Trampa desvelada - Lynne Graham - E-Book
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Trampa desvelada E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Estaba decidido a hacerle pagar por lo que él creía que le había robado Erin Turner y Cristophe Donakis incendiaban las sábanas cada vez que estaban juntos, pero Erin vio cómo sus esperanzas de casarse con él se iban al traste cuando Cristophe la abandonó sin ceremonias y la puso de patitas en la fría calle de Londres. Años después, el mundo de Erin se volvió a poner patas arriba cuando conoció a su último cliente. Le bastó con percibir su olor para saber que era él…

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

TRAMPA DESVELADA, N.º 2214 - febrero 2013

Título original: The Secrets She Carried

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2637-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Cristophe Donakis abrió el documento sobre el grupo hotelero Stanwick Hall, la que esperaba que fuera su próxima adquisición para su imperio hotelero de lujo, y sufrió una sorpresa inesperada.

No era fácil sorprender a Cristophe, pues el millonario griego había visto de todo en su vida a los treinta años. En lo que concernía a las mujeres, era un completo desconfiado que siempre se esperaba lo peor. Huérfano desde los cinco años, había sobrevivido a muchos percances, incluido un hogar de acogida en el que le habían querido pero con el que no había tenido absolutamente nada en común y un divorcio que todavía le dolía porque se había casado con las mejores intenciones. No, lo que le causó dar un respingo y tener que levantarse de la mesa para acercarse al ventanal fue que había visto una cara que se le hacía familiar en una fotografía del equipo ejecutivo de Stanwick.

Una cara del pasado.

Erin Turner era una Venus en miniatura de pelo claro y brillante como la plata y ojos del color de las amatistas. Aquella belleza de rasgos marcados ocupaba una categoría aparte en la memoria de Cristophe, pues había sido la única mujer que lo había traicionado y, aunque habían pasado ya tres años desde entonces, todavía lo recordaba. Su mirada inteligente ocupaba toda la fotografía en la que aparecía de pie, sonriente, del brazo de Sam Morton, el propietario de Stanwick Hall. Iba vestida con un traje de chaqueta y llevaba el pelo recogido, lo que le confería un aire muy diferente al que él recordaba, el de una joven natural y atrevida.

Cristophe sintió que el cuerpo entero se le tensaba y se quedó mirando la fotografía con un brillo especial en los ojos. Su cerebro no tardó en recordar el cuerpo perfecto de Erin cubierto por seda y raso. También recordaba a la perfección sus maravillosas curvas y las caricias que sus manos le habían prodigado. Sintió que comenzaba a transpirar y tuvo que tomar aire varias veces, lenta y profundamente, para controlar la instantánea respuesta de su entrepierna. Por desgracia, no había vuelto a conocer a ninguna mujer como Erin, pero eso se explicaba perfectamente porque se había casado unos meses después y disfrutaba de la libertad de volver a estar soltero desde hacía muy poco. Aun así, era consciente de que encontrar a una mujer capaz de estar a la altura de su apetito sexual, e incluso a veces de dejarlo exhausto, era muy difícil. Cristophe se recordó a sí que era muy probable que, precisamente, su libido desmedida hubiera sido lo que había llevado a Erin a traicionarlo y a meter a otro hombre en su cama. La había dejado sola durante unas semanas para irse a trabajar al extranjero, así que, probablemente, la culpa había sido suya. A lo mejor, si ella hubiera accedido a acompañarlo, nada de aquello habría sucedido, pero Erin había preferido quedarse en Londres.

Cristophe observó a Sam Morton. Su lenguaje corporal era más que obvio. Aquel hombre, que debía de rondar los sesenta años, no podía ocultar el instinto protector que sentía hacia su directora de spas. Quedaba claro por cómo sonreía orgulloso y por cómo le pasaba el brazo de manera protectora sobre el hombro. Cristophe maldijo en griego y examinó la fotografía una vez más con la misma sensación: ¡Erin se estaba volviendo a acostar con el jefe! Aquello podría haberle hecho sentir algún tipo de satisfacción, pero no fue así. Se preguntó si a Morton también le estaría robando.

Cuando había descubierto que lo estaba engañando con otro, la había dejado, por supuesto, pero eso no le había impedido quedarse de piedra al descubrir que también le había estado robando. Confiaba en ella, había incluso pensando que podría ser una buena esposa para él, así que entrar en aquella habitación y encontrarse una cama revuelta, vasos de vino y ropas lo había dejado perplejo.

¿Y qué había hecho a continuación? Cristophe reconoció que, entonces, había cometido el error más grande de su vida, el error por el que todavía seguía pagando, había tomado una decisión de repercusiones a largo plazo y se había equivocado, lo que no le solía suceder jamás. Desde la perspectiva que le daba el tiempo, comprendía el fatal error que había cometido y no le quedaba más remedio que culparse a sí mismo por el daño que había infligido a los más cercanos a él.

Mientras seguía mirando a Erin, apretó las mandíbulas. Seguía siendo guapísima y, obviamente, seguía disfrutando de aquellos encantos que la llevaban a sacar el mejor provecho del bobo de turno.

Pero Cristophe sabía que tenía el poder para zarandear su mundo contándole a Sam Morton lo que su protegida había compartido con él tres años atrás y demostrándole que no era más que una ladronzuela. De eso se había enterado unas semanas después de haber puesto fin a su relación, cuando una auditoría interna había encontrado serias discrepancias entre los libros del spa que Erin manejaba. Faltaban productos carísimos, había facturas falsificadas y se había hecho creer que se había contratado a empleados autónomos a los que se había pagado mediante cheque cuando no era así. La única persona que tenía acceso a aquellos documentos era Erin y otra empleada que llevaba mucho tiempo en el hotel y que era de absoluta confianza había admitido que la había visto sacando cajas del almacén. Era evidente que Erin se había aprovechado de Cristophe desde el mismo día en el que la había contratado y había robado miles de libras del spa.

¿Por qué no la había denunciado por ello? El orgullo le había impedido admitir públicamente que había compartido cama con una ladrona y le había dado toda su confianza.

Cristophe se dijo que Erin era una caja de sorpresas desagradables y que Morton tenía derecho a saberlo. ¿Le haría al viejo los mismos numeritos que le solía hacer a él? ¿Iría a buscarlo al aeropuerto el día de su cumpleaños vestida solo con un abrigo, sin nada debajo? ¿Gritaría su nombre al llegar al orgasmo? ¿Lo seduciría mientras el hombre de negocios intentaba concentrarse en las noticias económicas? Seguro que sí porque Cristophe le había enseñado exactamente lo que les gustaba a los hombres.

Confuso al darse cuenta de los muchos recuerdos que todavía tenía de ella, Cristophe se sirvió un whisky y se tranquilizó. No en vano su frase preferida era «No te enfades, véngate», pues no le gustaba perder el tiempo en nada que no enriqueciera su vida.

Así que Erin seguía sirviéndose de sus encantos para engañar a otros, ¿eh? ¿Y a él qué? ¿Y por qué daba por supuesto que Sam Morton era tan ingenuo como para no haberse dado cuenta de lo que tenía entre manos? A lo mejor tenía muy claro que solo era sexo y le parecía bien.

Cristophe se dio cuenta sorprendido de que a él también le parecía bien, de que le parecería muy bien volverse a acostar con ella, de que, en realidad, no le importaría nada volver a hacerlo.

Cristophe comenzó a leer el informe y descubrió que Sam Morton era viudo y muy rico, así que supuso que la ambición de Erin la habría llevado en aquella ocasión a querer convertirse en la segunda señora Morton. Seguro que ya le estaba robando a él también.

¿Por qué iba a cambiar una mujer tan fría y calculadora? ¿De verdad había creído que lo iba a hacer? ¿Cómo podía ser tan ingenuo? Después de ella, había comparado a todas las mujeres con las que se había acostado y ninguna había estado a la altura de Erin. Aquella verdad que no tenía más remedio que aceptar lo desconcertaba. Era evidente que jamás había conseguido olvidarse de verdad de ella. Ahora comprendía que, aunque había creído durante aquellos años que se había librado de ella, Erin seguía a su lado, ejerciendo su influencia sobre él. Había llegado el momento de exorcizarse y ¿qué mejor manera de hacerlo que con un último encuentro sexual?

Sabía que el tiempo tiende a mitificar los recuerdos y necesitaba bajar a Erin del pedestal, ponerla a la luz de la realidad y acabar con aquella fantasía, volver a verla en carne y hueso. Cristophe sonrió de manera diabólica al imaginarse su cara cuando lo viera aparecer de nuevo en su vida y, aunque recordó las palabras de su madre de acogida, «mira antes de saltar», como de costumbre, no dejó que calaran en él, pues sus genes griegos siempre salía ganando, así que, sin pensarlo dos veces, levantó el teléfono y le dijo al director de adquisiciones que, a partir de aquel momento, se iba a hacer cargo él personalmente de las negociaciones con el propietario del grupo Stanwick Hall.

–Bueno, ¿qué te parece? –le preguntó Sam sorprendido ante el inusual silencio de Erin–. ¡Necesitabas un coche nuevo y aquí lo tienes!

Erin se había quedado mirando el BMW plateado con la boca abierta.

–Es precioso, pero...

–¡Pero nada! –la interrumpió Sam con impaciencia–. Tienes un puesto importante en Stanwick y necesitas un coche que esté a la altura.

–Sí, pero no tenía por qué ser un modelo tan lujoso y exclusivo –protestó Erin preguntándose qué pensarían sus compañeros si la vieran aparecer en un coche que todos sabían que no podía pagar con su sueldo–. Es demasiado...

–Mi mejor empleada se merece solo lo mejor –insistió Sam–. Fuiste tú la que me enseñaste la importancia de la imagen en el mundo empresarial.

–No lo puedo aceptar, Sam –le dijo Erin incómoda.

–No te queda más remedio que hacerlo –contestó su jefe de muy buen humor mientras le entregaba las llaves–. Ya se han llevado tu Ford Fiesta. Lo único que tienes que decir es «gracias, Sam».

–Gracias, Sam, pero es demasiado...

–Nada es demasiado para ti. No hay más que echar un vistazo a las cuentas de los spas desde que tú te haces cargo –contestó Sam–. Vales diez veces lo que este coche me ha costado, así que no quiero seguir hablando del tema.

–Sam... –suspiró Erin mientras su jefe retomaba las llaves de su mano y se dirigía hacia el vehículo–. Venga, ven, llévame a dar una vuelta. Todavía tenemos tiempo antes de la gran cita de la tarde.

–¿Qué gran cita? –le preguntó Erin mientras ponía el coche en marcha y avanzaba hacia las verjas de salida a través del inmaculado jardín.

–Me estoy planteando de nuevo jubilarme –le confesó su jefe.

No era la primera vez que se lo decía, efectivamente. Sam Morton le había dicho varias veces que, de vez en cuando, se le pasaba por la cabeza vender sus tres hoteles de campo y retirarse, pero Erin creía que era una idea platónica más que una realidad. Sam tenía sesenta y dos años y seguía trabajando mucho, pues había enviudado hacía más de veinte años y no tenía hijos, así que los hoteles se habían convertido en su vida y a ellos les había entregado su energía y su tiempo.

Media hora después, lo había dejado en el club de golf y había vuelto a la oficina.

–¿Has visto el coche? –le preguntó a Janice, la secretaria de Sam.

–¿Cómo no lo voy a haber visto si le acompañé yo al concesionario a elegirlo? –bromeó la simpática mujer.

–¿Y no intentaste convencerlo de que comprara un modelo más barato?

–Sam ha ganado mucho dinero en el último trimestre y quería gastar un poco, así que comprar un coche ha sido la excusa perfecta. Como tú comprenderás, ni me molesté en gastar saliva para disuadirlo. Cuando a este hombre se le mete algo entre ceja y ceja... Tómatelo como un premio por todos los clientes nuevos que has conseguido desde que has reorganizado los spas –le aconsejó Janice–. De todas formas, supongo que te habrás dado cuenta de que Sam hace cosas raras últimamente...

–¿Por qué lo dices?

–Está impredecible e intranquilo. Creo que, esta vez, se va a jubilar de verdad, va a vender sus hoteles y se va a retirar, pero le cuesta aceptarlo.

Erin se quedó perpleja ante la opinión de la secretaria personal de su jefe, pues ella nunca se la había tomado en serio. Había visto a varios compradores interesados durante los dos años que llevaba trabajando allí, pero, aunque Sam escuchaba atentamente sus propuestas, nunca las había aceptado.

–¿Lo dices en serio? ¿Eso quiere decir que podríamos estar en paro el mes que viene?

–No, tranquila. Según la ley, no se puede despedir a los antiguos empleados aunque el hotel cambie de manos. Sam lo ha estado mirando bien –contestó Janice–. Es la primera vez que llega tan lejos.

Erin se dejó caer en la butaca que había cerca de la ventana. Aunque se sentía aliviada por las palabras de su compañera, no podía evitar sentirse inquieta.

–No tenía ni idea de que esta vez se estaba planteando vender de verdad.

–Desde que cumplió sesenta años, Sam dice que ha habido un punto de inflexión en su vida, que, ahora que tiene dinero y salud, quiere disfrutar –la informó Janice–. Lleva toda la vida trabajando.

–Es cierto que, aparte de jugar al golf de vez en cuando, no tiene nada más en la vida –comentó Erin.

–Ten cuidado, Erin, te quiere mucho –murmuró Janice–. Siempre he creído que eras como una hija para él, pero, últimamente, me pregunto si el interés que tiene en ti no será de otra índole.

Erin se quedó perpleja ante aquella posibilidad y no pudo evitar reírse.

–Janice... ¡no me puedo imaginar a Sam intentando ligar conmigo!

–Eres una mujer muy guapa y los hombres no suelen interesarse platónicamente por las mujeres guapas –insistió Janice–. Sam está muy solo y tú le escuchas. Además, trabajas mucho. Le caes bien y te admira por cómo has rehecho tu vida. ¿Por qué iba a ser de extrañar que todo eso se convirtiera en un interés más personal?

–¿Qué te hace pensar eso?

–La manera en la que te mira a veces o el hecho de que aproveche cualquier excusa para ir a hablar contigo. La última vez que estuviste de vacaciones no sabía qué hacer.

Normalmente, Erin respetaba enormemente las opiniones de Janice, a la que tenía por una mujer muy centrada, pero en esta ocasión se dijo que se estaba equivocando, pues Erin estaba convencida de conocer muy bien a su jefe. Sam jamás había flirteado con ella.

–Creo que estás equivocada y espero que los demás no piensen lo mismo que tú –comentó Erin.

–El coche que te ha regalado va a dar que hablar –le advirtió Janice–. ¡A mucha gente le gustaría poder decir que Sam Morton es un viejo verde que se deja engañar!

Erin tuvo la imperiosa necesidad de zanjar aquella conversación, pues realmente apreciaba a su jefe. Aquel hombre le había dado trabajo cuando nadie más lo había hecho y, además, la había promocionado y la había apoyado desde entonces. Erin se sentía profundamente agradecida hacia él, pues le había dado un trabajo decente, un sueldo con el que poder vivir y esperanzas. La idea de tener un nuevo jefe no le hacía ninguna gracia, pues dudaba de tener la misma libertad de la que disfrutaba con Sam. Erin tenía muchas responsabilidades en casa y la mera idea de quedarse sin trabajo la hacía sentir náuseas.

–Bueno, me voy. Owen va a entrevistar a terapeutas esta tarde y no quiero hacerle esperar –se despidió.

Mientras conducía su nuevo BMW hacia Black’s Inn, la propiedad más pequeña de Sam, un elegante hotel de estilo georgiano con un spa de vanguardia, Erin iba haciendo números, intentando calcular cuánto dinero había ahorrado en los últimos meses. No tanto como le hubiera gustado. Desde luego, no tanto como para cubrir sus gastos en caso de quedarse sin trabajo. No pudo evitar acordarse de lo mal que lo había pasado intentando sacar adelante a Lorcan y Nuala, sus mellizos recién nacidos, viviendo de las ayudas estatales.

Su madre, muy orgullosa de ella hasta el momento, estaba horrorizada al ver cómo su hija había tirado su prometedor futuro por la borda y ella se sentía un fracaso total, pues había perdido su trabajo y al hombre al que quería. En realidad, lo que le había pasado había sido que se había enamorado del hombre equivocado y había olvidado todo lo que había aprendido, había dejado de lado su ambición para dedicarse única y exclusivamente a correr tras él.

Nunca se lo había perdonado. Había sido un gran error. Cuando no había tenido dinero para comprar algo para los mellizos o cuando había tenido que soportar los intolerables silencios de su madre por haber renunciado a su libertad al convertirse en madre soltera, se había dado cuenta de que toda la culpa había sido suya.

Erin se había criado en un hogar en el que su padre no paraba de hablar un día tras otro de que se iba a ser muy rico, pero la riqueza nunca había llegado. Con los años, aunque era una niña, Erin había ido comprendiendo que su padre tenía muy buenas ideas, pero que no estaba dispuesto a trabajar para ponerlas en marcha. Lo que hacía era gastarse el dinero que su madre ganaba con mucho esfuerzo, aceptando cualquier trabajo, en locuras. Su padre había muerto cuando ella tenía doce años, en un accidente de tren. A partir de aquel momento, su vida había sido más tranquila. Erin había aprendido desde muy pequeña que dependía de sí misma para ganarse la vida y que no debía confiar en que ningún hombre fuera a mantenerla. Por eso, había estudiado mucho en el colegio, había ignorado a los que la llamaban «empollona» y había conseguido ir a la universidad. Había tenido algún novio, pero nada serio porque no quería emparejarse y olvidar su ambición. Como tenía muy claro que lo que quería era labrarse un buen futuro, se había licenciado en Empresariales. Para poder pagar el crédito de estudios que había pedido, había trabajado como entrenadora personal, lo que más tarde le habría de servir también para el trabajo.

Aquella tarde, cuando volvió de su visita al Black’s Inn, la recepcionista le dijo que Sam quería verla cuanto antes. Erin se dio cuenta entonces de que había olvidado volver a conectar su teléfono móvil después de las entrevistas y se dirigió a la oficina de su jefe, llamó a la puerta y entró, tal y como Sam le tenía indicado que hiciera siempre.

–Ah, estás aquí, Erin. ¿Dónde has estado toda la tarde? Te quiero presentar a una persona –le dijo Sam algo impaciente.

–Perdona, se me había olvidado decirte que iba a pasar la tarde en el Black’s haciendo entrevistas con Owen –le explicó Erin sonriendo a modo de disculpa.

Entonces, percibió un movimiento cerca de la ventana y se giró para saludar al hombre alto y fuerte que habían registrado sus ojos. Cuando dio un paso al frente, se quedó helada, como si a su alrededor se hubieran erigido paredes de cristal que le impidieran moverse.

–Buenas tardes, señorita Turner –la saludó una voz de acento conocido–. Encantado de conocerla. Su jefe habla maravillas de usted.

Erin se sintió como si se hubiera abierto el suelo bajo sus pies y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no salir corriendo.

–Te presento... –dijo Sam.

–Cristophe Donakis –dijo él extendiendo la mano para saludarla como si no se conocieran de nada.

Erin se quedó mirando aquel rostro que tan bien conocía. No se lo podía creer. Pelo negro muy cortado, cejas oscuras y ojos profundos, pómulos altos y, como si todo aquello no fuera suficiente ya, una boca que era pura tentación. Erin sintió que el tiempo no había pasado. Cristophe seguía siendo increíblemente guapo. Erin sintió algo en el bajo vientre que llevaba años sin sentir y tuvo que apretar los muslos incómoda.

–Encantada, señor Donakis –lo saludó elevando el mentón y estrechándole la mano brevemente.

¿La cita tan importante que Sam tenía era con Cristophe? Erin estaba horrorizada, pero decidida a no dejar que ninguno de los dos hombres presentes se diera cuenta, lo que le estaba resultando muy difícil, pues su cerebro se había empeñado en bombardearla con imágenes de lo que había habido entre Cristophe y ella. Así, pasaron ante sus ojos imágenes de Cristophe sonriendo triunfal al ganar una carrera en la piscina, Cristophe sirviéndole el desayuno cuando no se sentía bien y acariciándole los labios con las uvas, aprovechando cada oportunidad para demostrarle que no había ninguna parte de su cuerpo que no pudiera disfrutar de sus caricias. Cristophe, el sexo hecho hombre. Cristophe, queriendo hacer el amor noche y día.

Aquel hombre le había enseñado mucho, pero le había hecho sufrir tanto que apenas podía mirarlo a los ojos.

–Llámeme Cristophe, no soy muy amigo de formalidades –le indicó.

Erin comprendió de repente, al ver que él no se sorprendía, que Cristophe sabía perfectamente que trabajaba para Sam y que no estaba dispuesto a hablar abiertamente de la relación que habían mantenido, lo que para ella estaba muy bien. De hecho, lo prefería porque no quería que su jefe y sus compañeros de trabajo se enteraran de lo idiota que había sido en el pasado, no quería que supieran que había sido una de las novias de Cristophe Donakis, aquel hombre que cambiaba de mujer como de camisa.

¿Sería Cristophe el comprador interesado en las propiedades de Sam? Sin duda, así era, pues Cristophe tenía un imperio de hoteles e instalaciones de lujo.

–Erin, me gustaría que le enseñaras a Cristophe todos nuestros spas, el de aquí y los de los otros hoteles –le pidió Sam–. Es lo que más le interesa. Dale las últimas cifras –añadió–. Esta chica tiene una cabeza prodigiosa para los detalles importantes –le dijo Cristophe.

Erin se sonrojó.

–Así que, además de guapa, lista –comentó Cristophe sonriendo de una manera que a Erin la dejó de piedra.

–Usted es el propietario del grupo Donakis –comentó sin embargo–. Creía que su especialidad eran los hoteles urbanos.

–A mi clientela también le gustan los hoteles de campo y todos sabemos lo importante que es la expansión empresarial. Quiero que mi clientela tenga dónde elegir –contestó Cristophe.

–El sector de la belleza está en alza. Lo que antes se reservaba para ocasiones especiales, ahora es una necesidad para muchas mujeres y para cada vez más hombres –comentó Erin ganándose una mirada de orgullo de su jefe.

–Me sorprende, pues yo no he utilizado un spa en mi vida –proclamó Cristophe.

–Pero lleva la manicura hecha y las cejas depiladas –puntualizó Erin.

–Es usted muy observadora.

–Lo tengo que ser. Un tercio de mis clientes son hombres.

Capítulo 2

Erin llevó a Cristophe a la sala de musculación que conectaba con el balneario.

–No puedes comprar los hoteles de Sam –masculló con las mandíbulas apretadas–. No quiero volver a trabajar para ti.

–Créeme si te digo que yo tampoco quiero volver a tenerte cerca –le espetó Cristophe.