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Un grupo de jóvenes, haciendo el camino de Santiago, quedan aislados, en el valle del Boiges, donde tendrán que enfrentarse, junto a otros viajeros, a una antigua maldición. Lo que comenzó como un viaje de placer se convertirá en una lucha entre el bien y el mal, que tras varios siglos de contienda deberán resolver por su propia supervivencia usando para ello el valor, la lealtad y la inteligencia como únicas armas. ¿Lo conseguirán?
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Seitenzahl: 481
Veröffentlichungsjahr: 2023
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TRAS LASOMBRA DELBOGIES
© del texto: Ramón Lorente Portero
© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas
© corrección del texto: Equipo Mirahadas
© de esta edición:
Editorial Mirahadas, 2021
Fernández de Ribera 32, 2ºD
41005 - Sevilla
Tlfns: 912.665.684
www.mirahadas.com
Producción del ePub: booqlab
Primera edición: Julio, 2021
ISBN: 9788419973108
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
Ramón Lorente Portero
El viejo estandarte de la unidad, atado de manera torpe y por manos inexpertas al palo de una lanza, se movía de manera frenética a merced del fuerte viento. El humo y el polvo, arrastrados por las rachas de aire, escondían intermitentemente su tela blanca manchada de tierra y sangre después de la gran batalla en el que había sido utilizada. Solo la cruz de color burdeos pintada en el centro, a mano y sin ningún tipo de simetría, refulgía entre las tinieblas marcando su posición en el campo de batalla.
La mirada del capitán Gonzalo de Burgos no se apartaba del danzar de aquel trozo de tela. Sus ojos se perdían en cada rápido movimiento, hipnotizado, absorbido, mientras que el resto de su cuerpo permanecía inmóvil apoyado en el lomo de aquel caballo, que momentos antes había intentado aplastarlo bajo sus cascos. Aquella flecha proveniente de no sabía dónde y si era amiga o enemiga, atravesó la cabeza del equino haciéndolo rodar grotescamente en su agonía, salvando al capitán de una muerte segura.
Aunque en el último momento saltó ágilmente hacia un lado, no pudo evitar que una de las patas le golpeara el pecho desplazándolo varios metros. Ahora el dolor, que antes era insoportable, empezaba a diluirse en un profundo sueño. Morir es más dulce de lo que imaginaba, pensó mientras se abandonaba a su destino en medio de aquel caos de muerte.
Cada vez que el viento amainaba y se convertía en suave brisa, traía consigo un desagradable olor a sangre y vísceras acompañado de miles de lamentos y gritos de euforia. La batalla había terminado y la victoria había sido aplastante.
No sabía el tiempo que había pasado, pero cuando abrió los ojos de golpe y el dolor regresó a su maltrecho cuerpo, lo ancló de nuevo a la vida de manera lamentable. Escuchó en la lejanía una voz que poco a poco se acercaba a él, pronunciando su nombre y aunque, en un principio, era solo un alarido más entre la multitud, fue haciéndose cada vez más fuerte y comprensible mientras se aproximaba.
—¡¡¡Capitán, victoria!!! Hemos ganado —repetía una y otra vez.
Giró la cabeza muy despacio para ver quién era la persona que le gritaba de esa manera. Entre el humo apareció un joven soldado esquivando cadáveres con agilidad. Llevaba en la mano una espada manchada de sangre.
—¡¡¡Victoria!!! —gritaba eufóricamente hasta llegar junto al cuerpo de su capitán y se arrodillaba enfrente de él—. ¿Está bien? —le preguntó jadeando. Gonzalo sacó las fuerzas justas para asentir con la cabeza mientras balbuceaba un «sí» casi inaudible, no quería dar la imagen de vencido, su arrogancia no se lo permitía. El joven gritó de alegría y tirando su espada al suelo, asió con toda su fuerza el estandarte, lo levantó lo más alto que pudo y gritó el nombre de su capitán, mientras lo movía de un lado al otro rítmicamente.
Gonzalo poco a poco volvía a la realidad de la situación. Aquella imagen del joven eufórico moviendo el estandarte disfrutando de la victoria hizo que las fuerzas volvieran a sus extremidades y aunque dolorido y moribundo, su mano apretó con fuerza la empuñadura de su espada, se incorporó tambaleándose con enorme torpeza y apoyándose en ella respiró profundamente llenando sus pulmones con aquel pegajoso aroma que le circundaba.
Levantó la cabeza y miró el paisaje con atención. Lo primero que vio a sus pies era el cadáver del joven Chitín, soldado de catorce años que luchó bajo sus órdenes desde los doce. Era el encargado de portar el estandarte en la batalla. Recordó con tristeza la última orden que le había dado. Más que una orden fue el consejo de cambiar el palo doblado del estandarte por una lanza y llenarse de valor para la batalla. Ahora, aquella sonrisa con la que aceptó la orden se había transformado en una grotesca mueca al ser atravesada su cabeza por dos flechas, una que entró por la boca y la otra que se introdujo por el ojo derecho dejando la punta asomada por la nuca del desdichado chico.
Gritó de rabia y levantó la espada acompañando con el gesto al joven soldado que movía el estandarte a su lado. Vació sus pulmones hasta que un sabor a sangre invadió su boca. Escupió con desprecio y cogiendo aire de nuevo con una violencia ilimitada, empezó a caminar evitando los cadáveres tanto de sus hombres como los del enemigo. Comprobó que había muchos más de los segundos que de los primeros. Sus ojos no podían divisar el final del campo de batalla, solo podía guiar sus pies hacia la lejana colina donde vislumbró la figura de su rey, acompañado por su séquito en el que se encontraba su Señor, el conde Hermenegildo, al que debía por partes iguales lealtad y una amistad absolutas.
Sus pies chapoteaban en la multitud de regueros de sangre que corrían como arroyos por todos lados. Tenía manchadas hasta las rodillas, pues en ocasiones sus piernas fallaban y caía pesadamente al suelo. En el camino se encontró con más de sus hombres, tanto vivos como muertos. Todos ellos distinguidos por aquel trozo de tela roja anudado en sus muñecas. Hecho que los distinguía del resto del ejército, de esta manera se reconocerían entre ellos y se ayudarían en la batalla con preferencia sobre el resto. Orden exclusiva dada a todos y cada uno de sus 500 hombres.
Llegó exhausto a los pies de la colina y allí la guardia del rey lo detuvo impidiéndole el paso. Miró con desprecio a aquellos soldados que no eran más que los «preferidos» de los nobles e incluso del propio rey, a los que se les dio el don de la seguridad frente a los pobres campesinos que, alistados a la fuerza, yacían destripados como cerdos por todo el campo de batalla. Empujó a uno de aquellos soldados con la intención de pasar aquel vergonzoso y cobarde control, pero fue derribado al suelo con violencia. Si aún le quedara en la reserva de su cuerpo algún resquicio de fuerza, lo habría decapitado con un rápido movimiento de su espada, pero las únicas fuerzas que le quedaban eran para levantarse lentamente del reseco suelo.
Desde lo alto de la colina, aquella refriega no pasó desapercibida. Todos los nobles, e incluso el rey, giraron la cabeza para ver qué pasaba. El conde Hermenegildo aguzó su vista y reconoció entre la sangre y el polvo que lo vestían, a su capitán Gonzalo de Burgos, el más leal y valiente de entre todos sus hombres. Sintió alegría de verlo con vida. Era su capitán, pero también su amigo. Espoleó al caballo, clavándole las espuelas con fuerza haciendo que este se doliese, poniéndose a dos patas y rápidamente bajo la suave ladera de la colina al encuentro de su mejor soldado. No tuvo la delicadeza de detenerse al llegar, donde se encontraban aquellos centinelas pulcramente vestidos, y riéndose del moribundo capitán, los empujó sin miramientos con el pecho de su caballo haciéndoles tambalearse e incluso caerse cómicamente al suelo.
Al llegar a la altura del capitán Gonzalo, este levantó la mirada y sonrió a su Señor, mientras gritaba:
—¡¡¡Victoria mi Señor!!! —Y cayó al suelo agotado, al tiempo que todo se volvía negro a su alrededor.
La noche era tranquila. En el cielo, las estrellas brillaban como nunca, sin nubes, sin viento, solo el frío relente otoñal que corría por las calles del campamento hacía necesario ponerse algo de abrigo. Por lo demás, todo estaba calmado.
En la zona del campamento destinada a los heridos era otra cosa. Intermitentemente se escuchaban los lamentos y quejidos de los moribundos que esperaban su hora por la gravedad de sus heridas. Otras veces eran terribles alaridos provenientes de aquellos soldados a los que se les amputaban algunas partes de sus cuerpos, bien brazos o bien piernas, cuando la gangrena se hacía más y más evidente.
En las tiendas donde estaban los heridos más leves, aun dentro de la gravedad de sus heridas, reinaba un silencio sepulcral. No todos dormían, es más, la gran mayoría estaban despiertos, pero no querían hacer ningún ruido como si de esa manera pudieran engañar a la muerte haciéndola pasar de largo por la puerta de sus tiendas.
Cuando despertó Gonzalo, no sabía dónde se encontraba. Giró la cabeza a ambos lados de la cama y haciendo un gran esfuerzo intentó incorporarse torpemente, pero, aparte del profundo dolor que sintió en el pecho que le hacía creer que se ahogaba, algo más se lo impidió. Miró hacia su hombro derecho y allí vio una mano que le sujetaba dificultando su incorporación.
—Lo siento, mi capitán, pero no puede levantarse —dijo una voz entre las tinieblas de la tienda—. Llamad al conde —ordenó de la misma manera.
—Da lo mismo, no puedo —refunfuñó el maltrecho soldado dejándose caer de nuevo en el camastro, al tiempo que escuchaba cómo alguien corría en el exterior de la tienda.
Sobre una mesa, situada en el lateral de la cama, había una pequeña vela encendida que, aunque no daba mucha luz, permitía cuando se adaptaba la vista a la penumbra, vislumbrar que su acompañante no era otro que aquel soldado que cogió la bandera de las manos muertas de Chitín. Lo miró intrigado. No sabía el tiempo que llevaba allí postrado. Le dolía todo el cuerpo, pero, sobre todo, el brazo derecho y el pecho.
—Soldado, ¿qué es lo que me pasa, dónde estamos? —preguntó con tono militar. Su acompañante fue hacia la mesa, cogió la vela y se la acercó al camastro. Esa luz tintineante le permitió ver que tenía una venda manchada de sangre que cubría desde la muñeca hasta el codo y en el pecho otra venda que, aunque no estaba manchada de sangre lo cubría totalmente—. ¿Es grave? —preguntó poniéndose en el peor de los casos.
—No, mi capitán, la herida del brazo no es profunda, aunque se ha tenido que coser, pero tiene varias costillas rotas, suerte que tenemos un médico morisco que desertó y se ha unido a nuestro bando. Es impresionante los conocimientos que tiene del cuerpo humano. Muchísimos soldados le deben la vida, incluso usted, mi capitán. El conde Hermenegildo se ha encargado personalmente de su recuperación. Nos ha ordenado que permanezcamos a su lado y que no le falte de nada —le explicó.
—Pero, cuéntame, ¿qué pasó? No recuerdo nada —volvió a preguntar.
—Solo sé que se desmayó, mi capitán. —Ante la respuesta, Gonzalo quedó callado, en silencio, como intentando recordar algo. Pero en su cabeza solo había más y más preguntas.
La escueta lona que servía de puerta en la tienda se abrió de golpe. Una sombra se introdujo dentro de ella rápidamente, mientras que una voz ronca e inconfundible gritaba en tono jocoso.
—¿Cómo estás, Gonzalo? —dijo, a la vez que estallaba en risas. El capitán enseguida reconoció que era la voz de su Señor, el conde Hermenegildo. Intentó levantarse otra vez, pero fue el propio conde quien se lo impidió.
—Estaba asustado, Gonzalo. No sabía si ibas a salir de esta —le dijo esta vez con tono paternal.
—Mi Señor, no recuerdo nada —le respondió.
—¿Que no recuerdas? —le preguntó simpáticamente—. Tráeme vino —ordenó al joven acompañante, a la vez que se sentaba en el taburete, ahora vacío—. Ganamos, Gonzalo, pero no solo ha sido una victoria más, hemos derrotado a las tropas de Almudar, totalmente. Su ejército ha sido barrido. —Empezó a reír sonoramente otra vez—. El plan del rey de hacerles una emboscada en la orilla del río y caer sobre sus flancos ha dado resultado. Todo ha salido bien, calculamos unas 12000 bajas enemigas por 1000 nuestras. Ha sido una victoria que se recordará a lo largo de los tiempos como la batalla de Polvoraria.
—Entonces, lo hemos conseguido, el Reino está a salvo. ¿Hemos exterminado para siempre a los enemigos? —preguntó excitado.
—Siempre habrá enemigos, de momento tendremos paz, mi querido amigo, pero sabemos que tarde o temprano tendremos que luchar otra vez. De momento, descansa, disfruta de la victoria, eres uno de los mejores capitanes que tenemos y debes recuperarte. Se encarga de ti el médico personal de Almudar. Utiliza unas hierbas y ungüentos que hacen sanar rápidamente las heridas de nuestros soldados. Parece que Dios ha escuchado nuestras plegarias. Aunque nos haya mandado a un morisco. Ahora descansa —dijo, mientras se levantaba ágilmente del taburete y se encaminaba hacia la puerta sin mirar atrás.
Gonzalo quedó callado, sentía un enorme orgullo por haber luchado en aquella batalla, por haber colaborado en la derrota total del ejército morisco. Ahora, sus heridas incluso dolían menos y empezó a sentirse orgulloso de ellas. Con una sonrisa en los labios volvió a cerrar los ojos abandonándose al sueño en el confortable y caliente camastro donde yacía.
Los días pasaban lentamente y aunque las heridas físicas de Gonzalo estaban mejorando, en su cabeza empezaban a ordenarse los recuerdos de la batalla y de los días anteriores a esta. Se despertaba sudando y agitado todas las noches cuando en sus sueños veía acercarse aquel caballo con los ojos inyectados en sangre hacia él, y aunque no era la primera vez que lo intentaban matar, la mirada de aquel equino desbocado lo inquietaba profundamente. Ni el vino que tomaba, ni los paseos nocturnos por el campamento lo conseguían calmar. Simplemente se quedaba sentado, en silencio, en la pequeña loma situada en el costado del campamento, sintiendo cómo el aire fresco entraba en sus pulmones y observando cómo las hogueras, donde eran quemados los cadáveres de los caídos en la batalla, iluminaban el cielo e impregnaban de macabro aroma.
Los paseos a caballo, empezaron a hacerse más frecuentes, ya no le faltaba la respiración cuando cabalgaba a lomos de su nuevo caballo, regalo de su Señor. Con el paso de las semanas, seguía sufriendo pesadillas nocturnas, pero lo que peor llevaba era el echar de menos a sus hijos, imaginaba qué estarían haciendo en ese momento. Recordaba con vehemencia el día que los dejó a cargo de su mentor, fray Asterio, al igual que lo había hecho su padre con él. Era un hombre duro, perseverante y muy disciplinado e imaginaba que con el tiempo se habría vuelto un anciano cascarrabias. ¿Cuántos años tendría?, se preguntaba, mientras una sonrisa de añoranza se instalaba en su cara.
Lo había enseñado a escribir, lo había enseñado a escuchar y hablar cuando era necesario, le había enseñado a… todo prácticamente, tenía más figura paterna en él que en su propio padre.
El sentimiento de odio que tuvo hacia su progenitor volvió a clavarse en lo más profundo de su ser. No podía perdonarle que lo entregara tan joven a fray Asterio y sepultase, de esa manera, su infancia dentro de aquel frío monasterio.
Ahora, con el paso de los años, él mismo se había convertido en la figura de su padre para sus hijos. Seguro que lo odiaban. Ya no recordaba los años que llevaba batallando, ni cuándo abandonó su hogar ni el tiempo que hacía que los estrechó entre sus brazos la última vez. Ahora las batallas se fundían unas con otras mezclándose en su cabeza. Se dio cuenta que echaba de menos su vida familiar. Su vida cotidiana. Empezaba a comprender que se estaba haciendo viejo para ser soldado y aunque su brazo sujetaba fuertemente la espada en su interior, las fuerzas empezaban a flaquear.
El día se levantó lluvioso, pero no quiso perderse su paseo matinal por la vega del río Órbigo. Sentía cómo el fresco mañanero se clavaba en su rostro. Los días empezaban a ser más fríos, el otoño avanzaba rápidamente y envuelto en su capa, vio cómo unos jinetes se acercaban galopando hacia donde se encontraba.
—Señor, ha sido llamado por el conde, debe acompañarnos —le dijeron.
No les respondió, simplemente clavó las espuelas y galopó velozmente hacia el campamento. Cuando llegó a su tienda vio la guardia del conde en la puerta. Incluso reconoció a uno de los soldados que se habían burlado de él en aquella loma. Lo miró fijamente a los ojos cuando pasó a su lado y este disimuló con vergüenza mirando hacia el infinito.
—Perdone, mi Señor, por el retraso —dijo disculpándose, mientras entraba en la tienda.
—Buenos días, Gonzalo —informó—. Tengo una nueva misión para ti.
—Lo que ordene, mi Señor.
—El rey me ha pedido que solucione unas revueltas al norte de tu tierra natal. Incluso me ha ordenado que envíe a mis mejores hombres, pues piensa que hay un grupo de moriscos huidos de la batalla que están aterrorizando a todas las aldeas de la zona —calló, mientras se echaba un vaso de vino y lo bebía de un trago—, realmente no sabemos qué pasa allí, pero he decidido que vayas tú, confío en tu buen juicio y tu capacidad de solucionar problemas. Coge cincuenta hombres, los que tú quieras y necesites. Parte lo antes posible, pues el mal tiempo corre en tu contra.
—A sus órdenes, mi Señor —dijo lleno de orgullo.
—Nosotros partiremos hacia el oeste la semana que viene, ya estamos preparándolo todo. Solo Dios sabe lo que nos encontraremos —dijo, mientras salía de la tienda. Al pasar al lado de su capitán se paró en seco y susurrando añadió—: Te echaré de menos, amigo. Y desde luego a tu espada también —añadió, dando un golpe en su espalda. Salió de la tienda y se perdió rápidamente entres las calles del campamento.
Gonzalo quedó en silencio, sentía enorme orgullo de que su Señor hubiera depositado en él esa responsabilidad. Había sido elegido entre todos los capitanes para esa misión. Se sintió el hombre más importante del campamento. Respiró lo más profundo que sus pulmones permitieron y se encaminó hacia las tiendas donde sus hombres descansaban. Llegó dando voces y todos ellos formaron alegremente delante de él. Observó cómo en sus muñecas estaban anudados los trozos de tela rojos totalmente limpios. Brillaban en comparación con el resto del uniforme. Parecía que todos aquellos hombres sentían orgullo de estar bajo sus órdenes. Los saludó eufórico, pero manteniendo el tono militar, y eligió inteligentemente a los cincuenta que lo acompañarían. Arqueros, jinetes, infantería, a todos los que él conocía personalmente y sabía que no le fallarían en ningún momento. Ordenó que se prepararan para salir en la madrugada del día siguiente.
Marchó hacia su tienda para prepararse él también, revisó y limpió escrupulosamente su armadura. Afiló con cuidado su espada y su daga. Llenó sus alforjas con ropas y cogió unos papeles en blanco, tinta y pluma, pues decidió escribir todo lo que aconteciese en la misión a modo de diario. Una vez que terminó apagó las velas pellizcando la llama de estas, y en mitad de la tienda y en profunda soledad, se arrodilló con una pequeña cruz apretada con fuerza entre sus manos y se dispuso a rezar. Necesitaría todas las fuerzas posibles para el buen término de la misión.
El paisaje pasaba intermitente por la ventanilla del tren. Carlos estaba recostado sobre su asiento con las piernas estiradas sobre el de enfrente y con la mirada perdida en el horizonte, buscando algo que le llamara la atención para romper la monotonía. De vez en cuando sus ojos se fijaban en alguna casa, algún puente, algún animal… cualquier cosa que destacara en la enorme meseta que estaban atravesando. Mientras, el sol, poco a poco se iba poniendo.
Estaba tranquilo, feliz, pero a la vez excitado, pues acababa de empezar el viaje de sus sueños. Desde que era niño siempre le había llamado la atención el norte de España. Devoraba con desmesurada atención todas aquellas fotos que aparecían en los libros de texto o en las revistas. Catedrales, ciudades y paisajes quedaron grabados en su cerebro y le hicieron soñar con mil y una aventuras de las que, sin duda, era el audaz protagonista. Ahora, a sus veinticinco años, no tenía una imaginación tan volátil, ya no era el protagonista de ninguna proeza o aventura, salvo la de conseguir llegar a fin de mes como todo el mundo. Aunque el gusto por esas maravillas lo seguía teniendo.
Su trabajo consistía en estar ocho horas seguidas delante de un ordenador pasando informes. No le gustaba, no era su profesión, pues había estudiado magisterio y aprobado con nota, cosa que le sorprendió mucho en su momento porque sus años de estudiante fueron un poco alocados entre juergas, borracheras y compañías femeninas. Pero si tenía que estudiar sacaba toda la fuerza de voluntad del mundo encerrándose en su habitación hasta conseguir aprobar los exámenes uno tras otro.
Cuando terminó su carrera, opositó durante un par de años, pero el dinero se iba agotando y tuvo que buscar otras alternativas. Iba de una entrevista a otra, su vida se esfumaba hasta que le salió la oportunidad de trabajar en la empresa del padre de un conocido. La aceptó temporalmente y con la idea centrada en las siguientes oposiciones. No lo consiguió, siempre le faltaba alguna décima para llegar a la nota de corte. Con el paso del tiempo y la seriedad que ahora le caracterizaba fue ascendiendo y terminó por acomodarse en su trabajo, dejando de opositar. En la última reunión que tuvo con sus antiguos compañeros descubrió que solo él estaba trabajando. Todos se habían tenido que marchar de vuelta a casa de sus padres o salir al extranjero. Comprendió que, tal y como «estaba el patio», no se podía quejar, además, tenía el incentivo de que el sueldo no estaba mal del todo, lo que le permitía vivir cómodamente. Su pequeño piso en las afueras y su modesto estilo de vida le hacían incluso ahorrar en la medida de lo posible.
Por las tardes, cuando salía del trabajo iba al gimnasio que estaba en su misma calle y allí machacaba su cuerpo hasta el límite. Desde pequeño le gustaba el boxeo; fue el niño raro de su barrio, pues a todos les gustaba el fútbol menos a él, con lo que su infancia no fue del todo la más deseada. Después tuvo el grave accidente de coche con su familia. Él fue el peor parado de todos. Estuvo en coma varios días y cuando despertó, los dolores de cabeza y «aquello» fueron su constante el resto de su vida. Ahora, a pesar de alguna recaída, estaba bien. Incluso había dejado de tomar la medicación. Todo le sonreía en la vida. Trabajo, aficiones y una soltería que aprovechaba al máximo. Además, en el gimnasio conoció a Julio, su mejor amigo, su confidente y su compañero de batallas.
Cuando el grupo de chicas que estaban sentadas al principio del vagón, justo al lado de la puerta, estallaron en risas viendo la pantalla del móvil de una de ellas, despertó del trance. El paisaje que ahora se veía por la ventana estaba en penumbra. Solo se distinguían las luces de algún pueblo o los faros de los coches que circulaban por los caminos. Cambió la mirada hacia las chicas, intrigado por lo que verían en el móvil. Se estiró disimuladamente tapándose la boca a la vez que bostezaba.
La enojosa tranquilidad que producía viajar en tren, a pesar del alboroto de aquellas jóvenes, se rompió cuando la puerta del vagón se abrió con el típico siseo. Por ella apareció Julio con dos cervezas en la mano, haciendo equilibrios para que no se derramaran. Carlos no pudo evitar sonreír, cuando vio los gestos de su compañero y las muecas de su cara al pasar junto a las chicas, estas se dieron unas a otras disimuladamente y lo observaron mientras pasaba a su lado. En más de una se instaló una sonrisa pícara al pasar y darles la espalda, mientras seguía con sus movimientos bamboleantes.
Carlos recordó mientras veía a su amigo por el vagón, el primer día de gimnasio cuando lo conoció. Era borde, solitario, serio y muy distante con los demás. Se apuntó para hacer rehabilitación por una grave lesión que tuvo en el hombro haciendo escalada. Estaba obsesionado con los deportes de riesgo, los había practicado todos, siempre y cuando su trabajo en la ferretería se lo permitiera. Paracaidismo, submarinismo, alpinismo… no le daba miedo ninguno, pero esta lesión había mermado sus facultades para realizarlos, no quedándole otra que adaptarse a una vida más tranquila. Con el precio de caer en una profunda depresión.
Desde el primer momento se sintió identificado con él, además de ser ambos morenos, de mediana altura y con los ojos marrones, tenían la misma personalidad y eso les hacía totalmente compatibles. Le recordada a él mismo en aquellos días de su infancia. No tardó en acercarse e inmediatamente surgió la amistad. Para Julio fue una lotería encontrar a alguien en quien confiar fuera de su antiguo círculo de amigos y compañeros de aventuras. A Carlos le vino estupendamente, pues al mes de conocerlo, su novia y prometida lo había dejado plantado con la única excusa de estar muy agobiada. Poco después se enteró que el agobio se llamaba Manuel y era un compañero del trabajo de ella.
Compartieron penas y alegrías, ayudándose mutuamente a salir de sus respectivas depresiones. De esta manera se hicieron inseparables. Así, cuando Carlos le preguntó a Julio si quería acompañarlo para hacer este viaje, no dudó un solo momento en aceptar. Para él era otro reto, quizás el más modesto de su currículum, pues era un viaje más bien cultural, cosa que nunca había hecho. Pero le apetecía mucho acompañar a su amigo para materializar el sueño de su vida y perderse entre aquellos paisajes, conocer el mayor número de personas posible y, desde luego, degustar toda la gastronomía de la zona.
—Toma, tío, dale caña que no están muy frías —dijo Julio cuando llegó a los asientos.
—Creo que acabas de ligar con aquellas chicas —le informó Carlos.
—Sí, me he dado cuenta. Me fijé cuando fui al bar, pero son muy crías —añadió, mientras levantaba la cerveza para brindar—. De todas maneras, tenemos que estar centrados en el viaje, ¿no? ¿En eso habíamos quedado? —preguntó irónicamente.
—Eso es, muy bien, así me gusta. ¿Chin chin?
—Ni chin chin ni hostias. Como encuentre una tía que me guste, te aseguro que te espero fuera de tus catedrales, de tus museos y de lo que quieras ver —comentó guiñándole un ojo, mientras empezaba a reír sonoramente, al tiempo que hacía hueco en la pequeña mesa entre multitud de vasos vacíos.
—Pues tú te lo pierdes. O te lo ganas —le respondió, riendo de igual manera.
El ruido dentro del vagón se hizo más estridente cuando el tren atravesó un gran túnel. Las risas de los dos amigos no cesaron. Al terminarse la cerveza se volvieron a jugar a piedra, papel o tijera quién iría a por la siguiente. Le volvió a tocar a Julio con el correspondiente cachondeo de su amigo y la alegría de las chicas de poder verle la retaguardia cuando pasara a su lado.
Al pasar de nuevo el tren por un túnel, el ruido que hizo despertó a Carlos. Se removió en su asiento intentando despertarse del todo. Miró la mesa y la vio llena de vasos vacíos de cerveza montados unos encima de otros.
«Joder, vaya tela», pensó. Miró hacia los lados y comprobó que su amigo no estaba. Se estiró para mirar por encima de los asientos por si lo localizaba. El vagón está totalmente en silencio. Parecía que no había nadie. Ni siquiera las chicas del fondo. Se asomó al pasillo para confirmarlo, pero estaba vacío. Miró el reloj instintivamente ante la tardanza de Julio, extrañándose por ello sorprendido, se dio cuenta de que el reloj se le había parado hacía un par de horas. Mientras golpeaba repetidamente la esfera de cristal con el dedo, como si de esta manera se fuera a arreglar solo, se volvió a sentar para centrarse un poco, pues la cabeza le latía fuertemente. Aquel dolor. ¿Habría vuelto? Se estremeció del miedo.
Intentó razonar, había bebido mucho, el movimiento del tren, la incomodidad de los asientos para dormir, todas las excusas se amontonaban en su cabeza. Echó un vistazo hacia la ventana, pero la noche había caído ya y cubría con su manto negro cualquier paisaje. Es más, lo único que veía era su propia imagen reflejada en el cristal. Se puso las dos manos en las sienes para tapar la luz del vagón y las pegó al frío cristal mirando atentamente hacia el exterior. No había nada, lo único que pudo escuchar es cómo la bocina del tren sonaba enérgicamente haciéndose cada vez más aguda. Se introdujeron de nuevo en otro túnel, más oscuro incluso que el anterior. El agudo sonido retumbaba en sus oídos cuando decidió apartarse de la ventana. Fue en ese momento cuando entre las sombras vio un punto blanco reflejado en la pared semiiluminada del túnel. Aguzó la vista y se concentró en saber qué era aquello que iba por el exterior a la misma velocidad del tren. Por más que lo examinaba seguía siendo un punto blanco como lechoso. Imaginó que sería algún tipo de luz del propio tren. Quitó las manos del cristal justo en el momento que aquella luz se agrandó rápidamente quedando pegado al otro lado de la ventanilla. Era una cara. Una cara blancuzca, demacrada, cadavérica, con las facciones terriblemente marcadas. Su boca tenía una mueca horrible, los ojos totalmente negros lo miraban profundamente como escudriñando su alma. Su piel blanca iluminaba levemente la cara de terror de Carlos, el cual se apartó horrorizado rápidamente del cristal. Su corazón latía salvaje en el pecho. Parecía que quería salirse de él. Cerró los ojos intentando evitar aquella mirada y cuando los volvió a abrir, aquel ser, aunque seguía pegado a la ventana, iba desapareciendo poco a poco, difuminándose con las luces que ahora sí se veían en el exterior.
Sus piernas, que habían estado petrificadas de terror, se activaron de golpe levantándolo instantáneamente del asiento. Miraba la ventana incrédulo. Ya no veía nada. Estaría soñando, pensó, mientras se tocaba la frente. Un sudor frío mojó la palma de su mano. Fue en ese momento cuando escuchó al principio del vagón un leve gemido, ahogado en el silencio. Miró hacia allí y vio, asomando levemente las zapatillas blancas de una de las chicas. Dudó en acercarse o no, pero el terror todavía hacia temblar su cuerpo. Necesitaba estar con alguien y sujetándose en ambos asientos del pasillo se acercó a la chica. Los gemidos eran cada vez más sonoros. Pero había algo raro en ellos. Le pareció que eran de hombre. Cuando llegó en completo silencio a la altura de los asientos donde estaba la pareja, se asomó lentamente, intentando no hacer ruido ninguno. Poco a poco iba descubriendo lo que era el cuerpo de la chica. Cuando llegó a las caderas vio que se movían rítmicamente restregándose sobre el cuerpo en el que estaba tumbada. Siguió mirando y vio la espalda y la melena morena que, alborotada sobre la cara del chico, ocultaba su identidad. Ahora desde su posición veía claramente la escena. Respiraba profundamente. No sabía si decirles algo o no. Pero ante su sorpresa la chica empezó a incorporarse. Carlos no sabía si lo habían escuchado o no, pero su instinto hizo que se volviera a su asiento andando hacia atrás para no hacer demasiado ruido.
Un paso, otro, otro, hasta que una voz roca, profunda, incluso cavernosa se dirigió hacia él.
—¿Dónde vas? ¿No te gusta el espectáculo? —dijo aquella chica levantándose antinaturalmente sin apoyar los brazos. En ese momento, Carlos pudo ver que el acompañante de ella era su amigo, el cual yacía con la mirada perdida hacia el techo del vagón y con la garganta destrozada a mordiscos. Sus piernas temblaron, no se creía lo que estaba pasando. Andaba torpemente hacia atrás sujetándose a los asientos, para no caer. La chica se incorporó completamente y haciendo movimientos compulsivos lo miraba fijamente. Una cara blancuzca con rasgos animalescos, que deformaba completamente el precioso rostro de aquella adolescente. Los ojos, lentamente se fueron hacia arriba dejándolos completamente en blanco. Su boca se abría muy despacio enseñando los dientes manchados de sangre. Como si fuera un perro salvaje. Y sus brazos y manos se movían antinaturalmente. Simplemente terrorífico para Carlos, que no podía moverse. Intentó girarse y salir corriendo, pero sus piernas no respondían. Con el rabillo del ojo veía cómo aquella chica se acercaba más y más. Casi podía oler la sangre que goteaba de la barbilla manchando toda la camiseta. Se giró y armándose de valor intentó golpearla. Sus años de boxeo hicieron que lanzase un puñetazo velozmente. Pero lo erró. No porque hubiera calculado mal la distancia, sino porque había desaparecido. En el pasillo del vagón no había nadie. No sabía qué creer, miró rápidamente a su lado asomándose a los asientos por si estaba allí, incluso observó el techo por si acaso. Pero no había nada, había sido como una ilusión, hasta que notó un olor fétido y un frío intenso en su nuca. Sus ojos se abrieron completamente cuando aquella boca se pegó a su oreja—. Ya llega la hora —le dijo casi susurrando, mientras pasaba la lengua soezmente por su lóbulo.
Carlos abrió los ojos totalmente aterrado. Saltó de su asiento con los puños apretados fuertemente. Un grito agudo salió de su garganta despertando también a su amigo.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó asustado. Carlos miraba de un lado a otro aterrorizado. Buscaba a aquella mujer. El dolor de cabeza era tan intenso que parecía que las sienes y la nuca le iban a estallar. Se centró. Miró a su amigo que, a su vez, lo observaba asustado. Empezó a comprender que había sido un sueño. Una mala pesadilla. Comprobó cómo la gente lo miraba sorprendida. Se dejó caer sobre su asiento y pidió perdón a Julio sin ni siquiera mirarle. Julio simplemente lo tranquilizó:
—No pasa nada, tío —Carlos asintió levemente mientras se llevaba las manos a la cabeza sin apartar la vista de la desgastada moqueta del suelo. En su interior comprendió que había vuelto «aquello». Esas visiones que lo aterrorizaron después del accidente habían regresado. El maldito dolor de cabeza que fue la causa de tomar todas aquellas pastillas diariamente, también había regresado. Apretó los dientes, intentando negar todo lo que le estaba pasando, pero el sabor a sangre en su boca le decía todo lo contrario.
De esa postura y sin mover un solo músculo, no supo el tiempo que había pasado desde que se despertó. Seguía con los codos apoyados en las rodillas y las manos enredadas en su pelo. Julio seguía mirándolo, preocupado, desde su asiento. En numerosas ocasiones su amigo le había contado las crisis que sufría, pero nunca las había visto. Era la primera vez. No sabía qué hacer ni qué decir. Optó por quedarse en silencio y no agobiarlo con preguntas.
Al cabo de un rato no pudo aguantar más y se levantó de su asiento. Miró a Julio y solo atinó a decir:
—Necesito aire, voy al bar. ¿Quieres algo? —Ante la negativa de su amigo, cruzó el pasillo, advirtiendo las miradas curiosas y oyendo los cuchicheos conforme pasaba por cada fila de asientos. Al llegar a la puerta del vagón sintió la necesidad de mirar hacia donde estaban sentadas las chicas, las cuales con sus auriculares puestos no se habían enterado de nada. Las miró una a una mientras esperaba que la puerta se abriera completamente. Su corazón tembló cuando vio entre todas ellas a aquella chica con la que había soñado. Su cara era juvenil, alegre, no como la que había visto anteriormente. Incluso cuando esta se giró y le sonrió, Carlos no pudo quitar la vista de ella.
Se dirigió al bar con rapidez para pedirse una botella de agua. Conforme iba atravesando los diferentes vagones, en dirección al bar, escuchó la voz grabada de una mujer por los altavoces, advirtiendo que estaban llegando a su destino, que no olvidasen sus pertenencias y dando las gracias por viajar con la compañía. Carlos se paró en seco, comprendió que el bar estaría cerrado ya. Se dio la vuelta y se volvió de nuevo a su asiento para recoger sus cosas.
Eran las 19:30 cuando el viejo y destartalado taxi paró en la puerta del hotel. Carlos se bajó de él y quedó boquiabierto, ensimismado, mirando hacia arriba. Al fin había llegado el día tan deseado. Allí estaba frente a la Catedral de Burgos, tan señorial, tan atemporal y sobrecogedora en todo su esplendor, iluminada hasta el más mínimo detalle, arañando el cielo con sus torres. No ayudó a su amigo a bajar las mochilas del taxi, ni siquiera hizo el ademán de pagar el viaje, solo estaba allí plantado observando uno de sus monumentos preferidos, incluso quizás fuera del que más se había informado a lo largo de su vida, conociendo cada detalle, cada historia, cada secreto sin ni siquiera haberla pisado antes.
Julio, una vez que había pagado el taxi, a regañadientes se acercó a él cogiéndolo por el hombro.
—Vamos, chaval —le dijo con amabilidad, pues sabía lo que estaba sintiendo su amigo en ese momento. Además, el rictus de preocupación o de enfado se había esfumado de su cara. Incluso apostaría lo que fuera que incluso el dolor de cabeza también le había desaparecido. Cogieron las mochilas, se registraron en el hotel y una vez instalados en sus habitaciones, decidieron bajar a conocer la zona, elegir un restaurante y cenar, pues el hambre y la resaca ya estaban haciendo de las suyas en sus respectivos estómagos.
No quisieron alejarse mucho del hotel, por lo que, paseando alrededor de la catedral, mientras se deleitaban con ella, decidieron meterse en el primer restaurante que tuviera alguna mesa vacía. La decoración era espectacular. Todo de madera, con numerosos objetos antiguos colgados de las paredes. Se podía oler la antigüedad. La joven camarera que les sirvió era muy simpática. Bromeaba con ellos cada vez que les traía un plato de la comanda. Morcilla, chuletón y helado de postre, fue su cena. Todo ello regado por dos botellas de vino tinto y un sinfín de chupitos de hierbas mientras se tomaban el helado. La «última cena» la bautizaron de camino al hotel, pues sabían que a partir del día siguiente no tendrían la ocasión de cenar tan copiosamente. Cuando llegaron al hotel se despidieron el uno del otro y se introdujeron en sus respectivas habitaciones.
La noche paso rápida para Julio. Pero para Carlos fue un suplicio. El estómago le ardía, la boca le sabía a licor de hierbas a pesar de lavarse los dientes varias veces. Dio infinidad de vueltas en la cama intentando coger posición para dormir, y aunque echó un par de cabezadas no consiguió descansar en toda la noche. Además de la copiosa cena, su cabeza no paraba de dar vueltas a lo que le había pasado en el tren. Sabía que debía volver a tomarse las pastillas para el dolor de cabeza. Pero para las visiones solo pudo rezar para que no volvieran.
Después de haber tomado una ducha y vestido con una sola toalla, Carlos miraba embobado desde el abrigo de su ventana la pequeña plaza de Santa María que estaba justo a los pies de la catedral. Delimitada por escaleras, casas de colores y una fuente, con la imagen de la Virgen, justo en el centro. Era el complemento ideal para resaltar aún más si cabe el rosetón y la puerta de la Catedral. Se sentía reconfortado desde su caliente posición, mientras miraba a los transeúntes cómo iban de un lado a otro para realizar sus quehaceres con bolsas en las manos, envainados en sus abrigos y bufandas. «Madre mía la que nos espera», susurró lastimeramente. Justo en ese momento golpearon la puerta de la habitación; sin dudarlo la abrió, a pesar de su indumentaria y allí estaba Julio apoyado en el marco de la puerta, blanco como si lo hubiesen pintado y con unas ojeras que no envidiaban en nada a las suyas.
—Vaya par de imbéciles que estamos hechos, no tenemos perdón —dijo agónicamente.
—Lo sé, tío, estoy muerto. Nos pasamos tres pueblos anoche —argumentó sin decir las verdaderas razones por las que no había dormido.
—Tenemos que darnos prisa y bajar a desayunar, que esto empieza hoy, ja, ja, ja —añadió Julio con una alegría espontánea, golpeando a la vez el marco de la puerta.
—Ok, nos vestimos, desayunamos y en marcha. Que nos esperan quince días de infarto jajaja. —Sin más, cerró la puerta y empezó a vestirse nervioso. Repasó el equipaje mentalmente una vez más, ¿cuántas veces lo había hecho?, ni él mismo las podía recordar, una, dos, tres… daba igual, sabía de sobra que algo se le olvidaría.
Cuando llegó al restaurante, encontró a su disposición un bufé impresionante, no le faltaba de nada, miró de un lado a otro buscando una mesa y allí encontró a su amigo sentado con dos platos. Uno lleno de bacón, huevos, jamón de york y queso. El otro lleno de croissants, napolitanas y tortitas.
—No me lo puedo creer, ¿cómo eres capaz de comerte todo eso con la resaca que gastamos? Todavía tengo el licor aquí —dijo señalándose la garganta.
—Jajaja, tenemos que coger fuerzas, que luego las necesitaremos —contestó dando un bocado a una napolitana y levantándola de forma cómica.
—Julio, solo vamos a hacer el Camino de Santiago. No vamos a subir un «8000», ¿entiendes? —le respondió llenándose de paciencia—. Pero en el fondo llevas razón, tenemos que coger fuerzas. ¿Has visto dónde está la bandeja de analgésicos para el dolor de cabeza? —le preguntó con ironía, mientras se llevaba la mano a la cabeza, imitando el gesto que anteriormente le había hecho su amigo.
Cuando abrieron la puerta del hotel, cargados con sus mochilas, notaron cómo el frío viento les azotó la cara. Sintieron una doble sensación, por un lado, agradecieron el aire, pero por el otro se hicieron una idea más precisa de lo que se iban a tener que enfrentar las dos siguientes semanas. El cielo estaba oscuro. Las nubes que jugaban en contrastes grises y blancos, amenazaban con descargar un verdadero diluvio sobre ellos. Olía a tierra mojada. La luz que se filtraba, hacía que las piedras de la catedral resplandecieran, dándoles un precioso tono rojizo. Las primeras gotas comenzaron a caer someramente justo en el momento que empezaban a cruzar los cien metros que separaban la puerta del hotel de la puerta de la iglesia. Aceleraron el paso, la lluvia se convirtió en una verdadera cortina de agua que los empapaba a cada paso. Los rayos empezaron a cruzar el cielo y los truenos retumbaban por toda la plaza, ahora vacía de gente.
Abrieron de golpe la puerta de la catedral y se introdujeron en ella rápidamente. Estaban totalmente empapados, pero eso no les importó cuando vieron el espectáculo de piedra, madera y luces que se abría ante ellos. La tormenta seguía apretando con fuerza en el exterior. A través de los ventanales se filtraban las luces intermitentes de los relámpagos y el sonido de los rayos y de la lluvia, aunque amortiguado por aquellas paredes, retumbaban por todo el edificio.
La belleza del recinto junto con la tormenta y los pocos visitantes que había creó un ambiente especial. Se sentían transportados a otra época. Empezaron a caminar en silencio sin mirarse entre ellos. Sus pupilas se dilataron cuando observaron los detalles finamente labrados en la madera del coro. A la izquierda, la capilla de Santa Tecla con sus increíbles bóvedas y a la derecha, las capillas del Sto. Cristo y de la Presentación, respectivamente. No sabían hacia dónde dirigirse, se encontraban absortos ante tanta belleza, por lo que decidieron dar un paso tras otro dejándose llevar en aquel paraíso de piedra.
Carlos sacó su móvil como improvisada cámara de fotos y empezó a retratar todo lo que se ponía delante. Poco a poco fueron devorando todas las capillas, la de San Enrique, la del Condestable, la de La Natividad, las sepulturas, la Escalera Dorada y el Trasaltar. Durante todo el trayecto no paró de hacer fotos, estaba totalmente ensimismado en lo que veía, incluso en algunas partes utilizaba a Julio de «perro lazarillo» siguiéndolo por donde este andaba, para no tropezar. El tiempo pasaba volando. Llevaban ya una hora dentro de la Catedral cuando, en la zona del Trasaltar, fotografiando detalladamente los cinco retablos, notó la sensación de estar siendo observado. Separó la mirada de la pantalla del móvil y giró la cabeza de un lado a otro observando a la gente de su alrededor, no vio a nadie y menos que lo estuviera mirando. Quedándose más tranquilo, continuó echando fotos, esta vez al Retablo de la Cruz a Cuestas. Intentaba captar todos los detalles acercando cada figura con el zoom. Ese retablo en particular siempre le había gustado. Era especial para él, pero no sabía el por qué.
Por unos de los ventanales entró velozmente el fogonazo de un rayo que cayó muy cerca de la catedral, haciendo temblar todos los cristales y retumbando sonoramente por todo el interior. En ese instante volvió a sentir la misma sensación de ser observado, pero esta vez notó, además, un frío intenso que le recorría la nuca. Se giró rápidamente y lo único que vio fue a una mujer mayor encordada, vestida totalmente de negro y con un pañuelo también de color negro tapándole la cabeza. Pasó detrás de él sin mirarlo siquiera, despacito, casi arrastrando los pies como si a cada paso que daba fuese a ser el último. Carlos la siguió con la mirada, aquella mujer le producía repulsión, o quizás la sensación correcta era de miedo. Observó cómo lentamente llegó hacia una de las capillas que estaban enfrente y arrodillándose pesadamente se puso a rezar con un rosario en la mano. En un impulso y sin saber bien por qué, levantó el móvil lo suficiente para enfocarla y disparó la foto sin mirar la pantalla, sus ojos seguían clavados en ella. Su cabeza empezaba a sentir esos pequeños pinchazos en las sienes que tanto odiaba y unas gotas de sudor afloraron en su frente. En ese momento notó una mano que le agarraba el brazo fuertemente. En su interior estalló un volcán de adrenalina que le hizo girarse, al mismo tiempo que se separaba violentamente de su agresor. Julio se quedó quieto en silencio, lo único que quería era decirle a su amigo que había encontrado algo a lo que llamaban papamoscas, le había hecho gracia el nombre y solo quería enseñárselo. Pero lo que encontró fue a un Carlos tremendamente pálido y frío, parecía cualquiera de las estatuas que lo rodeaban.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, joder, me has asustado —le increpó.
—Vale, perdona, solo quería enseñarte al papamoscas.
—No, perdóname tú, es que… —le dijo totalmente arrepentido, aunque no pudo terminar la frase. Se quedó callado. No quiso decirle que le había asustado una mujer mayor vestida de negro, seguro que sería el blanco de sus bromas durante mucho tiempo. Y no estaba dispuesto a ello—. Nada, nada, no me hagas caso. Estoy cansado. ¿Dónde has dicho que está el papamoscas ese? —improvisó para salir del paso.
—Venga, sígueme —le contestó, al tiempo que echaba el brazo por encima del hombro amigablemente y lo guiaba como si no pudiera ver el camino.
Cuando terminaron la visita y salieron por el claustro con la credencial sellada, la tormenta había pasado. La plaza se encontraba llena de charcos y el olor a piedra mojada inundaba sus sentidos. Abrieron un mapa, extensible, y se encaminaron hacia a la antigua salida de la ciudad amurallada por el arco de San Martín.
—Esto ya va en serio, empieza el camino —comentó Carlos riéndose nervioso, al tener todavía esa extraña sensación metida en el cuerpo, mientras tanto, Julio le devolvía la sonrisa acompañado de un guiño.
Con el transcurso de los primeros kilómetros del camino se sentían fuertes, con la moral alta y con una sensación de paz en su interior. Cualquier rastro de la resaca había desaparecido de sus cuerpos, al igual que el temor a sufrir sus consecuencias que tanto temieron en el desayuno. Durante esa primera etapa, no paraban de hablar. Reían y bromeaban sobre cualquier cosa. Se recordaban una y otra vez historias que les habían pasado a lo largo de sus vidas. De vez en cuando se encontraban con otros peregrinos viajando en grupo, solos o en bicicleta, y siempre les saludaban con un «buen camino». Les hizo gracia el saludo. Parecía ser parte de la tradición del propio Camino de Santiago, así cuando veían que se acercaban o se les acercaban a ellos otros peregrinos estaban preparados para ser los primeros en saludar. Era una manera tonta de entretenerse y romper la monotonía.
Los grandes charcos, el barro y las ramas rotas esparcidas por todo el suelo, debido a la tormenta, no restaba ilusión a los dos amigos, ni siquiera el frío que se clavaba hasta los huesos.
El año anterior, Carlos había planeado realizar el Camino de Santiago para junio, lo había preparado todo, sabía por la gente a la que había preguntado, que la mejor fecha para hacerlo es cualquiera menos los meses de invierno. Compró todo el material: botas, pantalones, camisetas… lo tenía todo preparado, pero su jefe no lo vio así, decidiendo darle los turnos de verano a los empleados que tenían hijos y a los solteros como él, los dejó para los meses de enero y febrero, sin posibilidad de cambio. Con toda la resignación del mundo y sin más fechas que elegir tanto él como Julio, quizás por despecho o quizás por necesidad, se liaron «la manta a la cabeza» y decidieron hacer el viaje pasara lo que pasase.
Con el correr de los kilómetros, poco a poco se fue desgastando la euforia inicial, lo que en un principio eran risas y bromas ahora se habían convertido en silencio. Un silencio que solo se rompía con algún comentario sobre el paisaje por el que pasaban o por alguna pregunta banal que se hacían entre ellos.
Durante los momentos de silencio, cada uno de ellos se ensimismaba en sus pensamientos; mientras para uno era todo ilusión, pues era la primera escapada «aventurera» que hacía desde su lesión de hombro, para el otro y a pesar de estar cumpliendo su sueño, una sombra seguía creciendo en su interior. Ya no solo era por el hecho de que las visiones habían vuelto, ni siquiera los dolores de cabeza, era por una sensación negativa, como que iba a pasar algo terrible y no podría pararlo. Todo esto lo intentaba esconder en lo más profundo de su ser para que Julio no se diera cuenta. Con esos pensamientos y paso a paso cruzaban de un valle a otro. Estaban metidos en un bucle de caminos unos iguales que otros. Lo único bueno para ellos a esas alturas es que se iban acercando al final de su primera etapa sin darse apenas cuenta.
Adelantaron a una pareja de peregrinos que se encontraban parados a un lado del camino. Al pasar junto a ellos, preguntaron a Carlos si sabía cuánto les quedaba para llegar a Hontanas, pueblo que era su destino. Les informaron que ellos también iban para allá. Lo primero que tendrían que hacer era atravesar un lugar llamado Arroyo Sambol y, a continuación, lo siguiente sería ese pueblo. La pareja les cayó muy bien, les parecieron muy simpáticos y agradables. Ese marcado acento andaluz y esa alegría innata de la gente del sur los animó para acompañarlos a realizar los últimos kilómetros juntos. La joven pareja cordobesa no lo dudó un momento y aceptaron de buena gana continuar el viaje juntos.
Llegaron ya de noche. Esa primera etapa con los numerosos kilómetros que la formaban, dejó mella en sus piernas. Estaban realmente cansados, lo único que pudieron hacer fue cenar un par de bocadillos y refrescos e inmediatamente acostarse para aprovechar las máximas horas de sueño.
El despertador del móvil sonó a las 6:30 de la mañana y Julio, que fue el primero en abrir un ojo, pensó que tenía que ser una broma de muy mal gusto, más cuando puso los pies en el suelo y sintió el frío mármol bajo ellos. Refunfuñó y se levantó notando cómo sus piernas estaban entumecidas. Carlos empezó a removerse entre las sábanas maldiciendo una y otra vez al móvil. Se ducharon con agua muy caliente y después de desayunar copiosamente notaron cómo sus cuerpos, aunque algo cansados, se habían tonificado lo justo y estaban preparados para la siguiente jornada.
Colocaron las mochilas sobre sus hombros y sin más preámbulos comenzaron a caminar otra vez. Pero esta vez era diferente al día anterior, pues el tiempo había cambiado, hacía muchísimo más frío y amenazaba nieve. Decidieron sacar los pequeños chubasqueros del interior de la mochila y meterlos en un bolsillo lateral para tenerlos a mano. La pareja con la que caminaron el día anterior pasó por delante y se despidieron cariñosamente.
A media mañana empezó a llover. No una lluvia torrencial, sino una fina mezcla de lluvia y nieve que los empapaba totalmente, sobre todo cuando el aire venía de costado. Pasaron al lado de las ruinas del Monasterio de San Miguel, las del Convento de San Antón y un poco más adelante llegaron al pueblo de Castrojeriz. A esas alturas, el tiempo había empeorado mucho más. La nieve era más abundante y cuando venían ráfagas de aire hacía que cuajase tanto en el pelo que asomaba por la capucha del chubasquero como en la parte alta de la mochila.
Aunque solo habían caminado 10 kilómetros, empezaban a estar muy cansados y decidieron buscar cobijo en un bar en el pueblo.
Cruzaron las calles casi corriendo y en el primer bar que encontraron se metieron sin importarles las pintas de este. Casa Pablo ponía en un viejo cartel de madera. Al abrir la puerta sintieron una bofetada de calor en su cara y manos. No era de grandes dimensiones. A la izquierda, un pequeño grupo de mesas y sillas junto a la chimenea y a la derecha la barra, de madera oscurecida. Todo el local tenía un ambiente rural de principio de siglo XX. Horcas, hoces y hasta un trillo colgaban de las paredes. Todo el conjunto, más el olor a chimenea, daba una sensación acogedora a los visitantes.
El bar estaba vacío, solamente el dueño se encontraba detrás de la barra fregando unos cubiertos. Los miró de reojo y no pudo evitar soltar una sonrisa.
—¿Bonito día para pasear, verdad? —les dijo con un tono amigable. Los dos jóvenes se miraron y riendo le contestaron que sí. Se sentaron en la mesa más cercana a la chimenea y cuando Pablo, que así se llamaba el dueño haciendo honor al nombre del bar, les preguntó qué querían, ambos pidieron a la vez un café con leche hirviendo.
Pasaron lentamente los minutos. El fuego chisporroteaba en la chimenea y el calor del café estaba produciendo una sensación de descanso en sus cuerpos. Se encontraban sentados al lado de la chimenea con los pies cerca del fuego para secar sus botas. Unas veces miraban embobados las ascuas y otras veces su mirada se perdía a través de los ventanales viendo cómo caía la nieve, sin soltar nunca la taza de las manos. No querían pensar ni por un momento que tendrían que dejar aquella comodidad para enfrentarse nuevamente al frío, pero por ahora se conformaban con estar allí sentados al resguardo del fuego.
La puerta del bar se abrió de golpe, produciendo un ruido brusco que retumbó por todo el local. Tanto Pablo como Carlos y Julio miraron instintivamente hacia ella. Viendo cómo entraban rápidamente dos chicas, cargadas con mochilas, totalmente empapadas y con el pelo pegado a la cara. Cerraron la puerta con la misma brusquedad con que la habían abierto y se quedaron quietas mirando, en silencio, hacia los tres.
—Buenos días —dijo una de ellas, mientras se quitaba la mochila pesadamente. Revisaron cada rincón del bar y cuando vieron la chimenea, con su acogedor fuego, no dudaron en acercarse a ella para calentarse. Dejaron las mochilas en el suelo junto a una de las mesas vacías. Se quitaron los abrigos que llevaban y se arrodillaron frente a él con las manos extendidas para entrar lo más rápido en calor. Carlos y Julio las miraron sorprendidos, en silencio. No esperaban ver a nadie más en su misma situación. Pero allí, delante del fuego, se encontraron con la respuesta.
—Bonito día para pasear —volvió a decir Pablo desde la barra.
—Pues claro que sí, es precioso. Según gustos, claro —le respondió la más bajita, mirándolo de reojo.
—¿Qué les sirvo, señoritas? —les preguntó más formalmente, pues la respuesta de la chica fue muy cortante.
—Dos cafés con leche —respondió la más alta, después de haber mirado a la mesa de Carlos y ver lo que se estaban tomando ellos.
—También os ha pillado, ¿no? —les preguntó.
—Sí, hace un rato que llegamos y todavía nos estamos secando —contestó Carlos cortésmente.
—Qué mala suerte tenemos —le dijo, al tiempo que se incorporaba y se dirigía a la mesa donde habían dejado las mochilas.
—Si hubiéramos mirado el tiempo… —dijo la compañera, todavía frente a la chimenea frotándose enérgicamente los brazos.
—Amén —añadió Julio brindando con su taza.