

–Con lo que gana haciendo matrículas, necesitará mucha suerte para conseguir uno.

–El estado proporciona abogados para las personas que no pueden costearse uno.

–¡Gracias por decírmelo! –exclamó él–. No lo sabía…

–¿Por qué no te vas a trabajar? –reaccionó ella con visible irritación.

–Es lo que he intentado hacer, pero tú no dejas de coquetear conmigo.

–No estoy coqueteando –exclamó ella estupefacta.

–Sí, lo estás –rió él mientras la miraba con sus sensuales y cálidos ojos negros–. Podríamos hacer un experimento. Para ver si hay química entre nosotros.

Ella lo miró perpleja durante unos segundos, hasta que comprendió lo que acababa de sugerir. Dio dos pasos hacia atrás y se sonrojó violentamente.

–¡No quiero hacer ningún experimento contigo!

–Muy bien –él suspiró–. Este matrimonio va a ser muy solitario si piensas así, Jake.

–¡No me llames Jake! Mi nombre es Jillian.

–Eres un chicazo –él se encogió de hombros y contempló de arriba abajo los vaqueros desgastados de la joven, el jersey excesivamente grande y las botas con la puntera retorcida por el uso. Los largos cabellos rubios estaban recogidos en un moño y no iba maquillada–. Chicazo –insistió en tono acusatorio.

Ella evitó mirarlo a los ojos. Tenía sus motivos para no resaltar sus atributos femeninos y no deseaba hablar del pasado con él. No era la clase de conversación que le hiciera sentir cómoda. Dejaba en mal lugar al tío John, ya fallecido, y que había clamado al cielo por su mala elección al contratar a Davy Harris.

Ted percibió una extraña vibración. Jill le ocultaba algo.

–¿Hay algo que te gustaría contarme, Jake? –el policía que había en él tomó el mando.

–No serviría de nada –ella era incapaz de mirarlo a los ojos.

–Inténtalo.

–No te conozco lo suficiente para contarte determinadas cosas.

–Si te casas conmigo, sí.

–Ya habíamos hablado de eso –señaló ella.

–Pobre Sammy.

–¡Déjalo ya! –murmuró airada–. Le encontraré un hogar. Puedo pedirles a John Callister y a su mujer, Sassy, que le permitan vivir con ellos.

–En ese rancho dedicado a la cría de ganado de pura raza.

–Sammy es de pura raza –murmuró ella–. Su madre era una Hereford de pura raza y su padre un toro Angus, también puro.

–Y Sammy es una black baldy –asintió él empleando el término aplicado al mestizaje–, pero eso no la convierte en una vaca de pura raza.

–¡Es una cuestión puramente semántica! –exclamó ella.

–Ya estás con tu lenguaje refinado –él sonrió.

–No finjas ser estúpido, por favor. Sé que te licenciaste en Física en el ejército.

–¿Debería sentirme halagado? –Ted enarcó las cejas.

–¿Por qué?

–Por tu interés en mi pasado.

–Todo el mundo lo sabe. No soy la única.

Ted se encogió de hombros quitándole importancia.

–¿Por qué trabajas como jefe de policía de una pequeña ciudad cuando tienes esa educación? –preguntó ella bruscamente.

–Porque no valgo para dedicarme a la investigación científica –contestó él–. Además, en el laboratorio no te dejan jugar con armas de fuego.

–Odio las armas.

–Ya lo has dicho.

–Lo digo en serio –ella se estremeció teatralmente–. Podrías dispararle a alguien por error. ¿No se le cayó una vez el arma a uno de tus patrulleros en la tienda y se disparó?

–Sí, es cierto –asintió él con amargura–. Llevaba el revólver en el bolsillo del pantalón. Al ir a pagar, se le cayó al suelo y se disparó. Un error que jamás volverá a cometer.

–Eso dijo su mujer. Puedes ser muy malo cuando pierdes los nervios, ¿lo sabías?

–Por suerte para él, la bala impactó en unas latas de bebidas, pero podría haber alcanzado a alguien, con trágicas consecuencias. Para eso se inventaron las fundas de revólver.

–Desde luego ésa es muy bonita –Jill contempló la suya, de suave cuero grabado.

–Me la hizo mi prima.

–¿Tanika? –su prima, una Cheyenne de pura sangre, vivía en Hardin.

–Sí –sonrió él–. Cree que lo práctico también debe ser bello.

–Tiene mucho talento –sonrió ella–. Hace unos bolsos preciosos. Los he visto en el puesto del mercado de Hardin, cerca del campo de batalla de Little Big Horn.

–Gracias –contestó Ted bruscamente.

–¿Por qué?

–Por no referirte a ese lugar como el campo de batalla de Custer.

Muchas personas lo llamaban así. Personalmente, Ted no tenía nada en contra de Custer, pero sus antepasados eran Cheyenne. Tenía parientes que habían fallecido en la famosa batalla y en la que siguió en Wounded Knee. Custer era un tema delicado para él.

–Creo que yo tengo antepasados Sioux.

–Tienes toda la pinta –bromeó él mientras se fijaba en la piel clara de Jill.

–Mi primo, Rabby, es mitad y mitad, y tiene el pelo rubio y los ojos grises –le recordó ella.

–Supongo –Ted consultó la hora–. Tengo que ir al juzgado.

–Estaba haciendo un bizcocho.

–¿Me estás invitando?

–Dijiste que te morías de hambre.

–Sí, pero no se sobrevive a base de bizcochos.

–Entonces haré un filete con patatas fritas para acompañar.

–Suena bien –él sonrió–. ¿A qué hora?

–¿A las seis?, siempre que los atracos a bancos y los ataques insurgentes lo permitan.

–Estoy seguro de que hoy no habrá problemas –Ted reflexionó sobre la invitación–. Los Callister me trajeron una flauta de Cancún. Podría traerla y ofrecerte una serenata.

–Sería bonito –ella se sonrojó levemente. Era bien sabida la relación entre la flauta y el cortejo entre los nativos americanos.

–¿En serio?

–Pensaba que ya te ibas –Jill no se fiaba de esa sonrisa.

–Es verdad. ¿A las seis?

–Sí.

–Pues hasta entonces –agarró el picaporte y se detuvo–. ¿Hay que vestir de etiqueta?

–No es más que un filete.

–¿Nada de bailes después? –preguntó desilusionado.

–No, a no ser que quieras encender una hoguera ahí fuera y bailar a su alrededor –ella frunció el ceño–. Creo que me sé algunos pasos del baile de las mujeres.

–El baile de salón no se ejecuta alrededor de una hoguera –él la taladró con la mirada.

–¿Sabes bailar? –preguntó ella impresionada.

–Por supuesto.

–¿El vals, la polca…?

–El tango –respondió con cierta tensión.

–¿El tango? –ella parpadeó–. ¿De verdad?

–De verdad. Uno de mis amigos lo aprendió en Argentina y me enseñó.

–Me lo estoy imaginando…

–¡No me enseñó bailando conmigo! –exclamó él–. Bailaba con una chica.

–Eso espero.

–Me voy.

–Eso ya lo habías dicho.

–Pero esta vez lo digo en serio –Ted salió por la puerta.

–¡A las seis! –le recordó ella.

Ted saludó con la mano, pero sin volverse.

Jillian cerró la puerta y apoyó la espalda contra la hoja. Al final tendría que casarse con alguien. Conocía a Theodore Graves mejor que a ningún otro hombre. Y, a pesar de sus riñas, se llevaban bastante bien.

La alternativa sería la construcción de un complejo vacacional en Hollister, un desastre para la ganadería. Sería estupendo para la economía local, pero Hollister perdería su carácter rural, y estaba segura de que a muchas personas les desagradaba la idea tanto como a ella. Adoraba los pinares y los ríos trucheros en los que solía pescar siempre que podía, en ocasiones acompañada por Theodore.

Se dirigió a la cocina. Una de las escasas novias de su tío le había enseñado a cocinar. Sería un chicazo, pero sentía una afinidad innata por la harina. El tacto de la masa entre los dedos era todo un regalo. Y el olor a pan recién hecho era una delicia para los sentidos. Además, siempre lo acompañaba con mantequilla casera. A Theodore le encantaba el pan recién hecho. Prepararía una hornada para la cena.

Se puso unos vaqueros nuevos y una camisa de cuadros rosas, y recogió los cabellos con una cinta rosa. No era elegante ni hermosa, pero, si quería, conseguía parecer una chica.

Y él lo advirtió en cuanto entró por la puerta. Ladeó la cabeza y la miró con interés.

–Eres una chica –fingió sorpresa.

–Soy una mujer –la mirada de Jill desprendía fuego.

–Aún no –él frunció los labios.

Jill se sonrojó e intentó responder algo, pero no se le ocurrió nada que decir.

–Lo siento –se disculpó él poniéndose serio–. No ha sido justo. Sobre todo dado que te has molestado en preparar pan fresco.

–¿Cómo lo sabes?

–Tengo el sentido del olfato muy desarrollado.

–Los nativos americanos son muy buenos rastreadores –observó ella.

–Cualquiera puede ser un buen rastreador –él parecía irritado–. Es una cuestión de entrenamiento, no de herencia.

–Pues sí que eres quisquilloso.

–Banes la ha vuelto a liar –él se encogió de hombros.

–Deberías destinarle a los cruces escolares. Lo odia –le aconsejó ella.

–No. Su nueva novia es viuda y tiene un hijo pequeño, y Banes se ha convertido en su héroe. Le encantaría ser destinado al cruce.

–Pues encuéntrale algo desagradable. ¿No dijo que odiaba el tráfico cuando había partido?

–Es verdad que lo dijo –la mirada de Ted se iluminó.

–¿Lo ves? –Jill frunció el ceño–. ¿Por qué estás siempre buscando motivos para castigarle?

–Trajo un libro sobre Little Big Horn en el que ponía que Caballo Loco no intervino.

–Sí, claro –ella hizo una mueca.

–De vez en cuando algún escritor que jamás ha visto un indio americano escribe un libro en el que afirma que es la única persona que conoce la verdad sobre alguna famosa batalla. Este tipo decía también que Custer estaba loco y que tuvo algo que ver en la estafa perpetrada por los comerciantes contra los Sioux y los Cheyenne.

–Custer jamás habría intervenido en algo tan deshonesto –bufó ella–. Testificó en contra del hermano del presidente Grant por aquello. No lo hubiera hecho de estar implicado.

–Yo opino lo mismo –asintió él–. Y así se lo dije a Banes.

–¿Y qué te contestó?

–Citó la amplia experiencia del autor en historia militar.

–¿De verdad? –ella lo miró con desconfianza–. ¿Qué clase de experiencia?

–Es un experto en guerras napoleónicas.

–¡Genial! ¿Y qué tiene eso que ver con nuestra batalla?

–Absolutamente nada –musitó él–. Ese tipo se documentó con periódicos y revistas.

–Los indios, que yo recuerde, no escribían mucho en los periódicos –observó ella.

–No –él rió–. En aquella época no tenían reporteros. Lo único publicado es la versión de la caballería y los políticos. La historia redactada por los vencedores.

–Cierto.

–Sabes mucho de historia local –Ted sonrió.

–Porque estoy emparentada con personas que contribuyeron a hacerla.

–Yo también –él inclinó la cabeza–. Debería llevarte a pasear por el campo de batalla.

–Me encantaría –los ojos de Jill se iluminaron.

–A mí también.

–Hay una tienda.

–Puede que tengan algunas cosas bonitas.

–Elaboradas por talentos locales –asintió ella antes de suspirar–. Estoy harta del llamado arte nativo americano fabricado en China. ¿Por qué importar objetos que se supone deberían ser elaborados por tribus locales?

–No tengo ni idea.

–Eres el jefe de la policía. Deberías ser la persona mejor informada por aquí.

–Gracias –él rió antes de fruncir el ceño–. ¿No tienes ningún vestido?

–Claro, en el armario –Jill frunció los labios–. Me lo puse para la graduación.

–¡Qué barbaridad!

–Supongo que debería comprarme uno nuevo.

–Yo creo que sí. Si estamos saliendo, quedará raro que no lleves vestido.

–¿Por qué?

–¿Vas a casarte en vaqueros? –él pestañeó perplejo.

–Por última vez: no voy a casarme contigo.

–Ya hablaremos de eso más tarde –Ted se quitó el sombrero–. Ahora mismo necesitamos algo de ese maravilloso pan recién hecho antes de que se enfríe y la mantequilla no se funda sobre él. ¿No te parece?

–Supongo que sí –ella rió.