Tú quédate conmigo... yo me encargo de que merezca la pena - Beatriz Rico - E-Book
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Tú quédate conmigo... yo me encargo de que merezca la pena E-Book

Beatriz Rico

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Beschreibung

Me llamo Rita, fui Miss España y ahora vivo del faranduleo. Presento galas, hago publicidad en Instagram que me pagan con champús y ahora me han dado un programita muy mono en la tele. Mi novio Jaime ya no es mi novio. Le pillé un wasap que decía: Estoy más caliente que el queso de un sanjacobo. Así que le he echado el ojo a un vecino nuevo que es okupa, fontanero y tuno. Además, tengo problemas con las fuerzas del orden, es decir, que me he acostado con un policía, el pobre folla tan mal que ese minuto se me hizo largo, y ahora el tío no me deja en paz. Hago voluntariado en el hospital. Ahí me siento muy bien, no solo porque la bata blanca me queda fenomenal, sino porque tengo la sensación de que ayudando pinto algo gordo en este mundo, aunque tampoco me lo ponen fácil. Por suerte, tengo una ayudante, una espía: se llama Mariluz, es hábil como un ninja, muy inteligente y usa andador. Mi espía de la tercera edad y yo tenemos un plan que… Bueno, es que es muy largo de contar. Mejor, lee todo lo que voy a escribir y así te enteras bien. Tú quédate conmigo. Ya me encargo yo de que merezca la pena. «Transparente, dulce, sarcástica y disfrazada de frivolidad, entre las risas (las MUCHÍSIMAS risas), de repente, alguna bofetada que te habla de la vida, te emociona y te sacude los prejuicios. Un tesoro». JESSICA GÓMEZ

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Seitenzahl: 317

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Tú quédate conmigo... yo me encargo de que merezca la pena

© 2023, Beatriz Rico

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 9788418976483

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatorias

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Esta novela es ficción. Cualquier parecido con la realidad, pues, oye, a ver si va a ser que sí.

 

 

 

 

 

 

Al señor que, la semana pasada, no me pitó cuando entré en una rotonda saltándome el ceda, porque gente como él mejora el mundo.

«Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos».

 

 

Con cariño y amor infinito a todos los que ni compraron ni leyeron De miss a más sin pasar por Albacete, porque gente leyendo esto significa que este sí, este cae.

Gracias a todos ellos.

Capítulo I

Querer es poder

 

 

 

 

 

Yo es que de pequeñita ya quería cantar y bailar, pero no en mi casa, sino con público y todo. No sabía quién era Concha Velasco, pero bien que repetía eso de «Mamá, quiero ser artista». Todos los niños del cole, hasta mi mejor amiga, que era una rubia guapísima de pelo rizado y ojos azules que se llamaba Maricruz Galán, querían ser enfermeras, azafatas o profesores.

—¿Y tú, Elvirita?

—Yo, artista.

Y coronaba el artista con un doble taconeo en el suelo, tac, tac, mientras abría mucho los ojos para ver si había convencido al que tenía delante de mis dotes, mi vocación y mis ganas de faranduleo.

Ay, quién me iba a decir a mí que iba a acabar con la banda de Miss Albacete puesta. ¡Qué digo! Miss Albacete y un año después Miss España. Agradecí mucho no pasar con las finalistas de Miss Mundo, que yo ya quería parar de tanto desfile, tacón y hambre, porque pasaba mucha hambre.

Lo de Miss España me valdría para buscarme la vida. Con una banda, una coronita tan mona y siendo un poco espabilada, ya me buscaría yo las castañas y ya las sacaría luego del fuego.

Bueno, que yo de cría quería ser artista y punto. Le cogía el bote de laca Nelly a Asunción, mi madre, me ponía delante del espejo sosteniéndolo (el bote, no el espejo) como si fuera un micrófono, me subía la falda hasta que casi no se veía y rodaba por el suelo haciendo el playback de Fire and Ice, de Pat Benatar.

Mi madre, la pobre, miraba aquellos revolcones y las caras que yo ponía como con asco-miedo-pena, así que decidió derivar mi vocación hacia otros lados, a ver si así estábamos contentas las dos. Asunción fue, sin saberlo, una de las precursoras del budismo; te lo digo porque siempre intentaba encontrar el punto medio.

—Escucha, Elvirita, tú quieres cantar y que te vea la gente. ¿Y aquí quién te ve? Nadie. Bueno, yo, y de vez en cuando tu tía Conchi y la prima Rosaura, nada más.

—Ya, mamá. Es que Albacete no es Hollywood.

—No, pero tenemos una parroquia que cada domingo se llena de gente. Ya me dirás tú si ahí te van a ver o no —me dijo guiñándome el ojo, toda cómplice ella.

Así que nos acercamos a la iglesia de nuestro barrio un viernes por la tarde que hacía un frío del copón (bendito); dentro también. En los bancos estaban un par de señoras vestidas de negro, rosario va rosario viene, moviendo los labios muy deprisa. Siempre me he preguntado si a esa velocidad se puede rezar algo, o simplemente abren y cierran la boca para que parezca que hacen, pero sin hacer. El cura estaba cerrando un libro en el atril del altar y mi madre me cogió de la mano muy resuelta. Sobrepasamos a las señoras del rosario y yo me quedé hipnotizada con la cabeza girada mirando esas bocas tan rápidas, y a la vez imitándolas para ver si podía alcanzar esa misma velocidad.

—Elvira, por favor. Mira palante y pórtate bien. Hola, don Anselmo —dijo muy bajito—, ¿podemos pasar a la sacristía y le comento una cosita?

—Claro, mujer. Elvirita, guapa, ¿qué tal? —Y me pellizcó un moflete con los nudillos.

Una vez en la sacristía, don Anselmo me dio un catecismo para que le echara un ojo «mientras hablo con tu madre». Nunca entendí muy bien el razonamiento ese de los adultos de que hablan a tu lado a nivel ambiente y se piensan que no te enteras si te dan algo para hacer. A ver, que tenemos dos hemisferios, señores. Y si eres crío y te interesa, yo creo que podemos llegar a desarrollar hasta siete o más.

Mientras pasaba páginas del catecismo con el mismo interés del que oye llover, podía sentir cómo mi oreja derecha se hacía cada vez más grande para escuchar lo que le iba a decir mi madre al cura de la parroquia.

—Tú dirás, Asunción.

—Pues verá, que la niña quiere cantar, es su ilusión. —Me puse supercontenta—. Está todo el día cantando en casa y quiere ser artista. —La sonrisa ya se me salía de la cara. Por fin iban a buscar una salida rentable a mis dotes. España, tiembla, que llega la nueva Marisol, pero en moreno—. El caso es que la pobre canta fatal. —¿Eh?—.Hasta con la flauta ha intentado mi marido ayudarla a ver si entona una nota bien, pero nada, ni «en la granja de Pepito, ía, ía, oooh». Cada vez que llega granja y oooh, apetece emigrar con tal de no escucharlo. Y digo yo, don Anselmo, pensando en su caridad cristiana y para que la chiquilla esté contenta, ¿no la puede usted meter en el coro para que, al menos, le dé un poco al triángulo y a ver si así se desahoga la chica y se le va quitando de la cabeza la cosa del artisteo? Porque estoy viendo que, o paramos esto ya, o la caída y el golpe van a ser monumentales, don Anselmo, monumentales.

Oye, dicho y hecho. Don Anselmo abrió un armarito y sacó un triángulo de metal y un palito, les pasó un paño para quitar el polvo y enseguida relucieron. Se acercó a mí, se agachó y me dijo:

—Elvirita, este instrumento musical lleva mucho tiempo guardado esperando que alguien sepa tocarlo. ¿Te atreverías a hacerlo tú?

—Hombre, claro. —Se me cayó el coletero de tanto asentir con la cabeza.

Estaba cabreada como una mona. Le iba a demostrar a mi madre, a don Anselmo, a los que iban a misa y a Albacete entero que a mí, a ritmo, no me ganaba nadie.

La cosa era muy sencilla: cuando el coro cantaba «He dejado mi barcaaa», yo le daba un chin al triángulo. El chin resonaba y hacía un efecto muy chulo. Después llegaba «Junto a ti, buscaré otro maaar». En maaar, otro chin. Yo esperaba superconcentrada, ahí con el chin a punto, no fuera a ser que se me pasara.

Uno de esos domingos, una señora se acercó al acabar la misa, preguntó por la niña del triángulo y me dio cinco duros. O sea, que se me daba bien lo del chin con resonancia.

Lo cogí con tantas ganas y esmero que, al mes, don Anselmo ya me había ascendido: me había dado la pandereta. En el «Yo tengo un gozo en el alma… ¡GRANDE!», ahí daba yo el panderetazo a la vez que me unía al coro de voces de ¡GRANDE!

Mi madre me miraba desde el primer banco un poco alucinada. Yo la saludaba, le guiñaba un ojo y le dedicaba los ¡GRANDE! a ritmo de panderetazo y taconazo (uno) del pie derecho.

Si siempre me lo decía ella con las mates: «Querer es poder».

Pues yo quería, o sea que podía.

Un mes más tarde, después de dejarme las orejas para coger bien cogidos los tonos del coro, ya estaba yo allí cantando como una más.

Recuerdo el primer día que mi madre me vio con las manitas a la espalda, abriendo mucho la boca, como nos decía don Anselmo, y cantando Alabaré. En cada «alabaré» yo chasqueaba pitos con los dedos de la mano derecha y daba un golpe de cadera. «Alabaré». Pitos y golpe de cadera. «Alabaré». Pitos y golpe de cadera. «Alabaré». Pitos y golpe de cadera. «Alabaré». Pitos y golpe de cadera. «Alabaré a mi señor». Rotación entera de cadera haciendo un círculo como en «¡Eeeh, Macarena, aaaay!». Don Anselmo me hacía señas por lo bajini con la mano para que frenara un poco el entusiasmo y yo frenaba, pero era volver el estribillo tan animado del Alabaré y se me olvidaba lo de contenerme y aquello era ya toda yo convertida en un jolgorio de pitos, caderazos, chasquidos, rotaciones y algún golpe de melena.

Mi madre sonreía y se tapaba la boca. Yo la saludaba y, desde el coro, le hacía la señal de la victoria con los dedos. Mi madre, en lo de «Te rogamos, óyenos», no pudo más. Le entró la risa floja y salió de la iglesia.

Al acabar, yo no sabía si estaba enfadada o no, así que la busqué al salir, la cogí de la mano y la miré fijamente a la cara:

—Anda, qué jodía, aquí tenemos a la Caballé. —Parecía muy orgullosa.

—Querer es poder, mami —le contesté orgullosa también mientras caminábamos hacia casa.

No me preguntes cómo de ahí, de la pandereta y el triángulo con mis diez añitos, llegué a lo de Miss Albacete, porque todavía, por más que lo pienso, no lo ubico muy bien.

Supongo que una cosa llevó a la otra. Y ser mona y simpática («es que Elvirita es muy graciosa», decían siempre) también tuvo que ver.

Pues si querer es poder, quiero pasar de Miss Albacete a Miss España. Y de ahí a vivir en Madrid, trabajar poco, ganar mucho y ponerme tetas.

Cuestión de fe, don Anselmo. Que creer también es poder.

Oye, dicho y hecho.

Amén.

Capítulo II

Soy un ciervo

 

 

 

 

 

Bruno acaba de llegar del cole y estoy teniendo con él una conversación absurda, pero absurda, absurda. Eso sí, empezó él:

—Mi nombre es una mierda.

—¿Qué dices, cariño?

—Sí, todos mis amigos tienen nombres respetables. Cuando sean mayores les podrán poner don delante y pega perfectamente. ¿Pero yo? ¿Adónde voy yo llamándome don Bruno? ¿No ves que no pega? Es ridículo. ¿Quién me va a tomar en serio? Jamás llegaré a ser jefe de nadie.

—Bueno, eso es una tontería.

—Ni tontería ni tonterío. —Ole, mi niño, qué rápido aprende—. Tú eres Elvira y vas de Rita porque pega doña delante de los dos nombres, pero yo estoy condenado a ser peluquero, ornitólogo o científico.

—Pues oye, ser científico es algo muy import…

—¡Que no! —me corta—. Ya me dirás tú qué importancia tienen los científicos, que aquí se van todos a trabajar fuera y los que descubrieron el antídoto del coronavirus cobraban mil doscientos euros al mes. Netos.

No sé, un niño de diez años yo creo que no debería hablar así, además me está ganando por la mano. Tengo que cambiar de estrategia, para algo soy su madre y tengo treinta y cinco años. Bueno, cuarenta y dos, qué más da. Los cuarenta y dos son los nuevos veintisiete.

—Es que yo sí veo un don delante de Bruno. «Don Bruno, por favor, fírmeme esto», «Don Bruno, si es tan amable de acompañarnos», «Don»…

—¡Cállate! —Se tapa las orejas con las manos, como si le dolieran—. Queda horrible. No pega. El único don que voy a ser es don Nadie. Y siempre será culpa tuya. Bueno, y de papá. Este fin de semana viene, ¿verdad? —Asiento como pidiendo perdón y asumiendo mi parte de culpa en la mierda de nombre que le pusimos—. Muy bien, pues él también va a tener que dar explicaciones de este desastre. No le puedes joder la vida a un hijo y quedarte tan tranquilo. —Se está poniendo rojo bermellón.

—¡Oye! ¡Cuidado con esa lengua!

—¡Me da igual! —Ahora empieza a llorar. Quiere aguantarse las lágrimas y el gesto se transforma en un amago de pucherito delicioso—. ¡Estoy deseando cumplir dieciocho para cambiarme el nombre y llamarme algo normal, como Antonio, Carlos o Avelino!

—¿Avelino?

—En el pueblo de tía Conchi, el alcalde se llama Avelino y todo el mundo le llama don Avelino.

Empieza a caminar hacia su habitación. No puede mover más los brazos de indignación, porque entonces se desmontaría y yo no tendría un niño, tendría a Mr. Potato.

—Bruno suena muy bien —digo con tono de disculpa—, podía haber sido peor.

Se gira.

—Sí, claro. Podías haberme llamado Iñaki Urdangarín.

¿De dónde saca este crío estas cosas? Alucino.

Le voy a contestar, pero, como no sé qué decirle, aprovecha para meter la última cuña.

—Mira a ver, igual todavía estás a tiempo.

¡PUM! Portazo.

Mejor dejarlo cuando está así. Es que ha sacado el mal carácter de su padre, eso es un hecho. No. Mentira. Lo cierto es que Sandro es un santo varón y si hay aquí alguien con peor genio que Paco Umbral cuando no le dejaban hablar de su libro, soy yo.

Cojo el móvil. Naaada. Ni una llamada, ni wasaps, ni Cristo que lo fundó. Jaime sigue en modo callado. Bueno, también podría decirse modo avergonzado o modo «soy un hijoputa, qué le vamos a hacer».

Sí, me convirtió en una cornuda. Me puso los cuernos, me fue infiel, salía con otra, se acostó con otra, tenía una novia extra. Si es que no hay manera de decirlo que suene medianamente bien. Lo peor de que te pase esta mierda es esa sensación momentánea de que eres una ídem, de que no eres válida. No eres suficiente y necesitan más. Bueno, a mí la sensación momentánea me lleva durando dos meses ya. Ese bajón de autoestima, ese sentimiento de no haber estado a la altura, te rompe. Y también te rompe el imaginártelos a los dos en la cama. Y más a un tío como Jaime: tan sosito, tan parado, tan poquita cosa. Vamos, si no llega a ser porque lo vi con mis propios ojos, antes me habría creído que era caníbal que infiel. Lo infravaloré, está claro.

A Jaime, los wasaps le llegan, sale la primera frase en la pantalla del móvil, tú la ves. Mira que le dije veces «Cambia eso y que salga solo el nombre del remitente, que igual te mando una burrada y tienes el teléfono encima de la mesa y lo ve tu madre». Que «Vale, sí, ya lo haré», que «En cuanto tenga un rato» y que si patatas fritas. Tanto procrastinar no es bueno, ya lo dice la Biblia (¿lo dice?), y al final pues pasa lo que se estaba buscando. No fue su madre, fui yo la que vio su móvil encendiéndose en la mesita de delante de la tele justo cuando él estaba en el baño y yo inclinándome para coger un puñado de panchitos del bol.

Estoy más caliente que el queso de un sanjacobo…

No quise leer más. Tampoco podía porque hasta ahí llegaba la frase. Entonces fueron mis orejas las que se empezaron a calentar (siempre me pasa, se me ponen rojas de vergüenza, indignación o ante un bolso de Chanel). Aún sin creer del todo que eso fuera lo que era, cogí el teléfono. Me temblaban las manos. Bah, seguro que era un amigo con alguna gilipollez, un chiste o un nuevo canal porno online que acababan de descubrir en esa pandilla de memos que tenía por colegas. Lo que pasa es que antes de la frase venía un «Vanessa», que claramente indicaba que la mierda de mensaje aquel tenía muchas posibilidades de haber sido escrito por una mujer, una mujer llamada Vanessa, en concreto. Qué horror. ¿Quién se puede llamar Vanessa hoy en día, por favor? Todavía, cada vez que pronuncio ese nombre, tengo miedo de que aparezcan los Morancos por algún rincón a hacer un sketch.

Bueno, el caso es que cogí su móvil y me quedé mirándolo como si fuera un ovni. Cuando Jaime salió del baño, le acerqué el teléfono y le dije:

—Vanessa está más caliente que el queso de un sanjacobo. No sé, tú dirás. Tendremos que hacer algo.

Se le cambió la cara cual transformer en evolución, y ahí ya me di cuenta de que estaba pasando lo que me parecía imposible. Sin embargo, cuando las cosas están pasando de verdad, te aseguro que son reales, aunque te cueste creerlas. Mírame a mí si no.

—Desbloquea el móvil —le dije.

—Rita, no.

—QUE LO DESBLOQUEES.

—Si quieres, hablamos y te explico.

—¡QUE LO DESBLOQUEES, HOSTIAS! ¡QUE NO QUIERO QUE ME EXPLIQUES NADA!

Ay, Jaime. ¿Por qué lo desbloqueaste? Tenías que haber echado a correr en ese momento, huir, desaparecer. Ya pensarías luego una excusa. Es lo que yo habría hecho, pero claro, yo soy una mujer de reflejos y tú un imbécil sin recursos y con el mal gusto de acostarte con Vanessa.

Al texto del sanjacobo le acompañaba una foto de una señorita en bolas tumbada bocabajo en la cama con un tulipán en el culo. Sí, un tulipán, exacto. Lo que es la flor en sí le descansaba justo en la rabadilla, con lo que está claro que tenía el tallo cuan largo era dentro de la raja. Qué vulgar, chica, perdona que te diga. Qué ordinaria.

No era época de tulipanes, sobre todo si tenemos en cuenta que en España no hay. Mi mente, rápida como yo misma en las rebajas de enero, ató cabos enseguida. Si hubiese sido transparente, estoy segura de que se habría visto cómo las neuronas de mi cerebro se conectaban, se iluminaban y chisporroteaban.

Los tulipanes vienen de Holanda, como la marihuana y los holandeses en general. Hacía dos semanas que Jaime había ido a Ámsterdam a pasar un fin de semana con sus compañeros de trabajo, que a mí ya me pareció raro porque trabaja en la gestoría de sus padres y ahí no hay nadie más, pero oye, si él me dice que se va con sus compañeros de trabajo, no tengo por qué desconfiar. ¡Claro que tengo que desconfiar, joder, no tiene compañeros de trabajo! ¡Rita, espabila! Lo cierto es que siempre lo tuve por tan poquita cosa que ni me puse a pensar en lo de los compañeros, fíjate tú qué tontería. No se me pasó por la cabeza que pudiera mentirme aun estando tan clara la jugada. Yo le infravaloré, pero está claro que él me tomó por tonta y acertó. No había compañeros, se fue con Vanessa, la bella, a pasear por los canales y a comer arenques. Ya no había más cabos que atar, de ahí la procedencia del tulipán, querido Watson.

Ni le pregunté quién era ni cómo la había conocido. Simplemente lancé el bol de panchitos contra la pared (es de plástico, no pasó nada), y le grité un «¡LÁRGATE!» que luego me dijo Antonia, la portera, que se oyó hasta abajo. Si tienes en cuenta que vivo en un cuarto, creo que la potencia de mi voz es para tener en cuenta. Soprano tenía que haber sido después de Miss España, y no la tonta a las tres que me sentía en ese momento.

Un par de días después, confesó. Vamos, cantó hasta La Traviata: Vanessa era prima de su amigo Christian, se habían conocido de cañas por Santa Ana. La chica acababa de romper con su novio de toda la vida y Christian decidió invitarla a salir con su grupo de amigos, para animarla y que viera eso de que hay más peces en el mar y bla, bla. Claro, yo nunca me unía a esas salidas porque soy alcohólica (suena fatal, pero yo lo digo ya con naturalidad) y, como alcohólica, no puedo beber (siete años llevo ya de abstinencia, cómo pasa el tiempo), y porque yo no soy de salir de noche. No me gusta, me aburro, me cansa. A ver si la sosa soy yo, ahora que lo pienso, porque a la vista está que Jaime resultó ser el rey de la fiesta. Se ligó a Vanessa en un karaoke cantando Bailar pegados. Puf, qué poco glamur y qué mala pinta tiene una relación que empieza así, también te lo digo.

Bueno, ya no quise saber más. De lo del karaoke habían pasado un par de meses y ya les había dado tiempo a follar, enamorarse, ir a Ámsterdam y, ojalá, meterse flores mutuamente por el culo. De tallo largo, a ser posible.

Yo no supe hasta ese momento lo que le quería, porque dolía todo mucho, muchísimo. Creo que es verdad eso de que no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. O a lo mejor solo era dolor de humillación y rabia. No lo sé, el caso es que me vino de repente el TOC, se apoderó de mí y durante una semana estuve casi inmovilizada y pensando solamente en cosas que habían pasado durante los dos meses anteriores y que me podían indicar que él salía con Vanessa. Hilé, hilé y até cabos casi hasta enloquecer. Ajá, el día que me dijo que no venía a cenar porque le quedaba trabajo por hacer y estaba en la gestoría. Ajá, ese modo de coger el móvil rápido como el látigo del Zorro cada vez que sonaba. Ajá, esa caja de condones cuando yo tomo la píldora.

Apenas nos hemos vuelto a hablar en estos dos meses. Yo me he mantenido firme como un soldadito raso, sin llamadas intempestivas, wasaps victimistas ni investigaciones entre su grupo de amigos. «La dignidad es lo último que nos salva, ante nosotros mismos y ante los demás», pienso mientras me limpio en el váter con papel de cocina porque se me ha terminado el papel higiénico.

Lo pasé mal, fatal. Menos mal que tuve a Berta conmigo en esos momentos. Bueno, creo que ya puedo dejar de llamarla entrenadora personal y llamarla amiga, porque entrenar, entrenamos más bien poco o lo que viene siendo nada (no puedo, tengo una lesión en el hombro de tanto hacer deporte), y sin embargo me ha demostrado que amiga sí es.

Voy a llamarla, a lo mejor mañana podemos desayunar juntas cuando deje a don Bruno en el cole. Una charla con ella y parece que todo pesa menos, excepto mi culo, que cada vez pesa más. Charlar con Berta es como ir al cine o leer un buen libro, me resetea la cabeza, salgo como nueva y vuelta a empezar de cero.

Me lo coge enseguida:

—¿Cómo está mi chica favorita?

—Pues no sé porque no la veo por aquí. Que me han caído cuarenta y dos, Berta. Que cuando era una cría y mi madre tenía treinta y ocho ya me parecía una vieja.

—Eso era antes. Mira ahora Jennifer López, más de cincuenta y anda subida por las barras haciendo pole dance.

—Soy una vieja. —Me gusta tirarme mierda porque ella me la quita y me siento superbién.

—No digas bobadas. Los cuarenta son los nuevos treinta.

—Y los cincuenta, los veinte de toda la vida.

—Bueno, a ver, ¿qué pasa contigo?

—¿Te recojo mañana después de dejar a Bruno en el cole y desayunamos?

—Yes, por favor. Me apetece mucho.

—Pues anda que a mí. A las nueve y media te aviso y bajas.

—Oook.

—Te quiero, guapa. ¡Guapaaa!

—¡Pues anda que tú!

Y colgamos.

Así da gusto.

Capítulo III

Yoga, aceptación y un poquito de eco

 

 

 

 

 

Sale del portal con sonrisa deslumbrante, la mata de pelo rubio en una cola de caballo y ese olor fresco a suavizante en la ropa que le caracteriza. Tiene treinta y un años pero aparenta unos trece. Me alegra que ella también desayune a lo cerdo, así no me siento mal. Zumos, cruasanes y café como para una boda, que no falte nada, oiga. Ella ha sido mi sostén después de la dura situación por la que pasé con Vanessa y el tulipán. Nada más irse Jaime de casa arropado por mis gritos de «¡Hiiijoputaaa!», la llamé deshecha en lágrimas, hipidos y mocos.

—Cariño, tengo un hombro en el que llorar y un bate de béisbol —me dijo.

Salí disparada hacia su casa y lloré en su hombro, pero el bate no lo usamos porque yo preferí el saco de boxeo que tiene en el salón. Golpeé, golpeé y golpeé. Me jodí la mano. Mira que ella me dijo que me pusiera guantes, pero Million Dollar Baby se apoderó de mí y ya no podía parar. Hasta que noté que me escocían los nudillos porque se estaban despellejando y que me dolía muchísimo la muñeca. Luxación, me dijo el médico. Cada vez que me pongo a hacer deporte con Berta se desata la furia de los elementos, porque siempre acabo en el hospital.

Bueno, ya han pasado dos meses de tan desagradable episodio y ahora estamos contentas delante de una bandeja de cruasanes. Se preocupa por mí, la mujer.

—¿Seguro que estás bien?

—Que sííí. Bueno, a veces no, pero en general sí. ¿Y tú?

—Muy bien. Me estoy tirando a este.

Me enseña en el móvil una foto de un tío joven, guapo, moreno, con el pelo muy corto, los dientes muy blancos y un tostado de lámpara que asusta.

—Ah, muy bien. ¿Quién es?

—Es uno de Mujeres y hombres y viceversa.

—¿Qué me dices?

Esto se empieza a poner interesante y necesito otro cruasán que me acompañe.

—Pues lo que oyes.

—¿Cómo se llama? —pregunto mientras vuelvo a examinar la foto como si observara un animal exótico.

—Christopher.

—¿Es americano?

—No, de Talavera. A ver, se llama Cristóbal. De Cristóbal vino Cristo y de Cristo, pues Christopher, que es más extranjero.

—Ah, o sea, como yo con lo de Elvira, Elvirita y Rita pero a lo bestia. ¿A qué se dedica?

—Es sexador de pollos, pero ahora, con la oportunidad de la tele, quiere hacer carrera por ese lado. Aspira a entrar en Gran Hermano.

—Estupendo. Bravo por Christopher. ¿Y tú le ves con posibilidades?

—Qué va, tía. Tiene menos encanto que una pata de cordero.

—¿Y entonces qué pintas tú con él?

—Pues porque de cerebro nada, conjunto vacío, pero rabo, lo que quieras.

—¿Es majo?

—Pues no lo sé porque no hablamos. Vamos a lo que vamos.

Esta mujer es una caja de sorpresas.

—Ah, entonces… te da ahí bien.

—Buah, como un cajón que no cierra. La inteligencia, el sentido común y las varitas de incienso ya las pongo yo. Él que se ocupe solo de darme zapatilla. Ahí, todo el día, pim, pam, pim, pam. Es un no parar, Rita. Estoy encantada, vamos.

Necesito un amante

—Necesito un amante.

—¿Quieres que le pregunte por sus amigos disponibles?

—No, no. Es que yo con los tontos no puedo, Berta. Te admiro mucho como mujer porque tú eso lo llevas fenomenal y te manejas que da gusto, pero a mí los tontos me sacan de quicio y acabo haciendo alguna barbaridad, como tomar tranquilizantes o cortarme el flequillo yo sola.

—Lo que quieras, pero las mujeres tenemos nuestras necesidades, y yo a ti te veo necesitada. Rita, recapacita —me dice mientras le da un pequeño sorbo al café y entrecierra los ojos mirando a la lejanía, que en este caso es el baño de minusválidos. Algo trama, la conozco—. Recapacitemos las dos. Necesitas un Satisfyer.

—Pero ¿qué dices? No, un Satisfyer no. Con un Satisfyer no puedo hablar de mis inquietudes ni ver Chernobyl en Netflix.

—Yo con Christopher tampoco, y no veo el problema.

Además de una caja de sorpresas, esta mujer es un pozo de sabiduría infinito.

¿Cuánto costará un Satisfyer?

—Que no, Berta, paso del Satisfyer. Que yo no soy así. Yo soy de relaciones más bien emocionales. El sexo viene luego.

Seguro que por AliExpress lo encuentro a buen precio.

—Tú misma, pero te estás perdiendo lo que te estás perdiendo. Allá tú, hija. Luego no digas que no te di opciones. —Otro sorbo de café mirando a la lejanía.

Por lo visto tiene varias velocidades, y tú vas probando hasta dar con la tuya.

—Bueno, Berta. Cada mujer es un mundo. Además, todavía arrastro lo de Jaime. Creo que aún no estoy preparada para otra relación, y tampoco tengo ganas de sexo. Creo que el dolor de la traición me ha dejado asexuada, a lo mejor fue la imagen de Vanessa con el tulipán en el culo. Lo cierto es que tengo la libido por los suelos.

También lo llaman el succionador de clítoris, por algo será.

—Lo que usted diga, señorita. Si cambias de opinión, dímelo y organizo una quedada con Christopher y sus colegas. El problema será distinguirlos porque son todos iguales, pero si lo vemos complicado, les ponemos números y arreando.

Del resto de la conversación no me entero mucho porque ya solo puedo pensar en el Satisfyer. Cuando nos despedimos, la miro con atención mientras se dirige a la puerta del gimnasio. Bendito culo, el trabajo que le habrá costado. Se gira para decirme adiós con la mano. Qué brazo, ni esculpido por Miguel Ángel. Yo, sin embargo, empiezo a tener alas de murciélago en el tríceps. Tengo que hacer deporte, pero después de mis variadas y graves lesiones (es lo que tiene haber sido deportista de élite) no puedo pasarme. A ver, algo suave, como pilates o yoga. ¡Yoga! Ahí también van tíos, y seguro que más de uno puede ser el amante potencial que necesito.

En mi cabeza ya solo hay dos cosas: yoga y Satisfyer. Pues muy mal, que tengo que preparar el programa del viernes. Es que Beltrán, mi repre, me ha conseguido un programa de moda y belleza en el canal Preciosity. Es lo que tiene haber sido Miss España y ser suelta en las entrevistas, que en esos formatos encajas fácilmente. Me roba poco tiempo porque se graba un día a la semana, no me da guerra porque me lo dan todo guionizado y solo tengo que empollármelo, y no lo pagan mal. Menos mal que publiqué mi libro y eso me dio prestigio y gané credibilidad, porque después de la cagada del programa de Nochevieja pensé que no volverían a contratarme en la puta vida. En la vida, perdón. He vuelto a la misión de eliminar los tacos de mi vida. Estamos en ello, pero ya te digo que cuesta.

Justo me llega un wasap de Beltrán. Todavía ni él mismo se cree haberme conseguido el programa, porque había varias candidatas, pero al final logró que me eligieran para presentar Bella tú, bella yo.

A ver, centrémonos en lo importante: yoga y el Satisfyer. Voy a hablar con mi hermano Javier, que sigue por Andorra dando clases de yoga y meditación precisamente.

—Joder, tía. Es una idea cojonuda. A ver si por fin conseguimos que centres esa puta cabeza. Y estás tardando, hostia. Corre a apuntarte ya. Lo necesitas de cojones, te va a venir de coña.

Así me lo pone muy difícil (lo de quitarme los tacos, digo).

 

 

Es mi primer día de yoga. Me he apuntado en un gimnasio muy chulo y céntrico, porque el de mi barrio no acabo de verlo. Ahí solo van mamás del cole de Bruno y ya me dirás tú qué posibilidades tengo yo de encontrar allí un Christopher pero en listo.

En el vestuario me pongo las mallas, el sujetador deportivo, la camiseta y las zapatillas. Voy que lo peto, la verdad. Una cola de caballo con mechones sueltos y… ¡alehop! Soy una erudita preciosa del budismo y la meditación. Camino hacia la clase como si la cosa no fuera conmigo, como una experta en yoga y artes marciales que está ya un poco de vuelta de todo. Te juro que siento que soy tan experta que incluso podría dar la clase si la profesora fallara, basta con hablar suave, hacer posturas raras pero fáciles y pedir a los alumnos que me copien. Hostia, que llevo la etiqueta del pantalón colgando. La arranco con disimulo mirando de reojo, nadie me ha visto. Bien.

Me doy cuenta de que mi ropa se ve demasiado nueva en comparación con la del resto de alumnos que van entrando. Me encantan mis zapatillas, son verde fosforito con cordones negros. Relucen que da gusto. «Allá donde fueres, haz lo que vieres». Disimulo mirando la hora para poder fijarme en lo que hacen todos y hacer lo mismo sin que se note que no tengo ni puta idea. Vale, cojo una colchoneta muy finita que está enrollada. La desenrollo en el suelo. Cojo también un cojín y una toalla y me siento en posición de loto, que esto sí me lo sé del retiro espiritual al que fui en Segovia hace un par de años.

Pero, vamos a ver, ¿qué mierda es esta? Miro a las personitas que me rodean: unos cuantos chicos jóvenes muy delgados, unas cuantas señoras de edad respetable también muy delgadas y dos ancianos con sobrepeso. Creo que cincuenta euros es un precio apropiado para el Satisfyer.

La profesora se llama Esther y es una rubia muy flaquita y muy mona. Bueno, a ver si se me pega algo. Mi hermano me ha dicho que con el yoga esculpes tus músculos solo con el peso de tu propio cuerpo, como Madonna. Dice que con eso ya es suficiente. Y si tenemos en cuenta que el peso de mi cuerpo debe de ser tres veces el de la profe que tengo delante, podré esculpir mis músculos hasta tal punto que The Rock parecerá un teletubbie fofo a mi lado.

Esther nos habla muy suave mientras todos escuchamos con los ojos cerrados en la posición de loto. Nos explica que el deporte crea estrés (ahí estoy de acuerdo) porque tratamos de dar cada vez más, y sin embargo en yoga «menos es más», supongo que al revés que el caso de Berta y Christopher, donde está claro que más es más.

Con voz dulce y pausada, nos explica que la relajación es la clave de todo, que los miedos a veces provienen del propio estrés y del ritmo de vida que llevamos, y que cualquier tipo de miedo evita que las cosas lleguen a nuestra vida porque nos paraliza a la hora de tomar decisiones. Nos deja claro que estamos en el sitio adecuado para conseguir paz interior, aunque fuera reine el caos. Paz, prioridades, aceptar, agradecer. Qué bien me siento, parece que hasta levito un poco. Enciende un incienso. Mmm.

—Oye, perdona. —Hostia, qué susto—. Quítate las deportivas. Es mejor que estés descalza. Nuestros pies, siempre en contacto con la tierra —me aclara ella muy suavemente.

Ah, pues es verdad. Miro a mi alrededor y están todos descalzos. Adiós a mis preciosas deportivas fosforitas nuevas, pero lo importante es lo importante. Y aquí la prioridad es alinear cuerpo y mente, y si tengo que estar descalza como si me tengo que quedar en bragas. Bueno, eso mejor no. Comenzamos con las primeras posturas, asanas se llaman.

Nos tumbamos boca arriba, subimos la pierna derecha y la agarramos con la mano. La vamos abriendo leeentamente hasta formar una U. De repente suena un pedo, pero no un pedito discreto de los que puedas fingir que no han existido, no, no. Suena un pedo tremendo proveniente del señor que tengo al lado. Ha sonado como cuando abres una sandía. Encima, ha coincidido justo con la indicación de la profe en la que nos marcaba la respiración y estaba diciendo «Expulsamos el aire».

Perdona, yo no puedo pasar este pedo por alto. Se me escapa una carcajada que resuena en toda la clase. Mi risa hace eco, como el pedo del señor. Mierda, nadie se ríe, soy la única. Los miro descojonada viva, buscando algún cómplice de descojone, pero todos siguen a lo suyo, levantando piernas y respirando. ¿Cómo consiguen no reírse, por favor? Ha sido un pedo épico. Intento contener la risa pero no puedo, de hecho estoy llorando, y por encima de los cantos tibetanos solo se escucha mi carcajada contenida contra la toalla, pero no puedo parar. Cuanto más nerviosa me pongo, más avergonzada estoy y más necesito parar de reír, más me río. Es como cuando mi hermano y yo éramos pequeños y coincidíamos en el ascensor con un vecino; o como cuando estábamos en misa y mi madre nos ponía a cada uno en un extremo del banco, pero en el momento de silencio total, con lo de «Reconozcamos nuestros pecados», nos buscábamos con la cabeza, nuestras miradas coincidían y ya no podíamos parar de reír y teníamos que salir. Y cuando nos pasaba en el ascensor, pues así hasta que se abrían las puertas. Qué corta es la vida y qué largos esos momentos de descojone descontrolado.

No puedo más. Estoy sentada abrazada a mis rodillas con la cara escondida entre ellas. Mis hombros se mueven arriba y abajo, tengo la cara llena de lágrimas y por más que meto la toalla en la boca y pienso en cosas tristes, no puedo parar de reír. Lo estoy pasando fatal. Me levanto y salgo de la clase con la colchoneta en una mano, el cojín en la otra y la toalla alrededor del cuello. Una vez fuera, dejo explotar la carcajada entera hasta que se va calmando sola.

Joder, qué buen-mal rato.

Hala, pa casa.

Fin de mi breve incursión en el apasionante mundo del yoga.



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