Todas las bestias de la tierra - Yeilén Delgado Calvo - E-Book

Todas las bestias de la tierra E-Book

Yeilén Delgado Calvo

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Beschreibung

Libro de cuentos para adultos donde la violencia y la realidad cruel se ven enfrentadas al amor y la resistencia de la condición humana. Con personajes magistralmente trazados y un lenguaje directo, el autor narra la brutal dicotomía de la vida.

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Seitenzahl: 86

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

Jurado:                                José Raúl Fraguela

                                Evelin Queipo

                                Alejandro Rama

 

Edición, diseño y maquetación: Yeinier Aguilera Concepción

Corrección: Mirtha Beatón Borges

Obra de cubierta: Yahiron Villalobo Hernández

 

© Yeilén Delgado Calvo, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Sanlope, Las Tunas, 2023

Facebook Sanlope

 

ISBN: 9789592514928

 

Editorial Sanlope

Gonzalo de Quesada 121

Las Tunas, Cuba

E-mail:                 [email protected]

                [email protected]

 

Índice

Un día, un cuento

Julia en la telaraña

Esta noche tampoco podré dormir

Memento mori

Número equivocado

Todas las bestias de la tierra

Rodrigo y yo

Irene y los abismos

Precauciones

La otra conquista

La carta

El último grito de la bestia herida

Amor incondicional

Los turistas las prefieren rubias

Datos de la autora

Para Amalia y Abel

 

…ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.

J.C.

Un día, un cuento

 

Sobre las buenas rutinas, las sólidas, se asienta la estabilidad del mundo. La gente que no se levanta a la misma hora cada día, sino cuando se le gasta el sueño, o ignora el almuerzo de los domingos, puede parecer feliz pero no lo es. La originalidad y su búsqueda son abstracciones para conjurar la infelicidad, y hacer al ganado creer que es libre, aunque vaya derecho al matadero. Así lo afirmaba Renata cada vez que tenía oportunidad y solo si venía al caso, porque la libertad de expresión también le parecía un concepto sobrevalorado.

Su rutina era inflexible. El despertador sonaba a las siete de la mañana. Quince minutos después salía de la ducha, envuelta en algún vestido de hilo, vaporoso y con leve olor a colonia. Frente al espejo se echaba talco y acomodaba con sus dedos los rizos de su cabellera corta, rubia y áspera.

Invariablemente, aunque no tuviese planificado salir de casa, se maquillaba con el cuidado de esconder cada imperfección. Casi toda su vida ese proceso le había tomado alrededor de diez minutos, pero después de doblar la peligrosa curva de los cuarenta, invertía cinco minutos más en travestir los pliegues del rostro.

En la cocina se preparaba algún jugo, medio pan con media cucharada de mantequilla y una taza de café bien fuerte colada en su cafetera para una sola persona. Comía de pie, pero usando siempre servilleta.

Después de dejar la cocina impoluta llevaba su laptop hasta la mesa del balcón. Allí se sentaba rodeada de plantas en un ambiente húmedo y agradable, muy diferente a la sofocación que el sol provocaba, seis pisos más abajo, en la gente que se afanaba con las compras o la caza de un taxi.

Encendía la computadora, abría un documento en blanco y comenzaba a escribir. Un cuento por día, salvo los domingos y en vacaciones. Jamás los dejaba a medias, jamás se escudaba, como otros, en la falta de un ambiente propicio, en el contenido que no hallaba forma a su altura o la forma original carente de contenido, ni en otras invenciones como la inspiración.

Un cuento por día, siempre listo y corregido antes de las cuatro de la tarde, vuelto a leer a las cuatro y treinta, y enviado por email a la casa editora a las cinco en punto, para salir al día siguiente en el tabloide femenino más antiguo y célebre del país. La dirección de la editorial la apreciaba, llevaban cinco años de negocios y a Renata no parecía agotársele la capacidad de parir romances tan sencillos como estremecedores.

El secreto estaba, decía, en que los personajes no se apartaran de lo que las lectoras esperaban y a la vez ponerle al relato una pequeña dosis de erotismo que sin escandalizarlas las hiciera soñar despiertas.

Era sencillo y a Renata le gustaba el orden en sus mundos: no había profesores de literatura infieles, abortos clandestinos ni sueños de juventud cicatrizados. Había, sí, mujeres hermosas, cándidas, enamoradas de hombres que las querían con igual intensidad. El destino se interponía entre ellos, pero sin importar la maldad y la gravedad de las dificultades en el camino de los protagonistas, ella siempre se las arreglaba para hacerlos permanecer juntos, felices, casados y con un futuro tan promisorio que brillaba.

Las amas de casa disfrutaban sus historias. Los domingos, Renata leía sus cartas, se estremecía con los abundantes elogios y agradecimientos. Solo una vez la correspondencia le provocó enojo y desprecio, un grupo de feministas la acusaba y repetía el fragmento de memoria de: perpetuar las concepciones más retrógradas de una sociedad machista y contribuir al entendimiento de la mujer como un mero objeto sexual y reproductor. La rabia la persiguió toda la mañana de ese domingo hasta que se calmó y rompió las dos cuartillas.

Al día siguiente contó la historia de una feminista militante y pobre que se enamoraba de un millonario. Luego de un accidente, causado por su rival, se quedaba ciega, pero lograba al fin casarse, tener unos hermosos mellizos y, por supuesto, encontrar la felicidad total en su papel de esposa y madre. La venganza podía ser dulce.

Todo empezaba con buscar los nombres de los protagonistas, Carlos y Graciela, David y Mercedes, Camila y Gorka. Los decía en voz baja, por pareja y cuando sentía que un par combinaba a la perfección; comenzaba a escribir frenéticamente por el título y a una velocidad pasmosa que le debía a sus lejanos estudios de mecanografía en pos de una tesis que nunca llegó a hacer.

Solo volvía atrás para retomar algún hilo perdido y continuaba a igual ritmo. A la una paraba para un almuerzo tan frugal como el desayuno y media hora de siesta. Luego retomaba el trabajo y a las cuatro todas las veces tenía cuartillas redondas.

Nunca sufría para imaginar conflictos, casi todas sus ideas eran propias, aunque algunas las sacaba de las revistas del corazón y las teleseries que consumía en las noches como material de estudio obligado.

Así era, un cuento por día. Salvo aquella vez. Allí estaba la página en blanco, tan desnuda y dispuesta como siempre, pero Renata no dijo nombres en voz alta, no tituló primero, solo tecleó:

Sobre las buenas rutinas, las sólidas, se asienta la estabilidad del mundo…

Y escribió convulsa, asustada, no almorzó ni titubeó hasta poner el punto final, como obedeciendo a un dictado. Solo entonces releyó desde la primera página y la historia autobiográfica le pareció tan gris, tan triste, tan verdadera que se apartó de la computadora como si quemara y en el sofá de la sala se enroscó sobre sí misma para sollozar de miedo.

La alarma de las cinco la despabiló. Volvió al balcón, despeinada y con el maquillaje corrido y se paralizó ante el hecho de no tener qué mandar a la editorial. La Renata de la que había escrito no tenía hombre, bebés, enemigos; su plenitud parecía falsa, sostenida sobre el vacío.

Era demasiado inquietante el cuento para una tarde de bordados y té. Imaginó la expresión desconcertada de sus lectoras y tembló. Abrió enseguida el correo electrónico y se excusó ante la editora con una migraña terrible, resistente a las pastillas. Envió el mensaje y volvió al relato.

No tuvo el valor de volver a leer y escogió sin remordimientos la opción: eliminar. Un día, ningún cuento. Esa noche durmió tranquila. A la mañana siguiente del susto quedaban apenas unas leves ojeras que fueron debidamente cubiertas.

Renata escribió de nuevo una historia simple, una historia apropiada.

 

Julia en la telaraña

 

Me gustaría tener un carro, con aire acondicionado y olor a limón. Entonces podría ser feliz, aunque viviera debajo de un puente con solo pan y boniato para comer. Sobre cuatro ruedas se reducen las distancias. Me libraría de este viaje, desagradable hasta cuando alcanzo un asiento.

Sudores, risas, malas palabras, empujones. El viejo que se acerca y me da náuseas su olor a meses sin jabón ni cepillo de dientes; también un poco de lástima. Dicen que los locos deben bañarse todos los días para mejorar, pero hay locos abandonados a su suerte, condenados a apestar y revolver el estómago ajeno.

Una, dos… quince paradas. Se bajan. Suben. El viejo sigue ahí, con los sacos y la camisa encartonada. Bajo y él me observa desde algún lugar detrás de sus ojos muertos. Parece triste, a lo mejor le dio asco mi olor a queso rancio, a harina húmeda, a billetes de diez pesos.

El aire de afuera tampoco es puro. Está cargado de polvo, de cláxones, de noche insatisfecha. Once menos cuarto y siento los pies dormidos, ajenos. Quisiera acostarme ahí mismo, en el banco de la parada; pero no tengo valentía para actos inesperados.

Como siempre, Pedro no me abre la puerta. Sé que está despierto, que oyó el ruido de la reja. Prefiere que yo saque la llave del bolso y a tientas en la oscuridad, acierte con la cerradura. Ahí está, fumando en el balcón. Debe tener encima seis horas de tragos. Le dejo la pizza en el refrigerador. No concibo cómo puede comérselas todavía.

No cocinó, el mismo arroz frío de anteayer y huevo, solo huevo. Prefiero acostarme con el estómago vacío, no tengo hambre, los efluvios del horno me repletan y sigo gorda sin comer. Sería un misterio si no supiera que la menopausia existe.

Abro la ducha por costumbre. Sé que no saldrá nada salvo el sonido agónico de cañería deshabitada. Las duchas solo el domingo, cuando antes de la siete puedo quitarme la suciedad de las horas dedicadas a limpiar y lavar.