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Una historia sobre lo que estamos dispuestos a creer y aceptar; sobre la identidad y los lazos. Tras doce años internado en coma, Oscar French sufre un paro cardiorrespiratorio y muere. Este parece ser su fin, pero en verdad no lo es porque, minutos más tarde, vuelve a la vida y despierta como si nada hubiera ocurrido. Se trata de un verdadero milagro clínico. El único detalle es que no recuerda nada. Pronto se entera de que tiene una esposa, un hijo y una hermana, aunque para él son completos desconocidos; y una vida a la que solo puede acceder a partir de lo que los demás le cuentan. Entonces, comienzan las pesadillas y ve cosas que no parecen para nada relacionadas con lo que le han dicho sobre su pasado. Las dudas y la inseguridad se disparan. ¿Serían recuerdos? ¿Por qué le mentirían todos? ¿Qué se oculta detrás de lo que pasó?
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Seitenzahl: 246
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Dirección editorial: Natalia Hatt
Corrección: Florencia Casella
Diseño de cubierta: H. Kramer
Diagramación: Natalia Hatt
Lalia, Joel
Todo lo que sabes / Joel Lalia. - 1a ed. - Paraná : Vanadis, 2023.
Libro digital, EPUB - (Ingvi)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-6562-04-3
1. Novelas de Suspenso. I. Título.
CDD A863
© 2023 Joel Lalia
© 2023 Editorial Vanadis
www.editorialvanadis.com.ar
Todos los derechos reservados. Prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento o tramisión por cualquier medio, las fotocopias o cualquier otra forma de cesión de la obra sin previa autorización escrita de la editorial.
ISBN: 978-631-6562-02-9
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.
Alameda de la Federación 684. Paraná, Entre Ríos. Diciembre de 2023.
Para Matías, mi gran compañero.
0
Durante mucho tiempo mi vida fue triste, oscura, mísera.
Desde que tengo memoria, he deseado que fuera más clara, más agradable, más fácil: una vida diferente.
Incontables veces he deseado poder empezar de nuevo, tener otra oportunidad, pero nunca fue más que mi ilusa ingenuidad.
¿Por qué me sentía tan vacío? ¿Por qué mis alegrías solo eran cortos períodos insignificantes que se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos? ¿Por qué me había tocado esta vida y no otra?
Todo era tinieblas y vacío. Todo era nada.
Hasta ese día.
Ese día lo cambió todo. Ese día entendí.
Por fin sentí que esa nueva oportunidad había llegado.
Ese día pasé de la muerte a la vida.
I
Oscar
Fuera de la consciencia, fuera de la luz. Oscar Frech era un cuerpo inmutable: no se movía, no abría los ojos y respiraba asistido por una máquina.
Había llegado al hospital hacía doce años tras un fatal accidente. Había recibido toda la asistencia de urgencia, pero, al final, tuvieron que dejarlo internado en estado de coma, y había permanecido así desde entonces. A medida que el tiempo pasaba, fue recibiendo tratamiento de fisioterapia para evitar que sus músculos se debilitaran por la falta de movimiento y se le administraron medicamentos de manera periódica. Más adelante, se le practicaron algunas cirugías para estimular los músculos de los brazos y las piernas. Después de más de una década, era el paciente que más tiempo había permanecido internado en el hospital Vita.
Yacía solo en la habitación, hasta que alguien abrió la puerta y perturbó esa casi inexistencia. Era una de las empleadas de la limpieza, que, tras haber pasado por otros sectores, ahora debía encargarse del cuarto de Oscar. Comenzó con su trabajo, intercalado con miradas ocasionales a ese hombre que se había mantenido en la misma condición por tanto tiempo.
Mientras pasaba la mopa, la joven tuvo un presentimiento extraño. Miró a Oscar, que reposaba silente, y continuó. De repente, la luz de la habitación se apagó. La chica se quedó inmóvil, sorprendida. Por alguna razón, sintió miedo, pero la luz volvió a encenderse. Después de comprobar que todo seguía igual, y sintiéndose algo tonta, se apresuró a terminar.
Cuando estaba por salir, una de las máquinas que había junto a la cama comenzó a emitir un pitido agudo y urgente. La muchacha no entendía nada de lo que veía en las pantallas, pero por el sonido supo que algo andaba mal. Abrió la puerta y pidió ayuda a gritos. Julia y Stewart, dos enfermeros que se dirigían al elevador, la escucharon. Se detuvieron y la buscaron con la mirada. Al verla, corrieron hacia donde estaba y entraron en la habitación. Ella salió para dejarlos trabajar.
Oscar estaba en peligro: un paro cardiorrespiratorio. Stewart comenzó a presionar su pecho mientras Julia le daba respiración boca a boca. No estaba funcionando. El enfermero miró a su compañera fugazmente y siguieron intentando. No iban a rendirse.
2
Diana
Una hora antes
El deber de todo doctor es brindar el mejor cuidado y atención a sus pacientes. Para la mayoría, ese deber se facilita en la interacción con ellos: al preguntarles cómo se sienten, al ver señales en sus expresiones, al conversar. Para la doctora Diana Anderson, en cambio, no era tan sencillo. Casi todos los días deseaba poder hablar con sus pacientes, oírlos y saber cómo hacer para que se recuperaran, para devolverles la vida que tenían antes de quedar internados. Pero no podía, porque todos ellos estaban en coma.
Para todo el mundo, la doctora Anderson era un ejemplo: pasión, dedicación y una personalidad cálida y simple la caracterizaban. Siempre se esforzaba para dar todo de sí. Nunca se le escapaba nada, y tanto sus colegas como las familias de los pacientes tenían un aprecio especial por ella. Pero no era fácil. Aunque siempre intentaba ser positiva y tener una buena energía, muchas veces sus ánimos decaían con el peso de la desilusión y el abatimiento. Claro que lograba ocultarlo muy bien y nadie lo notaba, salvo quienes trabajaban cerca de ella a diario. Lo último que deseaba era que las familias con necesidad de esperanza vieran que ella no la tenía.
Siempre procuraba tomarse un tiempo para hablar con los seres queridos de los pacientes y acompañarlos por un momento. Había un par de familias que, si bien estaban lógicamente dolidas, entendían, o trataban de entender, la situación y sabían que lo único que podían hacer era estar allí, dar su presencia, su compañía, sus caricias y sus voces, aunque la persona que estuviera en la cama no mostrara señal alguna de sentirlos.
Lo más difícil era quelos familiares de los nuevos pacientes llegaran a ese punto y traspasaran el estado de incomprensión, dolor extremo, desesperación e, incluso, enojo. Diana debía ayudarlos, contenerlos y explicarles cómo era todo. Para ello era necesario informarlos y lograr que entendieran cuánto del proceso dependía del monitoreo y cuidado que el paciente recibiera, y cuánto dependía de «algo más». Explicarles que un paciente puede permanecer en coma por mucho tiempo sin mostrar evolución, pero que también puede mejorar y hasta despertar, y, en ese caso, recibir más ayuda para lograr la mayor recuperación posible.
Aquel era uno de esos días en los cuales tenía que hacer un esfuerzo extra.
—Necesito nueve tazas de café —suspiró.
—Estás mejor que yo —respondió su amiga Lucy, una de las doctoras que trabajaba con ella, mientras ambas esperaban el elevador.
Vrivier era una ciudad tranquila y modesta situada en Nuevo México; limitaba con Las Cruces y se ubicaba cerca de Fort Bliss, Texas. Estaba habitada por un gran porcentaje de descendientes de españoles y mexicanos, pero también por estadounidenses y extranjeros que habían llegado buscando un sitio tranquilo donde vivir. Aunque poseía el encanto geográfico del área, con montañas, abundante flora y varios lagos, no era demasiado celebrada ni mencionada fuera del estado, salvo porque poseía uno de los mejores y más avanzados hospitales de la región.
El Hospital Vita contaba con doctores y especialistas expertos en todas las áreas, así como con las más modernas y eficientes herramientas y equipo para tratar cada complejidad. Urgencias, partos, traumatismos, infecciones, tratamientos contra el cáncer, enfermedades raras y hasta ayuda y asistencia en salud mental: todo en un mismo lugar. Era un enorme edificio de cinco plantas. En la quinta, estaba el sector de terapia intensiva.
Diana y Lucy salieron del elevador y se dirigieron directo a la sala de la cocina. Lucy preparó la cafetera.
—Fue una mala decisión estrenar esos zapatos anoche, mis pies me están matando —dijo al sentarse en una de las sillas plásticas.
—Hace tiempo que no me compro un par de zapatos —respondió Diana.
—Te regalo los míos.
—Hoy será un día largo —dijo ella, suspirando—. Es el día en que la familia de Miguel viene a visitarlo. Sus padres, y sus abuelos, todos juntos.
—Como cada mes —acotó Lucy—. Todas las semanas vienen los padres y una vez al mes traen a los abuelos. Creí que te agradaban.
—Claro que sí —aclaró Diana—. Es solo que hoy me siento bastante cansada. Quisiera que no hubiera visitas.
—Si quieres, puedo decirles que estás muy ocupada…
—Gracias, pero debo verlos. Tengo que hacerlo.
La máquina terminó de preparar el café. Diana buscó las tazas y Lucy las llenó hasta el tope.
—Pues necesitarás mucho de esto.
Poco después, Diana vio a los padres de Miguel Santeliz, su paciente más joven, en de la sala de espera. Para su sorpresa, los abuelos de este no estaban con ellos. Ella se acercó y los recibió con su usual calidez y cordialidad.
—Buenos días, doctora —saludó el señor Horacio Santeliz—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias. —Sonrió—. ¿Hoy no pudieron venir los abuelos?
—Les regalamos pasajes y una estadía para que se vayan de vacaciones —explicó Norah, la madre de Miguel—. Hicieron y hacen tanto por nosotros que quisimos devolvérselos de alguna manera. Insistieron en que no querían ir a ningún lado y que se quedarían con nosotros, pero no se los permitimos. Realmente se lo merecían, ¿verdad, cielo?
—Claro que sí —respondió su marido.
—¿Ustedes cómo están? —Diana los miró con más profundidad esta vez.
Horacio esbozó una sonrisa amarga, mientras que Norah largó un suspiró y cerró los ojos.
—Siete meses… Hace siete meses que Miguel está en coma —dijo Norah con un hilo de voz.
—Lo sé —les respondió, impotente.
—Le mentiríamos si le dijésemos que cada día se vuelve más sencillo. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Horacio intenta darme fuerzas cuando flaqueo, y yo intento hacerlo por él también. Hay días insoportablemente dolorosos.
—No puedo ni imaginarlo. Sin embargo, siguen de pie, siguen transmitiendo su amor a Miguel en cada visita. Y, aunque no lo crean, eso marca una diferencia.
Norah ya no pudo contener sus lágrimas; sin embargo, respiró profundo para mantenerse entera.
—Gracias, doctora. Usted ha sido tan buena, abierta y dedicada con nosotros —dijo Horacio mientras envolvía a su esposa con un brazo—. Ya se lo hemos dicho, pero en verdad apreciamos como nos acompaña en este terrible viaje.
—Gracias a ustedes por confiar y entender.
Les dedicó otra sonrisa. Notó que lucían cansados. Los ojos de ambos se veían oscuros, como si les pesaran los párpados. «El inevitable momento en que las fuerzas y la positividad escasean», pensó.
—Bien, los acompaño. —Extendió su brazo para que fueran delante de ella.
Avanzaron por el pasillo. Diana observó que Horacio seguía con el brazo derecho alrededor de los hombros de su esposa, sosteniéndola mientras caminaban, a la vez que ella acariciaba la parte baja de la espalda de él con su mano izquierda. Así había sido desde la primera vez que recorrieron ese pasillo; siempre unidos, siempre conectados uno con el otro. Diana sabía muy bien que muchas personas podían estar cerca físicamente, pero que eso no significaba que estuvieran en realidad juntos, que cada uno podía estar en su propio mundo sin importarle quien tuvieran al lado. Con Norah y Horacio le parecía percibir una unión real y profunda. No eran cada uno viviéndolo por su cuenta, eran ambos acompañándose y dándose fuerzas, ambos recordándose de forma continua que no estaban solos. Esperaba que siguiera siendo así, por el bien del matrimonio.
Entraron y vieron a Miguel en el mismo estado en que permanecía desde hacía siete meses, cuando un horrible accidente automovilístico lo había dejado en coma. Como siempre, Norah se inclinó y le besó las manos y la frente. Horacio acarició su cabello.
—¿Todo sigue igual? —preguntó la mujer, aunque ya sabía la respuesta.
—Lamento decir que sí.
—Sigue resistiendo, hijo —susurró Horacio con la voz quebrada—. Sigue resistiendo.
—Los dejaré solos un momento, llámenme si me necesitan —dijo Diana, y cerró la puerta de la habitación, tanto para darles privacidad como para tomarse un respiro de la atmósfera lúgubre que se había generado.
3
Diana
Cuando salió al pasillo, sintió la vibración de su celular en el bolsillo de la bata. Era Stefan, su esposo, quien siempre parecía llamarla en el momento adecuado.
—Cariño, ¿cómo estás? ¿Todo en orden?
—Todo bien, preciosa. Es más, llamo para contarte una buena noticia —anunció él.
—Ah, ¿sí? Dime.
—Se trata de nuestra hija…—le dijo. Alargó el final de la frase con ese tono misterioso que a Diana la sacaba de sus casillas.
—Está bien, ya basta. Suéltalo de una vez.
—De acuerdo. Pero, ¿sabes qué?, puede contártelo ella misma. Espera, pondré el altavoz.
—¡Hola, mamá! —saludó su hija Nancy. Sonaba algo extraña, pero igual de entusiasmada que su padre.
—Hola, cielo. ¿Vas a decirme por qué papi está siendo tan misterioso?
—¡Sí! ¡Ya pude andar en bicicleta sin rueditas de entrenamiento! —respondió Nancy, prácticamente gritando de la emoción.
—¿De veras? ¡Eso es fantástico, amor! Estoy tan contenta por ti, ¡te felicito!
—¡Gracias!
—En verdad lo logró —dijo Stefan—. Me insistió en que me tomara un rato para ayudarla antes de ir al trabajo y por fin pudo hacerlo.
—Me pone muy feliz. Gracias por haber sido tan constante estas últimas semanas. Sé que a veces estabas demasiado cansado para enseñarle y ayudarla, pero no dejaste de hacerlo.
—Yo también estoy feliz. Feliz y orgulloso.
—Cómo quisiera abrazarlos y besarlos en este momento —dijo Diana—. Debo irme, pero esta noche lo celebramos.
—¡Sí, quiero celebrar! —gritó Nancy.
—Adiós, te amamos —saludó Stefan.
—Yo los amo más —respondió Diana, y colgó. Luego, cerró los ojos y suspiró. Debía volver.
Cuando se acercó nuevamente al cuarto de Miguel, oyó el llanto de Norah desde afuera. Se quedó a un lado de la puerta cerrada. No le gustaba interrumpir en ese tipo de momentos, así que decidió esperar unos minutos para ver si se calmaba.
—¡Es que ya no lo resisto, Horacio! —sollozaba—. ¡Ya no resisto ver a nuestro hijito así!
—Yo tampoco, mi amor, pero debemos ser fuertes. Por Miguel.
—¿Y quién es fuerte por nosotros? Yo ya no tengo de dónde sacar fuerzas…
—Verás que sí —respondió él—. Puedes más de lo que crees. Solo debemos seguir de pie y tener fe.
En esas últimas palabras, Diana oyó la voz del hombre quebrarse. Incluso él, que siempre se había mostrado entero y firme a pesar de la situación, había comenzado a flaquear. El llanto de Norah de repente se escuchó amortiguado, y Diana imaginó que él se había acercado para abrazarla. Respiró profundo y tocó la puerta con delicadeza antes de entrar.
—La doctora está aquí —dijo con suavidad Horacio en el oído de su esposa.
—Lo siento —se disculpó ella mientras secaba sus lágrimas y sonaba su nariz.
—Por favor, no debe disculparse.
—Cada vez se vuelve más difícil —confesó él—. Pero no hay que rendirse, ¿cierto?
Parecía haberlo dicho más para sí mismo que para Norah y Diana.
—Por supuesto que no deben rendirse —dijo ella, intentando consolarlos—. Él cuenta con ustedes.
Cuando salieron al pasillo, les ofreció algo de tomar antes de que se fueran.
—Gracias, pero queremos ir a casa —respondió Horacio—. Debemos descansar y luego ocuparnos de varias cosas.
—Entiendo. Me alegró haberlos visto, y saben que por cualquier cosa pueden llamarme. —Miró en especial a Norah—. Sé que hay momentos más duros que otros, pero no se dejen llevar por el dolor. Esto no ha terminado.
Cuando estaba a punto de despedirse de ellos, oyó a una de las enfermeras gritar.
—¡Doctora Anderson, emergencia!
Se sobresaltó. Al mirar hacia su derecha, vio a Julia, la enfermera, a dos cuartos de distancia.
—Disculpen. —Se apartó y se dirigió hacia allí a toda velocidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Norah, y comenzó a seguirla.
—Cielo, no. No debes ir allí —dijo Horacio al tiempo que la tomaba de la mano para detenerla.
—Quiero ver qué pasa —respondió ella, zafándose, y siguió caminando.
—¡Norah! —Horacio no tuvo más remedio que ir tras su esposa.
—¿Qué sucede? —preguntó Diana, alarmada, mientras entraba a la habitación del paciente Oscar Frech.
—¡Paro respiratorio! —exclamó Stewart, que seguía intentando reanimarlo.
—No está dando resultado —dijo Julia.
—¡Maldición! —exclamó Diana y se acercó rápidamente—. ¡Desfibrilador, ahora!
Mientras Julia traía el aparato, ella hizo un corte en la bata del hombre y terminó de abrirla con las manos para dejar su pecho al descubierto. Luego, tomó el desfibrilador, lo encendió y le colocó los electrodos en el tórax.
—Vamos… —murmuró Stewart.
El aparato realizó una descarga, pero no ocurrió nada.
—Otra vez —dijo Diana, presionando el botón de descarga.
—¡Vamos! —susurró Julia.
Nada.
Estuvieron varios minutos más intentando reanimarlo, pero no hubo caso. La doctora no tuvo más opción que declararlo muerto.
—No puede ser —murmuró Julia.
—Se ha ido —se lamentó Diana.
Se quedaron allí, en silencio, contemplando el cuerpo de Oscar Frech, igual de inmóvil, pero ya sin vida.
4
Diana
En el pasillo, Norah y Horacio lo habían visto y oído todo. En el apuro, la puerta había quedado abierta, y aunque él intentó detenerla, Norah se había quedado viendo la intensa escena desde afuera del cuarto.
—Un hombre murió —dijo ella, perturbada—. Un hombre acaba de morir.
—Norah, vamos —le pidió Horacio por quinta vez.
En ese momento, Diana salió de la habitación; lucía triste.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó con delicadeza.
—Ese hombre está muerto —dijo Norah—. ¿Eso es lo que le pasará a mi hijo?
—¿Qué? Su hijo no tiene nada que ver con lo que acaba de ocurrir —respondió, intentando no sonar descortés por la conmoción—. Cada paciente es distinto, ya se lo aclaré muchas veces. Ahora, si me disculpan…
—¡Tiene que haber forma de evitarlo! —la interrumpió ella.
—Norah, por favor… —Horacio deseaba genuinamente que se detuviera.
—¡No! ¡No quiero que mi hijo esté internado tanto tiempo solo para morir así!
—Señora Santeliz, por favor, debe calmarse. —Diana bajó la voz para causar que ella hiciera lo mismo—. Primero, tal cual lo dijo, un hombre acaba de morir, así que le pido respeto. Y segundo, debemos salir de aquí, estamos en medio del pasillo.
Con suavidad, puso sus manos detrás de ambos y los hizo caminar para alejarlos del cuarto.
—Dígame que no le pasará esto a mi hijo, por favor —seguía pidiendo Norah mientras avanzaban.
—Señora Santeliz, le ruego que se calme.
—Por favor… —repitió con voz débil.
—Vamos, vengan por aquí.
Los llevó de vuelta a la puerta de la habitación donde estaba su hijo.
—Disculpe por eso —murmuró Norah.
—No es nada.
—Tranquila, tranquila —decía Horacio a su esposa, aunque era notorio que él también estaba con las emociones a flor de piel.
—Sabe que el que un paciente haya perdido la vida no significa que le sucederá lo mismo a Miguel —explicó Diana, mirando a Norah.
—Lo entendemos —dijo Horacio—. Perdón por causar una escena.
—Está bien, lo comprendo. Pero ahora deben calmarse para que puedan volver a su casa y descansar.
Diana ya sentía que conocía las miradas de ambos, aunque esta vez veía algo distinto en ellas; algo que no supo descifrar.
5
Oscar
Julia y Stewart miraban a Oscar apesadumbrados.
—No puedo creer que se haya ido —dijo Stewart.
—Yo tampoco. —Julia tenía los ojos vidriosos—. Sabía que las posibilidades eran casi nulas, pero tenía esperanza de que algún día mejorase.
—Te extrañaremos, amigo —susurró él.
—Vamos —dijo Julia, dándole unos golpes afectuosos en la espalda.
Cuando se dirigían a la puerta, escucharon un ruido detrás de ellos. Al volverse, se quedaron paralizados: Oscar tenía los ojos abiertos y respiraba de forma agitada.
—Dios mío —murmuró Julia—. ¡Llama a Diana, ya!
Stewart salió disparado y corrió hasta llegar a la doctora, que se estaba despidiendo de Norah y Horacio.
—¡Doctora Anderson, está vivo! —atinó a gritarle—. ¡Oscar está vivo!
—¿Qué? —Fue lo único que pudo decir ella en tanto veía que el enfermero volvía corriendo a la habitación.
—Por favor, quédense aquí —le pidió al matrimonio, y fue detrás de Stewart.
Ellos se quedaron inmóviles, sin entender nada.
Cuando entró, Diana no pudo creerlo: Oscar yacía en su cama con los ojos bien abiertos y miraba hacia todos lados. Un sonido extraño salía de su boca como si estuviera intentando hablar. Al lado de su cama, Julia y Stewart lo miraban igual de sorprendidos que ella.
—Por Dios —exclamó. Por unos segundos, fue incapaz de procesar sus pensamientos para saber qué hacer, hasta que, por fin, se acercó a él.
—Señor Frech, tranquilo —dijo con voz suave, sin saber si era buena idea tocarlo o no.
—¿Dónde estoy? —preguntó él con voz ronca y casi inaudible, debido al respirador que le habían retirado al intentar reanimarlo; tomaba grandes bocanadas de aire—. ¿Qué pasó?
—Está en el hospital —contestó ella, sorprendida de que pudiera hablar—. Mantenga la calma, por favor.
—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Quién es usted? —Los ojos del hombre se veían aterrorizados.
—Soy la doctora Diana Anderson, y usted está en el hospital Vita de la ciudad de Vrivier. No se alarme, todo está bien. —Su voz sonó más nerviosa de lo que quiso.
—¡Ayúdeme, ayúdeme! —exclamó él.
—Lo ayudaremos, pero no debe entrar en pánico.
—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar.
—Está en el hospital —repitió Diana—. Tranquilo.
Oscar seguía mirando de un lado a otro con la misma alarma en los ojos. Diana, Julia y Stewart no podían creer lo que veían. El hombre estaba completamente despierto. Asustado y confundido, pero vivo.
—¿Dónde estoy? —seguía preguntando—. ¿Qué me pasó? —De repente, su voz se apagó y sus ojos comenzaron a cerrarse.
—No, no te vayas otra vez. —Diana se acercó y colocó los dedos a un lado de su cuello.
—¿Tiene pulso? —preguntó Julia, alarmada.
—Sí —respondió ella.
Los tres se miraron, aliviados, pero sus rostros también reflejaban lo sorprendidos que estaban por lo que acababa de ocurrir.
Unos minutos después, Diana volvió a salir de la habitación. A unos metros, Norah y Horacio seguían esperándola.
—¿Está todo bien? —preguntó Norah, ya más calmada.
—Sí… —Diana no estaba segura de si debía decírselo, pero lo hizo—. El hombre despertó. Está vivo.
—¿Qué? —La voz de la mujer fue casi inaudible.
—Está vivo.
—¿El paciente que acababa de fallecer… está vivo? —Horacio casi tartamudeaba por la incredulidad.
—Sí.
—Dios mío —exclamó Norah mientras miraba a su marido, que tenía una expresión inescrutable en su rostro.
6
Oscar
Sus ojos se abrieron poco a poco, batallando contra la luz, que los hacía volver a cerrarse. Cuando pudo ver con claridad, notó que estaba en un hospital. Hizo un movimiento con el cuerpo y notó un leve dolor en los músculos o en las articulaciones; no podía distinguirlo. Sentía como si no soportara su propio peso. Supo que intentar sentarse sería inútil, así que se quedó recostado.
Se miró las manos. Abrió y cerró los puños, movió los dedos. Podía hacerlo sin problemas. Luego, miró hacia el final de la cama, donde estaban sus pies. Por unos segundos dudó, pero debía saber si podía moverlos. Al ver que sí, lanzó un suspiro. Más allá del dolor que sentía, parecía que no le había sucedido nada grave. Solo lo alarmaba una cosa: no podía recordar por qué estaba allí y qué había pasado antes de despertarse.
La puerta de la habitación estaba abierta y alcanzó a ver parte de un pasillo iluminado. Escuchó unos pasos que se acercaban y su corazón se aceleró. Una mujer entró; parecía una doctora, a juzgar por la bata blanca que vestía. Ella dio unos pasos, pero se quedó más cerca de la puerta que de él y solo se dedicó a mirarlo por un tiempo que él no supo calcular.
—Hola —dijo él.
—Hola. —La expresión de la mujer parecía reflejar mil cosas a la vez, ninguna que él pudiera discernir en ese momento.
—¿Qué… qué me ha pasado? —preguntó—. No lo recuerdo.
—Tranquilo. No sé si podrá comprender bien, pero usted acaba de despertar de un estado de coma —respondió ella.
—¿Qué? ¿Estaba en coma? ¿Por qué?
—¿No se acuerda? —preguntó ella.
—No.
—¿Puede recordar algo?
—No.
—¿Qué hay de su nombre? ¿Lo recuerda?
—Yo… No —respondió él, comenzaba a asustarse.
—¿No recuerda nada?
—No, nada. —Su voz se llenó de pánico—. No me acuerdo de nada. No sé quién soy.
—Está bien, no se alarme. Estoy aquí para ayudarlo, pero hay que tomarlo con calma. Ha estado inconsciente por mucho tiempo.
—¿Cuánto… cuánto tiempo?
Ella se quedó callada.
—Dígame.
—Creo que por ahora debe descansar. Lo estamos monitoreando y controlando. Todo parece estar bien, pero volveré en media hora para ver cómo sigue. Si lo encuentro despierto, hablaremos un poco más. ¿Está bien?
—Está bien —respondió él.
—Bien.
La mujer salió de la habitación. Él se quedó mirando al techo, tratando de calmar su respiración, lo que parecía inútil, ya que su mente tampoco se calmaba. Miles de preguntas se le dispararon como gritos dentro de su cabeza. ¿Qué le había sucedido para terminar allí? ¿Por qué no podía recordarlo? ¿Hacía cuánto tiempo estaba internado?
Y la pregunta más importante: ¿quién era él?
7
Es curioso cuánto peso tiene el sentido de identidad en nosotros, cuánto nos define y cuánto influye en la manera en que vivimos y nos desenvolvemos en el mundo. También es curioso cómo, al ir creciendo, no somos del todo conscientes de ello, pero padecemos cuando, por alguna razón, no sabemos quiénes somos. Sin la fuerte base de una identidad definida, no pisamos con firmeza, no tenemos seguridad.
En este momento, intento mirar al pasado con otros ojos y reconozco lo que sucedía conmigo en ese entonces. Era tan simple e inmenso como dudar de dónde venía, si en realidad pertenecía a mi hogar, a mi familia. El inconmensurable sentimiento de no pertenecer.
Miles de veces parecía que no sería capaz de seguir viviendo así; sin embargo, seguía adelante, aunque no sabía por qué. Podría decir que, en el fondo, tenía una luz de esperanza, pero estaría mintiendo descaradamente. Ahora reconozco que fue porque no tenía otra opción, hasta que ya no la necesité.
8
Oscar
Se mantuvo perdido por esas preguntas que se repetían como un bucle continuo en su interior. Comenzó a dolerle la cabeza. Cerró los ojos y, por una fracción de segundo, visualizó algo: un rifle que le apuntaba. Los abrió sobresaltado. «¿Qué fue eso?», se preguntó. Estuvo a punto de gritar, pero se obligó a contenerse y continuó luchando contra sus nervios hasta que aquella mujer apareció otra vez en la habitación.
—Veo que sigues despierto.
—Sí…
—¿No pudiste dormir?
—No. —Al instante, volvió a vislumbrar la imagen del rifle en su mente, aunque prefirió no mencionarlo.
—Está bien. —Ella se acercó más y tomó la silla que se encontraba en uno de los rincones del cuarto—. Primero, volveré a presentarme, ya que cuando te dije mi nombre estabas muy alterado.
Él se la quedó mirando, expectante.
—Mi nombre es Diana Anderson. Soy doctora y directora de la Unidad de Terapia Intensiva del hospital Vita, que es donde estamos.
— Okey… —Él intentaba captar cada palabra que ella decía.
—¿Aún no recuerdas tu nombre?
—No.
—¿Quieres que te lo diga?
—Sí, por favor. —Su corazón volvió a acelerarse.
—Bien. Tu nombre es Oscar Frech —dijo la doctora.
—Oscar… Frech —repitió él, asimilándolo.
—Exacto.
—No me suena familiar —se lamentó.
—¿Sabes cómo terminaste aquí?
—No, pero me gustaría saberlo.
—No te asustes. Puedo contarte un poco cuáles son las razones por las que no recuerdas nada y cómo llegaste. —Diana se inclinó hacia adelante en la silla—. Pero, si es demasiado para ti, no diré nada más hasta que estés listo para saber y comprenderlo todo.
—De acuerdo. —La voz de Oscar seguía rasposa.
—Llegaste al hospital tras un horrible accidente con tu auto. No te diré cómo por ahora, solo que estabas en un estado que iba más allá de lo crítico. —Hizo una pausa para dejar que él fuera procesando lo que le decía—. Te sometimos a múltiples procedimientos. Lo único que no pudimos hacer fue que vuelvas a estar consciente.
—Suena terrible.
—Sufriste un derrame cerebral. Por eso tuviste aquel accidente.
—¿Un derrame?
—Sí… Por eso diría que es normal que falle tu memoria.
—Entiendo.
—Lo que no es normal es que hayas despertado así.
—¿A qué se refiere?
—A que es prácticamente un milagro que estés vivo, despierto y hablando como lo estás haciendo —respondió. La doctora permaneció en silencio unos momentos y procuró observar las reacciones de su paciente. Como le pareció que estaba bastante tranquiló, prosiguió—: Oscar, unos momentos antes de despertar, te habíamos dado por muerto.
—¿En serio? —Él no podía creer lo que le estaba diciendo.
—Sí. Tu corazón se detuvo, dejaste de respirar. Intentamos reanimarte, pero no lo logramos. Te habías ido. Pero luego, después de varios minutos, volviste.
Él asintió con la mirada perdida. Diana no iba a decirle más porque creía que había sido suficiente por el momento. Trataba de transmitirle algo de tranquilidad con la mirada.
—¿Puedo preguntarle algo? —preguntó Oscar.
—Claro.
—¿Cuánto tiempo permanecí en coma?
Ella lo miró sin decir nada por varios segundos.
—¿Realmente quieres que te lo diga ahora?
—Por favor.
—Bueno…
—¿Cuánto tiempo?
Ella clavó los ojos en los suyos, dio un largo suspiro y luego solo lo dijo:
—Estuviste en coma por doce años.
Él tuvo una sensación de sofoco y ansiedad, y pidió quedarse solo una vez más.