Treinta días de romance - Catherine Mann - E-Book

Treinta días de romance E-Book

Catherine Mann

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Beschreibung

La intrépida reportera Kate Harper pretendía infiltrarse en la familia real entrando por el dormitorio del príncipe Duarte Medina. Pero Duarte había pillado a la reportera con las manos en la masa… y pensaba aprovecharse de ello; si Kate Harper quería su artículo tendría que aceptar sus condiciones: convertirse en su prometida. Sería un acuerdo temporal para tranquilizar al padre de Duarte, pues de ningún modo el hijo mediano de los Medina pensaba dejar de ser soltero.

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Catherine Mann. Todos los derechos reservados.

TREINTA DÍAS DE ROMANCE, N.º 1785 - mayo 2011

Título original: His Thirty-Day Fiancée

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-317-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Promoción

Capítulo Uno

Pescar a un príncipe no era tarea fácil. Pero pescar a un esquivo Medina de Moncastel era casi imposible.

Nerviosa, la fotógrafa Kate Harper se movía con cuidado por la cornisa del tercer piso, en dirección a las habitaciones del príncipe Duarte Medina de Moncastel.

El exterior de su mansión en Martha's Vineyard ofrecía poca sujeción y menos en la oscuridad, pero ella no era de las que se rendían fácilmente.

Pasara lo que pasara, le haría una fotografía; el futuro de su hermana estaba en juego.

El viento la golpeaba con fuerza, sacudiendo su falso vestido de Dolce & Gabanna. Se había quitado los zapatos antes de subir a la cornisa y, afortunadamente, no estaba lloviendo, pero aquello no era nada fácil.

Conseguir la invitación para acudir a una boda en el lujoso hotel-residencia de Duarte Medina de Moncastel tampoco había sido fácil, pero la obtuvo gracias a una chica de la alta sociedad a quien había prometido una reseña en Global Intruder. Una vez allí, era cosa suya librarse de los hombres de seguridad, localizar al príncipe y hacer la fotografía.

Y, en su opinión, aquélla era la mejor manera de llegar a su suite. Una pena haber tenido que dejar el abrigo y los guantes en la puerta porque hacía un frío terrible.

Había transformado un par de cámaras de botón en lo que parecían unos pendientes de oro y esmeraldas y el peso de las mini-cámaras estaba a punto de arrancarle los lóbulos de las orejas, pero siguió adelante con paso más o menos firme.

La luz del faro rompió la espesa niebla, su sirena ahogando temporalmente el ruido de la gente que celebraba la boda del hijo de un magnate en el salón del primer piso.

Kate se agarró a la barandilla para saltar al balcón y, haciendo un esfuerzo, pasó una pierna por encima…

Una mano la sujetó entonces. Una mano masculina.

Kate dejó escapar un grito cuando otra mano la agarró por el tobillo, quemando su helada piel por encima de la pulserita que le había hecho su hermana como amuleto.

Hizo un esfuerzo para recuperar el equilibrio, pero chocó contra un muro...

No, un momento, los muros no tenían vello ni músculos definidos.

Claramente, lo que tenía delante era un torso masculino, a un centímetro de su cara. El hombre llevaba una camisa o batín negro abierto, mostrando una piel morena y una suave capa de vello oscuro. ¿Qué llevaba, una especie de uniforme de kárate?

¿Los Medina de Moncastel contrataban ninjas para protegerlos, como en las películas?

Kate levantó la cabeza para encontrarse con la fuerte columna de su cuello y con una barbilla cuadrada que necesitaba un afeitado. Y después se encontró con los ojos negros que había querido fotografiar.

–No es usted un ninja –murmuró.

–Y usted no es una acróbata –el príncipe Duarte Medina de Moncastel no estaba sonriendo.

–No, me echaron de la clase de gimnasia en sexto.

Aquélla era la conversación más extraña del mundo, pero al menos no la había tirado por la barandilla. Aún.

Claro que tampoco la había soltado y el roce de su mano, tan grande, tan masculina, despertaba un sorprendente escalofrío en su espina dorsal.

Duarte miró sus pies descalzos.

–¿La echaron por caerse de la barra de equilibrio?

–No, porque le rompí la nariz a otro niño.

En realidad, le había puesto la zancadilla cuando llamó «idiota» a su hermana.

Kate tocó sus pendientes, nerviosa. Tenía que hacer la fotografía y marcharse de allí. Aquélla era una oportunidad tan única como un diamante rojo.

La casa real Medina de Moncastel había desaparecido del mapa veintisiete años antes, cuando el rey fue depuesto tras un golpe de Estado en el que murió su esposa, y durante décadas había habido rumores sobre su paradero. Durante mucho tiempo se dijo que Enrique Medina de Moncastel vivía con sus tres hijos en una fortaleza en Argentina, pero como nunca habían vuelto a aparecer en público la gente dejó de interesarse por el asunto… hasta que ella sintió el gusanillo de investigar al hombre que aparecía en una fotografía que le había hecho a la mujer de un senador.

Y ese gusanillo dio lugar a una noticia bomba: los príncipes Medina de Moncastel vivían en Estados Unidos.

Pero eso no había sido suficiente. El cheque que le habían dado por la historia no había conseguido solucionar sus problemas económicos y la única posibilidad de conseguir otro era localizar al príncipe Duarte y hacerle una fotografía que no dejase lugar a dudas.

El problema era que montones de paparazzi de todo el mundo estaban buscando lo mismo.

Y, sin embargo, ella había conseguido ser la primera porque Duarte Medina de Moncastel estaba allí, delante de su cara. En carne y hueso. Y era mucho más guapo en persona. Tanto que se mareó un poco y no era debido al vértigo.

–Se está convirtiendo en un bloque de hielo –dijo mientras la tomaba en brazos. Tenía un ligero acento y una voz perfecta para hacer anuncios. Esa voz convencería a cualquier mujer para que comprase cualquier cosa–. Tiene que entrar en calor o acabará desmayándose.

¿Y qué haría si se desmayara, llamar a seguridad? El ángulo que tenía en aquel momento con las mini-cámaras no era perfecto, pero esperaba conseguir alguna buena foto mientras la tenía en brazos.

–Gracias por salvarme…

¿Debería llamarle Alteza o príncipe Duarte?

Había pensado que se limitaría a hacer un par de fotografías desde el balcón, de modo que no se le había ocurrido repasar el protocolo antes de ir a Martha's Vineyard. Pero allí estaba, en brazos del príncipe, que la llevaba a su dormitorio.

Ahora que lo tenía tan cerca resultaba innegable que era un príncipe, pensó. La casa real Medina de Moncastel era originaria de una pequeña isla, San Rinaldo, en la costa española, y su ascendencia mediterránea era tan evidente como su arrogancia.

Cuando la dejó en el suelo, Kate hundió los pies en una espesa alfombra. La habitación era muy elegante, desde los sofás blancos al armario antiguo de caoba o la enorme cama con dosel, los postes tan gruesos como troncos de árboles.

¿Una cama? Kate tragó saliva.

Duarte sonrió.

–Ramón se ha superado esta vez.

–¿Ramón? –repitió ella. El nombre de su editor era Harold–. No sé a qué se refiere.

–El padre del novio tiene fama de conseguir las mejores acompañantes para sus socios, pero usted es lo más original que he visto nunca.

–¿Acompañantes? –repitió ella.

No podía querer decir lo que Kate intuía que quería decir.

–Imagino que le habrá pagado bien, dada su teatral entrada –dijo él, sonriendo con desdén.

Acompañante pagada. Ah, demonios. El príncipe creía que era una prostituta de lujo. Bueno, esperaba que fuese de lujo al menos. No iba a llegar tan lejos por su hermana, pero tal vez podría encontrar otro enfoque para su artículo si se quedaba allí un rato.

Kate puso una mano en su hombro. No pensaba tocar su torso desnudo.

–¿Cuántas veces le han ofrecido un regalo tan generoso?

Los ojos oscuros se deslizaron por el vestido, sus pechos a punto de salirse por el maldito escote.

–Nunca me han interesado los… ¿cómo debemos llamarlos, servicios pagados?

Una buena periodista preguntaría.

–¿Ni siquiera una vez?

–Nunca –el tono de Duarte Medina de Moncastel no dejaba lugar a las dudas.

–Ah, claro.

–Pero soy un caballero y, como tal, no puedo volver a dejarla en el balcón. Quédese aquí mientras hablo con seguridad para que la dejen salir. ¿Le apetece una copa?

A Kate se le hizo un nudo en el estómago. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Al fin y al cabo, hacerle una fotografía a Duarte Medina de Moncastel sólo era un trabajo. Un trabajo que estaba entrenada para hacer, además. Aunque ella había sido siempre fotoperiodista. Hasta unos meses atrás, su trabajo consistía en fotografiar una peregrinación a Jerusalén o el resultado de un terremoto en Indonesia.

Pero ahora trabajaba para Global Intruder, una revista de cotilleos.

Kate tuvo que contener una carcajada histérica. Qué bajo había caído. ¿Pero qué otra cosa podía hacer con la industria periodística en crisis?

Sí, estaba nerviosa, desde luego. Aquella foto era algo más que un trabajo. Necesitaba dinero para mantener a su hermana en la carísima residencia para personas con necesidades especiales en la que vivía. Jennifer tenía el cuerpo de una adulta, pero el cerebro de una niña y no quería que tuviese que depender del Estado.

Una pena que ella estuviera a punto de ser desahuciada de su apartamento.

La mano del príncipe se deslizó por su espalda y Kate sintió un escalofrío.

Pero si quería conseguir la información que necesitaba tenía que calmarse.

–¿Hay un cuarto de baño para que pueda arreglarme un poco? Cuando salga de la suite no debería parecer que he entrado por el balcón.

–Sí, por aquí.

Kate había mantenido la calma durante un ataque con morteros y podría mantenerle en aquella situación, se dijo.

–No hace falta que me acompañe. Tengo buen sentido de la orientación.

–Seguro que hace muchas cosas bien –dijo él, inclinando un poco la cabeza–. Puede que nunca me hayan interesado este tipo de ofertas, pero debo confesar que hay algo cautivador en usted, señorita Harper.

Oh, cielos.

Sus labios estaban tan cerca que con moverse un centímetro estaría besándola. Kate clavó los pies en el suelo para mantener el equilibrio.

–El cuarto de baño… –murmuró, mirando frenéticamente alrededor. Las paredes estaban forradas de madera y había muchas puertas, todas cerradas.

–Por aquí –repitió él, tomándola del brazo.

–Prefiero ir sola.

–No queremos que se pierda –le dijo Duarte al oído, como si estuvieran compartiendo un secreto–. Por esa puerta, señorita Harper –añadió entonces, quitándole los pendientes con expresión burlona.

Duarte había estado esperando aquel momento desde que supo quién era la fotógrafa que había destruido la tranquilidad de su familia. Había sido alertado de que podría estar en la casa y tenía en las manos los pendientes de Kate Harper, junto con sus esperanzas de conseguir una exclusiva.

Duarte llevaba toda su vida evitando a la prensa y conocía bien los trucos de los fotógrafos. Su padre les había inculcado desde pequeños que su seguridad dependía del anonimato. Habían sido protegidos, educados y, sobre todo, entrenados para ello.

Pero al ver a tan bella intrusa en la pantalla decidió comprobar hasta dónde estaba dispuesta a llegar.

Con aquel vestido largo de satén, era el paradigma de la seducción, tan atractiva que despertaba sus instintos más primarios. Sería maravillosa en la cama, pensó.

Pero él era un hombre sereno, acostumbrado a llevar el mando, y sólo con recordar a qué se dedicaba se ponía enfermo.

Kate Harper se puso en jarras.

–¿Sabe quién soy?

–Desde el momento que salió del salón en el que se celebra la boda.

Había hecho investigar a la fotógrafa que firmaba el artículo sobre el paradero de su familia, pero las fotografías no le hacían justicia. De hecho, parecía otra persona. Aquella chica de pantalón caqui y camisetas blancas, sin maquillaje, el pelo castaño sujeto en una sencilla coleta, no se parecía nada a la mujer que tenía delante.

–¿Entonces por qué ha fingido creer que era una acompañante de lujo?

–Eso sería mejor que publicar basura como hace usted –contestó Duarte.

La vida de su familia estaba en peligro cuando su padre necesitaba más tranquilidad que nunca. El estrés podría matarlo más rápido que un asesino enviado por los gobernantes de San Rinaldo.

–Ah, ya veo –Kate se cruzó de brazos–. ¿Y qué piensa hacer, llamar a seguridad o la policía?

–Debo admitir que no me importaría pasar un rato con usted –Duarte cerró la puerta del balcón.

–Oiga, Alteza… o como sea, vamos a calmar-nos un poco.

Él levantó una ceja.

–Yo estoy perfectamente calmado.

–Bueno, pues entonces me calmaré yo. La cuestión es que usted no quiere que los fotógrafos invadan su vida, ¿no? Entonces, ¿por qué no posa para unas fotografías? Podemos hacerlas como quiera, usted dirigirá la sesión.

–¿Esto es un juego para usted? –le espetó Duarte entonces–. Porque le aseguro que para mí no lo es. Estamos hablando no sólo de la privacidad de mi familia, sino de su seguridad.

Las familias reales, incluso las que ya no tenían trono, nunca estaban a salvo de amenazas. Su madre había muerto durante el golpe de Estado y su hermano mayor había resultado herido cuando intentaba salvarla. Como resultado, su padre se había vuelto un obseso de la seguridad. Había construido una impenetrable fortaleza en una isla en la costa de St. Augustine, en Florida, donde había criado a sus tres hijos y sólo cuando se hicieron adultos pudieron marcharse de allí. Cada uno eligió una zona diferente de Estados Unidos y, siendo discretos, habían vivido vidas más o menos normales hasta ese momento. Él en Martha's Vineyard, Antonio en la bahía Galveston y Carlos en Tacoma.

–Siento mucho lo que le pasó a su familia –dijo Kate–. Sé que perdió a su madre durante el golpe de Estado.

–¿Lo siente de verdad o lo dice por decir?

La periodista clavó en él sus ojos azules, tan azules como las aguas de San Rinaldo. Estaba claro que no iba a echarse atrás.

–¿Qué tal una fotografía suya con ese traje de ninja?

–¿Qué tal una foto suya, desnuda, entre mis brazos?

Kate hizo una mueca.

–Es usted un arrogante y un presuntuoso…

–Soy un príncipe –la interrumpió él–. Y ahora todo el mundo lo sabe gracias a usted y a su falta de escrúpulos.

–Entiendo que esté enfadado, de verdad –Kate se colocó detrás del sofá para poner una barrera entre los dos–. Pero por muchos privilegios que tenga por pertenecer a una familia real no puede tomarse ciertas libertades.

Duarte se había ido de la fortaleza de Florida con una maleta y nada más. Aunque no pensaba contárselo a aquella chica.

–Uno tiene que intentarlo.

–¿Por qué me ha dejado entrar? ¿Quería divertirse viéndome sudar mientras tiraba mi cámara por el inodoro?

Kate Harper era una mujer con carácter, debía reconocer.

¿Hasta dónde llegaría para conseguir una fotografía?, se preguntó.

Pero enseguida sacudió la cabeza. La identidad de su familia había sido descubierta, algo que estaba angustiando profundamente a su padre, y sin embargo él no dejaba de pensar en la suave piel de Kate Harper…

–Debería irse ahora mismo. Vaya por la puerta de atrás, el guardia del pasillo la acompañará.

–No va a devolverme la cámara, ¿verdad? Es muy cara.

–No –contestó él, jugando con los pendientes que había guardado en el bolsillo–. Aunque puede intentar quitármelos.

–Prefiero batallas que tengo alguna posibilidad de ganar –Kate esbozó una sonrisa–. ¿Me da al menos un recuerdo que pueda vender en e-Bay?

Duarte tuvo que sonreír.

–Es usted divertida. Eso me gusta.

–Devuélvame los pendientes y le contaré un montón de chistes.

¿Quién era aquella chica con una pulserita en el tobillo hecha de lana y bolitas blancas de plástico? La mayoría se habrían puesto histéricas o habrían intentado congraciarse con él, pero ella…

Tal vez era más lista que las demás, pensó. A pesar de su dudosa profesión.

Pero aquella mujer le había costado más de lo que ella podía imaginar.

Entonces se le ocurrió una posibilidad terrible: ¿y si las mini-cámaras enviaban las fotografías inmediatamente a un portal de Internet?

Fotografías de ellos dos juntos.

Duarte movió los pendientes entre los dedos mientras trazaba un plan para conseguir lo que quería: vengarse de Kate Harper y… tenerla en su cama.

–Señorita Harper, me gustaría hacerle una proposición.

–¿Una proposición? –Kate dio un paso atrás y, al hacerlo, chocó contra una mesita–. Creí que ya había dejado claro que hasta yo tengo mis límites.

–Una pena para los dos. Podría haber sido… –Duarte dio un paso adelante, pensando que no tenía sentido torturarla–. No es ese tipo de proposición, no se preocupe. No tengo que intercambiar dinero o exclusivas para conseguir sexo.

Ella lo miró, recelosa.

–¿Entonces de qué tipo de proposición estamos hablando?

–Me encuentro en una situación familiar difícil gracias a usted. Mi padre está enfermo y ahora, gracias a sus dotes de investigadora, lo sabe todo el mundo.

Ella hizo una mueca.

–Lo siento mucho, de verdad. Pero sobre esa proposición…

–Mi padre quiere que siente la cabeza, que me case y tenga un heredero. Incluso ha elegido una mujer para mí…

–¿Está prometido?

–Veo que no pierde una oportunidad de buscar información. Pero no, no estoy prometido –respondió Duarte, irritado–. Y si no quiere enfadarme, no siga por ahí.

–Lo siento, otra vez. Pero no me ha dicho en qué consistiría la proposición.

A juzgar por su expresión no tendría que esforzarse demasiado para tenerla en su cama, pero necesitaba tiempo para tranquilizar a su padre sobre el asunto del heredero.

–Como he dicho, mi padre está enfermo –siguió. De hecho, al borde de la muerte debido a una hepatitis que contrajo cuando huían de San Rinaldo y que había debilitado su hígado. Los médicos temían que le fallase en cualquier momento–. Y, evidentemente, no quiero disgustarlo ahora que se encuentra tan mal.

–No, claro que no. Lo entiendo –dijo ella, con expresión comprensiva–. La familia es lo más importante.

–Yo tengo algo que usted quiere y usted puede darme algo a cambio –Duarte tomó su mano para rozarla con los labios. Y, a juzgar por cómo se dilataban sus pupilas, la venganza sería un placer par los dos–. Le ha hecho mucho daño a mi familia con sus fotos, destruyendo un anonimato que había costado mucho conseguir. Ahora, vamos a discutir cómo va a pagarme esa deuda, señorita Harper.

Capítulo Dos

–Pagar la deuda –repitió Kate, incrédula–. ¿Quiere que trabaje para usted?

–Quiero que sea mi prometida.

–¿Cómo dice?

–Ya me ha oído. Y lo digo completamente en serio. En caso de que no se haya dado cuenta, no suelo bromear.

Kate no sabía qué pensar. Por el momento, él tenía todas las cartas en la mano, incluyendo las mini-cámaras.

Y cualquier intento de salvar su artículo sería jugar con fuego.

–Pues para sugerir algo tan absurdo debe tener mucho sentido del humor. ¿Qué conseguiría con eso?

–¿No crees que deberíamos tutearnos? –sugirió Duarte entonces.

Kate se encogió de hombros.

–Como quiera… como quieras.

–Si mi padre creyera que tengo una relación contigo –empezó a decir él, pasando los nudillos por su brazo– dejaría de presionarme para que me casara con la hija de uno de sus amigos de San Rinaldo.

–¿Y por qué me has elegido precisamente a mí? –Kate apartó su mano con una despreocupación que no sentía–. Imagino que muchas mujeres estarían encantadas de hacerse pasar por tu prometida.