Todas las flores que olvidamos - Clara Sanz - E-Book

Todas las flores que olvidamos E-Book

Clara Sanz

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Beschreibung

¿Qué ocurre cuando el destino se empeña en devolverte al pasado? Me llamo Isabel, aunque siempre he querido que me llamen Bella. Mi vida se parecía mucho a la de cualquier chica hasta que un día recibí una carta desde el pueblo soriano en el que veraneaba de niña. Una tormenta emocional puso todo patas arriba y me llevó a descubrir sentimientos que nunca había experimentado. El regreso a un pasado que me había empeñado en olvidar y que me haría recordar el olor y los colores de las flores que cultivaban mis abuelos y, también, un reencuentro inesperado con la persona que lo cambiaría todo. Una novela en la que descubrirás que lo más bonito siempre está por llegar. «Vivir con ilusión es totalmente necesario para sentirnos vivos. Lo ideal es que ese estímulo no tenga que ver con el amor, sino con nuestros logros u objetivos. Sacar una buena nota para poder cursar aquello que nos gusta, encontrar un trabajo de nuestro agrado, montar un negocio o conseguir peonías para tu jardín de flores. Sea cual sea nuestro propósito en la vida, hay que vivirlo con ilusión. Levantarte por las mañanas y sentirte esperanzado por algo. Y así había vivido yo toda mi vida. Buscando logros u objetivos que mantuvieran mi ilusión por vivir. […] Tener un objetivo e ilusionarme por conseguirlo habían hecho que toda mi vida tuviera sentido. Lo había logrado manteniéndome fiel a una premisa: que esa ilusión nunca dependiera de otras personas. Solamente de mí. Porque así nadie podría quitarme las ganas de vivir».

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Seitenzahl: 435

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollins.es

 

Todas las flores que olvidamos

© 2025, Clara Sanz Pascual

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecno-logías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: Rebeca Losada

 

ISBN: 9788410641815

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

A vosotros cuatro, que me disteis todo a cambio de nada y me llenasteis de besos para una vida entera.

A papá y mamá, porque no os define una palabra mejor. Suerte la mía de andar siempre de vuestra mano.

A mi compañero de todo. Que nada nos pare, seguimos sumando vida juntos.

A vosotros tres, que sois mi inspiración y mi motivo para que nunca deje de soñar.

A ti, que estás lejos, pero te tengo presente en todos y cada uno de los pasos que doy.

Capítulo 1

 

 

 

 

Me llamo Bella, así, con dos eles, como lo diría un italiano. No por bella, sino por cabezona. En mitad de una crisis de identidad, me negué a seguir llamándome Isabel. Se ve que a mis dieciséis años llamarme Isabel no me parecía lo suficientemente glamuroso. Sí, lo reconozco, me gustaba sentirme especial.

Lo primero fue acostumbrar a mis padres. Nunca lo hicieron. Para ellos siempre fui Isa. Nunca asumieron que creciera y tomara mis propias decisiones, y eso que empecé desde bien chiquitita porque siempre había que hacer lo que decía yo. Luego a mis amigos. Ahí me costó menos, se acostumbraron muy pronto a hacerlo.

En el instituto, los profesores fueron bastante condescendientes y, quitando a los pocos que se empeñaban en llamarme Isabel, o señorita Isabel, el resto accedió a llamarme Bella. Eso y que era la única forma de que respondiera.

Nací en Barcelona, pero mi abuelo, aragonés de pura cepa, siempre decía con orgullo que, con lo cabezona que era, lo que corría por mis venas era sangre baturra.

Mi vida siempre ha transcurrido tranquila. Una familia normal, en un barrio normal de Barcelona. Papá trabajaba en un banco y mamá de secretaria en una gestoría. No tengo hermanos, y ahora no tengo nada.

Hablo en pasado de mi familia porque hace trece años que fallecieron. No me gusta hablar del tema. Pero desde entonces estoy sola. Sola en el mundo. No tengo familia. No tengo nada. Todo se perdió en un accidente de tráfico. Volviendo de «Maldito Pueblo» una Semana Santa mientras yo cursaba tercero de carrera. Con una llamada telefónica todo cambió. Pasé de ser la niña consentida y egocéntrica de la familia a no ser el centro de nada porque mi mundo se desmoronó. Nunca he estado orgullosa de mi carácter, y menos de cómo hablaba a mis padres. Ser hija única y nieta única era el combo perfecto para creerme la dueña y señora de todo lo que había a mi alrededor. Mis padres y mis abuelos lo llevaban con dignidad. Tampoco tenían con quién comparar, o sí, pero la verdad es que mi carácter no invitaba a querer cambiar las cosas. Desde el día en que mis padres dejaron este mundo, no he dejado de arrepentirme por todas las contestaciones fuera de tono y las malas caras que continuamente les ponía. Pero ya no hay remedio, porque ahora estoy sola.

Maldito Pueblo es un pueblo más de la provincia de Soria, de esos de los que cuando llega el verano se llena de madrileños y catalanes —como yo—, empeñados en explicarles a los lugareños cómo funciona el mundo. Ellos, por norma general, están hasta las narices de nosotros y dicen que cuando nos vamos descansan. Pero, la verdad, durante esos meses se crean unos lazos tan fuertes que al final los del pueblo nos perdonan que seamos tan pedantes y nosotros a ellos que no quieran aprender más de la vida.

Mi amiga Alejandra siempre me decía cuando éramos niñas que las mismas carreteras por las que veníamos los veraneantes los fines de semana o en vacaciones las utilizaban ellos para ir a la ciudad, y que sabía de sobra lo que había pasada la cuesta del Molino, que era la más grande que había a la salida del pueblo y a donde llegábamos con la bici cuando salíamos a pasear. Yo siempre tuve mis dudas: ¿cómo iba a saber ella, por ejemplo, lo que era estudiar en un colegio tan grande como el mío si el de Maldito Pueblo tenía solo cien alumnos? Le daba la razón y ya está.

A mamá a Maldito Pueblo le gustaba llamarlo «nuestro pueblo» o «cómo no te va a gustar el pueblo» para referirse a él. Con el paso del tiempo, cada vez que mencionaba que había que ir yo le respondía que ni muerta. Curioso, ¿verdad?

Odiaba el pueblo desde los dieciséis años concretamente. Aunque de pequeña allí fui feliz, en la adolescencia se torció todo. Nunca he soportado que me digan nada. Y nada quiere decir nada: ni cómo vestir, ni cómo comportarme ni con quién ir y, menos aún, cómo llamarme. Los veranos en el pueblo me gustaban hasta que fui creciendo y todo se fue torciendo. Eso de hacer algo y que cuando llegara a casa ya se hubiera enterado toda mi familia lo llevaba fatal.

Pero no siempre fue así. En general, mis recuerdos de aquellos veranos hasta la adolescencia son buenos. Aunque de niña también hubo momentos complicados, me viene a la memoria especialmente un año, cuando mi madre me compró unas zapatillas de lona que estaban de moda, esas que eran de bota y llevaban una estrella en el lateral. Nunca se me ocurrió pensar que eran una imitación —ahora lo pienso y me da la risa—, porque hasta la marca a la que copiaban estaba mal escrita. A Mariela, una niña del pueblo que tenía las mismas zapatillas, pero las de ella sí eran originales, enseguida le llamaron la atención, porque vio a la legua que eran falsas. Se dedicó a decir a todo el mundo que éramos pobres y no podíamos comprar zapatillas de verdad. En los pueblos, como en las ciudades, hay muchos envidiosos. Lo que pasa es que en un sitio pequeño cuando corre un rumor es como en un colegio. Se enteran desde los padres de los alumnos de infantil hasta los estudiantes de los cursos superiores. La diferencia es que en el colegio, cuando yo era pequeña y no había móviles, cuando te ibas a casa se acababa el cotilleo y, en cambio, en el pueblo era continuo. Realmente la idea de que éramos pobres tampoco se extendió mucho, porque ni Mariela tenía mucha capacidad de atención, ni le pareció un cotilleo relevante a casi nadie. El caso es que estampé mis zapatillas entre las tomateras de mis abuelos y me pasé el verano en sandalias hasta que mi madre accedió a comprarme unas zapatillas en el mercadillo al que íbamos todos los del pueblo, los que vivían allí todo el año y los veraneantes. Comprar en el mercadillo estaba bien. Llevar unas zapatillas de lona de mercadillo era lo correcto, pero unas de lona de los puestos de la playa… Eso era de pobres.

Con sus más y sus menos, de niña, mis veranos en el pueblo eran divertidos. Cuando llegaba junio no quería ir, y cuando llegaba septiembre no quería volver. Isabel la indecisa, así me llamaba mi abuelo.

Cuando cumplí los dieciséis decidí cambiar de nombre, y me afané en explicarles a todos mis amigos, entre los que se encontraban Gonzalo y Alejandra, que me llamaran Bella, que Isabel ya no existía.

Gonzalo y yo habíamos sido siempre amigos, porque mis padres y los suyos lo eran de toda la vida, e incluso había venido a Barcelona en más de una ocasión con su familia y habíamos disfrutado de vacaciones juntos fuera del pueblo. Gonzalo me gustaba, yo creo que desde que nací. Era dos años mayor que yo y siempre había estado a mi lado. Era alto, moreno, con los ojos muy alegres en forma de almendra que siempre le brillaban. ¿Qué más se le puede pedir a un chico cuando eres niña?

Alejandra era mi mejor amiga de Maldito Pueblo. Era una niña llena de luz, la más buena y bonita que vivía en el pueblo. Siempre tenía una sonrisa y una empatía que, cuando me veía sola en la puerta de casa, sin querer salir porque pensaba que mis amigos ya se habían olvidado de mí, venía a buscarme y me arrastraba a la calle a jugar. Y, a partir de ese momento, solo volvía a entrar en casa para comer o dormir, o cuando nos castigaban sin salir.

Pues ese año, nada más llegar al pueblo les expliqué a todos cómo debían llamarme. Nadie me hizo caso. A excepción de Alejandra, que desde el minuto uno empezó a llamarme Bella, para el resto seguía siendo Isabel, la nieta del Teodoro. Ese verano yo tenía dieciséis años, mucho carácter y una necesidad absurda de creerme mejor que los demás. En fin, la adolescencia. Esa noche, mientras les explicaba el porqué de aquel cambio, intentando que por fin me llamaran Bella, todos comenzaron a reírse y a hacer chistes con mi nombre. Empezaron a llamarme flipada o a preguntarme que quién me creía para cambiarme de nombre. Tampoco era tan difícil de entender, cada uno es libre de hacerse llamar como más le guste. Pero se ve que, para esos paletos, era muy difícil de comprender.

No sé en qué momento ocurrió, pero ocurrió. Al tercer o cuarto comentario hiriente de Gonzalo, me levanté, agité el puño y le di un golpe en toda la cara que le puso el ojo morado. Tuvieron que llevarle al centro de salud asustados porque no le bajaba la inflamación.

Gonzalo, además de gustarme a mí, también le gustaba a medio pueblo, y ostentaba el título de ser el chico más guapo del lugar y, para qué negarlo, de toda la comarca. Cuando estaba en Barcelona y pensaba en Gonzalo, o mi madre lo nombraba, soltaba un suspiro.

No sé qué me pasó por la cabeza ni por qué lo hice, quizás me esperaba cualquier humillación, menos la que pudiera venir de él. El caso es que no medí y le aticé.

Recuerdo al día siguiente a mi madre dándome empujones por la calle hasta llegar a casa de Gonzalo para que me disculpara. No eran ni las diez de la mañana cuando su madre había llamado para pedir explicaciones a mis padres de lo que yo le había hecho al pobre Gonzalito.

La humillación fue tan tremenda que me pareció motivo suficiente para no volver a pisar Maldito Pueblo. Bueno, la humillación y que el chascarrillo corrió tan rápido que por fin dejaron de llamarme Isa, pero no para llamarme Bella, sino Isabelita Dinamita. Y si alguna vez habéis tenido pueblo coincidiréis conmigo en que lo más difícil de eliminar es un mote. Había perdido la batalla, y ese verano me despedí del pueblo para siempre. O eso creía yo.

Nunca más volví a pisar Maldito Pueblo. Mis padres nunca lo llevaron bien, pero respetaron mi decisión.

Ahora, en un tren de esos que han bautizado de Media Distancia, me dirijo a Maldito Pueblo. No sé por qué los han denominado así, los tendrían que haber llamado de Media Vida, porque es lo que estoy perdiendo según pasan las estaciones y me aproximo a mi destino.

Seis horas y treinta y dos minutos de Regional Exprés. O de Regional de la Muerte. Diecisiete paradas, y en todas y cada una de ellas he considerado cancelar mi viaje. Pero no sé por qué motivo mi trasero ha sido incapaz de levantarse del asiento. De hecho, me planteo que el único motivo es que esta vez haya sido más racional mi culo que mi cerebro. Pero el caso es que estoicamente he aguantado sin bajarme del tren y estoy llegando a Maldito Pueblo.

Con un sonido enlatado escucho por megafonía el anuncio de que la próxima parada es la mía.

Respiro hondo y me sudan las manos. Noto cómo resbalan en el asidero mientras mantengo el equilibrio y me hago chiquitita. Hubiera preferido estar en la oficina cuando se produjo el recorte de personal que en el tren. De eso hará un par de años. A la empresa no le salían las cuentas y despidieron a gente de todos los departamentos. Nadie sabía quién iba a ser el siguiente, no veíamos ninguna lógica en las decisiones. Fue una época muy dura, en la que torres muy grandes cayeron y en la que se demostró que de las amistades de oficina más de la mitad son ficticias. Cada vez que echaban a alguien y no eras tú, sentías un alivio tremendo, aunque a quien hubieran despedido fuera una madre soltera con una docena de hijos que, además, era buenísima en su trabajo. No había tiempo para la tristeza, todos estábamos callados, rezando para no ser el siguiente convocado por recursos humanos. Al final me salvé, y aunque siempre tuve claro que iba a ser así, la tensión y los nervios que pasaba cada vez que sonaba el teléfono fueron los mismos que cuando por megafonía anunciaron que la próxima parada era Maldito Pueblo.

Me sentí tan chiquitita como aquella noche en el Siroco, cuando pensé que sería buena idea coger el micrófono y agradecer a todos los allí presentes la fiesta sorpresa que habían organizado para celebrar mi fin de carrera.

Una fiesta en el bar del momento en Barcelona. Fue la genial idea que se le ocurrió a la gente que me quiere para celebrar mi gran hazaña en la vida. Después de aquella maldita Semana Santa en la que la carretera truncó la vida de mis padres y con la de ellos la mía, nadie pensaba que pudiera ser capaz de resurgir de mis cenizas y acabar mis estudios.

Micrófono en mano, dispuesta a agradecerles la sorpresa que me habían dado, los focos me iluminaron y se hizo el silencio.

Todo el mundo expectante, mirándome. Yo solo escuchaba alguna voz que vitoreaba mi nombre como si fuera una estrella.

No sé muy bien cómo ocurrió, pero todo se complicó. Un nudo en el estómago estaba empezando a oprimirme hasta el punto de que notaba que no podía respirar. Las luces empezaron a difuminarse y, de repente, se hizo la oscuridad.

Cuando recuperé el conocimiento, estaba tumbada, con las piernas hacia arriba, y no paraba de escuchar a los allí presentes gritarme como si no fueran a volver a verme en la vida.

Había perdido todo el glamur de la estrella de cine de hacía unos segundos. También oía a algunos que entre susurros decían cosas del estilo: «Pobrecita. Después de lo de sus padres es normal que le pasen cosas así».

Aquellos comentarios condescendientes hacían que cerrara con más fuerza los ojos y no los quisiera abrir, con lo que la preocupación de los que me rodeaban iba en aumento.

Todo acabó con un bofetón de Inma, mi Inma del alma, que gritaba histérica que no quería perderme y que por favor volviera.

Me pareció buen momento para abrir los ojos.

Al final no hablé delante de todos. Solo hubo una ovación y aplausos por mi vuelta al mundo de los vivos. Ese episodio me sirvió para darme cuenta de que no quería ser la pobre huérfana de la que todo el mundo sintiera lástima.

Quería ser Bella, de Isabella, y demostrarle al mundo que, a pesar de la desgracia sufrida hacía un par de años, podía ser dueña de mi vida.

A finales de ese verano empecé a trabajar de becaria en la revista Vidas Bonitas, todo un referente nacional de estilo de vida y la más vendida todavía en estos días. El no tener familia ni ningún interés fuera de lo común por llegar a casa, excepto algún tardeo o salida nocturna, me llevaban a dedicar a la publicación más horas de las que cualquiera de mis compañeros quería hacer. Eso y que amaba mi trabajo hicieron que pronto entrara a formar parte de la plantilla y con un puesto que me encantaba.

El sueldo nunca estuvo acorde con todas las horas que trabajaba, pero sí podía decir que era la persona de mi grupo de amigos que mejor cobraba y que más amaba su trabajo.

Al principio iba a inauguraciones o fiestas como parte de la revista Vidas Bonitas, pero pronto empecé a hacerme un nombre en Barcelona, y la que acudía a los eventos ya no era «la de la revista», sino Bella. Así que empezaron a salirme trabajos más exclusivos que compaginaba con mi vida laboral. A lo largo de estos años, podría decir que no ha habido un lanzamiento o promoción en la ciudad o en la costa catalana que no haya pasado por mis manos. Todo esto me ha permitido conocer a gente muy interesante y a más de un amigo especial, pero mi carácter y mi trauma familiar me han dado la facilidad de no encariñarme con nadie y saber abandonar las relaciones cuando las cosas se ponían serias. Era feliz. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?

Capítulo 2

 

 

 

 

Nada más abrir el buzón vi el sello del Ayuntamiento de Maldito Pueblo. Lo reconocí enseguida. Era el mismo que llevaba el pañuelo que me ponían mis padres al cuello cuando, vestida de blanco en las fiestas de mayo, me llevaban a misa y a la fiesta de las flores.

Cada cuadrilla llevábamos el pañuelo de un color, y el de la que formaba parte mi familia era lila. A mamá siempre le gustaba decir que era por los lilos que florecían en esa época. Y cortaba ramas con las que arreglaba los centros de mesa donde se reunía la cuadrilla y las cestas de flores que llevaba a la ofrenda. Por un momento pude sentir el olor de las lilas en aquel portal de Barcelona. Pude ver a mi madre cortando las ramas de los lilos a primera hora de la mañana, antes de que les diera el sol, limpiar los tallos de hojas y colocarlos en los jarrones que mis abuelos habían preparado con agua fresca y hielos. Los dejaba en la despensa, que era el lugar más fresco de la casa, y por la tarde, justo en el momento en el que las flores estaban más hidratadas, preparábamos las cestas que llevábamos a la ofrenda de santa Quiteria. Todas las vecinas le preguntaban a mi madre cómo se las arreglaba para que sus lilas lucieran así de bonitas, pero el secreto permaneció en la familia.

Ver la carta me trajo recuerdos de Maldito Pueblo que yo creía olvidados y me hizo sentir cerca a mis padres. De la sensación placentera que me produjo hasta tararear la canción que mi abuelo me cantaba del río Jalón pasé al estupor cuando, subiendo en el ascensor, abrí la carta y vi que el Ayuntamiento me reclamaba a mí, a doña Isabel Sánchez de la Fuente, la cantidad de casi tres mil euros por el impago del IBI de las propiedades heredadas en 2010.

En ese momento desaparecieron de mi mente los lilos, los pañuelos de colores y las cestas de la ofrenda. Y su lugar lo ocuparon unas ganas incontrolables de presentarme en Maldito Pueblo y rociarlo con gasolina.

Cuando más ensimismada estaba en cómo hacer desaparecer un pueblo de la manera más rápida y eficiente posible, sonó el móvil. Era Inma. A ella le pareció supergracioso que debiera casi tres mil euros a los paletos de Maldito Pueblo.

Inma es como un huracán. Tiene la capacidad de hacerte reír en el momento más delicado. Es una de esas personas mágicas que, aunque lo estén pasando mal, saben hacer a un lado sus problemas para centrarse en los tuyos y que termines llorando de la risa. Cuando llegó a casa, con un café en cada mano, los dos aderezados con carcajada, le pareció buena idea ir a Maldito Pueblo a explicarles que no era posible que debiera esa cantidad de dinero.

A Inma la conocí en la universidad, y desde entonces nos hemos vuelto inseparables. Fue mi gran apoyo y la que me sacó adelante tras el fallecimiento de mis padres. Si un día desapareciera de mi vida, yo también querría desaparecer de la vida para siempre.

Dicho y hecho, aún no estaba convencida de ir cuando Inma ya estaba pagando los billetes para que ese mismo fin de semana las dos partiéramos rumbo a Maldito Pueblo.

El día señalado para nuestra incursión todo fueron risas y empoderamiento para afrontar la situación hasta que cinco minutos antes de salir hacia la estación de tren Inma se puso el termómetro. Los escalofríos que sentía no le parecían muy apropiados para salir de casa y emprender el viaje sin comprobar antes que todo estuviera bien. Los casi 39 grados de fiebre que marcaba le parecieron motivo más que suficiente para decirme que se caía del viaje. Su salud así lo requería, pero se las apañó para convencerme de que yo sí cogiera ese tren y me prometió que se uniría a mí en cuanto se sintiera mejor y que se las apañaría sin mí.

Ahora, a escasos minutos de llegar a la estación, regresar a Maldito Pueblo me parece la idea más absurda que he tenido en mucho tiempo y vuelvo a sentirme tan pequeñita como en el Siroco.

 

 

Gonzalo

 

Hace 532 días que Eva se marchó, y la gente sigue empeñada en que tengo que olvidarla y seguir con mi vida. Y claro que la he olvidado: hoy, exactamente 532 días después de que me dijera (o más bien de que viera) que estaba liada con el profesor de pádel, hubiéramos cumplido nueve años juntos.

Si no la hubiera olvidado, estaría muy triste y hecho polvo, y, sin embargo, estoy bien. Me acuerdo de ella, claro que me acuerdo. Porque al final fueron más de siete años juntos y, claro, pasaron cosas muy bonitas. Entre ellas, Nico.

Nico es mi hijo, tiene cuatro años. Cuando nos separamos, hace 532 días, era apenas un bebé. Y, claro, no se enteró de nada, así que no lo lleva mal.

Y menos mal que no se enteró de nada. Ese martes, hace ya 532 días, Eva tenía clase de pádel, y yo me fui con Nico a pasear con el carrito para que su madre descansara, porque con esto de la maternidad la pobre estaba sobrepasada.

Le dije que volvería tarde, porque ese día había fútbol y quería llevar a Nico a verlo con mis amigos. Me extrañó que a Eva le pareciera bien: siempre ponía pegas cuando hacía planes con los de la cuadrilla. Pero ese día me animó.

Cuando llegamos Nico y yo a ver el partido, el niño cogió un berrinche tremendo, y los allí presentes asumimos el papel de médico de familia que todos llevamos dentro. Tras poner uno detrás de otro la mano en la frente del peque, llegamos a la conclusión de que tenía fiebre. Así que me marché a casa.

Al entrar me extrañó que Eva no hubiera regresado todavía. Bajé al garaje a buscar el antitérmico que llevábamos en el bolso del coche, porque no encontraba el que teníamos en casa, y entonces pude ver el culo de mi mujer pegado al cristal de la ventanilla del coche mientras no paraba de balancearse. A la vez, unos ojos casi fuera de sus órbitas que pude identificar como los de Juan, el profesor de pádel, me miraban, mientras sus manos apartaban a Eva de encima de él de un empujón.

Retrocedí sobre mis pasos, volví al salón y pregunté a Siri cuántos mililitros de paracetamol le correspondían a un niño del peso de Nico.

No sé qué me respondió Siri. Tampoco había sido capaz de coger el antitérmico, actuaba como un autómata. Mi cerebro no paraba de ver la imagen del culo de Eva pegado al cristal del coche que hacía apenas un año habíamos comprado a la vez que nos imaginábamos todos los viajes que haríamos juntos.

No sé el rato que llevaba con el antitérmico en la mano cuando Eva entró y dijo:

—Gonzalo, tenemos que hablar.

Le pedí que hablara bajito, que Nico tenía fiebre y quería darle el antitérmico, pero no sabía cuál era la dosis.

Abrió un armario del salón, del cual sacó el antitérmico, me lanzó el bote y me gritó que eran dos puñeteros mililitros, que si aún no había aprendió algo tan básico.

Se ve que era importante lo del antitérmico, porque empezó a gritarme y a decirme que ese era mi problema, que no me enteraba de nada, que si no tenía sangre en las venas y que si iba a quedarme ahí callado sin decir nada.

Y no dije nada. No dije nada porque no tenía mucho que decir. Pero no porque no tuviera una opinión sobre lo que había pasado, sino porque era un hombre completamente derrumbado y porque mis palabras siempre las he reservado para aquel que quiere escucharlas y valorarlas. Y Eva estaba claro que no me valoraba a mí, y menos las palabras que pudiera decir.

No sé en qué momento me había vuelto el culpable de aquella situación si yo no era el que había puesto mi culo en la ventanilla y no estaba tirándome a la profesora de pádel en el coche familiar.

Salí de casa a dar un paseo y pensar.

Cuando volví y abrí aquella puerta, ya nada era como antes, una de las épocas más grises de mi vida acababa de comenzar y hoy, 532 días después, he olvidado a Eva. No sigo la cuenta porque la eche de menos, sino porque cuento los días desde aquella fatídica noche en la que Nico y yo ya no vivimos en el mismo hogar. Realmente no he perdido al amor de mi vida, lo conocí hace exactamente 1460 días: se llama Nicolás, aunque todos le decimos Nico.

Además de ser el cornudo del pueblo, título más que merecido, soy guarda forestal. Estudié Ingeniería Forestal, y cuando salió una plaza para poder regresar a mi pueblo no dudé en cogerla. Por aquel entonces vivía en Zaragoza, donde había estudiado la carrera y conocido a Eva, que era de un pueblo de aquí al lado. Los dos estábamos de acuerdo en venirnos a vivir al pueblo, yo a trabajar de lo mío y ella a montar una peluquería.

Cuando Eva y yo lo dejamos, o cuando decidió abandonarme por el profe de pádel, o el día que me gritó que no saber la dosis de antitérmico que debía tomar Nico o que yo no tuviera sangre en las venas eran motivos más que suficientes para pedirme el divorcio, ella decidió marcharse a su pueblo, y llevarse consigo a Nico y un trocito de mi ser.

Así que me quedé aquí, con mi trabajo de guarda forestal y una vivienda unifamiliar, que mantengo y pagó, religiosamente todos los meses, para que todos los miércoles y fines de semana que Nico pasa conmigo vea que su padre, además de sangre en las venas, tiene un hogar para él.

También soy el alcalde, a todos les pareció la mejor idea del mundo cuando me separé que me presentara. La verdad es que todo el pueblo se volcó conmigo en las urnas y, desde entonces, dedico todo el tiempo que no estoy con Nico a mi trabajo o a la alcaldía. Dicen que tengo que rehacer mi vida.

Ya me contarán cómo si no tengo tiempo para nada…

 

 

 

El tren por fin paró. Sentí el frenazo de las ruedas de hierro contra las vías, la fricción de una parada que desplazó mi cuerpo hacia atrás, pero que dejó mi estómago en su posición original.

Maldito Pueblo tenía un pasado ferroviario que había marcado su historia. Situado en la línea Madrid-Barcelona, llegó a tener casi quinientos trabajadores solo en el ferrocarril y casi tres mil habitantes en su época de mayor esplendor, llenando de vida sus casas y comercios. Pero en los años cincuenta, con la sustitución de las máquinas de vapor por las de fueloil, empezó su declive, y los comercios y las casas se fueron vaciando. Las escasas oportunidades laborales y el olvido por parte de las instituciones de los pueblos, y en especial de la España Vaciada, habían conseguido que ahora apenas rozara los mil habitantes.

Al bajar del tren el sol iluminó mi cara y recibí un bofetón del típico aire seco castellano que poco o nada tenía que ver con la humedad de mi amada Barcelona.

Había olvidado aquella sensación propia del interior de la península. No fue desagradable. Pero, como en un acto reflejo, saqué mis gafas de sol para protegerme de sus rayos y por si había alguien alrededor que se acordara de Isabelita Dinamita.

La estación de tren estaba tal y como la recordaba. Un par de viejos bancos de hormigón, incómodos y fríos, ahora templados por el sol de enero. La fachada con los colores típicos de Renfe por la que parecía que no había pasado el tiempo. La máquina expendedora de billetes era lo único que te recordaba que habían pasado los años, y que alejaba la imagen que yo tenía de la estación desde la última vez que la vi.

Entré en el vestíbulo, ahora ilusionada, por si aún estaba el antiguo puesto de revistas y tabacos que regentaba Paqui. Los domingos siempre venía con mi abuelo a comprar El País con el suplemento. Me encantaba pasar las hojas de aquella revista, mientras mi abuela hacía la comida, y yo me iba comiendo una a una las chuches que mi abuelo me había dejado elegir, antes de que Paqui las metiera en un cucurucho de papel.

Mis abuelos tampoco estaban ya a mi lado. La vejez y el frío invierno soriano se los habían llevado de mi lado demasiado pronto. O eso me parecía a mí. Porque sentía que llevaba una vida entera echándoles de menos. Teníamos una conexión especial porque cuando era niña pasaba todas las vacaciones con ellos. Mi madre, el día que me daban las vacaciones de verano, me preparaba la maleta y mi padre nos llevaba a la estación de tren. Tras unas cuantas horas llegábamos a Maldito Pueblo, en cuyo andén nos esperaban mis abuelos. Antes de entrar en la estación, mi madre y yo nos asomábamos por la ventana a ver quién de las dos los veía primero, mientras a lo lejos ellos hacían aspavientos para que los viéramos. Corría como una cabritilla, así se refería a mí el abuelo cuando me veía chospar para abrazarles. Es curioso cómo nos pasamos media vida buscando impresionar a los demás y demostrar de lo que somos capaces, y no nos damos cuenta de que nuestros principales admiradores y más fieles están con nosotros desde que nacemos.

El quiosco de Paqui estaba cerrado. Con la reja bajada, y la suciedad suficiente acumulada como para saber que hacía ya algún tiempo que allí no se vendía ninguna revista ni ningún tebeo. Que esa verja hacía ya años que había cerrado definitivamente.

El vestíbulo de la estación era pequeño. Una sala cuadrada, con unos asientos para refugiarse del duro invierno soriano y dos ventanas que daban al mismo. Una era el malogrado puesto de Paqui. La otra era, o mejor dicho fue, la ventanilla por la que se dispensaban los billetes. Recordaba cómo hace ya una vida esa ventanilla rebosaba actividad, con el personal de la estación convenientemente vestido con su uniforme. Cada vez que llegaba el tren, salía el jefe de estación con su gorra y su silbato para dar paso al convoy, o bien pedirle que se detuviera. Recuerdo que se llamaba Alfredo y que era una persona entrañable.

Ahora la cristalera en torno a la cual giraba toda la vida de la estación cuando yo era pequeña también permanecía cerrada con un cartel en el que ponía: «Venta de billetes en la máquina exterior».

Al salir me encontré la plazoleta. Seguía tal y como la recordaba. Solo se diferenciaba en un pequeño detalle desde la última vez que la pisé hacía ya casi veinte años: ahora no había vida. Los edificios, igual que la estación, no habían sufrido el paso del tiempo, pero lo que contenían sí. Solo un par de bares habían sobrevivido al embiste de la España Vaciada.

Por un momento pensé que la vuelta a Maldito Pueblo no iba a ser tan dura, nada quedaba ya (excepto los edificios desgastados) de mi última estancia en aquel lugar en el que Isabelita Dinamita había desatado su ira. Error. Solo tuve que entrar al primer bar (o único bar) que vi abierto para comprobar que este viaje no iba a resultar tan sencillo, como por unos instantes pensé al bajar del tren.

Allí apenas había tres mesas ocupadas y un par de parroquianos en la barra. Dos de las mesas eran de forasteros. Se podía saber por su manera de vestir. Entonces fue cuando comprobé que hay cosas que nunca cambian y que se repetían desde que era pequeña: la obsesión de los visitantes por equiparse como montañeros cuando venían el fin de semana a hacer turismo por la zona. De hecho, esta costumbre, llamémosla rara, se había intensificado gracias a la popular marca francesa que, en las últimas décadas, se había empeñado en acercar el deporte a todas las personas en cualquier rincón del país y parte del extranjero.

En la otra mesa, un grupo de hombres jugaban afanosos al dominó, dejando las piezas en la mesa con una energía que parecía albergar la esperanza de que se convirtiera en la necesaria para cerrar la partida. El estruendo era tal, sumado a sus voces de estar jugándose la vida allí mismo, que sentí la tentación de darme la vuelta y coger de nuevo el tren a Barcelona.

Aguanté estoicamente mis ganas locas de salir corriendo y abalanzarme sobre la máquina expendedora de billetes. No porque se me pasaran las ganas de huir, sino porque me sentía demasiado observada por el camarero, que llevaba mirándome desde que había entrado por la puerta.

—Un café solo, por favor, con sacarina.

—¿En vaso o en taza?

—En taza está bien.

—¿Eres Isabel?

El corazón me dio un vuelco cuando oí su pregunta. Estuve a punto de gritarle que era Bellaaaaaa, Bellaaaaa, que dejaran de llamarme Isabel. Pero enseguida recordé que había reservado la noche de antes alojamiento para las dos en el único hostal que permanecía abierto en el pueblo: La Ferroviaria.

Miré entre los numerosos adornos que poblaban las paredes de aquel bar, y que de primeras me habían pasado desapercibidos por el estruendo de los jugadores de dominó y la familia de montañeros en plena meseta castellana. Allí descubrí, entre vinilos, carteles de la época, fotos con amigos o recortes de periódico colocados con esmero, el cartel de La Ferroviaria, hostal fundado hacía ya más de cien años.

El local era el mismo que frecuentaba con mi familia de pequeña, donde me compraban los helados de Drácula en verano, pero los nuevos propietarios, nietos ya de los primeros fundadores, según descubrí después, le habían dado otro aspecto mucho más acogedor.

—Sí, soy Isabel. Tengo una reserva para esta noche y mañana para dos personas, pero mi amiga no ha podido venir.

—Yo soy Rubén, y llevo todo esto. Ahora te doy la llave de la habitación. El precio es el mismo. Es una habitación doble.

—Genial —dije yo.

En mi pequeño corazoncito aún albergaba la ilusión de que Inma llegara esa noche o a la mañana siguiente y, por lo menos, me acompañara a hacer las gestiones en el Ayuntamiento para poder saldar mi deuda y decirles cuatro cosas por permitir que acumulara esa cantidad y no haberme hecho llegar antes esa maldita carta.

Rubén me sacó de nuevo de mi ensimismamiento cuando, ahora sí, dijo mi nombre bien claro y en alto mientras me devolvía el DNI.

—Isabel Sánchez de la Fuente. Así que me resultabas familiar, ¿eres la nieta del Teodoro?, ¿el que tenía el huerto?

—Sí, era mi abuelo.

—Una pena lo que le pasó a tu familia.

Perfecto, había vuelto a ser la huerfanita y a llamarme Isabel. Respiré profundamente.

—Sí, una pena.

—¿Y qué te trae por aquí? —continuó indagando Rubén.

—Nada, un par de días de desconexión.

—Pues si tienes tiempo durante tu desconexión, deberías pasarte por tu casa familiar antes de que se caiga a chachos y tengamos una desgracia. Una pena que tu madre no pudiera llegar a abrir aquel local.

El corazón se me encogió. Y las manos de nuevo me empezaron a sudar.

Desde que tengo uso de razón, la ilusión de mi madre había sido abrir una floristería. Recuerdo cuando de niña paseábamos por Barcelona y me llevaba a ver las más bonitas que había en la ciudad, o cuando los domingos íbamos a las Ramblas y escogíamos las flores que más nos gustaban para poder hacer jarrones en casa. Mamá siempre decía que esas flores no tenían nada que ver con las que plantaban los abuelos en el huerto, que esas no duraban nada, y que incluso se las notaba tristes. Yo no entendía cómo una flor podía estar triste, si con lo bonitas que eran tenían que estar supercontentas. Siempre le preguntaba a mamá por qué no abríamos nuestra propia floristería, y ella me decía que algún día lo haría, pero en el pueblo. Si lo hacía en Barcelona no podríamos ir los veranos a estar en casa de los abuelos ni ningún fin de semana, y entonces sus flores también estarían tristes, porque ella estaría triste.

Mi madre, soriana por los cuatro costados, nunca se había acostumbrado a la vida en la ciudad. Conoció a mi padre cuando él vino al pueblo a hacer una sustitución en la caja, y se enamoraron. Mi madre, cegada por el amor y por estar con mi padre, no lo dudó y se marchó con él a Barcelona. Al año siguiente nací yo, y ella se prometió a sí misma que haría lo imposible por volver al pueblo y criarme allí, rodeada de mi familia. No solo no pudo cumplir su promesa, de lo que estoy segura que se culpó toda su vida, sino que yo con dieciséis años me negué a volver y estar con mi familia cuando más me necesitaron.

No sé en qué clase de persona me había convertido los últimos años. El choque emocional de aquel accidente que me cambió la vida había bloqueado muchos recuerdos. Por primera vez desde que recibí aquella maldita carta fui consciente de que el importe que me solicitaba el Ayuntamiento no era por ser la nieta del Teodoro, sino por las propiedades que el bueno de Teodoro y su mujer, es decir, mis abuelos, y mis padres me habían dejado en herencia al fallecer.

Mi mundo se vino abajo, y quise llorar y llorar hasta que aquella pesadilla desapareciera y volviera a estar de nuevo en mi Barcelona del alma, en mi oficina, compartiendo un café con Rosi, la secretaria que siempre tenía algún chascarrillo infalible para quitar las penas.

Lo único que fui capaz de decir fue: «¿Me das mi llave, por favor?».

Capítulo 3

 

 

 

 

El verano en Barcelona se estaba haciendo demasiado largo; el calor, cada año más sofocante, no se quería marchar.

Hacía apenas unas horas había asistido a mi primera clase de Fundamentos de Marketing y había conocido a Inma. En aquellos momentos, no tenía ni idea de qué quería hacer con mi vida. Y acababa de sentenciar mi futuro inmediato al entrar en aquella aula y sentarme en los viejos pupitres de la Universitat Autònoma de Barcelona; me había matriculado en Administración y Dirección de Empresas con el objetivo de especializarme en marketing.

Esta sería mi nueva vida, al menos durante los años que tardara en hacer la carrera. Ya no había marcha atrás. En esos momentos mi cerebro estaba en plena ebullición. No tenía ni idea de si esa carrera me gustaba, dudaba hasta de mí misma. Pero parecía que allí, en esa aula, es donde quería estar y por lo que había luchado los últimos años de instituto, sobre todo en Bachillerato.

Se supone que el marketing era lo que me gustaba, o eso se habían empeñado en hacerme creer desde que era niña, y todos afirmaban que era capaz de vender hielo en Alaska.

En aquel entonces no entendía muy bien a qué se referían, ni le veía ningún encanto a viajar a Alaska y menos a vender hielo. Pero, si me decían que se me daba bien, ¿por qué iba yo a llevarles la contraria?

Según fui creciendo, entendí a qué se referían: mi personalidad, insistente y embaucadora me convertía en el prototipo de persona capaz de salirse con la suya y conseguir lo que se proponía. Así que, sin pensarlo mucho, yo también fui creyéndome aquello de vender hielo en Alaska y orienté mis estudios hasta acabar matriculándome en ADE.

Subí andando por la escalera y enseguida noté el olor del cocido que mi madre a pesar de ser septiembre se había empeñado en hacer. Era lunes y ese mismo domingo mis padres habían vuelto del pueblo. Sus visitas se habían vuelto más recurrentes, y en todos y cada uno de sus viajes aprovechaban para cargar el maletero del coche con productos de allí, como si en Barcelona fueran a desabastecerse los mercados de un momento a otro. No entendía la absurda manía de traer las cosas de allí, habiendo aquí. Desde hortalizas a huesos de jamón y espinazo para hacer cocido.

Cuando mi madre encendía los fogones, mi casa se convertía en la envidia del edificio, un deleite para el olfato de aquellos que tenían la mala suerte de entrar o salir en el momento en el que ella se ponía a guisar y abría las ventanas para ahuyentar un poco el calor de septiembre.

—¿Otra vez cocido?

—Pensaba que te gustaría. ¿Qué tal tu primer día?

—Una mierda. Y si no hiciera casi 40 grados, quizás podría disfrutar la comida.

—Es la receta de la abuela, algún día no estará y lo echarás de menos.

—Siempre estás con lo mismo.

—Bueno, ¿cómo ha ido, has conocido a alguien?

—La verdad es que no hay nada relevante que contar.

—Vaya, cariño, lo siento. Seguro que con los días las cosas irán mejor. Ahora, Isabel, me gustaría hablarte de algo: los abuelos no están bien.

—Me llamo Bella.

—Perdona, hija, los abuelos no están bien.

—¿Qué quieres decir?

—Cada vez son más mayores, y me necesitan. He pensado pedir una excedencia y marcharme allí una temporada para poder echarles una mano.

Probé la sopa y no respondí. Al fin y al cabo, el cocido no estaba tan malo.

Fue subiendo las escaleras de La Ferroviaria cuando recordé aquel momento que creía borrado de mi mente. La insistencia de mamá de dejar su trabajo, buscar algo en el pueblo y poder estar más tiempo con los abuelos. Mi padre la apoyaba: yo no entendía nada. Papá no tenía empleo. La situación económica inestable del país causaba estragos y estaban echando a muchas personas mayores de cincuenta y cinco años del sector de la banca. Entre ellas, a él, que desde hacía un par de meses se pasaba el día aburrido en casa haciendo crucigramas y viendo programas de presentadores hiperbronceados.

—¿Pero de qué vais a vivir? ¿Y yo? ¿Qué voy a hacer yo aquí? ¿Sola? ¿En serio?

—He pensado abrir de nuevo la tienda de los abuelos, darle un aire nuevo. Podíamos…

No le dejé terminar la frase, di un portazo y me marché.

Me parecía increíble que pudieran estar hablando en serio. ¿De verdad pensaban marcharse y dejarme sola en Barcelona? ¿Qué clase de padres descerebrados eran?

En el fondo lo estaba deseando. Fantaseaba imaginándome que vivía sola en Barcelona, mientras cursaba la carrera, salía de fiesta y disfrutaba de la vida sin tener que dar explicaciones a nadie. Y a la vez un odio irracional hacia ellos se adueñaba de mí; solo de pensar que en algún momento hubieran podido plantearse abandonarme a mi suerte en esta ciudad hacía que una ira descontrolada se apoderara de mí.

A las pocas semanas, mi abuelo enfermó. Una larga temporada en el hospital hizo que mis padres vivieran solo para atender a mis abuelos. De nada sirvió, y, antes de Navidad, Teodoro había fallecido. Ese hombre noble y fuerte, campechano como él solo, se había bajado de la vida y nos había dejado a todos desolados. Tanto, que mi abuela no pudo resistirlo y murió poco después.

Fueron unos meses difíciles, en los que todos los planes familiares se vieron truncados.

Mis padres dejaron de ir con asiduidad a Soria y yo me centré en mi carrera, que al fin y al cabo no estaba tan mal. Al final iba a ser verdad lo del hielo…

Los meses pasaron, y mis padres volvieron a frecuentar el pueblo cuando podían escaparse, pero parecía que habían olvidado la tonta idea de dejarme a mi suerte en Barcelona.

Yo seguía sin querer ir a Maldito Pueblo ni saber nada relacionado con él. Ellos se resignaron, y apenas me contaban nada de sus escapadas. Tampoco preguntaba. Ahora echo la mirada atrás y no puedo dejar de sentirme culpable por haber sido tan egoísta. Pero ¿qué podía hacer yo? Estaba empezando a vivir, a sentir, a experimentar, y mi mundo se limitaba a lo que a mí me hacía sentir bien.

Ahora, subiendo las escaleras de La Ferroviaria, todos esos recuerdos volvían a mi cabeza y dolían como agujas punzantes, demasiadas emociones y demasiados recuerdos desbloqueados en mi maltrecha mente.

 

 

Gonzalo

 

—Sí, mamá, si viene, hablaré con ella y le diré que quieres verla, no te preocupes.

Colgué y suspiré.

No sé por qué demonios había hecho caso a mi madre. O, bueno, sí que lo sabía, tenía la misma curiosidad que ella (aunque realmente dudo que tanta) por saber qué había sido de la buena de Bella y cómo estaba.

Hacía unos meses, saneamos las cuentas del Ayuntamiento y había comprobado todo el dinero que se debía de los recibos de IBI. Al echar un vistazo para ver quiénes eran los deudores, por si había que actualizar los datos o teníamos que contactar con los propietarios para ver si se trataba de algún error, apareció el nombre de Isabel.

En cuanto lo leí, la nostalgia me inundó, me transporté a mi infancia, a las visitas con mis padres a Barcelona, las cenas de verano, los bailes de las fiestas. Isabel era la hija de Rosa y José, los mejores amigos de mis padres.

Y hasta que decidió dejar de venir al pueblo, supongo que porque se le quedó pequeño en la adolescencia, pasábamos mucho tiempo juntos. Ella era algo menor que yo, y siempre la vi como a la hija pequeña de los amigos de mis padres. O eso intentaba, porque cuando Isabel, bueno, Bella, que a ella las últimas veces que vino le gustaba que la llamaran Bella, se fue haciendo mayor, comencé a mirarla con otros ojos. Pero no dejaba de ser la hija de Rosa y José, y yo, un buen chaval al que todo el mundo se había empeñado en recordarle que cuidara de ella y le echara un ojo cuando salía.

Lo de cuidarla lo debí de hacer fatal, porque Bella las últimas veces que nos vimos me odiaba, no sé qué le había hecho, pero no quería ni verme. De hecho, la última vez que estuvo aquí la llamé Isabel y no Bella, y me dio un puñetazo. La verdad es que era tremenda.

Sus padres fallecieron trágicamente y, aunque mi madre intentó seguir en contacto con ella, Bella ya llevaba unos años sin pisar el pueblo y no quiso saber nada de nosotros.

Mi madre no se rindió, y consiguió entablar amistad telefónica con una familia de la que sabíamos que había ayudado mucho a Bella a raíz de la muerte de sus padres y que había hecho todo lo que había podido para que volviera al pueblo, pero no había sido posible.

Mi madre desde entonces tuvo dos penas que la iban a acompañar siempre: la muerte de sus amigos y no ser capaz de cuidar de Bella, su hija, como tantas veces se había prometido con Rosa que harían con Bella y conmigo si alguna vez les pasaba algo.

Así que, cuando vi su nombre y le conté a mi madre lo que pasaba, me pidió que, por favor, intentara localizarla con el poder que el pueblo me había otorgado como alcalde.

—Vamos a ver, mamá, las cosas no funcionan así… Me eligieron alcalde para que haga de alcalde. No de detective que acose a las personas que no quieren saber nada del pueblo.

—Uy, que no quieren saber nada… Pues debe tres mil euros, y si no quiere saber nada, que no sepa, pero tienes que cobrar esa deuda. Mira, con ese dinero cambias un par de columpios de los del parque, que son los mismos de cuando tú eras pequeño.

Mi madre se moría de ganas por saber algo de Bella, bien sé que le daban igual los tres mil euros que debía, y la verdad es que yo también sentía cierta curiosidad por saber cómo estaba y qué había sido de ella.

Tecleé en Google su nombre y aparecieron cientos de resultados, pero ninguno relacionado con ella. Había una cuenta de Facebook, con el perfil privado, que, según habíamos comprobado mil veces, era suya, pero al que no podíamos acceder, y tampoco respondía a las solicitudes de amistad que le enviábamos.

Su nombre se repetía en los créditos de Vidas Bonitas, una revista de moda que se editaba en Barcelona, y nos cuadraba que fuera ella, pero era imposible saberlo. Llamé en un par de ocasiones a la redacción para hablar con ella, pero nadie en esa revista estaba por la labor de pasarle una sola de mis llamadas ni de darme siquiera una pista para saber si era la Bella que buscaba.

Y entonces vi una foto de la presentación de un perfume en plenas Ramblas. Se veían imágenes de un rodaje del spot, y estaba seguro de que esa mujer que salía al fondo era la misma Bella.

Entonces hice lo que no se debe hacer. Llamé al registro de la propiedad de Almazán, localidad cercana a nuestro pueblo y donde nos tocaba hacer la mayoría de los trámites. Me las apañé para que la secretaria, una chica muy mona que siempre me sonreía cuando coincidíamos y coqueteaba conmigo, me consiguiera el listado de propiedades de la persona que llevaba años sin pagar el IBI. Y ahí estaba esa casa del barrio de Sant Andreu a la que tantas veces habíamos ido a pasar unos días en familia.

Podía no seguir viviendo ya allí, pero tenía que intentarlo, así que le escribí una carta, que imprimí en un papel del Ayuntamiento, donde le pedía que se personara para saldar su deuda, o bien contactara con el consistorio a través de un número de teléfono que sonaba directamente en la mesa de Patri, la secretaria. Ella tenía instrucciones de que, si alguien se identificaba como Bella, me pasara la llamada inmediatamente.

Dejé la carta con el montón de correspondencia que salía ese día, y me dirigí a mi otro puesto de trabajo, al que pagaba las facturas y me permitía vivir, porque hasta la fecha ser alcalde no me traía más que quebraderos de cabeza, y la cosa no tenía pinta de mejorar… O bueno, quizás sí…