Todos los besos que importan - Raúl Molero - E-Book

Todos los besos que importan E-Book

Raúl Molero

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Beschreibung

Hay ocasiones en las que contemplar el camino recorrido nos ayuda a hallar el rumbo que hemos perdido. ¿Puede la vida de una persona contarse a través de los besos que más huella le han dejado? Besos cargados de amor, pasión e ilusión, pero también de traición y desencanto. El pasado de Lara está repleto de ellos, aunque hace mucho tiempo que no añade uno nuevo a la lista. No es ese su único problema. Desde el divorcio, el número de sus preocupaciones no ha hecho más que crecer, empezando por el hecho de que hace mucho que no se gusta a sí misma, y siguiendo por la tensa relación que mantiene con su hija adolescente, con su exigente madre y con su irritante exmarido. Justo cuando más desesperanzada está, un reencuentro inesperado le hace recuperar la ilusión que había perdido de poder aumentar su colección de besos memorables. Y quién sabe, quizá el siguiente sea por fin el definitivo.  Un emocionante viaje por el pasado sentimental de una mujer que necesita desesperadamente encontrarse a sí misma.

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Seitenzahl: 546

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Todos los besos que importan

© 2025 Raúl Molero

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Arte de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

ISBN: 9788410643444

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

AHORA

 

 

 

 

 

Toda historia necesita su protagonista. Así que vamos en busca de la nuestra.

No tenemos que ir muy lejos para dar con ella. Basta con caminar un poco y meternos en ese supermercado que hay en aquella esquina. Los detalles concretos acerca del mismo son intrascendentes. Es un establecimiento cualquiera en una calle cualquiera de la ciudad de Madrid.

Hay candidatas muy interesantes en su interior. Está Yolanda, una chica adolescente que ha venido acompañada de sus padres, a los que esa misma tarde de sábado va a revelar que el motivo por el que últimamente se ha estado comportando de una forma muy extraña se debe a que lleva unos meses sufriendo ciberacoso por parte de unas compañeras de clase. Le ha costado mucho tomar esa decisión, pero va a suponer un paso fundamental para escapar de ese infierno. Dentro de muchos años, cuando encabece la lista de las mujeres más influyentes del país, recordará ese instante como el más decisivo de su vida.

Unos metros más allá, esperando su turno en la sección de carnicería, hay una treintañera de origen venezolano tan absorta en sus pensamientos que no se ha dado cuenta de que la charcutera acaba de decir su número en voz alta. Gabriela llegó de su país hace poco más de un año junto con su marido y sus dos hijos pequeños, y tiene muchos problemas que resolver: su permiso de residencia, la matriculación de los niños en el colegio, la entrevista de trabajo que tiene pasado mañana y un siniestro secreto familiar que descubrió al poco de llegar a España. Tanto quebradero de cabeza la tiene un poco agobiada. Menos mal que es una de esas personas que se crecen ante las dificultades.

Cerca de Gabriela se encuentra Paz. Es una madrileña de engañoso aspecto frágil que va a cumplir setenta años la próxima semana. Está muy contenta porque los resultados de las pruebas médicas que se ha hecho su hija mayor han descartado que sufra la misma enfermedad que le costó la vida al marido de Paz tres años antes. Su felicidad no es nada en comparación con la que va a sentir dentro de unos días, cuando averigüe que toda su familia —incluidas sus primas de Alicante, a las que tanto quiere— se ha reunido para celebrar su cumpleaños. No será la única sorpresa que reciba ese día. Al volver a casa esa noche, se encontrará allí esperándola a una persona de su pasado que creía muerta hacía mucho tiempo.

No muy lejos de allí, deambula Miriam, que aparenta bastante menos de los veintiocho años que tiene. Es fácil localizarla debido a su risa tan contagiosa. Acaba de escuchar en su móvil un audio que le ha enviado Valentina, su novia mexicana, donde le describe un incidente bastante gracioso en el que se ha visto envuelta por culpa de un malentendido lingüístico. Miriam está muy enamorada de ella. Es una pena que su chica no lo esté tanto de Miriam, y que en menos de tres meses la relación se vaya a ir a pique cuando descubra que Valentina le está siendo infiel con una tatuadora de ojos verdes.

Pero ninguna de ellas es la mujer que va a protagonizar este relato.

La elegida se llama Lara. Es una de las clientas que están haciendo cola en la fila más alejada de la salida del supermercado. La segunda contando desde el final. La que lleva el pelo negro largo y con raya en medio.

Esa.

Lara no está teniendo precisamente lo que podríamos llamar un buen día. Más bien lo contrario. Sus problemas no son tan acuciantes como los de Gabriela, pero le causan mucha más inquietud. Ya tendremos oportunidad de conocerlos en profundidad más adelante. Por ahora basta con saber que todo se puede resumir con la siguiente frase: Lara no se gusta nada a sí misma. Y no me refiero a su físico, sino a su forma de ser. Se ve como una persona débil e insegura. Detesta lo complaciente que se muestra en ocasiones y lo mucho que tiende a morderse la lengua ante las injusticias. Tiene la sensación de que la gente se aprovecha de ella debido a que apenas opone resistencia. Y para colmo, la única vez que decidió no dejarse avasallar le costó su matrimonio.

Ella considera que ese es su defecto más importante, pero está convencida de que no es el único que posee. Desearía no estar comparándose constantemente con los demás, por ejemplo. También daría lo que fuera por no andar imaginándose todo tipo de contratiempos futuros cada dos por tres. Ni siquiera el hecho de que estos no sucedan en el noventa y nueve por ciento de las veces le ha ayudado a frenar su constante paranoia.

Lara tampoco está nada satisfecha con su situación actual. A sus cuarenta y cinco años la vida la ha llevado a una posición que está muy alejada de sus expectativas. Y eso que, visto desde fuera, nadie podría pensar que las cosas le van demasiado mal. Tiene casa propia, un trabajo estable, una salud de hierro, un par de amigas de las que están ahí cuando las necesitas de verdad y una hija que aquel que la conoce no duda en describir como adorable. Pero si lo analizamos todo más de cerca, aparecen las causas de su desencanto.

Primero está el divorcio con el padre de su hija Ruth, cinco años atrás. Aunque Lara sabía perfectamente qué era lo que había precipitado su separación, era incapaz de comprender cómo habían podido permitir que todo acabase así. Y no era la única a la que había sorprendido que una pareja que todo el mundo consideraba como ejemplar se hubiese derrumbado tan rápidamente. Pocos de los que los conocían bien habrían predicho ese final, por no decir que ninguno. Ella misma había llegado a creer hasta tal punto en la fortaleza de su matrimonio, que comprobar lo equivocada que estaba había supuesto un palo tremendo. Al principio le había culpado casi exclusivamente a él. Luego, con el paso de los años, se había atribuido cada vez más responsabilidad. No tanto por los acontecimientos que habían llevado al deterioro de su unión, sino por el hecho de no haber hablado más claramente las cosas cuando aparecieron las primeras señales. Y por haberse engañado a sí misma durante tanto tiempo pensando que en realidad todo se acabaría solucionando por arte de magia. Por si eso fuera poco, a su ex le estaba yendo muy bien desde que no estaban juntos; había tardado bien poco en rehacer su vida con una chica once años más joven, con aspecto de modelo de anuncio de perfume caro.

En segundo lugar, se encontraba la relación con sus padres. Sobre todo, con su madre, que era con quien más trato tenía. Su padre había ido distanciándose de su hija y de su esposa cada vez más, hasta el extremo de que Lara no entendía que siguiese con su madre a esas alturas. Lara compartía muchos de los rasgos faciales de Jimena, su madre: frente amplia, ojos grandes, nariz estrecha con una leve hendidura en la punta y labios gruesos. Todos aportando su granito de arena para convertir su rostro en algo bastante armonioso y atractivo. Pero con respecto a sus personalidades, la de una era la opuesta a la de la otra.

Jimena era una mujer de fuertes convicciones que no se callaba nada. Le gustaba tener la última palabra siempre y era imposible hacerla cambiar de opinión una vez que se había posicionado. No solo no evitaba las discusiones y el conflicto, sino que ese parecía ser su elemento natural. Y no le bastaba con dejar muy claras sus ideas, sino que se esforzaba en convencer de su error a los que no las compartían. Los más diplomáticos la calificaban como vehemente. Para Lara eso era quedarse muy corta. Ella prefería usar términos mucho menos halagüeños, tales como «mandona», «controladora» y «cabezota», por mencionar los menos ofensivos.

A Lara le encantaría poder hallar en su hija Ruth el bálsamo necesario para curarse las heridas que le causaba su madre. Así había sido cuando era más pequeña, pero con el paso del tiempo se había acabado convirtiendo en otra fuente más de disgustos para ella. Sabía que era mucho pedir que con dieciséis años no tuviese ningún choque con ella. Pero tampoco veía normal que cada conversación entre las dos se convirtiese en una batalla campal.

Hasta su trabajo, que se había convertido para ella en un refugio durante los malos tiempos, corría serio peligro de dejar de serlo. Lara era coordinadora editorial. Se dedicaba a lo que en su empresa llamaban temas de actualidad, lo que venía a significar que se encargaba de publicaciones vinculadas a autores —la mayoría de ellos famosos de distinto pelaje— que contaban su vida a modo de biografía o que optaban por escribir una novela basada en sus vivencias personales. Últimamente se había especializado en influencers, youtubersytiktokers. Al principio se había aproximado a ese tipo de gente con cierto recelo, pero lo cierto era que las primeras experiencias habían sido mucho más satisfactorias de lo esperado. Pese a ello, sus dos proyectos más recientes se habían complicado una barbaridad, debido al carácter complicado de una de ellos y a la sorprendente pasividad del otro. Quería pensar que había sido mala suerte, y que quizá en sus siguientes trabajos volvería a tener la oportunidad de colaborar con gente menos conflictiva. El problema era que el optimismo no figuraba entre sus virtudes. Además, sospechaba que en la editorial le habían colgado la etiqueta de «experta en manejar marrones», seguramente a causa de que nunca se quejaba de nada y lo aguantaba todo sin rechistar.

Habría mucho más que contar acerca del descontento actual de Lara con su vida. Pero considero que con esa información es suficiente para comprender lo que va a suceder a continuación. Así que volvamos con Lara, que acaba de pagar su compra y arrastra su carro repleto de bolsas hacia la salida del supermercado, mientras revisa el tique que le han entregado. De repente se detiene. Hay algo que no le cuadra. Lara normalmente se habría marchado a casa sin protestar. Pero hoy es uno de esos días en los que se siente miserable, porque, a pesar de que solo lleva tres horas despierta, ya ha tenido sendas movidas con su hija, su ex y su madre. Con los tres le ha tocado ceder. Y ya está harta de tragar. Tiene la garganta al rojo vivo de tanto hacerlo esa mañana.

Por lo tanto, regresa sobre sus pasos.

—Me habéis cobrado mal esta oferta —le dice al cajero que le acaba de atender.

Este, un joven de cara alargada y pelo deliberadamente despeinado, toma el papel que Lara le extiende, desconfiado.

—Eran tres paquetes de cookies por el precio de dos —le aclara Lara.

El chico, de modo muy educado a pesar de que tiene la paciencia justa tras siete días seguidos sin librar, la corrige diciéndole que ese producto ya no está en oferta.

—Sí que lo está, lo acabo de ver —replica Lara, con un tono mucho menos conciliador que el de él.

—Me temo que no es así, señora.

Lo de «señora» es casi peor que el que le esté llevando la contraria. Señoras son su madre y la vecina de abajo, que se acaba de jubilar.

—Te equivocas —contraataca ella—. Lo ponía muy clarito cuando lo he visto. Así que me tenéis que devolver la diferencia. Y rápido, por favor, que llevo mucha prisa.

Ahí es cuando Lara empieza a no reconocerse a sí misma. Esa actitud tan arrogante no es nada propia de ella.

—Ya le he dicho que el precio está bien —dice el cajero, que ya no suena tan amable como antes.

Lara nota la mirada impaciente de las otras personas de la cola sobre ella, pero piensa que a quien debían estar presionando es al chico que se niega a entrar en razón.

—Lo siento, tengo que seguir atendiendo a las demás personas —osa decir el empleado del supermercado ante la estupefacción de Lara, empujando el tique hacia ella.

—¿Vas a pasar de mí? —se enciende Lara—. ¿En serio?

Es entonces cuando interviene una supervisora, antes de que la cosa se tuerza irremediablemente.

—¿En qué puedo ayudarla, señora?

Con la llegada de los refuerzos el cajero se da la vuelta y continúa con lo que estaba haciendo antes de ser interrumpido. A Lara por tanto no le queda otra que tratar con la recién llegada.

—¿Hay algún problema con su compra? —pregunta la encargada.

—Sí que lo hay. Me habéis cobrado mal una oferta —responde Lara, más alterada a cada segundo que pasa—. No os basta con haber subido los precios una barbaridad, sino que además ahora engañáis a la gente —añade en voz bien alta, para que todo el mundo a su alrededor la escuche.

Una vocecilla interior le dice que quizá se está pasando un poco. La ignora por completo.

—¿De qué oferta se trata? —quiere saber su interlocutora, haciendo caso omiso de la acusación tan grave que ha realizado Lara.

Lara se lo explica tratando de que su creciente irritación no vaya a más. La supervisora sabe perfectamente que esos productos no están en oferta, pero opta por callárselo. No es la primera vez que le pasa ni será la última. Y sabe que de nada sirven las palabras con gente así de cabreada, solo los hechos.

—¿Le parece bien que vayamos juntas a comprobar si efectivamente hemos cometido un error? Si es así, le aseguro que le devolveremos su dinero de inmediato.

—No puedo dejar mi compra ahí —se queja Lara, señalando su abarrotado carro.

—No se preocupe, le voy a pedir a mi compañero de seguridad que se quede aquí para vigilarlo.

Lara acepta a regañadientes. La actuación de la responsable la ha apaciguado un poco, pero todavía le queda indignación para rato. Mientras la sigue, va pensando en lo a gusto que se va a quedar cuando regrese triunfante para restregarle al cajero el hecho de que ella estaba en lo cierto. Se promete a sí misma ser todo lo ofensiva que pueda.

Unos segundos antes de llegar al lineal donde se encuentran las cookies de la polémica, que son sus favoritas, la invade un sentimiento de desasosiego, como si se anticipara a lo que va a suceder. Sus peores temores se confirman cuando comprueba con sus propios ojos que, tal como se le ha dicho, el producto que ha cogido no tiene ningún tipo de descuento. La oferta que le ha atribuido equivocadamente le corresponde en realidad a unas galletas de avena que una vez probó durante un periodo en el que se puso a dieta; recuerda que no sabían a nada, que era como masticar oxígeno.

Su acompañante no tiene ni que abrir la boca. La expresión de derrota que se dibuja en el rostro de Lara habla por sí misma. Por un momento nuestra protagonista valora acusar al supermercado de haber cambiado los carteles mientras ella discutía con el cajero, pero no está tan desquiciada como para creerse una teoría tan rocambolesca. La ira deja paso a la vergüenza a una velocidad de vértigo. Se imagina a todas las personas que hay en las proximidades fijándose en ella, incluso las que no han visto lo que ha ocurrido. La idea de tener que recorrer el camino de vuelta hacia la salida, pasando por delante de los testigos del espectáculo que ha dado, se le hace insoportable. Siente una acuciante necesidad de huir de allí urgentemente.

—Perdón —murmura entre dientes, alejándose a toda prisa del lugar del crimen.

Prácticamente corre hacia la salida, sin detenerse para recuperar el carro con su compra, que ronda los cien euros. Hace caso omiso a las palabras que le dirige el vigilante para advertirla de que se va con las manos vacías. A Lara no le puede importar menos. Su único deseo es desaparecer para siempre de allí, pues asume que ya no va a poder volver a poner un pie en ese comercio en lo que le queda de vida. En realidad, no le queda demasiado bien comunicado con su casa. Va allí porque es el único sitio donde venden la marca de yogures preferida de su hija.

Ni siquiera cuando se mete en su coche consigue calmarse. Es consciente de que está sufriendo un ataque de pánico absurdo. Que no es para tanto. Pero también sabe que el incidente que acaba de tener lugar no es la causa verdadera de su desmoronamiento. Ha sido simplemente la gota que ha colmado el vaso. A pesar de eso, necesita poner toda la distancia posible con el supermercado.

Conduce sin un destino concreto y sin ser consciente de su itinerario. No es hasta que ha recorrido varias manzanas cuando se recupera lo suficiente como para detener el vehículo. Le cuesta bastante separar las manos del volante, pues da la impresión de que sus dedos se han incrustado en él a causa de la fuerza con la que lo ha estado aferrando.

En la soledad de su cubículo, Lara llora desconsoladamente. Sus mejillas se han acostumbrado últimamente a sufrir la erosión de las lágrimas, pero esta vez es diferente. Lara siente que un dolor que nace en sus entrañas asciende rápidamente por su interior hasta dificultarle la respiración. Se le viene todo encima. Su fracaso matrimonial, los roces constantes con su hija, las dificultades por las que está pasando en el trabajo, la impotencia que le genera la manera en que sus padres la han tratado constantemente, como si nunca hubiese dejado de ser una niña inexperta y torpe. Se olvida de todos sus logros, abandonándose a la idea de que ha desperdiciado su vida por completo. Lo peor no es eso, sino la sensación de que nada va a mejorar. La ausencia total de esperanza la quema por dentro como si se acabase de beber medio litro de hirviente lava.

Deja de llorar por puro agotamiento. Solo entonces es consciente de su entorno. Sin saber muy bien cómo, ha acabado en un lugar que le resulta inmediatamente familiar. Es un parque público situado cerca de su anterior casa. Allí solía acudir acompañada de Ruth, cuando era una niña a la que resultaba muy sencillo hacer reír. Ahora lo único que conseguía despertar en ella era, en el mejor de los casos, apatía; en el peor, abierta hostilidad.

Lara observa a través del cristal de su coche a la gente que se ha congregado allí ese sábado por la mañana. A pesar de que se trata de auténticos desconocidos, envidia a todos y cada uno de ellos. Se fija en particular en una madre y su hija, que deben de tener la misma edad que tenían Ruth y ella en aquellos tiempos. Daría cualquier cosa por poder viajar al pasado y permanecer allí para siempre.

En un arrollador momento de lucidez, se percata de cuál es el motivo por el que se ha dirigido inconscientemente hacia ese lugar en particular. Es el último sitio en el que recuerda haber experimentado la felicidad, casi diez años atrás. Ese pensamiento le provoca una angustia que amenaza con desbordarse. Su mirada se cruza en ese instante con la de la niña que juega con su madre en el parque. La pequeña le regala una sonrisa de tal pureza que logra dispersar la oscuridad que atenaza sus pensamientos lo suficiente como para escapar de sus garras. Con un enorme esfuerzo, Lara logra devolverle el gesto a su salvadora. A continuación, arranca el coche y se dirige de vuelta a su decepcionante vida.

Dejémosla que se aleje. Ya tendremos oportunidad de comprobar cómo le van las cosas más adelante. Ahora toca algo diferente. Porque, a diferencia de Lara, nosotros sí que podemos viajar al pasado. A momentos muy concretos de su vida, marcados por uno de los elementos más importantes de la existencia de una persona. Quizá el que más.

Los besos.

Capítulo 2

EL PRIMERO

 

 

 

 

 

Es un día de finales de julio del año 1993, y Lara acaba de cumplir catorce años. El lugar, un pueblecito de Palencia que se llama Cervera de Pisuerga. Es el comienzo de la segunda y última semana de un campamento de verano al que sus padres la han apuntado. Además de dar clases de inglés por las mañanas, Lara y el resto de sus compañeros han practicado deporte, participado en todo tipo de juegos y yincanas y realizado varias excursiones por la zona. Hasta el momento, lo que más le ha gustado de todo ha sido el viaje que hicieron a Santander para ir a la playa. También ha disfrutado mucho trabajando como reportera del periódico del campamento.

Hoy es el día en el que se permite la visita de los padres. Lara ha estado comiendo con ellos en un asador situado en una localidad cercana. También estaban allí Amaya, que es su mejor amiga del colegio, y los padres de esta. Amaya fue quien la convenció de que fuera juntas al campamento. Por la tarde, para agasajar a los visitantes, se ha organizado una competición de baile. Lara y su grupo de amigas se han llevado el primer premio con su coreografía de una canción de Ace of Base.

Tras posar para una foto con las vencedoras, Lara se aproxima a sus padres rebosante de alegría.

—Lo has hecho muy bien, hija —le dice su padre en cuanto llega junto a ellos.

—¡Gracias! —exclama la joven con una enorme sonrisa iluminando su cara.

Se gira hacia su madre esperando que ella también la felicite, pero enseguida advierte que se ha pasado de optimista.

—¿Era necesario enseñar tanto, hija? —dice Jimena, señalando su atuendo.

Lara lleva puesto un short vaquero muy corto, pero de cierre largo, que se fabricó ella misma usando unos pantalones ya viejos. La parte de arriba de su conjunto es una sencilla camiseta blanca cuya parte inferior se ha anudado, por lo que su vientre queda a la vista.

—Es lo que llevamos todas —se defiende mientras su sonrisa se apaga.

—¿Y si las demás hubiesen salido desnudas lo habrías hecho tú? —replica su madre.

Lara mira a su padre en busca de ayuda. Pero Fernando, una vez que ha cumplido con los servicios mínimos dándole la enhorabuena, vuelve a estar tan ausente como lo ha estado durante todo el día. Hay un asunto de trabajo que le tiene preocupado, que por poco no ha provocado que cancelasen el viaje hasta allí.

—¿Te gusta al menos como nos ha salido? —pregunta Lara.

—Al poco de empezar os habéis descoordinado; sobre todo tú y esa chica con el pelo rizado. Luego habéis mejorado un poco —opina Jimena—. Los otros grupos lo han hecho bastante peor, así que es normal que os hayan dado el premio.

Lo que Lara piensa que su madre ha querido decir es que no han ganado porque lo hayan hecho bien, sino porque han sido las menos malas. Había albergado la esperanza de que, tras unos días sin ver a su hija —supuestamente echándola de menos—, la actitud de su madre hubiese sido diferente a la habitual. Ya a su llegada había percibido ciertos síntomas de que las cosas no iban a ser muy distintas, pero como tenía tanto que contarles, apenas había dado tiempo a que su madre le dijese nada, mostrándose inusualmente contenida a la hora de juzgar a su hija.

Ahora le es más que evidente que aquello había sido un espejismo. Jimena tan solo había estado esperando su momento. En cuanto este había llegado, le habían bastado a Jimena un par de frases para anular el entusiasmo de Lara con la misma rapidez y eficacia con que una bayeta elimina una pequeña salpicadura de agua.

—Supongo que no habréis tenido mucho tiempo para ensayar —añade Jimena, a la vez que desanuda la camiseta de Lara y se la estira hacia abajo con fuerza.

Viniendo de cualquier otra persona, le habría sonado a Lara como un intento bienintencionado de justificar los posibles deslices que habían cometido al ejecutar la coreografía. En el caso de su madre, sabe perfectamente que lo hace para hurgar en la herida. Ella siempre le exige más y más, resaltando sus errores y restándoles importancia a sus aciertos. En el pasado, cuando se ha atrevido a recriminárselo tímidamente, Jimena ha echado mano de su frase favorita para la ocasión:

—Igual prefieres que te mienta a que te ayude a mejorar.

Lara quiere creer que se puede criticar a alguien de un modo más constructivo, aportando algo de cariño a la receta, en lugar de que parezca que una ha cometido un crimen horrible.

Lara no ha encontrado todavía el valor para revolverse contra ella cuando sus comentarios son muy hirientes, por miedo a su reacción. Se suele limitar a agachar la cabeza y a marcharse para llorar en silencio en su cuarto. Pero últimamente nota que su temor es cada vez menor, y que pronto llegará el día en que sea capaz de contraatacar. Eso es al menos lo que cree.

Lara detecta como su padre mira inquieto el reloj plateado que lleva en la muñeca. No se molesta en disimular que está deseando regresar a Madrid. La mayoría de los padres que se han desplazado hasta allí van a quedarse también para la cena, pernoctando en alojamientos cercanos. Sus padres, sin embargo, le han comunicado nada más llegar que ese no va a ser su caso. No ha necesitado preguntarles el porqué. Es evidente que se debe a ese asunto laboral que tiene a su padre tan distraído. En circunstancias normales, ver a sus padres marcharse tan pronto la entristecería. Pero tras la conversación de su madre acerca de su actuación, sumado al desinterés de su padre, está deseando perderlos de vista.

La adolescente observa a las familias que tiene a su alrededor. Basándose en lo que ve reflejado en los semblantes de sus compañeros, le da la impresión de que ella es la única que no está disfrutando de la visita de sus padres. Eso la hace sentirse más desdichada todavía. Pero no tiene demasiado tiempo para regodearse en ello, pues nota que alguien le rodea la cintura por detrás y tira de ella hacia arriba.

—¡Campeonas! —grita su amiga Amaya.

Está bastante fuerte, así que consigue que los pies de Lara se separen unos centímetros del suelo. Pese al jarro de agua fría que le ha echado su madre encima, Lara no puede evitar soltar una carcajada ante la inesperada aparición de la loca de su amiga.

—Hola —saluda Amaya a los adultos presentes, una vez que ha devuelto a Lara a la Tierra.

—Enhorabuena por el premio, Amaya —dice mecánicamente Fernando, para a continuación regresar a su mundo interior.

—¿Qué tal estás? —pregunta Jimena, obsequiándola con la sonrisa que le ha negado a su hija.

—Superbién —dice la aludida, alzando el trofeo que acaban de recibir, que se las ingeniará para quedarse para siempre a pesar de que el grupo ha acordado antes del festival que si ganaban lo sortearían entre todas.

—Me gusta tu peinado —la halaga Jimena—. La verdad es que tienes un pelo precioso —añade, acariciándoselo con ternura.

Lara asiste incrédula al gesto de su madre, que es tan generosa alabando a los demás como rácana cuando se trata de elogiar a su propia hija. Nota como se le humedecen los ojos por culpa de lo que le parece un claro desdén hacia ella. Tiene que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no derramar ni una sola de esas impacientes lágrimas.

—Gracias. Lara me ha ayudado un montón —dice Amaya mientras se toquetea el recogido formado por dos pequeños moños situados en lo alto de la cabeza.

—Podías haberte hecho algo así de bonito tú también, ¿no, cielo? —le dice Jimena a su hija.

Ese era otro de sus clásicos. Transformar lo que estaba siendo una celebración de las habilidades de Lara en un ataque.

—Es que ella no lo necesita para estar guapísima —interviene Amaya al ver como a su amiga se le contraen las facciones a raíz del comentario de su madre.

—Yo creo que se podría haber esforzado bastante más —apunta Jimena.

Lara recibe el golpe preguntándose si solo se está refiriendo a su peinado o si en realidad incluye muchas cosas más. Con su madre se solía dar eso de «piensa mal y acertarás».

—Nosotros tenemos que irnos ya, cariño —no puede aguantarse más Fernando, que no se ha enterado de prácticamente nada de lo que ha pasado.

—¿Tan pronto? —exclama entre sorprendida y escandalizada Amaya, tan expresiva como es normal en ella.

A diferencia de Lara, no tiene filtro alguno.

—Nos vemos en unos pocos días —dice Fernando, que no ve necesario explicar a qué viene tanta prisa por esfumarse—. Pásatelo bien mientras tanto —le desea, dándole un beso en la mejilla a su hija.

Lara refrena el impulso de apartarse. Su padre no es tan corrosivo como su madre, pero su neutralidad le resulta a veces más insoportable. Es como si le diera igual todo y tan solo le interesase su trabajo.

—Y pórtate bien —le advierte su madre, con un tono que haría sospechar a cualquiera que no conociese a Lara que se trata de una delincuente juvenil.

No es que Lara sea una santa. Tiene sus cosas. Pero probablemente esté entre las criaturas más buenas e inocentes que hay reunidas allí dentro.

Por suerte, Jimena no hace ademán de darle un beso de despedida a su hija, evitándole así a Lara la tentación de hacer todo lo posible para rehuir su contacto. Lara se tendrá que conformar con el abrazo desapasionado y el roce mínimo con sus mejillas de hace unas horas. Tampoco es que es vaya a ser el mayor de sus problemas, pues ya se ha habituado a lo poco espléndida que es su madre cuando tiene que demostrar físicamente su afecto hacia los demás.

Lara ve alejarse a sus padres con una extraña mezcla de alivio, dolor e incomprensión. Lo que debería haber sido un día genial y emocionante de principio a fin, amenaza con dejarle un sabor de boca muy amargo. Todavía no ha desarrollado las herramientas emocionales imprescindibles para lidiar con una situación tan confusa, por lo que la cosa no pinta bien para ella.

—Alucina, vecina, con tus padres —le dice Amaya.

Lara se limita a encogerse de hombros y apretar los labios. Ya le ha hablado alguna vez de cómo se las gasta su madre con ella, y ahora ha podido comprobarlo en persona.

—Tú ni caso. Cuando mi madre se pone muy pesada yo paso mazo de ella —le aconseja su amiga.

—Tu madre es guay, no como la mía.

El silencio de Amaya es de lo más revelador para Lara.

—¡Oye, que hemos ganado! —trata de espolearla Amaya a continuación—. Así que anímate, que tenemos que celebrarlo. Le voy a decir a mis padres que te vienes con nosotros a cenar al pueblo.

—Te lo agradezco, tía, pero mejor no les digas nada.

—Pero ¿por qué no?

—Estoy cansada y no me apetece mucho.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Quedarte aquí sola?

—No creo que sea la única —dice. Luego repara en que quizá se equivoca—. Y aunque lo sea me da igual.

Dormirse rápidamente y que llegue un nuevo día es lo que más desea en ese instante.

—¿De verdad que no quieres venir? —insiste Amaya.

Lara niega con la cabeza. No será la última vez que su amiga la intente convencer en lo que queda de tarde. Pero ella se mantiene firme en su decisión. Ha perdido también el apetito, por lo que le pide permiso a Vanesa, su monitora, para que le deje saltársela e irse al cuarto que comparte con otras cinco chicas. Pone de excusa un falso dolor de cabeza para que le permitan irse pronto a la cama.

—Vaya, qué pena —dice Vanesa—. Hemos organizado un juego para los que os quedáis esta noche con nosotros.

—¿Hay alguien más que no se ha ido con sus padres?

—Sí.

—¿Quién?

—Belén, Alberto el rubio, una chica que creo que se llama Lucía y su hermano.

—¿Su hermano Raúl?

—Sí.

Saber que al chico del que está coladísima también le han dejado plantado sus padres hace que Lara se reconsidere seriamente su plan inicial de dar por terminado el día. La imagen de su rostro, que se da un aire al de Dylan, de Sensación de vivir, acude a su mente. La posibilidad de estar un rato en su compañía, de la que apenas ha podido disfrutar, pues no comparten la misma pandilla, la hace dudar. No obstante, ni siquiera la atracción que ejerce sobre ella Raúl es suficiente para levantarle el ánimo.

Así que se arrastra lastimosamente hasta el segundo piso del edificio principal, donde se encuentra su dormitorio. Es la primera vez que recorre en completa soledad el pasillo que la lleva hasta su destino. El corredor, pobremente iluminado porque solo funciona una de sus tres bombillas, se le antoja mucho más amenazador que nunca. Al pasar por delante de las puertas que se abren a cada lado, lo oscuridad que asoma tras cada umbral la llena de tanta inquietud que acelera el paso para llegar hasta el final lo antes posible. Le vienen en ese momento a la cabeza los detalles más macabros de las historias de terror que se contaron la noche que acamparon al aire libre unos días antes, lo que la pone más nerviosa todavía. Hasta cree escuchar un débil chirrido a sus espaldas, que le recuerda el sonido que hacía el asesino en serie que protagonizaba uno de eso relatos cuando acechaba a sus víctimas.

Con el corazón latiéndole a mil por hora, llega por fin a su habitación y cierra la puerta con la mirada fija en el suelo. Luego enciende todas las luces que hay en la estancia y se refugia en su litera. Es un escondite de lo más lamentable, pero no hay ninguno mejor a mano. Su armario es demasiado pequeño. De no serlo ya llevaría un rato apretada en su interior.

Poco a poco se va calmando. Todavía lanza alguna que otra mirada furtiva hacia la puerta, eso sí. El miedo le ha abierto el apetito, así que echa mano de su alijo secreto de chucherías, oculto dentro de una de sus zapatillas porque está prohibido tener comida guardada en los dormitorios. Por suerte, allí sigue a pesar de las redadas que hacen ocasionalmente los monitores para asegurarse de que nadie se salta esa regla. Se ha estado reservando su golosina favorita, las nubes, para una ocasión especial. Y esa noche las necesita más que nunca, así que se las traga una tras otra mientras lee una Super Pop que en realidad se sabe de memoria, pues no disponen de otra cosa para leer en el cuarto. Está repasando los comentarios de Alejandro Sanz sobre su nuevo disco, cuando un ruido la sobresalta hasta tal punto de que da un brinco sobre su cama y la revista sale volando por los aires.

Alguien ha golpeado su puerta con los nudillos desde el exterior.

Una aterrada Lara observa cómo el picaporte desciende lentamente y la puerta se abre muy despacio. Su cerebro la informa de que los psicópatas sedientos de sangre no suelen anunciar su presencia con tanta educación, pero ese argumento no contribuye en nada a tranquilizarla.

—¿Puedo pasar? —pregunta una voz masculina al otro lado.

La puerta se ha desplazado tan solo unos pocos centímetros, por lo que le es imposible distinguir de quién se trata.

—Soy Raúl —la saca de dudas su ya no tan misterioso visitante nocturno.

Aun así, Lara tarda un buen rato en procesar la nueva información que le acaba de llegar y en serenarse lo suficiente como para ofrecer una respuesta.

—Puedes —dice finalmente.

Al verle asomar desde el pasillo, el miedo es sustituido de inmediato por la vergüenza. Cuando es plenamente consciente de que está a solas con el chico que le gusta, casi desea que en vez de él fuese un perturbado armado con un cuchillo enorme.

—Hola —la saluda Raúl nada más entrar.

Va vestido con un pantalón vaquero largo de aspecto desgastado. Encima lleva una camiseta de manga corta que tiene escrito el nombre de un grupo de rock que a Lara no le gusta demasiado porque su cantante parece que está siempre enfadado. Raúl tiene un año más que ella, pero su atuendo le hace parecer todavía mayor.

—Hola —acierta a decir Lara, que rehúye su mirada porque teme que si esos ojos la atrapan se va a olvidar hasta de respirar.

Es entonces cuando se da cuenta de que la revista esta tirada en el suelo, justo a los pies del recién llegado. Si a él le parece raro que esté allí, no da muestra de ello. En lugar de eso se mete las manos en los bolsillos en un gesto que hace que a Lara le hormiguee el estómago de un modo muy agradable.

—¿Qué haces? —pregunta él.

—Nada. Aquí —responde ella encogiéndose de hombros.

—Ya.

—¿Y tú?

—Lo mismo.

—Ajá.

Cuando Lara había fantaseado con una primera conversación a solas entre los dos, se había imaginado algo muy diferente. Pero al menos había pasado del terreno de la ficción al de lo real.

—Pensé que estarías con los demás jugando —señala ella.

—¡Buah!, ni en broma. Paso de aguantar a mi hermana y sus piques en el Pictionary… —dice él—. Les he dicho que me dolía la cabeza y que me quería acostar.

«Los monitores van a pensarse que hay un virus o algo», piensa Lara.

—¿Y te has perdido por el camino? —pregunta ella con ironía.

No tiene ni idea de cómo ha sido capaz de superar su timidez y soltarle esa frase. La sonrisa que consigue arrancarle a Raúl compensa con creces el riesgo que ha corrido.

—Vanesa me ha dicho que tú también estabas mala —le dice él—. ¿Es verdad?

—Digamos que estoy tan mala como tú.

Una nueva sonrisa de Raúl ilumina el dormitorio, a la que le siguen más deliciosos hormigueos en el estómago de una Lara que se empieza a sentir cada vez más cómoda. El pudor se va deshaciendo como una cucharada de Cola Cao en leche caliente.

—¿Has estado con tus padres? —quiere saber él.

—Sí. Pero se tenían que ir pronto.

—Al menos los tuyos han venido.

Lara reconoce de inmediato el tipo de tristeza que impregna su tono de voz. Está muy familiarizada con ella, desgraciadamente. Que ambos tengan eso en común debería darle pena, pero lo que provoca es que se sienta más atraída por él.

Entre los dos se crea un silencio incómodo que a ella no se le ocurre romper más que de una manera.

—Siéntate, si quieres —le propone ella, apoyando la palma de la mano derecha sobre la superficie de su propia cama.

Podría haber señalado hacia alguna de las otras literas, pero esa nueva Lara que se ha adueñado de ella le quiere tener mucho más cerca. A juzgar por lo rápido que Raúl acepta su invitación, también a él debe de parecerle una gran idea.

Es tan alto que la coronilla le roza con la parte inferior del colchón que tiene encima.

—¿Quieres? —dice Lara, ofreciéndole su bolsa de golosinas.

—Vale.

Raúl escoge la última nube que queda dentro. Lara sonríe disimuladamente de puro placer por el hecho de que la chuche favorita de ambos sea la misma, a pesar de que se acaba de quedar sin ella.

Tenerle a su lado le produce una mezcla de nervios y felicidad difícil de manejar. Su experiencia con los chicos hasta la fecha es prácticamente nula. Estuvo muy cerca de liarse con uno el verano anterior, durante las fiestas del pueblo de sus abuelos paternos. Y se ha tirado medio curso tonteando con un compañero de clase llamado Manuel, pero él no se atrevió a dar el paso y a ella se le habían pasado las ganas del todo. La mayoría de sus amigas ya se han besado con alguno. Y las hay que han ido más allá, si se fía de los rumores que le han llegado. Eso le genera ansiedad.

—Vuestros cuartos molan mucho más —la saca él de sus pensamientos.

Lara sabe que, en el caso de los chicos, todos ocupan un mismo espacio, a modo de barracón, con escasa separación entre cada bloque de camas.

—Sabes que si te pillan aquí… —cae ella de repente.

—Les diré que me he perdido —bromea él.

—Pues suerte intentando que sor Juana te crea —le desea Lara, refiriéndose a la estricta directora del campamento.

La religiosa que está al mando de las instalaciones es de esas personas que, cuando te miran fijamente, parece que te están leyendo la mente. Hay quien asegura que así es. Y con respecto al tema de las relaciones amorosas entre los adolescentes a su cargo, se podría decir que es muy conservadora, por escoger una palabra elegante.

—Dicen que igual expulsa a Jorge por lo del paquete de tabaco que encontraron en su mochila —dice Raúl—. Le avisé de que no lo escondiese dentro de los calcetines, que ahí es donde primero miran. Pero no me hizo caso.

—¿Tú fumas? —le pregunta Lara.

Él abre la boca para contestarle. Luego la cierra, como si se lo hubiese pensado mejor.

—No —dice a continuación—. Lo probé una vez y no me gustó nada.

A Lara le encanta que haya sido tan sincero. Lo normal es que le hubiese mentido para hacerse el mayor. «Otro punto más a su favor», piensa ella. Como si a estas alturas lo necesitase.

—¿Y tú?

—Tampoco.

Durante todo este tiempo, sus miradas apenas se han cruzado. Esa y otras señales delatan el nerviosismo de ambos. Aunque Raúl tiene un poco más de experiencia que Lara en el terreno amoroso, jamás ha sentido nada parecido por una chica. Desde que la vio subirse al autobús el primer día no ha podido dejar de pensar en ella. Si no ha tomado la iniciativa hasta ahora es por su timidez, no por falta de motivación. Tanto es así, que lo que le preocupa de si le descubren allí no es recibir un castigo, sino perder una oportunidad tan buena como esa. Por eso decide acelerar las cosas. Ahora sí, mira fijamente a los ojos a la chica de la que está tan pillado. Ella, que no tiene entre su lista de defectos la falta de perspicacia, percibe que algo importante va a suceder.

—Me gustas mucho —proclama él.

Se había preparado un discurso mucho más elaborado, del que esa frase venía a ser su conclusión final. Pero el choque de ese plan con la realidad —en concreto, con la forma en la que le está observando ella— ha precipitado los acontecimientos.

Los tres segundos de silencio que siguen a su declaración se le hacen eternos a Raúl. Se expanden sin límite aparente mientras crece en su interior la sospecha de que van a darle calabazas.

Tenéis que entender que él no dispone de la misma información que tenemos el resto de nosotros.

—Tu a mí también —confiesa ella.

Lo ha dicho en voz tan baja que Raúl duda de si la ha escuchado bien. Se dispone a pedirle que se lo repita, hasta que detecta la fugaz mirada que lanza ella hacia sus labios. Sin pensárselo dos veces, él se inclina hacia la joven con una clara intención en mente. Ambos cierran los ojos con una sincronización perfecta y dejan que sean sus corazones quienes los guíen durante el resto del camino.

Hay la misma proporción de torpeza que de dulzura en su beso. Eso no impide que se quede grabado a fuego en la memoria de Lara para el resto de sus días. No solo por la intensidad de las emociones que la están invadiendo, sino por lo que sucede a continuación. Pues los dos enamorados están tan concentrados en lo que tienen entre manos —entre bocas, más bien— que no se han percatado de que alguien ha tocado suavemente con los nudillos en la puerta para anunciar su presencia.

De tal forma que, cuando sor Juana entra en la habitación sin esperar el permiso de nadie, portando una bandeja con un vaso de leche caliente, unas cuantas galletas y una aspirina, las lenguas de Raúl y Lara se hallan en plena exploración mutua. Poco falta para que a la directora del campamento se le caiga al suelo el contenido de la bandeja, debido a la impresión que se lleva. No es para nada lo que esperaba encontrarse allí. Y mucho menos que los implicados fueran dos de los que consideraba los alumnos más modélicos hasta la fecha.

Por increíble que parezca, se ve forzada a carraspear con fuerza para que los chicos sepan que ha llegado. Se han abstraído de todo lo que los rodea de tal manera que podría haber aparecido un rebaño de ovejas a su alrededor y no se habrían dado cuenta hasta que una de ellas les lamiese la cara.

Cuando los dos adolescentes se separan y se giran para mirarla, sor Juana clava alternativamente en ellos esa mirada suya tan legendaria que todos temen. Raúl es incapaz de sostenérsela y la desvía hacia el suelo avergonzado. Lara, todavía bajo los efectos del subidón que le ha proporcionado el beso, esboza una sonrisa.

—Gracias —dice, apuntando con su rostro hacia la bandeja—. Pero se me acaba de pasar el dolor de cabeza.

Es entonces cuando empiezan los gritos.

Capítulo 3

AHORA

 

 

 

 

 

De vuelta al presente, acompañamos a Lara a una reunión de trabajo. La primera que va a tener con la autora del libro cuya edición le ha encargado su empresa. Siguiendo con la línea anterior, se trata de una jovencísima creadora de contenido que ha ganado mucha popularidad por sus vídeos en YouTube y otras redes sociales, en los que hace parodias sobre anuncios, canciones o situaciones de la vida cotidiana. Se llama Rocío Peralta, pero su nombre artístico es Roccialta.

Al pensar en sus malas experiencias previas trabajando con personas provenientes de ese sector, Lara cruza mentalmente los dedos para que no le vuelva a suceder, mientras va camino de las oficinas que la editorial tiene cerca de la plaza de Castilla, en la zona norte de la capital. Basándose en una investigación previa que ha hecho en internet, le da la impresión de que Rocío es una chica bastante simpática. Sus vídeos no le han hecho demasiada gracia, pero entiende que ella no es el público objetivo. A juzgar por su astronómica cifra de seguidores, hay otra mucha gente que sí lo es. Pero no sería esta la primera vez que las apariencias la engañan, por lo que su natural pesimismo le hace esperarse lo peor. El que la joven se presente una hora y cuarto tarde a la cita no ayuda demasiado. Al menos lo hace sola, sin el séquito de asistentes que tantos quebraderos de cabeza le dio a Lara durante su último encargo.

Sin el abundante maquillaje que acostumbra a llevar en sus vídeos, casi parece ser otra persona. Va vestida con un pantalón de estilo flare de color rosa y un anorak blanco acolchado, bajo el que se vislumbra un jersey de cuello alto del mismo color. Lleva unas deportivas claras de algodón exactamente iguales que las que Lara le había regalado a su hija por su cumpleaños. Su atuendo es tan juvenil como su peinado de trenzas burbuja. Tiene veintiún años, pero podría pasar perfectamente por una de las compañeras del colegio de Ruth.

Tras las presentaciones, el director editorial la deja a solas con la joven para que Lara le explique el proceso al completo. Desde el principio ve que sus predicciones más funestas se van a cumplir, ya que Rocío ofrece claras muestras de desinterés con respecto a la información que le está transmitiendo Lara. Conocer las distintas fases por las que va a transitar su libro antes de publicarse es algo que da la impresión de que le aburre mucho. Hace como que escucha, pero le está prestando más atención a su móvil que a su interlocutora. Así que Lara aligera un poco para no terminar de perderla.

—¿Te ha quedado todo más o menos claro? ¿Hay alguna pregunta que quieras hacerme?

—Sí —le contesta Rocío—. ¿Dónde está el baño?

Si Lara albergaba alguna duda acerca de la pérdida de tiempo que ha supuesto darle tantas explicaciones, la acaba de despejar. Pero como es una profesional que sabe tratar con todo tipo gente y tiene el ego a régimen, se sacude de encima esa sensación de que no le ha hecho ni puñetero caso y le facilita a Rocío las indicaciones que necesita con una sonrisa en la cara.

Su clienta tarda tanto en regresar del servicio que poco le falta para ir en su busca. Hasta que la ha visto aparecer se ha planteado todo tipo de escenarios: que se hubiese perdido y estuviera deambulando por las instalaciones; que hubiese aprovechado para huir y ya no la volviese a ver nunca más; que estuviese grabando un vídeo para su canal en los aseos del edificio.

—¿Todo bien? —pregunta Lara, por si en realidad ha tenido algún problema de salud y la está juzgando con demasiada severidad.

Recibe como única respuesta un asentimiento de cabeza tan lento que la deja algo confundida. Rocío se sienta de nuevo frente a ella con una desgana evidente. Cualquiera diría que está a punto de «cumplir el sueño de mi vida», tal como aseguró en su momento cuando la editorial la contactó para proponerle la publicación del manuscrito que les había enviado.

Antes de que Lara pueda decir nada más, el teléfono de la chica emite un sonido de aviso, lo que secuestra de nuevo la atención de su propietaria, obligando a Lara a morderse la lengua y esperar pacientemente a que su acompañante tenga a bien reintegrarse a la conversación. Cuando por fin lo hace, una vez contestado un urgentísimo wasap sobre cuál es el mejor sitio de smoothies detox de la ciudad, Lara le recuerda que lo primero que tienen que hacer es darle la forma final al texto. En él, Rocío cuenta su vida, explica cómo llegó a convertir en su profesión lo que había empezado como un simple entretenimiento y da consejos a aquellas personas que quieran seguir sus pasos. También da su opinión sobre otras muchas cosas, mostrando una seguridad en sí misma que Lara todavía no ha conseguido alcanzar a pesar de que la dobla en edad.

—Bueno, tampoco hay mucho que cambiar, supongo —se interesa por primera vez la autora en el asunto que la ha llevado hasta allí—. Corregir las faltas de ortografía y ya está, ¿no?

A pesar de que en el primer email que le envió ya la avisaba de que sería necesario hacer algunas modificaciones para perfeccionar la obra, aludiendo a un par de capítulos que habría que recomponer para optimizarlos, a Lara no le sorprende el comentario de su clienta. No solo porque desconfía de que se haya leído el correo electrónico, sino también porque está acostumbrada a la reticencia inicial de los autores a introducir cambios en su obra que vayan más allá de poner los acentos que faltaban y elegir la fuente para la letra.

Con suma delicadeza y haciendo alarde de una habilidad entrenada durante años a base de enfrentarse a situaciones parecidas, se lo recuerda a la joven.

—¿Qué capítulos eran los que queréis cambiar? —quiere saber Rocío, exteriorizando un recelo que no augura nada bueno.

—El quinto y el decimocuarto —responde rápidamente Lara, que ha hecho los deberes porque se olía la tostada.

El gesto de confusión que recibe desde el otro lado de la mesa la fuerza a tener que aclarárselo.

—El de Álex. Y el del vídeo en la tienda para mascotas.

En el primero se describe un desengaño amoroso que le provocó una gran crisis personal. Pero la situación que llevó a la ruptura con su pareja está narrada de una forma tan enrevesada que no queda nada claro qué fue lo que la causó. En el segundo, donde se detalla la creación del vídeo que se viralizó y la lanzó a la fama, también era francamente mejorable la redacción.

—¿Y por qué los quieres quitar? —pregunta Rocío.

—Yo no he dicho que haya que quitarlos —asegura Lara, que nota que el indicador de su depósito de paciencia se acerca peligrosamente a la reserva.

—¿Y entonces?

—Creo que hay que retocarlos para que quede más claro su contenido.

—¿Y qué es lo que no has entendido? —replica la joven, como si el problema estuviese en el nivel de comprensión lectora de Lara y no en las carencias como escritora primeriza de la autora.

Lara se lo explica tratando de manejarse con el mayor tacto posible. Es probable que en el pasado se las haya visto con personas tan obtusas como ella, o incluso más, pero Rocío está logrando poner a prueba su temple con mayor rapidez que cualquiera de la demás.

—Vale, cambia lo que quieras. Y ya veré yo si estoy de acuerdo o no —dice la youtuber.

—Eso por supuesto. Para cualquier modificación importante tenemos que contar con tu aprobación.

—Es que me ha costado mucho escribirlo, y para mí es superimportante contar mi historia con mis propias palabras —justifica sus reticencias.

—Claro que sí. De hecho, ha sido tu naturalidad a la hora de hablar sobre tu vida y las cosas que te han sucedido lo que nos atrajo desde el primer momento —miente Lara.

«Naturalidad» es el eufemismo más adecuado que se le ha ocurrido para esquivar el término «incompetencia». No ha sido ella la que ha decidido publicar el libro, pero conoce a la perfección el criterio que ha seguido el responsable para escoger ese proyecto frente a otros que están dotados de una mayor calidad literaria. Ese criterio no es otro que los casi dos millones de seguidores que acumula esa chica en sus redes sociales.

—Y supongo que sabrás que no sois la única editorial que se ha interesado por mi libro, ¿verdad?

—Lo sé —le confirma Lara.

En realidad, no lo sabe a ciencia cierta, pero lo sospecha. Es consciente de que existe una competencia feroz en el sector por reclutar a las figuras más populares de internet, así que no cree que le esté mintiendo en esto.

—Estamos muy agradecidos contigo por habernos elegido a nosotros.

—Me pareció que vuestra oferta era la más seria y la que más valoraba mi esfuerzo.

«O sea, que hemos sido los que hemos pujado más alto por ti», se traduce mentalmente Lara a sí misma.

—Pues creo que has acertado, porque nadie va a cuidar mejor que nosotros tu creación.

—Eso espero —dice Rocío, en un tono que suena más a amenaza que a deseo.

«Esta chica lo tiene todo: es impuntual, maleducada, engreída y borde. Me ha vuelto a tocar la lotería con ella», se lamenta en silencio Lara.

El móvil de su clienta vuelva a emitir un sonido, exigiendo a su dueña que se ocupe de él de inmediato. Esta no le hace esperar ni un segundo y se pone a toquetear en la pantalla frenéticamente. Lara abre la boca para reprocharle su falta de consideración hacia ella, pero la cierra de golpe al recordar que la que tiene delante no es su hija o una compañera de trabajo. Es la persona que paga sus facturas.

—Perdona —dice Rocío, para sorpresa de Lara—, pero es que tengo una amiga que no puede tomar ninguna decisión sin preguntarme antes. Es como si no pudiese vivir sin mí, te lo digo en serio.

—No pasa nada. Si es algo urgente no me importa que la atiendas.

No ha podido evitar salpicar su comentario con una pizca de sarcasmo. Es preferible eso a que la exasperación que le produce su acompañante se siga acumulando en su interior.

—¿De qué estábamos hablando? —pregunta Rocío tras depositar su teléfono sobre la mesa.

—De lo bien que vamos a tratar tu libro.

—Ah, sí —dice la autora novel, con escaso entusiasmo.

A Lara se le empieza a hacer larga la conversación. Siente que le conviene que termine cuanto antes, pero desconoce el porqué de esa creciente inquietud.

—Por cierto, ¿cuándo vamos a hablar de la portada? —quiere saber Rocío.

—Un poco más adelante. Antes tenemos que completar la versión final del manuscrito.

—Es que tengo unas ideas muy chulas.

—Genial, eso siempre nos es de mucha ayuda.

—¿Quieres verlas?

—Pues es que…

—Te las enseño superrápido —la interrumpe la joven.

Rocío se cambia de asiento para colocarse a su lado, desbloqueando otra vez el iPhone para mostrarle a Lara sus propuestas. Nuestra protagonista se plantea seriamente negarse a seguirle la corriente. Puede justificarse indicándole que el procedimiento habitual es que le envíe sus ideas a la gente de marketing, que al fin y al cabo son los que se van a encargar de todos los aspectos del proyecto vinculados con el diseño gráfico. Sin embargo —una vez más—, cede ante ella y no dice nada. Confía en que cumpla con su promesa de no demorarse mucho en su explicación.

Y se equivoca.

Porque, a diferencia de la actitud pasota que ha demostrado en relación con las restantes facetas del proyecto, con ese tema muestra un interés exagerado, como si la escritura del libro hubiese sido tan solo una excusa para poder elaborar una portada. Se enrolla tanto que pone en peligro toda la agenda del día de Lara, que venía especialmente cargada de tareas pendientes de resolver. Al principio se ha esforzado en no perder detalle, pero con el paso del tiempo ha terminado por desconectar. Así que cuando Rocío le pregunta por cuál de las innumerables opciones que le ha presentado le gusta más, se queda en blanco.

—Eh…, pues…, creo que… —balbucea.

Rocío la mira expectante, prestándole toda su atención justo cuando menos le conviene que lo haga.

—La verdad es que todas están muy bien. No sabría por cuál decantarme —sale del apuro Lara—. De todas formas, la experta no soy yo. Para eso tenemos unos compañeros que van a saber aprovechar toda tu creatividad. Se pondrán en contacto contigo en cuanto llegue el momento.

—Cuanto antes lo hagan, mejor —dice Rocío, a la que aparentemente no le supone ningún problema tener que repetir toda esa exposición las veces que haga falta.

—No te preocupes, lo haremos dentro de poco —trata de apaciguarla Lara.

—Vale.

—Una última cosa —apunta rápidamente Lara, que tiene prisa, pero necesita solucionar un asunto antes de librarse de ella—. Es sobre el título del libro.