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Mencía tiene una vida que no es la que había imaginado de joven: atrapada en una espiral de procrastinación, intrascendencia y evasiones, sale adelante como puede con un trabajo gris y precario, una madre pesadísima, una hermana caradura, el más total descontrol sobre su destino, borracheras y relaciones sexuales tan frecuentes como vacías y largas sesiones de psicoanálisis. Precisamente durante una de ellas, a comienzos del verano de 2025, su terapeuta le pide que escriba una carta a su yo del pasado para reconciliarse consigo misma. En principio, un simple desahogo para poner negro sobre blanco las frustraciones de una vida entera, si no fuera porque, la mañana siguiente, Mencía recibe en su móvil una contestación que parece provenir del pasado, de la Mencía de 1999. La correspondencia continúa y, con cada intercambio, la Mencía del presente se cuestiona cada vez más su realidad, la vida que ha construido y el camino que la ha llevado a ser quien es. Bajo un humor incisivo, salpicado de situaciones absurdas, parodia de la vida urbana contemporánea, Todas las guerras empiezan en verano es una exploración íntima y despiadada del vacío existencial de una generación atrapada entre el deber y el deseo, entre la nostalgia y el desencanto. «Novela que mediante el humor hace una crítica de las carencias que nos han tocado, el empobrecimiento mental, democrático y vital que enfrentamos». MONDO SONORO «Una novela que retrata a una generación de treintañeros que ya dejan de serlo pero que siguen atrapados en trabajos precarios y monótonos, sin cumplir con los hitos vitales y refugiándose en la pandilla de amigos para vertebrar su existencia en una retahíla de juergas nocturnas, amoríos breves y resacas cotidianas». BABELIA
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Seitenzahl: 228
Veröffentlichungsjahr: 2024
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—Es veneno puro, ¡y cancerígena! La soja es cancerígena. Fíjate que es peor que el azúcar. Y el azúcar ya es lo peor. ¡Lo peor que hay!
—Ya, bueno… Oye, mamá, tengo que colgar que estoy en el trabajo.
—Ya, pero se ve que hay un estudio que hicieron con ratas… Porque claro, todos los estudios los hacen con ratas…, no va a ser con personas. Y se ve que les dieron soja sin parar a las pobres. De desayuno, comida y cena. Soja, y más soja. Y las ratas masticando todo el día, como tu tía Mercedes… Pero solo soja, ¿eh? Pues total, en unas semanas, todas muertas. ¡Por la soja! Es malísima. Y encima, eso, te sale un cáncer…
—Mamá —interrumpió Mencía—, que es que tenemos ahora una formación de bienestar laboral y tengo que…
—¿Bienestar laboral? ¿Qué es eso?
—Nada, unos señores que vienen aquí y hacemos ejercicios de reinventar nuestro puesto de trabajo, aprender a comunicarnos y mierdas de esas. Preferiría meterme un palo por un ojo.
—Pero ¿tienes que pagar por ese curso? ¿O te pagan? ¿Cómo es la cosa?
—No, está incluido. O sea, es obligatorio. Vienen, nos dicen que digamos cosas de los compañeros y los jefes; todos decimos que nos llevamos fenomenal y nos caen genial y luego nos vamos a casa odiándonos cada día más. Los que imparten el curso merecen ejecución al amanecer. Y mis compañeros también. Pero da igual, es viernes, así que no me importa nada ahora…
—Bueno, tú haz lo que tengas que hacer, no vaya a ser que te despidan.
—Que sí, mamá, que está todo bien. Venga, hablamos…
—¡Y no tomes soja!
—Que no…
—¡Hasta luego, Cuquita!
—Adiós, mamá.
Mencía miró alrededor: la caspa de Luis, su compañero de trabajo, el mobiliario gris, los carteles fotocopiados que indicaban qué basura era orgánica o qué botón no tocar del aire acondicionado. Todo el ecosistema profesional le resultaba envilecido y triste y algunos de sus compañeros directamente merecían pena de muerte; el resto prisión permanente revisable, sin duda.
Era tarde para tomar otro café, así que fue a la máquina de vending a por un Kit Kat, que salió frío y duro como si fuera de acero.
El chocolate que se deshacía sensual entre las encías y en la lengua era el único bienestar laboral que conocía. Las láminas finas, que crujían tímidas, y el gusto azucarado que se acoplaba en el paladar… Era uno de los pocos goces de esa oficina mustia con gente pardusca vestida con pantalones feos y miradas muertas.
—¿Quieres leerla en alto?
—No sé… O sea, ¿cómo se lee esto? ¿En bajito?
—No —se sonrió la terapeuta—, me refiero a si quieres leer la carta y que yo la oiga. El ejercicio era escribir a tu «yo» del pasado, y eso ya lo has hecho. Es solo si quieres compartirlo.
Mencía bajó la mirada para subirla después, apuntando al cielo, que era un simple techo blanco.
—Sí. Sí, yo la leo. A ver, ya que la he escrito… pues la leo.
Pilar, con gafas de mil dioptrías y media vida de escucha empática, miraba con orgullo profesional. Hizo una mueca complaciente, como si diera paso a un recital de poesía, a un coro celestial o a la mismísima Orquesta Sinfónica de Praga. Subió el dedo índice por el entrecejo para ajustarse las gafas y Mencía pensó para sus adentros que si se le rompían, en Carglass se las podían cambiar en media hora.
Su voz, precedida de un carraspeo del todo innecesario, leyó impostada:
Tía, vas a flipar.
Te cuento esto desde 2025. Sí, sigues viva en 2025. Estás más gorda, pero no te has muerto. Pero lo más loco es lo que ha pasado en el mundo los últimos años.
Para empezar, ha habido una pandemia, una cosa muy fuerte que nos tuvimos que quedar en casa sin poder salir y luego con mascarillas todo el rato y después no se podía entrar en los bares…
La música latina resulta que es lo más. Pero no solo en España. ¡En el mundo entero! Es una locura. Vas por la calle y suena reguetón. Vas a un bar y reguetón. Bueno, el reguetón es como el estilo más extendido, pero vamos, que sé que no te lo vas a creer.
Y la ropa: la ropa es una absoluta locura. Hay tiendas en las que te puedes vestir por lo que te cuesta un desayuno. Increíble. Hay ropa y ropa y ropa… Puedes elegir lo que quieras. Las tiendas no están solo en la calle. También están online. No te explico lo que es online porque te explota la cabeza.
Aunque bueno, no sé a qué Mencía estoy escribiendo. Porque Pilar me ha dicho que «a la Mencía joven». Pero joven puedes ser un bebé o joven mayor, que si es así, a los dieciocho o veinte años ya sabes lo que significa online, ¿no?
El caso es que puedes comprar lo que sea desde el ordenador y desde el móvil. Que esa es otra… El móvil es una cosa que miras 4 horas y 33 minutos en un día. (Bueno, en realidad son las 10 de la noche y ese es el tiempo que lo he usado hoy).
Total, que dentro del móvil tienes redes sociales, juegos y apps para salir guapa en las fotos… Es que si te explico lo que son las apps, esta carta no acaba.
Entonces, nos pasamos el día cotilleando lo que hace la gente. Pero los amigos, la familia y también los famosos, ¿eh? Y hay gente que es famosa solo por tener muchos seguidores. Resulta que es una cosa que se llama «redes sociales», y ves fotos y cosas que pone la gente. ¿Sabes Verónica Gómez? ¿La chulita de la clase? Pues tiene 107 seguidores en Instagram. ¡Y yo tengo 441! Y, además, se puso labios y parece un mero. Pone fotos de sus hijos todo el rato, pero al marido no lo saca nunca. Debe de ser feísimo.
Me encantaría hacerte llegar esta carta de alguna manera, para que en vez de estudiar Derecho y acabar con esa rata de dos patas que se llama Ramiro, te dediques al negocio inmobiliario de los tíos. ¡No veas el pelotazo que dieron! La prima Raquel está forrada la tía, y tiene a más de 200 personas trabajando para ella.
Y te diría también que no te dejes flequillo, que te queda fatal.
Adiós, Mencía.
Firmado: Mencía
Apagó el móvil y miró a la psicóloga. Hubo un intercambio de miradas, solo en apariencia tiernas.
—A ver, el ejercicio consistía en decirle a tu «yo» del pasado qué cosas merecen su atención o qué le debe preocupar y qué no… A nivel emocional, todas tenemos mucho que aprender y es necesario entender y querer a esa niña que fuiste, pero también que te des cuenta de qué cosas te han alejado de tus propósitos vitales y cuáles te han acercado a ellos. ¿Me explico?
—Ya, no lo he pillado, ¿no?
—Lo que quiero es que comprendas que tienes que profundizar un poco: pensar de dónde vienen las reacciones que tienes, la gestión que haces de la frustración… Y para eso es necesario… ¿cómo te diría? Un poco de introspección. ¿Sabes? Más que hablar de cosas concretas, estaría bien que establecieras un diálogo interno con esa Mencía niña o Mencía joven.
Pilar buscó con la mirada una frase que parecía resistirse y dijo con tono pacificador al fin:
—La parte final. La parte final, donde le dices a tu «yo» que no debería estudiar Derecho, por ejemplo. Eso está bien. Me refiero a ese tipo de cosas: detectar qué decisiones podrían haber sido otras o cómo podrías mejorarlas. Se trata de pensar qué aconsejarías a esa Mencía del pasado, que la quieras, le agradezcas lo que haya hecho por ti y la perdones. Se trata de eso, ¿entiendes?
Entre las manos de Mencía reposaba el teléfono apagado, sobre el que repiqueteaba las uñas con nerviosismo.
—Te quería preguntar una cosa. ¿Por qué has escrito la carta con el móvil o con el ordenador?
Mencía abrió la boca, pero temía que hubiera una opción correcta de respuesta y otra no. No le dio tiempo a pensar una contestación ingeniosa, porque Pilar se apresuró a aclarar:
—Lo normal en la gente mayor, cuando les pido este ejercicio, es que traigan una carta manuscrita.
Mencía salió de terapia agradecida y ligera como siempre le pasaba en los diez primeros minutos, pero con una terrible sensación de fracaso: no se había ceñido en su escrito a lo que le había pedido la psicoterapeuta. Esto hacía que se sintiera una inútil, y la retrotrajo a pésimas experiencias vitales. A los exámenes que no salieron del todo bien en su época de estudiante por no leer bien los enunciados. Y a la web de Renfe. Y a la función escolar de cuarto de primaria en la que tenían que recrear la llegada de Colón a América y su madre la disfrazó de «hermano Pinzón» con una sábana a modo de túnica llena de pinzas. Por supuesto cayó en picado en la escala de reconocimiento social de la niñez y ya jamás remontaría.
¡Viernes! ¡Viernes! ¡Viernes! El viernes era su día favorito de la semana, sobre todo en las noches de verano que empezaban con sol y brisa seca.
Madrid, agonizante, bellísima, acogía a hordas de transeúntes en constante y aparente despiste. Y las calles y las plazas de Lavapiés se llenaban de un bullicio manso.
Se mezclaban entre olores y personas Inés, Pablo, Debo, Santi, Martín y Mencía. Sentados en una terraza bebían cerveza que se calentaba enseguida, gesticulaban mucho y se interrumpían al hablar.
—¿Por qué hay tantos pijos hoy por aquí? —preguntó Santi.
—Mejor tener a los pijos tomando cañas que montando startups —respondió Debo.
—Mirad ese, el rubio.
—Bueno, es el usuario de iPhone medio, tampoco me produce ira homicida, la verdad.
—¿Que no, Debo? Tiene pinta de autodenominarse «disfrutón». Yo le aplicaba la doctrina Parot —apuntó Santi.
—Cosas peores nos hemos follado, seguro.
—¡Mucho peores! —respondió Mencía.
—¡Oye, Mencía!, ¿qué pasó con el tío ese de Tinder?
—¿Qué tío? ¡Ah, Javi tercero!
—¿Javi tercero?
—Claro, el primero fue el de Granada, que solo fueron tres citas. El segundo, que me tenía loca, era el de la polla inmensa que parecía un filete empanado.
—¿Quién parecía un filete empanado? ¿El tío o la polla?
—¡La polla! —contestó riendo Mencía—. Él en realidad también. Era muy chungo: yo creo que desayunaba cigarrillos y las almas de sus enemigos. Os lo conté. ¿No te acuerdas? Que al final volvió con su novia…
—Menudo imbécil —respondió Inés.
—Ya. Bueno. Pues Javi tercero me gusta lo justito, pero es de otro mundo. Sin gracia, no sé… Un poco penas. De estos que te cuentan sus desgracias al detalle, ¿sabes? También venía de una relación larga, de ocho años… Una lástima de persona.
—Es que no da tiempo a conocerse. Es decir, las relaciones son rápidas, superficiales… Y al final es más fácil que te enamores de alguien del trabajo que ves todos los días que pillarte por alguien de Tinder. Y no tenemos paciencia para…
Inés interrumpió a Debo:
—No estoy de acuerdo. Para nada. Si alguien es para ti, da un poco igual en qué contexto lo conozcas, ¿no? Si surge, va a surgir de todas formas. ¿Soy demasiado romántica?
—¡Sí! La gente ya no se conoce de una manera fortuita: antes ibas a un bar, te abrías, tonteabas… Ahora, ¿para qué? Quiero decir, ligas por Instagram, por apps… Ya no hay que esforzarse para acercarse a alguien. Lo tenemos todo a golpe de pulgar. Da un poco de miedo, porque al final tratamos a la gente como a una estantería KALLAX de IKEA. Cumplen su función y ya. Consumimos cuerpos como si fueran comida o ropa. Y a la vez, claro, nos convertimos en objetos, para que nos asignen un valor comercial. Es una mierda, pero es así. Y a saber cómo liga la gente joven.
—¡Joder, que tenemos treinta y siete! Bueno, treinta y ocho.
En ese momento apareció Lolo. Saludó con besos y abrazos, se sentó y repitió varias veces que se moría de sed. La camarera tardó un buen rato.
La conversación giró entonces hacia las altas temperaturas, las rojeces de la piel y los melanomas. Pero Mencía ya no estaba allí, en la silla metálica que le dejaba marcas en los muslos. Estaba con sus habituales pensamientos intrusivos: en esta ocasión sentía culpabilidad por haber mostrado la carta a su «yo del pasado» a través del móvil, no manuscrita. Lo había hecho mal. Las personas mayores como ella escribían en papel. Era evidente que había algo que estaba fuera de lugar y que su terapeuta Pilar se había callado. Se arrepentía sin saber de qué. Y no sabía cómo enmendarlo. Tenía que haber escrito otro tipo de cosas. Hablar de arrepentimiento y felicitarse por lo que había hecho en el pasado. ¿Qué coño tenía que agradecer a su yo del pasado? ¿Estrías y endodoncias? ¿Un sueldo miserable? ¿Incapacidad para hablar inglés fluido? Sentía haber decepcionado una vez más y no haber entendido el sentido del ejercicio.
Este automachaque, tan gratuito como habitual, provocaba en Mencía una cara de carnero atontado con los ojos perdidos.
—Las apps son solo una parte, lo que se ve. Pero lo que hay detrás es todo inmaterial… y van a dominar el mundo y van a dominar a los humanos.
Mencía miraba a Lolo, que no soltaba la Estrella Galicia que por fin le habían traído. No entendía de qué hablaban ahora.
Solo Santi parecía estar fuera del mundo y fuera de todo; miraba stories de Instagram.
Inés, como buena astrofísica y compulsiva consumidora de ciencia ficción, amplió la información:
—La tecnología no tiene por qué ser la enemiga, puede ser la aliada de los humanos. Somos los creadores, ¿no? O sea, no nosotros en concreto. Quiero decir que, si esto de la singularidad digital sucede, hay un vórtice de inteligencia artificial con los principios de la física donde se generaría una puerta a otro mundo…, otro paradigma.
—Perdona, me he perdido —dijo Pablo como si pensara por segunda vez en su vida—. ¿Qué es eso?
—¿Lo de la singularidad? Eso que… A ver cómo lo resumo: que el día que las máquinas sean capaces de autorrepararse, ampliarse o crear nuevas máquinas, ya no necesitarán a los humanos.
Se quedaron pensando en un futuro aterrador y del todo posible, e Inés continuó:
—Pero bueno, a lo que iba: que espacio y tiempo son conceptos humanos, no podemos dejar de ocupar un sitio y mover la materia a ese sitio, pero en otro tiempo. Pero esto es algo que una inteligencia artificial sí podría hacer.
Mencía, por costumbre y adicción, desbloqueó el móvil y miró las notificaciones.
Inés la miró con cara de ofendida.
—¿Ves? Depende del uso que hagamos de esto… Cuando viajaron a la Luna, tenían una tecnología inferior a lo que hay en ese teléfono.
Estiró el brazo y, mirándole a los ojos, le dijo a Mencía:
—¿Me lo das un momento?
Por supuesto, lo hizo, e Inés se fue a «ajustes» y toqueteó las capacidades del teléfono:
—Incluso con este aparato se podría mover la información a otro plano temporal.
Mencía sufría porque había dejado la pestaña con la carta en primer término y ahora mismo lo que más le podía avergonzar del mundo era que sus amigos vieran lo que se había escrito a sí misma.
Inés asentía mientras trasteaba con el móvil y todos la escuchaban embobados.
—Una IA puede viajar en el tiempo porque no tiene materia, ¿entendéis? Es energía, pero en una cantidad mínima. Y, además, podría alterar la noción del tiempo para que no hubiera paradojas.
—Claro, lo de encontrarse a uno mismo en el pasado —añadió Pablo, muy interesado en el tema—. Cuando tú vas a una época de hace tiempo, alteras todo lo que va a ocurrir. ¡Anda que no hay pelis de eso!, Regreso al futuro, Doce Monos, Interstellar…
—En teoría, las leyes de la física impiden que se pueda viajar en el tiempo. Es lo que se llama la «conjetura de protección de la cronología».
Mencía le hizo un gesto a Inés para que le devolviera el móvil, que le interesaba más que la ciencia ficción de borrachera. Pero su amiga estaba tan entregada que siguió hablando de viajes en el tiempo sin obedecer a la reclamación.
—Imagínate Regreso al futuro, sí: si, por ejemplo, viajas en el tiempo y haces que tus padres no se conozcan, o que tú directamente no nazcas, en realidad no tienes por qué desaparecer en este tiempo, porque somos energía. Como mucho cambias a otra cosa o de otra forma, pero no puedes dejar de existir porque ya existes aquí, ¿entiendes?
—No. Yo me he vuelto a perder —respondió Lolo.
—Si como humanos pudiéramos viajar en el tiempo, tendríamos que hacerlo ocupando varias líneas temporales. ¡Esto también sale en muchas pelis!
Todos asentían escuchando a Inés y su entusiasmo.
—Pero para viajar en el tiempo se necesitaría lo que se llama materia exótica, que es como… como energía negativa que hiciera de combustible.
—Joder, qué movida —dijo Debo al tiempo que Inés devolvía por fin el móvil a Mencía—. O sea, que hacen falta varias líneas cronológicas y energía negativa.
—¡Como la de José! —gritó Mencía.
Rieron. Incluso Debo, aunque el aludido fuera su exnovio.
Martín recordó una anécdota que recreaba a la perfección la energía negativa de José y Debo siguió atenta a la conversación sobre lo que creían que era ciencia ficción.
Mencía, con el teléfono en la mano y algo mareada por el alcohol, se veía incapaz de seguir a sus amigos. Al fin y al cabo, era la única de letras en aquella reunión y, tal vez, también la más beoda. Sin embargo, el resto siguió hablando un buen rato del tema. Interrumpió para decirles que tenían conversaciones de «fumetas», pero nadie le hizo caso.
Con la siguiente ronda, Inés les explicó el «principio de autoconsciencia de Igor Novikov», una tautología sin solución, que viene a decir que, si se lanzara una bola de billar a un agujero de gusano, chocaría consigo misma en el pasado, lo que supone un conflicto que le impediría haber entrado en primer lugar en ese agujero de gusano. Es decir, que si algo o alguien provoca un cambio en el pasado, la probabilidad de ese hecho es cero. Sería imposible, por tanto, que hubiera ni siquiera una paradoja en una secuencia de hechos temporales.
Mencía consultaba stories de Instagram cuando Inés concluyó diciendo que era evidente que tenía que existir un universo donde el tiempo fuera hacia atrás.
Pensó: «Vaya paranoia malrollera», pero, por supuesto, no dijo nada.
Esos temas no le interesaban; le provocaban angustia vital y una ansiedad muy poco llevadera. Cuando le sobrevenía la ansiedad los domingos de resaca, veía los telefilmes de Antena 3 para no pensar. Pero ahora la única forma de evadirse de las ideas negativas, discusiones o jeroglíficos y resistirse con fiereza a los cambios era consultar las redes sociales. Mencía había luchado mucho por sus zonas de confort y quería alejarse lo mínimo de ellas.
Quería jarana.
Y la tuvo.
A la una y media estaba con sus amigos en el Club Malasaña escuchando una música envilecedora bajo los efectos de varias sustancias psicoactivas de escasa pureza y precio a todas luces exagerado.
A ratos hablaban de manera inconexa, a ratos bailaban (desacompasados y mal) y, también a ratos, fumaban en la calle y trababan amistades tan efímeras que se diluían al instante y jamás iban a recordar.
Fue en la calle San Vicente Ferrer, en un lapso de tabaco y conversación errática, cuando apareció un grupo de gente gritona y espigada. Parecían la berrea del ciervo rojo, con voces graves y movimientos espasmódicos.
Alguien pidió fuego a alguien. Unos hablaron con otros. Se mezclaban todos.
La madrugada y la apertura etílica forzó un encuentro insensato de almas ociosas y atropelladas que culminó con unas caladas de algo que fumaban los recién llegados.
Eran dos chicas y un chico, rondaban los treinta y hablaban a la vez. Desaparecieron igual que llegaron: entre nicotina y falta de juicio.
—¿Cómo se llamaba eso que nos han dado? —preguntó Pablo.
—DMT —respondió Debo.
El color naranja vibraba con un brillo nuevo; también el verde. Y el espacio se ensanchaba en un oleaje cada vez más curvado.
El suelo crecía en dimensiones chisporroteantes a derecha e izquierda.
Mencía miraba la calle que antes era apretada y gris y ahora se abría en tonos dorados como si fuera Versalles. La voz de Pablo tenía agujeros que se veían al detalle como lunares estampados en plata. Todo estaba allí.
Los colores y las luces perdieron protagonismo y, al cabo, se lo cedieron al lenguaje y al entendimiento. Todo tenía una comprensión lógica. La plasticidad era solo una excusa, un simulacro de una verdad sobrecogedora. «No existe la realidad —pensó Mencía—, es la realidad misma».
Veía la fuerza como motor. Veía conceptos, palabras imposibles de escribir. Veía dentro y veía fuera. Se sintió como su tía Mercedes cuando cenaron en La Tagliatella y se levantó a cada tanto para cotillear en la cocina desde la puerta y comprobar si la pizza era casera.
Convencida de que sus ideas eran muy elaboradas e intelectuales, Mencía pensó: «La energía no se puede ver y, sin embargo, lo es todo. La definición de las cosas se queda corta para nombrarlas».
Comprendía por primera vez la vida, mientras se evaporaba en partículas infinitas.
Habían transcurrido entre cinco minutos y dos años cuando notó que alguien la miraba. Se sentía como una masa densa, como si estuviera hecha de chicle. Aterrizó en un lugar sin corporeidad. Cada átomo propio le parecía una pesa del gimnasio y, a la vez, la atmósfera era como la de un día soleado con nubes pequeñas.
De hecho, al mirar las nubes se convirtieron en manchas que parecían monedas negras, pero en realidad tenían un volumen más parecido a piedras oscuras de río. Se abultaban por arriba y dejaban aparecer unos duendes extraterrestres. Evidentemente, Mencía no trataba con seres mágicos ni de lunes a viernes ni en fin de semana, pero le pareció habitual y cómoda su compañía.
Por un momento pensó que los conocía. ¿Acaso se había liado con alguno? ¿Se parecían a algún compañero de trabajo? ¿Alguno había ganado el rosco de Pasapalabra? En realidad, le eran familiares y cercanos sin explicación aparente. Es más, le proporcionaban una gran paz y se sentía protegida. Eran —lo vio claro al momento— transmisores del conocimiento. Unos seres excepcionales a los que les hubiera confiado mil euros de haberlos tenido.
En aquella frecuencia la comunicación no precisaba de lenguaje. Ni siquiera hablaban como los humanos. Estaban en sagrada comunión y perfecta quietud.
Aquellos seres pequeñitos animaban, contenían y compartían una ingente sabiduría tranquilizadora.
Todo estaba contenido ahí y la vida en expansión era asumible y bonita.
Comprendió que no había nada que temer. Ni entonces ni nunca. Aunque «nunca» no tenía un significado real. Los duendes le dijeron que confiara en ella, que estaba bien donde estaba, que pertenecía a un sistema que en realidad estaba en orden, aunque pareciera caótico.
Efectivamente, a Mencía sus preocupaciones por la dieta o las citas Tinder le parecieron tonterías. Su madre y su hermana no eran enemigos a batir, sino personas por las que sentir a veces cariño y a veces risa.
Aquellos seres quitaron importancia a los problemas, como si ya no existieran. Y después de muchos minutos, y tal vez horas, de sintaxis de colores, empezaron a alejarse y despedirse. «Guárdate el misterio, lo vas a olvidar a tu regreso». Un amor abrumadoramente hermoso pesaba en el aire.
Pensó Mencía: «No voy ciega: es el universo el que ha venido a mí», y comprendió que existía otro mundo en otro plano. Movió el cuello a un lado y a otro y se coloreó el fondo hasta dibujar la calle San Vicente Ferrer. La gente se movía de un lado a otro, y Debo estaba sentada a su lado.
Hablaron con métrica y voces humanas, como acostumbraban a hacer en la vida a diario. Pero ambas habían incorporado una vía de comunicación nueva.
Se recompusieron poco a poco, se reencontraron con Inés y Lolo y después con Pablo, que apareció a pie saliendo de la calle Corredera Alta.
Santi y Martín salieron de las tripas del Club Malasaña como si volvieran de su propio parto.
Aterrizaron todos sin hablar de la experiencia, pero muy conscientes de que la habían vivido… Fumaron mucho y bebieron algo.
Pasada una hora se preguntaron por lo ocurrido y solo acertaron a utilizar la palabra «embrujo» para describir la experiencia. Claro que también un chollo de Amazon, un vapeador con sabor a uva o un encuentro sexual era para ellos un embrujo.
Inés, que miraba como una lechuza asustada, terminó por monopolizar la conversación, explicó teorías de hongos alucinógenos y contó lo que había vivido: había subido a lomos de un mamífero volador y vio pequeños lagartos «muy divertidos» —apuntó— que le gastaban bromas y le decían que ella les importaba mucho. Volvía con tranquilidad a la vida. Dijo estar en paz consigo misma.
Los demás tuvieron experiencias parecidas, y cuando Mencía empezó a sentir una jaqueca y un cansancio muy humanos, se fue a casa a dormir. Sin pereza ni remordimiento, con aplomo y sosiego.
Lejos de la habitual resaca pastosa, Mencía estaba descansada y mullida por dentro. Las sábanas tenían un tacto y un color diferente. Así lo pensó dormida y así lo corroboró al despertarse. Abrió los ojos y los cerró. Se desperezó y palpó la cama con pacatería infantil.
No recordaba haber cambiado las sábanas, pero debió de llegar muy perjudicada por la noche y por alguna peregrina razón puso otras nuevas.
Recordó entonces la experiencia lisérgica: conforme visualizaba lo vivido el día anterior le entraba un arrepentimiento indefinible y habitual.
Se estiró como se estiran los gatos mestizos al atardecer. Los músculos se le tensionaban y los pensamientos parecían más dislocados y miopes que de costumbre.
«Es sábado», pensó. Y una tranquilidad occidental le coloreó el alma. Cerró los ojos y trató de dormir, pero cuando estaba cerca del sueño, sin razón, como hacía casi todo en la vida, abrió los párpados y miró el móvil.
Vio dos whatsapps del grupo del gimnasio que preguntaban por su ausencia, un audio de su madre y conversaciones atropelladas en el chat Tempus Fugit que comentaban lo vivido unas horas antes.
Decidió no ducharse. Su única motivación era que nadie iba a enterarse.
—Qué resaca, joder. Y qué fuerte lo de ayer. Flipo con lo que nos dio esa gente. Es que… no sé, ahora es como si me lo hubiera imaginado. Pero a la vez estoy súper tranquila. Como si de verdad hubiera hablado con extraterrestres. Hostia, debo de estar volviéndome loca.