Ultimate love - Dolores Payás - E-Book

Ultimate love E-Book

Dolores Payás

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Beschreibung

Que Peregrine Fox, lord de Bentley Hall, alias Pip, se apuntara a una web de citas sí fue algo insólito y más que disparatado. Dada su posición social, no le hacía falta ni salir de su castillo para inspeccionar al extenso surtido de damas que aspiraban a ocupar la plaza de la finada Lady Fox. Llevarse bien, compartir intereses o, ya no digamos, menudencias como el amor, se consideraban trivialidades prescindibles y no entraban en juego. Peregrine acababa de cumplir unos sesenta y ocho años, mal llevados y fatalmente consumidos. El deterioro no se debía a ninguna patología rara, sino que tenía sus causas, naturales y muy orgánicas, en placeres tales como el alcohol, los cigarrillos y una vida muelle de la que estaba excluida cualquier ejercicio físico. Pip compensaba su decadencia física con un carisma al que pocos sabían resistirse Que Rocío Medina, traductora y gaditana se apuntara a una web de citas podría calificarse de bastante normal, su uso empezaba a normalizarse entre las mujeres de su edad. A los sesenta y tres años, aunque atractiva y con una salud de hierro, lo tenía difícil por vías más presenciales. La demografía es cruel con las mujeres mayores, la oferta masculina era limitada y se veía ampliamente superada por la demanda. Mujeres solas en la sesentena, a montones; varones, pocos, y los que había buscaban, como mucho, compañeras en la cincuentena. Por esta regla de tres, a ella le hubiera correspondido un octogenario. Su desasosiego se originaba en un rasgo psicosomático concreto, a saber, que era una romántica impenitente. Y aquí es donde interviene el destino…..

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Título: Ultimate love

De esta edición: © Círculo de Tiza

© Del texto: Dolores Payás

© De la fotogafía: @jeosmphoto

© De la ilustración: Laura Velasco @filledusoleil

EN REVANCHA (Agustín Lara Aguirre) © Promotora Hispano Americana de Música Internacional. Autorizado por peermusic Española, S.A.U.

ARRANCAME LA VIDA (María Teresa Lara Aguirre) © Promotora His­pano Americana de Música Internacional. Autorizado por peermusic Española, S.A.U.

Variation on a Lennon and McCartney song; Defining the problem (Serious Concerns, by Wendy Cope) © Faber & Faber Ltd. Autorizado por Faber & Faber Ltd.

Primera edición: febrero 2023

Segunda edición: junio 2023

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: Carmen Priego Olmedo

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Calprint Digital

ISBN: 978-84-126272-2-0

Depósito legal: M-4588-2023

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

Índice

II

III

IV

V

VI

VII

VIII 

IX 

XI 

I

«Amor, por ti bebí mi propio llanto.

Amor, fuiste mi cruz, mi religión.

Es justa la revancha y, entretanto,

sigamos engañando al corazón».

Agustín Lara, «Revancha»

 

 

 

 

 

 

 

Peregrine Fox, séptimo vizconde de Bentley, solía amanecer denso y bordeando el semicoma, pero aquella mañana sucedió algo que lo espabiló con rapidez. Despegó un poco los párpados, lo justo para dirigir la mirada hacia sus partes bajas y confirmar el evento: tenía una erección. Tras reponerse del primer desconcierto, hacía tiempo que no le sucedía semejante cosa, le dio un subidón de autoestima. Sus pensamientos volaron de inmediato hacia ella, su adorada. Tenía que ir a enseñárselo antes de que la cosa perdiera fuelle, porque si bien es seguro que todo lo que sube acaba por bajar, lo contrario es bastante más problemático e incierto. Tenía que ir, sí. No obstante, remoloneó un poco. Quedarse en la cama, calentito, imaginándola a su lado, soñando con su cuerpo rotundo y moreno era una alternativa tentadora y desde luego más cómoda. Bufaban corrientes de aire helado por los pasillos ancestrales. Finalmente, el amor y las ganas de compartir la gesta pudieron más que su desidia. Inició el descenso de la cama con más donaire que de costumbre, se echó el batín del tatarabuelo sobre los hombros y salió al corredor principal. De allí se encaminó hacia el ala izquierda de la casa con algún que otro balanceo marinero, el suelo era irregular y su sentido del equilibrio flaqueaba a esas horas.

Eran las nueve de la mañana, y los treinta y cuatro relojes de Bentley Hall empezaron a repicar. Con ligeras discordancias, no todos iban a una. Peregrine sonrió de oreja a oreja, tomó aire y atacó el «Jerusalem» con brío. Tenía una estupenda voz de barítono y en aquellos momentos era, casi seguro, el hombre más feliz de la Commonwealth.

Rocío Medina, traductora literaria, cuarta en la línea sucesoria de los Medina, tribu de plebeyos andaluces, se hallaba en pleno cuerpo a cuerpo con un párrafo enrevesado. Maldecía a su autor. Si reinterpretar a buenos escritores era difícil, hacerlo con los dejados suponía un martirio. La información del párrafo estaba mal secuenciada, las subordinadas se amontonaban flotando en el vacío, y el verbo esencial que las sustentaba aparecía al final: dos míseras sílabas perdidas en una esquina. Rocío hacía verdadero honor a su nombre. Tenía el ritmo circadiano de una abubilla y unos despertares sin tránsito alguno, de estar roncando pasaba, en una micromilésima de segundo, a ser ella al completo, todas sus facultades funcionando al cien por cien. Se levantaba a las seis y para las siete ya estaba trabajando, recluida en su estudio, una habitación en el ala izquierda del Hall. Aquella mañana estaba tan concentrada en su tarea que no prestó atención al coro cantarín de relojes anunciando las nueve ni a los viejos tablones del suelo del pasillo que crujían y protestaban bajo los pies descalzos. Y si en algún momento creyó escuchar los ecos del «Jerusalem», descartó la idea por disparatada. En suma, la súbita aparición de Peregrine y su erección asomando por el batín eduardiano de terciopelo azul raído, la pillaron totalmente desprevenida. La puerta se había abierto de golpe y ahí estaba él, la cadera algo adelantada, exhibiendo el renacimiento de su virilidad con una sonrisa fatua de adolescente. Durante unos segundos su reacción pendió de un hilo, las dificultades de la traducción le habían irritado, tenía la paciencia corta y el genio vivo. Se le agolparon unos cuantos sarcasmos en la garganta. El tipo era imposible. Tanto palacio, tanta colección de arte y tanto pedigrí, para desembocar en semejante puerilidad. Enseñando la pilila. ¡Y a su edad! Fue un instante decisivo en el que los sentimientos de la mujer se balancearon en la cuerda floja. Podían precipitarse al vacío y fenecer para siempre, o bien seguir en línea recta, aun vacilantes, tratando de alcanzar alguna tierra firme. Triunfó lo segundo, le quería un montón.

Estalló en carcajadas alegres, le largó un «Anda, salero» y se levantó para atenderle como era debido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ocho meses antes…

La tercera esposa de Peregrine había fallecido cuatro años atrás. Su muerte supuso el final de un largo recorrido, una agonía punteada con los habituales altibajos —victorias y derrotas— que acompañan al cáncer. Rocío también había extraviado a su compañero sentimental más o menos en la misma época, pero por vías menos dramáticas. Se lo había llevado un simple desamor, aunque el proceso, salvando las distancias, también fue interminable; una liquidación a cámara lenta, acongojante y llena de vaivenes. Sea como fuere, pasado el consabido tiempo destinado a los duelos y quebrantos, los dos, cada uno en su país y ecosistema propio, habían llegado a ese punto preciso de cocción en el que ya andaban listos para recaer y meterse en fandangos de nuevo. O sea, enamorarse.

En esas estaban cuando el destino decidió propiciar un encuentro que era estadísticamente imposible. Parafraseando a la Biblia, al principio no fue el verbo, sino internet. Porque el lugar elegido para el magno evento fue una web de citas inglesa llamada Silver Elites(Élites Plateadas),en clara alusión, primero a su precio, mucho más alto que el de otras páginas de citas, y segundo, a las cabezas canosas y elegantes de sus usuarios, eso, los que aún tenían pelo.

Que Rocío se apuntara a una web de citas podría calificarse de bastante normal, su uso empezaba a normalizarse entre las mujeres de su edad. A los sesenta y tres años, aunque atractiva y con una salud de hierro, lo tenía difícil por vías más presenciales. La demografía es cruel con las mujeres mayores y Cádiz no se salvaba de la quema, la oferta masculina era limitada y se veía ampliamente superada por la demanda. Mujeres solas en la sesentena, a montones; varones, pocos, y los que había buscaban, como mucho, compañeras en la cincuentena. Por esta regla de tres, a ella le hubiera correspondido un octogenario, pero Rocío quería un compañero más cercano a su edad. Era una mujer con energía y pocas inhibiciones, el sexo se le daba bien. En un cajón de la mesita de noche guardaba un vibrador, raras veces lo usaba con premeditación, pero si por algún motivo abría el cajón, le bastaba con verlo para sentir al instante un cosquilleo agradable. Ni siquiera tenía que echarle imaginación al episodio. El aparato estaba diseñado para gratificar per se: eficaz, neutro, rápido. En definitiva, que se decidiera a buscar pareja de forma activa no se relacionaba con ninguna urgencia sexual. Sin ánimo de desmerecer a nadie, no hay varón que supere al tándem «vibrador + usuaria» a la hora de acertar con los puntos neurálgicos.

Aclarado esto, diremos que su desasosiego se originaba en un rasgo psicosomático concreto, a saber, que era una romántica impenitente. No le bastaban unas cuantas convulsiones transitorias, lo que ella ansiaba era un terremoto duradero e intenso, así se le desplomara el techo encima y le rompiera la crisma. Quería volver a enamorarse, sentir mariposeos en el estómago, un sinvivir sin fin. Pecaba de ilusa, palabra que viene de ilusión. Y conste que no tenía un pelo de boba, más bien al contrario, era lista y culta, lo cual empeoraba aún más el diagnóstico y su posible tratamiento, pues no hay modo de erradicar un romanticismo ratificado por un vasto conocimiento de la literatura. El asunto no tenía remedio. Rocío creía en el amor a pies juntillas. Sin amor la vida tenía poca gracia. Qué le vamos a hacer.

Era reacia a anunciarse en algo tan pedestre como una página de citas online, pero al fin, presionada por las amigas y muy en especial por su hermana Paloma, acabó por rendirse. Probó en primera instancia con la cosa local, se metió en Tinder y tres días después salió, horrorizada por la vulgaridad del asunto. Las demandas explícitas de sexo y la grosería de quienes se le aproximaron la perturbaron. Sin embargo, la experiencia la indujo a pensar que, si el tema gozaba ya de tanta aceptación, en alguna parte debía existir una página de citas para gente como ella, hombres y mujeres de cierta edad y nivel intelectual. La buscó en vano, abandonó el plan para siempre.

Y aquí es donde intervino el destino.

La idea la asaltó de repente y por alguna razón se le clavó entre ceja y ceja. Tenía que ordenar la biblioteca. Corría el mes de marzo, fuera llovía, el invierno estaba siendo largo y gris. Revolver entre viejos libros prometía ser una actividad estimulante. Se puso a ello con determinación, ella todo lo hacía con determinación. Y estaba en plena tarea cuando tuvo una súbita visión celestial. Rocío era atea, la aparición de una Virgen cualquiera hubiera sido un despropósito, así que quien se le apareció, muy en coherencia con sus credos, fue Jane Austen. Lo hizo transmutada en una antigua edición de Pride and Prejudice comprada cuatro décadas atrás en una librería de viejo pegada a la catedral de York. El ejemplar, una miniatura encantadora, había quedado milagrosamente enredado en una tela de araña, colgando tras una hilera de libros en la parte posterior del mueble. Hacía años que Rocío lo había dado por perdido, el hallazgo supuso una alegría inmensa. Se instaló en el sofá para disfrutar del reencuentro con su viejo amigo. Pasó el resto de la tarde y parte de la noche inmersa en la novela para al fin emerger de su lectura con la cabeza llena de pájaros, en este caso campiñas inglesas, casas ancestrales y héroes altaneros. De ahí a la siguiente ocurrencia solo había un paso. Lo que tenía que hacer era buscarse un boyfriend inglés. Ella era anglófila, se había licenciado en Filología Inglesa, viajaba a Inglaterra siempre que las circunstancias y la economía se lo permitían. Conocía bien el país y de no ser por sus precios, prohibitivos para un bolsillo español de clase media, habría optado por pasar parte de su tiempo en él. Sus hijos ya no la necesitaban, traducir era un trabajo que podía hacer en cualquier parte. Nada ni nadie le impedía ir donde le diera la real gana. Un compañero sentimental británico conseguiría encajar las piezas del rompecabezas: su necesidad de amor y el deseo de un hogar a tiempo parcial en la pérfida Albión. Regresó a la pantalla del ordenador, esta vez sabiendo lo que buscaba y dónde buscarlo. El instinto no la había engañado, en la muy civilizada Albión existía una página web de citas para gente mayor, no un «aquí te pillo, aquí te mato», sino un lugar de encuentro desde el que iniciar la construcción de una relación en serio. Claro que el precio no era ninguna broma. Dudó un poco, pero muy poco. Una locura, sí. ¿Y qué? Si no ahora, ¿cuándo? Se inscribió para tres meses, luego vería. 

Que Peregrine Fox, lord de Bentley Hall y descendiente de una larga lista de aristócratas rurales, se apuntara a una web de citas sí fue algo insólito y más que disparatado. Dada su posición social, no le hacía falta ni salir de casa —lo de «casa» es un decir— para inspeccionar el extenso surtido de damas que aspiraban a ocupar la plaza de la finada lady Fox sin pensárselo dos veces. Llevarse bien, compartir intereses o, ya no digamos, menudencias como el amor se consideraban trivialidades prescindibles y no entraban en juego. El desfile de candidatas se había iniciado a los cuatro meses de morir su mujer —tiempo mínimo para guardar el decoro— y, con escasos respiros, no había dejado de fluir desde entonces. Como un río tranquilo, eso sí, lo tempestuoso no iba con el carácter ni de las aspirantes en cuestión ni del caballero objeto del deseo ni del país en el que transcurrían los cortejos. «Vayan pasando (sin aglomeraciones)»,podría haber sido el eslogan de aquellos años.

Peregrine acababa de cumplir unos sesenta y ocho años, mal llevados y fatalmente consumidos. El deterioro no se debía a ninguna patología rara, sino que tenía sus causas, naturales y muy orgánicas, en placeres tales como el alcohol, los cigarrillos y una vida muelle de la que estaba excluido cualquier ejercicio físico. El consumo de alcohol a espuertas era habitual entre los de su clase, los cigarrillos tenían un pase, pero la falta de espíritu deportivo constituía una clara traición a su estatus. Era un hecho. Nadie había conseguido, jamás, que el vizconde de Bentley practicara un deporte, ni tan siquiera el críquet. Durante los años que estuvo interno en Eton se las había arreglado para cobijarse bajo las alas protectoras del profesor de Arte, al aterrizar en la Universidad de Oxford hizo lo mismo en la oscuridad de bibliotecas y bares. De ahí ya saltó a la bohemia londinense, cuyas demandas en este campo eran escasas, y donde por fin pudo relajarse. Su rechazo a la acción tenía algo de terquedad asnal por lo inamovible y persistente en el tiempo. En cualquier caso, poco importa. Pip compensaba su decadencia física con un carisma al que pocos sabían resistirse. Las cosas como son: derrochaba ingenio, gentileza y encanto. Desde joven había mostrado una acusada tendencia hacia todas las artes. Le faltaban la disciplina y el talento necesarios para practicar cualquiera de ellas, pero a cambio le sobraba buen criterio y disponía de medios económicos. Se convirtió en coleccionista de arte contemporáneo, lo de arte por genuino amor al arte y lo de contemporáneo porque era buen pretexto para codearse con artistas vivos. La elección, que fue temprana, marcó su estilo de modo definitivo. Siguió siendo miembro honorario de las élites británicas, de eso no cabía la menor duda. Por poner un ejemplo, conservaba —acrecentadas y pulidas— muchas de las excentricidades propias de su clase social. Sin embargo, en él no había nada de ese estiramiento tan antipático que adorna a la alta sociedad británica y tampoco hablaba con el acento engolado propio de los suyos. Quizás esta combinación de llaneza y simpatía fuera la razón por la cual nadie le llamaba por su nombre de bautismo. Para todos era Pipfox, o simplemente Pip, un landlord con veleidades artísticas que odiaba cualquier clase de conflicto y, en general, prefería escurrir el bulto antes que plantar cara o, mucho menos, ejercer alguna clase de autoridad. También tendía a un sentimentalismo primario, muy en especial si, tras unas cuantas copas, le ponían enfrente a una damisela en apuros. Botella y señora en un mismo espacio, combinación letal. Más de una había sacado provecho de esta flaqueza presentándose en la puerta de Bentley Hall con diversas problemáticas que él se había prestado a atender, calibrando casi siempre mal las consecuencias de su filantropía. El asunto le había colocado en varias situaciones comprometidas. Dos o tres veces había abierto los ojos para toparse con lo que él hubiera jurado era una completa desconocida durmiendo, en diversos grados de desnudez, a su lado, circunstancia algo embarazosa dado que no recordaba su nombre, mucho menos cuándo o cómo o por qué había escalado las altas cimas de su lecho. Otro día había encontrado a otra roncando en la perrera, literalmente acunada por Belcebú, su labrador. Y una mañana aciaga había tropezado con una anónima traspuesta en un rellano de la escalera principal de la casa, espatarrada bajo el retrato de su bisabuela (un Reynolds). De esta vez conservaba un recuerdo muy preciso pues en la caída que siguió al tropezón se había roto la muñeca, lo que supuso un incordio durante semanas. Claro que todas estas habían sido situaciones extremas, lo normal es que las circunstancias no fueran tan melodramáticas y que las visitantes solo se le extraviaran por la casa. En algún momento de la velada pedían ir al baño, él las conducía hasta la puerta de uno de los servicios. Esperarlas hubiera sido una grosería, algo así como apremiarlas, y allí las dejaba. Luego ellas no encontraban el camino de vuelta y se pasaban horas vagando por los pasillos llamándole en vano. Tras una experiencia algo traumática durante la cual una de aquellas señoras se esfumó definitivamente para reaparecer solo al día siguiente en un cuarto trastero —hecha unos zorros y furiosa, cosa bastante comprensible—, tomó por costumbre aconsejarles que llevaran el móvil consigo si es que querían levantarse de la mesa. Al menos podrían llamarle y hacerle una descripción visual del entorno para que él acudiera al rescate, idea excelente si la cobertura y el wifi hubieran funcionado por todas partes, algo que no sucedía. El hecho de que Pip viviera solo en un palacete destartalado con una treintena de dormitorios y media docena de salones favorecía todas estas confusiones. A menudo no tenía idea, o la tenía muy difusa, de cuántos invitados estaban instalados bajo su techo. No solo se trataba de las señoras citadas, sino de fauna de muchos otros pelajes, casi siempre artistas e intelectuales, de todos es sabido su buen olfato cuando se trata de rastrear y localizar alcohol, comida y cama de bóbilis, bóbilis (por la cara). En vida de lady Fox, estos desmanes habían sido causa permanente de fricciones entre la pareja, pero se habían mantenido más o menos bajo control. Al desaparecer la señora de la casa, desapareció también toda moderación.

 Las muertes acontecidas tras largas enfermedades tienen un punto de liberación, pero dejan un vacío inmenso. De súbito, el que permanece en tierra no tiene a nadie a quien cuidar y se queda, como quien dice, sin propósito en la vida. Pip siempre había tendido a fumador empedernido y a bebedor monzónico, al verse solo ya no halló razones de peso para frenar sus adicciones. Era muy alto y corpulento. La viudedad cambió por completo su aspecto, de los más de cien kilos que pesaba bajó a los setenta y cinco. Fumaba sin cesar, bebía cada noche, apenas comía. Hasta él mismo empezó a pensar que aquello no podía seguir por mucho más tiempo. Iba cuesta abajo y a velocidad acelerada. 

Y aquí volvió a interferir el destino.

Esta vez se encarnó en el ama de llaves de Bentley Hall. Nadie se precipite en visualizarla pensando en las series televisivas. Las amas de llaves son hoy una rémora y esta, en concreto, también era una calamidad. Harriet, antigua compañera de escuela venida a menos de Victoria Fox, había sido acogida en el Hall porque no tenía donde caerse muerta. Rozaba los cincuenta años, por arriba, y llevaba una decena de ellos refugiada en las viejas dependencias de servicio del palacete. Allí había organizado su vida en función de un torno de alfarero, una colchoneta para hacer yoga, tres macetas con plantas de marihuana, varios adornos colgantes con plumas de los navajos y una mesa en la que pintaba tarjetas postales que vendía, sobre todo, en los bazares navideños. A cambio de no pagar renta, debía cumplir con ciertas obligaciones. No obstante, el acuerdo entre las partes fue siempre tan informal y ambiguo que daba para cualquier interpretación. Harriet se basaba en ello para hacer lo que se le antojaba, con el agravante de que proyectaba su caos personal en cualquier tarea que emprendiera. Podía pasarse semanas sin tan siquiera poner un pie fuera de sus dependencias para luego, el día menos pensado, iniciar la limpieza frenética de cuatro salones de la casa en simultáneo. El empuje anímico no le duraba lo suficiente como para terminar la labor, por lo que todo se quedaba a medias y patas arriba. En los últimos tiempos su vieja amiga había llegado a arrepentirse de su generosidad al acogerla y, de haber vivido más, lo probable es que hubiera terminado expulsándola de Bentley Hall. No le dio tiempo y al irse al otro mundo, de alguna manera implícita, se la dejó en herencia a Pip. Quizás, en la desorientación de las últimas horas, supuso que tras su partida Harriet por fin haría honor a su nombre, «la que gobierna el hogar», se esmeraría y además de incumplir sus tareas habituales ahora también cuidaría del viudo, como mínimo manteniendo nevera y despensa de la casa provistas de básicos. Brindis al sol. Su traslado a otra dimensión no cambió nada y Harriet siguió sin gobernar nada. Cada lunes Pip le hacía llegar puntualmente una cantidad semanal que ella gastaba, también con puntualidad, en flores exóticas, farolitos chinos y otros aditamentos para solaz del espíritu y poca cosa más; nevera y despensa seguían desiertas. No es que a él le importaran estas minucias. Sobrevivía a base de bandejas preparadas de Tesco y fish andchips y, si un día se sentía un tanto cosmopolita, cogía el teléfono y encargaba una pizza napolitana. No tenía la energía requerida para expulsar a Harriet, mucho menos para buscarle sucesora útil. Y, además, si ella se iba, quedaría en tête à tête con su perro Belcebú y enteramente a merced de sus demonios personales. Tenía una jauría de ellos y todos bastante más dañinos que el labrador, alma bendita que no merecía un nombre tan diabólico. Harriet le sacaba de sus casillas muy a menudo, pero Harriet era un ser humano en las cercanías y, aunque él jamás lo admitió, se sentía responsable de ella porque en alguna noche de extrema soledad y alcohol, la había utilizado como recipiente para desahogar su urgencia de afecto. 

Con todas sus pegas y pecados menores, el ama de llaves era una mujer muy compasiva, de buen corazón. Y, por encima de todo, aspiraba a un transcurrir diario sin grandes alteraciones. El vizconde se desmoronaba a ojos vistas, por mucho yoga y mindfulness que ella le echara al tema, la cosa amenazaba con alterarle el karma. Empezaba a ser preocupante. Avisó a sus hijas, las dos vivían en Londres, muy concentradas en sus respectivas carreras y familias, no disponían de tiempo para hacerse cargo de su escacharrado padre. Le tenían cariño, claro que sí, pero de eso a pasar a la acción había un buen trecho. Así las cosas, y viéndose sin ayuda ante una situación tan delicada, Harriet decidió que Pipfox necesitaba una nueva mujer para salir del hoyo. Pero ¿dónde encontrarla? Las que le correspondían por estatus social no parecían atraerle.

Una noche en la que cenaron juntos, soplándose un par de botellas al alimón, le sugirió un cambio de escenario. ¿Por qué no se abría a nuevas experiencias? Si salía de su círculo social, acabaría por dar con alguna persona interesante. Una página de citas era la plataforma que necesitaba. De buenas a primeras, Pip se negó en redondo, pero conforme avanzó la velada la idea empezó a hacerle guiños, como un faro en la distancia, y con el descorche de la tercera botella aceptó encender la tableta y echar un vistazo a las alternativas. Harriet y él navegaron por varias páginas desde la mesa de la cocina. Descartaron las más groseras —tipo Tinder— y las demasiado concurridas —TheGuardian, Daily Telegraph— hasta aterrizar en Silver Elites. Pip acabó por inscribirse, no sin antes quejarse airadamente del precio que consideró un atraco a mano armada. Es sabido que los caballeros del norte sienten un gran apego por su dinero (hay algo, en este punto cardinal, que parece fomentar la racanería). Hubiera querido apuntarse a un mes de prueba, pero salía mucho más a cuenta hacerlo para tres. Así que fueron tres.

* * *

Rocío se lo pasó bomba con los de Silver Elites. En primer lugar, la sometieron a un test de personalidad inacabable, cosa que, pensó con candidez, acreditaba su rigor y seriedad. La diversión no acabó aquí, porque después se le pidió preparar una página personal. Silver Elites proponía unas preguntas a las que ella podía responder explayándose a gusto. «Estupendo», pensó. Muy en especial porque también «ellos» podrían explayarse y entonces descubriría de qué material estaban hechos. Como muchas personas que dedican su vida a la escritura, Rocío creía en la fuerza mágica de las palabras, en su poder revelador. Habituada a deconstruir toda clase de textos, se consideraba capaz de adivinar o, al menos, intuir qué clase de persona se escondía tras un puñado de frases. Por la misma razón se tomó su trabajo muy en serio, dedicándole unas cuantas horas y más, pues durante tres o cuatro días fue regresando a su perfil para matizar y puntualizar. Optó por la transparencia en todo. Descartó seudónimos, se presentó como Rocío, tal cual. Tampoco mintió sobre su profesión, carácter y aficiones, mucho menos sobre su edad. Le habían asegurado que muchas mujeres y hombres lo hacían. ¿Para qué? Si alguna de las relaciones prosperaba, llegaría el día, inevitable, en que se haría la luz y quien mentía quedaría expuesto al ridículo. 

Cuéntenos algo sobre sí misma…

Soy una amante de las alegrías esenciales de la vida: cultura, naturaleza, libros, música, arte, comida, paisajes, lenguas. Me agradan las cosas bellas y simples. Muy independiente y algo solitaria. Necesito mi propio espacio y tiempo para respirar. Básicamente, una mujer sana y satisfecha, de carácter fuerte pero bastante equilibrado. Casi siempre estoy de excelente humor. Me gusta levantarme temprano, salto de la cama contenta y hambrienta.

¿Qué le pide a una relación?

Un interlocutor intelectual, un amante, un «cómplice del crimen». Un poco de glamur siempre se agradece, la estética me importa (soy latina). No busco una relación convencional, a nuestras respetables edades ya no necesitamos construir un proyecto familiar al uso. Somos libres, capaces de crear nuestras propias normas. Una relación no basada en el menú del día, sino a la carta. No siento la necesidad de vivir a todas horas con un compañero. Prefiero antes calidad que cantidad. Este deseo de flexibilidad no excluye un compromiso pleno, si se da el caso. Me agradaría encontrar a un hombre cosmopolita, de mente abierta, dispuesto a pasar temporadas en Andalucía.

Lo que no tolera.

Centros comerciales. Los cruceros y los resorts de lujo. La obsesión por el fitnes. La falta de curiosidad, la pereza intelectual, la insipidez. La gente codiciosa, la mezquindad y la hipocresía. Los manipuladores de cualquier clase. La falta de humor, el exceso de solemnidad. La indiferencia ante los asuntos públicos. La falta de honestidad, la gente retorcida.

Lo que le apasiona.

Libros, las palabras y las lenguas. Los paisajes. La cultura, las artes. Nadar, cocinar. La política internacional.

Sensaciones hogareñas…

En mi escritorio, rodeada de libros y diccionarios. En el jardín, en la cocina y en el mar. Estoy a gusto casi en todas partes y he disfrutado viajando por varios continentes. Sin embargo, Europa es el lugar del que extraigo fuerzas e inspiración. Europa es mi hogar, en el sentido más amplio y acogedor de esta palabra. Nací en España, donde tengo un piso en Cádiz y una casita encantadora al lado del mar. Me gusta Andalucía. Pero adoro Inglaterra, mi verdeante patria de adopción. Quisiera visitarla más a menudo y quizás, con un poco de suerte, encontrar un hogar a tiempo parcial en ella.

Tiempo de ocio.

Soy una apasionada de las letras, por lo que la frontera entre mi tiempo de trabajo y mi tiempo libre es casi inexistente. Mi profesión y mis aficiones se mezclan de manera gratificante. Extraigo gran placer de la lectura y de la escritura, pero también soy físicamente muy activa y necesito moverme, hacer trabajo manual. Me gusta mucho la casa, la decoración. Los deportes no me atraen, pero nado muchos meses al año y también camino unos cuantos kilómetros diarios. Luego están los periódicos, que leo en unas cuantas lenguas. Me interesa la política y me esfuerzo por estar bien informada. Me mantengo ocupada y feliz, sí, feliz, pese al lamentable estado del mundo en que vivimos.

¿Qué le hace soltar una carcajada?

Casi todo. Cualquier acontecimiento humano, posible e imposible. Tengo buen ojo para la comedia, considero que el humor es una herramienta crucial —un arma, también— para protegernos de los sinsabores de la vida. Y, desde luego, practicarlo es el mejor modo de mantener a raya cursiladas y tonterías.

Imagine que soy su hada buena y le permito elegir un único deseo…

A estas alturas de mi vida, tengo todo lo que deseo. Lo único que me falta es un cómplice. Una compañía estimulante: amante y amigo, todo en uno.

¿Fetiches de los que no se desprende nunca?

Mi ordenador, mi herramienta principal de trabajo. Y me encantan los pendientes, tengo montones, y jamás voy a ninguna parte sin cargar con algunos de ellos.

Tres prioridades:

Mi libertad.

“Amor, en mayúsculas. Con sus alegría y sinsabores.”

Mis hijos. Mi ruidosa y alegre tribu familiar. Los amigos.

¿Cómo la definen sus amigos?

Generosa, apasionada, inteligente. Divertida.

¿Y sus enemigos?

Impulsiva, atolondrada, brusca. Intolerante.

Buscó fotografías recientes. Un par de planos cercanos y sonrientes; era risueña, quería subrayarlo. Luego, imágenes de cuerpo completo, lo tenía muy bien conservado para su edad, no vio razón para no sacarle partido a tan buena suerte. Eligió marcos diferentes, la ciudad, el mar, libros, ningún escenario demasiado personal. Estaba orgullosa de su ojo para el marketing, a final de cuentas de eso se trataba. Solo restaba establecer sus preferencias. En primer lugar, edad de los señores, marcó de los sesenta y uno a los setenta, sus líneas rojas, por abajo y por arriba. Seguían asuntos como tabaco y alcohol, raza, religión, la página hilaba fino; todo era puntilloso, muy anglosajón. Tabaco, fuera. Alcohol, sí. Raza, iba a poner indiferente, pero si era honesta, debía admitir que no le ponían los asiáticos. Algo similar le sucedió en el apartado «Religión», hubiera querido marcar una cruz en «indiferente», pero hubiera sido una falsedad. No le era indiferente, eligió agnóstico y ateo. Había aprendido algunas cosas nuevas sobre sí misma. Fobias y filias, ciertos límites. 

A Peregrine le supuso un suplicio indecible armar su perfil en Silver Elites. La cosa ya empezó con mal pie, luego se enmarañó más y más hasta acabar por convertirse en una labor que requirió varios días de negociación con el administrador de la página web. Las dificultades no tuvieron nada que ver con problemas de redacción; como se verá muy pronto, Pip era un escritor impecable y perfectamente articulado. El conflicto surgió porque, según él veía la cosa, no había pagado una fortuna para que encima le marearan con exigencias tales como responder a un test de personalidad y a una serie de cuestiones personales. Lo primero le pareció grotesco, y lo segundo una invasión a su intimidad. Y se las compuso para encajar ambas peticiones como un ultraje irreparable. Tan así, que donde se le pedía describirse a sí mismo contestó: «No me da la gana». Frase que el administrador de Silver Elites rechazó de plano. Fue solo el inicio de un pulso con quien quiera que estuviera a cargo de estos menesteres en la página. Pip respondía a todas sus preguntas con tal desabrimiento y manifiesta hostilidad que por fin este se vio obligado a enviarle un correo recordándole que se había suscrito por libre voluntad. Si realmente no deseaba exponerse en público, algo intrínseco a las páginas de citas, Silver Elites no tenía ningún problema en reembolsarle el dinero pagado. A decir verdad, Pip vaciló ante lo del reembolso; era una tentación. El torrente alcohólico trasegado el día anterior había disminuido, en caudal y en velocidad, ahora veía la operación en tonos mucho más grises. Y además le dio la paranoia; corría gente de toda clase por ahí, como si él fuera un capullito de alhelí. Pero Harriet le acorraló, el bienestar del vizconde le convenía desde todos los puntos de vista, había que encontrarle acomodo como fuera. No cejó en su empeño hasta que él tiró la toalla y aceptó hilvanar unas pocas líneas que, sin delatarle demasiado, al menos no resultaran ofensivas.

Cuéntenos algo sobre sí mismo…

Soy una fuerza tranquila.

¿Qué le pide a una relación?

Busco una mujer capaz de tratar con campesinos, artistas y duques por igual.

Lo que no tolera.

Ignorancia, tontería, fealdad, homofobia.

Lo que le apasiona.

El arte contemporáneo y el ganado (vacuno, ovino).

Sensaciones hogareñas.

Solo en casa.

Tiempo de ocio.

Contemplación, no necesariamente fructífera.

¿Qué le hace soltar una carcajada?

Me carcajeo poco. Y no soporto las risas enlatadas.

Imagine que soy su hada buena y le permito elegir un único deseo…

Ridículo, las hadas no existen.

Fetiches de los que no se desprende nunca.

Cargo conmigo mismo, es suficiente cruz.

Tres prioridades:

“Hijos.

Educación.

salud.”

¿Cómo lo definen sus amigos?

Excéntrico, creativo, sensible.

¿Y sus enemigos?

Errático, sentimental, quisquilloso. Imposible, en general.

 

Para resarcirse del cabreo que le había provocado tamaño esfuerzo y de la bronca con el administrador de la página, mintió con respecto a su edad, sacándose siete años de golpe. Dijo que no fumaba, cuando lo hacía como una chimenea; se autodefinió como un simple granjero y aseguró buscar mujer entre los dieciocho y los ochenta años, fumadora, bebedora, de cualquier color y credo. Y, para rematar su rebelión, colgó una foto en la que, además de tener una patética expresión de perro apaleado, llevaba un viejo jersey raído con un estampado de pata de gallo que generaba un efecto óptico y se le tragaba la cara. Todas estas tonterías le produjeron una suerte de satisfacción pueril, pequeña victoria sobre la página en la que se había inscrito.

* * *

En cuanto Rocío dio por editado su perfil, la página despegó. No había motor de búsqueda ni necesitaba perder tiempo contemplando a cientos de candidatos. Desde la propia web le proponían veinte caballeros al día. Si le gustaban, tenía la opción de enviarles un smile o un mensaje desde un chat de la misma página. Si no, pasaba de largo. Y luego, claro, a ellos les propondrían lo mismo. Los primeros días recibió una avalancha de «sonrisas» y mensajes que casi le asustó, quería ser educada, responder, aunque fuera con un «No, gracias», a todos. Estaba estupefacta, ¿sería posible que hubiera tanto gentleman inglés dispuesto a liarse con una que vivía en Cádiz? Tras chatear con unos cuantos descubrió que sí, que era posible. Incluso tuvo que frenar a alguno que, como quien dice, estaba dispuesto a subirse en el primer avión para plantarse en la puerta de su casa. Pronto fue entendiendo. Estaban retirados, se aburrían, tenían buenas pensiones, las compañías low cost operaban en Sevilla. Entre los candidatos había muchos viudos, casi todos abuelos y con fuertes lazos familiares, lo probaban las muchísimas fotografías con los nietos, cosa bastante conmovedora. Pronto estableció su dinámica; tras unos cuantos chateos, si el hombre le gustaba, le pasaba su correo personal. De este modo mantuvo relación epistolar con varios caballeros que parecían interesantes. Era exigente, no aceptaba escribirse con cualquiera que no mostrara, de buenas a primeras, cierta claridad, digamos, literaria y mental. Lo normal es que estas intentonas virtuales murieran por causas naturales al tercer o cuarto intercambio. Unos por una cosa, otros por otras, ninguno le acababa de convencer. En cualquier caso, y en lo que iba probando, la web demostró ser un entretenimiento de primera.

Rocío tiraba a voyeur. No en el sentido pornográfico y malvado del término, sino en uno más inocente relacionado con su mente inquisitiva y cierta tendencia al chismorreo. Hay personas que sienten pasión por los crucigramas y sudokus, a ella le gustaba descifrar el enigma de los caracteres humanos. Silver Elites le proporcionó material a destajo para su pasatiempo. Ahí es nada, una veintena de caballeros cada día. Veinte personalidades a las que analizar y sobre las que especular. Era increíble la cantidad de información deducible —no solo de lo que se decía, o bien se omitía— en un perfil, sino también de las fotografías y, muy en especial, de los marcos elegidos por algunos hombres para sus selfis. No hacía falta lupa para adivinar las sábanas sucias y revueltas en el fondo del cuadro, el cepillo de dientes de pelaje desbaratado en una estantería, el caos reflejado en el espejo del baño. De los varios centenares de hombres que estudió, muy pocos consiguieron atraerla, pero, a cambio, le sirvieron como cursillo de antropología acelerada, buen estudio sobre la idiosincrasia masculina británica. Una mayoría aplastante de los perfiles iniciaba el apartado «Cosas que le apasionan» con un «sacar de paseo al perro», lo cual decía mucho de su amada Britania. Y otra mayoría, aún más aplastante, que solía también incluir a la de los perros, adjuntaba una lista de actividades outdoors digna de cualquier esforzado boy scout, sin olvidar, por supuesto, toda clase deportes. Descenso de ríos en canoas, críquet, golf, kayak, royal tennis, subir y bajar montañas, acampar bajo la lluvia torrencial y un largo etcétera. Artes, poca cosa; libros, aún menos. ¿Dónde estaba el glamur que ella ansiaba?

Transcurrieron los días y las semanas, no se concretó nada. Rocío no estaba tan desesperada como para seguir con una búsqueda que se presentaba, ahora lo sabía, prácticamente utópica. Ya se había divertido lo suficiente. Decidió no renovar en la página. Como si los algoritmos del Silver Elites se hubieran olido su renuncia, dos días antes del vencimiento de la subscripción le hicieron una propuesta que captó su interés de inmediato.

El candidato en oferta se presentaba como Pip y tenía un perfil tan lacónico como su apodo. Casi resultaba insolente por su parquedad. Como si le importara un rábano gustar o no gustar, desgana también aplicable a la única fotografía que había colgado. Un primer plano frontal contra un fondo monocolor que podía haber sido cualquier superficie. Desde allí miraba directamente a cámara tras unas gafas de montura gruesa, negra. La boca era una línea recta, el pelo entrecano, demasiado largo y descuidado. Los ojos, azules y algo caídos, tenían un no sé qué de tristeza, un toque de desvalimiento que a Rocío le provocó una punzada de ternura instantánea. La urgente necesidad de cariño y protección se veía reforzada por los escasos centímetros de vestimenta que aparecían bajo el rostro. El cuello raído de una camisa, un jersey que a todas luces había visto tiempos mejores y que, además, tenía un estampado realmente inenarrable. Allí había algo especial. Claro que el hombre solo tenía sesenta y un años, no obstante, parecía más viejo y, qué caramba, ¿acaso ellos no iban siempre tras mujeres más jóvenes? Volvió a releer el perfil, hermético como una ostra, pero a lo mejor había perla dentro. Mucha socarronería, la pasión combinada por el arte contemporáneo y el ganado —vacuno, ovino— denotaban una mente insólita. Y las cuatro frases que había escrito tenían calidad, le gustó en particular el modo en que se definía a sí mismo: «una fuerza tranquila». El hecho de que buscara una compañera capaz de tratar con artistas, duques y campesinos por igual parecía una interpelación desafiante. Tuvo una repentina intuición. Recogió el guante y le mandó una «sonrisa».

Una vez Pip hubo rabiado lo suficiente y su perfil fue sancionado por las autoridades competentes, decidió olvidar el asunto calificándolo de error lamentable, con especial énfasis —negativo— en el gasto innecesario. En el fondo, aspiraba a que no le buscara nadie y le resultó muy desconcertante ver que sucedía todo lo contrario. Durante semanas enteras le cayeron «sonrisas» y mensajes a destajo, pues también en la página de citas mandaba la demografía: había muchísimas más mujeres que hombres. El volumen de la respuesta le desbordó. Se preciaba de ser bien educado, muy en especial con las señoras. Se sintió obligado a responder a todas las que contactaron con él y le supuso un trabajo enorme porque, entre otros inconvenientes, tecleaba solo con un dedo de una mano (el índice de la izquierda). Para que la cosa fuera aún más tediosa, el 99 % de ellas carecía por completo de atractivo, algo que, como es natural, no se debía utilizar, bajo ningún concepto, como argumento para una negativa. La búsqueda de eufemismos y palabras balsámicas con que rechazar sus avances casi le secó el cerebro. No se le ocurrió copiar y pegar y tampoco hubiera sabido cómo hacerlo. Aun con todo, aceptó tomar un café con media docena de ellas que vivían por su zona, solo para ratificar la primera impresión que le habían causado. Allí no había nada para él. No repitió cita con ninguna, ninguna llegó hasta el umbral de Bentley Hall y ninguna adivinó lo que se escondía tras aquel tipo de aspecto desastrado.

Pasaron las semanas sin grandes acontecimientos o novedades. La cantidad de «sonrisas» disminuyó, retornó cierta normalidad. Pip respiró con alivio; su vida volvía a ser tan mala como antes, pero al menos no peor. Desde luego, no tenía intención de renovar la suscripción, asumió que pasados los tres meses de pago adelantado su perfil entraría en desuso y se caería de internet por su propio peso. Se equivocaba. El día de la fecha de vencimiento, el administrador de Silver Elites le mandó un correo anunciándole la renovación automática. Pip puso el grito en el cielo y a continuación desenterró el hacha de guerra. Se reavivaron las hostilidades, él pretendía anular el pedido mediante un simple correo, el administrador le exigía hacerlo por la vía protocolaria, entrando en la página web y cancelando el pago automático. Sin contar, claro está, con que Pip no conseguía acertar con el trámite ni siquiera apegándose a las instrucciones que se le enviaron una y otra vez. Decir que era negado para la informática sería una sobrevaloración colosal. Además de ser una nulidad, hacía todo lo posible para sabotearse. Rizaba el rizo. Era corto de vista y se emperraba en usar una tableta de pantalla pequeña, era manualmente torpe y se negaba a usar el ratón. De este modo siempre hallaba argumentos más que suficientes para gruñir, maldecir y exasperarse. No se servía de la informática, batallaba contra ella.

Y llegó la vigilia de San Juan. Año del Señor 2019, las diez de la noche en Inglaterra, las once en España. Caían rayos y truenos sobre Bentley Hall. El aire era suave y aterciopelado en Zahara de los Atunes.

Pipfox estaba enzarzado en un sanguinario cuerpo a cuerpo con Silver Elites cuando desde la página le avisaron que acababa de recibir una «sonrisa». Fue providencial, buen pretexto para encenderse de furia. ¿Una «sonrisa»? Menudo recochineo, qué cinismo. La sistólica se le disparó hasta llegar a unos peligrosos ciento noventa. Y entonces, Dios sea loado, Rocío aterrizó sobre la gran mesa de la cocina.

Stop.

Todo quedó en suspenso. El corazón del vizconde se detuvo saltándose tres latidos seguidos. Millones de motas de polvo interrumpieron su viaje a ninguna parte. Belcebú levantó la cabeza del comedero y olfateó el aire con desasosiego; algo nuevo se aproximaba.

 Tras el breve parón, la vida retomó su ritmo, pero aquel microcosmos fosilizado y plagado de fantasmas había sufrido una sacudida de la que ya no se recobraría. Eso sin contar con que los relojes habían perdido dos segundos, anacronismo imperceptible que perduraría en el tiempo. Ya nada volvería a ser lo mismo. 

Más tarde, y hasta el fin de sus días, Pip juró y perjuró que el punto de inflexión fue real. Y que la imagen del mundo suspendido y su metamorfosis posterior no fueron tropos floridos, sino realidades palpables. El blando splash del agua que recogía las goteras en las varias cacerolas devino un tintineo alegre, y el diluvio exterior dejó de ser un fenómeno amenazador para convertirse en una sinfonía romántica. Verdad o mentira, lo que sí es seguro es que él se quedó embobado contemplando aquella sonrisa soleada, prendida bajo unos ojos negros que irradiaban alegría y vitalidad. Peregrine Fox no era un hombre espontáneo ni de reflejos veloces, pero algo en el rostro de la mujer consiguió desarmarle. Su irritación se fundió como una pila de nieve bajo la lluvia cálida.

A Rocío le llegó su «sonrisa» de vuelta con unas primeras palabras, justo cuando se acostaba.

—Tiene usted la sonrisa más bonita que he visto en años. Y en sus ojos hay un brillo de humor espléndido. ¿Qué hace una chica como usted en un bar como este?

La vida de la andaluza no era tan aperreada ni retorcida como la del inglés. Quizás por eso no sintió el pinchazo de Cupido con la misma agudeza. Aun así, también hubo alteraciones, no por más sutiles menos ciertas. Y si el corazón de él se había detenido, el tictac del de ella, en cambio, sufrió una leve aceleración. Y luego, la súbita conciencia de que la noche era inusualmente bella. El azabache de fondo más bruñido, los guiños de plata astrales más relucientes.

—Busco un caballero inglés.

—¿No le hubiera sido más fácil encargarlo en El Corte Inglés?

—Agotados, y no se espera renovación de stock, ¿será cosa del Brexit? Solo queda mercancía china.

—Oh, dear. Menudo contratiempo. 

—Lo es. Sobre todo para usted. Voy a preparar una lista larguísima de cosas que preguntarle. No será ahora. Estoy ya en la cama y no debería andar jugueteando con el teléfono como una adolescente. Pero no doy crédito. ¡He encontrado a un caballero al que no le apasiona «pasear al perro»!

Hubo una pausa, cortísima.

—Lamento ser portador de malas noticias. Soy dueño de un perro y, lo peor, paseo a diario con él. Espero que esta triste nueva no le quite el sueño. Y ahora, apague el teléfono y dedíquese a contar querubines dorados.

Su gracejo cautivó a Rocío. Quería saber más. Antes de apagar la luz le mandó un último mensaje. Fue muy parco: «[email protected]».

Tres segundos después le llegó la respuesta. Sin vacilaciones: «[email protected]».

Bingo. Cerró los ojos, que no es lo mismo que pegar ojo, porque de esto último nanay. Estaba excitadísima, con la impresión de que iba a pasar alguna cosa importante que iba a cambiar su vida. Encendió de nuevo el teléfono, qué vicio. Volvió a leer el perfil del hombre dando la vuelta, del derecho y el revés, a su media docena de frases, un vano intento para desentrañarlo. Le corroía la impaciencia. Acabó por levantarse para ir en busca de un libro. Muy apropiadamente, eligió otro Jane Austen: Persuasion.

Pipfox respondía al cliché de gentleman británico y dominaba mejor sus emociones. Aun así, cerró su tableta con una nueva luz chispeando en los ojos. No es que anticipara nada, no se permitía tanto. Pero la sonrisa de aquella criatura venida de otro planeta había conseguido iluminarle la velada. Y todavía no había leído su perfil, agradable tarea que dejaba para el día siguiente. Tras un rato de contemplar las musarañas, acabó por levantarse para ir a vaciar el agua de las cacerolas. Fuera seguía diluviando.

II

 

«Falling in love», initially, is no more than this: attention abnormally fastened upon another person. If the latter knows how to utilize this privileged situation and ingeniously nourishes that attention, the rest follows with irremissible mechanism.

William James

De [email protected] para [email protected].

24 de junio de 2019 07:38

Estimado Pip:

Ayer me dio usted un susto mortal y hoy, nada más levantarme, me he precipitado a la página web para visitar su perfil, muy en especial el apartado de las «Pasiones». He encontrado arte contemporáneo y ni una palabra sobre una posible jauría de canes (suspiro de alivio). En realidad, me gustan mucho los perros y todos los animales —salvo las ratas— pero, eso sí, como animales, quiero decir, no en exceso antropomor­­fizados.

Pip, ¿es este su nombre? Philippe, supongo. ¿Es así como debo dirigirme a usted?

No sé muy bien por dónde empezar. Supongo que debería explicarle cosas sobre mi graciosa persona, ¿verdad? Dar tantas vueltas alrededor del propio ombligo a nuestras edades respetables, largamente sobrepasados los tiempos del exhibicionismo, parece una bobada. Y, sin embargo, no es otra la razón de ser de estas páginas de citas. Una ecuación imposible, así que ahí va.

Nací en el campo, por la zona de los pueblos blancos de la Frontera (provincia de Cádiz). Los dos lados de mi familia eran profundamente conservadores y católicos. Crecí en tiempos de Franco, rodeada de sotanas y grajos, y no sabría decirle cuáles eran más negros. Íbamos a misa, rezábamos el rosario en latín, debíamos ser modestas y castas. Sorprende que con el tiempo me convirtiera en una mujer sana y normalizada. Un milagro debido no a la santa madre Iglesia, sino a una batería de hormonas más potente que todos los disparates escuchados en mi infancia y juventud. Hice apostasía en el preciso instante en que el primer chico me puso las manos encima. Nadie, jamás, conseguiría convencerme de que aquellas deliciosas cosquillas que sentí eran pecado. Fin de la digresión religiosa.

Siempre fui de letras, letras puras y duras, mi cerebro es cien por cien literario. Estudié Filología Inglesa, durante años di clase de Literatura Inglesa en una universidad madrileña. Combiné la docencia con la traducción literaria. Ahora, ya retirada de la primera, sigo con la segunda, por pasión, vocación y convicción.

Me casé una vez, demasiado joven, tuve dos hijos, me divorcié pronto. No me quedaron ganas de repetir la experiencia. He disfrutado del amor, con todo su espectro de emociones —penas y alegrías—, como mujer libre y soberana de mi propia vida. 

No me preocupan ni la edad ni la muerte, pero sí cómo debo pasar los próximos años de mi vida. Pocos o muchos, serán los últimos y los quiero de calidad. Ahora más que nunca deseo ser yo misma. La pasión por las letras y el amor han regido siempre mi biografía, y los amantes apasionados jamás se retiran de sus lides, por difíciles que sean (¿de qué nos vamos a retirar?, ¿de la vida?). Con la edad mis capacidades intelectuales no han mermado, sino todo lo contrario, mi trabajo nunca había sido tan bueno como ahora. Y en lo que se refiere a los aspectos físicos del envejecimiento, por razones tanto políticas como estéticas, no me maltrato con operaciones quirúrgicas, tampoco me inyecto bótox u otras porquerías. Lo que usted ve en las fotos, todas ellas recientes, es lo que hay. Envejeceré sin artificios. No obstante, tengo la firme intención de ser chic y estilosa hasta el último de mis días. Es una promesa que me he hecho a mí misma. Y en este campo mantengo una disciplina firme. Soy latina, la estética me importa.

Ya no tengo responsabilidades familiares y en los últimos años he perdido todo sentido de pertenencia. Soy propietaria de un estudio en Cádiz y de una casita con minijardín en Zahara de los Atunes, cerca del mar. Estoy cómoda en ambos lugares, pero no siento un apego fanático por ellos. Mi alma es algo gitana, no parece necesitar de un hogar, en el sentido estricto de la palabra. Lo que más me satisface es andar por ahí. Mis raíces se sustentan en el aire, me agrada sentirme extranjera. Puedo escribir en cualquier rincón, me basta un metro cuadrado en el que instalar mi ordenador y mis papeles. Inglaterra es mi tierra de Nunca jamás desde que era niña, mi genuina patria literaria. Lo es desde que un reluciente guerrero llamado William Brown me rescató de las tediosas tardes de los domingos (posmisas) para llevarme de travesura en travesura por la campiña inglesa. Soy agradecida. Él fue mi primer gran amor literario y lo atesoro en el corazón, es el héroe más netamente anárquico de toda la historia de la literatura, además de mi héroe personal. Pronto hubo otros flechazos. Me enamoré de los paisajes de su isla herética a través de los libros. Mi biblioteca inglesa es sustanciosa.

Me detengo aquí, no deseo abrumarle con mi incontinencia narrativa. Fin del primer capítulo.

Por favor, hábleme de usted largo y tendido. ¿No estará buscando una esposa? Espero que no. Me temo que ya no tengo ese software en mí. Pero cuando me enamoro, soy una amante apasionada y leal, una gran amiga y la mejor cómplice para cualquier crimen. Ya ve usted, al final he caído en la trampa del marketing. Aquí me tiene, hablando maravillas de mí misma. Se me cae la cara de vergüenza. Mentira, soy una descarada.

Un saludo muy cordial,

Rocío

 

De [email protected] para [email protected].

24 de junio de 2019 23:57

Estimada Rocío:

También yo visité su perfil esta mañana. Debo decir que sobresale de modo notorio por entre cualquier otro de la web. De hecho, es deslumbrante. Llega usted como un tornado en medio del aire estanco. Asumo que no tiene acceso a la oferta femenina de la página web. Basta con decirle que la indumentaria general consiste en vestidos de gasa en tonos apastelados acompañados por un tocado, hoy de moda, llamado —muy poco apropiadamente— fascinator. Trataré de describírselo. Es un artefacto que no llega a sombrero —es un plato, a medio camino entre el de postre y el de café— y que se coloca sobre la cabeza, inclinado en un ángulo que pretende ser coqueto, picante incluso, pero que solo consigue parecer risible. En medio de tanta cursilería, su sobriedad y estilo claramente latinos suponen un descanso para los ojos. Y encima es usted traductora literaria y, por tanto, una benefactora de la humanidad.

Lamento que haya despertado con la impresión de estar iniciando correspondencia con un caballero inglés forrado de tweed de la cabeza a los pies, que además comparte cama y mesa con jaurías caninas. Lo primero sucede algunas veces cuando hace frío. Lo segundo no es así, aquí vivimos tan solo yo y el viejo Belcebú, un perro labrador. Cuando muera, no habrá otros.

Me ha deleitado usted con una pequeña síntesis biográfica, supongo que yo debo hacer lo mismo. Tal y como muy bien apunta para eso estamos aquí (o, mejor dicho, ¿hemos llegado hasta aquí?).

Procedo de una familia de agricultores durante muchas generaciones. De joven sentí la inevitabilidad de mi destino como una trampa que me encadenaba a mi región, así que me rebelé y partí de casa en busca de otros caminos. No me llevaron demasiado lejos, apenas había cumplido los treinta años cuando mi padre murió. Siendo hijo único, me sentí obligado a regresar a casa para hacerme cargo de la propiedad familiar. Y en ella sigo, aunque delegando cada vez más, al menos en lo que se refiere al día a día del trabajo. Digamos que estoy semirretirado. Pese a vivir en un lugar donde la mayoría de mis vecinos mata animales por placer, yo he preferido dedicarme a coleccionar arte contemporáneo. Empecé muy joven y solo adquiero trabajos que admiro, casi siempre obras desconocidas de bajo costo. A lo largo de los años mi colección me ha procurado enormes placeres estéticos y una paleta variada de amigos encantadores.

Me ha gustado mucho su imagen sobre las sotanas y los grajos. Yo asistía a los oficios de los domingos con la familia. Mi padre era responsable de la lectura de uno de los sermones, pero una vez cumplida esta responsabilidad solía dedicarse a hacer el crucigrama del Times a escondidas.

Su mención a las operaciones quirúrgicas y el bótox me ha hecho sonreír. Creo que ha sido usted bendecida con una estupenda estructura ósea. Y sospecho que su obvio amor por la vida —espero no equivocarme en eso— es todo lo que necesita para «conservarse». Vacilo, y me sonrojo, al escribirle las siguientes palabras, pero me parece usted una mujer extraordinariamente bella (con una belleza que proviene del interior), poseedora de una gracia y estilo muy peculiares.

La envidio por haber conseguido liberarse de responsabilidades. Yo aún no he aprendido a descartar las mías. Supongo que cuando uno pasa su vida en tratos con la tierra, tiende al arraigo, pues todo cuando aborda es a largo término. Sus raíces son aéreas, las mías mucho más concretas. Debo regresar aquí de vez en cuando, asumí esta responsabilidad cuando mi padre murió y ahora, tras tantos años, me resulta difícil soltar amarras. Dice usted que es medio agitanada y le agrada sentirse extranjera. Yo, en cambio, duermo en la cama donde nací y en la que sin duda fui concebido.