Tú también pagarás - Eugenia Dalmau - E-Book

Tú también pagarás E-Book

Eugenia Dalmau

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Beschreibung

Siete mujeres. Un pasado que las une. Un viaje que lo cambiará todo. Desde que un escritor se presentó en su domicilio, interesado en los sucesos que ocurrieron hace veinte años durante un viaje que su madre, Julia, hizo a Egipto, Lucía no ha dejado de hacerse preguntas: «¿Por qué mi madre me habrá mentido? ¿Estará relacionado con lo que la prensa llamó La Tragedia del Nilo? ¿Será Egipto la clave?».   En aquel entonces, el azar llevó a Julia y a seis mujeres de cierta edad a embarcarse en un crucero por el Nilo. El viaje transcurrió con normalidad hasta que una de ellas apareció muerta bajo circunstancias sospechosas. Esto desencadenó una serie de acontecimientos que llevaron a Julia a investigar los verdaderos motivos por los que sus compañeras habían emprendido aquel viaje.  La visita del escritor a casa de Lucía coincide con el hallazgo fortuito de una ecografía, y esa doble casualidad la obliga a cuestionarse todo lo que creía saber sobre su origen.  Mientras trata de averiguar quién es realmente su padre, se ve inmersa en una búsqueda que desenterrará verdades largamente ocultas.

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Seitenzahl: 583

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Tú también pagarás

Eugenia Dalmau

Tú también pagarás

Título original: Tú también pagarás

Copyright © Eugenia Dalmau, 2025. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1402-4

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

First published in 2025 by Jentas A/S.

1

Actualidad

«¿Por qué mi madre me habrá mentido? ¿Estará relacionado con lo que la prensa llamó La Tragedia del Nilo? ¿Será Egipto la clave?», me pregunto por enésima vez mientras miro la ecografía que tengo en la mano. Es de hace veinte años y en la imagen se ve un bulto que empieza a parecerse a un feto. Así que podría ser yo. O, mejor dicho, tendría que ser yo. Solo que las fechas no encajan. Calculo que hay un error de ocho semanas.

No se me habría ocurrido relacionarlo con los sucesos de Egipto si esta mañana no hubiese aparecido un escritor— bastante mono, por cierto— buscando información sobre ese tema. ¿Será una señal? Creo que sí, tiene que serlo.

Aunque tampoco me parece raro que sienta curiosidad por aquella historia y que quiera escribir sobre ella. Según mi madre, los extraños acontecimientos que sucedieron unieron para siempre los destinos de siete mujeres, que apenas se conocían.

Y, ahora que lo pienso con tranquilidad, me doy cuenta de que los cambios más importantes en su vida se produjeron a la vuelta del viaje: se divorció de Varis y mediante inseminación se quedó embarazada de mí, las dos cosas a la vez. Supongo que todo aquello la afectó más de lo que yo había imaginado. Por lo que me contó, le hizo ver la vida de otra forma y espabilarse para disfrutarla al máximo. Me dijo que el comentario de una de aquellas mujeres ante la visión de un cadáver se le había quedado marcado a fuego: «Qué curiosa es la vida. Nunca sabes cuándo va a ser la última vez que bebes, o que te miras en el espejo, o que te cepillas los dientes...».

Además, ella fue una de las testigos principales y la publicidad que le dio el caso le sirvió de trampolín para triunfar en el mundo de la fotografía. Hasta entonces se había dedicado a realizar fotos para anuncios y reportajes, pero, cuando varias agencias le ofrecieron la posibilidad de escribir la crónica de los hechos ocurridos en el Nilo, no tuvo ninguna duda y aceptó. Aunque eso lo hizo para quitarse de encima al montón de periodistas y cotillas que no paraban de darle la matraca. De paso, le vino bien para darle mayor visibilidad a su obra, y vaya si lo consiguió. En opinión de los expertos, su capacidad creativa logra que las imágenes cobren una dimensión única y llena de magia, y ahora sus fotografías se cotizan a precio de oro en el mercado del arte.

Le podría haber preguntado por la ecografía hace tres días, cuando la encontré por casualidad. Estaba buscando en sus carpetas fotos de mi infancia para un trabajo que me piden en la facultad y, ¡zas!, ahí estaba. Lo siguiente que hice fue contar las semanas. Ella me dijo que había nacido dos meses antes de tiempo, pero, si yo era el bebé de la imagen, tuve que nacer cuando correspondía. Por eso, enseguida llegué a la conclusión de que me había soltado una trola. ¿Por qué? Ni idea. Pero ese no era el momento de empezar a preguntar. Se iba a un viaje de tres semanas por Europa y estaba de los nervios.

Cada vez que acude a una de sus exposiciones, se pone histérica, y ahora tiene siete en distintas ciudades en poco tiempo... ¡Madre mía! Menos mal que su novio la acompañará unos días. Total, que me he tenido que quedar con la duda. Pero desde esta mañana me muero por saberlo.

A primera hora, justo cuando me estaba poniendo los pendientes, he escuchado el telefonillo. Como sabía que Gladis —la señora colombiana que vive con nosotras desde que nací— estaba en la cocina, no he hecho ni caso y he continuado arreglándome. Después he cogido el patinete. En ese momento Gladis me ha dicho que un joven había preguntado por mi madre, pero que, como no lo conocía, le había pedido que se marchase. Me ha parecido genial. Pero, una vez en la calle, me ha tocado a mí.

No he recorrido ni un metro con el patinete cuando he notado que me cogían del brazo. Para no perder el equilibrio, he tenido que poner un pie en el suelo.

—¡¿Eres idiota o qué te pasa?! —le he gritado al chico que me tenía sujeta por la manga, moviendo el brazo para liberarme de su mano—. ¿Tú flipas o qué?

—Perdona, no quería asustarte. Te estaba llamando, pero parece que con el casco no me has oído; y no quería que te escaparas. —Lo ha dicho con voz suave, como si quisiera que confiara en él, pero también me he dado cuenta de que se ha colocado junto a la rueda delantera, lo cual me cortaba el paso.

Me he puesto en modo alerta y me he fijado en que tendría unos veinticinco años y que era más alto que yo. Llevaba unos vaqueros y una camisa azul claro que le quedaba genial con su piel morena. Me ha mirado con ojos de pena a la vez que me sonreía como tonteando.

Yo le he puesto cara de enfado, aunque él no me desagradaba, más bien todo lo contrario. Pero mi mente ha deducido en un segundo que debía ser el pesado del telefonillo que buscaba a mi madre.

—Solo necesito que me atiendas un minuto. Eres Lucía, la hija de Julia Soler, ¿verdad? Quería hablar con ella respecto a la... —me ha parecido que dudaba mientras se rascaba los pelillos de la incipiente barba— «tragedia» que tuvo lugar en el Nilo hace veinte años. Dentro de poco será el vigésimo aniversario.

Mi madre ya me contó que a su vuelta de Egipto se vio agobiada por periodistas y curiosos, incluso asistió a alguna entrevista en radio y televisión. Normal; los sucesos parecían sacados de una novela de Agatha Christie. Pero hace casi veinte años que nadie se acerca a molestarla por ese tema, y menos a su casa.

—Mira, no sé quién eres y desde que tengo uso de razón me han inculcado que no hable con desconocidos. Tampoco sé cómo has conseguido esta dirección ni cómo sabes mi nombre y, si no te apartas de mi camino, chillaré hasta que venga la policía. —He colocado un pie en la base del patín—. De todas formas, si te interesa esa historia, lo mejor que puedes hacer es leerte el reportaje que escribió Julia Soler. Quizá encuentres algo que pueda ayudarte.

—Me llamo Gabriel Lafont y soy escritor —me ha dicho apartándose a un lado—. Estoy escribiendo una novela basada en los hechos que ocurrieron entonces. Creo que se produjeron errores y se culpó a la persona equivocada. —He comenzado a acelerar y él se ha dado prisa en endosarme un papel, que he cogido por inercia. No sé por qué, pero, en lugar de tirárselo a la cara, me lo he guardado en el bolsillo del pantalón—. Te dejo mi teléfono..., por si cambias de opinión.

—No lo haré.

Tengo la sensación de que no me ha oído. Ya estaba un poco lejos de él cuando lo he dicho, pero casi mejor, porque no puedo controlar mis pensamientos y quién sabe si al final me dará por llamarlo.

¿Estarán relacionados Egipto y la ecografía? ¿Ya estaría embarazada cuando llegó allí? Así llevo todo el día. Mi cabeza da vueltas sin parar. Las mismas preguntas resuenan en ella, igual que esa música deprimente de los tiovivos, que se detiene un momento para que suba otra tanda de niños y, ¡pam!, vuelve a empezar. Una pesadilla, vaya.

Y todo porque me hace una ilusión loca tener un padre, aunque nunca se lo haya dicho a mi madre. Pero no porque la gente se haya metido conmigo o me hayan hecho bullying en el colegio, no, qué va, tan solo es que siempre he querido tener uno. No comprendo por qué la familia es algo tan importante para mí. A lo mejor, sin darse cuenta, me lo ha transmitido mi madre, porque ella también echa de menos tener una. Aunque sus motivos y los míos son diferentes: a ella le gustaría pertenecer a otra, con la que mantener un trato normal, y a mí, además, tener un padre.

Recuerdo noches en las que mi madre salía con algún hombre y yo me quedaba con Gladis esperándola con ilusión. A la mañana siguiente me despertaba contentísima y corría hasta su dormitorio para abalanzarme sobre su cama y despertarla preguntando: «Mamá, ¿te ha gustado el señor? ¿Voy a tener un papá?». La respuesta siempre fue negativa hasta que, pasados unos años, dejé de preguntar.

Quizá a la mayoría de los hijos de madres solteras les importe un pimiento no tener padre, conozco casos en los que es así. Pero no es el mío, y encontrar la ecografía ha puesto mi mundo patas arriba. No tengo la misma ansiedad que cuando era niña, de acuerdo, pero no puedo negar que me anima creer que no soy fruto de un espermatozoide desconocido.

Tengo varias personas a las que acudir para saber qué le ocurrió a mi madre para que su vida diese un vuelco tan espectacular; una es ella, claro, pero ahora mismo está fuera y, de todas formas, quiero que sea la última en darme su versión. He de tener argumentos por si intuyo que me vuelve a mentir. En cualquier caso, estoy decidida a saber si tengo un padre y, si es así, por qué me lo ha ocultado.

2

ME VOY A EGIPTO

Veinte años antes

Las puertas del aeropuerto se abrieron para cederle el paso y, durante unos segundos, Julia vio su imagen reflejada en el cristal. A pesar de que en Madrid ya refrescaba, concluyó que de poco le iba a servir el abrigo tres cuartos que llevaba sobre la camisa blanca; en Egipto, a principios de octubre, el calor era sofocante. Hasta los vaqueros y los botines le iban a sobrar.

Se quitó las gafas de sol, se pasó la mano por la melena ondulada en un acto inconsciente y enseguida tiró del asa de su maleta para acelerar el paso. Frente a la pantalla que indicaba las salidas y los horarios de los vuelos del día buscó la ubicación del mostrador de Egyptair con destino a Luxor para facturar el equipaje. Localizó los números que se correspondían con la línea aérea sin problemas y hacia allí se dirigió con más calma.

Imaginaba que, tras los atentados del 11S —que habían complicado los controles de seguridad en los aeropuertos— y sobre todo la Guerra de Irak —que apenas hacía seis meses que había comenzado—, muchos turistas habrían desistido de su idea de viajar, o al menos habrían cambiado de destino para evitar países que pudieran considerarse conflictivos. De ahí deducía que no habría muchos pasajeros. Otro asunto era el precio; según le había explicado la organizadora del tour, se trataba de un viaje al más alto nivel, al que solo tenían acceso las personas que podían permitirse pagarlo.

Pero cuando vio, ya cerca del mostrador en cuestión, una larga cola de gente que cual pitón reticulada se alargaba unas decenas de metros formando suaves curvas, la invadió la certeza de que su intuición le había fallado. Era un vuelo chárter y en el avión no iba a estar sola.

Resopló a la vez que cruzaba los dedos para que Elvira o Sole hubiesen sido previsoras y se encontraran en los primeros puestos de la fila. Solo las había visto una vez en su vida, pero al menos podía identificarlas.

Sobrepasó la hilera de turistas, unos con sombreros de paja y la mayoría con bermudas y sandalias, a pesar del frío exterior, y recorrió la cola con lentitud mientras escrutaba los perfiles de las señoras que le parecían firmes candidatas a pertenecer a su grupo.

A pesar de que estaba de espaldas, en una cabeza coronada por un pelo blanco y muy corto le pareció reconocer a Sole. Hablaba con otra mujer, alta y estrambótica, con el cabello negro recogido en un moño, que miraba al resto de los viajeros con aire de desdén. En su rostro había algo que a Julia le resultó familiar.

Iba a acercarse a ellas cuando se sobresaltó al escuchar el sonido de su móvil. Se detuvo para sacarlo del bolso, pero, al comprobar que se trataba del número de su marido, le salió una mueca de hastío y quitó el sonido sin más. Estaba cansada de sentirse controlada, y si Varis había contratado un detective para que la siguiera hasta Egipto, peor para él, la estupidez le saldría muy cara. Sin embargo, la llamada le había causado indignación y sus pulsaciones se aceleraron. No estaba segura de que Varis se atreviera a saltarse el acuerdo al que habían llegado, pero, por si acaso, estaría atenta ante cualquier señal.

No esperaba encontrarse con emocionantes aventuras viajando con un grupo de jubiladas, pero no eran emociones lo que buscaba. Le habían bastado unos segundos para darse cuenta de que aquel viaje fortuito —que había estado a punto de rechazar por descabellado y precipitado— le caía como un rayo de sol en el gélido mes de enero. Tenía que tratarse de una señal del destino para que se alejara de Varis y, por supuesto, de su propia familia, a la que por su crueldad hacía años había bautizado como «familia de pega». Llevaba demasiado tiempo sufriendo y concluyó que la compañía de un grupo de extrañas le vendría de perlas para no regodearse en su dolor.

***

Tan solo dos semanas atrás, el suplemento semanal para el que trabajaba la había enviado a un círculo de lectura para hacer las fotos del reportaje que saldría el próximo domingo sobre la escritora Juana Nievas. Allí, por casualidad, conoció a la presidenta del club, una mujer septuagenaria y vivaracha, de pómulos elevados y piel estirada. En su cara resaltaban los labios, abultados, incluida una hinchazón en la parte superior derecha, con unas comisuras que se tensaban ligeramente hacia arriba. Por la boca tan gruesa —que contrastaba con los ojos pequeños y oscuros— a Julia le vino a la cabeza la imagen del pez napoleón. La mujer se presentó como Elvira López y, por la verborrea que empleaba, resultaba evidente que le gustaba ejercer de relaciones públicas.

—Oh, veo que sabes hacer unas fotos maravillosas. Te felicito —elogió a Julia—. He visto cómo has hecho posar a Juana, y, encima, con esos paraguas y esos focos sobre ese fondo tan blanco... Precioso. —Dejó pasar unos segundos, en los que aprovechó para ladear la cabeza y pardear. Luego añadió—: Vas a pensar que soy una impertinente, pero siempre he querido tener alguna foto de estudio y, como dicen que preguntar no es ofensa... No sé, tal vez no te importaría hacerme una. Si te supone alguna molestia, no te preocupes, lo entiendo.

En las pocas veces en las que alguien había osado hacer tal sugerencia, Julia había enviado de buenas maneras al caradura a tomar viento, pero en aquella ocasión estuvo a punto de echarse a reír. Se recogió la mata de pelo castaño que le caía por debajo de los hombros en una coleta, dispuesta a reanudar su trabajo, y le soltó, no sin cierta ironía:

—Molestia, ninguna. Está todo preparado y sería una lástima que, teniendo de modelo a una mujer como tú, desperdiciáramos la ocasión. Ya has visto cómo lo ha hecho Juana, así que muévete con naturalidad y, si quieres, también puedes sentarte en el taburete. El resto ya lo hago yo.

Julia colocó la cámara frente a sus ojos y comenzó a disparar fotos. Elvira, quien a pesar de llevar unos tacones altos seguía siendo menuda, sonreía poniendo morritos y cambiaba de postura sin parar. Se movía tanto que de vez en cuando el vestido, que le llegaba medio palmo por encima de la rodilla, se le subía de tal manera que Julia tenía que darle un toque de atención para que se lo bajase. No quedaba elegante que a una señora se le viera la ropa interior, y menos en una de sus fotos.

Justo en el momento en el que iba a dar por terminada la sesión, Elvira levantó la mano para que se acercase otra de las mujeres, que contemplaba la escena en segundo plano.

—Sole, hazte una foto conmigo. No tenemos ninguna en la que salgamos juntas.

La interpelada, una señora de pelo corto y blanco, negó con la cabeza. Lucía unas gafas de ver redondas, de montura dorada, y conjuntaba su falda gris por debajo de la rodilla con un jersey marrón de cuello vuelto y mocasines muy planos. Si no fuera por los ostentosos anillos que mostraban sus dedos —uno de ellos con aspecto de sello que daba la sensación de haber pertenecido a un obispo—, a Julia le habría parecido la modelo perfecta para hacer de monja vestida de paisana.

—No, no, Elvira, gracias. Ya sabes que odio salir en las fotos —le respondió Soledad con timidez.

—Mira, Sole, hoy no te insisto, pero en el viaje a Egipto no te voy a consentir que no salgas en ninguna foto. No querrás parecer una apestada. —Recorrió unos pasos y se dirigió a Julia, quien ya se deshacía de la cámara y la guardaba en el maletín—. En quince días nos vamos a un crucero por el Nilo. ¿No te gustaría venir? Iremos en un barco de lujo y el hotel de El Cairo es una auténtica maravilla. Lo pasaremos muy bien y creo que todavía queda alguna plaza libre.

Julia levantó la cabeza con perplejidad. Se colocó el poncho de flecos con parsimonia y así se dio tiempo para recapacitar la propuesta. Lo último que se habría imaginado era que una desconocida —que, pese a que no lo aparentaba, podría ser su madre— la invitara a compartir un viaje. Algo sacaría aquella mujer con esa oferta, fue lo primero que pensó, y a punto estuvo de rechazarla por tratarse de una idea disparatada. Pero en un instante su pepito grillo le chivó que tal vez un viaje era lo que necesitaba y el destino se lo estaba sirviendo en bandeja de plata. Dudó antes de contestar:

—Tendría que hablar con la directora de la revista y con mi marido... Casi mejor dame tu teléfono y en un par de días te digo algo.

Soledad, que hasta ese momento se había mantenido apartada, se aproximó a ellas.

—Una chica joven en el viaje. ¡Qué ilusión! ¡Vente! De las seis jubiladas que vamos, solo conozco a otra más. Así que no te sentirás desplazada —la animó, tocándose un grueso crucifijo de oro que le caía sobre el pecho. Julia volvió a pensar que la cruz, unida a su piel pálida, sin apenas arrugas y sus facciones afables, de no haber roto un plato en su vida, la convertían en una auténtica vendedora de biblias. Le besó ambas mejillas y se presentó—: Soy Soledad Contreras, pero todo el mundo me llama Sole.

—Y yo, Julia Soler. Encantada de conocerte. —Si a los treinta y ocho años la trataba de chica joven, lo menos que podía hacer era ser amable con aquella mujer.

En ese instante, sin decirlo en voz alta, determinó que se acababa de convertir en un nuevo miembro del equipo.

Le costó otra buena bronca con Varis, que se puso fuera de sí al comentarle sus intenciones dos noches después, pero estaba decidida a marcharse y no iba a consentir que, una vez más, él le aguara la fiesta:

—Pero ¿qué hostias se te ha perdido a ti en Egipto? Y encima pretendes que me trague que te vas con una pandilla de jubiladas. —Las gotas de sudor que se habían formado en el nacimiento del oscuro pelo de Varis comenzaron poco a poco a resbalar por su frente. Había engordado de manera ostensible en los últimos tres años y el exceso de grasa corporal favorecía que su temperatura aumentase con rapidez en situaciones que le creaban angustia. Julia tenía que hacer esfuerzos por reconocer en el hombre que tenía enfrente al joven de músculos bien torneados, además de inteligente y mirada segura, con el que se casó—. ¿No será que te vas con algún fulano a echar polvos?

—Eso lo puedes averiguar fácilmente. Pregúntaselo al tipo ese que contratas de vez en cuando, o muchas veces, no sé, y él podrá aclarártelo. Pero yo en tu caso me ahorraría el dinero —Julia levantó los hombros con indiferencia—, te estoy diciendo la verdad.

—Si contraté los servicios de un detective, fue porque me diste motivos para ello —dijo Varis, tratando de calmar sus nervios—. No lo olvides, por favor.

—Y no lo olvido, pero ya han pasado dos años y tú deberías hacer un acto de conciencia para darte cuenta, de una vez por todas, de que tienes un problema, y ese problema se hace cada día más grande. Por eso quiero alejarme de ti. —Julia, sentada en el sillón del salón, cerró los ojos como si rememorase algún episodio feliz de su matrimonio—. Más enamorada no me pude casar y los primeros años fueron maravillosos, pero los últimos están siendo una pesadilla y no he parado de darte oportunidades. Además, si te enteraste de mi infidelidad, fue porque yo quise que así fuera. Hacía tiempo que sabía que me tenías vigilada, que habías puesto escuchas en el teléfono de casa, que hurgabas en mi agenda, que intentabas acceder a mi ordenador, y entonces no tenías ningún motivo. Pero vamos a dejarlo porque de esto ya hemos hablado muchas veces. Tienes un problema y para solucionarlo necesitas un psiquiatra que te quite ese sentimiento de culpa.

—Lo único que me pasa es que trabajo mucho por ti y sufro de estrés. El bufete de abogados me importaría una mierda si no estuvieras tú, así te puedo dar la vida que te mereces.

Angustiado ante la posibilidad de perder a su esposa, Varis trataba de que viera las muchas cosas que hacía por ella. Pero, para Julia, su marido seguía sin afrontar el problema y siempre daba la misma respuesta. Ahora ella solo quería zanjar el asunto cuanto antes.

—Bueno, yo me marcho a Egipto. Nos vendrán bien unos días separados para recapacitar sobre nuestra situación, sobre todo a mí; aunque no me escuchas nunca, tengo otros problemas que también me están afectando. Intento explicarte lo que me ha hecho la familia de pega que tengo y no te molestas ni en disimular que no me prestas atención.

A la mañana siguiente, pese a la oposición de Varis, Julia pidió unos días libres en el trabajo, llamó a Elvira y confirmó su asistencia.

3

EN EL AEROPUERTO

Todavía con el teléfono en la mano, Julia se aproximó a la pareja. Parecía que charlaban de forma animada, pero la realidad era que se parecía más a un divertido monólogo por parte de Sole que a una distendida conversación. Su compañera se mantenía con aire digno y escrutaba de reojo y con disgusto al hombre que, delante de ella, se sacaba un grumo de cera del oído.

—Hola, Sole —la saludó Julia con una sonrisa—. Qué suerte haberos encontrado a esta altura de la cola. ¡Cuánta gente! Y eso que dicen que, debido a la guerra, los países árabes y alrededores se han visto perjudicados como destino turístico. Hay más valientes de lo que imaginaba.

Vestida con sobriedad, como dispuesta a evangelizar a un grupo de infieles, y con el colgante de la cruz que llevaba el día que se conocieron, Soledad se dio la vuelta y se ajustó las lentes para examinarla de arriba abajo. En sus dedos llenos de anillos destacaba el sello que debió pertenecer a algún ilustre cardenal.

—Ay, Julia, hija, qué bien que estés aquí. ¡Pero qué guapa estás! —Miró hacia el móvil que Julia llevaba en la mano—. Y tan moderna, en todo. Yo no sabría utilizar uno de esos teléfonos que ahora lleva la gente joven para hablar por la calle.

—Pues, aunque apenas lo uso, yo tengo uno —intervino la mujer de aspecto distante—. Y sí, eres muy mona.

Lo dijo de tal manera que Julia no supo si lo decía en serio o había alguna nota de ironía. Aunque se fijó mejor y le pareció que sus ojos traslucían ausencia.

—Perdón, qué tonta soy, os voy a presentar —se excusó Sole—. Cayetana Iranzo, esta es Julia Soler.

Tras los besos de cortesía, Julia le preguntó:

—¿Cayetana Iranzo? ¿La cantante de ópera? —Por eso su cara le resultaba familiar, aunque hacía años que había dejado de cantar y por eso le había costado reconocerla—. Su voz era prodigiosa.

—Tú lo has dicho bien: era. No recuerdo la última vez que una nota salió de mi garganta. —Miró hacia el infinito y, con la yema del índice, rozó una de las perlas que pendían de su oreja. Volvió de su abstracción para decirle de modo enérgico—: Y no me hables de usted, que me haces sentir vieja, y no lo soy tanto. Todavía me quedan unos años para cumplir los setenta.

—Venga, Cayetana, no te pongas melancólica, que ahora nos vamos de viaje y lo vamos a pasar de rechupete. —A continuación, Sole se dirigió a Julia—: Tengo que animarla de vez en cuando porque parece mentira que, con lo grande que ha sido, se derrumbe a la primera de cambio. Y, total, solo hace diez años que no canta y todo el mundo se acuerda de ella. ¿Sabes? Yo era enfermera hasta que me jubilé hace siete años, me he pasado la vida trabajando con el doctor Domingo, pero hace dos me salió la posibilidad de cuidar y acompañar a esta gran mujer, y ya ves, aquí estamos, dispuestas a descubrir los misterios que encierra el Nilo.

—Soledad, estoy segura de que la chica no necesita tantas explicaciones —la cortó Cayetana—. Y los misterios del Nilo los vas a descubrir tú; yo ya he estado en varias ocasiones. Eso sí, Egipto es una maravilla a la que no me importa volver una y mil veces. —Al decir esas últimas palabras, los ojos castaños se le iluminaron. Pero fue cuestión de un segundo. En el acto cambió de actitud, que se volvió más arisca, y prosiguió—: Lo que no soporto en absoluto es tener que aguantar esta absurda cola y estar rodeada de chusma cuando me aseguraste que sería un viaje de lujo.

—Será que el vuelo es chárter, pero el crucero y los hoteles seguro que son de cinco estrellas. Al menos, eso es lo que me aseguró Elvira —dijo Sole en tono de disculpa, mientras avanzaban medio metro de cola. Eso las situaba muy cerca de la cinta que hacía de pasillo para acceder al mostrador.

—¿Y dónde está Elvira? —preguntó Julia para relajar el ambiente.

—Llega tarde, como siempre. Y eso que es la organizadora. En el coro de la parroquia donde cantamos los martes también hace lo mismo. —Sole levantó los hombros para indicar que Elvira no tenía remedio. Con mirada astuta, continuó—: Aunque creo que en breve dejará de cantar y ya no tendrá la oportunidad de llegar tarde.

No tuvo que dar más explicaciones al ser interrumpidas por una mujer de apariencia vivaracha, con una sonrisa que no se le quitaba de la boca y un gorrito de pescador color arena, que dejaba ver parte de su corta melena salpicada de mechas doradas. Se colocó junto a ellas y se dirigió a Cayetana:

—Perdone que la moleste, ¿es usted Cayetana Iranzo?

La aludida irguió la espalda de forma sutil y asintió con la cabeza, devolviéndole la sonrisa. Su ego acababa de engordar un par de kilos.

—¡Lo sabía! —exclamó la desconocida—. En casa guardamos todos sus viejos discos y ahora la escuchamos en el compact disc. No se imagina la alegría que me llevé cuando Elvira me dijo que venía al viaje. ¡Una diva del bel canto! Bueno —continuó sin perder la sonrisa, mirando a las otras dos—, también estoy encantada con las demás, por supuesto. Y, ya que vamos a pasar una semana juntas, voy a presentarme: me llamo Inés del Olmo y conozco a Elvira de las clases de pintura.

Quizá por su delgadez y su estilo desenfadado a la vez que con clase, y por su humor, a Julia se le representó en la mente la figura de la Pantera Rosa. Le dio dos besos a la nueva compañera, como acababa de hacer Sole, y tras unos minutos de charla intranscendente, resolvieron que debían tutearse.

—He venido con Matilde —las informó Inés bajando la voz—. Igual la conocéis, es Matilde Gómez del Real y Córdoba, la vidente. Bueno, ella se define como astróloga. —Inés las ponía en antecedentes mientras el altavoz del aeropuerto les recordaba que mantuvieran controlados los equipajes en todo momento—. Y ahora mismo me voy a buscarla, que por el dolor de rodillas se ha tenido que quedar sentada.

A los pocos minutos volvió acompañada de una mujer, a la que, por la evidente cojera, le costaba caminar. Llevaba las cejas finamente depiladas y el pelo, corto y blanco, cuajado de mechas de un rosa chillón. La túnica que vestía le llegaba hasta las pantorrillas, de manera que encubría los kilos que le sobraban. Como accesorio, una larga bufanda a rayas que, con un par de vueltas, le tapaba el cuello. En su juventud tuvo que ser atractiva, pero, por las arrugas de su cutis y la flacidez de sus mejillas, quizá porque ahora le interesaban otros asuntos más místicos, se apreciaba que el aspecto físico le traía sin cuidado.

—Esta maldita artritis se presenta en los momentos más inoportunos. Pero ya me he tomado la pastilla y dentro de poco se me pasará —comentó Matilde con voz grave y profunda antes de saludarlas.

Los ojos de Sole se entrecerraron con suspicacia, mientras que Cayetana examinaba a la nueva integrante del grupo con descaro. Julia, por su parte, se limitó a sonreírle y a hacer algún comentario acerca de lo bien que se lo pasarían. Pero, como las demás, había reconocido en Matilde a la famosa pitonisa o vidente o lo que fuera, de familia aristocrática, que vivía a caballo entre la capital y Marbella. Entre sus clientes, se comentaba, se encontraban personajes de las más altas esferas. Y, a pesar de que no era muy dada a prodigarse en actos sociales, más de una vez había salido en revistas del corazón.

—¿No es fantástico viajar en un grupo en el que hay dos celebridades tan flamantes como Cayetana y Matilde? —expuso la Pantera Rosa con una sonrisa jovial.

Pero ninguna respondió. Les acababa de llegar el turno de facturar y una a una fueron ocupando los puestos frente a los mostradores.

Le estaban dando la tarjeta de embarque cuando Julia, que se había quedado la última por si tenía que ayudar con algún trámite a alguna de sus compañeras, escuchó unas voces resolutivas que destacaban sobre el estruendo de las conversaciones y carcajadas que profería el gentío de la fila: «Perdonen, déjennos pasar. Vamos con ellas». Giró la cabeza y su vista se topó con la figura de Elvira. La seguía una mujer de melena rubio platino, no muy alta, embutida en un pantalón vaquero al que le faltaban un par de tallas. Como guinda del atuendo, una blusa de tirantes de exagerado escote, que mostraba un canalillo de piel agrietada por el que se intuían unos voluminosos y descolgados senos. Saltaba a la vista que en su juventud había disfrutado de un gran atractivo sexual, pero, pensó Julia, la edad no perdonaba, y la flacidez y los kilos tampoco. Quizá, si se hubiese puesto sujetador, iría más apropiada.

Las dos avanzaban por entre la cola, con algún que otro empujón y la subsiguiente queja. En una última carrera por alcanzar el mostrador, Julia escuchó el repiqueteo de sus tacones sobre el suelo, igual que un niño aporreando las láminas de un xilófono. Así consiguieron situarse a su lado.

—¡Hemos llegado a tiempo! ¡Qué suerte que te hayamos pillado todavía aquí, Julia! Por los pelos —exclamó Elvira. Sacó su pasaporte, se lo tendió a la azafata y se dirigió a ella con superioridad. A pesar de que le habló en voz baja, Julia escuchó sus palabras—: Soy de la agencia, bueno, ya sabe..., que tengo asiento asignado. —Enseguida se giró hacia su compañera—. Vamos, Lola, dale también el tuyo y así tenemos tiempo de tomarnos un café tranquilamente. He de presentarte a Julia y al resto del grupo.

—¡Ay, espera que coja aire! —El tríceps flácido y abultado de Lola bailaba al son del movimiento de su brazo al escarbar dentro del bolso—. Llevo tantas cosas que no sé dónde lo he metido. —Al cabo de unos segundos, comentó—: Por fin, no lo he perdido, aquí está. Esto me recuerda a los famosos versos de Roberto Juarroz: «Si has perdido tu nombre, recobraremos la puntada de las calles más solas para llamarte sin nombrarte... Solamente si has perdido tu pérdida, cortaremos el hilo para empezar de nuevo» —les recitó con los ojos cerrados. Al abrirlos, entregó el pasaporte y miró a Julia, saliendo del éxtasis—. Es un poema maravilloso, ¿no te parece? Por cierto, soy Lola Robles, como ves, una enamorada de la literatura.

Aunque no sabía quién era Roberto Juarroz, y mucho menos conocía los versos, Julia, con hipocresía, la felicitó con la mejor de sus sonrisas. Le dijo que era una poesía preciosa y que la pasión que había puesto al recitarla la convertía en exquisita. Pero se arrepintió nada más terminar los comentarios. Solo esperaba no haberse extralimitado y que aquella aspirante a declamadora con delirios de Anita Ekberg no le diese la tabarra durante el viaje.

Mientras Elvira les metía prisa para reunirse con el resto, Julia hizo un repaso mental de las que durante una semana iban a ser sus compañeras. Concluyó que aquellas mujeres, que no se conocían entre ellas, eran lo menos parecido al grupo de jubiladas que había imaginado.

4

SIETE DAMAS

Gracias a la intervención de Cayetana —miembro exclusivo de la empresa que gestionaba el aeropuerto y de la mayoría de las compañías aéreas—, las acomodaron en una sala vip. Apenas había gente y no tuvieron problema en escoger una mesa apartada, junto a una de las esquinas. Sin parar de parlotear, dejaron caer sus cuerpos sobre los mullidos sillones, y enseguida Elvira, que acababa de ver en la pared frontal un mostrador con comida y bebida, propuso tomar algo para hacer más llevadera la espera. Los periódicos y revistas que también se ofrecían no le interesaron en absoluto.

—Cayetana, ¿podemos coger algún tentempié? Bueno, quiero decir... si son gratis... —titubeó.

Cayetana, asintiendo, la fulminó con la mirada. Elvira se sintió al mismo tiempo aliviada, ya que podía comer de gorra, pero también sofocada. No quería que ninguna pensara que era una interesada, así que añadió:

—No os penséis que lo pregunto por el dinero, es que me armo un lío enorme cada vez que me dicen los importes en euros. Yo todavía pienso en pesetas. —Se sintió satisfecha con su explicación, sin embargo, no pudo evitar preguntar—: ¿Las bebidas con alcohol también están incluidas? En ese caso, me tomaré una copita de vino, para relajarme de la tensión del día.

Todas decidieron hacer uso del bar. Sole cogió una botella de agua con gas y le llevó una copa de champán a Cayetana. Por su parte, Inés llenó dos copas de vino blanco y le ofreció una a Matilde; la rodilla todavía le dolía y prefería quedarse sentada junto a Cayetana. Lola eligió un refresco de cola, mientras que Elvira, que intentaba pasar inadvertida, echaba un buen chorro de ginebra a su martini. Julia pensaba que todavía le quedaba un buen trecho hasta el destino y también agregó unas gotas de ginebra a su zumo de tomate.

Apenas se conocían, pero el efecto del alcohol provocó que algunas lenguas comenzaran a desatarse. Al poco, Julia había desentrañado las conexiones que unían a aquellas mujeres: la promotora del viaje, que al parecer no era el primero que organizaba, era Elvira, sin lugar a dudas. Conocía a Sole del club de lectura, así como del coro de la parroquia, y esta, que hacía las veces de dama de compañía y enfermera de «la Diva», la había convencido para que se apuntara. Se intuía, por algunos comentarios y por la poca alegría que desprendía su cara, que Cayetana atravesaba una etapa depresiva.

A pesar de que Lola odiaba guisar, acudía a clases de cocina con Elvira.

—Hace el esfuerzo porque a los hombres, además de en la cama, también se los conquista por el estómago —comentó Elvira como de pasada, terminando de engullir unos pasteles salados que asimismo había considerado oportuno coger del mostrador—, ¿verdad, Lola? Eres todavía muy joven, y con Toni muerto...

Lola se estaba poniendo unas gotas de colirio en los ojos. Reincorporó la cabeza a su estado vertical y se pasó un pañuelo de papel por el lacrimal. Con naturalidad, soltó:

—Todo cierto. Hace dos años que murió mi marido y, aunque todavía me queda vitalidad para rato, la menopausia comienza a hacer estragos. Aunque eso tú lo sabes bien, Elvirita, ya que tienes siete años más que yo, y la experiencia es un grado. Como bien me dices, a esta edad no disminuye la libido femenina; son los hombres los que deben enfocar su energía en los juegos preliminares, cosa que la mayoría no hacen.

—Tienes razón, querida. En ti el deseo sexual no ha disminuido. Eres eternamente joven.

Si los dardos envenenados que, de manera subliminal —o no tanto—, se habían enviado mutuamente les habían afectado, ninguna lo dejó entrever. El rostro estirado de Elvira no se inmutó ni un ápice mientras le daba un buen trago al martini y Lola continuó secándose la cara, lo que originó el movimiento oscilante de sus pechos.

—Y yo que estaba convencida de que la menopausia se producía a los cincuenta años... cincuenta y cinco como mucho —puntualizó Inés con su simpatía habitual. Aunque resultaba innegable que no aparentaban la edad que tenían, Lola, a tenor de la fecha de nacimiento que indicaba su pasaporte, había cumplido los setenta y, por lo que acababa de decir, Elvira tenía siete más.

Nadie se pronunció a ese respecto, sin embargo, a Julia no le pasó desapercibida la mueca de disgusto que había puesto Sole al escuchar los comentarios. Quizá no solo su vestimenta delatara su beatitud y también su pensamiento rayara en el puritanismo. Cayetana miró hacia otro lado con ostentación para que resultara evidente que aquella conversación le parecía de lo más ordinaria.

Respecto a Inés, quien coincidía con Elvira en la misma escuela de pintura, hacía años que era amiga de Matilde. Empezó acudiendo a su consulta como clienta desesperada en busca de clarividencia; el porvenir de una hija descarriada la llevaba por el camino de la amargura, y después también quiso saber de su marido. Y todas aquellas visitas, en las que de paso aprovechaba para desahogarse, desembocaron en una estrecha amistad. Ahora eran inseparables e iban juntas a todas partes.

Inés, con entusiasmo, elevó la voz para hacerse oír. A Julia le llamó la atención el hecho de que, para ser una persona tan optimista, acudiera de forma tan asidua a los servicios de una vidente. Tal vez esa alegría no era más que una máscara que encubría sus aflicciones.

—Y, ya que estamos aquí reunidas, formando un grupo de siete personas, el número mágico, con destino a un lugar tan antiguo y misterioso como Egipto —Inés le guiñó un ojo a Matilde—, ¿por qué no nos aprovechamos de que viajamos con una eminente astróloga y nos echa las cartas?

—Ay, no me hagas esto —se quejó la vidente—. No todo el mundo está de acuerdo en conocer su futuro o simplemente no cree, y hay que respetar todas las opiniones.

—Por mí, no hay ningún problema —dijo Lola. En realidad, lo estaba deseando.

—Y por mí tampoco —la secundó Elvira—. Al contrario, me hace hasta ilusión.

—Yo no creo en esas cosas, pero, si a la mayoría le apetece, pues así sea —concluyó Sole con resignación.

Cayetana, quien de vez en cuando rozaba con los labios la copa de champán, no llegó a decir nada, pero, por la expectación que mostraban sus ojos, se diría que estaba más que interesada en el tema.

La última en hablar fue Julia, y tampoco puso objeciones. Si les apetecía que una mujer con artritis y mechas rosas las divirtiera con sus oráculos, allá ellas. Al menos no les cobraba la tomadura de pelo.

—Lo hago por ti, Inés, y porque no hay casi nadie en la sala. Ya sabes que prefiero que mis sesiones sean privadas.

—Gracias, querida Mati. —Inés, llena de emoción, juntó las palmas de las manos delante del pecho—. Como somos un conjunto de siete, que es el número que representa la totalidad del universo en movimiento, saldrán unas cartas buenísimas.

Mientras sacaba del bolso un mazo de cartas del tarot y colocaba sobre la mesa a modo de mantel la tela de seda en la que venía envuelto, Matilde les explicó brevemente que su sistema se basaba en los conocimientos místicos de la Cábala. Los veintidós arcanos principales se correspondían con las veintidós letras del alfabeto hebreo, a su vez considerado el «idioma de Dios», cada carácter con su propio significado sagrado y su propio poder mágico de transformación.

Barajó las cartas sin mucha parsimonia y, al finalizar, le dijo a Inés:

—Corta.

A continuación, colocó las cartas que habían quedado encima en grupos de cuatro. Sonrió al terminar con la primera fila: el mundo, los enamorados, la reina de copas y el carro. Matilde puso el dedo sobre este último naipe y, por los comentarios, Julia intuyó que se trataba del viaje.

—El destino nos depara grandes sorpresas y cambios. Incluso veo el amor, alguna lo va a encontrar —comentó la vidente.

—Pues a este paso, como no sea mi vecino de nicho, yo me lo veo crudo —afirmó la Pantera Rosa con gesto serio.

—Creía que estabas casada —le soltó Lola con sarcasmo.

—Y lo estoy, pero matrimonio no es sinónimo de amor.

El comentario las hizo reír. Matilde prosiguió con la segunda fila y las seis, incluidas Sole y Julia, que eran las más escépticas, se inclinaron hacia delante para seguir la tirada con atención. Por eso todas, sin excepción, vieron cómo palidecía el rostro de la astróloga al colocar con mano trémula la última carta.

Allí estaban: el caballo de espadas, la muerte, la sota de espadas y el cinco de espadas.

Las seis se quedaron a la expectativa, pero Matilde se limitó a parpadear varias veces examinando la tirada que acababa de efectuar. De forma inesperada, recogió las cartas de un manotazo y las puso de nuevo dentro del pañuelo.

—Me sucede como a Superman con la kriptonita: tengo un talón de Aquiles. Soy incapaz de leer las cartas cuando me atañen personalmente. —Aunque lo que acababa de explicar era cierto, ese no era el motivo por el que había guardado el tarot de una manera tan rotunda. Pero debía dar una explicación convincente a la concurrencia y ese fue el primer motivo que se le ocurrió—. Tendría que echaros las cartas una a una, y se haría muy largo. Mejor me tomo otra copa de vino.

A pesar de encontrarse contrariada, ya que conocía el significado de algunas cartas y se había quedado escamada, Inés se ofreció a llevársela. No quería que su amiga sufriera a causa de su rodilla.

—No te preocupes. Llevo mucho rato sentada y ya es hora de que me levante. La pierna casi no me duele —dijo Matilde, apoyando las manos en el asiento para darse impulso. Una vez de pie, sacó un abanico del bolso y comenzó a darse aire. Estaba sudando.

—Pero ¿qué significa la muerte? —quiso saber Lola desde su asiento—. ¿Las cartas te han dicho algo sobre mí?

En ese instante la puerta se abrió y por ella entró un sujeto varón de mediana edad. Ese hecho provocó que Lola se olvidara de la pregunta. En su lugar, cruzó las piernas con coquetería y le lanzó una insinuante sonrisa. Pero él no la llegó a ver. La puerta se había vuelto a abrir y todos enfocaron la vista en la cabeza de un hombre de pelo oscuro que asomó por ella, echó un rápido vistazo a la sala y volvió a cerrarla.

A Matilde le vino bien para no tener que responder y así continuar hacia el mostrador de las bebidas acompañada de Inés. Esta le iba a hacer un comentario cuando se vio sorprendida por la voz de Lola, que, puesta en pie, empezó a declamar como si estuviera actuando frente a un auditorio. Al parecer, no se le había ocurrido otra idea más discreta para llamar la atención del caballero, pues tenía los ojos puestos en él:

—»Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo...».

El hombre se sintió el centro de atención. Para salir del atolladero, se llevó la mano al pecho y agachó la cabeza en señal de admiración y agradecimiento por aquellos versos. Pero, con rapidez, se encaminó hacia la esquina opuesta de la sala. A pesar de la huida, Lola no se amilanó y se acercó a él con el objetivo de entablar conversación.

—Menuda lagarta está hecha. —Los ojos de Elvira echaban chispas al ver la forma en que Lola se arrimaba al señor con aire de ejecutivo—. ¡Si podría ser su hijo!

—Y, encima, destroza la poesía de Neruda. ¿Qué culpa tendrá el pobre poeta? —Cayetana volvió a tocarse las perlas—. Esa no tiene ni idea de declamar. Se hace así: «Muere lentamente quien evita una pasión y su remolino de emociones, justamente estas que regresan el brillo a los ojos y restauran los corazones destrozados» —recitó sin el dramatismo exagerado de Lola.

Julia se fijó en la actitud de Sole. No decía nada, pero resultaba evidente que algo la incomodaba, ya que examinaba a sus compañeras con el ceño fruncido mientras daba pequeños sorbos a su agua con gas. Apostaría lo que fuera a que había catalogado a Lola de ninfómana.

Decidió que era el momento de ponerse otro zumo de tomate con bastante más ginebra que el anterior. En el mostrador se quedó cerca de la pareja formada por la vidente y su inseparable y optimista amiga. Cuchicheaban entre ellas y no quería molestar.

A pesar de que solo escuchó algunas palabras, supode sobra que estaban hablando de la tirada de tarot. Seguro que había salido alguna catástrofe.

—Dime la verdad, Mati, porque yo sé que la sota de espadas representa una traición —le insistía Inés—. ¿Qué significaba toda la tirada?

Matilde se terminó la copa de un trago y después le dijo con su voz profunda:

—A ti no te puedo engañar. Muerte violenta provocada por una traición. Alguna de nosotras va a morir.

—¡Dios mío, Matilde! Me estoy asustando de verdad. ¡Tú siempre aciertas!

—Olvídalo y ponme más vino. Seguro que se trata de un error de las cartas y lo vamos a pasar bien.

Pero, pese a sus palabras de alivio, los dedos de Matilde todavía temblaban mientras sujetaba la segunda copa.

Al poco embarcaron. Lola, junto a Elvira, estaba que no cabía en sí de gozo. Ramón —que así se llamaba el caballero al que había abordado— le había pedido el teléfono, y no dudaba de que en breve recibiría su llamada. En cuanto a Elvira, también parecía que la vida le sonreía. El azar había querido que le tocara la plaza de pasillo en la salida de emergencia.

—Qué suerte hemos tenido, ¿verdad? —Desde su asiento, unas filas por detrás de sus compañeras, Elvira elevó la voz—. A Lola y a mí nos ha tocado un poco separadas, pero no estamos tan lejos las unas de las otras. Este viaje va a ser inolvidable.

5

VOLANDO A EGIPTO

Habían pasado más de cinco horas cuando aterrizaron en Luxor. Eran las seis de la tarde y, a pesar de que ya había anochecido, al salir del avión notaron el latigazo de un aire sofocante, igual que la humareda que se produce al abrir la puerta del horno al sacar el asado.

Julia, que empezaba a experimentar los primeros síntomas de cansancio, se colgó el abrigo en el brazo y anduvo junto al resto de los pasajeros los escasos metros que los separaban del edificio de la terminal de control de inmigración y recogida de equipajes. Se recriminó no haber dormido un poco durante el vuelo, pero la amena charla con Cayetana se lo había impedido. A la que en un principio había tachado de diva, con las connotaciones negativas que ello implicaba —entre otras cosas, soberbia y engreimiento—, también le reconoció otros aspectos positivos.

***

A las dos les había tocado pasillo en la misma fila y, pese a que Sole estuvo junto a Cayetana, participó en contadas ocasiones. Durante el despegue bisbiseó con el rosario en la mano y, una vez el avión tomó altura, se aferró a El código Da Vinci, libro recién publicado que fue propuesto por uno de los miembros de su club de lectura. Cayetana, por su parte, se ladeó hacia Julia para conversar con ella:

—No me gusta criticar a la gente, pero, en este grupo que el azar ha unido, tú eres la única que me parece normal. Bueno, Inés tiene clase e incluso podría resultar simpática y entrar en la denominación de «persona corriente» si no fuera por ese apego exacerbado a todo lo esotérico... —La dama del bel canto se expresó con aire melancólico.

Julia le respondió con una sonrisilla. Opinaba que aquel grupo variopinto, del que la diva tampoco escapaba, era un tanto peculiar, pero prefería guardarse su opinión; entre otras cosas, Matilde e Inés ocupaban los asientos de delante y, aunque las oía hablar, lo más seguro era que también estuvieran pendientes de ellas.

Sin embargo, tampoco hizo falta que respondiera; la intervención inesperada de Sole las sorprendió, ya que ni se molestó en bajar la voz:

—Lola Robles es una chabacana de tomo y lomo. Hay gente que nace sinvergüenza y ya nunca cambia. En cuanto a la fresca de Elvira, hay personas que, como yo, están dispuestas a pagar un canon por no viajar solas. La soledad nos lleva a cometer estupideces. Aunque en el club ya hay algunas que se han cansado de ella y le dan la espalda. Se rumoreó que a una tal Inés le gastó una buena, pero no estoy segura de que se trate de la misma Inés que ahora viaja con nosotras. —Tras las aclaraciones, prosiguió con la lectura. Antes de despegar había dicho que el libro era un bodrio, pero, por las horas que pasó enfrascada en él, se diría que la tenía fascinada.

—A mí me da igual la gente, la verdad —se sinceró Julia—. He venido a desconectar. Así que conoceré Egipto, haré fotos y trataré de pasarlo lo mejor posible. No aspiro a más.

Sin embargo, ese comentario no satisfizo la curiosidad de Cayetana. Como no era de las que claudicaban con facilidad, volvió a la carga:

—Pero estás casada y has decidido dejar a tu familia para viajar con una pandilla de ancianitas. Me llama poderosamente la atención. —Sus ojos tristes la escrutaban con atención. Un pensamiento la hizo reaccionar y enderezó su cuerpo—. Tal vez pienses que soy una entrometida y casi es mejor que no me contestes. Perdona.

—Lo he pensado, sí. Me refiero a eso de que eres una entrometida. —La franqueza de Julia desconcertó a la Diva, que la miró de reojo con estupor—. Pero no me importa responderte. A lo mejor me viene bien contar mis penas: tengo un marido, un hombre al que todos tildan de maravillosa persona, pero que a mí, después de diez años de matrimonio, me cuesta aguantar, y una familia que no es que no me apoye, es que más bien diría que lleva toda la vida aplastándome. Y no son imaginaciones mías, como me dice mucha gente al enterarse de que soy adoptada, es que es la verdad. Ah, y para que no te quedes con la duda, no tengo hijos. ¿Satisfecha? —Esta vez fue Julia quien sondeó a Cayetana con la vista—. ¿Y tú? A mí también me llama poderosamente la atención que una gran dama se haya embarcado en un viaje con un grupo de desconocidas para escapar de... ¿De qué? ¿De la tristeza? ¿La depresión?

—Ya me dijo Sole que eras muy moderna —respondió la Diva, y soltó una carcajada. Julia se unió a ella—. Lo que no me dijo es que no tienes pelos en la lengua. Me lo tengo merecido por cotilla. —Las facciones se le alegraron—. Y tienes razón, he venido por prescripción médica, para distraerme de mi depresión, soledad, tristeza o como quieras llamarlo. Desde que dejé de cantar, ya no he vuelto a ser la misma.

—¿Y por qué dejaste de cantar?

—Porque me fui quedando sin voz y porque... porque perdí a François, el amor de mi vida.

—No recordaba que estuvieras casada. Aunque tampoco es que siguiera tu vida privada, la verdad.

—Vas a pensar que soy una cualquiera, y me avergüenzo de ello, pero creo que a ti te lo puedo contar. —Miró de reojo a Sole para constatar que seguía pendiente del libro y continuó en un susurro—: Fue un amor secreto porque, aunque pasaba poco tiempo con su mujer, él estaba casado. Era católico y no pensaba divorciarse, y la nulidad eclesiástica tampoco entraba en sus planes. —Al hablar parecía que su mente se encontrase a cientos de kilómetros—. Aun así, éramos muy felices. Entonces yo vivía en París y me sentía libre, cantando y viajando de ciudad en ciudad sin descanso. Pero un buen día François, tras más dos décadas juntos, desapareció, y nunca más volví a saber de él.

—¿Me estás diciendo que desapareció sin darte ninguna explicación? —Además de extrañarse por la desaparición, Julia pensó, aunque no lo expresó en voz alta, que aquella mujer, que había vivido en una sociedad llena de prejuicios morales, era una adelantada a su época al haber renunciado a un marido para conformarse con un amante. Aunque quizá por eso mismo se había esforzado en ocultarlo.

Con coquetería, como si se preparase para recibir al galán perdido, Cayetana extrajo un espejito del bolso y se miró en él para retocarse el moño y pintarse los labios.

—Lo intenté localizar por todas partes, pero ni siquiera regresó a la galería de antigüedades de la que era propietario. Y sus empleados tampoco pudieron decirme nada acerca de su paradero. Solo me confirmaron que recibían instrucciones por teléfono. —Se llevó las manos a la cara y se cubrió el rostro—. ¿Por qué, si quería librarse de mí, no tuvo la valentía de decírmelo a la cara?

—Un poco raro sí que parece —alcanzó a pronunciar Julia, antes de verse interrumpida.

—Perdón por meterme donde no me llaman, pero no he podido evitar escuchar la última parte de tu historia —intervino Matilde de forma inesperada. También le había tocado pasillo y ocupaba el asiento delantero al de Julia—. Quizá yo pueda ayudarte a resolver el misterio. Si quieres, claro. Pero ya sabes cómo son los hombres, unos cobardes.

Aquella invasión de su intimidad le pareció una terrible falta de educación a Cayetana, por muy aristócrata que fuera la lengua de la que provenía. No obstante, tuvo la suerte de poder ahorrarse palabrería al ver que las azafatas se acercaban con el carrito de la cena. Con una mueca distante pero sin perder la compostura, le dijo:

—Gracias, Matilde. Lo pensaré.

En cuanto la auxiliar de vuelo colocó la bandeja sobre su mesilla, miró a Julia con cara de espanto y le cuchicheó a modo de queja:

—Qué mujer tan desconsiderada. Vaya falta de respeto.

Continuaron charlando, pero a partir de ese instante la conversación se volvió intranscendente.

***

Resolvieron los tramites de visados y recogieron el equipaje en un santiamén. La agencia contratada por Elvira había enviado un delegado que, en vista de la rapidez con la que solventó las gestiones, conocía de sobra a los policías de inmigración.

A la salida del aeropuerto las esperaba un microbús, y en él se montaron las siete, acomodadas por parejas, a excepción de Julia, que se sentó sola. Apoyó la cabeza en el cristal y escuchó la voz del egipcio, que las informaba de los pormenores sobre su traslado al barco, les explicaba algunas expresiones árabes y les ofrecía agua fresca para llevarse al barco. Pero mucho antes de que terminara se quedó dormida.

Unos quince minutos después, y todavía bajo los efectos de la somnolencia, descendió junto al resto de sus compañeras los amplios escalones de piedra que conducían al embarcadero, hasta situarse frente a la eslora de la motonave. Un hombre con un turbante mugriento, que hacía las veces de vigilante, las invitó a pasar con un gesto de la mano. A través de una pasarela metálica cruzaron al interior. Otro grupo de pasajeros, que habían compartido avión con ellas y acababan de llegar en otro autobús, siguieron sus pasos, pero estaban demasiado abrumadas como para fijarse en ellos.

A primera vista les pareció precioso, con elegantes escaleras de mármol junto al ascensor y ornamentos dorados que recordaban el lujo árabe. Pero el traductor enviado por la agencia les indicó que continuaran, pues todavía no habían llegado a su destino. Al parecer, varias naves se abarloaban en el mismo muelle y tuvieron que atravesar otros dos pequeños puentes hasta alcanzar la suya.

Era una embarcación mucho más antigua que las anteriores, en la que una mortecina luz de color blanco les ofrecía la posibilidad de distinguir una moqueta verde raída por el uso, a juego con las cortinas. La escasa decoración había vivido tiempos mejores. Una joyería sacada de un bazar de poca monta y una pequeña tienda de souvenirs completaban el espacio. Desde algún lugar sobre sus cabezas se filtraba una música de acordes morunos.

A pesar de la fatiga, la decepción se reflejó en el rostro de las siete viajeras.

—¿Dónde está el ascensor? —preguntó Matilde con espanto, mientras se llevaba la mano al muslo. Aunque aclaró que las rodillas ya no le dolían, le parecía una desconsideración tener que subir y bajar escaleras sin previo aviso. Inés estuvo de acuerdo.

—Habrá peluquería, ¿verdad? —quiso saber Sole, mirando de reojo a Cayetana. Esta última parecía a punto de hiperventilar.

Para ayudar a resolver el dilema, Inés se acercó hasta la recepción y se dirigió con desparpajo al joven que se encontraba tras el mostrador. Con un impecable acento francés, se aventuró a preguntar:

—S’il vous plaît, pouvez-vous me dire où se trouvent l’ascenseur et le coiffeur?

El recepcionista, sin dejar de mirarla, parpadeó con inocencia. No había entendido nada.

—¿Por qué le hablas en francés? No creo que te entienda —quiso saber Julia, soltando una carcajada. La espontánea intervención de Inés había conseguido relajarlas—. Egipto fue una colonia británica y en todo caso, si no sabes árabe, mejor pregúntale en inglés.

—Eso lo ha hecho para que todas nos enteremos de que ha vivido muchos años en Francia y domina el idioma a la perfección —dijo Elvira con superioridad—. Yo no hablo francés, pero cultura no me falta, y que Egipto era una colonia británica lo tenía clarísimo.

—No es verdad, Elvira —dijo Inés en tono de queja, al mismo tiempo que sacaba carácter—. Me he dirigido a él en francés porque muchos países africanos fueron posesiones francesas y simplemente me he equivocado.