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UN DELICADO Y NOSTÁLGICO EJERCICIO DE MEMORIA SOBRE LA FAMILIA, LA IDENTIDAD Y LA HISTORIA. «Siempre supe que un día tendría que ir a Argelia. Soy hija, nieta y bisnieta de Pies Negros. De niña, estaba orgullosa de ello, luego me avergoncé. Durante mucho tiempo me encontré entre esas dos orillas. Y la compleja y dolorosa relación que tenía con mis raíces dirigía mi vida a pesar de mí misma, dictaba mis elecciones. Cuando mi abuela murió, pensé que ese día había llegado. El 15 de septiembre de 2005 tomé un vuelo con mi padre hacia Orán. No sabía qué íbamos a encontrar allí, si la casa donde nació aún existía, cómo nos recibirían. Sobre todo, no sabía si este viaje, que tanto había esperado y que obligué a mi padre a hacer conmigo, sería una victoria o un error. Existía un riesgo. Lo asumí». ¿Puede un solo viaje dar sentido a toda una vida? Esa es la pregunta que articula este delicado y nostálgico ejercicio de memoria sobre la familia, la identidad y la historia. Esta edición incluye además el epílogo «El deseo y el miedo», que la autora añadió tras las numerosas cartas recibidas y las vivas reacciones que la publicación de su libro desató en ambas orillas del Mediterráneo. «Crónica bellísima de un viaje al corazón del desarraigo. Anne Plantagenet bucea en los exilios y las emigraciones de nuestros padres, en los abismos y ecos que aún resuenan en nuestras vidas. Honda, certera, conmovedora».Irene Vallejo Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
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Seitenzahl: 183
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición en formato digital: enero de 2023
Título original: Trois jours à Oran
En cubierta: Temple Gardens, Paul Klee, 1920
© Gibbon Art / Alamy Stock
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Édition Stock, 2014
© De la traducción, Susana Prieto Mori
© Ediciones Siruela, S. A., 2022
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19553-51-5
Conversión a formato digital: María Belloso
La historia solo es amarga para quien la espera dulce.
CHRIS MARKER, Sin sol
No está aquí.
No es su estilo llegar pronto, le gusta entretenerse, quedarse inmóvil ante un escaparate sin el menor interés, sin razón particular ni deseos de comprar, es una persona contemplativa, sobre todo cuando está solo. De forma general, no se pone nervioso ni deja traslucir sus sentimientos. En apariencia siempre está del mismo humor, hay que observarlo bien y conocerlo para detectar en él una señal susceptible de delatar una contrariedad; mi padre. Obviamente no tiene móvil, el teléfono no es para él, en casa solo responde si no queda más remedio y generalmente a gritos para cortar de raíz la menor tentativa de conversación, te paso a tu madre, y a ella, precisamente, vacilo unos minutos en llamarla, para que no se preocupe cuando le pregunte a qué hora salió mi padre, ella, que no tiene costumbre de estar separada de su marido y que es, contrariamente a él, de carácter muy ansioso.
Nuestro avión despega en menos de dos horas.
Recorro por quinta vez la terminal sur de Orly, llegué al alba tras pasar la noche en vela. ¿Cuánto tiempo llevo sin dormir? Quedamos en encontrarnos directamente en el aeropuerto. Yo tengo los billetes y los pasaportes con los visados, compruebo mi bolso cada diez minutos de media cuando salgo a fumar. No tendría que haber vuelto a empezar después de tantos años, es una debilidad, pero no siempre puede una ser heroica, yo lo soy cada vez menos, de hecho, cuando duermo sola, dejo encendida la luz del pasillo. No sé si me atreveré a fumar delante de mi padre, que lo dejó oficialmente hace tanto tiempo, aunque mi hermano esté convencido de que sigue haciéndolo a escondidas, yo todavía era pequeña, él fumaba negro, Gitanes, le iban bien, a menudo me mandaba a comprarle una cajetilla. Yo fumo rubio. Llevo un cartón en la maleta.
¿Dónde puede estar? ¿Le ha pasado algo, sabe qué hora es? ¿Lo hace a propósito? Debió de salir pronto, mis padres viven en una ciudad dormitorio a diez kilómetros de Troyes, ciudad de la que yo soñaba con huir desde muy joven y donde ambos desempeñaron toda su carrera de profesores en centros de formación profesional. Mi padre viene en su coche, que ha previsto dejar en el aparcamiento subterráneo, seguro que no ha dormido mucho más que yo a causa del viaje. Del miedo.
Han abierto la facturación.
Ante el mostrador de Air Algérie, se agolpan decenas de personas, se amontonan sin lógica ni orden, muchos ancianos con chilaba, señoras mayores con velo y las manos cubiertas de henna, con incontables maletas curiosamente atadas con cordeles. Hablan todos en árabe y es imposible comprender si a su manera forman una fila o están ahí porque el nombre de Orán parpadea en rojo por encima del mostrador, en los dos idiomas, francés y árabe, y eso constituye para ellos, para todos nosotros, un punto de referencia entre las tiendas occidentales del aeropuerto, nuestro común destino final.
Busco con la mirada entre esa multitud compuesta principalmente por hajjis1 si hay más europeos como nosotros, en ningún momento pensé que pudiéramos ser los únicos del avión, era muy previsible, pero hasta este momento me costaba, todavía, creerlo. Y sin embargo es verdad: hoy nos vamos a Argelia, llevo a mi padre a la tierra donde nació y de la que se marchó hace algo más de cuarenta y cuatro años, tierra en la que ahora ya es extranjero.
Cuando tuve la idea de este viaje, naturalmente propuse a mi madre que viniera, a mi hermano también, habría sido difícil no incluirlos en el proyecto, aunque se tratase de una tentativa utópica, deshonesta incluso, de diluir mi propio deseo, porque en el fondo no había peligro alguno, sabía que ninguno de los dos querría venir. Argelia asusta a mi madre, lo pintoresco de las anécdotas tantas veces repetidas durante las comidas en su familia política no atenúa la otra visión que tiene ella del país de origen de su marido, impresa de violencia y crueldad. Mi madre no tiene el menor deseo de ir a ver cómo es de verdad. Y mi hermano nunca ha sentido la necesidad que me atenaza de recuperar mi parte de herencia. Este viaje, debo llevarlo a cabo solo con mi padre.
Mi padre, que aún no ha llegado.
Me pregunto cómo reaccionará cuando se dé cuenta de que somos en principio los únicos occidentales del vuelo.
Mi abuela, sin la menor duda, lo habría odiado.
A Antoinette Montoya no le gustaban los árabes. No lo expresaba tan crudamente, no, más bien guardaba, en cuanto se hablaba de ellos en la radio o la televisión, una especie de silencio altivo, puntuado por leves suspiros, por interjecciones lastimeras, o bien simplemente fingía no haber oído. Con todo, era difícil saber lo que pensaba sinceramente, lo que se debía a la postura adoptada desde el día que tuvo que marcharse para siempre de Argelia, si antes le habían gustado, durante los cincuenta y dos años que vivió junto a ellos, esos árabes a los que parecía salirles cara la Independencia y a quienes los ancianos de mi familia metían injustamente en el mismo saco, harkis, islamistas, militares, civiles asesinados por el GIA2. La cuestión desde luego no era del orden del amor, pero el hecho cierto era que, desde que Antoinette Montoya se había replegado en Dijon donde no frecuentaba a nadie, ya no le gustaban.
En Misserghin, el pueblo donde nació, cerca de Orán, había ido al colegio mixto, es decir, no con niños, sino con niñas musulmanas. En la granja donde creció, los obreros eran todos árabes y había también una pareja de indígenas que vivía con ellos de forma permanente y la había criado un poco. Sus padres hablaban árabe fluido, mi abuela por su parte lo entendía bastante bien. En el campo, las comunidades no estaban tan separadas. En Argelia, Antoinette Montoya había vivido entre los árabes y allí, visiblemente, con eso no tenía el menor problema. Pero, desde la Independencia, se había acabado.
En cambio, cuando hablaba de ellos mi abuelo, pie negro3 de adopción pero auténtico repatriado, decía los moracos o los salamalecum, y un día, siendo yo adolescente, no pude soportarlo más. Por primera vez le planté cara, me enfrenté a los dos en la cocina de su casa, en Dijon. Llevaba una chapa amarilla, «Touche pas à mon pote»,4 en mi cazadora vaquera y dije que no quería oír más barbaridades como esa en boca de mis abuelos, de mis abuelos a los que tanto quería y que eran tan buenos, tan amables por lo demás, mi abuelo Paul y sus plantas de judías gigantes, sus calabazas, sus conejos, mi abuela Antoinette con dedos de olivo, que preparaba el cuscús como nadie y los mantecados de canela para fin de año, ya no podía seguir callándome y agachando la cabeza, como hacían sistemáticamente mis padres, en Navidad, en Pascua, en Año Nuevo, consintiendo con mi silencio todos esos comentarios abyectos que yo nunca suscribiría. Saqué grandes palabras, respeto, tolerancia, derechos humanos, hasta me puse a llorar.
Entonces mi abuela, que no usaba nunca ese vocabulario ofensivo pero que en el fondo no lo condenaba, mi abuela toda eufemismos y que, para desearnos buena suerte, prefería decir «las seis letras o lo que dijo Cambronne»5 tocando madera antes que un sonoro mierda, esperó a que yo terminase mi crisis y luego, sin alzar la voz, replicó «tú no lo entiendes, tú no eres de allí, no sabes lo que nos hicieron, cállate».
Es más fuerte que yo, el pánico me invade, he recorrido la terminal de punta a punta, tiendas y servicio de caballeros incluidos, mi padre no aparece por ninguna parte. O le ha pasado algo en la carretera, o se ha echado atrás en el último momento antes de entrar en el aeropuerto, como hacen los que tienen fobia a volar y avanzan laboriosamente un metro a cada intento, prometiéndose que un día lograrán pasar el control de seguridad.
¿Y si no viniera? ¿Si encontrase mil pretextos para perder el avión? Le he hecho un regalo envenenado, él estaba bien con sus recuerdos, no le pedía nada a nadie, al llevarlo al otro lado del Mediterráneo voy a destruir toda una vida dedicada a no reavivar el dolor. Voy a reactivar el sentimiento de exilio.
¿Quizá no debería haber organizado este viaje, con lo que me ha costado en gestiones, idas y venidas, mentiras piadosas y esperas interminables en la embajada de Argelia, tal vez sea un enorme error, una locura, puesto que necesariamente ya no queda nada después de tantos años, para qué remover todo eso, qué desposesión constatar?
He obligado a mi padre, que nunca ha expresado el deseo de volver allí pero no se atrevió a decirme que no y a dejar que me las arreglara sola con mis obsesiones, puesto que estaba claro que yo iría, con o sin él. Ya desde niña me prometí a mí misma que iría, pero ahora que mi abuela ha muerto, ha llegado el momento.
He obligado a mi padre, convencida de que no tenía palabras para exteriorizar ese íntimo deseo y de que me estaría agradecido de pasar al acto por él, cuando es mi deseo y no el suyo, no nos engañemos, mi deseo, en todo caso el deseo inconsciente de mi abuela y demás viejos con acento, subterráneo e inconfesable, insuflado en mí y alimentado a lo largo del tiempo a base de repeticiones monomaniacas, aunque por nada del mundo lo habrían reconocido.
Porque ellos, los viejos de mi familia, no habrían ido.
«Jamás en la vida», habría replicado Antoinette Montoya.
Argelia era el tema de conversación a la mesa, de las disputas, de silencios opresivos, a veces, tras los gritos. Pero ya no tenía nombre. Decían «allá, en nuestra tierra. En la granja». Argelia, ya no existía.
Voy a obligar a mi padre a pronunciar lo impronunciable.
Voy a forzarlo a recuperar el acento.
Del mundo de antes todo ha desaparecido. Hace algo más de dos años, mi abuela se cayó en el patio de su casa, en Dijon, y su caída acarreó la mía. Estoy a punto de volver a mi casa, ¿por qué no iba a tener yo un impedimento de última hora, un incidente de transporte? Pero mi casa está vacía, es minúscula, está en silencio cuando no está allí el pequeño, esta noche me dije que ya no podía seguir así, que algo tenía que cambiar, tiene que haber respuestas en alguna parte, espero mucho de este viaje.
Nada está perdido, no se ha cerrado la facturación y los pasajeros con destino a Orán no avanzan deprisa, sigue el mismo revoltijo de maletas, la misma indisciplina en las filas, que no son tales en el estricto sentido de la palabra y dentro de las cuales ya no puedo aferrarme a mis puntos de referencia habituales, a mi educación de francesa modesta pero correcta, en una cola en la que no se intenta adelantar a la gente y donde una espera su turno en calma.
El viaje empieza ahora, la inmersión en el otro lugar, me reprocho estar tan desconcertada por el hecho de que Argelia sea también el país de los argelinos, no solo el país donde nació mi padre, mi padre, al que veo de pronto escondido tras una columna tomando un café.
—¿Estabas aquí? Te he buscado por todas padres, ya me estaba preocupando, llevo un rato dando vueltas por el aeropuerto, no te había visto y como no tienes teléfono…
Libero, vierto en mi padre la angustia que me devora desde hace días, intensificada al acercarse la salida y llevada al culmen en los últimos minutos. Me doy cuenta en seguida de mi torpeza, de mi inversión de papeles, soy yo quien tendría que mostrarse segura y tranquilizadora puesto que se supone que mi padre siente más aprensión que yo en este momento, por el cual nos encontramos los dos al alba, este 15 de septiembre de 2005, con la cara cansada, en la terminal sur de Orly, con unos billetes de avión para Orán, es decir, este viaje del cual yo soy plenamente responsable.
—¿Qué tal? ¿Has venido bien?
—Todo bien —dice mi padre—. Necesitaba un café.
Nunca lo he visto beber otra cosa, crecí en el aroma del café, desde el solo de la mañana hasta el descafeinado de la noche. Mi abuela también bebía mucho, a cualquier hora del día. Tenía una cafetera de acero inoxidable que se abría y había que ponerla directamente en el quemador de la cocina de gas hasta que hirviese y silbase. Tiempo atrás, Antoinette Montoya incluso molía los granos. El olor que desprendía el molinillo de madera en la casa de Dijon, con su manivela manual, marcó mi infancia, me gustaba la sensualidad de los granos en los que metía golosamente la mano de pequeña. Después mi abuela dejó de moler el café, como dejó de preparar su propia masa de tarta, menos por pereza que por ceder sin duda a cierta modernidad de la que no quería excluirse, para romper la imagen de la anciana pie negro congelada en el tiempo, con sus barreños de cuscús y sus cacerolas en las que ya no es momento ni resulta de buen gusto dar golpes recitando Algérie française, pero de todas formas negándose categóricamente a usar una olla exprés porque corría un rumor que decía que provocaba cáncer. Sin embargo, nunca se separó de su cafetera de acero inoxidable, aun cuando mis padres le regalaron otro modelo, con capacidad para diez tazas, un filtro permanente de nailon y un sistema antigoteo. Cuando vaciamos la casa de Dijon, la encontramos en su embalaje original, sin estrenar.
El momento del café se prolongaba indefinidamente al final de las comidas familiares. Era como una segunda comida en toda regla, menos afectada, más informal, con dulces y cigarrillos, distensión general. Las mujeres se levantaban poco a poco para lavar los platos y accesoriamente hacer más café para sus maridos, que se quedaban sentados, con la corbata suelta, y seguían hablando, fumando y tomando una última taza con un chorrito de digestivo, de aguardiente casero. Aunque las mujeres me fascinaban, porque todas tenían abanicos antiguos, sortijas en los dedos, ese aire algo compacto, caderas generosas, ese reflejo castaño caoba en el pelo que les hacía parecerse a su pesar a viejas moriscas, yo prefería quedarme con los hombres, a la mesa, porque siempre me ha gustado el espectáculo caótico del final de las comidas, los ceniceros llenos, los manteles sucios, con el olor del tabaco y el aguardiente mezclados, y mojar un terrón de azúcar en un poco de café.
El té lo descubrí estos últimos años con el hombre que no es mi marido. Al principio el sabor me pareció amargo, incluso con azúcar y una nube de leche. Insistí, porque quería gustar a ese hombre que pelaba las gambas con cubiertos y cortaba el pan con cuchillo, cuando en mi familia siempre lo hemos partido con los dedos. Poco a poco, me liberaba de los viejos con acento. Me acabó gustando el té, pero a ciertas horas del día sigo prefiriendo el café. A decir verdad, a veces ya ni lo sé.
1 Originalmente, este término designa a los fieles musulmanes que han realizado la peregrinación a la Meca, pero de forma general también se aplica a personas de cierta edad en señal de respeto, como señor. (Todas las notas son del traductor.)
2 Grupo Islámico Armado.
3 Del francés pieds–noirs, expresión a priori sin matiz peyorativo utilizada generalmente para designar a los franceses nacidos en Argelia durante el periodo colonial. Como explica la autora más adelante, también puede aplicarse a toda la población de Argelia de origen europeo en dicho periodo, cuyo denominador común es no ser de origen árabe y haber tenido que abandonar el país tras la independencia en 1962.
4 «Deja en paz a mi colega». Es el eslogan oficial de SOS Racisme, asociación francesa antirracista.
5 Se trata de un eufemismo para la palabra mierda. Según Victor Hugo en Los miserables, es lo que habría respondido el general de Napoleón I, Pierre Cambronne, a los británicos que lo instaban a rendirse en la batalla de Waterloo.
Mi padre lleva ropa cómoda, ligera, su único equipaje es una mochila pequeña, siempre se ha conformado con el mínimo estricto, coge del armario la primera camisa planchada de la pila y saca el pantalón más accesible. Lleva una riñonera a la cintura, me pregunto qué habrá dentro porque soy yo quien tiene todos los documentos necesarios para el viaje. Su gran cámara de fotos analógica le cuelga del cuello.
Por mi parte he elegido tonos neutros, ningún vestido corto o escotado, mangas largas, para que pasemos lo más desapercibidos posible, casi invisibles en las calles de Orán. Todo con tal de no parecer turistas occidentales de vacaciones, como aparenta mi padre sin ambigüedad y como parece reivindicar plenamente, aunque percibo cierta crispación en su mandíbula.
También ha traído la cámara digital, más discreta, que le regalaron sus colegas el año pasado por su jubilación, pero «las fotos son mejores en película», afirma, y le gusta alternarlas.
Asiento, me obligo a sonreír. No me había dado cuenta de que tenía tantas canas, sin embargo, se distinguen claramente en la gente muy morena, de rasgos marcados, como él. Como nosotros.
Hace años, un mes de septiembre cuando era estudiante y hacía la vendimia cerca de Troyes, a mi hermano lo llamaron árabe asqueroso en medio de las cepas de viña. Mi hermano se parece mucho a mi padre, pero tiene el pelo aún más negro y la piel más oscura que él.
—¿Vamos, papá?
Mi padre cumplió sesenta el año pasado, de hecho sugerí el viaje a Argelia con esa ocasión, elegí ese pretexto, había que celebrarlo, aunque mi padre, como de costumbre, se conformó con una simple comida de cumpleaños solo entre nosotros.
«Yo me ocupo de todo, tú no te preocupes», aseguré tras haberle arrancado su consentimiento de mala gana. «No iremos a la aventura».
Mi abuelo había muerto hacía poco, justo un año después que mi abuela.
Me llevó doce meses tenerlo todo organizado. A base de insistencia acabé reuniéndome con el embajador en persona, que me puso en contacto con uno de sus amigos de Orán, hombre de negocios, y nos dio los visados. Una mañana, en un hotel de lujo de la avenida Montaigne, tomé un café con el amigo del embajador que estaba de paso en París, y este me informó de que ponía a nuestra disposición un coche con chófer allí, nos reservaba dos habitaciones en un buen hotel del centro y tenía intención de avisar a varios conocidos suyos que estarían encantados, según él, de recibirnos, porque él no estaría allí cuando llegásemos. No entendí bien por qué, pero me sentí aliviada al saberlo. Mi padre siempre parece muy cómodo y jovial en el exterior, pero sé que es una fachada y cuánto le cuesta conocer gente, el esfuerzo que debe hacer para salir de su refugio, él, que prefiere por encima de todo pasar el día metido en casa.
No habría esperado tanto en mis previsiones más optimistas. En cada ocasión había contado la misma historia, mi bisabuelo, mi abuela, mis padres nacidos en el pueblo de Misserghin, el deseo de volver a la granja familiar, el relato que después escribiría sobre ese tema, mis intenciones reconciliadoras. Lo había afirmado con convicción, tenía un proyecto de libro, de hecho, un editor había mostrado su interés, estaba a punto de firmar un contrato, e ignoro si obtuve todas esas cosas a las que ni siquiera aspiraba gracias a esa patraña, o si por más que nadie, ni el embajador ni el hombre de negocios oranés, me creyese, prefirieron facilitarnos al máximo la estancia para controlar nuestros movimientos y evitar cualquier problema.
Da lo mismo. Las condiciones reunidas eran ideales. Fui a la oficina de Air Algérie y compré los billetes. París-Orán, ida y vuelta. Nos vamos tres días.
Si todo va bien, dentro de poco caminaré junto a mi padre por las aceras bicolores del paseo marítimo, bajo las arcadas de la calle de Arzew (actualmente Larbi-Ben-Mehdi), veré los leones esculpidos del ayuntamiento y las principales arterias del centro donde a mis abuelos les gustaba pasear de noche, para tomar el fresco y hacer bulevar como los otros europeos, en familia, con sus mejores ropas. He soñado tanto con ello, aunque delante de mi abuela jamás hubiera tenido la audacia de expresarlo, de decir «me gustaría mucho ir a Argelia», como si ese deseo no fuera legítimo, como si no tuviera el menor derecho de reivindicar semejante cosa, no era mi historia, yo no tenía nada que ver con todo eso, habría traicionado en cierto modo a mi familia.
Si embargo es asunto mío, no tengo la menor duda, aunque toda mi vida haya transcurrido físicamente en otro lugar hasta el día de hoy y el país de mis ancestros haya sido aspirado del mapa del mundo como una isla tragada por el océano.