Trágicas apariencias - Javier Alonso Osborne - E-Book

Trágicas apariencias E-Book

Javier Alonso Osborne

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Beschreibung

Si Berlanga hubiese escrito un thriller, sería este: un carrusel de personajes a cuál más esperpéntico y aun así certero, crímenes por doquier, corrupción, malversación y venganzas. Millonarios, actrices, modelos, aristócratas y famosillos se dan cita en esta novela criminal en la que el costumbrismo está manchado de sangre.

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Seitenzahl: 798

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Javier Alonso Osborne

Trágicas apariencias

 

Saga

Trágicas apariencias

 

Copyright © 2018, 2023 Javier Alonso Osborne and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728396124

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A María Eugenia

Debería ser lo que parece el hombre;

y cuando no, no aparentarlo

Otelo , acto III

Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos

Nicolás Maquiavelo

Hay mucha gente en el mundo, pero todavía

hay más rostros, pues cada uno tiene varios

Rainer Maria Rilke

1

Cuando el Cordero abrió el primero de los

siete sellos, oí al primero de los cuatro Vivientes

que decía con voz como de trueno: “Ven”. Miré

y había un caballo blanco; y el que lo montaba

tenía un arco; se le dió una corona, y salió

como vencedor y para seguir venciendo.

La mañana estaba apacible a pesar de que soplaba un ligero viento de Levante. Los informes meteorológicos de la zona del Estrecho anunciaban buen tiempo. Eran las condiciones idóneas para que se hiciera a la mar el imponente velero de dos palos atracado en la zona del puerto deportivo de Marbella donde se encontraban los yates de gran calado, debido a su enorme orza que se hundía a varios metros de profundidad. El depósito de su motor estaba lleno y ya habían sido reparadas las últimás deficiencias encontradas tras su accidentada singladura desde Ibiza, incluidos los obenques dañados por el fuerte viento que los dos palos habían tenido que soportar en la travesía.

El marinero, que llevaba muchas horas de navegación con el patrón y armador, estaba retirando las escalerillas de acceso al barco, cuando apareció Patricio corriendo por el muelle, aún con su traje de fiesta de la noche anterior, llevando en su mano la funda con su viejo ordenador salpicado de champán y perfume de sus innumerables fiestas llenas de famosos, a los que perseguía por aquí y por allá, siempre dispuesto a contar la “última noticia” y el más “sabroso” comentario.

—¡Por favor, esperadme! ¡Cómo sois, eh! Había dicho que estaría aquí a las ocho y son sólo y cinco. ¡Odón, capitán, patrón, espérame! —mientras hablaba casi tiró su ordenador a bordo y puso un pie en el trancanil a punto de que se le quedara una pierna en el barco y otra en el pantalán.

El marinero subió el último y comenzó a fijar las defensas y recobrar los cabos para que no quedara ninguno suelto e impedir que se enredaran en la hélice. La goleta se alejó lentamente del muelle pilotada por la experta mano de su patrón que procuraba no molestar a las demás embarcaciones que estaban atracadas con el ligero oleaje que provocaba su paso.

—¡Chicos, esto no se hace! ¡Soy un amigo y por poco me dejáis en tierra! Odón, capitán, jefe, por poco consigues que me vaya en el autobús cuando sabes la falta que me hace dormir unas horas en uno de tus fantásticos camarotes para reponerme y escribir mi crónica. ¡Ya veréis qué sabrosa! Por favor, Juan —dijo dirigiéndose al único marinero de a bordo, que hacía también de barman y cocinero—, ¿me puedes preparar un Bloody Mary para reponerme?

Odón, sin hacer caso del nuevo pasajero, seguía maniobrando para dirigir el barco hacia la bocana del puerto y poder izar las velas, ya que el viento era favorable para disfrutar de la navegación.

—Por Dios —seguía preguntando Patricio con gritos de desesperación—... ¿Hay alguien más en este esquife?

Odón, impecable, pantalón blanco, descalzo y con la camisa también blanca, con una pequeña corona azul en la parte izquierda del pecho, no sabía muy bien por qué admitía en su barco a semejante personaje, un bloguero, uno de los llamados tertulianos de los programás de televisión que tanto odiaba. Gay y gordo —se comía y se bebía todo lo que había en el barco—, lo cierto es que era un vitalista, divertido, ocurrente, culto y educado.

El patrón y dueño del velero era un navegante empedernido pero sólo de aguas mediterráneas: Costa Esmeralda, Mallorca, Ibiza, Túnez, las islas griegas... Pocas veces se había aventurado a cruzar el Estrecho más allá de Cádiz o Villamaura, en Portugal, sin llegar jamás a doblar el cabo de San Vicente. Odón Setano y Fernández-Queen medía más de uno noventa y era de porte atlético. De rasgos angulosos que denotaban decisión, su espalda era ancha y sus brazos musculosos. Todo él transmitía sensación de seguridad, de una persona acostumbrada a mandar y a que no se discutieran sus decisiones. Poco dado al diálogo con los seres “inferiores”, hizo, sin embargo, un esfuerzo y le dijo a Patricio:

—Juan está adujando los cabos.

Y queriéndole gastar una broma, añadió:

—Vaya nuevo marinero que hemos contratado, además de que llega tarde, no sólo no ayuda a que salgamos de puerto, sino que viene pidiendo un Bloody Mary...

—Querido marqués —le contestó Patricio—, soy su último grumete, su cocinero chino, el maricón de a bordo...

Al poco rato, Patricio se durmió sobre uno de los asientos de cubierta mientras su portátil se escurría entre sus piernas camino del suelo. Odón sonrió desde el timón mientras daba órdenes al marinero para izar la mayor y comenzar a navegar a vela, una vez apagado el motor. Era un momento mágico. El silencio sólo era interrumpido por el viento y el sonido del agua hendida por el casco. En uno de los obenques, en vez de las habituales tiras que señalan la dirección del viento, Odón había colocado dos cintas negras de medio metro de largo y dos centímetros de ancho. Una forma original, sin duda, de recordar que había luto en el velero por la muerte todavía reciente del padre del patrón.

Sobre las doce del mediodía, cuando el barco navegaba a una milla escasa de un gran transatlántico con turistas que probablemente se dirigía a Málaga, apareció en cubierta Laura, la hijastra de Odón.

—Padrino, cuánto has madrugado —le dijo mientras le daba un sonoro beso—. Prométeme que cenaremos en Gibraltar... En ese sitio que me gusta tanto, en las terrazas del puerto deportivo. ¡Qué horror! —exclamó al advertir la presencia de Patricio tendido en cubierta y con un hilo de baba escapándosele de la boca entreabierta—. ¿Qué hace aquí este cotilla infame?

—Ya vés —le contestó Odón—, consiguió subir a bordo en el último instante sabiendo que cuenta con tu cariño... Porque ya sabes que yo le odio —le dijo a su hijastra en broma haciendo un gesto con las manos como si le retorciera el cuello, mientras miraba hacia donde Patricio estaba dormido.

Odón dejó el mando del velero al marinero que, aunque era patrón de pesca, llevaba muchos años navegando en barcos de vela ya que escaseaba el trabajo en su sector y los pesqueros no se hacían a la mar.

El barco, que navegaba con buen viento, aun tardaría varias horas en avistar Gibraltar a donde su patrón quería llegar para ver la puesta de sol sobre la roca. No se lo había dicho a su hijastra, pero no pensaba ir a ningún restaurante porque se había prometido a sí mismo no poner un pie allí mientras fuera territorio inglés.

Tras echar un último vistazo al foque, Odón bajó a su camarote después de decir hasta luego a Laura que, en ese momento, se desataba la cinta de la parte superior del biquini para tomar el sol y que no le quedara marca en la espalda. El camarote del capitán era amplio y en sus estanterías se alineaban docenas de libros: las últimás ediciones de novelas, biografías, historia... Pero, sobre todo, libros de mitología, a los que era un gran aficionado, así como de historia de las antiguas civilizaciones: fenicia, griega o romana... Odón se sentó. Encendió una pequeña lámpara que enfocaba directamente al libro que había tomado y, abriéndolo por una señal roja entre sus páginas, comenzó a leer.

 

Patricio, tras despertar de su sueño, había cambiado su traje de fiesta por un bañador floreado que le llegaba por debajo de las rodillas y estaba embadurnando de crema su cara, sus brazos y su pecho.

—Laura, por favor, guapa, ¿me das un poco de ungüento en la espalda? ¿No te importa, bellezón?

Mientras le alargaba el bote continuó diciendo:

—No sabes cuánto te echamos de menos, de verdad. ¿Por qué no fuiste? Estuvimos hasta última hora esperándote. Vigilando la puerta para no perdernos el momento en que aparecieras —hizo un gesto con la mano como si espantara una mosca imaginaria y dijo con un mohín de puchero—: Y nos dejaste tirados después de haberle asegurado a todo el mundo que vendrías. Eso no se hace, de verdad, monina.

Laura se acercó tras dejar el bote en una mesa y, apretándole los mofletes, le dio un sonoro beso en la nariz mientras le decía:

—Patricio, de verdad, es que era súper, súper fuerte. Tú y Roberto ya sabíais que no podía aparecer por allí mientras estuviera el árabe ese del helicóptero. Sabías que era del todo imposible, imposible, imposible. No estaba dispuesta a que insistiera en que iba a prescindir de todo su harén por mí... Es que es un mentiroso y un falso. ¡Te lo dije!: ¡Mientras no se vaya el moro no voy!

—¡Anda, mentirosa! ¡Si habrías estado encantada de que te hubiera raptado en su caballo blanco con hélices y llevado a su yate con cortinajes y grifos de oro! —replicó Patricio mientras se colocaba unas enormes gafas de sol tras peinarse las cejas con sus dedos índice—. Pues no sabes lo que te perdiste, rica —añadió, dándole una palmadita en el muslo—. No sabes cómo fue, Laura querida. Fue de lo más sorprendente porque nadie se esperaba que Elisa apareciese en público por primera vez con esos labiazos de negra zulú... Todo el mundo dijo que estaba genial. “De verdad, Elisa, estás genial, estás guapísima”, decían, y cuando se daba la vuelta se mataban de la risa... Eso sí, llevaba un impresionante traje negro largo de Armani y una flor preciosa roja en el pelo y ninguna joya... Por Dios Santo, ¿pero no había una criatura que le dijera que no podía salir así de su casa, que estaba ridícula, que daban ganas de llorar al mirarla? Pobrecita mía. ¡Si no se podía siquiera reír! Y su pareja tan orgullosa. Y todo el mundo riéndose en cuanto daba la media vuelta. Y ella, sin darse cuenta.

—Sigue contando, porfa —le insistía Laura, mientras, cambiando de postura, se sentaba sobre una pierna, y ayudada por un dedo, escondía dentro del tanga algunos pelillos rubios rebeldes.

—Anda, que el escote de Regina. Con un tatuaje en la espalda. Como una paloma con las alas en los glúteos y la cola donde la espalda pierde su... ¡Por Dios Santo, realmente es una vergüenza! Ya no se puede escribir de estas fiestas porque están empezando a ser una horterada, sin clase. ¡Qué horror! Ya no hay misterio, verdadera categoría...

—La televisión tiene mucha culpa —interrumpió Laura—. Estoy de acuerdo que ha acercado demásiado a los personajes, algunos personajes, porque otros, muy pocos, han resistido, aunque se pueden contar con los dedos de las manos. —Y añadió con vehemencia—: Ahora los nuevos mitos son diferentes de los de antes. Jóvenes con carreras, con ocupaciones importantes, madres con hijos que destacan en todos los campos: la abogacía, la medicina, la diplomacia, la moda, la empresa... Y, ¿por qué no?, la aristocracia, con energía propia, con ideas propias, con estilos propios, más modernos, más al día, con conceptos renovados y con menos tonterías, pero con ganas de agradar a sus maridos, con estética, con sentido de la belleza. Una nueva generación, Patricio, donde ya no cabe el falso oropel...

—Bueno, bueno. No me digas bobadas. Esas chicas de las que hablas no interesan al público. Les interesa las de antes: las famosas con misterio, las actrices de doble vida, los divorcios sonados, los cuernos, las viudas, tú no sabes lo que venden las viudas...

—No todo tienen que ser tragedias porfa Patricio, me estoy poniendo mala. Eres un burro, un animal. Puede que las viudas vendan mucho y la cama y todo eso, pero yo prefiero los trajes bonitos, una buena boda, una buena fiesta, unas bonitas joyas...

—Calla —le dijo haciéndole una seña con los ojos y subiendo las cejas—, viene tu padrastro y ya sabes el miedo que me da... Es capaz de tirarme por la borda.

Odón estaba oyendo a Patricio hablar con su hijastra y volvió a preguntarse por qué tenía que aguantar en su barco a un personaje semejante. Todo rectitud, con merecida fama de seriedad ganada a pulso en su vida social y empresarial, pensaba que no era bueno para su imagen —era serio, educado sin ser simpático, distante y de apariencia inaccesible— que le vieran en su compañía, en su propio barco, al que sólo accedían sus íntimos o su familia. “Desde luego —pensó mientras lo veía agarrado al estay de popa— no estaría aquí si no divirtiera a Laura, y, sobre todo, porque es amigo de Elizabeth”. En ese instante precisamente Patricio estaba contando a Laura la asistencia de Elizabeth a la fiesta, comentando que estaba elegantísima con un traje semitransparente, “como una diosa”. Tras hacer el elogioso comentario, Patricio miró a Odón, ya que sabía que eran buenos amigos y que en breve la recogerían en Gibraltar.

—Elizabeth estaba realmente grandiosa —continuó, elevando la voz para intentar atraer la atención del patrón—. Parecía que estaba esperando que llegara su actor favorito: Errol Flynn, en su yate de vela, para marcharse con él.

—¡Qué antiguo eres! —le interrumpió Laura riéndose—. Ese actor del que hablas, ¿no es aquel del bigotito? Yo recuerdo que le gustaba a mi abuela... Pero ahora que pienso, el galán en cuestión siempre andaba por aguas de Mallorca y no en Marbella...

—Bueno, sí, qué más da. Lo cierto es que Elizabeth estaba realmente deslumbrante: morena, con su acento extranjero, tan gracioso, con unas enormes esmeraldas, pero ni sombra de su nuevo caballero, ese que dicen que es alemán y pertenece a la industria del automóvil con muchas estrellas en su cuenta corriente.

—No me has contado si llevaba uno de sus famosos mantones de Manila —preguntó Laura, que no le daba un respiro.

—Uno con flores rojas y verdes sobre fondo negro, precioso. Ella, que es habitual de la zona, viste mejor que muchas nativas y lo lleva con más garbo. —Patricio ladeó la cabeza, se llevó el puño a la boca como si hubiera cometido un olvido imperdonable y añadió—: Pero lo más genial, genial, genial, fue realmente la aparición de Blanca. Estaba realmente fantástica —dijo moviendo la cara a izquierda y derecha mientras estiraba el cuello como si fuera a cantar como un gallo—. Soberbia realmente, con esa elegancia natural. Con ese saber estar. Consciente de la expectación que despierta cuando hace su entrada en cualquier sitio. Yo estoy realmente enamorado de ella —comentó juntando las manos en actitud de oración mientras ponía los ojos en blanco y miraba al firmamento que ya se empezaba a enrojecer anunciando la puesta de sol.

—La pena es que ya no están aquellas señoras maravillosas —comentó Laura— como Soraya, con todo un Sha a sus espaldas, y tantas otras de los momentos cumbres. Otras y otros, porque, ¿qué me dices de Mel Ferrer, aquel caballero de Guerra y Paz, o Sean Connery? Ahora es un momento, ¿cómo diría yo?, es un momento de transición entre aquellos años y aquellas fiestas a las que acudían los árabes con propinas millonarias y enormes yates. No sé si me explico, Patri, ¿me comprendes? Aquello sí que era súper, súper, súper guay.

Una serie de fuertes bandazos del barco ocasionados por las olas levantadas al cruzarse con un enorme transatlántico que había forzado la marcha al salir del Estrecho a punto estuvieron de tirar al agua a Patricio que lanzó un falso grito de espanto.

—¡Qué horror! ¡Qué brutos!

—Habríamos tenido que gritar ¡hombre al agua! —bromeó Laura.

—Pues eso es lo que soy, guapa...

El sol estaba ocultándose sobre la cima de la enorme roca de Gibraltar, ya oscura, casi negra, semejando un enorme volcán del que salía un fuego cegador que llenaba el azul del cielo de un rojo intenso.

Odón, fanático de la mitología, proclive a fantasear con dioses inaccesibles y sus mundos misteriosos, miraba absorto como si en cualquier momento fuera a aparecer un signo divino imposible de descifrar... Nada de eso ocurrió. El sol se puso por fin y empezaron a verse desde el barco las luces de la costa. Laura y Patricio se taparon con toallas mientras bajaban al camarote para cambiar el bañador por una ropa más adecuada.

—No veo ninguna lancha de la Royal Navy vigilando —comentó el sobrino de Odón, que había dejado de jugar con una maquinita que le había tenido ensimismado durante toda la travesía.

—Tampoco hay que hacer tanto caso a los periódicos. Ese incidente con las patrulleras españolas no ocurre todos los días. Lo siento porque sé que tenías la ilusión de asistir a una de esas escaramuzas... Ya sabes que he prometido no pisar el Peñón hasta que no sea español.

—Pues hoy vas a romper tu promesa.

—Te equivocas, querido sobrino. Voy a atracar para recoger a Elizabeth, que ha venido por carretera para visitar a unos familiares, pero no voy a pisar el suelo de Gibraltar.

Odón consultó su reloj. Le hizo una señal al marinero para que le ayudara a arriar las velas —el viento había amainado mucho tras ocultarse el sol— y se dirigió al timón para arrancar el motor y poner rumbo a uno de los pantalanes del puerto deportivo de Gibraltar, al lado del polémico aeropuerto, donde tenía que recoger a su invitada.

Elizabeth, delgada, buen tipo, morena —a pesar de su origen polaco—, ojos clarísimos y rondando los cincuenta años, era una mujer agradable junto a la que se sentía bien por su origen, por su educación y por sus principios —era católica— y, también, como él, era viuda con un hijo ya de veintitantos años, mientras que el de Odón había muerto de sobredosis muy joven.

Tras colgar el micrófono de la radio de a bordo con el que se había comunicado con el puerto por el canal 9, aminoró la marcha. Echó un vistazo al indicador de profundidad y comprobó el nivel del depósito de gasoil por si tenía que repostar ya que pensaba hacer parte del viaje a motor para llega a Sancti-Petri a buena hora y cenar unos espetones en la playa, como ya era ritual cuando pasaba por el islote. A proa vio a Patricio que miraba hacia el pantalán donde ya se adivinaba la figura de Elizabeth con unos pantalones azules y una blusa blanca con unas rayas horizontales también azules y una enorme pamela en la mano que agitaba por encima de la cabeza. A su lado, el chofer, con uniforme y gorra de plato, llevaba en su mano izquierda un neceser azul mientras con la derecha sostenía un pequeño foxterrier.

—¡Elizabeth! Estás realmente de lo más juvenil, cariño —le gritó Patricio aplaudiendo nervioso mientras Juan saltaba al muelle y fijaba al noray un cabo, ayudado por un marinero nativo que le dijo en “perfecto andaluz”—: Jala de proa que aquí ya está puesta la defensa.

—Nos vamos enseguida —gritó Odón asomándose al costado del barco para que no se rozara—. En cuanto suba la señora.

Elizabeth subió a bordo ayudada por Laura y por Odón, dándole cada uno una mano. Posteriormente Laura cogió su neceser y el perrito, que ladró impertinente, saltando luego a cubierta para hacer su primer pis en el palo mayor.

—Qué fantástico viajar en vuestra compañía. “Pog favog”, Juanito —dijo dirigiéndose al marinero, como horas antes lo había hecho Patricio—, póngame enseguida un Martini blanco con lima y hielo para alegría de mi llegada. ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Quikly! ¡Quikly!

—No tenemos lima, señora —le respondió Juan ladeando la cabeza como diciendo que lo sentía.

Elizabeth dió un beso a la joven y un largo abrazo a Odón mientras le pedía con voz de niña mimosa:

—Odón, cariño, déjame que mande a mi chófer por lima. Anda, “segá” un momento, dale ese capricho a tu amiga del “agma” ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Quikly! ¡Quikly! —dijo dirigiéndose a su empleado, que esperaba órdenes en el muelle.

—Señora —le contestó—, tengo en el coche lima y hielo.

—¡Magnifique! —le dijo mientras miraba a Odón alardeando de la eficacia del muchacho que ya cerraba el maletero del jaguar gris de matrícula inglesa, y se acercaba con un pack de media docena de botellas de lima.

—Gracias. Vamos a Cádiz, al hotel de siempre. Ya llegaremos. Porque espero que llegaremos, ¿no? —dijo mirando a Odón con cara de falso pánico.

Se volvió. Le dio el pack a Juanito y, del brazo de su anfitrión y de Patricio, se dirigió a sentarse en una de las cómodas colchonetas de cubierta, apartando suavemente de su cabeza un pico de la enorme bandera española que llevaba a popa. Antes de salir de la bahía de Algeciras todavía se llevarían un buen susto al despegar de la pista del Peñón —que termina en el mar— un panzudo y voluminoso avión que pasó rozando el palo mayor e hizo tintinear el hielo del vaso con Martini de Elizabeth.

 

Una hora después ya era noche cerrada y Laura —Patricio se había ido un rato a su camarote para prepararse para la excursión— estaba sola a cargo del radar y del sonar de profundidad —el barco tenía el piloto automático— mientras Juan ultimaba los preparativos para poder echar al agua una de las zódiac. De pronto, Laura chilló alarmada:

—¡Hay sólo veinte metros de profundidad cuando la carta señala que son más de cien! ¡Venid rápido! ¡Qué fuerte, por favor, por favor! ¡Quince metros! ¡Vamos a chocar con algo!

Juan y Odón se precipitaron hacia donde Laura observaba los aparatos de a bordo y, ya más tranquilo, el patrón comentó:

—No te preocupes, son los delfines que vienen a visitarnos, se acercan creyendo que encontrarán comida. Cuando son barcos de vela como éste, que no hacen ruido, se creen que es un “colega” de gran tamaño —una ballena o algo así— y se acercan mucho para ver si cae algo.

Odón volvió al timón para pasar el Cabo de Trafalgar. Siempre que navegaba frente a los Caños de la Meca se acordaba de lo que decía su profesor cuando sacó el título de patrón de yate: “En Trafalgar muy a la costa o muy a la mar”. Odón sonrió en silencio y puso rumbo al faro de Sancti-Petri, no sin antes anotar en su carta su frecuencia para no estar sólo pendiente del GPS de a bordo.

—Eres alucinógeno, Odón, tú tan católico, tan derecho, ¿cómo se dice?, tan recto, sorprendes con algo tan original como fondear en una isla desierta. Todo negro. Para hacer un fuego. No comprender nada, nothing, pero me divierte muchísimo. Eres un jolgorio.

—Elizabeth, tú que estudiaste en tu país historia del arte. Y tú, Laura, que también me miras como un excéntrico chalado, deberíais saber algo de la grandeza de la mitología, es apasionante. Muchas cosas y nombres de la vida cotidiana, y no digamos en el mundo del arte, están inspiradas en la mitología.

—Cuando se lo cuente a mis compis no se lo van a creer —dijo Laura, a quien desembarcar en plena noche en una isla desierta para comer unos espetones le atraía a la vez que le espantaba...

—¿Qué son espetones? —preguntó Elizabeth con cara de repugnancia.

—Son unos pescados que se ponen a asar ensartados en una caña a la lumbre de un buen rescoldo.

—Pobrecitos —Juan le llenó el vaso de Martini blanco con lima obedeciendo la señal de Elizabeth, que lo había subido a la altura de su cabeza sin mirar hacia atrás, sabiendo, por la voz, dónde estaba el marinero.

—Mirad —dijo Odón hablando despacio para que Elizabeth entendiera mejor lo que iba a decir—, en esta isla, mucho antes de la llegada de Jesucristo, había un templo importantísimo dedicado a Hércules y en su altar ardía un fuego perpetuo. Es uno de los héroes más fantásticos de la mitología. Es un hombre, un dios de poderosa musculatura y fuerza prodigiosa... Según algunas versiones los navegantes hacían sus sacrificios a la puerta del templo y, según otras, los restos del héroe estaban enterrados en la isla, circunstancia que hizo que lo visitaran Aníbal y Julio César, entre otros.

Laura, Elizabeth y el sobrino de Odón se miraron sorprendidos por el entusiasmo del patrón. Juan, al fondo, ya tenía preparada la zodiac con los espetones y dos troncos de encina que, según decían, producía el mejor rescoldo para asar los pescados.

—Por eso —continuó Odón—, cuando navego por este agua suelo encender una hoguera y ofrecer mi “sacrificio” que dista mucho de incinerar a niños recién nacidos para aplacar a los dioses.

—Estás loco, “cagiño” —interrumpió Elizabeth—, por eso me encantas y me atontolinas. De “vegdad”, Odón, estás para amarrarte.

—Es que nadie espera estas cosas de ti, “papa”—dijo Laura —... Tan serio, tan formal, tan altivo, tan inaccesible, tan señor... Ahora pareces un hippie, eso sí, con un enorme velero y un Rolls esperando en el muelle. Es fuerte, fuerte, fuerte, por eso me encantas a mí también. No hay quien se aburra contigo. ¡Qué subidón!

—Pues no se lo digáis a nadie, ¿de acuerdo? Luego regresaremos al barco y el ritual estará cumplido.

El velero aminoró su marcha. El patrón consultó el radar y comentó con el marinero:

—Ya veo el faro. Según la carta hay que dejarlo a estribor. A la derecha están los escollos de Laja la Duquesa... Pero hay que alejarse bastante del faro porque está la zona rocosa de Los Farallones. Luego anclaremos a una distancia prudencial e iremos a la playa en la zodiac mientras usted se queda a bordo atendiendo la radio. Llevaremos la linterna grande y haremos fuego. Ponga unas cervezas frías. Volveremos enseguida. Por que se nos ha hecho muy tarde... Nos vas a estar viendo.

De pronto, se oyó un terrible golpe en la parte de abajo del casco, como si hubiera chocado con una roca y se fuera a partir en dos. Todos temieron que se abriera una vía de agua y se hundiera. Las mujeres se abrazaron gritando mientras buscaban con la mirada los salvavidas. Odón bajó a la sala de máquinas donde parecía que había sonado con más fuerza el impacto, pero no había agua y el motor seguía funcionando aunque el barco había perdido su arrancada y se paraba. La confusión era terrible. Elizabeth, Laura y el sobrino de Odón, sin dejar de gritar, se pusieron los salvavidas mientras Patricio apareció en cubierta a medio vestir y con la cara desencajada. Por su parte, el patrón, no sabía si dar la orden de dirigirse a tierra en la zodiac o pedir socorro por radio. Mientras lo intentaba, con el micrófono en la mano, pedía calma. Juan se lanzó al agua con la linterna sumergible para intentar averiguar qué había pasado en el casco y si estaba dañado.

—Es la hélice —comentó cuando subió a la superficie jadeando por aguantar tanto la respiración—, se ha soltado del eje al enrollarse unos cabos y ha salido disparada. La hélice es la que se ha estrellado en el casco girando a toda velocidad.

Tomando aire de nuevo se volvió a sumergir.

Cuando Odón intentaba echar el ancla para evitar que la embarcación quedara a la deriva y se fuera contra las rocas, vio en la oscuridad una enorme barcaza a unos metros tan sólo de la proa. Una especie de lancha de desembarco de las usadas por los americanos, pero pintada de verde. De nuevo oyó gritar a sus espaldas. Eran Laura, Patricio y Elizabeth que chillaban con voz desgarrada: ¡Juan! ¡Juan! El marinero llevaba ya varios minutos debajo del casco y no salía. Las mujeres optaron por mirar a babor a ver si aparecía por allí. De pronto saltaron sobre cubierta dos encapuchados con pasamontañas que les dejaban libres sólo los ojos. Iban descalzos y les obligaron a tumbarse en el suelo apuntándoles con fusiles automáticos mientras no dejaban de gritar. Odón quiso acudir en su ayuda, pero otros tres piratas lo inmovilizaron hundiéndole uno de ellos el cañón de su arma en el estómago. El sobrino no llegó a tiempo de coger el hacha dispuesta para los casos de emergencia porque otros dos piratas le redujeron, mientras otros golpeaban a Patricio con la culata de uno de sus fusiles haciéndole caer sobre una escalera.

Todo había sido rapidísimo y silencioso. Sin duda eran profesionales. Siete desalmados con ametralladoras dispuestas a escupir fuego, habían abordado el velero como un solo hombre a gran velocidad, dominando la cubierta y sometiendo a todos los tripulantes. Los prisioneros estaban atados de pies y manos y silenciados con una ancha cinta adhesiva en la boca. Les alinearon en cubierta hasta que un esquife, como los usados por los piratas somalíes, se acercó silenciosamente abarloándose al velero y fueron obligados a saltar. La marea estaba alta y, salvando los farallones, los desembarcaron en la playa. Odón pensó que estaban esperando que llegara alguna embarcación más rápida para llevarlos a algún barco en alta mar, y a Dios sabe dónde. De pronto, tendido en el suelo como estaba, notó la bengala de socorro en el bolsillo trasero de su pantalón y, sin saber cómo, logró sacarla y, a pesar de tener las manos maniatadas, tirar de la anilla logrando que se elevara hacia el cielo como un cohete. Le dieron patadas en los costados y en la cara pero la alarma ya estaba dada. Cuando los piratas, desconcertados, estaban a punto de acabar con sus vidas y gritaban en Dios sabe qué idioma, apareció una patrullera de la Guardia Civil que iluminó la playa con un potente foco dispuesto en su proa. Los piratas lograron destrozar el proyector haciendo fuego con sus fusiles, en un intento desesperado de conseguir huir en la oscuridad. Mientras los prisioneros se revolvían intentando llamar la atención, Odón había conseguido liberarse de sus ataduras, y aprovechando su corpulencia y las fuerzas que le quedaban, aún pudo coger una gruesa piedra y golpear en la cabeza a uno de los asaltantes, que cayó al suelo fulminado.

 

El titular del periódico del día siguiente era impactante:

LOS PIRATAS VUELVEN A SANCTI-PETRI

SIETE HOMBRES ARMADOS INTENTARON ANOCHE SECUESTRAR

AL EMPRESARIO Y MILLONARIO ODÓN SETANO

 

Su velero, anclado cerca de la isla, fue atacado por un grupo armado, que dio muerte a un marinero y puso en peligro la vida de los cinco pasajeros, que finalmente fueron liberados gracias a la rápida intervención de la Guardia Civil de costas.

 

El empresario, aristócrata y millonario Odón Setano y Fernández-Queen sufrió ayer un intento de secuestro en Sancti-Petri junto a otros cuatro tripulantes de su velero —dos de ellos mujeres— cuando estaban anclados cerca de la isla. Siete piratas armados con fusiles automáticos y cuchillos abordaron su barco en medio de la oscuridad y los hicieron prisioneros.

Una vez en tierra, a donde los trasladaron maniatados y heridos, mientras el vigilante de las obras del castillo avisaba a la Guardia Civil, Setano consiguió lanzar una bengala de socorro, acudiendo rápidamente miembros del Cuerpo que consiguieron detener a los asaltantes, que esta mañana eran interrogados.

Juan Pérez, marinero del barco, murió ahogado —su cuerpo no ha sido recuperado todavía— mientras que en el forcejeo resultó muerto uno de los piratas, de nacionalidad desconocida, al ser golpeado por una enorme piedra.

A bordo del velero Melkart también se encontraban Elizabeth, la millonaria habitual de las crónicas sociales, y la hijastra del aristócrata. Se da la circunstancia de que el padre de Odón Setano, el respetado patriarca de la conocida familia, había muerto hacía casi dos años dejando una enorme fortuna.

Odón Setano tiene otros dos hermanos, el conocido hombre de negocios Fabián Setano y un hermano menor, fraile cartujo, así como una hermana ya fallecida.

2

Daniel estaba a punto de abandonar la redacción y ya había comenzado a apagar las luces —solía ser el último en salir los días de cierre— cuando recibió la llamada con el bombazo del intento de secuestro de Odón Setano. Tras tropezar en su carrera hasta el teléfono con un amásijo de cables de ordenadores, consiguió llamar a los de seguridad de la puerta del periódico para impedir que sus compañeros se fueran.

—¡Dígales que suban, que hay una emergencia!

No sabía cuántos estarían ya camino de su casa, pero consiguió que los más rezagados volvieran a la redacción para hacer una información lo más completa posible para el periódico y el diario digital.

—¿Qué pasa? —dijo Carmen, una de las redactoras, que entró seguida de la encargada del archivo.

Daniel les dijo que llamaran a todos los abonados para informarles de que les iban a mandar la información de un intento de secuestro del conocido millonario Odón Setano.

—Pero, ¿dónde ha sido? —volvió a intervenir Carmen, nerviosa por conocer más datos, mientras descolgaba el teléfono.

—Tú, Torres, llama a la imprenta y di que nos esperen un par de horas, que vamos a sustituir dos páginas y la primera. Raúl, encárgate con Beatriz de buscar en el archivo fotos de Odón y alguna del barco.

—Creo recordar —dijo Carmen desde su mesa— que teníamos una de Palma de este verano... Estuvo en las regatas, aunque no participó... ¡Espera! —gritó esta vez, mientras leía la noticia en la pantalla—. Mira a quien tenemos en el ajo. Nada menos que a Patricio, nuestro colaborador...

—Sí, pero la última vez quedamos fatal con él. ¿Te acuerdas que no le publicamos aquello en que él tenía tanto empeño? ¿Qué era? Algo de una tal Laura —recordó Daniel, que colgó el teléfono sin conseguir tener línea.

—Pelillos a la mar. Tengo su móvil. Sería fantástico que nos dijera algo de primera mano —y sin esperar respuesta marcó su número—. ¿Patri? ¿Me escuchas? Soy Carmen, del periódico. Si me oyes, llámame cuando puedas. Tiene que ser ahora mismo que estamos cerrando. Tu información iría en primera, tío... ¡Patri! ¡Patri...! No tiene cobertura ¡Maldita sea...!

—¿Imprenta? ¿Imprenta? Soy Torres. Tenemos que retrasar el cierre... Sí, una media hora —dijo poniendo la mano en el auricular y guiñándole el ojo a Daniel para ver si aprobaba la mentira—. ¿Cómo? ¿Que no puede ser?

Volvió a tapar el micrófono y comentó:

—Daniel, que asegura que no salimos.

—Déjame a mí —dijo Daniel, arrebatándole el teléfono.

—¡Oiga! ¡Es una emergencia!

—Todos los días hay una emergencia —se oyó al otro lado del aparato.

—¿Quién está de encargado? —preguntó Daniel enfurecido—. ¡Mira, Ramón, han intentado secuestrar a uno de los consejeros de este periódico y no podemos hacer el ridículo! Tenemos que salir a la calle con la mejor información sobre el caso, ¿enterados? Yo me hago responsable del retraso. Aunque estoy seguro de que no lo va a haber...

Colgó, y volviéndose hacia la encargada del archivo, le dijo:

—Busca todo lo que haya reciente de secuestros, como el caso de Mauritania, el del Congo y ese editorial que hablaba del terrorismo: “Amenaza común en el Mediterráneo occidental”.

—Pero, aquí, en la noticia, dice que eran simples delincuentes —señaló la redactora.

—Tú, hazme caso, Ana, y sube todos esos informes. Ha sido un intento de secuestro en toda regla y los “pollos” no van a cantar. Así que todo apunta a un secuestro en busca de rescate. ¡Carmen! —terminó diciendo Daniel— Avisa a nuestro asesor jurídico, a Ángel, a mi primo Ángel. Y tú, Ana, busca también alguna foto de Elizabeth, que seguro que tiene que haber de la última fiesta solidaria que publicamos a finales del mes pasado.

—Daniel —dijo Torres—. Tu primo el asesor no contesta pero, ¡sorpresa!, Patricio está al teléfono.

Daniel materialmente le arrebató el aparato.

—Patricio, ¿puedes hablar? Soy Daniel.

—La última vez no nos entendimos muy bien...

—¿Cómo? —dijo Daniel—. No te oigo bien.

—Que antes de contarte nada quiero saber cuánto me vais a pagar —la voz de Patricio se oía lejana pero esta vez se esforzó y sonó clara.

—Depende de lo que me cuentes. ¿Cómo? No te escucho bien.

—Que te llamo ahora cuando pueda. Estoy en la comisaría y me van a tomar declaración. Te llamaré más tarde.

—Tengo que cerrar ya. Llegaremos a un acuerdo... Patricio, Patricio... Se ha cortado.

Colgó, y dirigiéndose a sus compañeros que seguían atentos a la conversación, añadió:

—Sería estupendo tener unas declaraciones exclusivas de uno de los protagonistas, aunque no sean del pez gordo.

—Que, por cierto —dijo Carmen que entraba en ese momento—, es primo tuyo lejano.

—Pues sí, es verdad, ya ves que mal está repartida la riqueza. Su padre era primo hermano de mi madre, pero ya sabes que en aquellos tiempos las mujeres no pintaban nada y casi no heredaban...

—Aquí tengo todo lo que hay en el archivo —dijo Ana dejando caer encima de la mesa un montón de papeles en los que estaba toda la información de los secuestros más recientes en el Mediterráneo y la costa atlántica del norte de África.

—Tú, Raúl, encárgate de montar la página con la foto de Odón a dos columnas y las del barco. ¿Cómo se llama?

—Melkart —dijo alguien al fondo de la redacción.

—Pues, la foto del barco —continuó diciendo Daniel— a tres. Y si hemos encontrado alguna de Elizabeth, a una. Por cierto, mirad si Efe o alguna otra agencia han conseguido foto del marinero ahogado. No estaría mal una foto del castillo de Sancti Petri al lado de la cabecera, en pequeño... O de la isla.

Daniel miró el reloj y dio la orden de que nadie cogiera el teléfono a no ser que fuera el director o Patricio, porque seguro que llamaban de la imprenta.

—Vamos a ver —comentó Ana mientras miraba el material que había subido del archivo—. Aquí hay una información de Al Qaeda que publica hoy mismo el ABC y que se refiere a una supuesta amenaza de matanza en el partido Inglaterra—Estados Unidos del mundial de futbol...

—¿Y eso que tiene que ver con el secuestro? —dijo Carmen

—¡Esperad!, ¡esperad!, luego la noticia se refiere a Al Qaeda del Magreb Islamico, un grupo,dice, que en noviembre de 2009 secuestro a tres cooperantes españoles y ya había obligado a la suspension de otros eventos como el Rally Paris-Dakar.

—No creo que sea este el caso —dijo Carmen—, éste es un asunto de simples piratas al estilo somalí.

—Yo opino lo mismo —dijo Torres. Mientras buscaba más material, Raúl asintió con la cabeza sin decir palabra.

En ese momento sonó el móvil de Daniel.

—Ángel, ¿eres tú? Necesitamos que vengas enseguida. Tenemos un intento de secuestro y como asesor jurídico queremos que eches un vistazo a las supuestas autorías.

Colgó, y mientras dio su conformidad a las fotos que le enseñaban de Odón y del barco, siguió buscando en los papeles del archivo casos parecidos al brutal ataque de hacía sólo una hora frente a una de nuestras playas más concurridas.

—Asesinaban para vender grasa de las víctimás. La información viene en El País del sábado 21 de noviembre.

—Eso no viene al caso —dijo Carmen—. La información es de Perú.

—Otra —dijo Daniel—, en La Razón del miércoles 2 de diciembre del 2009: un grupo integrista ocupó el primer plano de la actualidad internacional por el supuesto asesinato en diciembre de 2007 de cuatro turistas franceses en Mauritania.

—Pasa página, Raúl —dijo Carmen blandiendo en la mano otro caso reciente—. ¿Y qué me decís del médico español secuestrado en el Congo publicado por el Abc en abril de 2010...?

—Este tampoco es el caso. Pero, además, este señor fue liberado.

—Mirad, un detalle que lo asemeja a nuestro caso, publicado el mismo dia en El Pais, El Ministerio español de Exteriores ha confirmado que fue secuestrado por una milicia cuando recorría el río Congo en una embarcación fluvial bautizada como Malaika. ¿Cómo se llama la embarcación de nuestro millonario?

—Melkart —repitió Raúl, y añadió:

—Aquí está la mejor, para terminar... Mirad lo que publicaba el Abc en diciembre de 2009 firmado por F.Resines: Cobrar dinero no es el único factor que determina la suerte de los rehenes. Pero, hasta el mes pasado, Al Qaeda en el Magreb islámico había recaudado, por liberar a personas secuestradas, una cantidad que en millones de euros se contaría con dos dígitos...

—¡Daniel! ¡Daniel!, llama Patricio. Corre, dice que tiene poco tiempo y poca batería.

Daniel se precipitó sobre el teléfono mientras le daba una palmadita en la espalda a Ángel que llegaba en ese momento a la redacción.

—Dime, Patricio. Te escucho. Por favor, mándalo por correo electrónico. Quiero terminar la información con tu testimonio de primera mano. Que sí, Patricio, que sí. Confía en mí. Ya hablaremos de la remuneración. Sí, ya sé que es una bomba. Piensa también que es un éxito para ti... Maldita sea. Se ha vuelto a cortar. Raúl estate pendiente.

—Empieza a llegar...

Estoy muy nervioso. Son las tres de la mañana y aún siguen los interrogatorios y las diligencias policiales. Ya conocéis los hechos fundamentales, pero os voy a relatar mi experiencia personal. Lo primero que sentí fue un terrible golpe en la parte inferior del casco del barco. Como si hubiéramos chocado con una enorme roca y se fuera a partir en dos. Luego, gritos, carreras por cubierta, desconcierto. Hasta que por los cuatro costados del barco, como si se tratara —como repite continuamente Odón— de una hidra gigante que nos hubiera atrapado, aparecieron siete bandidos zarrapastrosos que daban miedo, armados con unas enormes ametralladoras dispuestas a lanzar fuego por sus fauces...

Yo casi me desmayo. A mí me golpearon con una culata. Nos empujaron con los cañones de sus armas y nos hicieron subir a unos esquifes que tenían abarloados. Antes nos habían maltratado, atado y tapado la boca con una cinta adhesiva. En el momento que nos iba a iluminar el potente haz de luz del faro nos hicieron tumbarnos en el fondo de la apestosa embarcación. Cuando llegamos a tierra creí que nos iban a matar. Estoy seguro de que la bengala de socorro que Odón consiguió sacar del bolsillo nos salvó la vida. La Guardia Civil apareció en la playa cuando una potente lancha se acercaba a la orilla, sin luces, para trasladarnos Dios sabe dónde.

Ha sido como una pesadilla. Todavía no me lo creo. Hubo un momento en que nos empezaron a pegar y apareció la sangre. Y las mujeres, Elizabeth y Laura, y yo mismo, empezamos a gritar. Odón fue el único que mantuvo la calma, que dominaba en parte la situación. La policía y la Guardia Civil están confundidas, pero ha habido dos muertos, el marinero y el pirata, al que, supuestamente, Odón mató de un golpe en la cabeza con una enorme piedra en defensa propia. La cosa es muy seria, aparte de la posible repercusión por su interés mediático y lo sorprendente de la noticia.

Mi opinión, como víctima y protagonista involuntario del suceso, es que hay algo extraño en todo esto que los organismos competentes estoy seguro esclarecerán para tranquilidad de los ciudadanos.

Daniel, tras comprobar que todas las luces estaban apagadas, cerró la puerta de la redacción por segunda vez aquella noche, dos horas después de recibir la llamada del intento de secuestro. Antes había pasado por el taller para comprobar que iba en la próxima edición la esquela de su madre, fallecida hacia tan sólo tres días. Había sido todo tan rápido y tan triste. Su único hermano vivía en Australia desde hacía dos años y cuando se enteró de la muerte dijo que no llegaba a tiempo para la incineración y que no merecía ya la pena venir desde tan lejos... Daniel y su mujer estuvieron pendientes día y noche, viendo como la muerte, paso a paso, avanzaba por las profundas arrugas de aquel viejo cuerpo, hasta invadirlo por completo.

Nadie les acompaño aquel día y pocos la mañana del entierro —las hijas de Daniel y Rosa tienen sólo cinco y nueve años— y, por supuesto, no estuvieron presentes ninguno de sus primos, Odón y los demás, que pensaban que habían cumplido con creces mandando una corona con una cinta en la que se podía leer: “Familia Setano y Fernández-Queen”.

Cuando se acostó sin hacer ruido, Daniel no pudo dormir. Rememoraba sin poderlo evitar la noche que había pasado sólo en el tanatorio encerrado junto al cadáver de su madre, teniendo que acercarse de vez en cuando, para levantar la tapa de cristal del féretro provisional en el que la habían colocado, y rociar el cuerpo con un espray. “No olvide usarlo cada hora”, le habían advertido. Al accionarlo movía su pelo canoso como si cobrara vida. Poco antes de morir, le había dado un sobre cerrado y le había dicho, ya casi sin voz, que se lo entregara a su tío Telmo: No lo abras. Él ya te dirá... Hijo mío, te he querido muchísimo. Ya lo sabes....

Al día siguiente pensaba viajar al pueblo donde vivía su tío, que había sido cartujo. Había abandonado la orden y ahora era párroco —tras los pertinentes permisos eclesiásticos— en un pueblo perdido de Galicia, cerca de la Ribera Sacra.

3

—¡Señorito Odón! ¡Señorito Fabián! ¡Señorito Telmo! ¡La mesa está servida!

La doncella había anunciado a los hijos del matrimonio Setano y Fernández-Queen que ya se podía cenar mientras que el reloj inglés del pasillo daba las nueve y media con un complicado juego de sonidos, excesivos para señalar una media. Antes, Milagros —con un uniforme negro, zapatos negros de medio tacón, delantal blanco y una pequeña cofia, también blanca— había anunciado a los señores en el gabinete que todo estaba preparado.

Odón sénior, sesenta años, porte majestuoso y voluminoso vientre que parecía querer sujetar una cadena de oro en cuyo extremo pendía un reloj, tenía la cara redonda, una enorme papada y el pelo repeinado para atrás. Piernas cortas, manos en continuo movimiento y un bigotillo abundante. Don Odón se levantó parsimoniosamente de la butaca de brazos dejando en la mesita auxiliar el catavinos vacío del sabroso oloroso seco que solía beber cada día antes de la cena. Le seguía su esposa, fina, delgada, delicada, con una voz que parecía salir de la siringe de un jilguero, una prominente nariz, sin caderas ni pecho y con un enorme collar de gruesas perlas con el que solía jugar dándole vueltas con su dedo índice.

La mesa, enorme, para más de doce personas —Milagros había oído que la habían comprado a un afamado torero— estaba cubierta con un mantel de hilo blanquísimo y la vajilla inglesa, así como los cubiertos de plata estaban perfectamente alineados aunque sólo estaba puesto el servicio para la mitad de la mesa. En el centro había un recipiente con jazmines que llenaba la habitación de un penetrante olor, desde el aparador de madera maciza hasta la chimenea de mármol blanco, con figuras mitológicas. Dicha mesa de comedor se solía usar a diario, menos a la hora del desayuno, que se servía en un tramo del corredor del primer piso que daba la vuelta al patio central de la casa, sustentado, en el piso inferior, por ocho columnas dóricas de mármol. También de mármol eran el suelo y la escalera que subía majestuosa al piso superior. Era una casa como había muchas en Andalucía, que desde el exterior parecía mucho menos suntuosa de lo que en realidad era, pensada para que sus habitantes se guarnecieran de los vientos propios de la región.

—¿Y Telmo? —preguntó con un hilo de voz la señora de la casa.

—Está en el salón, señora.

Telmo era el único “lunático” de la casa. El único que a solas en el gran salón imaginaba sus aventuras mientras “conducía” un flamante coche que tenía por volante el asiento de tornillo del piano, y por freno y acelerador, los pedales del costosísimo instrumento musical que esperaba inútilmente en un rincón del salón que unas manos virtuosas terminaran con su virginidad.

—Ya voy mamá.

—Nada de ya voy. En esta casa cuando se dice que la comida está servida hay que presentarse inmediatamente en la mesa peinado y con las manos lavadas como tus hermanos.

—Si mamá. Perdona mamá. No volverá a ocurrir mamá.

—¿Qué hacías en el salón?

—Me imagino cosas.

—¿Qué cosas?

—Cosas mías.

—Son pamplinas —intervino Odón, el mayor de los hermanos, con un tono que quería ser crítico y resultaba severo.

Los hijos del matrimonio Setano y Fernández-Queen eran tres: Odón, el mayor, moreno, ojos negros, pelo negro, peinado para atrás, serio, de pocas palabras, y distante. En él lo que llamaba la atención era su gran forma física: alto, de piernas fuertes, cuello ancho y espaldas enormes. Fortaleza que se prolongaba en unos brazos musculosos y unas manos grandes... El segundo, Fabián, hacía dos días que había cumplido catorce años. Fabián era más delgado que su hermano, más bajo, más insignificante, pero moreno como él. Tenía una mirada desafiante, directa, violenta. A veces bajaba los ojos, quizás para que no se averiguaran sus intenciones, esquivo, falso, peligroso, no miraba casi nunca directamente de frente. No participaba en las conversaciones ni expresaba claramente sus opiniones. Telmo era el pequeño, no se le tenía en cuenta, pero se enteraba de todo, tomaba mentalmente nota de todo lo que se decía y, a sus diez años, sabía todo lo que pasaba en aquella casa, desde lo que le ocurría a su padre hasta lo que hacía el chófer del enorme coche negro en el garaje, cuándo la cocinera iba a por patatas a la despensa, lo que hacían las dos lavanderas, las tres doncellas, la otra cocinera y su ayudante. Con una prominente nariz, como su madre, la dentadura saliente de su mandíbula superior y sus pómulos demásiado marcados, no resultaba demásiado agraciado.

—Quiero felicitar —empezó diciendo Odón sénior, haciendo una pausa mientras miraba a derecha e izquierda para ver si era escuchado atentamente—, quiero felicitaros, decía, por las excelentes notas que habéis sacado este curso. Ya me han informado convenientemente en el colegio y creo que hay que hacer justicia diciéndolo bien alto para que vuestra tía se entere.

—Gracias padre...

Cuando Odón hijo iba a continuar dando las gracias en nombre de sus hermanos, su padre hizo un gesto con la mano para que esperara, y continuó diciendo:

—Como premio, antes de que Odón se vaya a la universidad el curso que viene, Fabián continúe y Telmo vaya interno como sus hermanos...

—¡Papá...! —balbuceó el niño, pero el gesto enérgico de su padre no le dejó continuar.

—Y Telmo vaya interno —repitió elevando la voz donde había sido interrumpido—, nos iremos de vacaciones todos juntos a Zarauz y, después, a La Toja, para que los aires húmedos del norte nos hagan olvidar por unos días estos vendavales secos del sur.

La madre fue la única en aplaudir tímidamente —sus aplausos eran tan débiles como su voz— mientras los hijos parecía que tenían otros planes que ni siquiera se atrevían a exponer por imposibles. Tras bendecir la mesa la señora de la casa, todos se colocaron las blancas servilletas en el regazo para empezar a comer mientras las doncellas —otra más joven, con rosadas mejillas y recios brazos de campesina, acompañaba a Milagros en el cometido— ofrecían las fuentes a los señores, inclinándose levemente para que se sirvieran, sustentandola con la mano izquierda extendida mientras la derecha la mantenían a la espalda.

El silencio fue sepulcral durante el primer plato, un pescado. Sólo se oía el ruido de los cubiertos expertamente manejados y el del vino al caer en la copa, blanco primero y tinto después. Cuando la doncella más joven se acercó a Fabián inclinándose con la salsera en la mano para preguntarle si quería más, el señorito, seguro de que nadie lo iba a advertir, puso su mano izquierda abierta en la parte posterior de la pierna derecha de la joven, al borde de la falda y, sin dejar de mirar y sonreír a su madre que le hacía un comentario, fue subiendo hasta llegar al borde de la media sintiendo un escalofrío al rozar su piel. Todo fue muy rápido. No se oyó nada en el silencio del enorme comedor. Ni siquiera la rabia de la pobre doncella que derramó un poco de salsa en el inmaculado mantel.

—¡Dolores, por Dios! ¿En qué estás pensando? —le recriminó la señora de la casa, mientras Fabián echaba para atrás la silla y levantaba los brazos simulando un gesto de sorpresa para no mancharse.

—Perdone, señora. No volverá a pasar, señora —balbuceó la joven con cara llena de ira, de impotencia, roja de rabia, a punto de llorar, mientras se escuchaba el tintineo de la cuchara en la bella salsera que mantenía en su mano temblorosa deseando estamparla en la cabeza de aquel mocoso que la había humillado.

—Es que por más que una se empeña en enseñarlas —dijo la dueña de la casa cuando ya se habían ido— no hay manera de que aprendan... Y luego, cuando ya por fin saben algo, se van a otra casa.

La tia, hermana de la madre, a la que había invitado a comer, asintió moviendo la cabeza y dijo:

—Son docenas las que llegan sin saber nada ofreciéndose a las casas.

—Sí, claro, son las mujeres de los presos que están en el cercano penal de El Puerto de Santa María.

—A saber siquiera si están casadas. Es una indecencia porque ya nadie puede dar informes ni nada.

—Además, las tienes que coger sin saber si su marido ha matado a alguien...

—O si ellas mismás han colaborado. Vaya usted a saber.

—Claro, pero, si no, ¿qué haces? Las del pueblo no quieren saber nada y encima están los americanos de la base, que se casan con ellas y luego se las llevan a America.

Odón, que lo había visto todo —estaba sentado a su izquierda— miró a su hermano como si quisiera fulminarlo. Sabía que lo hacía porque en ese momento la muchacha no se atrevería a protestar. Era odioso. Cuando terminaran el postre se iba a enterar, pensó.

Fabián huyó hacia el garaje y las antiguas cocheras cuando terminó la comida, pero Odón lo alcanzó y con su enorme fuerza le dio un puñetazo en la cara y otro en el estómago que le hizo devolver la comida.

—Eres un cerdo. ¿Qué pensara esta gente de nosotros? Esa pobre chica, ¿qué pensara de nuestra familia? Te odio. ¡Imbécil!

En aquel momento, llegó Telmo, que había oído el alboroto y preguntó qué pasaba.

—¿Por qué le pegas a mi hermano? —le preguntó a Odón.

Éste por toda respuesta dio una bofetada también a su hermano pequeño y le dijo:

—Ya sabes lo que ha comentado nuestro padre: yo soy el mayor, el heredero de la familia. El que tiene que mantener su espíritu y el buen nombre de este apellido y de esta casa que ha sido respetada durante más de un siglo, mucho más, y estoy dispuesto a cumplirlo y a que se cumpla, cueste lo que cueste ¿Está claro?

 

Telmo fue siempre un niño de aspecto enfermizo, pálido, delgado, sometido a la autoridad de su padre y de sus hermanos, sobre todo de Odón, el corpulento Odón, que a su enorme fuerza unía el ser el heredero del título y de la mayor parte de la herencia —era tradición que al mayor le correspondiera la legítima, el tercio íntegro de los hermanos y la parte de libre disposición— del fabuloso patrimonio que estaba compuesto por fábricas, fincas de toros bravos, casas en Madrid y París, obras de arte, y participaciones societarias en un banco y en una línea aérea, entre otras cosas. Telmo nació débil, dándoles constantes sustos a sus padres que más de una vez tuvieron que llevarlos a la capital —e incluso a Madrid y al hospital universitario de Navarra— porque creían que se les moría.

Fabián lo martirizaba ridiculizándolo desde pequeño ante sus amigos, llegando incluso a hacerle daño físico, como cuando le ató una noche a uno de los espantapájaros de la finca para ver si se hacía hombre de una vez, aventura que estuvo a punto de costarle la vida al pequeño y débil Telmo que cogió una terrible pulmonía y parte de la dentadura a Fabián, a quien su hermano Odón, erigiéndose, como siempre, en ángel guardián de la familia, le propinó una soberana paliza.

Su padre, cuando lo miraba, intentaba disimular, acariciándole la cabeza, un soplo de desprecio que aleteaba en todo su ser nada más verlo aparecer por la puerta. Por eso, quizás, lo mandó pronto interno con los curas y así tener que verlo sólo durante las vacaciones trimestrales de navidades y Semana Santa, ya que durante el verano solían coincidir muy poco. Su madre, débil como él, dominada por los hombres de la casa, siempre le quiso ayudar, aproximarse a él, pero temía la reacción de su marido.

—Eres una débil. Esa no es manera de educar a un hijo.

—Odón, pero es que el chico ha estado y sigue estando enfermo. Tenemos que ayudarle.

—¿Qué dices mujer? Esas no son maneras de hacer hombres hechos y derechos.

Y agachaba la cabeza y se iba en busca del niño, que ya era tan alto como su madre y muy delgado. Lo acariciaba, lo besaba y le decía que no se preocupara, que ella le quería y su padre y sus hermanos también. Y mientras con una mano le revolvía el pelo, con la otra, sin que él la viera, se secaba alguna lágrima que caía por su mejilla sin saber cómo imponer su criterio, teniendo que disimular su ternura hacia aquel niño débil, escurridizo, que constantemente tenía que ocultar sus sentimientos ante su padre y sus hermanos, hasta que un día, hastiado, se fue de casa.

Una noche de vacaciones de Semana Santa se escapó de casa en medio de la oscuridad, y cuando dobló una esquina en su precipitada huida, se encontró con la procesión del Silencio. Sorprendido, se paró en seco jadeando ya que nada había oído, ni había visto el reflejo de los cirios que sujetaban docenas de encapuchados descalzos.

La calle olía a flores, a dolor, a arrepentimiento, a vino de cercanas bodegas. El Cristo llevaba sobre sus hombros la pesada cruz y a sus pies claveles rojos que gritaban su martirio gota a gota. Telmo lo miró a los ojos y sintió que él también le miraba con intensa pena. Sintió que le comprendía como nadie le había comprendido antes.

—¡Señor! —casi gritó.

Y le pareció oír:

—Coge tu cruz y sígueme.

Creyó ver cómo sus lágrimás de madera surcaban sus mejillas policromadas y como salía el aliento de su boca entreabierta confundido con el humo de las velas que hacían sombras de vida con el vaivén de los costaleros. Telmo sintió de pronto un gozo inmenso dentro de su pecho y pensó que quería pasar el resto de su vida cerca de Él. Los costaleros hacían girar el paso oyéndose el ritmo perfecto de sus pies cansados. Ya no veía los ojos de Cristo, pero la mirada desesperada de aquel rostro compasivo en medio de la noche y el silencio de aquel encuentro le acompañaría toda la vida.

Cuando entró en casa de la madre de Daniel, la tia Berta —prima hermana de su padre—, Telmo era otra persona.

—Pero, ¿qué haces aquí a estas horas, por Dios? Hace un momento que ha llamado tu madre asustada diciendo toda nerviosa que habías desaparecido. Que no sabía si llamar a la policía. Tu padre está fuera, de viaje, y no le ha querido decir nada todavía.

—No tía. Me quedo aquí. No quiero estar más en casa. Allí no puedo vivir. Me voy a ir al seminario y después quiero ser un monje de esos de clausura. Quiero ser cartujo.

—Pero, ¿qué dices? Tengo que llamar a tu madre enseguida y todo se arreglará.

En ese momento, apareció en la habitación su primo Daniel.