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Kazu nació en Fukushima en 1933, el mismo año que el emperador japonés, y su vida se ha visto siempre ligada a la de la familia imperial. Su espíritu no puede descansar y se ve condenado a vagar por el parque que se extiende junto a la estación de Ueno, en Tokio, lugar que marcó su existencia y fue el escenario de su muerte. El parque fue lo primero que vio al llegar a Tokio para trabajar como peón en los preparativos de los Juegos Olímpicos de 1964, y también fue allí donde terminó sus días, como uno de los desheredados que lo habitan, traumatizado por el tsunami de 2011 y enfurecido por el anuncio de los Juegos de 2020. Kazu ha perdido toda noción física del mundo, pero su percepción es más aguda que nunca, y de su mano atravesamos las luces y las tinieblas de la vida de Tokio. CRÍTICAS «Miri Yu nos brinda con una fábula surrealista de familias divididas, relaciones desintegradas y la casual devaluación de la humanidad.» —Booklist «El reflejo de las trampas de la sociedad moderna impulsadas por los nacionalismos, el capitalismo, el clasisimo y el sexismo.» —Booklist «Una novela sobre el mundo que nos rodea. No es una historia de fantasmas, pero sí igual de aterradora.» —Washington Post «Serenamente meditativa y sutilmente espectral.» —Publishers Weekly «Una constante ausencia del presnete. Una firme rabia hacia el futuro.» —Publishers Weekly «Sobria y madura. Una novela melancólica impregnada de historia personal y nacional.» —Kirkus Review «Tokio Ueno Station es una novela impresionante y una mirada dura e intransigente a la desesperación existencial.» —National Public Radio Sobre Miri Yu: «Si hay algo que Yu puede hacer es escribir. Una presencia oscura y melancólica en las estanterías. Un genio creativo.» —The New York Times «La prosa sobria de Miri Yu expresa de una forma maravillosa la perspectiva del paso del tiempo.» —Publishers Weekly «Tokio, estación de Ueno muestra el lado oscuro del boom de la posguerra pero también arroja luz sobre la sociedad japonesa.» —The Japan Times "Tokyo Ueno Station es un sueño: una crónica sobre la esperanza y la pérdida., sobre dónde estamos y de dónde venimos. Que Yu Miri pueda conjurar tantas realidades de manera simultánea es absolutamente maravilloso. La novela asombra, aterroriza y hace de lo invisible, algo concreto y perennemente efervescente.» —Bryan Washington, autor de Lot y Memorial «Gloriosa.» —New York Times «Poético... Un urgente recordatorio de la división radical entre ricos y pobres en el Japón de la posguerra.» —The Guardian
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Seitenzahl: 213
Veröffentlichungsjahr: 2022
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NATIONAL BOOK AWARD, 2020. Una historia bella y triste, gloriosa y poética, sobre familias divididas. Una de las más brillantes novelas japonesas de los últimos tiempos.
«Gloriosa.»
The New York Times Book Review
«Una novela serenamente meditativa y sutilmente espectral.»
Publishers Weekly
Vuelvo a oír aquel ruido.
Aquel ruido…
Lo estoy oyendo.
Pero no sé si lo estoy sintiendo o si simplemente lo estoy pensando.
No sé si estoy dentro o fuera.
No sé ni cuándo fue, ni quién fui.
¿Acaso importa?
¿Importó alguna vez…
… quién fui?
Solía pensar que la vida era como un libro en el que uno pasa la primera página y entonces viene la siguiente, y luego la siguiente, y uno sigue pasando páginas hasta llegar a la última. Pero la vida no tiene nada que ver con las historias que se cuentan en los libros. Puede que contenga palabras y que las páginas estén numeradas, pero carece de argumento. Aunque haya un final, nunca termina.
Yo… me quedé.
Como el árbol que queda plantado en el jardín vacío de una casa que han tirado abajo porque sus cimientos están corroídos, me quedé.
Como el agua que queda en un jarrón del que han sacado unas flores marchitas.
Me quedé.
¿Y qué es lo que queda, entonces?
Una sensación de cansancio.
Siempre estaba cansado.
No hubo ni un momento en el que no lo estuviera.
Cuando tenía que vivir, porque la vida me perseguía. Y cuando vivía sin ganas, porque la vida me eludía.
Sin nada por lo que vivir, simplemente viví.
Pero eso ya se acabó.
Observo como hacía siempre, despacio.
El paisaje no es el mismo, pero se parece al que yo conocí.
En algún lugar de este paisaje monótono hay un dolor.
Y en este tiempo tan similar a otros también hay un instante de dolor.
Lo observo.
Hay mucha gente.
Cada persona es distinta.
Cada persona tiene una cabeza, una cara, un cuerpo y un corazón distintos.
Eso ya lo sé.
Pero si las miro con distancia me parecen todas parecidas, sino iguales.
Sus caras no son más que pequeños charcos.
Busco mi imagen entre la gente que espera la llegada del tren circular de la línea Yamanote.
Me busco a mí bajando del vagón y poniendo un pie por primera vez en el andén de la estación de Ueno.
Nunca me vi bien en las fotos. Nunca me gustó la imagen que me devolvía el espejo o la superficie de un cristal. No creo que fuera feo, pero nunca nadie se fijó en mí.
Más que mi aspecto, me preocupaba ser tan tímido e inútil. Pero lo que peor llevaba era tener tan mala suerte.
Porque tuve muy mala suerte.
Vuelvo a oír aquel ruido. Solo oigo ese chirrido, tan vivo que es como si la sangre corriera a través de él, como si un líquido de un color dotado de vida corriera a través de él. En aquel momento ya no podía oír nada más que ese ruido que martilleaba en el interior de mi cabeza dejándola dolorida, febril y aturdida, igual que si tuviera una colmena dentro y cien abejas estuvieran tratando de salir volando a la vez. No podía pensar en nada. Mis párpados temblaban como golpeados por la lluvia. Entonces cerré el puño y encogí todos los músculos del cuerpo y…
Quedé cortado en pedazos, pero el sonido no murió.
Quise capturarlo y encerrarlo, o llevármelo lejos, pero no pude.
Quise taparme los oídos, quise levantarme e irme. Pero no pude.
Desde aquel día estoy atado a ese sonido.
¿Estoy?
«Atención. El tren con destino a Ikebukuro-Shinjuku está a punto de entrar en la estación. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.»
Puuuuuuuuuum traaaaacatán-tracatán-tracatán-uum shhhhhh tracat…
Al lado de la estación de Ueno, junto a la salida que da al parque, nada más cruzar el paso de peatones, crece un ginkgo. Es habitual ver a un grupo de sintecho sentado alrededor de ese ginkgo.
Hubo un tiempo en el que yo también me senté ahí, derrotado y decaído, sintiéndome como uno de esos hijos únicos que han perdido a sus padres demasiado pronto. Pero mi realidad era muy distinta. Mis padres no salieron nunca de Yasawamura, una aldea perteneciente al municipio de Sōma, en la provincia de Fukushima. Vivieron hasta pasados los noventa años, después de haber criado a ocho hijos. Primero me tuvieron a mí en el año 8 de la era Shōwa,[1] y luego concibieron siete hijos más, uno cada dos años: la mayor, Haruko; Fukiko, Hideo, Naoko, Michiko, Katsuo y, por último, Masao. Al benjamín, Masao, yo le sacaba, pues, catorce años. Más que mi hermano pequeño, era casi como un hijo para mí.
Pero pasó el tiempo.
Y aquí me quedé sentado, solo envejeciendo, durmiendo a trozos un sueño ligero y efímero, roncando de puro cansancio.
Y, cada vez que abría los ojos me encontraba con el balanceo suave de las sombras enredadas que dibujaban las hojas del ginkgo sobre el suelo, me sentía maravillado, sin saber muy bien qué eran aquellas figuras, que sin duda tenía que haber visto muchas veces, porque yo vivía ahí, llevaba ya muchos años viviendo en este parque.
—Estoy harto.
Un hombre que parecía estar dormido escupe estas palabras mientras expulsa por la boca y por la nariz una columna de humo blanco que se eleva despacio hasta desaparecer. Las ascuas del cigarrillo que sujeta entre el índice y el corazón están a punto de quemarle la piel. Aunque toda su ropa luce descolorida y desgastada por años de sudor y de mugre, la gorra de tweed, la chaqueta a cuadros y las botas marrones de cuero le dan un aire de cazador extranjero.
Siempre había bastantes coches circulando por la avenida Yamashita en dirección a Ugu’isudani. Cada vez que el semáforo se ponía de color verde y emitía ese sonido para invidentes similar al trino de un pájaro, la gente que acababa de subir las escaleras de la salida al parque de la estación de Ueno cruzaba el paso de peatones y se dirigía hacia donde nosotros estábamos.
Con el cuerpo inclinado hacia delante, el hombre contempla a todas esas personas que atraviesan la calle, tan bien vestidas. Es evidente que tienen una casa a la que volver al final del día. Las observa como si estuviese buscando un lugar en el que apoyar la mirada. Luego levanta el cigarrillo con una mano temblorosa, como si solo tuviera fuerzas para eso, se lo lleva a la boca y fuma. Tiene el pelo alborotado, más blanco que negro. El hombre emite un largo suspiro, balbucea algún pensamiento ininteligible, tira la colilla al suelo con sus dedos envejecidos y apaga el fuego con la suela de sus botas descoloridas.
A su lado hay otro hombre durmiendo. Su puño está aferrado a un paraguas de plástico transparente que utiliza de bastón, y entre sus pies hay una bolsa translúcida repleta de latas vacías de aluminio que sin duda habrá recogido del contenedor de basura.
Una mujer con el pelo cano recogido en un moño dormita sobre sus brazos, que a su vez están apoyados en una mochila roja.
Son caras nuevas, y son menos de las que había.
El número de sintecho aumentó cuando estalló la burbuja financiera. Durante aquellos años, el parque quedó totalmente tapizado del azul de las lonas que cubren las chozas de cartón, solo se salvaban los caminos y los edificios.
Cada cierto tiempo, cuando la familia imperial anunciaba su visita a uno de los museos del parque, nos desalojaban. Nos pedían que desmanteláramos las tiendas y dobláramos las cajas y nos echaban… Y cuando volvíamos al atardecer, nos encontrábamos con carteles que decían cosas como «Mantenimiento de césped. Prohibido pisar». Cada vez teníamos menos sitio donde instalarnos.
Muchos de los sintecho del parque de Ueno proceden de la región de Tōhoku.[2]
Hubo una época en la que el parque era una verdadera puerta para las provincias del Norte: durante el período de rápido crecimiento económico, muchísimos jóvenes de Tōhoku se subieron al tren nocturno y llegaron a Tokio como mano de obra emigrante. La estación de Ueno era lo primero que pisaban al llegar, y también el lugar desde donde cogían el tren para volver a sus casas durante unos pocos días en Obon,[3] sin más equipaje que algunas prendas y la ilusión del reencuentro.
Y así han transcurrido cincuenta años. Fallecidos sus padres y sus hermanos y sin un hogar al que volver, aquellos hombres, ahora sin un techo sobre sus cabezas, pasan aquí cada uno de sus días.
Los que se sientan alrededor del alcorque del ginkgo siempre están durmiendo o comiendo.
Un hombre con una gorra azul marino hundida hasta las cejas, camiseta verde militar y pantalones negros come de una caja de bentō[4] que tiene sobre las rodillas.
La verdad es que conseguir comida no era difícil.
En Ueno hay muchos restaurantes de barrio de toda la vida. La gran mayoría dejaban la puerta de atrás abierta después de cerrar, quizá porque sabían que por la noche entrábamos para buscar algo de comer. De hecho, solíamos encontrar las sobras del día cuidadosamente guardadas en una bolsa limpia sobre un estante, lejos de la basura, para que no nos confundiéramos. Era un acuerdo tácito.
Las tiendas de conveniencia también nos dejaban apilados, unos sobre otros junto a los contenedores de basura, los bentō, los sándwiches y los bollos que caducaban ese día, y si conseguíamos llegar antes de que pasara el camión de recogida, podíamos llevarnos todo lo que quisiéramos. Todo un botín. En las épocas de calor había que comérselo todo enseguida, pero en temporadas de frío podíamos dejarlo unos cuantos días en la tienda y calentarlo después en la estufa de gas.
El Centro Municipal de Tokio servía arroz con curry todos los miércoles y domingos por la noche. Los viernes, la iglesia del Fin de la Tierra-Jerusalén, de origen coreano, montaba su comedor social en el parque, y lo mismo hacía la Misión Amor de Dios cada sábado, una misión teresiana. Junto a un banderín que decía: «Arrepentíos, que el reino de los cielos se acerca», una joven de pelo largo tocaba la guitarra y entonaba un himno mientras una señora de cabello permanentado removía una olla gigante con un cazo. Llegaban sintecho de todas partes, de Shinjuku, de Ikebukuro y de Asakusa; a veces se formaban colas de hasta quinientas personas. La comida la repartían justo después del himno y del sermón. Podía ser un bol de arroz con jamón, queso, salchichas y un rehogado de kimchi;[5] o arroz con nattō[6] y yakisoba,[7] pan de molde y café… Adoremos al Señor, adoremos al Señor, adoremos su santo nombre, aleluya, aleluya.
—¡Tengo hambre!
—¿Sí? ¿Quieres un poco?
—No, no quiero.
—¿No? Entonces se lo come mamá.
—¡Noooo! Ja, ja, ja.
Una niña de unos cinco años que luce un vestido de manga corta del color de la flor del cerezo camina mirando a su madre. La mujer lleva un vestido veraniego con un estampado de leopardo que le marca la silueta de manera evidente. Seguramente sea una trabajadora nocturna.
Por otra parte, una mujer joven con un traje granate las adelanta haciendo resonar sus tacones sobre la acera.
De repente, una lluvia torrencial golpea las hojas del cerezo en flor, y va dejando a su paso pequeñas gotas redondas y oscuras sobre las baldosas del suelo. La gente saca de sus bolsos paraguas plegables de todos los colores, y muy pronto las gotas de agua que se posan sobre ellos se vuelven rojas, negras, rosas, azules con bordes blancos…
Pero, por mucho que llueva, la corriente humana parece no detenerse nunca.
Debajo de sus paraguas, una al lado de la otra, caminan dos ancianas vestidas a juego, con pantalones anchos y negros y camisetas holgadas, que conversan tranquilamente.
—La temperatura está en veintidós grados desde por la mañana.
—Es verdad.
—No sé si llamarlo frío y o fresco. Se nos va a quedar helado el cuerpo.
—Sí, es verdad que hace fresco.
—Ryūji no para de hablar de lo bien que cocina su suegra.
—Uy, qué desconsiderado.
—Me dice que aprenda de ella.
—Qué molesta es esta lluvia.
—Estamos en la estación de lluvias, así que tenemos para más de un mes por lo menos.
—¿Cómo están las hortensias?
—Ahora no hay.
—¿Y el roble jolcham?
—No es temporada tampoco.
—Me da la sensación de que estos edificios son diferentes. ¿Ese Starbucks es nuevo?
—Sí, la verdad es que está todo muy cambiado.
Este es el paseo de los cerezos.
Todos los años, en torno al diez de abril, llegan hordas de visitantes para disfrutar del Hanami.[8]
Mientras los cerezos estuvieran en flor no era necesario buscar comida. Teníamos suficiente con las sobras que iba dejando la gente, y utilizábamos las lonas de plástico que desechaban para renovar las paredes y el techo de nuestras chozas.
Hoy es lunes, el zoo está cerrado.
Nunca traje a mis hijos al zoo de Ueno. Emigré a Tokio a finales del año 38 de la era Shōwa;[9] cuando Yōko tenía solo cinco años y Kōichi, tres. El oso panda no llegó hasta nueve años después, y para entonces, los dos eran ya demasiado mayores y habían perdido el interés por estos temas.
Tampoco los llevé nunca al parque de atracciones, ni al mar, ni a la montaña. No asistí a ninguna de sus ceremonias de graduación ni de comienzo de curso, ni visité sus aulas, ni participé en las jornadas de deporte. Ni una sola vez.
A Yasawamura, en Fukushima, donde me esperaban mis padres, mis hermanos, mi mujer y mis hijos, solo iba dos veces al año: en Obon y en Año Nuevo.
En una ocasión, logré tomarme unos días libres justo antes de Obon, y pude llevar a los niños a las fiestas de Haramachi. Lo pasamos muy bien.
Fuimos en tren. El pueblo estaba a una parada de la estación de Kashima en la línea Jōban. Era pleno verano, hacía calor y yo me sentía realmente cansado. Tenía la cabeza y el corazón adormecidos por un sopor feroz y no podía oír con claridad las voces de mis hijos, ni siquiera mis propias palabras. Lo veía todo borroso, como bañado por una bruma, pero recuerdo bien el paisaje que reinaba al otro lado del cristal: el cielo, las montañas, los arrozales y las huertas que el tren iba atravesando de manera inexorable. Luego, al pasar por un túnel, cogimos velocidad. Creo que llegué a cabecear durante unos minutos, mecido por el olor agridulce del sudor de los niños, que con sus cuatro manos abiertas como lagartijas y sus mentones y labios pegados al cristal de la ventana disfrutaban de aquel paisaje del que ya solo se podían apreciar los colores, desdibujados por la velocidad.
Cuando nos bajamos en Haramachi, una vez pasados los tornos, el jefe de estación nos comunicó que en Hibarigahara estaban ofreciendo, por un precio, paseos en helicóptero; sin pararme a pensarlo, cogí a los niños de la mano y nos dirigimos hacia allí por el paseo marítimo, con Yōko a la derecha y Kōichi a la izquierda.
Kōichi y yo solo nos habíamos visto unas pocas veces desde que había nacido, y no tenía confianza como para ponerse mimoso o caprichoso conmigo. Pero ese día apretó su mano en la mía y me dijo: «Papá, quiero montar en helicóptero». Recuerdo perfectamente su cara mientras balbuceaba aquellas palabras con esfuerzo, avergonzado, apretando los labios varias veces antes de soltar, por fin, entre enfadado y ruborizado, lo que había estado intentando decir todo ese tiempo. ¡Qué bien me acuerdo de la cara de Kōichi! Sin embargo, yo no tenía dinero. El paseo en helicóptero costaba tres mil yenes de entonces, lo que vendrían a ser más de treinta mil yenes ahora. Una fortuna.
Así que, a cambio, decidí comprarles un manjū helado de Matsunaga por quince yenes. Yōko recobró enseguida su buen humor, pero Kōichi me dio la espalda y se puso a llorar sacudiendo los hombros, tratando de respirar entre violentos hipidos, secándose las lágrimas con el puño mientras veía cómo el helicóptero alzaba el vuelo con un niño rico a bordo.
Aquel día, el cielo estaba tan azul que parecía un trozo de tela. ¡Cómo me habría gustado haber podido regalarle a Kōichi un paseo en helicóptero! Pero yo no tenía dinero, y el remordimiento me ha acompañado siempre. Diez años después, cierto día, ese arrepentimiento me atravesó el corazón como una flecha. Sigue clavada dentro de mí, y sé que seguirá ahí para siempre.
Todo permanece quieto, nada se mueve. Ni las letras rojas como heridas que dicen: «Parque zoológico de Ueno. ZOO»; ni el cartel que reza: «Parque de atracciones»; ni los dedos de los enanitos vestidos de rojo, azul y amarillo que saludan con la mano abierta por encima de la valla.
Tiemblo como un junco solitario. Siento el impulso de hablar y expresarme, pero no puedo, y no sé qué hacer al respecto. Busco una escapatoria, tengo tantas ganas de encontrar una salida…, pero la oscuridad no termina de posarse a mi alrededor y tampoco encuentro una luz que me ilumine. Aunque haya un final, nunca termina… esta angustia constante, esta tristeza, esta soledad.
El viento atraviesa los árboles y el roce de las hojas deja caer algunas gotas de agua, pero ya no está lloviendo.
Una mujer con un delantal rojo limpia el toldo rosa y desgastado del restaurante Sakuraguitei subida a una escalera de mano. La escalera está apoyada entre un cartel de letras blancas que dice: «Tortitas de oso panda» y unos farolillos blancos y rojos temblando en el aire.
En el banco de enfrente hay dos señoras mayores. La de la derecha, que lleva una rebeca blanca, saca un pequeño álbum de fotos de su bolso amarillo. «He traído las fotos por si acaso, ¿las quieres ver?», dice; y a continuación le enseña a su amiga una imagen en la que aparecen unos treinta hombres y mujeres de edad avanzada colocados en tres filas.
La señora de la izquierda lleva una rebeca negra y es una cabeza más alta. Coge unas gafas de presbicia del interior del bolso de cuero que cuelga de su hombro y empieza a dibujar una espiral en el aire con el dedo índice, a unos pocos milímetros de la foto.
—Esta era… ¿cómo se llamaba? La mujer del profesor Yamazaki. Veo que él también está.
—Siempre están juntos, de toda la vida. Se llevan muy bien.
—Y este… era de la Asociación de Alumnos…
—Sí, Shimizu.
—Y esta era… Tomo.
—Su sonrisa me resulta familiar.
—¡Y mírate a ti! ¡Pero si pareces una actriz!
—¡Pero qué cosas dices!
Las dos mujeres están tan cerca la una de la otra que forman una única sombra. Una paloma la atraviesa con ritmo acompasado y afán explorador.
En el cielo, dos cuervos intercambian graznidos agudos como un presagio.
—Esta persona que está al lado de Takeuchi es Yamamoto, ¿verdad? Que tiene una tienda de antigüedades… Y esta es Yoshiko Sonoda…
—Y mira, esta es Yumi.
—Ah, sí, Yumi. La última vez que la vi fue en la vigilia de Yūko.
—Llevábamos décadas sin coincidir, pero fíjate que nos reconocimos enseguida.
—Y esta persona de aquí trabajaba en la administración, ¿te acuerdas? Es…
—Iiyama.
—Eso es, Iiyama.
—Y la que está a su lado es…
—¿No es Hiromi?
—Sí, eso es, Hiromi.
—Y esta es Mutchan.
—No ha envejecido nada.
—Ah, mira, Shinohara.
—Siempre tan elegante con su kimono.
—Es muy guapa.
—Y mira, Fumi, Take, Chii… y Kurata, que estaba en otra clase.
—¿Ah sí? No lo recuerdo.
—Kurata vive en Kawasaki. El otro día me contó que últimamente hay un hombre merodeando por su barrio. Al parecer, una vez se hospedaron en un hotel-balneario de Echigo-Yuzawa con este señor y otros amigos, y el hombre hablaba tanto que no calló ni aun cuando todos se tumbaron a dormir en la habitación. Imagínate, todos intentando dormir y el otro tomando té y hablando sin parar…
—¡Qué incordio!
—Sí, imagínate. Por lo visto es el marido de alguien. Incluso lo han visto entrar en el jardín de Kurata.
—Eso sí que es un problema, porque ni siquiera puedes llamar a la policía, tratándose de un conocido.
Yo nunca llevaba ninguna foto encima. Pero las personas que se fueron, los lugares que dejé atrás y el tiempo que ya pasó siempre estaban presentes, en frente de mis ojos. Yo vivía de espaldas al futuro, evitándolo, mirando solo al pasado. Lo que sentía no era añoranza ni nostalgia, no era nada tan dulce. Simplemente no podía soportar el presente y el futuro me aterrorizaba, y cuando me quise dar cuenta estaba hundido en un pasado que una vez acontecido ya no podía llevarme a ninguna parte. No sé si el tiempo llegó a su fin o si se detuvo temporalmente; no sé si es algo que se puede rebobinar y empezar de nuevo, como una película. O puede ser que el tiempo me expulsara para siempre. No lo sé, no lo sé, no lo sé…
Cuando era pequeño, en mi familia nunca nos hacíamos fotos todos juntos. Para cuando empecé a tener uso de memoria, la guerra ya había estallado y solo recuerdo la escasez de comida y la sensación de tener el estómago siempre vacío. Pero me libré de ir a la guerra gracias a que era todavía un niño.
En el barrio en el que vivíamos hubo chicos que con diecisiete años decidieron alistarse de forma voluntaria, hubo uno que se bebió casi dos litros de salsa de soja para evitar el reclutamiento, y otro que fingió ser sordo y ciego.
Yo tenía doce años cuando terminó la guerra.
Estábamos demasiado concentrados en intentar no morirnos de hambre como para sentirnos tristes o miserables ante la derrota. Si ya era difícil dar de comer a un hijo, mis padres tenían que alimentar a ocho. En aquella época, en Hamadōri todavía no se había construido la central nuclear de la Compañía Eléctrica de Tokio, ni tampoco existía la central térmica de la Compañía Eléctrica de Tōhoku, ni las fábricas de Hitachi y de Delmonte. Los que tenían granjas más grandes podían autoabastecerse, pero nuestros arrozales eran diminutos y no podían darnos de comer a todos, así que nada más obtener el graduado escolar me fui a trabajar al puerto pesquero de Onahama, donde además de comida me daban alojamiento.
Por alojamiento no me refiero a un piso, ni siquiera a una vivienda compartida, sino a vivir a bordo de un gran buque pesquero.
Entre abril y septiembre pescábamos bonito, y entre septiembre y noviembre, paparda del Pacífico, caballa, sardinas, atún y platija japonesa.
Lo peor de la vida en el barco eran los piojos. Cada vez que me cambiaba de ropa caían sobre mí o se quedaban entre las costuras, y si hacía un poco de calor los notaba moverse por toda mi espalda. Eran una auténtica tortura.
En Onahama solo trabajé dos años. Poco después decidí ayudar a mi padre, que había empezado a recoger almejas blancas en la playa de Kitamiguita.
Zarpábamos en una barca pequeña de madera, hundíamos en el fondo del mar una rastra metálica, y como por entonces no había bobinas eléctricas, tirábamos de una soga con las dos manos y hacíamos fuerza sujetándonos bien con los pies. Tirábamos y sujetábamos, tirábamos y sujetábamos, y así era como recogíamos almejas mi padre y yo todos los días.
Pero no éramos los únicos. Había gente de nuestro vecindario y de otros barrios que también venía a cogerlas. Por lo que, sin apenas tiempo para poder reproducirse, las almejas se agotaron al cabo de cuatro o cinco años.
El año en que nació mi hijo Kōichi, me fui a recoger algas kombu a un pueblo pesquero llamado Hamanaka, al lado de Kiritatsubu, en Hokkaidō, gracias a un conocido de mi tío, que había emigrado allí hacía un tiempo y que me avisó del trabajo.
En las fiestas de mayo volvía a casa y ayudaba a sembrar arroz, a poner abono o a segar el pasto para que estuviera todo listo antes del Nomaoi.[10] En Sōma, se decía que había que hacer todo lo que se pudiera antes del Nomaoi, ya fuera sembrar, limpiar la casa o devolver dinero prestado, hasta el punto, que incluso se había acuñado la expresión «rendir las cuentas de Nomaoi». El año entero se organizaba en torno a este evento.
Las fiestas duran tres días, del 23 al 25 de julio.
El primer día, el almirante general parte del santuario[11] sintoísta Nakamura, en Udagō, Sōma, y empieza un recorrido a caballo que culmina en el cuartel general de Kitagō, donde es recibido entre clamores. Luego, los samuráis de Udagō y Kitagō salen juntos a combatir, a quienes se les unen los guerreros de Haramachi y Nakanogō, que salen del santuario Ōta, y los de Namie, Futaba y Shineha, en Okuma, que parten del santuario Odaka.
El segundo día es el más importante. La trompeta de caracola y el redoble de los tambores de guerra dan el toque de salida a quinientos guerreros, que inician una marcha militar hacia Hibarigahara, donde compiten en varias carreras de caballos y luchan por obtener dos banderas sagradas.
Durante el tercer día se celebra el ritual de Nomakake. En él, unos hombres vestidos enteramente de blanco y con una bandana en la frente capturan a un caballo salvaje tan solo con sus manos para luego sacrificarlo como ofrenda al santuario Odaka.
Al parecer, alquilar los caballos y conseguir las armaduras necesarias cuesta millones de yenes, y eso hacía que aquellas no fueran unas fiestas para pobres. Pero cuando yo era pequeño, con cinco o seis años, mi padre me llevó a ver la ceremonia de salida de Nomakake a la antigua casa del teniente general de Kashima y me sentó sobre sus hombros para que pudiera disfrutar del espectáculo.
—La salida tendrá lugar a las 12:30.
—A las 12:30, entendido. Me retiro de inmediato para comunicar el mensaje.
—Comuníqueselo también a los samuráis de Kitagō.
—Entendido. Por cierto, le pido disculpas por el comportamiento grosero de los caballeros del cuartel de Udagō. He de volver inmediatamente.
—Gracias. Avance con cuidado.
Sōma, Nagareyama[12] nae, nae, essai
Si quieres aprender, aprende, nae, essai
La siembra del verano, nae, nae, essai
Mira, el Nomanoi, nae essai.[13]
Los samuráis se montaron en sus caballos y fueron avanzando despacio por entre los arrozales verdes. Sus estandartes ondeaban al viento, cada uno con una insignia diferente. A mí me divertía ver todos aquellos dibujos estampados sobre los banderines. «¡Mira, ese tiene un ciempiés! ¡Y en ese hay una serpiente enroscada! ¡Y en aquel hay un caballo haciendo el pino!», grité señalando las banderas con el dedo sobre la cabeza de mi padre.