Tuyo es el mañana - Pablo Martín Sánchez - E-Book

Tuyo es el mañana E-Book

Pablo Martín Sánchez

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Beschreibung

"Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer. No deberías porque el infierno está ahí afuera. Hay manifestaciones día sí y día también. La gente habla de elecciones. De atentados. De amnistías. […] Pero la historia que marcará tu vida va a suceder mucho más cerca, a unos pocos kilómetros de distancia. Sucederá en Barcelona y habrá una niña y un perro, un hombre y una mujer, un viejo y un cuadro. Oyes las campanas de una iglesia cercana. Sientes una nueva contracción. Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer". La medianoche del 18 de marzo de 1977 la suerte de un bebé que se desliza por el cuello del útero de su madre quedará ligada a las vidas de seis individuos. Tuyo es el mañana es la obra de un hábil demiurgo que, al inscribir las diversas y coloridas voces de los personajes en la secuencia del tiempo y el espacio, recrea la imbricada trama de azares de que está hecha la vida y nos descubre un magnífico jardín de senderos que convergen. "Si tuviera ahora que nacer, estaría tan atemorizado que me negaría. No sólo el mundo en general es extraño, sino también nuestro mundo más íntimo, allí donde se habla la lengua del terror. Este libro de Pablo Martín Sánchez no sólo es buenísimo por su maestría en el estilo, sino por su estructura tan inteligente como perfecta. Un extraordinario sucesor de Sterne y de Perec". Enrique Vila-Matas "Lo que más aprecio cuando leo esta obra de Pablo Martín Sánchez es su gran capacidad para sorprenderte, para invitarte a pensar en cada párrafo" Màrius Serra "Una historia cuyo relato bascula entre el humor y el sentimiento trágico y la ridiculización crítica". Ana Rodríguez Fischer, Babelia "Pablo Martín Sánchez captura el eco de las voces de 1977. La estructura del libro diferencia tan bien las historias de los seis personajes hasta el punto de que cada uno tiene su propio tono, ritmo y tempo". Carlos Sala, La Razón "Martín Sánchez tiene toda la razón: suyo es un mañana que ya empezó hace cuatro años". Masoliver Ródenas, La Vanguardia "Una novela no sólo ingeniosa sino también inteligente". Domingo Ródenas de Moya, El Periódico "Novela de vidas cruzadas que sucede durante 24 horas perfectamente señaladas, casi minuto a minuto". Xavi Ayén, La Vanguardia "Pablo Martín Sánchez es un enamorado del lenguaje incapaz de conformarse con lo ya conseguido". Nuria Azancot, El Cultural "Una novela intensa que combina con destreza la introspección, el humor, la intriga y el análisis político". Rafael Narbona, Revista de Libros "Un libro sorprendente que te atrapa y te que te hace pasar una página tras otra hasta que ya no puedes más; que te hace fruncir el ceño un momento para luego hacerte reír y reír, porque el autor tiene un gran sentido del humor. Pero siempre con armonía, precisión y control. Tuyo es el mañana conmueve tanto como provoca rebelión. Por el pasado que narra, lleno de violencia y represión, pero no solamente por eso, sino porque los problemas de 1977 evocados en estas 314 páginas siguen siendo relevantes". L'ivresse Littéraire

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Seitenzahl: 312

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Ähnliche


PABLO MARTÍN SÁNCHEZ

TUYO ES EL MAÑANA

ACANTILADO

BARCELONA 2020

CONTENIDO

MEDIANOCHE

00:00 Clara Molina Santos (Barcelona)

00:18 Gerardo Fernández Zoilo (Barcelona)

01:19 Solitario VI (Santa Coloma de Gramenet)

01:55 Carlota Felip Bigorra (Barcelona)

02:42 José María Raich y Ros de Olano (Roma)

03:18 María Dolores Ros de Olano y Figueroa (Barcelona)

MADRUGADA

04:00 Gerardo Fernández Zoilo (Barcelona)

04:37 Carlota Felip Bigorra (Barcelona)

05:15 María Dolores Ros de Olano y Figueroa (Barcelona)

06:01 José María Raich y Ros de Olano (Roma)

06:44 Solitario VI (Santa Coloma de Gramenet)

07:11 Clara Molina Santos (Barcelona)

MAÑANA

08:00 Carlota Felip Bigorra (Barcelona)

08:40 José María Raich y Ros de Olano (aeropuerto de Fiumicino, Roma)

09:12 Clara Molina Santos (Barcelona)

09:55 Solitario VI (Barcelona)

10:53 María Dolores Ros de Olano y Figueroa (Barcelona)

11:22 Gerardo Fernández Zoilo (Bellaterra)

MEDIODÍA

12:00 José María Raich y Ros de Olano (Barcelona)

12:40 Solitario VI (Barcelona)

13:18 Gerardo Fernández Zoilo (Sant Cugat del Vallès)

14:01 María Dolores Ros de Olano y Figueroa (Barcelona)

14:30 Clara Molina Santos (Barcelona)

15:15 Carlota Felip Bigorra (Tarragona)

TARDE

16:00 Solitario VI (Barcelona)

16:36 María Dolores Ros de Olano y Figueroa (Barcelona)

17:10 Carlota Felip Bigorra (Tarragona)

17:53 Clara Molina Santos (Barcelona))

18:36 Gerardo Fernández Zoilo (Sant Cugat del Vallès))

19:26 José María Raich y Ros de Olano (Barcelona)

NOCHE

20:00 María Dolores Ros de Olano y Figueroa (Barcelona)

20:36 Clara Molina Santos (Barcelona)

21:16 José María Raich y Ros de Olano (Barcelona)

21:58 Gerardo Fernández Zoilo (Barcelona)

22:46 Carlota Felip Bigorra (Barcelona)

23:15 Solitario VI (Barcelona)

A l. m. q. m. p.

Singulos dies singulas vitas puta.

SÉNECA

Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer. No deberías porque el infierno está ahí afuera. Hay manifestaciones día sí y día también. La gente habla de elecciones. De atentados. De amnistías. Y estás tan bien en tu cueva. Tan calentito. Tan ingrávido. No tienes que respirar, ni que comer, ni que llorar. ¿Para qué, si no te oyen? Patalear, eso sí. Dar manotazos. Como un púgil o un karateca. Demostrar que estás preparado para enfrentarte a la vida. A un medio hostil. La vida te da mucho, dice la gente. Pero lo primero que te da son dos cachetes en el trasero. Como esos que suenan en la habitación de al lado, seguidos de un llanto desgarrador. Las paredes abdominales amortiguan los sonidos, pero no pueden impedir que te sobresaltes al escuchar el rugido de una moto, el gimoteo de un claxon, el tañido de una campana. Tu ritmo cardíaco se acelera. Te atragantas con el líquido amniótico. Tienes un ataque de hipo. La frecuencia de las contracciones indica que se acerca el momento de asomar la cabeza al mundo. Un mundo en el que hoy van a ocurrir muchas cosas. Cosas buenas y cosas malas. En El Congo van a matar al presidente Marien Ngouabi. En Italia habrá huelga general. En España el Boletín Oficial del Estado va a anunciar un nuevo indulto. Pero la historia que marcará tu vida va a suceder mucho más cerca, a unos pocos kilómetros de distancia. Sucederá en Barcelona y habrá una niña y un perro, un hombre y una mujer, un viejo y un cuadro. Oyes las campanas de una iglesia cercana. Sientes una nueva contracción. Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer.

MEDIANOCHE

00:00CLARA MOLINA SANTOS (BARCELONA) Por más que lo intento, no me puedo dormir. Vuelvo a oír el reloj de cuco que los Dalmau tienen en el salón, justo encima de mi cama. No entiendo cómo consiguen coger el sueño con ese bicho cantando a todas horas… Desde que he tomado la decisión, la cabeza me da vueltas como una noria. Ya me he hecho la enferma varias veces y mamá empieza a sospechar. Pero no pienso ir a la excursión. Me da miedo lo que pueda hacerme el estúpido de Pena… Algunas noches sueño que mamá y yo tenemos un reloj como el de los Dalmau, pero al dar la hora no sale el pajarillo, sino el idiota de Pena diciendo ¡Cla-ra!, ¡Cla-ra!, ¡Cla-ra! Se cree muy listo porque tiene un hermano en el instituto, pero a mí no me impresionan ni sus cartas con mujeres desnudas, ni las pelis de dos rombos que dice que ve, ni los chupetones que tiene en el cuello… ¡si todo el mundo sabe que se los hace él mismo calentando una cucharilla con un mechero! En la enciclopedia Larousse he encontrado dos palabras que le van que ni pintadas. Una ya la conocía, se la oí decir muchas veces a mamá cuando papá aún vivía con nosotras: sádico, más que sádico. Viene de sadismo: crueldad refinada, con placer de quien la ejecuta. La otra la he encontrado por casualidad, hojeando al tuntún la enciclopedia: algolagnia, del griego algos: dolor, y lagneia: placer. Seguro que Pena siente placer con nuestro dolor, seguro que le encanta ver el color de plátano pasado que nos dejan en las piernas sus puntapiés. Lo que no entiendo es por qué a mí también me pega, si dice que le gusto y me manda notas a través de sus amigos. El otro día Ferran se acercó y me dio un papelito. De parte de José Manuel, dijo. Y se fue. Tenía lágrimas en los ojos. Yo es que creo que a Ferran también le gusto, no veas qué fastidio. Y todo por culpa del dichoso pajarito, que decía papá. Menos mal que la cremallera hace de jaula y no sale gritando a todas horas, como el reloj de los Dalmau…

Oigo a mamá roncar en su cuarto. Qué vida lleva la pobre. Desde que papá nos dejó y vinimos a Barcelona, no hace más que trabajar. A veces la pillo llorando y no me deja consolarla. Se seca las lágrimas y me manda a hacer los deberes. Yo también quiero llorar, pero no me sale. Pienso en papá y no me sale, y al ver que no me sale se me llenan los ojos de lágrimas y entonces ya no sé si lloro por papá o porque no puedo llorar por papá, menuda gaita. Cuando vivíamos en Madrid, en nuestra casa con jardín, todo era distinto. Yo quería un hermanito, pero papá y mamá no paraban de discutir, y así es imposible tener hijos… Por eso me aficioné a los animales: perros, gatos, peces, tortugas, hámsters. Ahora me tengo que conformar con una granja de hormigas, porque aquí en la portería no nos dejan meter mascotas. Que no se me olvide mañana echarles agua con azúcar, que con lo nerviosa que estaré… ¿Y si lo hago ahora? Mamá sigue roncando, no creo que se despierte.

Enciendo la luz de la mesilla de noche. Me acerco al terrario. Las hormigas, excitadas, corretean por los conductos que han construido. He leído que pueden comunicarse entre ellas y mandarse señales de alarma. Pego la oreja al cristal, pero no oigo nada. A lo mejor se comunican por telepatía… Sería lo más práctico, porque así podrían hablar también con sus compañeras del hormiguero. Seguro que las echan mucho de menos. Si algún día me canso de ellas, las llevaré de vuelta a casa. No está lejos, subiendo por la carretera del Tibidabo. Fui con mamá el lunes de Pascua, con una pala y un bote de cristal. El terrario ya lo tenía, me lo había regalado el señor Raich, el del tercero primera. Es un viejo baboso, pero hay que reconocer que acertó con el regalo. Mamá se cree que es su manera de tirarle los tejos, pero yo tengo otra teoría… Dicen que es un hombre muy rico y que se quedó huérfano de pequeño, que su padre murió en un accidente de avión antes de que él naciera y que luego su madre se sacrificó para salvarle la vida. Se ve que hubo un incendio y tuvo que saltar por la ventana con él en brazos. Se ve que le hizo de colchón y lo salvó, pero ella acabó espachurrada en el patio…

Mamá ha dejado de roncar. Oigo que murmura algo. Quizá esté soñando en voz alta. Será mejor que apague la luz y me siente en la cama… A oscuras, junto el pulgar de la mano derecha con el índice de la mano izquierda y el pulgar de la izquierda con el índice de la derecha, y empiezo a dibujar círculos, pasando de unos dedos a otros. Es un gesto que le he visto hacer en la tele a la abogada Kate McShane cuando quiere concentrarse. Cuento hasta cien. Vuelven a oírse los ronquidos. Enciendo la luz y salgo de mi cuarto sin ponerme las pantuflas. Cruzo de puntillas el salón. Me meto en la cocina, avanzo a tientas, lleno un vaso de agua hasta la mitad. Abro el armario, la puerta chirría. Contengo la respiración. Saco la azucarera, cojo un puñado de azúcar y lo echo en el vaso. Dejo la azucarera en su sitio y salgo de la cocina. De nuevo en mi cuarto, remuevo el azúcar con un rotulador y lleno una jeringa con la mezcla. Quito uno de los tapones del terrario y voy dejando caer gotas de agua azucarada sobre la tierra. Las hormigas han subido otro cadáver a la superficie, a la casita en miniatura de la esquina. No sé por qué siempre las dejan ahí, será que les recuerda el cementerio que tienen en su hormiguero, o que es el lugar más cercano a la salida y quieren que me las lleve. Meto la punta del compás y pincho la hormiga muerta. La saco con cuidado y la tiro a la papelera, comprobando que tenga la cabeza pegada al cuerpo. Desde que leí que una cucaracha puede vivir nueve días sin cabeza antes de morirse de hambre, siento curiosidad por saber si las hormigas pueden hacer lo mismo…

—¡Clara, la luz!

Maldita sea. Me meto en la cama de un salto y apago el interruptor. Me admiro de mi propia agilidad. Cuando hago estas cosas me siento ligera como la pluma del póster que hay detrás de la puerta, una pluma blanca cayendo sobre una azada oxidada. Es de un festival de poesía, estaba pegado en un muro, me gustó, lo arranqué y me lo llevé a casa. Había más. A veces lo miro y me pregunto: si yo soy la pluma, ¿quién es la azada? Y la respuesta es siempre la misma: el cafre de Pena. Sería tan feliz si él no existiera… Un día me pega y al día siguiente me hace un regalo. A cambio de una patada, una amapola. A cambio de un puñetazo, una canica. Los acepto para que no se enfade y luego me deshago de ellos mientras vuelvo a casa. Pero será mejor que deje de pensar en él o pasaré la noche en vela. Necesito estar descansada para mañana. Pruebo todos los trucos que sé para coger el sueño. Cierro los ojos y me imagino que estoy en una habitación azul, sin puertas ni ventanas, acostada sobre un colchón azul cubierto con sábanas azules. Pasan los minutos y no me duermo. Me imagino a Nadia Comăneci en las barras asimétricas, dando vueltas y más vueltas, un truco que nunca falla, pero cuando estoy a punto de conseguirlo, el reloj de los Dalmau vuelve a desvelarme. Saco las manos fuera de la manta y empiezo a hacer el gesto de la abogada Kate McShane, una vez, dos, tres, cuatro, cinco… Cuando llego a cien, tengo frío en los brazos y sigo despierta. Los vuelvo a meter debajo de la manta y me los pongo entre las piernas. Aprieto los muslos. Siento un calorcito rico. Cambio de posición, de cara a la pared. Intento pensar en algo agradable… Estoy en la bañera que teníamos en Madrid, llena de espuma. Empiezo a jugar con la esponja, me la restriego por todo el cuerpo… El agua está caliente, el baño se llena de vapor… Meto la cabeza debajo del agua, abro los ojos, voy cayendo hacia el fondo, cada vez más al fondo… El agua se llena de peces y de algas que me rozan y me envuelven, se frotan contra mi cuerpo… cierro los ojos… la oscuridad me abraza… me dejo seducir por el susurro del silencio…

00:38GERARDO FERNÁNDEZ ZOILO (BARCELONA) El chileno se levanta para ir al lavabo. Me pregunto si habré hecho bien invitándolo a nuestra mesa. Carlota me mira y sonríe sacando la punta de la lengua entre los dientes. Le brillan los ojos:

—Así que es verdad lo que se rumorea.

—¿Y qué se rumorea?

—Que has vivido en Chile. Que trabajaste con Allende. No lo sabía.

Ay, Carlota, hay tantas cosas que no sabes y que es mejor que no sepas…

—Viví cuatro años en Santiago, sí. Pero no trabajé con Allende. Fui a un simposio a la Universidad de Chile, me enamoré de su proyecto y me quedé. Luego vino el milico reculiao y todo se fue al carajo. Aunque en el fondo la culpa fue de Allende. Como dice un amigo: el revolucionario a medias cava su propia tumba.

Carlota se muerde la parte interior del moflete, en un gesto que le he visto hacer en clase y que me vuelve loco. ¿Cuánto llevas sin acostarte con una mujer, Gerardo?

—No me salen las cuentas.

—¿Qué cuentas?

—Dices que estuviste cuatro años.

—Sí, ¿y?

—Pues que el gobierno de Allende no duró ni tres. ¿Qué pasó cuando Pinochet subió al poder?

Ay, Carlota, no preguntes tanto. ¿De verdad quieres saber qué ocurrió? ¿De verdad quieres que te cuente qué hice y qué me hicieron? ¿Quieres saber qué se siente cuando llaman a tu puerta en mitad de la noche? ¿Cuando te ponen una metralleta en la garganta y te dicen «Esto es un allanamiento»? ¿Cuando descubren tus artículos maoístas dentro de los discos de Brassens que tu mujer guarda celosamente en un baúl?

—Nada, que las nuevas autoridades universitarias me propusieron otro puesto, pero lo rechacé…

El chileno vuelve del lavabo y me brinda un pretexto para cambiar de tema:

—¿Queréis otra cerveza?

Carlota se anima:

—¿La penúltima?

El chileno menea la cabeza:

—No, gracias, por hoy tengo suficiente. Me acabo ésta y me voy a dormir con la alegría de saber que en España no se olvidan de Allende.

Miro a mi alrededor y digo, bajando un poco la voz:

—Aquí quieren que olvidemos muchas cosas, ¿sabes? Pero no lo van a tener fácil. Para empezar, quieren que olvidemos cuatro décadas de dictadura. Y luego que olvidemos que hemos olvidado. Porque la amnesia es la única manera que tienen de perpetuarse en el poder y la memoria se ha convertido en nuestra forma de resistencia. Por algo, en griego clásico, verdad y olvido son palabras opuestas, ¿no es cierto? Supongo que en Chile acabará pasando lo mismo. De todos modos, no creas que el español de a pie sabe muy bien quién es Salvador Allende. ¡Aquí el único chileno que todo el mundo conoce es Bigote Arrocet!

—¿Bigote Arrocet?

—Sí, hombre, el pinochetista ese que sale en la tele contando chistes…

Carlota pone cara de extrañeza:

—¿Pero Arrocet no era argentino?

La miro y exclamo:

—¡Encima!

Nos echamos a reír.

—Esto me recuerda lo que dice un escritor de mi país. Que los cuatro grandes poetas de Chile son tres: Alonso de Ercilla y Rubén Darío.

Volvemos a reír. El chileno apura su cerveza. Se levanta, se pone la chupa de cuero, se despide de nosotros y sale del local con las manos en los bolsillos. Miro a Carlota.

—¿La penúltima, pues?

Me levanto y me acerco a la barra, que está hecha con puertas de madera. El barman atiende a un tipo con melena a lo sota de bastos y jersey de cuello alto color burdeos. Mientras le sirve un cubalibre le cuenta lo ocurrido en la calle Canuda, donde un grupo de radicales ha lanzado cócteles molotov contra el local de Fuerza Nueva y la policía ha detenido a varios de los agresores. Espero que ninguno de los nuestros estuviera involucrado. Por una tontería así se puede ir todo a la mierda. Me pregunto si no debería llamar a Olof para informarme, el huevón del Pampa es capaz de haber hecho alguna de las suyas. Pido dos cervezas y me doy la vuelta para contemplar a Carlota. Ha encendido un cigarrillo y fuma con indolencia, mientras observa el disco de Lluís Llach que se ha comprado esta tarde. ¿Cuánto hace que coqueteas con ella, Gerardo? Desde las primeras semanas de curso, probablemente. Puede que desde el primer día.

—Aquí tiene.

Cojo las cervezas y vuelvo a la mesa:

—Qué tipo más curioso ese chileno, ¿verdad? ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—No lo ha dicho.

No, no lo ha dicho. Yo tampoco le he dado mi nombre. Sabía demasiado de poesía para ser un confite, pero no puede uno fiarse de nadie.

—¿Te importa si hago una llamada?

—Claro.

Me dirijo a la entrada del local mientras busco una ficha telefónica. Diría que me quedaba una. ¿Dónde la habré metido? La encuentro en el bolsillo trasero del pantalón, pero el teléfono está fuera de servicio. Salgo a la calle en busca de una cabina. Hay una un poco más arriba, pero alguien ha arrancado el auricular. Voy hasta la Ronda y encuentro otra que parece en buen estado. Meto la ficha y espero el tono. No oigo nada. Cuelgo y pruebo de nuevo. Nada. Intento recuperar la ficha, pero no me la devuelve. Le doy varios puñetazos a la caja y no cae: se la ha comido la hija de la gran puta. La emprendo a patadas con la cabina. Cuando me calmo, vuelvo al bar.

—Este país seguirá siendo tercermundista mientras no arreglen de una puñetera vez todas las cabinas. No ha habido manera de encontrar una que estuviese en buen estado.

Carlota me mira con suspicacia. Supongo que se estará preguntando a quién quería yo llamar a estas horas.

—¿A quién querías llamar a estas horas, Gerardo?

Voilà.

—¿A tu madre?

Niego con la cabeza:

—A un amigo. De pronto he recordado que hoy era su cumpleaños…

Parece mentira lo mal que miento. Y no será porque no me haya entrenado. Carlota se vuelve a morder la parte interior del moflete y me entran unas ganas locas de besarla.

—¿Te puedo preguntar una cosa, Gerardo?

—Sí, claro.

—No es que me importe mucho, pero… tú estás casado, ¿no?

Esta vez no necesito mentir.

—No, no estoy casado. Aunque lo estuve. En Chile.

No digo más. Saco la pipa de brezo que compré en Valparaíso. Soplo un par de veces por la boquilla para eliminar los restos y abro la lata de tabaco Dunhill que Bibiano me ha traído de Londres. Aspiro hondo el aroma de la hebra y voy llenando la cazoleta pellizco a pellizco, procurando que la carga no quede ni demasiado prieta ni demasiado suelta. Carlota observa con atención la ceremonia y yo aprovecho para decir, antes de llevarme la pipa a la boca, una de las frases preferidas de Bibiano:

—El fumador es una protuberancia de la pipa.

Y pensar que fui yo el que inició a mi hermano en las artes fumatorias… Enciendo una cerilla, la acerco al hornillo y voy aspirando con la pericia de un chamán, mientras me pregunto qué estoy haciendo aquí con Carlota. Ya no son horas de andar de copas con una alumna, Gerardo. Que una cosa es bajar a Barcelona a tomar algo tras la junta para seguir despotricando contra los tejemanejes del Ministerio y otra muy distinta invitarla a cenar al Julivert Meu y continuar de parranda por ahí hasta pasada la medianoche. Claro que no me ha permitido pagar la cuenta, menuda es. Hasta he tenido que pedirle perdón por haberlo insinuado.

—¿Me dejas probar?

Esta chica es la hostia.

—Claro. ¿Has fumado en pipa alguna vez?

—No.

—Pues ven, acércate.

Se sienta a mi lado. Su pierna roza la mía. Diría que lo ha hecho adrede. Se acomoda en la silla y su pierna vuelve a rozarme. Ahora no hay duda de que lo ha hecho adrede. O eso, o empiezo a estar definitivamente piripi.

—Ten, sostenla firmemente entre el índice y el pulgar, de manera que la cazoleta repose sobre el corazón.

Carlota coge la pipa con dos dedos y se la pone sobre el pecho izquierdo.

—¿Así?

Sonríe de esa manera tan suya, como si quisiera morderse la punta de la lengua con los incisivos, que tiene ligeramente separados.

—Hombre, así te va a costar un poco aspirar.

—Si tú lo dices…

Agacha la cabeza hasta que sus labios alcanzan la boquilla. Da una calada profunda y me echa a la cara una nube de humo azulado y espeso:

—¿De verdad pensabas que nunca había fumado en pipa?

Su pierna vuelve a rozar la mía, pero esta vez para quedarse. Suerte que llevo vaqueros. Dos mesas más allá, un joven hace pajaritas de papel y las va poniendo en fila, ordenándolas por tamaños, de mayor a menor. Carlota da otra calada y me devuelve la pipa:

—¿Sabes cuál es el músculo más fuerte, Gerardo?

—Ni idea. ¿El corazón?

—No, la lengua.

—¿De verdad?

—Eso dicen.

—Ahora entiendo por qué la calumnia es el deporte nacional…

Reímos. Bebemos. Fumamos. Cuando terminamos las cervezas, Carlota se levanta y me mira a los ojos:

—¿Vamos a bailar o directamente a mi casa?

01:19SOLITARIO VI (SANTA COLOMA DE GRAMENET) El mordisco de una pulga me hace dar un respingo en mitad de la noche. Si hay algo que odio en esta vida son las pulgas, las pulgas, las malditas pulgas. Más que los piojos, más que las garrapatas. Incluso más que la sarna, que se cura con el Sarnatín. Las veo saltar de jaula en jaula y de lomo en lomo, buscando el pelo más largo, y si no me pongo a ladrar es para no despertar a mis congéneres que duermen derrengados tras una dura jornada de carreras. Bueno, por eso y porque no me gusta ladrar. Menuda bobada. No hace falta más que ver a los lobos y a los coyotes, esos parientes nuestros que adoran la libertad. ¿Acaso ladran? No, ¿verdad? Pues entonces. ¡Si ni siquiera sus crías ladran!

A mi izquierda, Guayaquil descansa ahíto y satisfecho, tras haberse clasificado para la final del sábado. A mi derecha, Saeta duerme hecha un ovillo, anestesiada por los calmantes. En las eliminatorias del martes corrió con una escápula dislocada. No aguantó ni media vuelta. Cuando empezó a chillar y a perder velocidad, estuve a punto de detenerme, pero los gritos de la gente me animaron a seguir adelante. Fue superior a mí. Aun así terminé quinto y dije adiós al Gran Premio. Mala suerte para los que habían apostado por Solitario VI, hijo de Little Top y de Crazy Silver. ¡Que se jodan, que se jodan! Llevo tres años corriendo para ellos y ya empiezo a estar harto…

Aquí somos más de seiscientos, divididos en ocho cuadras. Galgos de segunda que pretenden hacer pasar por greyhounds de primera. Muchos venimos de Irlanda. Algunos incluso podemos presumir de pedigrí. Yo, sin ir más lejos, soy nieto de Pigalle Wonder, ¡del gran Pigalle Wonder!, ganador del English Derby en el 58. Llevo toda la vida oyendo lo mismo: si Solitario es nieto de Pigalle Wonder, si Solitario desciende de Pigalle Wonder, si Solitario lleva en su sangre la sangre de Pigalle Wonder… ¿por qué cojones Solitario no corre como Pigalle Wonder? Pues está muy claro, mentecatos: porque si me trajeron aquí es porque allí no daba la talla. ¿O acaso os pensáis que vuestro canódromo de pacotilla puede competir con los de Irlanda o Inglaterra?

¡Joder con las pulgas! Ésa me ha dado un buen mordisco. ¿Será la misma de antes? Me rasco furiosamente, me froto contra el suelo, me mordisqueo la ijada, pero no hay manera de aliviar el picor. A veces pienso que no nos merecemos esta vida que llevamos. Lejos han quedado los tiempos en que estaba prohibida la venta de galgos y sólo se nos podía regalar en señal de gratitud y afecto. Hoy nos venden cuando valemos algo y, cuando dejamos de valer, no nos quieren ni regalados. ¡Nosotros, que fuimos los primeros perros sobre la faz de la tierra! ¡Nosotros, que estamos enterrados en las tumbas de los faraones! ¡Nosotros, que hemos dormido a los pies de reinas y princesas! ¡Nosotros, que hasta salimos en la Biblia! ¿Y ahora? Ahora somos el hazmerreír de la especie, a causa de esa obsesión nuestra por perseguir a una liebre imposible de alcanzar. La gente piensa que no nos damos cuenta, que creemos que es de carne y hueso. ¡Pero si salta a la vista que es más falsa que el gallo de una veleta!

Bajo el zumbido de los fluorescentes y los gemidos de los compañeros que sueñan en voz alta, detecto un rumor de pasos. Mis orejas se yerguen. La luz tenue y mortecina no tarda en iluminar el cuerpo desgarbado de Atilano, que hace su habitual ronda nocturna. Atilano es un pobre diablo, pero cuando bebe, se le calienta la mano. Y no la mano tonta que tiene atrofiada, ese muñón coronado por cinco deditos que apenas le sirven para sostener el cigarro, sino la otra, la que agarra el bastón que conocen tan bien nuestros ojos como nuestras grupas. Bajo el dintel de la puerta apura la última calada y lanza la colilla al suelo, pisándola con parsimonia. Su mirada irradia el color amarillo de la tristeza y de su camisa de leñador emana el olor agrio de los hombres que viven en soledad. Cuando está a punto de dar media vuelta, uno de los novatos empieza a gruñir. No puedo ver quién es porque está en las jaulas del fondo, con los que trajeron la semana pasada, aunque intuyo que es uno al que llaman Mogambo. Parece que tiene condiciones, pero como siga así las va a pasar canutas. Deja de gruñir, chico, por lo que más quieras, deja de gruñir. Atilano agacha la cabeza, entrecierra los ojos y se balancea con las manos en la espalda, levantando las puntas de los pies y luego los talones, otra vez las puntas y los talones, las puntas y los talones. Al fin carraspea y empieza a avanzar por el pasillo central. Cuando pasa por mi lado, me llega un tufo a orín, sudor y alcohol. Los gruñidos, lejos de apagarse, aumentan de intensidad y no tardan en convertirse en ladridos. Pronto se suman al alboroto las voces de otros novatos.

—¡Me cago en la madre que os va a parir a todos!

Atilano empuña el bastón y empieza a golpear los barrotes de las jaulas rebeldes. Algunos de los golpes se cuelan entre los hierros, a juzgar por los gañidos. Otros galgos de la cuadra se suman al tumulto, en señal de protesta. Yo me pongo en posición de reverencia y lanzo un aullido al fluorescente más cercano. Poco a poco van remitiendo los golpes y los ladridos, hasta que vuelve la calma. Hay que ver el follón que hemos armado en pocos segundos. Me encantan los novatos porque son tan ingenuos. Tras unas cuantas tundas, te lo piensas dos veces antes de liarla. Aunque pronto descubrirán que no duelen tanto las palizas que te dan como los abrazos que te niegan…

—¡No quiero volver a oír ni el peo de una mosca! ¿Entendido?

Atilano da media vuelta, camino de la salida. Al pasar por mi lado se detiene y puedo ver los dibujos labrados en su bastón: flores, fichas de dominó, un cangrejo con unas pinzas enormes, figuras geométricas… Me hago el dormido pero no cuela.

—Te he oído, Solitario. Como sigas asín, acabarás en Casablanca.

Casablanca. La eterna amenaza. El mismísimo infierno. No conozco a nadie que haya vuelto de Casablanca. Nos mandan a correr allí cuando aquí ya no valemos, a competir con perros de tres cabezas… ¡y encima hay que hacer el trayecto en barco! Sólo he viajado una vez en barco y no pienso volver a hacerlo, no pienso volver a hacerlo, no pienso volver a hacerlo. ¡Antes me tiro al agua! Ha pasado mucho tiempo, pero aún me mareo al recordarlo. Lo tengo grabado en la memoria como se graban en el cemento fresco nuestras pisadas. Decenas de galgos hacinados en una bodega a oscuras, los machos y las hembras separados por una rejilla metálica, el virus del moquillo relamiéndose los bigotes. A los diez minutos ya estábamos resbalando con nuestros propios vómitos. Habíamos salido del puerto de Limerick al amanecer y aún nos quedaba una larga travesía. No sabíamos adónde nos llevaban, pero intuíamos que no volveríamos a ver los verdes prados de Irlanda.

Últimamente pienso mucho en Irlanda. Recuerdo el condado que me vio nacer, con su silueta de perro viejo, y siento que se me encogen las entrañas. Allí me hicieron como soy. Allí me enseñaron a obedecer la llamada del amo, a caminar a su lado, a aceptar el collar estrangulador y la correa de adiestramiento, a sentarme, ¡sitz!, y a echarme al suelo, ¡platz!, a controlar el ladrido y a coger objetos con la boca. Allí me enseñaron a ganarme la vida persiguiendo a una liebre mecánica, dejándome pasear para mostrar mis credenciales, aceptando sin rechistar el bozal y la manteleta. Allí me enseñaron a montar a una hembra, aunque aquí no me sirva de nada por la porquería que nos dan para quitarnos el apetito. Aunque eso fue casi al final, pocos días antes de embarcar rumbo a España. Supongo que no querían desaprovechar la semilla de un vástago de Pigalle Wonder.

Recuerdo las palabras de mi amo antes de mandarme a retozar con aquella greyhound blanca como la leche. Vamos a ver si vales para semental, me dijo. Vamos a ver si eres cerdo o conejo, me dijo. Según cómo te portes te quedarás con nosotros. Era mentira, claro. El trato ya estaba hecho, pero míster McCullough quería una coartada. No me dijo si era mejor ser cerdo o conejo. No me explicó cuál era la diferencia, ni qué esperaba de mí, ni cómo tenía que comportarme. Me soltó en un terreno al aire libre, rodeado por cercas de espino. Poco después llegó un hombre al que no había visto en mi vida, acompañado por aquella greyhound blanca como la espuma. Ni siquiera me dijeron su nombre. El cielo estaba despejado, extrañamente despejado, y podían distinguirse las dos constelaciones que los humanos llaman Can Mayor y Can Menor, aunque tengan tanto parecido con un perro como el que puedan tener una rata o una boñiga. Míster McCullough y el hombre desconocido firmaron unos papeles, intercambiaron billetes, se dieron un apretón de manos. Luego entraron en el cercado y soltaron a aquella greyhound blanca como la luna. No sé por qué se me ocurren tantas comparaciones. El blanco es un color extraño. Tiene muchas texturas.

01:55CARLOTA FELIP BIGORRA (BARCELONA) Vuelvo de la cocina con dos copas de vino y me encuentro a Gerardo curioseando los discos, no le debe gustar mucho Lluís Llach, ese tu-tu-tu-tuuuu parece una marcha fúnebre, te lo podías haber imaginado por el título, nena, será mejor que cambies de música si no quieres estropear la noche, pon a Serrat, o a Paco Ibáñez, o alguna cosa más rockera, Janis Joplin podría estar bien, o Bob Dylan, o mejor los Deep Purple…

—Pon lo que quieras, Gerardo, que esto parece un entierro.

—No, si ya me gusta. Sabes que está dedicado a los obreros muertos en Vitoria, ¿no?

—Sí, claro. ¿Chinchín?

—Chinchín.

Nos miramos a los ojos mientras brindamos, mientras bebemos, mientras dejamos las copas sobre la mesa, si me sigue mirando así no voy a poder controlarme.

—¿Y tus compañeras de piso?

—¿Qué les pasa?

—Nada, que dónde están.

—Irene está en El Pertús en unas sesiones de psicodrama. Sabes lo que es, ¿no?

—Más o menos.

—Pues se juntan unos cuantos y empiezan a tirarse los trastos por la cabeza para sacar toda la mierda que llevan dentro y purificarse. Una forma de catarsis colectiva, vaya.

—¿Y la otra?

—¿Laia? Laia trabaja de enfermera en Bellvitge y tiene turno de noche.

Quito el disco de Lluís Llach y busco uno de Quilapayún, noto los ojos verdes de Gerardo clavados en mi culo, me giro y desvía la mirada, haciendo ver que le interesa el Xylomatic que tenemos en la estantería, encuentro el vinilo que me regaló Luscinda y pongo la segunda canción, «Que la tortilla se vuelva».

—¿Los conoces?

—Claro. Los vi un par de veces en concierto cuando vivía en Chile. Una de ellas en el festival de Viña del Mar, el año en que se lio gorda.

—Pues tocan el miércoles en el Palau Blaugrana, estaba pensando ir a verlos. ¿Qué tal son en directo?

—¿Musicalmente hablando?

Gerardo sonríe y levanta la copa, da un trago y se limpia los labios con el dorso de la mano, parece que no tiene muchas ganas de seguir hablando del tema.

—¿Has oído hablar del punk?

—¿Del punk?

—Parece que es el último grito.

—No, pero déjame que te ponga algo más alegre.

Cambio el disco de Quilapayún por uno de Jimmy Cliff, suena «Wonderful World, Beautiful People», saco de la alacena la cajita del hachís, me siento en el suelo y empiezo a deshacer el chocolate mientras Gerardo observa los recortes de periódico que hay en la pared, justo encima de la mesa donde tengo la Lettera 25 que me regaló la yaya cuando empecé la carrera.

—«México: Una banda de mujeres se dedica a robar niños recién nacidos. Luego los venden a matrimonios estériles». ¿Estás haciendo un trabajo sobre bebés robados?

—Un reportaje, sí. En Latinoamérica es una práctica bastante extendida, y en Italia últimamente han salido a la luz varios casos, pero estoy convencida de que aquí también ocurre. Mucho más de lo que nos pensamos. De hecho, mañana por la tarde tengo una entrevista con el subdirector de una clínica de Tarragona…

Mezclo el chocolate con el tabaco, pongo el papel encima y le doy la vuelta, me hago el filtro con un billete de metro, enrollo bien el canuto y paso la lengua de un lado a otro, sin dejar de mirar a Gerardo.

—¿Eres psuquera?

Gerardo señala el clipper con el logo del PSUC que tengo en la mano, enciendo el porro y respondo:

—Digamos que simpatizante.

Doy un par de caladas y se lo ofrezco.

—No, gracias, que mañana tengo clase.

—Toma, y yo.

—Ya, pero yo tengo que darla.

Ya, y yo te escucharé embobada, Gerardo, como he hecho desde el primer día, ni te imaginas la de veces que he estado soñando con este momento y ahora no sé qué hacer, el corazón me late tan fuerte que tengo miedo de que lo oigas, dicen que la presión es tan bestia que podría lanzar la sangre a diez metros de altura.

—¿Me dejas decirte una cosa, Gerardo?

—Claro.

—Pero es que si te la digo ya no habrá marcha atrás.

—Qué le vamos a hacer.

Me levanto y dejo el porro en el cenicero, bebo un trago de vino y me acerco.

—Es que esa cicatriz que tienes en el labio me parece terriblemente sexy.

Se nos escapa la risa a los dos.

—Eso mismo estaba yo pensando de la que tú tienes en la ceja.

Gerardo alarga el brazo y me toca la cicatriz, siento un escalofrío, yo también alargo el brazo y toco la suya, saca la lengua, me chupa los dedos, le cojo la mano y me la pongo en el pecho, me aferra la cintura y me atrae hacia él, noto su polla contra mi vientre, baja la cabeza y me besa, las lenguas se enroscan, le empujo y le obligo a sentarse en la butaca, me pongo a horcajadas y me quito el jersey, empiezo a desabrocharle la camisa mientras me magrea las tetas con manos temblorosas, le estrecho fuerte entre mis brazos y le digo al oído:

—Gerardo, no te acuestes conmigo.

—¿Por qué?

—Porque soy muy mala.

—¿Y eso?

—Es que me gusta pegar cuando hago el amor.

Le doy una bofetada y se queda parado.

—Pero no me gusta que me peguen, eh. ¿Quieres que te la chupe?

La respuesta es previsible como una cremallera, como la cremallera que ya le estoy bajando para meterme en la boca una polla inflada y ardiente, me vienen arcadas cuando roza la campanilla, escupo en el glande y extiendo la saliva con la punta de la lengua. Gerardo cierra los ojos y le doy otro guantazo, los abre alucinado y me tira al suelo, se me echa encima y me agarra de las muñecas, me besa en la boca, en la oreja, en el cuello, me chupa los pezones y los sobacos, me quito los zapatos con los pies, me arranca los pantalones y las bragas, y cuando está a punto de quitarme los calcetines le detengo:

—No, por favor, los calcetines no.

Le agarro del brazo y me lo llevo a la habitación, le ayudo a desnudarse y nos metemos en la cama, nos tapamos con la manta, nos besamos, nos acariciamos, con una mano le masturbo y con la otra abro el cajón de la mesita de noche, cojo la caja de condones y saco uno mientras Gerardo empieza a comerme el coño, ahogo un grito contra la almohada y le clavo los talones en las costillas, pero no para, le doy puñetazos en la espalda hasta que levanta la cabeza y me arranca el condón de las manos, intenta ponérselo, pero no puede, yo cojo otro, pero tampoco puedo.

—Anda, ven aquí.

Le agarro la polla y me la meto dentro, le aprieto el culo y me deshago de placer, le tiro de los pelos, le araño la espalda, le muerdo los labios, ahogo un gemido, y otro, y otro, noto cómo Gerardo tensa las nalgas, cómo se le inflan las venas del cuello, cómo aprieta los dientes y suelta un grito, justo antes de salir e inundarme el ombligo con un chorro de esperma caliente y pegajoso.

—No habrás empezado a correrte dentro…

—Diría que no.

—¿Cómo que dirías?

—Que no, que no.

—Gerardo, Gerardo…

Entorno los ojos y le hago un gesto con el dedo, moviéndolo de arriba abajo, como quien riñe a una criatura que ha hecho una trastada. Salgo de la cama y me dirijo a la cocina, abro una botella de Coca-Cola y me voy al lavabo, ya sé que es una tontería, pero Irene siempre lo hace y dice que es mano de santo. Me siento en el bidet, me lleno la mano de Coca-Cola y flasca, flasca, me limpio bien por dentro y por fuera, estos inventos americanos son capaces de acabar con un ejército de espermatozoides, el otro día Irene metió un trozo de bistec en un vaso de Coca-Cola y al cabo de un rato se había deshecho, claro que ella no come carne desde que se ha vuelto macrobiótica y la Coca-Cola sólo la usa como método anticonceptivo, cualquier día de estos se nos queda preñada y denuncia a los fabricantes. Venga va, ya está bien. Me limpio las manos, me seco y regreso a la habitación.

Gerardo me está esperando con una mirada juguetona:

—Definitivamente, a la sentencia de Descartes le sobra una letra.

—¿Una letra?

Su sonrisa contrasta con los surcos de mi frente.